Espesas tinieblas cayeron sobre el Egipto de los faraones. Al revés que los precedentes invasores -persas, griegos, romanos, bizantinos-, los árabes no sentían interés ni respeto por los fabulosos monumentos que descubrían. Los valores musulmanes, es cierto, eran radicalmente distintos a los valores del antiguo Egipto. Así, para los sabios que vivían en los templos, era necesario formular lo divino en una obra; Amón, el dios oculto, debe incorporarse a una estatua que no es él, aunque revela su misterio sin desnaturalizarlo. La religión musulmana, en cambio, prohíbe cualquier representación de lo divino. La civilización egipcia, que osaba mirar cara a cara a la muerte, fue una sociedad feliz que no despreciaba el goce de vivir y los placeres sencillos; se bebía, de buena gana, cerveza y vino. Los conquistadores árabes arrancaron casi todas las viñas. Egipto no conoció ningún dogma, ningún libro santo que afirmara una verdad revelada y definitiva; el Islam impuso el Corán. Podríamos establecer un largo catálogo; lo esencial es comprender que la cultura islámica no se halla en la prolongación ni en la continuidad de la cultura faraónica; el lugar de espiritualidad no es ya el templo sino la mezquita. Cementerios de un nuevo tipo reciben a los muertos, se celebra otro culto, se instauran nuevas costumbres.
Los valores espirituales fueron modificados, los hábitos corporales también; el antiguo Egipto, tan justamente celebrado por el esplendor de sus vestiduras y atavíos, no veía en la desnudez ultraje alguno a las buenas costumbres. Campesinos y pescadores trabajaban desnudos durante los períodos cálidos, hombres y mujeres se bañaban desnudos, Faraón y su esposa no se vestían para comer con sus hijos, como muestran escenas de la época de Akenatón. El Islam cubrió los cuerpos y los ocultó, sobre todo los de las mujeres; largos vestidos negros, muy poco aconsejables, sin embargo, en un país cálido, se heredan, curiosamente, de una moda cristiana que había consistido en vestirse así para llevar luto por Cristo.
Cien años después de la invasión árabe, la noche del olvido ha cubierto ya el Egipto de los faraones. Tebas y el Valle de los Reyes desaparecen de los mapas y de la memoria de los hombres, como si nunca hubieran existido. Los eruditos árabes, tras haber preguntado si pirámides, templos y tumbas ocultaban fabulosos tesoros se desinteresaron de ellos por completo y ni siquiera los evocaron en sus escritos, como si el pasado faraónico no estuviera ante sus ojos. Cuando Champollion llegue a Luxor, no verá gran cosa del admirable edificio, ocupado por familias que, desde hacía siglos, habían acumulado gran cantidad de desechos. Cierto número de monumentos fueron salvados por la arena; total o parcialmente invadidos, escaparon así de la destrucción. La mayoría de los templos, que no tenían ningún valor sagrado para los nuevos ocupantes, sirvieron así de canteras.
Dos capuchinos y un jesuita
Desde la conquista árabe hasta el siglo XVI, ningún viajero occidental, que sepamos, se aventura más allá de El Cairo; Egipto se ha convertido en un país hostil, cerrado y peligroso. Nadie sabe lo que ocurre en el sur; sólo la capital atrae a unos pocos aventureros.
El Valle de los Reyes yace en el abandono y el silencio; sin duda fue considerado un lugar inquietante, poseído por genios maléficos y temibles. Ningún texto árabe lo menciona.
En 1589, primer rayo de luz: un veneciano, cuyo nombre no se ha conservado, camina hasta Nubia. Pasa por la antigua Tebas aunque no la identifica y no permanece en la orilla oeste. El viajero no carece de audacia y consigue sobrevivir en un entorno tan insólito como inquietante, dejando aparecer ciertos sentimientos admirativos ante los antiguos monumentos.
1668 señala el renacimiento, timidísimo, del Valle. Por primera vez desde hace unos diez siglos, dos exploradores, los padres capuchinos Protais y François, evocan la existencia de Biban el-Muluk, «Las puertas de los reyes»; pero corresponde al jesuita Claude Sicard el mérito de haber identificado formalmente las ruinas de Tebas y las del Valle de los Reyes, durante su viaje al Alto Egipto, entre 1707 y 1712. Tras un milenio de total oscuridad, el paraje recupera una identidad.
Claude Sicard, y que nos perdone, era un rudo mocetón que, convencido de su fe y de su valor, no temía nada. Su erudición y un agudo sentido de la observación le permitieron descubrir con exactitud los vestigios de la gran capital del Imperio Nuevo y la prestigiosa necrópolis real; esta pequeña hazaña exigía mucha perspicacia.
«Los sepulcros de Tebas -escribe refiriéndose al Valle- están excavados en la roca y son de sorprendente profundidad. Se entra en ellos por una abertura más alta y ancha que las más grandes puertas cocheras. Un largo subterráneo de diez o doce pies de ancho lleva a unas cámaras, en una de las cuales hay una tumba de granito elevada cuatro pies; por encima hay una especie de imperial que la cubre y da un verdadero aire de grandeza a todos los demás ornamentos que la acompañan. Salas, cámaras, todo está pintado de arriba abajo. La variedad de colores, que son casi tan vivos como el primer día, hace un efecto admirable.» El padre Sicard visitó diez tumbas, cinco correctamente conservadas y cinco medio derruidas; al no poder descifrar los jeroglíficos, no pudo indicar los nombres de sus ocupantes. Leyendo con atención su relato, se adivina que se sintió particularmente impresionado por el colosal sarcófago de Ramsés IV; admiró también la extraordinaria frescura de los colores que le produjo la sensación de que el pintor acababa de concluir su obra. ¡Feliz jesuita que contempló lo que nuestros ojos ya nunca verán!
No sin ansiedad, Claude Sicard se hundió en las profundidades de la tierra, iluminándose con una antorcha; la magnitud de las tumbas ramésidas le sorprendió y manifestó un real respeto ante el genio de los constructores. Pero el jesuita no comprendió el objetivo y el significado de las moradas de eternidad; creyó que los bajorrelieves eran anecdóticos y narraban la vida, las victorias y los triunfos temporales de los reyes de Egipto.
Pococke el clérigo
El Valle de los Reyes, lugar fundamental de la espiritualidad faraónica, les debe mucho pues a los religiosos de los siglos XVII y XVIII; tras los dos capuchinos y el jesuita, le toca a un clérigo británico, Richard Pococke, entrar en escena. En 1739, ese futuro obispo visita el Valle; aunque Tebas, y especialmente la orilla oeste, siguen siendo lugares peligrosos donde actúan pandillas de bandoleros, Pococke no se preocupa de ello y emprende un primer trabajo de arqueólogo. Ciertamente, como sus predecesores, rinde culto al género literario del relato de viaje, que publicará en 1743 con el título de Description of the East; pero intrigado por el Valle, establece el primer plano conocido e indica el emplazamiento de las tumbas que ha explorado, nueve accesibles de un total de dieciocho descubiertas. El estilo del dibujo es muy poco científico y parece más un cuadro fantástico que la realidad; el documento plantea además delicados problemas. La entrada de las tumbas está situada de un modo extraño y el número indicado parece alto; Pococke advierte la presencia de guardas armados con bastones, cuyo papel consistía ciertamente en obtener el famoso bakshish y no en proteger los monumentos. Nacía la explotación del turista; si viajeros procedentes de tan lejos se interesaban por aquellos viejos sepulcros, ¿no podían convertirse en proveedores de fondos?
Pococke, como Sicard, se extasía ante la frescura de los colores cuyo estado de conservación le deja pasmado; pero nuestro futuro obispo no supera el estadio de la emoción estética y no se pregunta el significado de lo que está viendo; haber sido el primer cartógrafo moderno del Valle basta para su fama. Advirtamos que dibujó bien la entrada del paraje, lamentablemente ampliada más tarde por razones turísticas; se limitaba todavía a un estrecho paso excavado en la roca.
El tiempo de los religiosos concluye; comienza el de los laicos.
James Bruce y Ramsés III
Un escocés indomable
A mediados del siglo XVIII, el sur de Egipto sigue siendo una tierra de aventuras en la que el viajero, lo bastante intrépido como para recorrer el lugar, corre reales peligros. Los relatos de viaje de los religiosos hacen soñar a los aficionados a los misterios de Oriente; algunos, tras haber evaluado la situación en términos de riesgo, renuncian. No es el caso del escocés James Bruce, que, en 1768-1769, hace una estancia en Egipto.
En Tebas, solicita ver el Valle de los Reyes; sus guías intentan disuadirle; ¿no es, acaso, un lugar de difícil acceso? Además, no hay allí nada interesante. El escocés, tozudo, insiste; le explican que algunos bandidos viven en aquellos parajes, que tal vez se hayan instalado en el Valle y que un guía honesto no tiene deseo alguno de enfrentarse con ellos. Gracias a las mágicas virtudes del bakshish, James Bruce consigue convencer a sus interlocutores para que le lleven hasta el lugar; ¿acaso, recorriendo los Highlands, no había superado ya peligros semejantes?
La travesía del Nilo se efectúa sin incidentes, al igual que el recorrido entre la ribera y el Valle; Bruce, seducido por el paisaje, se felicita por haber perseverado. Pero sus guías se muestran hoscos y desagradables; quisieran huir del Valle antes incluso de haber entrado. Sería conocer mal a un escocés creerle influenciable tras tan largo viaje. Por lo tanto, franquea el estrecho paso y penetra en una tumba señalada por un majestuoso portal.
«Por fin tranquilo», estima al descubrir admirables relieves a la luz de las antorchas. Error: en cuanto da los primeros pasos por el interior de la tumba, sus guías exigen salir. Le predicen las peores desgracias si se obstina en permanecer más tiempo en aquel antro demoníaco; y como el escocés se empeña en proseguir su visita, le abandonan en la oscuridad.
Muy descontento, Bruce se ve obligado a seguirles; a regañadientes, monta a caballo y regresa a la embarcación. La vuelta no es tan apacible como la ida; desde lo alto de los montículos que bordean el camino, les lanzan piedras. El escocés no es un hombre al que se le pueda tomar como blanco; se echa a la cara el fusil y responde disparando contra sus agresores. En adelante, el indomable escocés será respetado y podrá trabajar algo más en la tumba que había entrevisto.
La tumba de Ramsés III (núm. 11), llamada «tumba de los arpistas»
Tras el primer plano, el de Pococke, llega ahora pues el primer dibujo de un bajorrelieve, el de James Bruce. Como los jeroglíficos siguen siendo indescifrables, el escocés no puede leer el nombre de Ramsés III ni identificar al propietario de la tumba. Queda fascinado por una pintura que representa a dos personajes que tocan el arpa, bautiza el monumento como «tumba de los arpistas» y los dibuja.
Confesémoslo, el resultado es catastrófico. El arte de Bruce no tiene relación alguna con el de los antiguos egipcios y habría sido radicalmente suspendido en una escuela de escribas dibujantes; da la impresión de que su mano no puede reproducir fielmente lo que sus ojos han visto.
La publicación del mal dibujo de Bruce, en 1790, despertó sensación. El público que lo contempló nunca había imaginado que el arte egipcio hubiera creado semejantes obras maestras. Tras tantos siglos de olvido, volvía a la superficie y despertaba la curiosidad.
En muchas obras se lee, todavía, que los arpistas celebran la lujuria, la vida fácil y los placeres. Eso es olvidar los textos; los dos arpistas de la tumba de Ramsés III cumplen una función precisa, cantan el nombre de dios ante Chu, el dios de la luz, Onuris, el encargado de devolver el ojo del sol que se ha marchado lejos, y Atum, el principio creador. Cuando nos conviene «hacer un día feliz», es decir completo, disfrutando los goces cotidianos, ellos insisten en un punto capital: la felicidad sólo puede alcanzarse si «seguimos el corazón», es decir, nuestro deseo espiritual y nuestra inteligencia sensible.
La tumba de Ramsés III es una pura maravilla; la gama de colores es brillante y alegre, y numerosos rasgos originales la hacen enigmática. Ramsés III había elegido un emplazamiento inventariado hoy como tumba núm. 3; fue abandonado, pero la excavación de la nueva sepultura se vio interrumpida por un incidente rarísimo. Tras la apertura del tercer corredor, los talladores de piedra desembocaron en la tumba de Amenmosis (núm. 10), faraón de la XIX dinastía que había tenido un reinado muy breve, unos veinte años antes. ¿Error de arquitecto o deseo de englobar esta sepultura en la de Ramsés III? Los constructores cambiaron de eje y siguieron excavando en paralelo.
Lo que caracteriza esta tumba son unas escenas únicas pintadas en pequeñas capillas, a uno y otro lado del corredor principal. Asistimos en ellas a la preparación de los alimentos eternamente servidos en el más allá, a la presentación de las ofrendas por los dioses Nilo, personajes de pechos colgantes y vientres hinchados, a la procesión de las divinidades protectoras de las provincias de Egipto; en resumen, toda la naturaleza colabora en la resurrección de Faraón y se ve así transportada al otro mundo. En los muros de esas estancias de modestas dimensiones se representan muebles, vasos, espadas, lanzas, arcos, carros, que son otros tantos elementos del mobiliario fúnebre. Estos objetos eran ritualmente depositados en la tumba y acompañaban al monarca en la eternidad; en la medida en que están pintados, siguen presentes y son eficaces. Otras escenas raras: el rey en persona corta espigas de trigo en los campos paradisíacos y navega en barca por los canales azules de las inmensidades celestiales. Los blancos y los dorados son especialmente luminosos.
Con ciento veinticinco metros de longitud, pero descendiendo sólo unos diez metros bajo el nivel del Valle, la tumba del rey presenta los textos capitales y las escenas esenciales del encuentro con las divinidades; las etapas de la resurrección están trazadas en un grandioso estilo. Recientemente se ha instalado un suelo de madera para que el polvo desplazado por los turistas no se pegue a las paredes y oculte más aún los colores. Esta vasta sepultura merece una larga visita.
Ramsés III el magnífico
Debido a una infeliz dispersión, frecuente en la arqueología egipcia, el sarcófago de Ramsés III se halla en el Louvre y la tapa en el museo Fitzwilliam de Cambridge. Y es dable soñar en un milagro que permitiera reunir, en la misma tumba, esos elementos dispersos. La momia del rey había sido puesta a cubierto en el escondrijo de Deir el-Bahari; era la de un hombre relativamente anciano que había reinado durante treinta y dos años (1186-1154) y había marcado la Historia con su huella.
Ramsés III tenía un modelo, Ramsés II, muerto ciento veinticinco años antes de que él subiera al trono; pese a esa separación, no había olvidado a su glorioso antepasado del que deseaba ser un fiel continuador. Pero la situación internacional había cambiado mucho, en un sentido muy desfavorable para Egipto, y Ramsés III, en vez de conocer los largos años de paz de los que se había beneficiado Ramsés II, tuvo que contener a temibles invasores. Por dos veces, pandillas de libios se infiltraron en el delta occidental con la intención de apoderarse de tierras y pueblos; por dos veces, el ejército egipcio tuvo que restablecer el orden. En el año 11 de su reinado, los libios comprendieron que no daban la talla y abandonaron la lucha armada; comenzó una política de integración tan lograda que algunos libios llegaron a subir al trono.
La agresión de «los pueblos del mar», en el año 8 del reinado, fue mucho más seria. Esta coalición de pueblos indoeuropeos cayó sobre Egipto para apoderarse de sus riquezas; el ejército de Ramsés III tuvo que hacer frente a un adversario superior en número y librar batalla tanto por tierra como en el Nilo. Se considera que, en esta ocasión, tuvo lugar el primer gran combate naval de la Historia. La estrategia egipcia salió victoriosa; inspirándose en las escenas que relatan la famosa batalla de Kadech, Ramsés III hizo inscribir en los muros de Medinet Habu, su «templo de los millones de años» de la orilla oeste, el relato de sus hazañas militares que salvaron Egipto de la invasión.
Medinet Habu. El nombre de este vasto santuario evoca, primero, una puerta fortificada y un recinto, luego un templo gigantesco por el que es posible pasearse durante horas. Cuando cae la tarde, los colores del ocaso devuelven a esta arquitectura su pasado esplendor; los grandes patios, las poderosas columnas, los jeroglíficos profundamente grabados en la tierra, cantan los esplendores de un reinado a cuyo término se inició el inexorable declive de Egipto. Menos célebre que Ramsés II, Ramsés III consiguió sin embargo mantener la integridad del país y evitar la desgracia. Hasta los últimos tiempos, Medinet Habu siguió siendo un lugar de asilo y un puerto de paz. Allí se hallaba la colina primordial donde, tras haber llevado a cabo su obra de creación, habían sido enterrados los ancestros. No es posible recorrer sin profunda nostalgia ese paraje en el que se siente la presencia de Sokaris, el dueño del mundo subterráneo, y la de las ligeras sombras de las Divinas Adoradoras, dinastía femenina que reinó en Tebas.
El fin del reinado de Ramsés III fue trágico. El rey chocó con algunos clanes religiosos, imbuidos de sus privilegios, y tuvo que luchar contra un solapado adversario, una crisis económica, que provocó incluso una huelga en Deir el-Medineh. Los artesanos protestaron vehementemente pues ya no recibían las raciones alimenticias que se les debían; el Estado se ocupó inmediatamente de ellos, se entregó el alimento y el trabajo prosiguió.
En palacio, se conspiraba contra el rey; mujeres, cortesanos y altos funcionarios intentaron asesinar a Ramsés III utilizando la magia negra. Fracasaron; los cabecillas fueron condenados a muerte. El rey sufrió por la ingratitud de sus íntimos y por la traición en quienes había depositado su confianza.
Un extraño testimonio
No es fácil hacer que hable el Valle, paraje misterioso por naturaleza, y saber siempre quién ha descubierto qué y en qué momento preciso; ¿cómo estar seguro de que, durante un milenio de silencio arqueológico, ningún curioso penetró en el interior de una tumba cerrada desde mucho tiempo atrás? En 1792, un tal Browne discute con algunos habitantes de Assiut, en el Medio Egipto, y con los aldeanos de Gurna, en Tebas-Oeste, donde la mayoría de las casas fueron construidas sobre tumbas de nobles que sirven de sótanos o de despensas; esas entrevistas le revelan que varias tumbas del Valle sólo han sido abiertas durante los treinta últimos años, por incitación de un buscador de tesoros, el hijo de un jeque. Tras la visita de Pococke, algunos sepulcros habían sido cubiertos de arena y, luego, desenterrados de nuevo; pero Browne, cuyo testimonio es discutido, se convence de que han sido descubiertas nuevas tumbas; él mismo ha visto sus pinturas y considera «que representan los misterios».
¿Fue engañado Browne por algún charlatán? El enigma perdura. Y se perfila ya una expedición de un nuevo tipo.
La expedición de Egipto y Amenhotep III
Soldados y sabios
El 1 de julio de 1798, Bonaparte desembarca en Egipto. Es el comienzo de una extraña aventura militar y cultural que habría podido convertir Egipto en un territorio francés; aunque la epopeya fuera grandiosa, errores y precipitación la condenaron, sin embargo, al fracaso.
Ciertamente, es un ejército el que holla la tierra de los faraones y se prepara para enfrentarse, en duros combates, a los mamelucos que oprimen a la población egipcia. Los franceses liberarán parcialmente Egipto de aquel yugo pero no sabrán explotar sus victorias y dejarán a otros el trabajo de llenar el vacío dejado a sus espaldas.
La expedición de Egipto no fue simplemente un raid bélico; el futuro emperador se llevó consigo un centenar de sabios pertenecientes a las más diversas disciplinas para preparar una Description de l'Egypte cuya publicación comenzará en 1809. Es, sin discusión, una de las más sorprendentes aventuras científicas nunca emprendidas y llevadas a buen puerto en condiciones especialmente difíciles. Imaginemos a unos eruditos, hombres de despacho y biblioteca, obligados a observar, anotar, calcular y dibujar mientras las balas silban en sus oídos y la gente se mata a su alrededor; el ejército hace la guerra, ellos logran que progrese el conocimiento de un país, de un pueblo y, más todavía, de una civilización varias veces milenaria y muy distinta de un mundo árabe con el que se enfrentan cotidianamente e intentan, sin embargo, describirlo. Arqueología, etnología, zoología, botánica… La Description de l'Egypte, concebida con el espíritu de los enciclopedistas, intenta no dejar escapar nada y dar una imagen completa del tema tratado.
Vivant Denon, alto funcionario, escritor de ocasión y buen dibujante, es el más célebre de los eruditos que se comprometerán con entusiasmo en la aventura; vagamente libertino, de ingenio vivo, provisto de una notable sangre fría, camina con elegancia en pleno tumulto y planta su caballete donde lo desea, sin temer al adversario del que, a veces, es necesario defenderse.
La orilla occidental de Tebas no es, ni mucho menos, el lugar más apacible de la región; pero el ejército francés, al precio de escaramuzas con frecuencia mortíferas, llega al sur. Con él, el intrépido Vivant Denon que, naturalmente, no quiere perderse el Valle de los Reyes. No sin curiosidad, franquea el estrecho paso que antaño vigilaban los guardias de Faraón y comprueba que es preciso trepar unos quince pies por encima del nivel del suelo del Valle. La entrada monumental de las tumbas abiertas le intriga; anota la permanencia de ciertos símbolos, como el escarabeo en un círculo o el hombre con cabeza de carnero (el sol resucitado) en un círculo también, o las dos mujeres arrodilladas a uno y otro lado del disco del día, que no puede identificar como Isis y Neftis, encargadas de preparar el renacimiento de la luz.
Iluminándose con antorchas, Denon y algunos oficiales penetran en los largos corredores, contemplan magníficas pinturas y columnas de coloreados jeroglíficos. Si el erudito se siente intrigado y conquistado, los soldados bostezan y se aburren; recorren las tumbas a paso de carga. ¡Unos pocos minutos bastan para visitar seis! Vivant Denon protesta; desearía estudiar a su guisa aquellas obras maestras, permanecer varios días en el lugar. Pero la guerra tiene sus exigencias; es imposible conceder al pintor lo que pide. Tras una áspera negociación con los militares, Denon tiene por fin derecho a… ¡tres horas! Elige la tumba de Ramsés III, de soberbios colores, y dibuja las armas pintadas en una de las pequeñas capillas laterales. Modestísima expedición que concluye con el descubrimiento de una mínima reliquia, un pequeño pie de momia; «sin duda el pie de una muchacha -escribe Denon-, de una princesa, un ser encantador cuyo calzado nunca alteró sus formas y cuyas formas eran perfectas». Théophile Gautier lo recordará en La novela de la momia.
Dos ingenieros en el Valle y la tumba de Amenhotep III (núm. 22)
Mientras Vivant Denon abandona Egipto en compañía de Bonaparte, algunos miembros de la expedición prosiguen sus investigaciones; éste es el caso de dos jóvenes ingenieros, Prosper Jollois, de veintitrés años de edad, y el barón Edouard de Villiers du Terrage, de veintinueve años. Ambos nos son especialmente simpáticos en la medida en que se apasionan por los monumentos egipcios cuyo poderío y carácter sagrado advierten. Por desgracia, están a las órdenes de un tal Girard, ingeniero especializado en puentes y carreteras, y absolutamente insensible al arte faraónico. Pese a las dificultades de todo orden, Jollois y Villiers establecen un gran mapa del Valle de los Reyes donde inventarían dieciséis tumbas, once de ellas abiertas; trazan igualmente planos de espectacular estética aunque llenos de inexactitudes, consecuencias de una campaña arqueológica hecha con mucha rapidez y sin grandes medios técnicos.
Curiosamente, ambos amigos no se limitan al paraje principal; se aventuran por la rama occidental del Valle, salvaje y aislada, y descubren la entrada de una tumba que nadie había señalado todavía. Examinan el terreno, se preguntan si alguien les habrá precedido; el discreto Browne, por ejemplo, ¿no se habría deslizado en el interior del hipogeo cuyo acceso estaba cerrado por pedazos de roca? A finales del mes de agosto de 1799, Jollois y De Villiers penetran, sin saberlo, en la última morada de uno de los más notables faraones de la historia egipcia, Amenhotep III.[5] Incapaces de leer los textos y de descifrar su nombre, pero convencidos con razón de que los jeroglíficos ocultan una excepcional sabiduría, ambos hombres no tienen la posibilidad de vaciar la tumba para estudiarla. La sepultura, que data del período en el que el arte tebano conoció su apogeo, está por desgracia muy arruinada; los vándalos la han saqueado, privándonos de una inmensa obra maestra cuya decoración era digna del templo de Luxor o de las grandes tumbas de nobles, como la de Rekhmire. En la Época Baja, algunas momias fueron depositadas en esa gran tumba, mal conocida todavía e, incluso, difícil de encontrar; según los dos ingenieros, el agua había dañado de modo irremediable los bajorrelieves. El monumento era digno del esplendor del reinado: varias salas con pilares, numerosas cámaras, una sala del sarcófago dividida en dos partes, la primera con seis pilares y techo cubierto de representaciones astrológicas, y la segunda, más baja, conteniendo el sarcófago.
Los hallazgos fueron muy escasos: una cabeza de rey de esquisto verde (museo del Louvre), otra de alabastro (conservada en Nueva York), un torso de madera de la reina Teje, gran esposa real, un collar de resurrección de bronce con el nombre del monarca, una placa de bronce donde las divinidades que forman la dualidad primordial, Chu y Tefnut, se encarnan en la pareja real, y cuatro estatuillas funerarias (colección De Villiers). Éstos son los magros restos de uno de los más fabulosos tesoros del Imperio Nuevo.
El reinado de Amenhotep III
Amenhotep III gobernó Egipto durante treinta y ocho años y siete meses, de 1390 a 1352; aquellos cuatro decenios fueron una edad de oro durante la que la civilización faraónica rica, apacible y feliz alcanzó cimas artísticas: templo de Luxor, templo de Soleb en el Sudán, «templo de los millones de años» en la orilla oeste del que sólo subsisten los colosos de Memnon,[6] tumbas de los nobles, estatuaria de una calidad extraordinaria como las efigies de Sekhmet, la diosa leona, dispersas por numerosos museos, o también las estatuas recientemente descubiertas en el subsuelo del gran patio de Luxor. Junto a Amenhotep III, una reina de excepción, Teje, que desempeño un papel decisivo en el gobierno del país, y un gran sabio, Amen-hotep hijo de Hapu, cuya memoria será venerada al igual que la de Imhotep, el creador de la primera pirámide. Los maestros de obras del rey erigieron también monumentos en Heliópolis, Menfis, Hermópolis, Abydos y El-Kab.
Tiempos de paz, decíamos, porque la pareja real da primacía a la diplomacia y establece una alianza con un país temible, Mitanni, en forma de matrimonios; el soberano asiático envía sus hijas a la corte de Egipto donde cambian de nombre casándose de un modo simbólico con el rey.
La tierra amada por los dioses es el centro del mundo civilizado hacia el que afluyen riquezas y tributos: países de Asia y de Nubia envían oro, materias primas, regalos. En la capital, Tebas, la vida es animada; una sociedad cosmopolita celebra fiestas y banquetes donde las bellezas rivalizan en elegancia. Siguen viviendo en los muros de las tumbas tebanas donde la muerte no tiene cabida.
Por lo que se refiere al inmenso templo de Karnak, se embellece de un modo notable y gestiona dominios cada vez más extensos; esa prosperidad impulsó sin duda a ciertos sacerdotes a confundir lo espiritual y lo temporal, lo que producirá una toma de posición de Akenatón, hijo de Amenhotep III. En el reinado de este último, Atón era ya venerado como forma del sol. Heliópolis y Tebas no entraban en competencia sino que formaban los dos polos de una tríada cuyo tercer polo era Menfis.
Desolador borrón, el lamentable estado de la tumba de Amenhotep III, una joya de la que nos ha privado la locura destructora de unos vándalos. La expedición de Egipto sólo había rozado el Valle de los Reyes; menos de veinte años más tarde, un musculoso excavador lo afrontará con muy distinta energía.
Belzoni, el buscador de oro
El Egipto de Mohamed Alí
El 14 de septiembre de 1801, los últimos soldados franceses abandonan Egipto: de 1809 a 1828 aparecen los nueve volúmenes in-folio de texto y los catorce volúmenes folio imperial de grabados de la Description de l'Egypte, que seguirá siendo el más hermoso resultado de la expedición y permitirá descubrir la tierra de los faraones a un público cada vez más apasionado.
Los franceses se han marchado, los ingleses también; ha llegado la hora de Mohamed Alí (o Mehemet Alí). A partir de 1803, su influencia no deja de aumentar; aunque no se convierte oficialmente en virrey de Egipto hasta 1841, de hecho gobierna el país desde 1815, con la obsesión de modernizarlo. Autoritario y astuto, se libra brutalmente de sus adversarios, los mamelucos: los invita a la ciudadela de El Cairo, los encierra y los hace ejecutar por sus arqueros. El campo está libre, hace la política de Turquía y, sobre todo, la suya: reorganización del ejército sobre el modelo europeo, introducción y desarrollo de nuevos cultivos como la caña de azúcar, recurso a ingenieros del país y extranjeros, entre ellos muchos franceses, construcción de azucareras, nacimiento de una industria. Mohamed Alí sueña en un país rico e independiente; por desgracia, no siente gran interés por el pasado faraónico y ordena desmontar numerosos edificios para reutilizar las piedras. Sin la temeraria intervención de Jean-François Champollion, que se atrevió a afrontarle, ¿cuántos templos habrían sobrevivido?
El titán de Padua
Cuando Gian-Battista Antonio Belzoni, nacido el 5 de noviembre de 1778 en Padua, desembarca en Alejandría con su esposa Sarah, el 9 de junio de 1815, descubre un país algo más apacible que durante las precedentes dinastías; tranquilizados por la fuerte personalidad de Mohamed Alí y por su dominio sobre el ejército y la administración, los viajeros que llegan a Egipto son cada vez más numerosos. Es posible esperar dirigirse al sur y regresar indemnes si no se mezclan en la «guerra de los cónsules»; los diplomáticos, ávidos de antigüedades egipcias, mantienen pandillas armadas que no vacilan en manejar el fusil. Belzoni verá la muerte de cerca cuando sea agredido por el cónsul de Francia en persona, Drovetti, y sus esbirros.
Pero Belzoni no teme a nadie. Aquel coloso, que no mide menos de dos metros, dispone de una insólita fuerza física. Hijo de un barbero, se sintió vagamente tentado por el sacerdocio antes de apasionarse por la hidráulica; en 1803, ese francófobo se encuentra en Londres donde hace el papel de Hércules en el teatro y el circo antes de dirigirse a Portugal y España, en 1811. Sigue representando, con éxito, el papel de «forzudo». Gigante de tez rojiza, demuestra un terrible entusiasmo que lo arrastra todo a su paso pero choca con una dificultad que nunca conseguirá superar: obtener una plaza estable, descubrir un oficio y un país que le ofrezca el equilibrio y la paz interior. Él, que consigue levantar una docena de personas, soporta con menos facilidad de lo que parece su destino de aventurero y batelero.
Tras una estancia en Malta, decide probar suerte en Egipto. La situación política ha evolucionado y se murmura que, si se consigue gustar a Mohamed Alí, es posible hacer fortuna. Durante un año, Belzoni gasta su magro pecunio en poner a punto una máquina hidráulica que espera vender al pachá, al que le gustan las innovaciones tecnológicas que puedan utilizarse en el desarrollo económico del país. Empecinado, el coloso obtiene una entrevista cuyo resultado es catastrófico; Mohamed Alí aprecia el insólito carácter de su huésped, pero rechaza la máquina. En la primavera de 1816, Belzoni está arruinado; la miseria le acecha. Disponiendo de un pasaporte inglés, se presenta al cónsul general de Gran Bretaña, Henry Salt, que se siente impresionado por la potencia física del italiano, su capacidad para desplazar objetos de considerable peso, su habilidad, su ingenio y su facundia. Lo contrata, pues, para su equipo de excavadores, con instrucciones precisas: llevar a Inglaterra la mayor cantidad de objetos antiguos de gran valor. En resumen, un pillaje organizado.
En materia de desplazamiento de antigüedades colosales, Belzoni acumula las hazañas; citemos la estatua gigante del Ramesseum y el obelisco de Ptolomeo IX en Filae. El titán de Padua, de incansable actividad, recorre el país, procede a la apertura del gran templo de Abu-Simbel y consigue entrar en el interior de la pirámide de Kefrén, en la planicie de Gizeh.
Sin embargo, sus relaciones con Henry Salt se degradan; a Belzoni le cuesta aceptar ser un simple perro de caza que debe llevar las presas a su dueño. ¿No posee acaso otras cualidades, no es un auténtico cazador de tesoros? Y, si hay tesoros, ¿dónde buscarlos sino en el Valle de los Reyes?
Un bulldozer en el Valle de los Reyes
Belzoni no es un erudito ni un investigador; no se le podía exigir ser precavido, meticuloso y atento a los detalles. Cuando descubre el Valle, sólo tiene una idea en la cabeza: forzar la entrada de tumbas desconocidas todavía y extraer la riqueza.
El primer excavador verdadero del Valle utiliza varios equipos de obreros y los hace trabajar a todo trapo; vestido a la oriental, se toca con un turbante y luce una magnífica barba. Con voz grave, da sus órdenes y nunca vacila en ponerse personalmente al tajo.
Belzoni es observador. Sólo distingue una decena de tumbas reales, algunas completamente abiertas y otras inaccesibles porque su entrada está llena de cascotes. Además, anota la existencia de sepulturas y pozos que contienen momias y que no son sepulcros reales; es el primero en comprender que el Valle no sólo había recibido faraones. Se excavaron cuarenta y siete tumbas, afirma la tradición; imposible, responde Belzoni. En este número, concluye equivocándose, se incluyen sepulturas reales que será preciso buscar fuera del Valle.
A Belzoni le guía la pasión del buscador de oro; no practica método arqueológico alguno y, poseído por un fuego devorador, no se concede descanso alguno. Se interesa por el paisaje, por la naturaleza de las rocas y por un sorprendente fenómeno: si sólo llueve una o dos veces al año, las precipitaciones son tan violentas que forman torrentes que arrastran considerables masas de piedras y se introducen en las tumbas. Sigue así el camino de las aguas para intentar sacar a la luz algunos hipogeos desconocidos.
La tumba de Ay (núm. 23)
Tras haber pasado por la tumba de Ramsés III, Belzoni se siente atraído por el valle del oeste; gran caminador, busca lugares donde las rocas visibles puedan disimular una cavidad excavada por la mano del hombre. Junto a la tumba abierta de Amenhotep III, hunde su bastón de peregrino en un lugar arenoso. Como sufre de oftalmia, al igual que su esposa, recurre a su equipo de árabes cuya lengua habla. Sus ayudantes apartan las piedras; cae arena en un hueco, dos horas de trabajo bastan para poner al descubierto la entrada de una tumba.
A la luz de las velas, Belzoni descubre dos corredores y tres cámaras; incapaz de descifrar los jeroglíficos, no puede saber que acaba de resucitar la memoria del rey Ay, el sucesor de Tutankamón. En las paredes, algunas escenas han escapado a la destrucción; en una de ellas, la caza de pájaros en las marismas, aunque frecuente en las tumbas privadas, es única en el repertorio de las sepulturas reales. También están representados doce monos en tres registros, que valdrán al monumento el nombre de «tumba de los monos», y al valle del oeste el de «valle de los monos» (uadi el-Garud). Simbolizan las doce horas nocturnas que atraviesan el sol y el alma de Faraón antes de resucitar; se encuentran también en la tumba de Tutankamón, junto a la escena donde Ay, precisamente, practica la abertura de la boca en la momia del joven rey difunto.
La tumba de Ay está degradada; en la cámara funeraria, Belzoni contempla sólo un sarcófago mutilado cuyos fragmentos serán recogidos en la tumba de Ramsés XI; quedará parcialmente reconstruida en el museo de El Cairo. Belzoni se siente decepcionado; el triste sepulcro no contiene más tesoros que fragmentos de cerámica, estatuillas de madera y de loza y esqueletos de dispersos fragmentos.
El monumento no ha sido estudiado con detalle y no ha sido objeto de una publicación exhaustiva; el nombre del rey Ay fue destruido y su momia ha desaparecido. No fue identificada en ninguno de los escondrijos donde se preservaron los cuerpos de los faraones del Imperio Nuevo. La tumba sufrió un vandalismo particularmente virulento, como si se hubiera querido destruir la última morada de un soberano cuyo reinado fue corto (1327-1323), pero cuya carrera de hombre de poder fue bastante larga. Ay, en efecto, fue un alto funcionario tebano durante el reinado de Amenhotep III, y conoció horas de gloria en Aketatón, la ciudad del sol que Akenatón y Nefertiti habían elevado al rango de capital. El rey dictó a Ay, fiel cortesano y confidente, el gran himno a Atón. Cuando concluyó la experiencia de Akenatón, la Corte regresó a Tebas para asistir a la coronación de Tutankamón; Ay sigue siendo uno de los personajes más influyentes. Su experiencia le permite ser un consejero escuchado por el joven monarca, en cuyo visir se convierte. No sospecha que el soberano morirá joven y que él, viejo diplomático que ha evitado muchas trampas, será llamado a ocupar el trono de Egipto.
Durante cuatro años, aquel antiguo jefe de los carros, cuya esposa había sido la nodriza de Nefertiti, desempeñará la función suprema; sus maestros de obras trabajan en Karnak, en Luxor y en Medinet Habu, donde disponía de un palacio.
¿Por quién y en qué fecha fue devastada su tumba? El enigma permanece.
¿La tumba de Amenhotep IV? (núm. 25)
Belzoni se aclimata. Se le respeta por su estatura y su potencia. Tiene la inteligencia de no jugar al europeo dominador, de mezclarse con el pueblo, hablar su lengua y respetar sus costumbres. Ladrones y traficantes no se atreven a importunarle; por lo que a los cónsules se refiere, le dejan en paz en la medida en que se ha convertido en un «patrón» de excavaciones y obtiene resultados. Adquiere una indiscutible reputación y se cuenta con él para sacar de la tierra prodigiosos tesoros que enriquecerán a su empleador, el cónsul general de Inglaterra.
El titán de Padua, decididamente atraído por el valle del oeste, vuelve a excavar junto a la tumba del rey Ay. Descubre una sepultura cuya puerta está sellada todavía; la esperanza de echar mano al oro y las joyas crece. Para derribar el obstáculo, Belzoni utiliza un medio radical: el ariete. La barrera de antiguas piedras pronto es derribada. Decepción, la tumba sólo contiene momias. Los ocho ataúdes pintados datan, al parecer, de un período tardío; pero ¿no pertenecen las momias, como la propia tumba, a la XVIII dinastía? Hoy, han desaparecido, y la sepultura, que recibió el número 25, está vacía. Reeves, uno de los especialistas del Valle, formuló una hipótesis: como se trata sólo de un inicio de excavación, ¿no estaría destinada esa tumba al rey Amenhotep IV y abandonada cuando cambió de nombre para convertirse en Akenatón? Decepcionado, Belzoni regresó al valle del oeste; la necesidad de obtener resultados espectaculares no le permitía descanso alguno.
Un hijo de rey (núm. 19)
El período del 9 al 18 de octubre de 1817 es una de las grandes fechas de la aventura arqueológica en el Valle de los Reyes; ¡en nueve días, no menos de cuatro tumbas nuevas descubiertas! El interés va creciendo. El 9 de junio, Belzoni penetra en la pequeña tumba núm. 21; data de la XVIII dinastía, pero no está decorada y sólo contiene dos momias de mujeres «casi desnudas» con los cabellos bien preservados.
Aquel mismo día, al parecer, entra en la morada de eternidad del príncipe Ramsés Montu-her-kopeshef, cuyo nombre es sinónimo de valor guerrero: «El brazo de Montu (dios halcón) es poderoso». Hijo de Ramsés IX (1125-1107), capitaneó el ejército y obtuvo el insigne honor de habitar la misma necrópolis que su padre.
Único tesoro del lugar: algunas momias, introducidas en una época tardía. Sin duda otros viajeros, como Pococke, conocían ya esa tumba; pero Belzoni fue el primero en explorarla por completo. El cuerpo del príncipe no fue encontrado en ninguno de los escondrijos conocidos.
Aquellos hallazgos, que bastarían para hacer feliz a cualquier arqueólogo contemporáneo, minaron la moral de Belzoni; no podía exhibir ningún objeto de valor.
La tumba de Ramsés I (núm. 16)
El destino iba a ofrecer al titán de Padua el descubrimiento del hipogeo del primero de los Ramsés, el fundador del más ilustre linaje faraónico. Nacido en una familia de militares del delta, el futuro Ramsés era un anciano visir que había pasado sus días sirviendo a Faraón y esperaba pasar una vejez feliz en una villa acomodada, disfrutando el suave viento del norte bajo su emparrado y celebrando el culto de Maat, la Regla divina, que había inspirado su conducta y su trabajo.
El gran Horemheb, reconociendo en él excepcionales cualidades, destrozó aquel hermoso sueño asociándole al trono y prefiriéndole a hombres más jóvenes; cuando regresó a la luz, Ramsés I subió al trono. Llevó los nombres de «El que confirma la Regla (Maat) a través de las Dos Tierras», «La luz divina (Ra) lo ha puesto en el mundo», «Estable es el poder de la luz divina», «El elegido del principio creador (Atum)». ¿No es ésta la prueba de que se veía en él al fundador de una dinastía, la XIX y de un linaje, el de los Ramsés?
«Hijo de Ra» se casa con Satre, «La hija de Ra», de acuerdo con una coherencia muy egipcia; vela por el equilibrio, político y religioso del país, sin beneficiar a Tebas la meridional a expensas de Menfis, la septentrional. Además, su dios protector es Ra y no Amón, señor de Tebas. Aunque sus maestros de obras trabajan en Karnak, el rey hace erigir, sobre todo, un templo en Abydos, el lugar de los misterios de Osiris. Envía expediciones al Sinaí para explotar de nuevo las minas y, gracias a su experiencia en asuntos de Estado, preserva la paz y la prosperidad. El reinado del primero de los Ramsés, cuya fuerte personalidad se presiente, fue por desgracia muy corto, menos de dos años (1295-1294). Los artesanos de Deir el-Medineh dispusieron pues de poco tiempo para decorar la tumba; por ello su corredor es el más corto de las tumbas reales del Valle y su cámara funeraria es de restringido volumen.
Belzoni descubre la sepultura el 10 de octubre y penetra en ella el 11. No deja de maravillarse ante los cálidos colores de las pinturas, admirablemente conservadas; hoy todavía, aunque hayan perdido parte de su brillo, convierten al pequeño santuario en una gran obra maestra. Se ve en ellas a la diosa Maat, al rey conducido por Horus, Atum y Neith ante Osiris, al soberano consagrando cuatro cofres de vestidos ante el dios de la luz; escena rara, el faraón arrodillado, con la mano diestra en el corazón y el brazo izquierdo levantado en escuadra, celebra el rito de la alegría en compañía de personajes con cabezas de halcón y chacal. En las paredes están inscritas dos divisiones de un libro funerario desconocido hasta entonces: el Libro de las puertas.
El sarcófago de granito es soberbio; no contiene el cuerpo del rey sino dos momias que fueron introducidas después de que la momia real fuera puesta en lugar seguro. ¿Y los objetos? Esta vez, Belzoni está lleno de júbilo. Ciertamente, no es un fabuloso tesoro, pero al menos se apodera de una hermosa estatua del rey, de madera de sicómoro, que se yergue en una esquina de la sepultura; Faraón está representado en su función de guardián del otro mundo, como lo prueban las dos famosas estatuas negras de la tumba de Tutankamón. Otras varias estatuillas de madera habían escapado a la rapacidad de los desvalijadores; se trataba de personajes con cabeza de león, mono, tortuga y «zorro», dice un intrigado Belzoni. Uno de ellos llevaba barba y su rostro parecía una máscara; un dibujo permite identificarlo pues, representado en los techos astrológicos de las tumbas ramésidas. Se trata de la divinidad que mide las horas de la noche y el paso de las constelaciones.
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