Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 3)
A lo largo del tiempo, el concepto de inteligencias
múltiples de Gardner ha seguido evolucionando y. a los
diez años de la publicación de su primera
teoría, Gardner nos brinda esta breve definición de
las inteligencias personales:
«La inteligencia interpersonal consiste en la
capacidad de comprender a los demás: cuáles son las
cosas que más les motivan, cómo trabajan y la mejor
forma de cooperar con ellos. Los vendedores, los
políticos. los maestros, los médicos y los
dirigentes religiosos de éxito tienden a ser individuos
con un alto grado de inteligencia interpersonal. La inteligencia
intrapersonal por su parte, constituye una habilidad correlativa
-vuelta hacia el interior- que nos permite configurar una imagen
exacta y verdadera de nosotros mismos y que nos hace capaces de
utilizar esa imagen para actuar en la vida de un modo más
eficaz.»
En otra publicación. Gardner señala que la
esencia de la inteligencia interpersonal supone
«la capacidad de discernir y responder apropiadamente a
los estados de ánimo, temperamentos, motivaciones y deseos
de las demás personas». En el apartado relativo
a la inteligencia intrapersonal -la clave para el conocimiento de
uno mismo-, Gardner menciona «la capacidad de
establecer contacto con los propios sentimientos, discernir entre
ellos y aprovechar este conocimiento para orientar nuestra
conducta».
SPOCK CONTRA DATA: CUANDO LA COGNICION NO
BASTA
Existe otra dimensión de la inteligencia personal
que Gardner señala reiteradamente y que, sin embargo, no
parece haber explorado lo suficiente; nos estamos refiriendo al
papel que desempeñan las emociones. Es posible que
ello se deba a que, tal como el mismo Gardner me reconoció
personalmente, su trabajo está profundamente influido por
el modelo del psiquismo propugnado por las ciencias cognitivas y,
en consecuencia, su visión de las inteligencias
múltiples subraya el aspecto cognitivo, es decir, la
comprensión -tanto en los demás como en uno
mismo- de las motivaciones y las pautas de conducta, con el
objetivo de poner esa visión al servicio de nuestra vida y
de nuestras relaciones sociales. Pero, al igual que ocurre en el
dominio kinestésico, en donde la excelencia física
se manifiesta de un modo no verbal, el mundo de las emociones se
extiende más allá del alcance del lenguaje y de la
cognición.
Así pues, aunque la descripción que hace
Gardner de las inteligencias personales asigna una gran
importancia al proceso de comprensión del juego de las
emociones y a la capacidad de dominarlas, tanto él como
sus colaboradores centran toda su atención en la faceta
cognitiva del sentimiento y no tratan de desentrañar el
papel que desempeñan los sentimientos. De este modo, el
vasto continente de la vida emocional que puede convertir nuestra
vida interior y nuestras relaciones en algo sumamente complejo,
apremiante y desconcertante, queda sin explorar y nos deja en la
ignorancia, tanto para descubrir la inteligencia ya patente en
las emociones como para averiguar la forma en que podemos
hacerlas todavía más inteligentes.
El énfasis de Gardner en el componente cognitivo
de la inteligencia personal es un reflejo del zeigeist
psicológico en que se asienta su visión. Esta
insistencia de la psicología en subrayar los aspectos
cognitivos -incluso en el dominio de las emociones- se debe, en
parte, a la peculiar historia de esta disciplina
científica.
Durante los años cuarenta y cincuenta, la
psicología académica se hallaba dominada por los
conductistas al estilo de B.F. Skinner, quienes opinaban que la
única faceta psicológica que podía
observarse objetivamente desde el exterior con precisión
científica era la conducta. Este fue el motivo por
el cual los conductistas terminaron desterrando de un plumazo del
territorio de la ciencia todo rastro de vida interior, incluyendo
la Vida emocional.
A finales de la década de los sesenta, la
«revolución cognitiva» cambió
el centro de atención de la ciencia psicológica,
que, a partir de entonces, se cifró en averiguar la forma
en que la mente registra y almacena la información y
cuál es la naturaleza de la inteligencia. Pero, aun
así, las emociones todavía quedaban fuera del campo
de la psicología. La visión convencional de los
científicos cognitivos supone que la inteligencia es una
facultad hiperracional y fría que se encarga del
procesamiento de la información, una especie de
señor Spock (el personaje de la serie Star Trek), el
arquetipo de los asépticos bytes de información que
no se ve afectado por los sentimientos, la encamación viva
de la idea de que las emociones no tienen ningún lugar en
la inteligencia y sólo sirven para confundir nuestra vida
mental.
Los científicos cognitivos se adhirieron a este
criterio seducidos por el modelo operante de la mente basado en
el funcionamiento de los ordenadores, olvidando que, en realidad,
el wetware (juego de palabras en el que el autor establece una
analogía entre el hardware, el software y el wetware
cerebral al que, en tal caso, se asimila a un ordenador en estado
líquido.) cerebral está inmerso en un
líquido pulsante impregnado de agentes
neuroquímicos que nada tiene que ver con el frío y
ordenado silicio que utilizan como metáfora del
funcionamiento del psiquismo. De este modo, el modelo imperante
entre los científicos cognitivos sobre la forma en que la
mente procesa la información soslaya el hecho de que la
razón se halla guiada -e incluso puede llegar a verse
abrumada- por los sentimientos. El modelo cognitivo
prevalente constituye, a este respecto, una visión
empobrecida de la mente, una perspectiva que no acierta a
explicar el Sturm and Drang (Alusión al
movimiento literario romántico alemán de ese mismo
nombre que se caracterizó por su oposición a las
normas sociales y racionales establecidas y por su
exaltación suprema de la sensibilidad y de la
intuición.) de los sentimientos que sazonan la vida
intelectual. No cabe duda de que, con el fin de poder sustentar
su modelo, los científicos cognitivos se han visto
obligados a obviar la relevancia de los temores, de las
esperanzas, de las riñas matrimoniales, de las envidias
profesionales y. en definitiva, de todo el trasfondo de
sentimientos que constituye el condimento mismo de la vida y que
a cada momento determinan la forma exacta (y el mayor o menor
grado de adecuación) en que se procesa la
información.
Pero esta concepción científica unilateral
de una vida mental emocionalmente plana -que durante los
últimos ochenta años ha condicionado la
investigación sobre la inteligencia- está cambiando
gradualmente a medida que la psicología comienza a
reconocer el papel esencial que desempeñan por los
sentimientos en los procesos mentales. La psicología
actual, más parecida a Data (el personaje de la serie Star
Trek: The Next Generation) que al señor Spock, comienza a
tomar en consideración el potencial y las virtudes
-así como los peligros- de las emociones en nuestra vida
mental. Después de todo, como Data llega a columbrar (para
su propia consternación, si es que puede sentir tal cosa),
la fría lógica no sirve de nada a la hora de
encontrar una solución humana adecuada. Los sentimientos
constituyen el dominio en el que más evidente se hace
nuestra humanidad y, en ese sentido, Data quiere llegar a sentir
porque sabe que, mientras no sienta, no podrá acceder a un
aspecto fundamental de la humanidad. Anhela la amistad y la
lealtad porque, como el Hombre de Hojalata de El mago de Oz,
carece de corazón. Al faltarle el sentido lírico
que proporcionan los sentimientos, Data puede componer
música o escribir poesía haciendo alarde de un alto
grado de virtuosismo técnico, pero jamás
podrá llegar a experimentar la pasión. La
lección que nos brinda el anhelo de Data es que la
fría visión cognitiva adolece de los valores
supremos del corazón humano, la fe, la esperanza, la
devoción y el amor. Así pues, dado que las
emociones no resultan empobrecedoras sino todo lo contrario,
cualquier modelo de la mente que las soslaye será siempre
un modelo parcial.
Cuando pregunté a Gardner sobre su insistencia en
la preponderancia del pensamiento sobre el sentimiento, o en la
metacognición más que en las emociones mismas,
reconoció que su visión de la inteligencia se
atenía al modelo cognitivo pero añadió:
«cuando escribí por vez primera sobre las
inteligencias personales , podría, en realidad, a las
emociones, especialmente en lo que atañe a la
noción de la inteligencia intrapersonal, uno de cuyos
aspectos principales es la capacidad para sintonizar con las
propias emociones. Por otro lado, las señales viscerales
que nos envian los sentimientos también resultan decisivas
para la inteligencia interpersonal, pero, a medida que ha ido
desarrollándose, la teoría de la inteligencia
múltiple ha evolucionado hasta centrarse más en la
metacognición -es decir, en la toma de conciencia
de los propios procesos mentales, que en el amplio espectro de
las habilidades emocionales».
Aun así, Gardner se da perfecta cuenta de lo
decisivas que son, en lo que respecta a la confusión y la
violencia de la vida, las aptitudes emocionales y sociales, y
subraya que «muchas personas con un elevado CI de 160
(aunque con escasa inteligencia intrapersonal) trabajan para
gente que no supera el CI de 100 (pero que tiene muy desarrollada
la inteligencia intrapersonal) y que en la vida cotidiana no
existe nada más importante que la inteligencia
intrapersonal ya que, a falta de ella, no acertaremos en la
elección de la pareja con quien vamos a contraer
matrimonio, en la elección del puesto de trabajo,
etcétera. Es necesario que la escuela se ocupe de educar a
los niños en el desarrollo de las inteligencias
personales».
¿LAS EMOCIONES PUEDEN SER
INTELIGENTES?
Para poder forjamos una idea más completa de
cuáles podrían ser los elementos fundamentales de
dicha educación debemos acudir a otros teóricos que
siguen el camino abierto por Gardner, entre los cuales el
más destacado tal vez sea Peter Salovey, notable
psicólogo de Harvard, que ha establecido con todo lujo de
detalles el modo de aportar más inteligencia a nuestras
emociones. Esta empresa no es nueva porque, a lo largo de los
años, hasta los más vehementes teóricos del
CI, en lugar de considerar que
«emoción» e
«inteligencia» son términos
abiertamente contradictorios, de vez en cuando han tratado de
introducir a las emociones en el ámbito de la
inteligencia. E.L. Thorndike, por ejemplo, un eminente
psicólogo que desempeñó un papel muy
destacado en la popularización del CI en la década
de los veinte, propuso en un artículo publicado en el
Harper Magazine que la inteligencia «social»
-un aspecto de la inteligencia emocional que nos permite
comprender las necesidades ajenas y «actuar sabiamente
en las relaciones humanas»- constituye un elemento que
hay que tener en cuenta a la hora de determinar el CI. Otros
psicólogos de la época asumieron una
concepción más cínica de la inteligencia
social y la concibieron en términos de las habilidades que
nos permiten manipular a los demás, obligándoles,
lo quieran o no, a hacer lo que deseamos. Pero ninguna de estas
formulaciones de la inteligencia social tuvo demasiada
aceptación entre los teóricos del CI y, alrededor
de 1960, un influyente manual sobre los test de inteligencia
llegó incluso a afirmar que la inteligencia social era un
concepto completamente «inútil».
Pero, en lo que atañe tanto a la intuición
como al sentido común, la inteligencia personal no
podía seguir siendo ignorada. Por ejemplo, cuando Robert
Stembeg, otro psicólogo de Yale, pidió a diferentes
personas que definieran a un «individuo
inteligente», los principales rasgos reseñados
fueron las habilidades prácticas.
Una investigación posterior más
sistemática condujo a Stemberg a la misma
conclusión de Thomdike: la inteligencia social no
sólo es muy diferente de las habilidades
académicas, sino que constituye un elemento esencial que
permite a la persona afrontar adecuadamente los imperativos
prácticos de la vida. Por ejemplo, uno de los elementos
fundamentales de la inteligencia práctica que suele
valorarse más en el campo laboral, por ejemplo, es el tipo
de sensibilidad que permite a los directivos eficaces darse
cuenta de los mensajes tácitos de sus subordinados. En los
últimos años, un número cada vez más
nutrido de psicólogos ha llegado a conclusiones similares,
coincidiendo con Gardner en que la vieja teoría del CI se
ocupa sólo de una estrecha franja de habilidades
lingüísticas y matemáticas, y que tener un
elevado CI tal vez pueda predecir adecuadamente quién va a
tener éxito en el aula o quién va a llegar a ser un
buen profesor, pero no tiene nada que decir con respecto al
camino que seguirá la persona una vez concluida su
educación. Estos psicólogos -con Stemberg y Salovey
a la cabeza- han adoptado una visión más amplia de
la inteligencia y han tratado de reformularla en términos
de aquello que hace que uno enfoque más adecuadamente su
vida, una línea de investigación que nos retrotrae
a la apreciación de que la inteligencia constituye un
asunto decididamente «personal» o
emocional.
La definición de Salovey subsume a las
inteligencias personales de Gardner y las organiza hasta
llegar a abarcar cinco competencias principales:
1. El conocimiento de las propias
emociones. El conocimiento de uno mismo, es decir, la
capacidad de reconocer un sentimiento en el mismo momento en que
aparece, constituye la piedra angular de la inteligencia
emocional. Como veremos en el capítulo 4, la capacidad de
seguir momento a momento nuestros sentimientos resulta crucial
para la introvisión psicológica y para la
comprensión de uno mismo. Por otro lado, la incapacidad de
percibir nuestros verdaderos sentimientos nos deja completamente
a su merced. Las personas que tienen una mayor certeza de sus
emociones suelen dirigir mejor sus vidas, ya que tienen un
conocimiento seguro de cuáles son sus sentimientos reales,
por ejemplo, a la hora de decidir con quién casarse o
qué profesión elegir.
2. La capacidad de controlar las
emociones. La conciencia de uno mismo es una habilidad
básica que nos permite controlar nuestros sentimientos y
adecuarlos al momento. En el capítulo 5 examinaremos la
capacidad de tranquilizarse a uno mismo, de desembarazarse de la
ansiedad, de la tristeza, de la irritabilidad exageradas y de las
consecuencias que acarrea su ausencia. Las personas que carecen
de esta habilidad tienen que batallar constantemente con las
tensiones desagradables mientras que, por el contrario, quienes
destacan en el ejercicio de esta capacidad se recuperan mucho
más rápidamente de los reveses y contratiempos de
la vida.
3. La capacidad de motivarse uno mismo.
Como veremos en el capítulo 6, el control de la vida
emocional y su subordinación a un objetivo resulta
esencial para espolear y mantener la atencion, la
motivación y la creatividad. El autocontrol emocional -la
capacidad de demorar la gratificación y sofocar la
impulsividad- constituye un imponderable que subyace a todo
logro. Y si somos capaces de sumergimos en el estado de
«flujo» estaremos más capacitados para lograr
resultados sobresalientes en cualquier área de la vida.
Las personas que tienen esta habilidad suelen ser más
productivas y eficaces en todas las empresas que
acometen.
4 .El reconocimiento de las emociones
ajenas. La empatía, otra capacidad que se
asienta en la conciencia emocional de uno mismo, constituye la
«habilidad popular» fundamental. En el
capítulo 7 examinaremos las raíces de la
empatía, el coste social de la falta de armonía
emocional y las razones por las cuales la empatía puede
prender la llama del altruismo. Las personas empáticas
suelen sintonizar con las señales sociales sutiles que
indican qué necesitan o qué quieren los
demás y esta capacidad las hace más aptas para el
desempeño de vocaciones tales como las profesiones
sanitarias, la docencia, las ventas y la dirección de
empresas.
5. El control de las relaciones. El arte
de las relaciones se basa, en buena medida, en la habilidad para
relacionarnos adecuadamente con las emociones ajenas. En el
capitulo 8 revisaremos la competencia o la incompetencia social y
las habilidades concretas involucradas en esta facultad.
Éstas son las habilidades que subyacen a la popularidad,
el liderazgo y la eficacia interpersonal. Las personas que
sobresalen en este tipo de habilidades suelen ser
auténticas «estrellas» que tienen éxito
en todas las actividades vinculadas a la relación
interpersonal.
No todas las personas manifiestan el mismo grado de
pericia en cada uno de estos dominios. Hay quienes son sumamente
diestros en gobernar su propia ansiedad, por ejemplo, pero en
cambio, son relativamente ineptos cuando se trata de apaciguar
los trastornos emocionales ajenos. A fin de cuentas, el sustrato
de nuestra pericia al respecto es, sin duda, neurológico,
pero, como veremos a continuación, el cerebro es
asombrosamente plástico y se halla sometido a un continuo
proceso de aprendizaje. Las lagunas en la habilidad emocional
pueden remediarse y, en términos generales, cada uno de
estos dominios representa un conjunto de hábitos y de
reacciones que, con el esfuerzo adecuado, pueden llegar a
mejorarse.
EL CI Y LA INTELIGENCIA EMOCIONAL: LOS
TIPOS PUROS
El CI y la inteligencia emocional no son conceptos
contrapuestos sino tan sólo diferentes. Todos nosotros
representamos una combinación peculiar entre el intelecto
y la emoción. Las personas que tienen un elevado CI, pero
que, en cambio manifiestan una escasa inteligencia emocional
(oque, por el contrario, muestran un bajo CI con una elevada
inteligencia emocional), suelen ser, a pesar de los estereotipos
relativamente raras. En cambio parece como sí existiera
una débil correlación entre el CI y ciertos
aspectos de la inteligencia emocional, aunque una
correlación lo suficientemente débil como para
dejar bien claro que se trata de entidades completamente
independientes.
A diferencia de lo que ocurre con los test habituales
del CI, no existe -ni jamás podrá existir- un solo
test de papel y lápiz capaz de determinar el
«grado de inteligencia emocional». Aunque se
ha llevado a cabo una amplia investigación de los
elementos que componen la inteligencia emocional, algunos de
ellos -como la empatía, por ejemplo- sólo pueden
valorarse poniendo a prueba la habilidad real de la persona para
ejecutar una tarea específica como, por ejemplo, el
reconocimiento de las expresiones faciales ajenas grabadas en
vídeo. Aun así. Jack Block, psicólogo de la
universidad californiana de Berkeley, utilizando una medida muy
similar a la inteligencia emocional que él denomina
«capacidad adaptativa del ego» (y que
incluye las principales competencias emocionales y sociales) ha
establecido una comparación de dos tipos
teóricamente puros, el tipo puro de individuo con un
elevado CI y el tipo puro de individuo con aptitudes emocionales
altamente desarrolladas. Las diferencias encontradas a este
respecto son sumamente expresivas. El tipo puro de individuo con
un alto CI (esto es, soslayando la inteligencia emocional)
constituye casi una caricatura del intelectual entregado al
dominio de la mente pero completamente inepto en su mundo
personal. Los rasgos más sobresalientes difieren
ligeramente entre mujeres y hombres. No es de extrañar que
los hombres con un elevado CI se caractericen por una amplia gama
de intereses y habilidades intelectuales y suelan ser ambiciosos,
productivos, predecibles, tenaces y poco dados a reparar en sus
propias necesidades. Tienden a ser críticos,
condescendientes, aprensivos, inhibidos, a sentirse
incómodos con la sexualidad y las experiencias sensoriales
en general y son poco expresivos, distantes y emocionalmente
fríos y tranquilos.
Por el contrario, los hombres que poseen una elevada
inteligencia emocional suelen ser socialmente equilibrados,
extravertidos, alegres, poco predispuestos a la timidez y a
rumiar sus preocupaciones. Demuestran estar dotados de una
notable capacidad para comprometerse con las causas y las
personas, suelen adoptar responsabilidades, mantienen una
visión ética de la vida y son afables y
cariñosos en sus relaciones. Su vida emocional es rica y
apropiada; se sienten, en suma, a gusto consigo mismos, con sus
semejantes y con el universo social en el que viven.
Por su parte, el tipo puro de mujer con un elevado CI
manifiesta una previsible confianza intelectual, es capaz de
expresar claramente sus pensamientos, valora las cuestiones
teóricas y presenta un amplio abanico de intereses
estéticos e intelectuales. También tiende a ser
introspectiva, predispuesta a la ansiedad, a la
preocupación y la culpabilidad, y se muestra poco
dispuesta a expresar públicamente su enfado (aunque pueda
expresarlo de un modo indirecto).
En cambio, las mujeres emocionalmente inteligentes
tienden a ser enérgicas y a expresar sus sentimientos sin
ambages, tienen una visión positiva de sí mismas y
para ellas la vida siempre tiene un sentido. Al igual que ocurre
con los hombres, suelen ser abiertas y sociables, expresan sus
sentimientos adecuadamente (en lugar de entregarse, por
así decirlo, a arranques emocionales de los que
posteriormente tengan que lamentarse) y soportan bien la
tensión. Su equilibrio social les permite hacer
rápidamente nuevas amistades; se sienten lo bastante a
gusto consigo mismas como para mostrarse alegres,
espontáneas y abiertas a las experiencias sensuales. Y, a
diferencia de lo que ocurre con el tipo puro de mujer con un
elevado CI, raramente se sienten ansiosas, culpables o se ahogan
en sus preocupaciones.
Estos retratos, obviamente, resultan caricaturescos
porque toda persona es el resultado de la combinación, en
distintas proporciones, entre el CI y la inteligencia emocional.
Pero, en cualquier caso, nos ofrecen una visión sumamente
instructiva del tipo de aptitudes específicas que ambas
dimensiones pueden aportar al conglomerado de cualidades que
constituye una persona. Ambas imágenes, pues, se presentan
combinadas porque toda persona posee inteligencia cognitiva e
inteligencia emocional, aunque lo cierto es que la inteligencia
emocional aporta, con mucha diferencia, la clase de cualidades
que más nos ayudan a convertirnos en auténticos
seres humanos.
4. CONÓCETE A TI MISMO
Según cuenta un viejo relato japonés, en
cierta ocasión, un belicoso samurai desafió a un
anciano maestro zen a que le explicara los conceptos de cielo e
infierno. Pero el monje replicó con desprecio:
-¡No eres más que un patán y no
puedo malgastar mi tiempo con tus tonterías!
El samurai, herido en su honor, montó en
cólera y. desenvainando la espada,
exclamó:
-Tu impertinencia te costará la vida.
-¡Eso -replicó entonces el maestro- es el
infierno!
Conmovido por la exactitud de las palabras del maestro
sobre la cólera que le estaba atenazando, el samurai se
calmó, envainó la espada y se postró ante
él, agradecido.
-¡Y eso -concluyó entonces el maestro-, eso
es el cielo!
La súbita caída en cuenta del samurai de
su propio desasosiego ilustra a la perfección la
diferencia crucial existente entre permanecer atrapado por un
sentimiento y darse cuenta de que uno está siendo
arrastrado por él. La enseñanza de Sócrates
«conócete a ti mismo» -darse cuenta
de los propios sentimientos en el mismo momento en que
éstos tienen lugar- constituye la piedra angular de la
inteligencia emocional.
A primera vista tal vez pensemos que nuestros
sentimientos son evidentes, pero una reflexión más
cuidadosa nos recordará las muchas ocasiones en las que
realmente no hemos reparado -o hemos reparado demasiado tarde- en
lo que sentíamos con respecto a algo. Los
psicólogos utilizan el engorroso término
metafórico cognición para hablar de la conciencia
de los procesos del pensamiento y el de metaestado para referirse
a la conciencia de las propias emociones. Yo, por mi parte,
prefiero la expresión conciencia de uno mismo, la
atención continua a los propios estados internos. Esa
conciencia autorreflexiva en la que la mente se ocupa de observar
e investigar la experiencia misma, incluidas las emociones: Esta
cualidad en la que la atención admite de manera imparcial
y no reactiva todo cuanto discurre por la conciencia, como si se
tratara de un testigo, se asemeja al tipo de atención que
Freud recomendaba a quienes querían dedicarse al
psicoanálisis, la llamada «atención
neutra flotante». Algunos psicoanalistas denominan
«ego observador» a esta capacidad que
permite al analista percibir lo que el proceso de la
asociación libre despierta en el paciente y sus propias
reacciones ante los comentarios del paciente.
Este tipo de conciencia de uno mismo parece requerir una
activación del neocórtex, especialmente de las
áreas del lenguaje destinadas a identificar y nombrar las
emociones. La conciencia de uno mismo no es un tipo de
atención que se vea fácilmente arrastrada por las
emociones, que reaccione en demasía o que amplifique lo
que se perciba sino que, por el contrario, constituye una
actividad neutra que mantiene la atención sobre uno mismo
aun en medio de la más turbulenta agitación
emocional. William Styron parece describir esta facultad cuando,
al hablar de su profunda depresión, menciona la
sensación de «estar acompañado por una
especie de segundo yo, un observador espectral que, sin compartir
la demencia de su doble, es capaz de darse cuenta, con
desapasionada curiosidad, de sus profundos
desasosiegos». En el mejor de los casos, la
observación de uno mismo permite la toma de conciencia
ecuánime de los sentimientos apasionados o turbulentos. En
el peor, constituye una especie de paso atrás que permite
distanciarse de la experiencia y ubicarse en una corriente
paralela de conciencia que es «meta»,
-que flota por encima, o que está junto- a la corriente
principal y, en consecuencia, impide sumergirse por completo en
lo que está ocurriendo y perderse en ello, y, en cambio,
favorece la toma de conciencia. Esta, por ejemplo, es la
diferencia que existe entre estar violentamente enojado con
alguien y tener, aun en medio del enojo, la conciencia
autorreflexiva de que «estoy enojado». En
términos de la mecánica neural de la conciencia, es
muy posible que este cambio sutil en la actividad mental
constituya una señal evidente de que el neocórtex
está controlando activamente la emoción, un primer
paso en el camino hacia el control. La toma de conciencia de las
emociones constituye la habilidad emocional fundamental, el
cimiento sobre el que se edifican otras habilidades de este tipo,
como el autocontrol emocional, por ejemplo.
En palabras de John Mayer, un psicólogo de
Universidad of New Hampshire que, junto a Peter Salovey, de Yale,
ha formulado la teoría de la inteligencia emocional, ser
consciente de uno mismo significa «ser
consciente de nuestros estados de ánimo y de los
pensamientos que tenemos acerca de esos estados de
ánimo».> Ser consciente de uno mismo, en
suma, es estar atento a los estados internos sin reaccionar ante
ellos y sin juzgarlos. Pero Mayer también descubrió
que esta sensibilidad puede no ser tan ecuánime, como
ocurre, por ejemplo, en el caso de los típicos
pensamientos en los que uno, dándose cuenta de sus propias
emociones, dice «no debería sentir esto»,
«estoy pensando en cosas positivas para animarme» o,
en el caso de una conciencia más restringida de uno mismo,
el pensamiento fugaz de que «no debería pensar en
estas cosas».
Aunque haya una diferencia lógica entre ser
consciente de los sentimientos e intentar transformarlos, Mayer
ha descubierto que, para todo propósito práctico,
ambas cuestiones van de la mano y que tomar conciencia de un
estado de ánimo negativo conlleva también el
intento de desembarazamos de él. Pero el hecho es que la
toma de conciencia de los sentimientos no tiene nada que ver con
tratar de desembarazamos de los impulsos emocionales. Cuando
gritamos «¡basta!» a un niño cuya ira le
ha llevado a golpear a un compañero, tal vez podamos
detener la pelea pero con ello no anularemos la ira, porque el
pensamiento del niño sigue todavía fijado al
desencadenante de su enfado («¡pero él me ha
quitado mi juguete!») y, de ese modo, jamás
lograremos erradicar la cólera. En cualquier caso, la
comprensión que acompaña a la conciencia de uno
mismo tiene un poderoso efecto sobre los sentimientos negativos
intensos y no sólo nos brinda la posibilidad de no quedar
sometidos a su influjo sino que también nos proporciona la
oportunidad de liberamos de ellos, de conseguir, en suma, un
mayor grado de libertad.
En opinión de Mayer, existen varios estilos
diferentes de personas en cuanto a la forma de atender o tratar
con sus emociones:
•La persona consciente de si misma. Como es
comprensible, la persona que es consciente de sus estados de
ánimo mientras los está experimentando goza de una
vida emocional más desarrollada. Son personas cuya
claridad emocional impregna todas las facetas de su personalidad;
personas autónomas y seguras de sus propias fronteras;
personas psicológicamente sanas que tienden a tener una
visión positiva de la vida; personas que, cuando caen en
un estado de ánimo negativo, no le dan vueltas
obsesivamente y, en consecuencia, no tardan en salir de
él. Su atención, en suma, les ayuda a controlar sus
emociones.
•Las personas atrapadas en sus emociones.
Son personas que suelen sentirse desbordadas por sus emociones y
que son incapaces de escapar de ellas, como si fueran esclavos de
sus estados de ánimo. Son personas muy volubles y no muy
conscientes de sus sentimientos, y esa misma falta de perspectiva
les hace sentirse abrumados y perdidos en las emociones y, en
consecuencia, sienten que no pueden controlar su vida emocional y
no tratan de escapar de los estados de ánimo
negativos.
•Las personas que aceptan resignadamente sus
emociones. Son personas que, si bien suelen percibir con
claridad lo que están sintiendo, también tienden a
aceptar pasivamente sus estados de ánimo y, por ello
mismo, no suelen tratar de cambiarlos. Parece haber dos tipos de
aceptadores, los que suelen estar de buen humor y se hallan poco
motivados para cambiar su estado de ánimo y los que, a
pesar de su claridad, son proclives a los estados de ánimo
negativos y los aceptan con una actitud de laissez-faire
que les lleva a no tratar de cambiarlos a pesar de la molestia
que suponen (una pauta que suele encontrarse entre aquellas
personas deprimidas que están resignadas con la
situación en que se encuentran).
EL APASIONADO Y EL INDIFERENTE
Imagine, por un momento, que está volando entre
Nueva York y San Francisco. El vuelo ha sido muy tranquilo pero,
al aproximarse a las montañas Rocosas, se escucha la voz
del piloto advirtiendo: «Señoras y caballeros,
estamos a punto de atravesar una zona de turbulencia
atmosférica. Les rogamos que regresen a sus asientos y se
abrochen los cinturones». Luego el avión entra en la
turbulencia y se ve sacudido de arriba a abajo y de un lado al
otro como una pelota de playa a merced de las olas.
¿Qué es lo que usted haría en esa
situación? ¿Es el tipo de persona que se
desconectaría de todo y seguiría ensimismado en un
libro, una revista o la película que en aquel momento
estuviera proyectándose, o acaso echaría mano
rápidamente a la hoja de instrucciones a seguir en caso de
emergencia, escudriñaría el rostro de las azafatas
y los auxiliares de vuelo en busca de algún signo de
pánico o prestaría atención al sonido de los
motores tratando de advertir en ellos algún sonido
alarmante"?
El tipo de respuesta natural que tengamos ante esta
situación refleja la actitud de nuestra atención
ante el estrés. En realidad, esta misma escena forma parte
de una de las pruebas de un test desarrollado por Suzanne Miller,
una psicóloga de la Temple University, para determinar si,
en una situación angustiante, la persona tiende a centrar
minuciosamente su atención en todos los detalles de la
situación o si, por el contrario, afronta esos momentos de
ansiedad tratando de distraerse. Porque el hecho es que estas dos
actitudes atencionales hacia el peligro tienen consecuencias muy
diferentes en la forma en que la gente experimenta sus propias
reacciones emocionales. Quienes atienden a los detalles, por este
mismo motivo tienden a amplificar inconscientemente la magnitud
de sus propias reacciones (especialmente en el caso de que su
atención esté despojada de la ecuanimidad que
proporciona la conciencia de uno mismo) con el resultado de que
sus emociones parecen más intensas. Quienes, por el
contrario, se desconectan y se distraen, perciben menos sus
propias reacciones, y así no sólo minimizan sino
que también disminuyen la intensidad de su respuesta
emocional.
Y esto significa que, en los casos extremos, la
conciencia emocional de algunas personas es abrumadora
mientras que la de otras es casi inexistente. Considere, si no,
el caso de aquel estudiante interno que, cierta noche, al
descubrir un fuego en su dormitorio, cogió un extintor y
lo apagó. No hay nada especialmente extraño en su
conducta, a excepción del hecho de que, en lugar de correr
a apagar el fuego, nuestro estudiante lo hizo caminando
tranquilamente porque, para él, no existía ninguna
situación de peligro.
Esta anécdota me fue contada por Edward Diener,
un psicólogo de la Universidad de Illinois, en Urbana, que
se ha dedicado a estudiar la intensidad con la que la gente
experimenta sus emociones. El estudiante del que
hablábamos destacaba entre todos los casos estudiados por
Diener como uno de los menos intensos con los que se había
encontrado, una persona completamente desapasionada, alguien que
atravesaba la vida sintiendo poco o nada, aun en medio de una
situación de peligro de incendio como la
descrita.
Consideremos ahora, en el otro extremo del espectro de
Diener, el caso de una mujer que quedó muy consternada
durante varios días por haber perdido su pluma
estilográfica favorita. En otra ocasión, esta misma
mujer se emocionó tanto al ver un anuncio de rebajas de
zapatos que dejó todo lo que estaba haciendo, montó
a toda prisa en su coche y condujo sin parar durante tres horas
hasta llegar a Chicago, donde se hallaba la zapatería en
cuestión.
Según Diener, las mujeres suelen experimentar las
emociones en general, tanto positivas como negativas, con
más intensidad que los hombres. En cualquier caso, y
dejando de lado las diferencias de sexo, la vida emocional es
más rica para quienes perciben más. Por otra parte,
el exceso de sensibilidad emocional supone una verdadera tormenta
emocional -ya sea celestial o infernal- para las personas
situadas en uno de los extremos del continuo de Diener, mientras
que quienes se hallan en el otro polo apenas si experimentan
sentimiento alguno aun en las circunstancias más
extremas.
EL HOMBRE SIN SENTIMIENTOS
Gary era un cirujano de éxito, inteligente y
solícito, pero su novia, Ellen, estaba exasperada porque,
en el terreno emocional, Gary era una persona chata y sumamente
reservada. Podía hablar brillantemente de cuestiones
científicas y artísticas pero, en lo tocante a sus
sentimientos, era -aun con Ellen- absolutamente inexpresivo. Y,
por más que ella tratara de mover sus emociones, Gary
permanecía indiferente e impasible y no cesaba de repetir:
«yo no expreso mis sentimientos» al terapeuta a quien
visitó a instancias de Ellen y, cuando llegó el
momento de hablar de su vida emocional, Gary concluyó:
«no sé de qué hablar. No tengo sentimientos
intensos, ni positivos ni negativos».
Pero Ellen no era la única en estar frustrada con
el mutismo emocional de Gary porque, como le confió a su
terapeuta, era completamente incapaz de hablar abiertamente con
nadie de sus sentimientos. Y el motivo fundamental de aquella
incapacidad era, en primer lugar, que ni siquiera sabía lo
que sentía, lo único que sabía era que
él no se enfadaba; era alguien sin tristezas pero
también sin alegrías. Como observó su
terapeuta, la impasibilidad emocional convierte a la gente como
Gary en personas sosas y blandas, personas que «aburren a
cualquiera. Es por ello por lo que sus esposas suelen
aconsejarles que emprendan un tratamiento
psicológico».
La monotonía emocional de Gary es un ejemplo de
lo que los psiquiatras denominan alexitimia, -del griego
a, un prefijo que indica negación, lexis , que significa
«palabra» y thymos, que significa
«emoción»-, la incapacidad para expresar con
palabras sus propios sentimientos. En realidad, los
alexitímicos parecen carecer de todo tipo de sentimientos
aunque el hecho es que, más que hablar de una ausencia de
sentimientos, habría que hablar de una incapacidad de
expresar las emociones. Los psicoanalistas fueron quienes primero
advirtieron la existencia de este tipo de personas refractarias
al tratamiento porque no proporcionaban sentimientos,
fantasías ni sueños de ningún tipo, porque
no aportaban, en suma, ninguna vida emocional interna acerca de
la cual hablar. Los rasgos clínicos más
sobresalientes de los alexitímicos son la dificultad para
describir los sentimientos -tanto los propios como los ajenos- y
un vocabulario emocional sumamente restringido. Es más, se
trata de personas que hasta tienen dificultades para discriminar
las emociones de las sensaciones corporales, así que tal
vez puedan decir que tienen mariposas en el estómago,
palpitaciones, sudores y vértigos, pero son ciertamente
incapaces de reconocer que lo que sienten es ansiedad.
El término alexitimia , fue acuñado en
1972 por el doctor Peter Sifneos, un psiquiatra de Harvard, para
referirse a un tipo de pacientes que «dan la
impresión de ser diferentes, seres extraños que
provienen de un mundo completamente distinto al nuestro, seres
que viven en medio de una sociedad gobernada por los
sentimientos». Los alexitímicos, por ejemplo,
rara vez lloran pero, cuando lo hacen, sus lágrimas son
copiosas y se quedan desconcertados si se les pregunta por el
motivo de su llanto. Una paciente alexitímica, por
ejemplo, quedó tan apesadumbrada después de haber
visto una película de una mujer con ocho hijos que estaba
muriendo de cáncer, que aquella misma noche se
despertó llorando. Cuando el terapeuta le sugirió
que tal vez estuviera preocupada porque la película le
recordara a su propia madre -que, por cierto, también se
hallaba a punto de morir de cáncer-, la mujer se
sentó inmóvil, desconcertada y en silencio. Luego,
cuando el terapeuta le preguntó qué era lo que
sentía, lo único que pudo articular fue que se
sentía «muy mal» y agregó que, a pesar
de las ganas de llorar que experimentaba, ignoraba cuál
era el verdadero motivo de su llanto. Ése es precisamente
el nudo del problema. No es que los alexitimicos no sientan, sino
que son incapaces de saber y especialmente incapaces de poner en
palabras lo que sienten. Se trata de personas que carecen de la
habilidad fundamental de la inteligencia emocional, la conciencia
de uno mismo, el conocimiento de lo que están sintiendo en
el mismo momento en que las emociones bullen en su interior. Los
alexitímicos ni siquiera tienen una idea de lo que
están sintiendo y, en este sentido, son un ejemplo que
refuta claramente la creencia de que todos sabemos cuáles
son nuestros sentimientos. Cuando algo -o, más
exactamente, alguien- les hace sentir, se quedan tan conmovidos y
perplejos, que tratan de evitar esta situación a toda
costa. Los sentimientos llegan a ellos, cuando lo hacen, como un
desconcertante manojo de tensiones y, como ocurría en el
caso de la paciente que acabamos de mencionar, se sienten
«muy mal» pero no pueden decir exactamente qué
tipo de mal es el que sienten.
Esta confusión básica de sentimientos
suele llevarles a quejarse de problemas clínicos difusos,
a confundir el sufrimiento emocional con el dolor físico,
una condición conocida en psiquiatría con el nombre
de somatización (algo, por cierto, muy distinto a
la enfermedad psicosomática. en la que los problemas
emocionales terminan originando auténticas complicaciones
médicas). De hecho, gran parte del interés
psiquiátrico en los alexitímicos consiste en el
reconocimiento de los pacientes que acuden al médico en
busca de ayuda porque son sumamente proclives a la
búsqueda infructuosa de un diagnóstico y de un
tratamiento médico para lo que, en realidad, es un
problema emocional.
Aunque la causa de la alexitimia todavía no
esté claramente establecida, el doctor Sifneos apunta la
posibilidad de que radique en una desconexión entre el
sistema límbico y el neocórtex (especialmente los
centros verbales), lo cual parece coincidir perfectamente con lo
que hemos visto con respecto al cerebro emocional. Según
Sifneos, aquellos pacientes a quienes, para aliviarles de
algún tipo de ataques graves, se ha seccionado esa
conexión, terminan liberándose de sus
síntomas pero se convierten en personas parecidas a los
alexitímicos, personas emocionalmente chatas, incapaces de
poner sus sentimientos en palabras y súbitamente
despojados de toda imaginación. En resumen, pues, aunque
los circuitos emocionales del cerebro puedan reaccionar a los
sentimientos, el neocórtex de los alexitimicos no parece
capaz de clasificar esos sentimientos y hablar sobre ellos. Y,
como dice Henry Roth en su novela Call It Sleep sobre el
poder del lenguaje:
«Cuando puedas poner palabras a lo que sientes
te apropiarás de ello».
Ese, precisamente, es el dilema en el que se encuentra
atrapado el alexitímico, porque carecer de palabras para
referirse a los sentimientos significa no poder apropiarse de
ellos.
ELOGIO DE LAS SENSACIONES
VISCERALES
Una operación quirúrgica extirpó
por completo el tumor que Elliot tenía inmediatamente
detrás de la frente, un tumor del tamaño de una
naranja pequeña. Pero, aunque la operación
había sido todo un éxito, los conocidos advirtieron
un cambio tal de personalidad que les resultaba difícil
reconocer que se trataba de la misma persona. Antes había
sido un abogado de éxito pero ahora ya no podía
mantener su trabajo, su esposa terminó por abandonarle,
dilapidó todos sus ahorros en inversiones improductivas y
se vio obligado a vivir recluido en la habitación de
huéspedes de casa de su hermano.
Algo en Elliot resultaba desconcertante porque, si bien
intelectualmente seguía siendo tan brillante como siempre,
malgastaba inútilmente el tiempo perdiéndose en los
detalles más insignificantes, como sí hubiera
perdido toda sensación de prioridad. Y los consejos no
tenían el menor efecto sobre él y le
despedían sistemáticamente de todos los trabajos.
Los tests intelectuales no parecían encontrar nada
extraño en sus facultades mentales, pero Elliot
decidió visitar a un neurobiólogo con la esperanza
de descubrir la existencia de algún problema
neurológico que justificara su incapacidad porque, de no
ser así, debía concluir lógicamente que su
enfermedad era meramente inexistente.
Antonio Damasio, el neurólogo al que
consultó, se quedó completamente atónito
ante el hecho de que, aunque la capacidad lógica, la
memoria, la atención y otras habilidades cognitivas se
hallaran intactas, Elliot no parecía darse cuenta de sus
sentimientos con respecto a lo que le estaba ocurriendo.
Podía hablar de los acontecimientos más
trágicos de su vida con una ausencia completa de
emociones, como sí fuera un mero espectador de las
pérdidas y los fracasos de su pasado, sin mostrar la menor
desazón, tristeza, frustración o enojo por la
injusticia de la vida. Su propia tragedia parecía causarle
tan poco sufrimiento que hasta el mismo Damasio parecía
más preocupado que él.
Damasio llegó a la conclusión de que la
causa de aquella ignorancia emocional había que buscarla
en la intervención quirúrgica, ya que la
extirpación del tumor cerebral debería haber
afectado parcialmente a los lóbulos prefrontales.
Efectivamente, la operación había seccionado
algunas de las conexiones nerviosas existentes entre los centros
inferiores del cerebro emocional, (en panicular, la
amígdala y otras regiones adyacentes) y las regiones
pensantes del neocórtex. De este modo, su pensamiento se
había convertido en una especie de ordenador,
completamente capaz de dar los pasos necesarios para tomar una
decisión, pero absolutamente incapaz de asignar valores a
cada una de las posibles alternativas. Todas las posibilidades
que le ofrecía su mente resultaban, así, igualmente
neutras. Ese razonamiento francamente desapasionado era, en
opinión de Damasio, el núcleo de los problemas de
Elliot, ya que la falta de conciencia de sus propios sentimientos
sobre las cosas era precisamente lo que hacía defectuoso
su proceso de razonamiento.
Las dificultades de Elliot se presentaban incluso en las
decisiones más nimias. Cuando Damasio trató de
concertar un día y una hora para la próxima cita,
Elliot se convirtió en un amasijo de dudas porque
encontraba pros y contras para cada uno de los días y de
las horas que le proponía Damasio y no acertaba a elegir
entre ninguna de ellas. Los motivos que aducía para
aceptar u objetar cualquiera de las alternativas eran sumamente
razonables, pero era incapaz de darse cuenta de cómo se
sentía con cualquiera de ellas. Y aquella falta de
conciencia de sus propios sentimientos era precisamente lo que le
convertía en alguien completamente
apático.
Los sentimientos desempeñan un papel fundamental
para navegar a través de la incesante corriente de las
decisiones personales que la vida nos obliga a tomar. Es cierto
que los sentimientos muy intensos pueden crear estragos en el
razonamiento, pero también lo es que la falta de
conciencia de los sentimientos puede ser absolutamente
desastrosa, especialmente en aquellos casos en los que tenemos
que sopesar cuidadosamente decisiones de las que, en gran medida,
depende nuestro futuro (como la carrera que estudiaremos, la
necesidad de mantener un trabajo estable o de arriesgarnos a
cambiarlo por otro más interesante, con quién
casamos, dónde vivir, qué apartamento alquilar,
qué casa comprar, etcétera). Estas son decisiones
que no pueden tomarse exclusivamente con la razón sino que
también requieren del concurso de las sensaciones
viscerales y de la sabiduría emocional acumulada por la
experiencia pasada. La lógica formal por sí sola no
sirve para decidir con quién casamos, en quién
confiar o qué trabajo desempeñar porque, en esos
dominios, la razón carente de sentimientos es
ciega.
Las señales intuitivas que nos guían en
esos momentos llegan en forma de impulsos límbicos que
Damasio denomina «indicadores
somáticos», sensaciones viscerales, un tipo de
alarma automática que llama la atención sobre el
posible peligro de un determinado curso de acción. Estos
indicadores suelen orientarnos en contra de determinadas
decisiones y también pueden alertamos de la presencia de
alguna oportunidad interesante. En esos momentos no solemos
recordar la experiencia concreta que determina esa
sensación negativa, aunque en realidad lo único que
nos interesa es la señal de que un determinado curso de
acción puede conducimos al desastre. De este modo, la
presencia de esta sensación visceral confiere una
seguridad que nos permite renunciar o proseguir con un
determinado curso de acción, reduciendo así la gama
de posibles alternativas a una lista mucho más manejable.
La llave que favorece la toma de decisiones personales consiste,
en suma, en permanecer en contacto con nuestras propias
sensaciones.
SONDEANDO EL INCONSCIENTE
La vacuidad emocional de Elliot patentiza la existencia
de todo un abanico de capacidades personales para darse cuenta de
las emociones en el mismo momento en que se están
experimentando. Según la lógica de la neurociencia,
si la ausencia de un determinado circuito neuronal conduce a una
deficiencia en una capacidad concreta, la fortaleza o debilidad
relativa de ese mismo circuito en personas cuyos cerebros se
hallan intactos debería conducir a niveles comparables de
competencia en esa misma capacidad. Esto significa que existen
motivos neurológicos -ligados al papel que
desempeñan los circuitos prefrontales en la toma de
conciencia de las emociones- que justifican que determinadas
personas puedan detectar con más facilidad que otras la
excitación propia del miedo o la alegría y
así ser más conscientes de sus
emociones.
Tal vez la capacidad para la introspección
psicológica esté relacionada con estos
circuitos neuronales. Hay personas que naturalmente se hallan
más sintonizadas con las modalidades simbólicas
propias de la mente emocional, como, por ejemplo, la
metáfora, la analogía, la poesía, la
canción y la fábula escritos todos ellos en el
lenguaje del corazón. Y lo mismo ocurre en el caso de los
sueños y los mitos, en los que el flujo narrativo
está determinado por asociaciones difusas que siguen la
lógica de la mente emocional. Quienes sintonizan
naturalmente con la voz de su propio corazón -con el
lenguaje de la emoción- son más proclives a
escuchar sus mensajes, ya sea como novelistas, compositores o
psicoterapeutas. Esta sintonía interna les hace más
aptos para escuchar la voz de «la sabiduría del
inconsciente» y captar así el significado que
sienten sobre sus sueños y sus fantasías, los
símbolos que encaman nuestros deseos más
profundos.
La conciencia de uno mismo -la facultad que trata
de fortalecer la psicoterapia– es fundamental para la
introspección psicológica. De hecho, el modelo de
la inteligencia intrapsíquica que sigue Howard Gardner es
el propuesto por Sigmund Freud, el gran cartógrafo de la
dinámica oculta del psiquismo. Como señaló
claramente Freíd, gran parte de nuestra vida emocional es
inconsciente, y nuestros sentimientos no siempre logran cruzar el
umbral de la conciencia. La verificación empírica
de este axioma psicológico procede, por ejemplo, de los
experimentos sobre las emociones inconscientes, como el
descubrimiento de que las personas relacionan concretamente cosas
que ni siquiera saben que han visto anteriormente. Cualquier
emoción puede ser -y normalmente es-
inconsciente.
El correlato fisiológico de la emoción
suele tener lugar antes de que la persona sea consciente del
sentimiento que le corresponde. Cuando, por ejemplo, a las
personas que temen a las serpientes se les muestra la imagen de
una serpiente, sensores convenientemente colocados en su piel
detectan el sudor -un signo de ansiedad- antes de que los sujetos
afirmen experimentar miedo. Y esta respuesta tiene lugar aun en
el caso de que el sujeto se vea expuesto a la imagen una
fracción tan corta de tiempo que no tenga la menor idea
consciente de lo que ha visto y que sólo sepa que
está comenzando a sentirse ansioso. Sin embargo, en la
medida en que esa emoción preconsciente sigue
intensificándose, llega un momento en el que logra
atravesar el umbral y emerge en la conciencia. Existen, pues, dos
niveles de la emoción, un nivel consciente y otro
inconsciente, y el momento en que llega a la conciencia
constituye el jalón que indica su registro por el
córtex frontal.
Pero. aunque no tengamos la menor idea de ellas, el
hecho es que las emociones que bullen bajo el umbral de la
conciencia pueden tener un poderoso impacto en nuestra forma de
percibir y de reaccionar. Tornemos, por ejemplo, el caso de
alguien que haya tenido un encuentro desagradable y que luego
permanezca irritable durante muchas horas, sintiéndose
insultado por el menor motivo y respondiendo mal a la menor
insinuación. El sujeto puede ser completamente
inconsciente de su susceptibilidad y sorprenderse mucho si
alguien le llama la atención a este respecto, aunque no
cabe la menor duda de que las emociones están bullendo en
su interior y son las que dictan sus ariscas
respuestas.
Pero una vez que el sujeto toma conciencia de este hecho
-una vez que su córtex lo registra-, puede evaluar las
cosas de un modo nuevo, decidir dejar a un lado los sentimientos
que experimento aquel día y transformar así su
visión y su estado de ánimo.
Así es como la conciencia emocional de uno mismo
conduce al siguiente elemento constitutivo esencial de la
inteligencia emocional: la capacidad de desembarazarse de los
estados de ánimo negativos.
5. ESCLAVOS DE LA PASIÓN
Tú has sido…un hombre capaz de
aceptar con igual semblante los premios y los reveses de
Fortuna…Dame a un hombre que no sea esclavo de sus pasiones y
lo colocaré en el centro de mi corazón, ¡ay!
en el corazón de mi corazón.Como hago
contigo…
Hamlet a su amigo
Horacio
El dominio de uno mismo, esa capacidad de afrontar los
contratiempos emocionales que nos deparan los avatares del
destino y que nos emancipa de la «esclavitud de las
pasiones» ha sido una virtud altamente encomiada desde los
tiempos de Platón. Como señala Page DuBois, el
notable erudito de la Grecia clásica, el antiguo
término griego utilizado para referirse a esta virtud era
sofrosyne, «el cuidado y la inteligencia en el
gobierno de la propia vida». Los romanos y la iglesia
cristiana primitiva, por su parte, la denominaban
temperantia -templanza- la contención del exceso
emocional. Pero el objetivo de la templanza no es la
represión de las emociones sino el equilibrio, porque cada
sentimiento es válido y tiene su propio valor y
significado. Una vida carente de pasión sería una
tierra yerma indiferente que se hallaría escindida y
aislada de la fecundidad de la vida misma. Como apuntaba
Aristóteles, el objetivo consiste en albergar la
emoción apropiada, un tipo de sentimiento que se halle en
consonancia con las circunstancias. El intento de acallar las
emociones conduce al embotamiento y la apatía, mientras
que su expresión desenfrenada, por el contrario, puede
terminar abocando, en situaciones extremas, al campo de lo
patológico (como ocurre, por ejemplo, en los casos de
depresión postrante, ansiedad aguda, cólera
desmesurada o autación maniaca).
El hecho de mantener en jaque a las emociones
angustiosas constituye la clave de nuestro bienestar emocional.
Como acabamos de señalar, los extremos -esto es, las
emociones que son desmesuradamente intensas o que se prolongan
más de lo necesario- socavan nuestra estabilidad. Pero
ello no significa, en modo alguno, que debamos limitarnos a
experimentar un sólo tipo de emoción. El intento de
permanecer feliz a toda costa nos recuerda a la ingenuidad de
aquellas insignias de rostros sonrientes que estuvieron tan de
moda durante la década de los setenta. Habría mucho
que decir acerca de la aportación constructiva del
sufrimiento a la vida espiritual y creativa, porque el
sufrimiento puede ayudamos a templar el alma.
La vida está sembrada de altibajos, pero nosotros
debemos aprender a mantener el equilibrio. En
última instancia, en las cuestiones del corazón es
la adecuada proporción entre las emociones negativas y las
positivas la que determina nuestra sensación de bienestar.
Esto es, al menos, lo que nos indican ciertos estudios sobre el
estado de ánimo en los que se distribuyeron
«avisadores» -aparatos que sonaban aleatoriamente- a
cientos de mujeres y de hombres, con la función de
recordarles que debían registrar las emociones que estaban
experimentando en aquel mismo instante. No se trata, pues, de
que, para ser felices, debamos evitar los sentimientos
angustiosos, sino tan sólo que no nos pasen inadvertidos y
terminen desplazando a los estados de ánimo más
positivos. Aun quienes atraviesan episodios de enojo o
depresión aguda disponen, a pesar de todo, de la
posibilidad de disfrutar de cierta sensación de bienestar
si cuentan con el adecuado contrapunto que suponen las
experiencias alegres y felices. Estos estudios también
confirman la escasa relación existente entre el bienestar
emocional de la persona y sus calificaciones académicas o
su CI, lo cual demuestra la independencia de las emociones
con respecto a la inteligencia académica.
De la misma forma que existe un murmullo continuo de
pensamientos en el fondo de la mente, también podemos
constatar la existencia de un constante ruido emocional.
Despiértese a alguien, por ejemplo, a las seis de la
mañana o a las siete de la tarde y descubrirá que
siempre se halla en un determinado estado de ánimo. Por
supuesto que, en dos mañanas diferentes, uno puede
hallarse en dos estados de ánimo muy distintos pero,
cuando tratamos de determinar el estado de ánimo general
de una persona a lo largo de las semanas o los meses, los datos
obtenidos tienden a reflejar su sensación global de
bienestar. Y también resulta evidente que los sentimientos
muy intensos son relativamente raros y que la mayor parte de las
personas vivimos en una especie de término medio gris, en
una suave montaña rusa emocional apenas salpicada de
ligeros sobresaltos.
Llegar a dominar las emociones constituye una tarea tan
ardua que requiere una dedicación completa y es por ello
por lo que la mayor parte de nosotros sólo podemos tratar
de controlar -en nuestro tiempo libre- el estado de ánimo
que nos embarga. Todo lo que hacemos, desde leer una novela o ver
la televisión, hasta las actividades y los amigos que
elegimos, no son más que intentos de llegar a sentirnos
mejor. El arte de calmarse a uno mismo constituye una habilidad
vital fundamental, y algunos intérpretes del pensamiento
psicoanalítico, como, por ejemplo, John Bowlby y D.W.
Winnicott consideran que se trata del más fundamental de
los recursos psicológicos. En teoría, los
niños emocionalmente sanos aprenden a calmarse
tratándose a sí mismos del modo en que han sido
tratados por los demás, y es así como se vuelven
menos vulnerables a las erupciones del cerebro
emocional.
Como ya hemos visto, el diseño del cerebro pone
de manifiesto que tenemos escaso o ningún control con
respecto al momento en que nos veremos arrastrados por una
emoción y que tampoco disponemos de mucho margen de
maniobra sobre el tipo de emoción que nos aquejará.
Lo que tal vez si se halla en nuestra mano es el tiempo que
permanecerá una determinada emoción. El problema no
estriba tanto en la diversidad emocional que reflejan, por
ejemplo, la tristeza, la preocupación o el enfado (ya que
normalmente estos estados de ánimo desaparecen con el
tiempo y paciencia), como en el hecho de que su desmesura y su
inadecuación conlleva los más sombríos
matices: la ansiedad crónica, la furia desbocada y la
depresión. Tanto es así que, en sus manifestaciones
más graves y persistentes, su erradicación puede
llegar a requerir medicación, psicoterapia o ambas cosas a
la vez.
Uno de los indicadores de la autorregulación
emocional es el hecho de saber reconocer en qué momento la
excitación crónica del cerebro emocional es tan
intensa como para requerir ayuda farmacológica. Por
ejemplo, dos tercios de las personas que sufren de trastornos
maníaco-depresivos no han recibido nunca tratamiento
médico al respecto. Pero el hecho es que el litio u otros
fármacos más vanguardistas pueden llegar a frustrar
el ciclo característico del trastorno
maníaco-depresivo (en el que se alternan la euforia
caótica y la grandiosidad con la irritación y la
rabia). Uno de los problemas característicos de los
trastornos maníaco-depresivos es que, cuando la persona
está inmersa en plena crisis maníaca, se halla
plenamente convencida de que no necesita ningún tipo de
ayuda a pesar de las desastrosas decisiones que pueda estar
tomando. Así pues, la medicación
psiquiátrica brinda a las personas que están
atravesando este tipo de episodios un instrumento para manejar
más adecuadamente sus vidas.
Pero cuando se trata de superar un tipo más
habitual de estados negativos sólo contamos con nuestros
propios recursos.
Como ha señalado Diane Tice, psicóloga de
la Case Western Reserve University que interrogó a
más de cuatrocientas personas sobre las diferentes
estrategias que utilizaban para superar los estados de
ánimo angustiantes y sobre el grado de éxito que
éstas les procuraban, estos recursos no siempre se
mostraron lo suficientemente eficaces Hay que decir, para
comenzar, que no todos los encuestados partían de la
premisa de que fuera necesario cambiar los estados de
ánimo negativos. La investigación de Tice puso de
manifiesto la existencia de cerca de un 5% de «puristas
del estado de ánimo», es decir, personas que
afirmaban que ellos nunca trataban de cambiar un determinado
estado de ánimo porque, en su opinión, todas las
emociones son «naturales» y deben experimentarse tal
y como se presentan, por más desalentadoras que resulten.
Asimismo, también había otros que buscaban promover
estados de ánimo negativos por razones pragmáticas:
médicos que necesitan mostrarse apesadumbrados para dar
una mala noticia a sus pacientes; activistas sociales que
alimentan su indignación ante la injusticia para poder ser
más eficaces a la hora de combatirla; y hubo incluso un
joven que admitió que alimentaba su rabia para poder
defender más adecuadamente a su hermano menor de las
agresiones de que era objeto en el patio de recreo. Otros, por
último, se mostraron abiertamente maquiavélicos en
la manipulación de sus estados de ánimo, como
atestiguaron varios cobradores que ejercitaban su irritabilidad
para poder mantener su inflexibilidad ante los morosos. En
cualquiera de los casos, la verdad es que, aparte de estos raros
ejemplos de cultivo deliberado de las emociones negativas, la
mayoría admitió que se hallaba a merced de sus
estados de ánimo. Los caminos que emprende la gente para
sacudirse de encima los estados de ánimo perturbadores son
decididamente muy heterogéneos.
LA ANATOMIA DEL ENFADO
Supongamos que otro conductor se nos acerca
peligrosamente mientras estamos circulando por la autopista.
Aunque nuestro primer pensamiento reflejo sea, por ejemplo,
«¡maldito hijo de puta!», lo que realmente
resulta decisivo para el desarrollo de la rabia es que ese
pensamiento vaya seguido de otros pensamientos de
irritación y venganza, como, por ejemplo:
«¡ese cabrón Podría haber chocado
conmigo! ¡No puedo permitírselo!». En tal
caso, nuestros nudillos palidecen mientras las manos aprietan
firmemente el volante (una especie de sustitución del
hecho de estrangular al otro conductor), el cuerpo se predispone
para la lucha -no para la huida- y comenzamos a temblar mientras
resbalan por nuestra frente gotas de sudor, el corazón
late con fuerza y tensamos todos los músculos del rostro.
Es como si quisiéramos asesinarle. Entonces es cuando
oímos el claxon del coche que nos sigue y nos damos cuenta
de que, después de haber evitado por los pelos la
colisión, hemos aminorado la marcha inadvertidamente y
estamos a punto de explotar y proyectar toda nuestra rabia sobre
ese otro conductor. Esta es la sustancia misma de la
hipertensión, de la conducción imprudente y hasta
de muchos accidentes de automóvil.
Comparemos ahora esta secuencia del desarrollo de la
rabia con otra línea de pensamiento más amable
hacia el conductor que se ha interpuesto en nuestro camino:
«es muy posible que no me haya visto o que tenga una buena
razón para conducir de ese modo, probablemente una
urgencia médica». Esta posibilidad atempera nuestro
enfado con la compasión o, al menos, con cierta apertura
mental que permite detener la escalada de la rabia. El problema
estriba, como nos recuerda el desafío de
Aristóteles, en tener el grado de enfado apropiado, ya
que, con demasiada frecuencia, la rabia escapa a nuestro control.
Benjamin Franklin expresó muy acertadamente este punto
cuando dijo: «siempre hay razones para estar enfadados,
pero éstas rara vez son buenas».
Existen, claro está, diferentes tipos de enfado.
Es muy probable que la amígdala sea el principal
asiento del súbito chispazo de ira que experimentamos
hacia el conductor cuya falta de atención ha puesto en
peligro nuestra seguridad. Pero, en el otro extremo del circuito
emocional, el neocórtex tiende a fomentar un tipo de
enfados más calculados, como la venganza fría o las
reacciones que suscitan la infidelidad y la injusticia. Estos
enfados premeditados suelen ser aquéllos a los que
Franklin se refería cuando decía que
«esconden una buena razón» o, por lo
menos, que así nos lo parece.
Como afirma Tice, el enfado parece ser el estado de
ánimo más persistente y difícil de
controlar. De hecho, el enfado es la más seductora de las
emociones negativas porque el monólogo interno que lo
alienta proporciona argumentos convincentes para justificar el
hecho de poder descargarlo sobre alguien. A diferencia de lo que
ocurre en el caso de la melancolía, el enfado resulta
energetizante e incluso euforizante. Es muy posible que su poder
persuasivo y seductor explique el motivo por el cual ciertos
puntos de vista sobre el enfado se hallan tan difundidos. La
gente, por ejemplo, suele pensar que la ira es ingobernable y
que, en todo caso, no debiera ser controlada o que una descarga
«catártica» puede ser sumamente liberadora. El
punto de vista opuesto -que quizá constituya una
reacción ante el desolador panorama que nos brindan las
actitudes recién mencionadas-, sostiene, por el contrario,
que el enfado puede ser totalmente evitado. Pero una lectura
atenta de los descubrimientos realizados por la
investigación de Tice nos sugiere que este tipo de
actitudes habituales hacia el enfado no sólo están
equivocadas sino que son francas supersticiones. Sin embargo, la
cadena de pensamientos hostiles que alimenta al enfado nos
proporciona una posible clave para poner en práctica uno
de los métodos más eficaces de calmarlo. En primer
lugar, debemos tratar de socavar las convicciones que alimentan
el enfado. Cuantas más vueltas demos a los motivos que nos
llevan al enojo, más «buenas razones» y
más justificaciones encontraremos para seguir enfadados.
Los pensamientos obsesivos son la leña que alimenta el
fuego de la ira, un fuego que sólo podrá
extinguirse contemplando las cosas desde un punto de vista
diferente. Como ha puesto de manifiesto la investigación
realizada por Tice, uno de los remedios más poderosos para
acabar con el enfado consiste en volver a encuadrar la
situación en un marco más positivo.
La «irrupción» de la
rabia
Este descubrimiento confirma las conclusiones a las que
ha llegado Dolf Zillmann, psicólogo de la Universidad de
Alabama, quien, a lo largo de una exhaustiva serie de cuidadosos
experimentos, ha determinado con detalle la anatomía de la
rabia. Si tenemos en cuenta que la raíz de la
cólera se asienta en la vertiente beligerante de la
respuesta de lucha-o-huida, no es de extrañar que Zillman
concluya que el detonante universal del enfado sea la
sensación de hallarse amenazado. Y no nos referimos
solamente a la amenaza física sino también, como
suele ocurrir, a cualquier amenaza simbólica para nuestra
autoestima o nuestro amor propio (como, por ejemplo, sentirse
tratado ruda o injustamente, sentirse insultado, menospreciado,
frustrado en la consecución de un determinado objetivo,
etcétera), percepciones, todas ellas, que actúan a
modo de detonante de una respuesta límbica que tiene un
efecto doble sobre el cerebro. Por una parte, libera la
secreción de catecolaminas que cumplen con la
función de generar un acceso puntual y rápido de la
energía necesaria para «emprender una acción
decidida -como dice Zillman- tal como la lucha o la huida».
Esta descarga de energía límbica perdura varios
minutos durante los cuales nuestro cuerpo, en función de
la magnitud que nuestro cerebro emocional asigne a la amenaza, se
dispone para el combate o para la huida.
Mientras tanto, otra oleada energética activada
por la amígdala perdura más tiempo que la
descarga catecolamínica y se desplaza a lo largo de la
rama adrenocortical del sistema nervioso, aportando así el
tono general adecuado a la respuesta. Esta excitación
adrenocortical generalizada puede perdurar horas e incluso
días, manteniendo al cerebro emocional predispuesto a la
excitación y convirtiéndose en un trampolín
fisiológico que provoca que las reacciones subsecuentes se
produzcan con especial celeridad. Esta hipersensibilidad difusa
provocada por la excitación adrenocortical explica por
qué la mayoría de las personas parecen más
predispuestas a enfadarse una vez que ya han sido provocadas o se
hallan ligeramente excitadas. Por otra parte, todos los tipos de
estrés provocan una excitación adrenocortical que
contribuye a bajar el umbral de la irritabilidad. De este modo,
después de un duro día del trabajo, una persona se
sentirá especialmente predispuesta a enfadarse en casa por
las razones más insignificantes -el ruido o el desorden de
los niños, por ejemplo-, razones que en otras
circunstancias no tendrían el poder suficiente para
desencadenar un secuestro emocional.
Zillman ha llegado a estas conclusiones después
de una concienzuda experimentación. En uno de sus
estudios, por ejemplo, contaba con un cómplice cuya
misión era la de provocar a las personas que se
habían ofrecido voluntarias para el experimento haciendo
comentarios sarcásticos sobre ellos. Seguidamente, los
voluntarios veían una película divertida u otra de
carácter más perturbador. A continuación se
les ofrecía la ocasión de desquitarse de quien les
acababa de criticar pidiéndoles que valorasen lo que, en
su opinión, debía pagársele. Los resultados
demostraron claramente que la intensidad de su venganza era
directamente proporcional al grado de excitación que
habían experimentado durante la contemplación de la
película. Así pues, quienes acababan de ver la
película más desagradable se mostraban más
enfadados y ofrecían las peores valoraciones.
El enfado se construye sobre el
enfado
La investigación realizada por Zillman parece
explicar la dinámica inherente a un drama familiar
doméstico del que fui testigo cierto día que me
hallaba de compras en el supermercado. Al otro extremo del
pasillo podía oírse el tono mesurado y amable de
una joven madre que se dirigía a su hijo con un
escueto.
-Devuelve… eso… a su sitio.
-Pero yo lo quiero -gimoteaba el pequeño,
aferrándose con más fuerza a la caja de cereales
con la imagen de las Tortugas Ninja.
-Ponlo en su sitio -dijo la madre con un tono de voz que
comenzaba a traslucir una cierta irritación.
En aquel momento, una niña más
pequeña, que iba sentada en el asiento del carro,
tiró al suelo el tarro de gelatina que estaba
mordisqueando y, al derramarse por el suelo, la madre
comenzó a vociferar.
-¡Toma! -dijo furiosa mientras le daba un
bofetón.
A continuación arrebató la caja de manos
del niño, la arrojó al anaquel más cercano
y, levantando a su hijo velozmente del suelo por la cintura, lo
llevó a rastras pasillo adelante mientras empujaba el
carro amenazadoramente. Ahora la niña lloraba y el
niño pataleaba protestando:
-¡Bájame! ¡Bájame!
Zilíman ha descubierto que cuando el cuerpo se
encuentra en un estado de irritabilidad -como ocurría, por
ejemplo, en el caso de esta madre- y algo suscita un secuestro
emocional, la emoción subsecuente, sea de enfado o
ansiedad, revestirá una intensidad especial. Y ésta
es la dinámica que invariablemente se pone en
funcionamiento cuando alguien se irrita. Zillman considera la
escalada del enfado como «una secuencia de
provocaciones, cada una de las cuales suscita una reacción
de excitación que tiende a disiparse muy
lentamente». En esta secuencia, cada uno de los
pensamientos o percepciones irritantes se convierte en un minimo
detonante de la descarga catecolamínica de la
amígdala, y cada una de estas descargas se ve
fortalecida, a su vez, por el impulso hormonal precedente. De
este modo, una segunda descarga tiene lugar antes de que la
primera se haya disipado, una tercera se suma a las dos
precedentes y así sucesivamente. Es como si cada nueva
descarga cabalgara a lomos de las anteriores, aumentando
así vertiginosamente la escalada del nivel de
excitación fisiológica. Cualquier pensamiento que
tenga lugar durante este proceso provocará una
irritación mucho más intensa que la que
tendría lugar al comienzo de la secuencia. De este modo,
el enfado se construye sobre el enfado al tiempo que la
temperatura de nuestro cerebro emocional va aumentando. Para ese
entonces, la ira, ante la que nuestra razón se
muestra impotente, desembocará fácilmente en un
estallido de violencia.
En este momento, la persona se siente incapaz de
perdonar y se cierra a todo razonamiento. Todos sus pensamientos
gravitan en torno a la venganza y la represalia, sin detenerse a
considerar las posibles consecuencias de sus actos. Este alto
nivel de excitación, afirma Zillman, «alimenta
una ilusión de poder e invulnerabilidad que promueve y
fomenta la agresividad», ya que, «a falta de
toda guía cognitiva adecuada», la persona
enfadada se retrotrae a la más primitiva de las
respuestas. Es así cómo las descargas
límbicas prosiguen su curso ascendente y las lecciones
más rudimentarias de la brutalidad terminan
convirtiéndose en guías para la
acción.
Un bálsamo para el enfado
A la vista de este análisis sobre la
anatomía del enfado, Zillman considera que existen dos
posibilidades de intervención en el proceso. El primer
modo de restar fuerza al enfado consiste en prestar la
máxima atención y darnos cuenta de los pensamientos
que desencadenan la primera descarga de enojo (esta
evaluación original confirma y alienta la primera
explosión mientras que las siguientes sólo sirven
para avivar las llamas ya encendidas). El momento del ciclo del
enfado en el que intervengamos resulta sumamente importante
porque, cuanto antes lo hagamos, mejores resultados obtendremos.
De hecho, el enfado puede verse completamente cortocircuitado si,
antes de darle expresión, damos con alguna
información que pueda mitigarlo.
El poder de la comprensión para desactivar la
irritación resulta bien patente en otro de los
experimentos realizados por Zillman, en el que un ayudante
especialmente grosero (cómplice, en realidad, del
experimentador) se dedicaba a insultar y provocar a los sujetos
que en aquel momento realizaban un ejercicio
físico.
Cuando se les brindó la posibilidad de
desquitarse de su desagradable compañero -dándoles
la oportunidad de estimar sus aptitudes para un posible trabajo-,
acometieron la tarea con una mezcla de enojo y complacencia. En
cambio, en otra versión del mismo experimento, una mujer
entraba en la sala, después de que los voluntarios
hubiesen sido provocados e inmediatamente antes de que se les
diera la oportunidad de desquitarse, y hacía salir al
cómplice del lugar con la excusa de que acababa de recibir
una llamada telefónica urgente. Cuando éste
salía, se despedía despectivamente de la mujer
quien, sin embargo, parecía tomarse el comentario con muy
buen humor, explicando a los demás que su compañero
se hallaba sometido a terribles presiones porque estaba muy
nervioso ante la inminencia de un examen oral. En este caso, la
explicación ofrecida pareció despertar la
compasión de los sujetos del experimento quienes, cuando
tuvieron la oportunidad de desquitarse, rehusaron hacerlo. Este
tipo de información atemperante parece, pues, permitir la
reconsideración del incidente que desencadena el
enfado.
Sin embargo, como decíamos anteriormente,
también existe otra posibilidad para desarticular el
enfado que, según Zilíman, sólo resulta
posible en casos de irritación moderada y, por el
contrario, no funciona en niveles más intensos, debido a
lo que el mismo Zillman denomina «incapacidad
cognitiva», que impide a las personas razonar
adecuadamente. Cuando la gente se halla sometida a un nivel de
irritabilidad muy intenso, tiende a infravalorar los posibles
mensajes de información mitigante con frases tales como
« ¡esto es intolerable!» o -como afirma
Zillmann -con suma delicadeza- con «las más
burdas procacidades que nos brinda nuestro
idioma».
El enfriamiento
En cierta ocasión, cuando sólo
tenía trece anos, me enzarcé en una agria
discusión en casa y salí de ella jurando que
jamás regresaría. Era un hermoso día de
verano y estuve paseando por el campo hasta que la paz y la
belleza circundantes me invadieron y gradualmente fui
tranquilizándome. Al cabo de unas horas regresé a
casa sereno y completamente arrepentido. A partir de aquel
momento, cada vez que me enfado busco una oportunidad para hacer
lo mismo, lo que considero el mejor de los remedios.
Este relato forma parte de uno de los primeros estudios
científicos sobre el enfado llevado a cabo en 1899, un
estudio que aún sigue siendo todo un modelo de la segunda
forma de aplacar el enfado que citábamos anteriormente,
tratar de aplacar la excitación fisiológica ligada
a la descarga adrenalínica en un entorno en el que no haya
peligro de que se produzcan más situaciones irritantes.
Eso supone, por ejemplo, que, en el caso de una discusión,
la persona agraviada debería alejarse durante un tiempo de
la persona causante del enojo y frenar la escalada de
pensamientos hostiles tratando de distraerse. Como ha descubierto
Zillmann, las distracciones son un recurso sumamente
eficaz para modificar nuestro estado de ánimo por la
sencilla razón de que es difícil seguir enfadado
cuando uno se lo está pasando bien. El truco, pues,
consiste en darnos permiso para que el enfado vaya
enfriándose mientras tratamos de disfrutar de un rato
agradable.
El análisis realizado por Zillmann sobre los
mecanismos que contribuyen a incrementar o disminuir la
irritación nos brinda una explicación a buena parte
de los descubrimientos realizados por Diane Tice acerca de las
estrategias que la gente suele emplear para aliviar el enfado.
Una de tales estrategias -claramente eficaz- consiste en
retirarse y quedarse a solas mientras tiene lugar el proceso de
enfriamiento. Para la gran mayoría de los varones esto se
traduce en dar un paseo en automóvil, una actividad que
concede una tregua mientras uno conduce (y, que según me
confesó Tice, la hace conducir ahora con mayor
precaución).
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |