Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 12)
Esta conmovedora queja procede de una niña de
tercer curso de la escuela elemental John Muir, de Seattle. Un
remitente anónimo depositó este mensaje en el
«buzón» de su clase -una caja de cartón
especialmente pintada para la ocasión-, en la que los
alumnos expresan sus quejas y sus problemas para que toda la
clase pueda hablar de ellos y buscar formas de resolverlos.
Durante la discusión no se menciona el nombre de los
implicados y el maestro señala, en cambio, que, de vez en
cuando, todos los niños tienen estos problemas y, en
consecuencia, que todos deben aprender a resolverlos. El hecho de
poder expresar cómo se sienten al ser rechazados o
qué es lo que pueden hacer para ser aceptados les brinda
así la oportunidad de buscar nuevas soluciones, una
verdadera alternativa al pensamiento unilateral que considera que
la disputa constituye el único camino posible para
eliminar las diferencias.
El buzón ofrece la posibilidad de organizar los
temas problemáticos que se tocarán en clase porque
un programa demasiado rígido correría el peligro de
alejarse de la fluida realidad de la infancia. En la medida en
que los niños crecen, cambian también sus
preocupaciones y. en consecuencia, las lecciones emocionales
deberán adaptarse al grado de desarrollo del niño y
repetirse en diferentes etapas vitales, ajustándose a su
nivel de comprensión y a su interés del
momento.
Una cuestión muy importante es el momento en que
puede comenzar a impartirse este tipo de enseñanza. En
este sentido, hay quienes sostienen que nunca es demasiado
pronto. Por ejemplo, el pediatra T. Berry Brazelton, de Harvard,
afirma que los padres pueden beneficiarse de algunos programas de
formación domiciliaria y convertirse en adecuados
preceptores de sus hijos. Hay poderosas razones que confirman la
eficacia de la enseñanza sistemática de las
habilidades emocionales y sociales durante el periodo preescolar
-como, por ejemplo, el Head Start- ya que, como hemos visto en el
capitulo 12, la predisposición de los niños a la
lectura depende en gran medida de la adquisición de
algunas de estas habilidades emocionales. El período
preescolar resulta crucial para establecer los cimientos de estas
habilidades y existen pruebas palpables de que el programa Head
Start -cuando funciona bien, todo hay que decirlo- tiene
provechosas consecuencias emocionales y sociales a largo plazo
sobre la vida de quienes han pasado por él y que se
reflejan en un historial adulto menos afectado por las drogas y
las detenciones y, en cambio, más favorecido por un
matrimonio feliz y por un nivel de ingresos más elevado.
La eficacia de este tipo de intervenciones es mucho mayor cuando
van acompasadas al ritmo del desarrollo. Aunque, como vimos en el
capitulo 15, el llanto del recién nacido demuestra
claramente que, desde el mismo momento del nacimiento, el ser
humano experimenta sentimientos intensos, su cerebro esta lejos
de haber alcanzado la madurez completa. Las emociones del
niño sólo alcanzarán la plena madurez cuando
lo haga su sistema nervioso a lo largo de un proceso que va
desplegándose en función de las pautas que va
marcando un reloj biológico innato que concluye en la
adolescencia temprana. De hecho, el repertorio de sentimientos
que muestra un recién nacido es muy rudimentario comparado
con el abanico de emociones que despliega un niño de cinco
años, y éste, a su vez, resulta primitivo comparado
con la diversidad de sentimientos que presenta un
quinceañero. Es frecuente que los adultos olviden que cada
emoción aparece en un determinado momento del proceso de
crecimiento y caigan, con demasiada frecuencia, en la trampa de
creer que los niños son mucho más maduros de lo que
son en realidad. De poco sirven, por ejemplo, las reprimendas a
un bravucón de cuatro anos de edad, puesto que la
autoconciencia que le enseñará a ser humilde
aparece alrededor de los cinco años.
El ritmo del crecimiento emocional está ligado a
varios procesos de desarrollo, particularmente a la
cognición y a la madurez biológica del cerebro.
Como ya hemos visto anteriormente, las capacidades emocionales,
como la empatia y la autorregulacion emocional, comienzan a
aparecer casi desde la misma infancia.
Los años de la guardería jalonan la
maduración de las «emociones sociales»
-sentimientos tales como la inseguridad, la humildad, los celos,
la envidia, el orgullo y la confianza-, emociones todas ellas que
requieren la capacidad de compararse con los demás. Al
adentrarse en el mundo social de la escuela, el niño de
cinco años de edad entra también en el mundo de la
comparación social. Pero no es tan sólo el cambio
externo el que produce estas comparaciones sino también la
emergencia de una capacidad cognitiva, la capacidad de compararse
con los demás con respecto a determinadas cualidades (ya
sea la popularidad, el atractivo o la destreza con el monopatin).
Es a esta edad, por ejemplo, cuando el hecho de tener una hermana
mayor que saque buenas notas puede llevar a un niño a
considerarse comparativamente
«estúpido».
El doctor David Hamburg, psiquiatra y presidente de la
Carnegie Corporation que se ha dedicado a evaluar algunos de los
primeros programas de educación emocional, considera que
los años que marcan la transición a la escuela
primaria y el ingreso en el instituto constituyen dos momentos
especialmente críticos para el ajuste social del
niño. Según Hamburg, desde los seis hasta los once
años: «la escuela constituye un auténtico
crisol y una experiencia que influirá decisivamente en la
adolescencia del niño y mas allá de ella. La
sensación de autoestima de un niño depende
fundamentalmente de su rendimiento escolar. Un niño que
fracase en la escuela pondrá en movimiento una actitud
derrotista que luego puede arrastrar durante el resto de su
vida». Entre los elementos esenciales para sacar provecho
de la escuela, Hamburg señala «la demora de
la gratificación, la responsabilidad social adecuada, el
control de las emociones y una perspectiva optimista ante la
vida», otro modo, en fin, de referirse a la
inteligencia emocional Y La pubertad es un período de
grandes cambios en el sustrato biológico, las habilidades
cognitivas y el funcionamiento cerebral del niño y, en
este sentido, constituye también un período
crítico para el aprendizaje emocional y social.
«Entre los diez y los quince años -señala
Hamburg- la mayor parte de los adolescentes se ven expuestos por
vez primera a la sexualidad, al alcohol, al tabaco y a las
drogas», entre otras tentaciones. La transición que
conduce al instituto rubrica el fin de la infancia y constituye,
en sí misma, un formidable desafío emocional.
Dejando de lado todos los demás problemas, en este nuevo
período escolar disminuye el grado de autoconfianza y
aumenta el de autoconciencia, que suele dar una imagen de
sí mismo demasiado inflexible y contradictoria. Uno de los
más grandes retos de este período tiene que ver con
la «autoestima social», con la seguridad de que
pueden hacer amistades y mantenerlas. Según Hamburg, esta
coyuntura es la que contribuye a consolidar las habilidades del
adolescente para establecer relaciones íntimas, sortear
las crisis que puedan afectar a la amistad y nutrir su seguridad
en sí mismos.
Hamburg señala que, en la época en que los
estudiantes entran en el instituto, quienes han atravesado un
proceso de alfabetización emocional se muestran en mejores
condiciones que los demás para hacer frente a las
presiones de sus compañeros, las exigencias
académicas y las instigaciones a fumar o tomar drogas. El
dominio de las habilidades emocionales constituye una vacuna
provisional contra la agitación y las presiones externas
que están a punto de afrontar.
LA IMPORTANCIA DEL RITMO
En la medida en que los psicólogos evolutivos y
otros investigadores van cartografiando el desarrollo evolutivo
de las ernociones, cada vez se hallan en mejores condiciones de
especificar las lecciones que deben enseñarse al
niño en cada uno de los distintos monlentos del proceso de
desarrollo de la inteligencia emocional, qué tipo de
carencias duraderas es probable que padezcan quienes no lleguen a
dominar las competencias en el momento adecuado y qué
clase de experiencias podría programarse para tratar de
recuperar el tiempo perdido.
Por ejemplo, en el programa de New Haven, los
niños de los cursos inferiores reciben lecciones
elementales de autoconciencia, relaciones y toma de decisiones.
En el primer curso, los alumnos, se sientan en círculo y
juegan con «el cubo de los sentimientos» (un cubo en
cada uno de cuyos lados hay palabras referidas a emociones tales
como triste o excitado). Según cuál sea la cara del
cubo que salga en la tirada, los niños describen una
ocasión en la que experimentaron este sentimiento, un
ejercicio que les ayuda a relacionar los sentimientos con las
palabras y que también les proporciona la ocasión
de saber que no son los únicos que experimentan ese tipo
de sentimientos y de desarrollar la empatía.
En cuarto y quinto curso, cuando la relación con
los compañeros asume una importancia extraordinaria, los
niños reciben lecciones que les ayudan a mejorar sus
amistades, como el desarrollo de la empatía, el dominio de
los impulsos y el manejo de la angustia. La clase de Habilidades
Vitales (que, como decíamos en una seccion anterior, se
imparte en quinto curso en Troup), consiste en interpretar las
emociones transmitidas por las expresiones faciales de los
demás y constituye una facultad esencial para el
desarrollo de la empatía. Por su parte, para desarrollar
el control de los impulsos suele recurrirse a un gran cartel con
un «semáforo» en el que se describen los
siguientes seis pasos:
Luz roja: Luz amarilla:
1. Detente, serénate y piensa antes de
actuar.
2. Expresa el problema y di cómo lo
sientes.
3. Proponte un objetivo positivo.
4. Piensa en varias soluciones.
5. Piensa de antemano en las
consecuencias.
Luz verde:
6. Sigue adelante y trata de llevar a cabo el
mejor plan.
Por ejemplo, cuando un niño está a punto
de enojarse, de replegarse ofendido por alguna nimiedad o de
romper a llorar al ser molestado, el maestro puede recurrir al
semáforo para recordarle una serie definida de pasos que
le ayudarán a solucionar estos problemas de una forma
más mesurada. Pero, además del control de los
sentimientos, el semáforo subraya también la
importancia de una acción más eficaz. Y, en tanto
que forma habitual de manejar los impulsos emocionales
ingobernables -el hecho de pensar antes de actuar-, puede llegar
a convertirse en una estrategia fundamental para afrontar los
retos de la adolescencia y de la madurez.
Las lecciones impartidas durante el sexto curso
están relacionadas más directamente con las
tentaciones y las presiones ligadas al sexo, las drogas y el
alcohol que comienzan a salpicar la vida de los niños. En
noveno curso, los quinceañeros se ven enfrentados a
realidades sociales más ambiguas y se les suele instruir
en la capacidad de asumir diversos puntos de vista, el suyo
propio y el de los demás implicados. «Si un chico
está furioso porque ha visto a su novia charlando con otro
chico -dice uno de los maestros de New Haven- se le anima a que,
en lugar de pelearse, considere las cosas desde el punto de vista
de ella.»
LA FUNCIÓN PREVENTIVA DE LA
ALFABETIZAClON EMOCIONAL
Algunos de los programas de alfabetización
emocional más eficaces se diseñaron como respuesta
a problemas concretos, entre los que cabe destacar la violencia.
Uno de las campañas preventivas de alfabetización
emocional que más rápidamente se está
difundiendo en varios cientos de escuelas públicas de la
ciudad de Nueva York y de todo el país es el Resolving
Conflict Creatively Program, un programa de resolución de
conflictos que centra su atención en la forma de plantear
los conflictos en el patio escolar para que no desemboquen en
incidentes como los que dieron lugar al asesinato de lan More y
Tyrone Sinkler a manos de uno de sus compañeros de clase
en la Jefferson High School.
Linda Lantieri, la creadora del Resolving Conflict
Creatively Program y directora del centro nacional de Manhattan
considera que este enfoque tiene una misión que trasciende
con mucho la mera prevención de las peleas. Según
su autorizada opinión: «el programa
enseña a los estudiantes que, además de la
pasividad y de la agresividad, disponen de muchas otras
respuestas alternativas para resolver los conflictos. Nosotros
les mostramos la inutilidad de la violencia y la sustituimos por
habilidades concretas. Así, los niños aprenden a
afirmar sus derechos sin necesidad de recurrir a la violencia.
Estas son habilidades útiles que perduran toda la vida, y
no sólo para aquéllos que se muestren más
proclives a la violencia». En uno de los ejercicios
del programa, los estudiantes deben recordar alguna
situación, por pequeña que sea, que les haya
ayudado a resolver algún conflicto. En otro, los
estudiantes representan una escena en la que una muchacha
está tratando de hacer sus deberes en medio del ruido de
la cinta de rap a todo volumen que está escuchando su
hermana menor. Harta ya, la chica termina apagando el cassette a
pesar de las protestas de su hermana. Luego, toda la clase lleva
a cabo un debate tratando de encontrar soluciones al problema
aceptables para ambas hermanas.
Una de las claves del éxito del programa de
solución de conflictos hay que buscarla en su
aplicación más allá del aula hasta el patio
y la cafetería, los lugares en los que es más
probable que se desaten los conflictos. Con ese objetivo, algunos
estudiantes son formados como mediadores -un papel que pueden
comenzar a desempeñar en los últimos años de
la escuela elemental-, aprendiendo a manejar peleas,
provocaciones, amenazas, problemas interracíales y otros
incidentes potencialmente violentos de la vida escolar.
Así, cuando estalla la tensión los estudiantes
pueden buscar a un mediador que les ayude a resolver el
problema.
Los mediadores aprenden a expresar sus comentarios de
modo que hagan sentir su imparcialidad a las partes en
litigio.
Una de las tácticas utilizadas consiste en
sentarse con los implicados e invitarles a escuchar a la otra
parte sin interrupciones esBram store, una técnica de
trabajo en grupo que, recurriendo a las sugerencias individuales,
permite suscitar un máximo de ideas originales, en un
mínimo de tiempo.
Omitiendo los insultos, de modo que todos tengan la
oportunidad de calmarse y exponer su punto de vista. Luego, cada
uno de ellos repite lo que le ha dicho el otro (como una forma de
verificar si realmente le ha escuchado) y finalmente, todos
juntos tratan de buscar soluciones que satisfagan a ambas partes,
concluyendo muchas veces, con la firma de un acuerdo.
Pero, además de la mediación en una
determinada disputa, el programa instruye a los estudiantes a
pensar de manera distinta sobre los desacuerdos. En palabras de
Ángel Pérez, que fue formado como mediador mientras
se hallaba en la escuela primaria: «el programa
cambió mi manera de pensar. Antes creía que lo
único que podía hacer cuando alguien se
metía conmigo, cuando alguien me hacía algo, era
pelearme y devolvérselo, pero desde que he asistido a este
programa tengo una forma de pensar más positiva. Si
alguien me hace algo negativo no trato de desquitarme sino que
intento solucionar el problema». Y esto ha terminado
difundiendo este punto de vista en su comunidad.
Aunque el objetivo fundamental de Resolving Confiict
Creatively Program consiste en impedir la escalada de la
violencia, Lantieri considera que su objetivo es mucho más
amplio. En su opinión, las habilidades necesarias para
acabar con la violencia no son ajenas a todo el espectro de las
competencias emocionales (puesto que, por ejemplo, para prevenir
la violencia es tan importante saber dominar la cólera
como saber lo que uno está sintiendo, saber controlar los
impulsos o saber expresar las quejas).
Gran parte del entrenamiento en este programa tiene que
ver con habilidades emocionales tan fundamentales como el
reconocimiento de un amplio abanico de sentimientos, la capacidad
de darles nombre y la empatía. Cuando Lantieri describe
los resultados de la evaluación de los efectos de su
programa, no deja de señalar con satisfacción el
aumento del «respeto entre los niños» y la
disminución del número de peleas y de
insultos.
A similares conclusiones sobre la alfabetización
emocional llegó un consorcio de psicólogos que
buscaba formas de ayudar a aquellos niños cuya trayectoria
vital parecía abocarles a la delincuencia y a la
violencia. Como ya hemos visto en el capítulo 15, muchos
de los estudios que se han llevado a cabo con estos chicos
señalan con claridad el camino que suelen seguir, un
camino cuyo inicio está marcado por la impulsividad y la
tendencia a la irritabilidad en los primeros años de la
escuela, que íes convierte en marginados sociales al final
de la escuela primaria, que íes lleva a relacionarse con
un círculo de muchachos con problemas similares, que les
impulsa a emprender su carrera delictiva durante la
enseñanza media y que, al comenzar la edad adulta, les
hace poseedores de un abultado historial delictivo.
Todos los programas diseñados para llevar a cabo
intervenciones que puedan ayudar a que estos chicos abandonen el
camino de la violencia y el delito son, de un modo u otro,
programas de alfabetización emocional. Uno de ellos,
desarrollado por un consorcio en el que se encontraba Mark
Greenberg, de la Universidad de Washington, es el PATHS
(el acrónimo de Parents and Teachers Helping Students), un
programa que no sólo se aplica en aquellos niños
que tienden al delito y a la violencia -y, en ese sentido,
necesitan más de él-, sino que se imparte a todos
los alumnos de la clase, evitando así la
estigmatización de cualquier subgrupo.
Porque lo cierto es que esta clase de enseñanza
es provechosa para todos los niños. Por ejemplo, uno de
los temas fundamentales del curso tiene que ver con el estudio
del dominio de los impulsos durante los primeros años de
escolarización, un aprendizaje cuya carencia conlleva la
dificultad de prestar atención (con el consiguiente
retraso en el aprendizaje y la posible pérdida del curso),
y otro de los temas está relacionado con el reconocimiento
de los sentimientos. De hecho, el programa de PATHS está
dividido en cincuenta lecciones diferentes y se ocupa de impartir
a los niños más pequeños lecciones sobre las
emociones más fundamentales (como, por ejemplo, la
felicidad y el enojo), dedicándose luego a sentimientos
más complejos (como los celos, el orgullo y la
culpa).
Las lecciones sobre conciencia emocional enseñan
a controlar lo que siente el niño, a darse cuenta de lo
que sienten quienes le rodean y, lo que resulta todavía
más importante para los demasiado dispuestos a la
violencia, les enseña a distinguir entre las situaciones
en las que alguien es realmente hostil de aquéllas otras
en las que la hostilidad procede, en realidad, de uno
mismo.
Obviamente, una de las lecciones más importantes
tiene que ver con el dominio de la cólera. La premisa
básica que los niños aprenden con respecto a la
cólera (y, en realidad, con respecto a todas las
demás emociones) es la de que «todos los
sentimientos son adecuados» pero que algunas reacciones son
adecuadas mientras que otras, por el contrario, no lo son. Una de
las herramientas utilizadas para la enseñanza del
autocontrol recurre al «semáforo» al que ya
nos hemos referido cuando hablábamos de New Haven. Otras
unidades ayudan al niño con sus relaciones, constituyendo
así un verdadero antídoto contra el rechazo social
que puede terminar conduciéndole a la
delincuencia.
REPENSAR LA ESCUELA: ENSEÑAR A SER Y
ENSEÑAR A RESPETAR
En la medida en que la vida familiar está dejando
ya de ofrecer a un número cada vez mayor de niños
un fundamento seguro para la vida, la escuela está
convirtiéndose en la única institución de la
comunidad en la que pueden corregirse las carencias emocionales y
sociales del niño. Con ello no quiero decir que la
escuela, por sí sola, pueda sustituir a todas las
demás instituciones sociales (que, por cierto, se hallan
al borde del colapso con demasiada frecuencia).
Pero dado que casi todos los niños están
escolarizados (por lo menos en teoría), la escuela
constituye el único lugar en el que se pueden impartir a
los niños las lecciones fundamentales para vivir que
difícilmente podrán recibir en otra parte. De este
modo, el proceso de alfabetización emocional impone una
carga adicional a la escuela, que se ve así obligada a
hacerse cargo del fracaso de la familia en su misión
socializadora de los niños, una difícil tarea que
exige dos cambios esenciales: que los maestros vayan más
allá de la misión que tradicionalmente se les ha
encomendado y que los miembros de la comunidad se comprometan
más con el mundo escolar.
En cualquier caso, lo importante no es tanto el hecho de
que haya una clase específicamente dedicada a la
alfabetización emocional como la forma en que se imparta
esta enseñanza. Tal vez no haya tema en el que la calidad
del maestro resulte tan decisiva, porque la forma en que el
maestro lleve adelante la clase constituye, en sí misma,
un modelo, una lección de Jacto en competencia emocional
(o, todo hay que decirlo, en la falta de ella).
Dondequiera que un maestro responda a un estudiante, hay
veinte o treinta más que reciben una
lección.
El hecho es que existe un proceso natural de
autoselección con respecto al tipo de maestro que gravita
en torno a estos cursos, porque no todo el mundo es
temperamentalmente apto para impartirlos. Digamos, para comenzar,
que los maestros deben sentirse comodos hablando de los
sentimientos y que no todo el mundo se encuentra a gusto ni
quiere estar en esta situación. Lo cierto es que la
educación normal que han recibido los maestros les ha
preparado muy poco -si es que les ha preparado algo- para esta
clase de enseñanza. Por todas estas razones los programas
de alfabetización emocional suelen tener en cuenta la
necesidad de que los maestros se dediquen durante varias semanas
a formarse especialmente en este nuevo enfoque.
Aunque muchos maestros puedan ser reacios de entrada a
abordar un tema que parece tan ajeno a su formación y a
sus rutinas habituales, existen pruebas de que la mayor parte de
quienes lo intentan siguen adelante complacidos. Cuando se
enteraron de ello, el 31 % de los maestros de las escuelas de New
Haven que debían reciclarse para impartir los nuevos
cursos de alfabetización emocional mostraron claras
resistencias pero, al cabo de un año de desempeñar
esta tarea, más del 90% respondió que estaba
encantado con ello y que quería seguir dando aquella clase
el curso siguiente.
UNA MISION EXTRA PARA LAS
ESCUELAS
Pero, más allá del necesario entrenamiento
de los maestros, la alfabetización emocional extiende
también las obligaciones de la escuela al convertirla en
un agente más manifiesto de la sociedad que también
debe cumplir con la función de enseñar a los
niños las lecciones esenciales para vivir (recuperando
así uno de los papeles tradicionalmente asignados a la
educación). Esta función ampliada de la escuela
requiere, además del contenido concreto del programa,
aprovechar las oportunidades que se presenten dentro y fuera del
aula para que los alumnos transformen los momentos de crisis
personal en lecciones de competencia emocional, algo que funciona
mucho mejor cuando estas lecciones se complementan en el hogar.
La mayor parte de los programas de alfabetización
emocional incluyen clases especiales para que los padres no
sólo refuercen lo que sus hijos están aprendiendo
en la escuela, sino también para ayudarles eficazmente si
quieren contribuir al desarrollo emocional de sus
hijos.
De este modo, los niños reciben mensajes
coherentes sobre la competencia emocional en todos los
ámbitos de su vida. Según Tim Shriver, director del
Social Competence Program, en las escuelas de New Haven «si
los niños entablan una pelea en la cafetería,
llamarán a un compañero que actuará como
mediador, se sentará con ellos y llevarán a la
práctica la misma técnica de asumir la perspectiva
del otro que aprendieron en clase. Los entrenadores
también utilizarán la misma técnica para
hacer frente a los conflictos que aparezcan en el campo de juego.
Nosotros también damos clases para que los padres utilicen
estos métodos con sus hijos en el
hogar».
Así, el recreo y el hogar se convierten en
refuerzos óptimos del aprendizaje emocional que tiene
lugar en el aula, relacionando así más
estrechamente a la escuela, la familia y la sociedad en general,
con lo cual aumenta la probabilidad de que lo que los
niños aprendan en las clases de alfabetización
emocional no permanezca limitado al ámbito escolar sino
que se practique, se intensifique y se generalice a todos los
dominios de su vida.
Pero este enfoque también redefine la
función de la escuela instaurando una cultura
«más respetuosa», con lo cual la escuela se
convierte en un lugar en el que los estudiantes se sienten
tenidos en cuenta, respetados y vinculados a sus
compañeros, a sus maestros y a la misma
institución. Las escuelas que se hallan en áreas
tales como New Haven -en las que las familias están
notablemente desintegradas- también ofrecen programas que
reclutan a personas de la comunidad para que ejerzan como
cuidadores de aquellos alumnos cuya vida familiar es demasiado
problemática. En las escuelas de New Haven se recurre a
adultos voluntarios responsables para que actúen a modo de
preceptores, de compañeros regulares de aquellos
estudiantes que están a punto de naufragar y que tienen
pocos adultos estables y nutridos en su vida familiar (si es que
tienen alguno).
Resumiendo pues, la aplicación óptima de
los programas de alfabetización emocional debe comenzar en
un período temprano, adaptarse a la edad del alumno,
proseguir durante todos los años de escuela y aunar los
esfuerzos conjuntos de la escuela, el hogar y la comunidad en
general.
Aunque gran parte de estos programas pueden integrarse
perfectamente en la vida cotidiana de la escuela, sin embargo,
constituyen una verdadera revolución en cualquier
currículum y Pecariamos de ingenuos si no
previéramos la aparición de toda clase de
obstáculos. Por ejemplo, muchos padres pueden creer que se
trata de un tema demasiado personal para la escuela y que es
mejor que sean los padres quienes se encarguen de tales cosas (un
argumento que sólo resulta creíble en la medida en
que los padres se hagan realmente cargo de estos asuntos y que no
resulta nada convincente cuando soslayan esta
responsabilidad).
Los maestros también pueden ser reacios a dedicar
parte del día escolar a cuestiones que no parecen estar
relacionadas con los temas académicos y puede haber
maestros que se sientan tan incómodos con los temas a
enseñar que necesiten recibir un adiestramiento especial
para ello. Por último, algunos niños también
rechazan los temas que no tienen nada que ver con sus
preocupaciones reales o que sienten como imposiciones o
invasiones de su intimidad. Y también existe el problema
de mantener una cualidad elevada y de asegurarse de que la
comercialización no dé lugar a la difusión
de programas de competencia emocional torpemente diseñados
que repitan los desastres provocados por los cursos mal
concebidos sobre prevención de la drogodependencia o del
embarazo de adolescentes.
A la vista de todo lo anterior ¿por qué no
intentarlo?
¿QUE TIPO DE CAMBIOS CONLLEVA LA
ALFABETIZA ClON EMOCIONAL?
Un buen día Tim Shriver abrió el
periódico local y se enfrentó directamente a la
pesadilla más temida por cualquier maestro.
Lamont, uno de sus mejores antiguos alumnos,
había recibido nueve disparos en una calle de New Haven y
se hallaba en situación crítica. «Lamont
-recuerda Shriver- ha sido uno de los líderes de la
escuela, un enorme -un metro noventa de altura- y muy popular
defensa de su equipo de fútbol, que siempre estaba
sonriendo. Lamont había participado en un grupo sobre
liderazgo, que yo dirigía, en el que exponíamos
nuestras ideas según un modelo de solución de
problemas conocido como SOCS».
SOCS es el acrónimo de Situación,
Opciones, Consecuencias, Soluciones, una versión
más madura del método del semáforo que opera
en cuatro pasos, describir la situación y cómo te
hace sentir, determinar las opciones de que dispones para
resolver el problema y cuáles serían sus posibles
consecuencias, tomar una decisión y llevarla a cabo.
Según Shriver, a Lamont le gustaba especialmente utilizar
el brainstorming para encontrar formas eficaces de manejar las
dificultades más apremiantes de la vida del instituto,
como los problemas con las chicas y la forma de evitar las
peleas.
Pero estas lecciones parecían haber fracasado
después de que Lamont acabara el instituto. Atrapado por
el océano urbano de la pobreza, las drogas y las armas de
fuego, Lamont yacía, a los veintiséis años
de edad, tumbado en la cama de un hospital, envuelto en vendas y
con el cuerpo acribillado a balazos. Apenas supo la noticia,
Shriver se precipitó al hospital y se encontró con
un Lamont que apenas podía hablar, acompañado de su
madre y de novia. Luego se acercó a la cabecera de la cama
e, inclinándose sobre Lamont, le escuchó murmurar:
«Shriver, en cuanto salga de aquí volveré a
utilizar el SOCS».
Lamont había pasado por Hillhouse High antes de
que comenzara a impartirse el curso de desarrollo social.
¿Quizá su vida hubiera seguido otros derroteros de
haber podido beneficiarse en sus años escolares de este
tipo de educación, como lo hacen ahora los alumnos de las
escuelas públicas de New Haven? Todo parece apuntar a una
respuesta positiva, aunque no podamos afirmarlo con
seguridad.
Como dijo Tim Shriver: «una cosa es clara: el
campo de pruebas de los programas de solución de problemas
sociales no es el aula sino la cafetería, las calles y el
hogar». Consideremos ahora el testimonio de algunos de los
maestros que han participado en el programa de formación
social de New Haven. Uno de ellos relató que una antigua
alumna le visitó y le aseguró que habría
acabado siendo una madre soltera «si no hubiera aprendido a
hacer valer sus derechos durante las clases de Desarrollo
Social».
Gira maestra habla también del caso de una de sus
alumnas que sólo podía relacionarse con su madre a
gritos pero, después de que la chica aprendiera a calmarse
y a pensar antes de actuar. Podían, en opinión de
su madre, «hablar sin perder los
estribos».
Una alumna de sexto curso de Troup envió una nota
a su maestra de Desarrollo Social, donde decía que su
mejor amiga estaba embarazada, no tenía a nadie con quien
hablar y estaba pensando en suicidarse… pero concluía
que ella sabía que podía contar con la ayuda de su
maestra.
Un momento particularmente significativo tuvo lugar
mientras permanecía como observador de una clase de
séptimo curso de desarrollo social en las escuelas de New
Haven y el maestro preguntó por «alguien que le
contara una disputa reciente que huhiera terminado
bien».
Una rolliza chica de doce años de edad
levantó en seguida la mano y dijo: «yo tenía
una amiga pero unos compañeros me comentaron que planeaba
pegarme al salir de la escuela». No obstante, en lugar de
enfadarse con ella, puso en práctica un método
aprendido en clase, consistente en averiguar lo que estaba
sucediendo realmente antes de actuar: «así que me
dirigí a aquella chica y le pregunté por qué
había dicho aquello. Entonces me enteré de que
nunca había dicho nada semejante, de modo que no nos
peleamos».
La historia parece suficientemente irrelevante pero
debemos tener en cuenta que la chica en cuestión ya
había sido expulsada de otra escuela por pelearse, ya que
su antigua pauta de acción había sido la de primero
golpear y luego preguntar, o no preguntar en absoluto. En estas
condiciones, el hecho de entablar una conversación
constructiva con un posible adversario en lugar de enzarzarse en
una confrontación inmediata constituye una
auténtica victoria.
Los datos más impresionantes tal vez sean los que
me proporcionó el director de una de estas escuelas que ya
llevaba doce años impartiendo clases de
alfabetización emocional. Una regla inapelable en estas
clases es que los niños que son descubiertos
peleándose son mandados temporalmente a casa. Pero a lo
largo de los años en que han ido impartiéndose las
clases de alfabeti zación emocional ha habido un descenso
continuo en el número de estas expulsiones provisionales.
«El último año escolar -me dijo el director-
hubo 106 suspensiones de este tipo. En lo que llevamos de
año (y estamos en marzo) solo ha habido 26.» Estos
son beneficios bien palpables.
Pero, aparte de estos datos anecdóticos en cuanto
a la mejora de las vidas de los implicados, queda todavía
por responder la cuestión de cuál es la importancia
real que tienen las clases de alfabetización emocional
para los implicados. Los datos sugieren que, aunque tales cursos
no cambien a nadie de la noche a la mañana, a medida que
los niños van atravesando los distintos cursos del
programa, existen evidentes mejoras en el clima emocional de la
escuela, en las perspectivas vitales y en el nivel de competencia
emocional de quienes reciben este tipo de
formación.
Existen varias evaluaciones objetivas realizadas a este
respecto. Una de ellas, tal vez la mejor, la han realizado
observadores independientes y se ha centrado en comparar la
conducta de aquellos alumnos que han pasado por estos cursos con
otros que no lo han hecho. Otro método consiste en
detectar los cambios que han tenido lugar en un determinado grupo
de estudiantes, basandose en unas cuantas medidas objetivas de su
conducta (como el número de peleas que tienen lugar en el
patio de recreo o el número de suspensiones provisionales)
antes y después de haber participado en el programa. Los
datos de estos estudios muestran la considerable mejora que
suponen para la competencia emocional y social de los alumnos,
para su conducta dentro y fuera del aula y para su capacidad de
aprendizaje (véase Apéndice F para
más detalles a este respecto).
AUTOCONCIENCIA EMOCIONAL
•Mejor reconocimiento y designación de las
emociones.
•Mayor comprensión de las causas de los
sentimientos.
•Reconocimiento de las diferencias existentes entre
los sentimientos y las acciones.
EL CONTROL DE LAS EMOCIONES
•Mayor tolerancia a la frustración y mejor
manejo de la ira.
•Menos agresiones verbales, menos peleas y menos
interrupciones en clase.
•Mayor capacidad de expresar el enfado de una
manera adecuada, sin necesidad de llegar a las manos.
•Menos índice de suspensiones y
expulsiones.
•Conducta menos agresiva y menos
autodestructiva.
•Sentimientos más positivos con respecto a
uno mismo, la escuela y la familia.
•Mejor control del estrés.
•Menor sensación de aislamiento y de
ansiedad social.
APROVECHAMIENTO PRODUCTIVO DE LAS
EMOCIONES
•Mayor responsabilidad.
•Capacidad de concentración y de prestar
atención a la tarea que se lleve a cabo.
•Menor impulsividad y mayor autocontrol.
•Mejora de las puntuaciones obtenidas en los tests
de rendimiento.
EMPATÍA: LA COMPRENSIÓN DE LAS
EMOCIONES
•Capacidad de asumir el punto de vista de otra
persona.
•Mayor empatia y sensibilidad hacia los
sentimientos de los demás.
•Mayor capacidad de escuchar al otro.
DIRIGIR LAS RELACIONES
•Mayor capacidad de analizar y comprender las
relaciones.
•Mejora en la capacidad de resolver conflictos y
negociar desacuerdos.
•Mejora en la solución de los problemas de
relación.
•Mayor afirmatividad y destreza en la
comunicación.
•Mayor popularidad y sociabilidad. Amistad y
compromiso con los compañeros.
•Mayor atractivo social.
•Más preocupación y
consideración hacia los demás.
•Más sociables y armoniosos en los
grupos.
•Más participativos, cooperadores y
solidarios.
•Más democráticos en el trato con los
demás.
Señalemos ahora uno de los puntos enumerados que
requiere una especial atención porque se repite una y otra
vez en este tipo de estudios: el hecho de que los programas de
alfabetización emocional mejoran las puntuaciones del
rendimiento académico y escolar, un verdadero
descubrimiento. En un tiempo en el que demasiados niños
carecen de la capacidad de dominar sus enfados, de escuchar, de
atender, de reprimir sus impulsos, de sentirse responsables de su
propio trabajo o de cuidar su aprendizaje, todo lo que consolide
estas habilidades será de gran ayuda en su proceso de
aprendizaje. En este sentido, la alfabetización emocional
incrementa la capacidad docente de la escuela. Aun en tiempos de
vuelta a lo esencial y de recortes presupuestarios, hay que decir
que estos programas contribuyen a invertir la crisis educativa y
ayudan a las escuelas a cumplir su principal misión, lo
cual bien merece una adecuada inversión.
Pero, más allá de estas ventajas en el
ámbito educativo, los cursos parecen ayudar a los
niños a desempeñar mejor sus roles vitales y
fomentar que lleguen a ser mejores amigos, mejores estudiantes,
mejores hijos y mejores hijas, y muy probablemente, en el futuro,
mejores maridos, mejores esposas, mejores trabajadores, mejores
jefes, mejores padres y también mejores ciudadanos. Hasta
el momento en que todos los niños y niñas dispongan
de las mismas probabilidades de acceso a estas habilidades,
nuestro intento merecerá la pena. Como dice Tom Shriver:
«El ascenso de la marea levanta a todos los barcos. En este
sentido, estas habilidades no sólo son adecuadas para los
niños problemáticos sino que cualquiera puede
beneficiarse de ellas, puesto que constituyen una
auténtica vacuna para la vida».
EL CARACTER, LA MORAL Y LAS ARTES DE LA
DEMOCRACIA
Existe una palabra muy antigua para referirse a todo el
conjunto de habilidades representadas por la inteligencia
emocional: carácter. Según Amitai Etzioni, un
teórico social de la Universidad George Washington, el
carácter es «el músculo
psicológico que requiere la conducta moral»
y, en opinión del filósofo John DewCy, la
educación moral es más poderosa cuando las
lecciones se enseñan entremezcladas con el curso real de
los acontecimientos -la modalidad educativa propia de la
alfabetización emocional-, no cuando se imparten en forma
de lecciones abstractas. Si el desarrollo del carácter
constituye uno de los fundamentos de las sociedades
democráticas, la inteligencia emocional es uno de los
armazones básicos del carácter. La piedra de toque
del carácter es la autodisciplina -la vida virtuosa- que,
como han señalado tantos filósofos desde
Aristóteles, se basa en el autocontrol.
Otro elemento fundamental del carácter es la
capacidad de motivarse y guiarse uno mismo, ya sea para hacer los
deberes, terminar un trabajo o levantarse cada mañana. Y,
como ya hemos visto antes, la capacidad de demorar la
gratificación y de controlar y canalizar los impulsos
constituye otra habilidad emocional fundamental a la que
antiguamente se llamó voluntad. «Para actuar
correctamente con los demás debemos comenzar
dominándonos a nosotros mismos (a nuestros apetitos y a
nuestras pasiones) -señala Thomas Lickona, a
propósito de la educación del
carácter,« quien luego prosigue diciendo-.
Así, la emoción permanecerá bajo el
control de la razón.» La capacidad para
dejar de tener en cuenta exclusivamente nuestros propios
intereses e impulsos tiene considerables beneficios sociales,
puesto que abre el camino a la empatía, a la
auténtica escucha y a asumir el punto de vista de los
demás. Y la empatía, como ya hemos visto, conduce
al respeto, al altruismo y a la compasión. Ver las cosas
desde el punto de vista de los demás nos permite
trascender los estereotipos sesgados y alienta la
aceptación de las diferencias y de la tolerancia,
aptitudes más necesarias hoy que nunca en una sociedad
cada vez más plural, permitiéndonos vivir
así en una comunidad basada en el respeto mutuo que
propicia la existencia de un discurso público
constructivo.
Éstas, precisamente, son las artes fundamentales
de la democracía.
Las escuelas, señala Etzioni, desempeñan
un papel esencial en el cultivo del carácter,
enseñando la autodisciplina y la empatía, lo cual,
a su vez, hace posible el auténtico compromiso con los
valores cívicos y morales. Pero para ello no basta con
adoctrinar a los niños sobre los valores sino que es
absolutamente necesario practicarlos, algo que sólo se da
en la medida en que el niño va consolidando las
habilidades emocionales y sociales fundamentales. En este
sentido, la alfabetización emocional discurre pareja a la
educación del carácter, el desarrollo moral y el
civismo.
UNA ÚLTIMA PALABRA
Cuando finalicé este libro leí algunos
artículos impresionantes del periódico que llamaron
poderosamente mi atención. Uno de ellos señalaba
que las armas se habían convertido en la principal causa
de muerte en los Estados Unidos, desplazando al número de
víctimas mortales por accidente de automóvil. La
segunda afirmaba que, en el último año, la tasa de
asesinatos creció un 39%. Especialmente inquietante me
resultó la predicción realizada -en el segundo
artículo- por un criminólogo, de que nos hallamos
en una especie de calma previa a la «tormenta de
crímenes» que nos aguarda en la próxima
década. La razón que aduce para justificar tan
espantoso pronóstico descansa en el hecho de que
está creciendo el índice de asesinatos cometidos
por jóvenes de catorce y quince años, lo cual
constituye una especie de un bomba de relojería. En la
próxima década, este grupo tendrá entre
dieciocho y veinticuatro años de edad, la edad clave de
los crímenes más violentos de una carrera
delictiva. Estos augurios comienzan ya a vislumbrarse en nuestro
horizonte porque, según dice un tercer artículo,
entre los años 1988 y 1992, el Departamento de Justicia de
los Estados Unidos registró un aumento del 68% en el
número de jóvenes acusados de asesinato, robo,
asalto con premeditación (un apartado que, por sí
sólo, aumentó un 80%) y violación. Estos
adolescentes constituyen la primera generación que no
sólo tiene acceso a pistolas sino también a todo
tipo de armas automáticas, del mismo modo que la
generación de sus padres fue la primera en poder acceder a
las drogas. Esta difusión de las armas entre los
adolescentes supone que los desacuerdos que antiguamente se
hubieran resuelto a puñetazos, ahora pueden terminar
fácilmente en un tiroteo. Y, como concluye otro experto,
estos adolescentes «no son precisamente especialistas en
evitar disputas».
Es evidente que una de las razones que explica la
carencia de esta habilidad vital fundamental es que hasta el
momento la sociedad no se ha preocupado de que cada niño
sepa canalizar su cólera ni de que conozca los fundamentos
de la resolución positiva de los conflictos, como tampoco
nos hemos molestado en enseñarles la empatía, el
dominio de los impulsos ni ninguno de los otros elementos
fundamentales de la inteligencia emocional.
Pero, al dejar que los niños aprendan por su
cuenta estas lecciones emocionales, corremos el riesgo de perder
la crucial oportunidad que supone acomodar estas
enseñanzas a cada uno de los pasos de la lenta
maduración del cerebro y ayudar así a que los
niños desarrollen un repertorio emocional más
saludable.
A pesar del extraordinario interés demostrado por
algunos educadores hacia la alfabetización emocional,
estos cursos son todavía excepcionales y la mayoría
de los maestros, directores de escuela y padres simplemente
ignoran su existencia. Los príncipales modelos al respecto
tienen lugar fuera de la corriente principal de la
educación en un puñado de escuelas privadas y en
unos pocos cientos de escuelas públicas. Obviamente,
ningún programa -incluidos éstos- constituye una
respuesta a todos los problemas. Pero dada la crisis en la que
nos encontramos, la problemática situación que
atraviesan nuestros niños y la ventana a la esperanza que
parecen suponer los cursos de alfabetización emocional,
tal vez deberíamos preguntarnos si no sería
necesario, ahora más que nunca, enseñar a todos los
niños las habilidades que resultan más esenciales
para la vida.
¿A qué estamos esperando
para comenzar?
APÉNDICE A ¿QUÉ ES
LA EMOCIÓN?
Veamos, antes que nada, unas palabras sobre lo que yo
entiendo por el término emoción, un vocablo cuyo
significado concreto han estado eludiendo durante más de
un siglo los psicólogos y los filósofos. En el
sentido más literal, el Oxford English Dictionary define
la emoción como «agitación o
perturbación de la mente; sentimiento; pasión;
cualquier estado mental vehemente o agitado». En
mi opinión, el término emoción se refiere a
un sentimiento y a los pensamientos, los estados
biológicos, los estados psicológicos y el tipo de
tendencias a la acción que lo caracterizan. Existen
centenares de emociones y muchísimas más mezclas,
variaciones, mutaciones y matices diferentes entre todas ellas.
En realidad, existen más sutilezas en la emoción
que palabras para describirías.
Los investigadores todavía están en
desacuerdo con respecto a cuáles son las emociones que
pueden considerarse primarias -el azul, el rojo y el amarillo de
los sentimientos de los que se derivan todos los demás- y,
de hecho, ni siquiera coinciden en la existencia real de
emociones primarias-. Veamos ahora -aunque no todos los
teóricos estén de acuerdo con esta visión-
algunas de esas emociones propuestas para ese lugar primordial y
algunos de los miembros de sus respectivas familias.
•Ira: rabia, enojo, resentimiento, furia,
exasperación, indignación, acritud, animosidad,
irritabilidad, hostilidad y, en caso extremo, odio y
violencia.
•Tristeza: aflicción, pena,
desconsuelo, pesimismo, melancolía, autocompasión,
soledad, desaliento, desesperación y. en caso patologico,
depresión grave.
•Miedo: ansiedad, aprensión, temor,
preocupación, consternación, inquietud,
desasosiego, incertidumbre, nerviosismo, angustia, susto, terror
y. en el caso de que sea psicopatológico, fobia y
pánico.
•Alegría: felicidad, gozo,
tranquilidad, contento, beatitud, deleite, diversión,
dignidad, placer sensual, estremecimiento, rapto,
gratificación, satisfacción, euforia, capricho,
éxtasis y. en caso extremo, manía.
•Amor: aceptación, cordialidad,
confianza, amabilidad, afinidad, devoción,
adoración, enamoramiento y agape.
•Sorpresa: sobresalto, asombro,
desconcierto, admiración.
•Aversión: desprecio, desdén,
displicencia, asco, antipatía, disgusto y
repugnancia.
•Vergüenza: culpa, perplejidad,
desazón, remordimiento, humillación, pesar y
aflicción.
No cabe duda de que esta lista no resuelve todos los
problemas que conlleva el intento de categorizar las emociones.
¿Qué ocurre, por ejemplo, con los celos, una
variante de la ira que también combina tristeza y miedo"?
¿Y qué sucede con las virtudes ,cuando la
esperanza, la fe, el valor, el perdón, la certeza y la
ecuanimidad, o con alguno de los vicios clásicos
(sentimientos como la duda, la autocomplacencia, la pereza, la
apatía o el aburrimiento)? La verdad es que en este
terreno no hay respuestas claras y el debate científico
sobre la clasificación de las emociones aún se
halla sobre el tapete.
La tesis que afirma la existencia de un puñado de
emociones centrales gira, en cierto modo, en torno al
descubrimiento realizado por Paul Ekman (de la Universidad de
California en San Francisco) de cuatro expresiones faciales
concretas (el miedo, la ira, la tristeza
y la alegría) que son reconocidas por personas de
culturas diversas procedentes de todo el mundo (incluyendo a los
pueblos preletrados supuestamente no contaminados por el cine y
la televisión), un hecho que parece sugerir su
universalidad.
Ekman mostró fotografías de rostros que
reflejaban expresiones técnicamente perfectas a personas
de culturas tan alejadas como los fore (una tribu aislada en las
remotas regiones montañosas de Nueva Guinea cuyo grado de
desarrollo se corresponde con el de la Edad de Piedra) y
descubrió que todos reconocían las mismas emociones
básicas. El primero, tal vez, en advertir la universalidad
de la expresión facial de las emociones fue Charles
Darwin, quien la consideró como una evidencia troquelada
por las fuerzas de la evolución en nuestro sistema
nervioso central.
En la búsqueda de estos principios
básicos, yo opino, como Ekman y tantos otros, en que
conviene pensar en las emociones en términos de familias o
dimensiones, y en considerar a las principales familias -la ira,
la tristeza, el miedo, la alegría, el amor, la vergtienza,
etcétera- como casos especialmente relevantes de los
infinitos matices de nuestra vida emocional. Cada una de estas
familias se agrupa en torno a un núcleo fundamental, a
partir del cual dimanan -a modo de olas- todas las otras
emociones derivadas de ella. En la primera de las olas se
encuentran los estados de ámimo que,
técnicamente hablando, son más variables y
perduran más tiempo que las emociones (es muy
extraño, por ejemplo, que uno esté airado durante
todo un día, pero no lo es tanto permanecer en un estado
de ánimo malhumorado e irritable desde el que
fácilmente se activen cortos arrebatos de ira).
Después de los estados de ánimo se hallan los
temperamentos, la tendencia a evocar una determinada
emoción o estado de ánimo que vuelve a la gente
especialmente melancólica, tímida o jovial. Y,
más allá todavía de esta
predisposición emocional, están los francos
desórdenes emocionales -como, por ejemplo, la
depresión clínica o la ansiedad irremisible- en los
que alguien se encuentra atrapado de continuo en un estado
negativo.
APÉNDICE B
PARTICULARIDADES DE LA MENTE EMOCIONAL
Sólo en los últimos años ha
aparecido un modelo científico de la mente emocional que
explica la forma en la que muchas de nuestras actividades pueden
estar controladas emocionalmente -cómo podemos ser tan
racionales en un determinado momento y tan irracionales al
momento siguiente- y también da cuenta de las razones y la
lógica particular de nuestras emociones. Tal vez las dos
mejores estimaciones llevadas a cabo sobre la mente emocional
sean las que han presentado independientemente Paul Ekman.jefe
del Human Interaction Laboratory de la Universidad de California,
San Francisco, y Seymour Epstein, un psicólogo
clínico de la Universidad de Massachusetts. Es cierto que
cada uno de ellos nos ofrece una evidencia científica
distinta, pero juntos nos proporcionan una enumeración
básica de las cualidades que distinguen a las
emociones de los otros aspectos de nuestra vida
mental.
Una respuesta rápida pero
tosca
La mente emocional es mucho más veloz que la
mente racional y se pone en funcionamiento sin detenerse ni un
instante a considerar lo que está haciendo. Su rapidez
hace imposible la reflexión analítica deliberada
que constituye el rasgo característico de la mente
pensante. Desde el punto de vista evolutivo, los organismos que
se detienen demasiado a reflexionar tienen menos probabilidades
de transmitir sus genes a su progenie y es muy posible que esta
velocidad estuviera ligada a las decisiones más
fundamentales como a qué prestar atención o. por
ejemplo, al enfrentarse a un animal a decisiones secundarias
como: «¿me lo comeré o él me
comerá a mí?».
Las acciones que brotan de la mente emocional conllevan
una fuerte sensación de certeza, un subproducto de la
forma simplificada de ver las cosas que deja absolutamente
perpleja a la mente racional. Cuando las cosas vuelven
después a su lugar -o incluso, a veces, a media respuesta-
nos descubrimos pensando «¿por qué he hecho
esto?», señal de que la mente racional está
comenzando a activarse con una velocidad mucho más lenta
que la de la mente emocional.
Dado que el tiempo transcurrido entre el estimulo que
despierta una emoción y la erupción de la misma
puede ser casi instantáneo, el mecanismo que valora la
percepción debe ser, aun hablando en términos de
tiempo cerebral -un tiempo que se mide en milisegundos-,
sumamente veloz. Esta valoración de la necesidad de actuar
debe ser automática y tan rápida que ni siquiera
entre en la conciencia vigia. Esta versión rápida y
tosca de respuesta emocional tiene lugar antes incluso de que
sepamos claramente qué está ocurriendo.
Esta modalidad rápida de percepción
sacrifica la exactitud a la velocidad, confiando en las primeras
impresiones y reaccionando a la imagen global o a sus aspectos
más sobresalientes.
Capta las cosas de una vez, como una totalidad, y
reacciona sin tomarse el tiempo necesario para llevar a cabo un
análisis completo. Los elementos vívidos pueden
determinar esa impresión, dejando de lado la
evaluación cuidadosa de los detalles. La gran ventaja es
que la mente emocional puede captar una realidad emocional
(él está enfadado conmigo, ella está
mintiendo, eso le entristece) en un instante, haciendo juicios
intuitivos inmediatos que nos dicen de quién debemos
cuidarnos, en quién debemos confiar o quién
está tenso. En este sentido, la mente emocional funciona
como una especie de radar que nos alerta de la proximidad de un
peligro. Si nosotros (o, mejor dicho, nuestros antepasados
evolutivos) hubiéramos esperado a que la mente racional
llevara a cabo algunos de estos juicios, no sólo nos
habríamos equivocado sino que podríamos estar
muertos. El inconveniente es que estas impresiones y juicios
intuitivos hechos en un abrir y cerrar de ojos pueden estar
equivocados o desencaminados.
Según Paul Ekman, esta velocidad, en la que las
emociones pueden apoderarse de nosotros antes de que seamos
plenamente conscientes de lo que está ocurriendo, cumple
con un papel esencialmente adaptativo: movilizarnos a responder
ante cuestiones urgentes sin perder el tiempo en ponderar si
debemos reaccionar o cómo tenemos que hacerlo. Usando el
sistema que ha desarrolIado para detectar emociones a
través de cambios sutiles en la expresión facial,
Ekman puede rastrear microemociones que cruzan el rostro en menos
de un segundo. Ekman y sus colaboradores han descubierto que la
expresión emocional comienza a poner de manifiesto cambios
en la musculatura facial pocos milisegundos después del
acontecimiento que desencadenó la reacción, y que
los cambios fisiológicos típicos de una determinada
emoción -como los cambios en el flujo sanguíneo y
el aumento del ritmo cardíaco- comienzan también al
cabo de unas pocas fracciones de segundo. Esta rapidez es
particularmente cierta en el caso de las emociones intensas como,
por ejemplo, el miedo a un ataque súbito.
Según Ekman, técnicamente hablando, el
tiempo que dura una emoción intensa es muy breve y cae
más dentro del orden de los segundos que de los minutos,
los días o las horas. En su opinión, sería
inadaptado que una emoción secuestrase al cerebro y al
cuerpo por un largo tiempo sin importar las circunstancias
cambiantes. Si las emociones provocadas por un determinado
acontecimiento siguieran dominándonos después de
que la situación hubiera pasado, sin importar lo que
estuviera ocurriendo a nuestro alrededor, nuestros sentimientos
constituirían una pobre guía para la acción.
Para que las emociones perduren, el desencadenante debe ser
sostenido, evocando así la emoción continuamente,
como ocurre, por ejemplo, cuando la pérdida de un ser
querido nos mantiene apesadumbrados. Cuando el sentimiento
persiste durante horas, suele hacerlo en forma muda, como estado
de ánimo. Los estados de ánimo ponen un determinado
tono afectivo pero no conforman tan intensamente nuestra forma de
percibir y de actuar como ocurre en el caso de la emoción
plena.
Primero los sentimientos, luego los
pensamientos
Debido al hecho de que la mente racional invierte algo
más de tiempo que la mente emocional en registrar y
responder a una determinada situación, el «primer
impulso» ante cualquier situación emocional procede
del corazón, no de la cabeza. Pero existe también
un segundo tipo de reacción emocional, más lenta
que la anterior, que se origina en nuestros pensamientos. Esta
segunda modalidad de activación de las emociones es
más deliberada y solemos ser muy conscientes de los
pensamientos que conducen a ella. En este tipo de reacción
emocional hay una valoración más amplia y nuestros
pensamientos -nuestra cognición- determinan el tipo de
emociones que se activarán. Una vez que llevamos a cabo
una valoración -«este taxista me está
engañando», o «este bebé es
adorable»- tiene lugar la respuesta emocional apropiada.
Este es el camino que siguen las emociones más complejas,
como, por ejemplo, el desconcierto o el miedo ante un examen, un
camino más lento que el anterior y que tarda segundos, o
incluso minutos, en desarrollarse.
En cambio, en la modalidad de respuesta rápida
los sentimientos parecen preceder o ser simultáneos a los
pensamientos.
Esta reacción emocional rápida asume el
poder en aquellas situaciones urgentes que tienen que ver con la
supervivencia porque ésta es precisamente su
función, movilizarnos para hacer frente inmediatamente a
una urgencia. Nuestros sentimientos más intensos son
reacciones involuntarias y nosotros no podemos decidir
cuándo tendrán lugar. «El amor
-escribió Stendhal- es como una fiebre que viene y se va
independientemente de nuestra voluntad.» Este tipo de
respuesta, que no sólo tiene que ver con el amor sino
también con nuestros enojos y nuestros miedos, no depende
de nuestra elección sino que es algo que nos sucede. Es
por ese motivo por lo que puede ofrecemos una coartada puesto
que, como afirma Ekman. «El hecho de que no podamos
elegir las emociones que tenemos» permite que las
personas justifiquen sus acciones diciendo que se encontraban a
merced de la emoción. Del mismo modo que existen caminos
rápidos y lentos a la emoción -uno a través
de la percepción inmediata y otro a través de la
intermediación del pensamiento reflexivo-, también
existen emociones que vienen porque uno las evoca. Un ejemplo de
esto lo constituye el sentimiento intencionalmente manipulado, el
repertorio del actor, como las lágrimas que llegan cuando
deliberadamente evocamos recuerdos tristes. Pero los actores son
simplemente más diestros que el resto de nosotros en el
uso intencional del segundo camino a la emoción (el
sentimiento que procede vía pensamiento). Y. si bien no
podemos saber qué emoción concreta activará
un determinado pensamiento, sí que podemos -y con
frecuencia así lo hacemos- decidir sobre qué
pensar. Del mismo modo que una fantasía sexual puede
llevamos a sensaciones sexuales, así también los
recuerdos felices nos alegran y los melancólicos nos
entristecen.
Pero la mente racional no suele decidir qué
emociones «debemos» tener, sino que, por el contrarlo
nuestros sentimientos nos asaltan como un fait accompli
(Hecho consumado. En francés en el original). Lo
único que la mente racional puede controlares el curso que
siguen estas reacciones. Con muy pocas excepciones, nosotros no
podemos decidir cuándo estar furíoso, ni tristes,
etcétera.
Una realidad simbólica
infantil
La lógica de la mente emocional es asociativa, es
decir, que considera a los elementos que simbolizan -o activan el
recuerdo- de una determinada realidad como si se tratara de esa
misma realidad. Ese es el motivo por el cual los símiles,
las metáforas y las imágenes hablan directamente a
la mente emocional, como ocurre en el caso de las artes
(las novelas, las películas, la poesía, la
canción, el teatro, la ópera. etcétera). Los
grandes maestros espirituales, como Buda y Jesús, por
ejemplo, han movilizado los corazones de sus discípulos
hablando en parábolas, fábulas y leyendas: el
lenguaje de la emoción. Ciertamente, los símbolos y
los rituales religiosos tienen poco sentido desde el punto de
vista racional, porque se expresan en el lenguaje del
corazón.
El concepto freudiano de «proceso primario»
explica muy bien la lógica del corazón -de la mente
emocional-, la lógica de la religión, de la
poesía, de la psicosis, de los niños, de los
sueños y de los mitos (como dijo Joseph Campbell,
«los sueños son mitos privados y los mitos son
sueños compartidos»). El proceso primario es la
clave que nos permite comprender obras como el Ulises de James
Joyce, en las que las asociaciones libres determinan el flujo
narrativo, un objeto simboliza otro, un sentimiento desplaza a
otro y se pone en su lugar y las totalidades se condensan en
partes. En ese proceso, el tiempo no existe ni tampoco existe la
ley de causa y efecto; de hecho, en el proceso primario el
«no» no existe sino que todo es posible. El
método psicoanalítico es, en parte, el arte de
descifrar y desvelar el significado de estas
sustituciones.
Si la mente emocional sigue esta lógica y este
tipo de reglas en las que un elemento significa otro, las cosas
no están necesariamente definidas por su identidad
objetiva, lo que realmente importa es cómo se perciben,
las cosas son lo que parecen y lo que algo nos recuerda puede ser
mucho más importante que lo que «es». En
realidad, en la mente emocional las identidades pueden
considerarse como hologramas, en el sentido de que una parte
evoca a la totalidad. Como señala Seymour Epstein,
mientras que la mente racional establece conexiones
lógicas entre causas y efectos, la mente emocional es
indiscriminatoria, y relaciona cosas que simplemente comparten
rasgos similares. En muchos sentidos, la mente emocional es
infantil, y cuanto más infantil, más intensa es la
emoción. Un ejemplo de este tipo es el pensamiento
categórico, en el que todo es blanco o negro, sin asomo
alguno de grises, como ocurre, por ejemplo, en el caso de alguien
que haya cometido una equivocación y a continuación
piense «yo siempre digo lo que no tengo que decir».
Otro signo de esta modalidad infantil es el pensamiento
personalizado, que percibe los hechos con un sesgo centrado en
uno mismo, como .Nuel conductor que, después del
accidente, explicaba que «el poste telefónico vino
directo hacia mí».
Esta modalidad infantil es autoconfirmante, un tipo de
pensamiento que elimina o ignora el recuerdo de hechos que
podrían socavar sus creencias y se centra en aquello que
las confirma. Las creencias de la mente racional son tentativas y
las nuevas evidencias pueden refutar una creencia y reemplazarla
por otra nueva porque el razonamiento opera apoyándose en
evidencias objetivas. La mente emocional, en cambio, toma a sus
creencias por la realidad absoluta y deja de lado toda evidencia
en sentido contrarío. Éste es el motivo por el cual
resulta tan difícil razonar con alguien que se encuentre
conmocionado emocionalmente, porque no importa la contundencia
lógica de los argumentos sí no se acomodan a la
convicción emocional del momento. Los sentimientos son
autojustificantes y se apoyan en un conjunto de percepciones y de
«pruebas» válidas exclusivamente para
sí.
El pasado se impone sobre el
presente
Cuando alguno de los rasgos de un suceso se asemeja a un
recuerdo del pasado cargado emocionalmente, la mente emocional
responde activando los sentimientos que acompañaron al
suceso en cuestión. En tal caso, la mente emocional
reacciona al momento presente como si se hallara en el pasado. El
problema es que, cuando la valoración es rápida y
automática, nosotros no comprendemos que lo que
sirvió en algún momento pasado tal vez no sirva ya
para el presente. Por ejemplo, alguien a quien las palizas
infantiles enseñaron a reaccionar con miedo a un
ceño fruncido tenderá, en una u otra medida, a
tener esta misma reacción cuando, siendo adulto, los
ceños fruncidos ya no supongan ninguna amenaza.
Si el sentimiento es intenso, las reacciones que se
desencadenan son evidentes, pero si, por el contrario, el
sentimiento es vago o difuso, es muy posible que no nos demos
cuenta de la reacción emocional que tiñe sutilmente
nuestra respuesta. Así pues, aunque pueda parecer que
nuestra reacción se deba exclusivamente a las
circunstancias del momento, nuestros pensamientos y nuestras
reacciones a este momento teñirán completamente
nuestra respuesta. Nuestra mente emocional se sirve de la mente
racional para sus propósitos, y así explicamos
nuestros sentimientos y nuestras reacciones -nuestras
racionalizaciones- justificándolas en términos del
momento presente sin comprender la influencia de la memoria
emocional. En este sentido, podemos no tener la menor idea de lo
que realmente está ocurriendo y, no obstante, tener la
convicción de saberlo perfectamente. En estos momentos,
la mente emocional ha secuestrado a la mente racional y la ha
puesto a su servicio.
Realidad especifica de estado
El funcionamiento de la mente emocional es, en gran
medida, específico de estado, es decir, que se halla
dictado por el sentimiento concreto prevalente en un determinado
momento. La forma en que pensamos y actuamos cuando estamos
enamorados es completamente distinta de la forma en que nos
comportamos cuando estamos furiosos o abatidos. En la
mecánica de la emoción, cada sentimiento tiene su
repertorio característico de pensamientos, reacciones e
incluso recuerdos, repertorios específicos de estado que
sobresalen más en los momentos de intensa
emoción.
Un signo de que tal repertorio está activo es la
memoria selectiva. Una parte de la respuesta de la mente ante una
situación emocional consiste en reorganizar los recuerdos
y las alternativas de acción de forma que las más
relevantes se hallen en la parte más importante de la
jerarquía y, en consecuencia, se actualice más
rápidamente. Y, como ya hemos visto, cada emoción
principal tiene su rúbrica biológica
característica, una pauta de cambios radicales que
implican al cuerpo cuando esta emoción llega a ser
preponderante y un único conjunto de señales que el
cuerpo emite automáticamente cuando se halla bajo su
control:
APÉNDICE C
LOS CIRCUITOS NEURALES DEL MIEDO
Las amígdalas son estructuras cerebrales
estrechamente ligadas al miedo. Cuando una extraña
enfermedad destruyó las amígdalas (pero no otras
estructuras cerebrales) de una paciente a quien los
neurólogos llaman «S.M.», el miedo
desapareció de su repertorio mental. A partir de entonces,
S.M. se convirtió en una persona incapaz de expresar el
miedo y de identificar la mirada de miedo en el rostro de los
demás. Como dijo un neurólogo: «si alguien le
apuntara a su cabeza con una pistola, S.M. podría saber
intelectualmente que tendría miedo, pero lo que no
podría es llegar a sentirlo del mismo modo que usted o que
yo».
Aunque los neurocientíficos hayan cartografiado
detalladamente los circuitos neuronales del miedo, la verdad es
que, en el estado actual, la investigación al respecto de
cualquiera de las emociones está en sus inicios. En
cualquier caso, la especial prominencia del miedo -tal vez la
emoción más sobresaliente para la evolución-
lo convierte en un ejemplo idóneo para comprender la
dinámica neural de la emoción. Obviamente,
también es cierto que, en los tiempos modernos, el miedo
generalizado se ha convertido en la ruina de la vida cotidiana,
arrojándonos al nerviosismo, a la angustia y a una amplia
variedad de preocupaciones o-en los casos patológicos- a
los ataques de pánico, a las fobias o a los trastornos
obsesivo-compulsivos.
Supongamos que una noche está leyendo
tranquilamente un libro en su hogar cuando de repente oye un
ruido en otra habitación.
Lo que ocurre a partir de ese momento en su cerebro nos
permite vislumbrar los circuitos neurales del miedo y el papel
que desempeñan las amígdalas como sistema de
alarma. El primer circuito cerebral implicado se limita a
traducir las ondas físicas de ese sonido al lenguaje del
cerebro para ponerle en estado de alerta. Este circuito va desde
el oído hasta el tallo encefálico y el
tálamo. A partir de ahí se ramifica en dos partes:
una de ellas se dirige a las amígdalas y al cercano
hipocampo, y la otra, más larga, conduce hasta el
córtex auditivo -situado en el lóbulo temporal-,
donde se clasifican y comprenden los sonidos.
El hipocampo -una región clave para el almacenaje
de la memoria- compara rápidamente este
«ruido» con otros sonidos similares que usted pueda
haber escuchado, tratando de descubrir si se trata de un sonido
familiar (¿es un «ruido»
reconocible?).
Mientras tanto, el córtex auditivo está
realizando un análisis mas preciso del sonido intentando
comprender su origen ¿acaso es el gato?, ¿la
ventana sacudida por el viento"?, ¿un ladrón"?
Luego, el córtex auditivo propone una hipótesis
-tal vez el gato ha tirado la lámpara de la mesita, aunque
también pudiera tratarse de un ladrón- y
envía este mensaje a las amígdalas y al hipocampo
quienes rápidamente lo comparan con recuerdos semejantes-.
Si la conclusión es tranquilizadora (no es más que
el ruido de la ventana movida por el viento), el estado de alerta
general se paraliza. Pero si, por el contrario, la
conclusión es dudosa, se pone en marcha otro bucle
resonante entre las amígdalas, el hipocampo y los
lóbulos prefrontales, elevando más la incertidumbre
y fijando su atención para tratar de identificar la fuente
del ruido. Y en el caso de que este análisis más
preciso tampoco llegue a proporcionarle ninguna respuesta
satisfactoria, las amígdalas lanzan una señal de
alarma que activa el hipocampo, el tallo cerebral y el sistema
nervioso autónomo.
En estos momentos de miedo y ansiedad resulta evidente
la extraordinaria arquitectura de las amígdalas como
sistema central de alarma. Al igual que ocurre con aquellos
sistemas de seguridad que se encargan de avisar a la
policía, a los bomberos y a los vecinos en caso de alarma,
los diversos grupos de neuronas que componen las amígdalas
están diseñados para liberar determinados
neurotransmisores.
Cada una de las distintas partes de la amígdala
recibe diferente tipo de información. A su núcleo
lateral, por ejemplo, llegan proyecciones procedentes del
tálamo y del córtex visual y auditivo. Los olores,
por su parte, llegan, después de pasar por el bulbo
olfativo, al área corticomedial de la amígdala,
mientras que los sabores y los mensajes viscerales llegan a su
región central.
De este modo, la recepción de todo tipo de
señales convierte a la amígdala en un centinela que
escudriña continuamente toda experiencia
sensorial.
Las señales procedentes de la amígdala
también se proyectan a diversas partes del cerebro. Por
ejemplo, la rama procedente de las áreas central y medial
se dirige a la región del hipotálamo encargada de
segregar una substancia que activa la respuesta de urgencia
corporal -la hormona corticotrópica (HCT) – que, a
través de la liberación de otras hormonas, moviliza
la reacción de lucha o huida. Por su parte, el área
basal de la amígdala, envía ramificaciones al
cuerpo estriado, que está relacionado con las regiones
cerebrales encargadas del movimiento. Otras ramificaciones
neuronales de la amígdala envían señales a
través del núcleo central hasta la médula y,
desde ella, al sistema nervioso autónomo, activando una
amplia variedad de respuestas en el sistema cardiovascular, los
músculos y los intestinos.
Otras ramificaciones procedentes del área
basolateral de la amígdala, se dirigen al córtex
cingulado y a otras fibras que regulan la musculatura
esquelética. Son estas células, precisamente, las
que hacen gruñir a un perro o arquean la espalda de un
gato cuando estos animales se ven amenazados por la presencia de
un intruso en su territorio. En los seres humanos, estos mismos
circuitos son los encargados de tensar la musculatura de las
cuerdas vocales responsables del tono de voz agudo propio de
quien está muerto de miedo.
Hay otro camino que conduce desde la amígdala
hasta el locas cera leus -una estructura ubicada en el
tallo encefálico- que, a su vez, manufactura noradrenalina
(también llamada «norepínefrina») y la
dispersa por todo el cerebro. El efecto neto de la noradrenalina
aumenta la reactividad global de las áreas cerebrales que
la reciben, sensibilizando los circuitos sensoriales. La
noradrenalina baña el córtex, el tallo
encefálico y el mismo sistema límbico, poniendo al
cerebro en estado de alerta. En tales condiciones, hasta el
más común de los crujidos de la casa puede hacerle
temblar de miedo. La mayor parte de estos cambios tienen lugar de
modo inconsciente, de modo que uno todavía no sabe
siquiera que experimenta miedo.
Pero a medida en que usted realmente comienza a sentir
miedo, es decir, en la medida que la ansiedad inconsciente
penetra en la conciencia, la amígdala dirige una respuesta
de amplio espectro. En este sentido, ordena a ciertas
células del tallo encefálico que esculpan una
expresión de miedo en su rostro -que levante sus cejas,
por ejemplo-, inmovilizando simultáneamente otros
músculos que no tengan que ver con esa emoción, que
aumente su ritmo cardiaco y su tensión sanguínea y
enlentezca su respiración (lo primero que usted
advertirá cuando sienta miedo es que súbitamente
retiene la respiración para escuchar con más
claridad aquello que le atemoriza). Esta es sólo una parte
del amplio y coordinado conjunto de cambios orquestados por la
amígdala y otras áreas ligadas a ella cuando asumen
la dirección en caso de crisis.
Mientras tanto, la amígdala -y el hipocampo
ligado a ella- ordena a las células que envíen
neurotransmisores clave, por ejemplo, para liberar dopamina que
lleva a concentrar la atención sobre la fuente de su miedo
-el sonido extraño- y predispone a los músculos a
reaccionar en consecuencia. Al mismo tiempo, la amígdala
activa las áreas sensoriales de la visión,
asegurándose de que los ojos enfocan lo que es más
importante para la urgencia presente. Simultáneamente se
reorganizan los sistemas de la memoria cortical para que el
conocimiento y los recuerdos más relevantes para la
urgencia emocional se recuerden más rápidamente y
prevalezcan sobre otras vertientes del pensamiento menos
relevantes.
Una vez que estas señales han sido enviadas,
usted se halla atrapado por el miedo: se torna consciente de la
tensión característica de su abdomen, su
corazón acelerado, la tensión de los
músculos que rodean su cuello y sus hombros o el temblor
de sus extremidades, su cuerpo inmóvil, mientras aplica
toda su atención a escuchar cualquier sonido nuevo y su
mente se dispara al acecho de posibles peligros y formas de
respuesta. Toda esta secuencia -desde la sorpresa a la
incertidumbre, la aprensión y el miedo- puede desplegarse
a lo largo de un proceso que dura aproximadamente un
segundo.
(Para más información a este respecto, ver
Jerome Kagan, Galen Prophecy. New York: Basic Books,
1994.)
APÉNDICE D
EL CONSORCIO W.T. GRANT.
LOS COMPONENTES ACTIVOS DE LOS PROGRAMAS DE
PREVENCIÓN
Los componentes fundamentales de los programas realmente
eficaces son los siguientes:
HABILIDADES EMOCIONALES
•Identificar y etiquetar sentimientos.
•Expresar los sentimientos.
•Evaluar la intensidad de los
sentimientos.
•Controlar los sentimientos.
•Demorar la gratificación.
•Controlar los impulsos.
•Reducir el estrés.
•Conocer la diferencia entre los sentimientos y las
acciones.
HABILIDADES COGNITIVAS
•Hablar con uno mismo: mantener un
«diálogo interno» como forma de afrontar un
tema, u oponerse o reforzar la propia conducta.
•Saber leer e interpretar indicadores sociales:
reconocer, por ejemplo, las influencias sociales sobre la
conducta y verse a uno mismo bajo la perspectiva más
amplia de la comunidad.
•Dividir en pasos el proceso de toma de decisiones
y de resolución de problemas: por ejemplo, dominar los
impulsos, establecer objetivos, determinar acciones alternativas,
anticipar consecuencias, etcétera.
•Comprender el punto de vista de los
demás.
•Comprender las normas de conducta (lo que es y lo
que no es una conducta aceptable).
•Mantener una actitud positiva ante la
vida.
•Conciencia de uno mismo: por ejemplo, desarrollar
esperanzas realistas sobre uno mismo.
HABILIDADES DE CONDUCTA
•No verbales: comunícarse a través
del contacto visual, la expresión facial, el tono de voz,
los gestos, etcétera.
•Verbales: enviar mensajes claros, responder
eficazmente a la crítica, resistir las iniluencias
negativas, escuchar a los demás, participar en grupos de
compañeros positivos.
Fuente; W.T. Grant Consortium of ihe School-Based
Promotion of Social Competence, Drug and Alcohol Prevention
Curriculum,en J. David Hawkins eal., Coinmunities Thot Cote San
Francisco; Josscy-Bass. 1992.
APÉNDICE E
EL CURRICULUM DE SELF SCIENCE
Principales componentes:
•Conciencia de uno mismo: observarse a
sí mismo y reconocer sus propios sentimientos; elaborar un
vocabulario de los sentimientos; conocer las relaciones
existentes entre los pensamientos, los sentimientos y las
reacciones.
•Toma de decisiones personales: examinar las
propias acciones y conocer sus consecuencias; saber si una
determinada decisión está gobernada por el
pensamiento o por el sentimiento; aplicar esta comprensión
a temas tales como el sexo y las drogas.
•Dominar los sentimientos: «charlar
con uno mismo» para comprender los mensajes negativos, como
las valoraciones negativas de uno mismo; comprender lo que se
halla detrás de un determinado sentimiento (por ejemplo,
el dolor que subyace a la ira); buscar formas de manejar el
miedo, la ansiedad, la ira y la tristeza).
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