Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 11)
Hoy en día, a la primera de ellas le
diagnosticaría una anorexia y a la otra una bulimia, pero,
en aquellos años, los clínicos sólo estaban
empezando a hablar de estos problemas y ni siquiera
existían estas etiquetas. Hilda Bruch, una pionera de este
movimiento, publicó su primer artículo sobre los
trastornos de la conducta alimentaria en 1969. Bruch, que se
hallaba desconcertada por los casos de mujeres cuya dieta las
llevaba al borde de la muerte, propuso que una de las causas de
este problema radica en la incapacidad de estas mujeres para
identificar y responder adecuadamente a sus demandas corporales y
especialmente, por supuesto, a la sensación de hambre.
Desde entonces, la literatura clínica sobre los trastornos
de la conducta alimentaria ha proliferado como las setas y ha
aparecido multitud de teorías que tratan de explicar sus
posibles causas. Estas causas van desde las chicas que se quieren
mantener eternamente jóvenes y se sienten obligadas a
luchar infatigablemente para lograr un modelo inalcanzable de
belleza femenina, hasta las madres posesivas que terminan
enredando a sus hijas en una trama autoritaria de culpabilidad y
verguenza.
Pero la mayor parte de estas hipótesis
adolecían de la gran desventaja de ser extrapolaciones
hechas según observaciones efectuadas durante la terapia.
Desde un punto de visto científico es mucho más
aconsejable llevar a cabo investigaciones sobre grandes grupos
durante varios años para determinar quiénes
terminan superando el problema. Sólo este tipo de
investigación podrá ayudarnos a determinar con
exactitud las variables que favorecen la aparición del
problema y diferenciarlas de aquellas otras condiciones que, si
bien parecen relacionadas, no tienen una incidencia directa sobre
él.
Un estudio de este tipo llevado a cabo con más de
novecientas muchachas que se hallaban entre el séptimo y
el décimo curso puso de manifiesto la existencia de serias
deficiencias emocionales (como, por ejemplo, la
incapacidad de dominar y expresar los sentimientos
desagradables). Sesenta y una chicas de décimo curso de un
instituto de las afueras de Minneapolis presentaban ya graves
síntomas de anorexia y bulimia. Cuanto mayor era la
gravedad del trastorno, más desbordantes eran los
sentimientos negativos con que las chicas reaccionaban a los
contratiempos, dificultades y problemas que la vida les
presentaba y menor era también su conciencia de sus
verdaderos sentimientos.
Y la combinación de estas dos tendencias
emocionales con el rechazo hacia el propio cuerpo, daba como
resultado la anorexia o la bulimia. Esa investigación
también descubrió que los padres autoritarios no
desempeñan un papel decisivo en la etiología de los
trastornos de la conducta alimentaria. Como la misma Bruch
había advertido, las teorías explicativas basadas
en la percepción o comprensión a posteriori (como.
por ejemplo, que los padres pueden llegar fácilmente a ser
posesivos como respuesta a sus desesperados intentos por
controlar a una hija que padece un trastorno alimenticio) son
probablemente inadecuadas. Las explicaciones más
populares, como el miedo a la sexualidad, el inicio precoz de la
pubertad o la baja autoestima también demostraron carecer
de todo fundamento.
Esta investigación demostró que el
principal desencadenante de este trastorno radica en una sociedad
obsesionada por un modelo ideal de belleza antinaturalmente
delgado. Mucho antes del inicio de la adolescencia, las chicas ya
comienzan a conceder importancia a su peso. Por ejemplo, una
niña de seis años rompió a llorar cuando su
madre le dijo que el bañador la hacía parecer gorda
cuando, en opinión del pediatra que presenta el caso, el
peso de la niña era normal para su estatura» Un
estudio realizado con adolescentes descubrió que el 50% de
ellas creían que estaban demasiado gruesas, a pesar de que
la inmensa mayoría tenía un peso completamente
normal. No obstante, el estudio de Minneapolis también
demostró que la obsesión por el peso no basta para
explicar por qué ciertas chicas desarrollan este tipo de
problemas alimenticios.
Muchas personas obesas son incapaces de expresar la
diferencia que existe entre tener miedo, estar hambriento o
sentirse enfadado e interpretan confusamente todos estos
sentimientos como si estuvieran relacionados con el hambre, una
situación que las lleva a comer compulsivamente cada vez
que se sienten preocupadasi Y algo similar parece estar
ocurriéndoles a las muchachas que padecen trastornos de la
conducta alimentaria. Gloria Leon, la psicóloga de la
Universivad de Minnesota que llevó a cabo este estudio,
observó que: «estas muchachas manifiestan una
conciencia muy pobre de sus sentimientos y de los mensajes de su
cuerpo, lo cual constituye un predictor claro de
que, en el curso de los dos años posteriores,
desarrollarán alguno de estos desórdenes. La
mayoría de los niños aprenden a disíinguir
entre sus sensaciones y son capaces de discernir si están
aburridos, enfadados, deprimidos o hambrientos, una habilidad que
forma parte del aprendizaje emocional básico. Pero estas
muchachas tienen dificultades para saber qué es lo que
realmente sienten. De este modo, cuando, por ejemplo, tienen un
problema con su novio, no saben si están enfadadas,
ansiosas o deprimidas, lo único que experimentan es una
difusa tormenta emocional con la que no saben cómo
relacionarse y tratan de superarla comiendo, algo que puede
llegar a convertirse en un hábito muy
arraigado».
Cuando esta forma de tranquilizarse choca con las
presiones que sufren las chicas para mantenerse delgadas, queda
expedito el camino para el desarrollo de algún tipo de
trastorno alimentario.
Como observa Leon: «al comienzo, la muchacha puede
empezar a comer vorazmente, pero si quiere mantenerse delgada
tiene que tratar de provocarse el vómito, tomar laxantes o
realizar un intenso esfuerzo físico que la libre del
exceso de peso. Otra de las modalidades utilizadas para controlar
la confusión emocional puede ser la de no comer en
absoluto, ya que esto parece proporcionarle un mínimo
control sobre los sentimientos angustiantes».
Cuando estas chicas, que combinan una escasa conciencia
de si mismas con una habilidad social empobrecida, se sienten
alteradas, son incapaces de calmar su sensación de
angustia. En tal caso, los problemas con los padres o los amigos
disparan el trastorno alimenticio, ya sea éste la bulimia,
la anorexia o simplemente la voracidad compulsiva. En
opinión de Leon, el tratamiento eficaz de esta clase de
chicas debería incluir algún tipo de adiestramiento
en las habilidades emocionales de las que carecen. Según
me dijo Leon: «los clínicos han constatado que la
terapia funciona mejor cuando presta atención a estas
deficiencias. Estas muchachas deben aprender a identificar sus
sentimientos, a tranquilizarse y a orientar más
adecuadamente sus relaciones sin abandonarse a sus irregulares
hábitos alimenticios.»
LOS SOLITARIOS Y LOS MARGINADOS
Fue un pequeño drama de la escuela primaria. Ben,
un alumno de cuarto curso con muy pocos amigos, acababa de
oír decir a su companero Jason que no iban a jugar juntos
durante la hora de la comida porque quería jugar con otro
niño llamado Chad. Ben, entonces, se derrumbó,
escondió la cabeza entre las manos y se puso a llorar. Al
cabo de un rato se dirigió a la mesa en la que Jason y
Chad estaban comiendo y dijo:
-¡Te odio!
-¿Por qué? -preguntó
éste.
-Porque me has mentido -respondió Ben en tono
acusatorio-. Toda la semana has estado diciendo que hoy
jugarías conmigo y me has engañado.
Luego Ben se alejó visiblemente enfadado a su
mesa vacía y empezó a sollozar en silencio. Jason y
Chad se dirigieron entonces hacia él y trataron de
hablarle, pero Ben se tapó los oídos
ignorándoles y salió corriendo del comedor para
esconderse detrás de un contenedor de basura. Un grupo de
chicas que había presenciado el diálogo
trató entonces de mediar en la disputa y le dijeron que
Jason quería jugar con él. Pero Ben tampoco quiso
escucharías y les respondió que le dejaran solo.
Luego siguió alimentando su resentimiento,
acompañado tan sólo de su llanto.
Una situación desoladora, ¿qué duda
cabe? La sensación de sentírse rechazado y falto de
la amistad de los demás es algo con lo que todos debemos
enfrentarnos en algún momento de nuestra infancia o de
nuestra adolescencia. Pero lo que resulta más llamativo en
el caso de Ben es su ineptitud para responder a todos los
intentos realizados por Jason para corregir su error, una actitud
que sólo contribuyó a prolongar su malestar. Esta
incapacidad para comprender ciertos mensajes clave resulta muy
común en los niños impopulares. Como vimos en el
capitulo 8, los niños socialmente rechazados suelen tener
dificultades para registrar los mensajes emocionales y sociales
y, en el caso de que lleguen a percibirlos, muestran un
repertorio de respuestas sumamente restringido.
Uno de los riesgos principales que corren los
niños socialmente rechazados es la posibilidad de
abandonar la escuela. El promedio de abandono escolar entre los
niños rechazados por sus compañeros es entre dos y
ocho veces superior al de los niños populares. Por
ejemplo, un estudio puso de manifiesto que aproximadamente el 25%
de los niños impopulares en la escuela primaria abandonan
sus estudios antes de terminar el instituto, cuando el promedio
general es del ~ lo cual no resulta sorprendente dada la
dificultad que puede suponer permanecer treinta horas semanales
en un lugar en el que no le caemos simpático a
nadie.
Hay dos tendencias emocionales que pueden contribuir a
que los niños terminen marginándose socialmente.
Una de ellas, como ya hemos visto, es la propensión a
los arrebatos de cólera y a percibir hostilidad donde
no la hay, y la otra consiste en mostrarse excesivamente
tímido, ansioso y vergonzoso. Pero también
tenemos que decir que, por encima de estos factores
temperamentales, los niños que más tienden a ser
relegados -aquéllos cuya reiterada terquedad hace sentirse
incómodos a los demás- son los niños
«desconectados».
Una de las formas en que estos niños se muestran
«desconectados» es a través de las
señales emocionales que emiten al mundo exterior. Por
ejemplo, un estudio demostró que los niños con
pocos amigos no sabían emparejar una emoción -como
el disgusto o el rechazo, por ejemplo- con un determinado
rostro.
Cuando se preguntó a los niños de una
guardería por la forma en que hacían nuevos amigos
o evitaban las peleas, fueron nuevamente los niños
impopulares -aquéllos con los que los demás no
querían jugar- quienes ofrecieron las respuestas
más inapropiadas (la respuesta más habitual de
estos niños, por ejemplo, en el caso de que desearan el
mismo juguete que uno de sus compañeros era la de
empujarles o la de buscar la ayuda de un adulto). Y cuando se
pidió a varios niños de edad más avanzada
que escenificaran la tristeza, el enfado o la desconfianza,
fueron también los más impopulares quienes llevaron
a cabo las representaciones menos convincentes. No resulta, pues,
sorprendente que estos niños se sientan incapaces de hacer
amigos y que su incompetencia social termine
convirtiéndose en una profecía autocumplida. En
lugar de aprender nuevas estrategias de aproximación a los
demás, estos niños se limitan a repetir una y otra
vez pautas que no funcionaron en el pasado o ensayan otras nuevas
más torpes aún si cabe.
Estos niños manifiestan un escaso criterio
emocional y no se les considera una compañía
agradable ni saben qué hacer para que los demás se
encuentren a gusto con ellos. Por ejemplo, la observación
del juego de estos niños impopulares demostró una
mayor tendencia que el resto a hacer trampas, enfadarse y dejar
de jugar cuando perdían, o jactarse y fanfarronear cuando
ocurría lo contrario. Está claro que todos los
niños quieren ganar, pero la mayor parte de ellos son
capaces de refrenar sus reacciones emocionales de modo que no
afecten a la relación con sus compañeros de
juego.
Pero aunque los niños emocionalmente sordos -los
niños que tienen dificultades para registrar y responder a
las emociones– suelen convertirse en marginados sociales, existen
muchos otros niños que atraviesan por períodos
transitorios de rechazo que no terminan abocándoles a un
horizonte tan sombrío. En cualquier caso, el desolador
estatus que acompaña a quienes son objeto del rechazo
constante durante los años de escuela se agudiza con el
paso del tiempo, incrementando así su grado de
marginación social. Hay que tener en cuenta que es en el
crisol de la amistad y en el bullicio del juego en donde se
forjan las habilidades emocionales y sociales que condicionan las
relaciones que el ser humano sostiene a lo largo de toda su vida.
Es evidente, pues, que los niños que son excluidos de este
ámbito de aprendizaje no cuentan con las mismas
posibilidades que los demás.
Es comprensible que los niños rechazados
experimenten miedo y ansiedad y se sientan deprimidos y aislados
De hecho, el grado de popularidad de los niños de tercer
curso ha demostrado ser un mejor predictor de los problemas de
salud mental que pueden presentar alrededor de los dieciocho
años que cualquier otro dato, como las calificaciones
escolares, el rendimiento académico, el CI e incluso los
resultados de los test psicológicos, como ya hemos visto
anteriormente, los niños que tienen pocos amigos terminan
convirtiéndose en solitarios crónicos que, de
mayores, correrán más riesgos de contraer
determinadas enfermedades y de sufrir una muerte
anticipada.
Como afirma el psicoanalista Harry Stack Sullivan, las
relaciones tempranas que sostenemos con nuestros mejores amigos
del mismo sexo nos ensenan a navegar en el mundo de las
relaciones íntimas (a dirimir las diferencias y a
compartir nuestros sentimientos más profundos). Pero los
niños rechazados disponen de muchas menos ocasiones que
sus compañeros para poder entablar una amistad
íntima en los años de la escuela primaria perdiendo
así una oportunidad crucial para su desarrollo emocional.
En este sentido, tener un amigo -aunque sólo sea uno e
iincluso aunque esa amistad no sea muy sólida- puede
suponer, a la larga, una extraordinaria diferencia.
EL APRENDIZAJE DE LA AMISTAD
Pero existe una puerta abierta a la esperanza para los
niños rechazados. Steven Asher, psicólogo de la
Universidad de Illinois, ha diseñado un programa de
«adiestramiento para la amistad» destinado a los
niños impopulares que ha tenido cierto éxito. La
investigación realizada por Asher comenzó
identificando a los alumnos de tercer y cuarto curso que menos
atractivos resultaban para sus compañeros de clase. Luego
organizó seis sesiones para enseñarles el modo de
inducirles a «una participación más agradable
en los juegos», enseñándoles a ser
«más amistosos, divertidos y
simpáticos». Para evitar cualquier tipo de
estigmatización, Asher les dijo que iban a actuar en
calidad de «consejeros» del entrenador, quien estaba
tratando de averiguar las cosas que hacían más
atractiva la participación de los niños en los
juegos.
Los niños fueron entrenados a comportarse del
mismo modo que Asher consideraba característico de los
más populares. También se les alentaba a tratar de
encontrar soluciones alternativas (en lugar de recurrir
exclusivamente a las peleas) si tenían problemas con las
reglas del juego; a comunicarse con los demás y a hacerles
preguntas mientras estaban jugando; a escuchar y observar a los
otros niños para averiguar cómo se sentían;
a decir algo agradable cuando los demás hacían algo
bien; y a sonreír y a brindar su colaboración, sus
propuestas y su aliento. Los niños debían poner en
práctica estas reglas básicas de cortesía
mientras jugaban con un compañero de clase y se les
adiestraba a comentar después sus experiencias durante el
juego. El efecto de este cursillo de relaciones sociales fue
considerablemente positivo.
Un año después, los niños que
habían participado en este entrenamiento -niños
que, recordémoslo, fueron seleccionados por que eran los
que menos simpatías despertaban entre sus
compañeros- gozaban de una posición notablemente
más popular. Hay que decir también que ninguno de
ellos destacaba por su brillantez social, pero lo cierto es que
habían dejado de engrosar las filas de los niños
rechazados.
A similares conclusiones ha llegado Stephen Nowicki,
psicólogo de la Universidad de Emoryi. Nowicki ha
concebido también un programa destinado a adiestrar a los
niños marginados en la mejora de su capacidad para
interpretar y responder adecuadamente a los sentimientos de los
demás. Este programa comienza con la grabación en
video de los niños tratando de expresar emociones como,
por ejemplo, la tristeza o la alegría y luego se completa
con un adiestramiento que les ayuda a mejorar su expresividad.
Finalmente, llevan a la práctica su nueva habilidad con
algún otro niño con quien deseen entablar
amistad.
Entre el 50 y el 60% de los niños rechazados que
han participado en este tipo de programas han logrado mejorar su
grado de aceptación. En la actualidad, estos programas
parecen funcionar mejor con alumnos de tercer y cuarto curso que
con niños de grados superiores, y parecen también
más adecuados para los niños socialmente ineptos
que para los niños agresivos pero, en mi opinión,
todo es cuestión de puesta a punto. En cualquier caso, el
hecho de que casi todos los niños rechazados puedan volver
a formar parte del círculo de la amistad con un
mínimo adiestramiento emocional constituye un claro signo
de esperanza.
EL ALCOHOL Y LAS DROGAS: LA ADICCION COMO
AUTOMEDICAClÓN
Los estudiantes del campus universitario local lo
llamaban «beber hasta quedarse en blanco», es decir,
ingerir dosis masivas de cerveza hasta llegar a perder el
conocimiento. Una de las técnicas más utilizadas
consistía en insertar un embudo en una manguera de modo
que, a través de ésta, pueda verterse en menos de
diez segundos una jarra entera de cerveza. Pero no debemos
considerar que este procedimiento constituya una rareza aislada,
porque una encuesta mostró que aproximadamente el 40% de
los estudiantes universitarios varones son capaces de ingerir un
mínimo de siete bebidas alcohólicas de una sentada
y el 11% se consideran a sí mismos «bebedores
resistentes», otra forma de denominar, en suma, al
alcoholismo. En la actualidad, el 50% de universitarios varones y
el 40% de las universitarias se emborrachaban al menos un par de
veces al mes. Aunque en los Estados Unidos el uso de las drogas
entre la ventud disminuyó durante la década de los
ochenta, es cada vez mayor el consumo de alcohol a edades
más precoces. Un estudio llevado a cabo en 1993
reveló que el 33% de las estudiantes universitarias
admitían que bebían para emborracharse, frente a un
porcentaje del 10% en 1977. En términos generales, uno de
cada tres estudiantes bebe con la intención de
embriagarse. Esta situación comporta, a su vez, otro tipo
de riesgos, puesto que el 90% del total de violaciones
denunciadas en los campus universitarios tuvieron lugar
después de que la víctima o el agresor -o ambos a
la vez- hubieran estado bebiendo. Por último, los
accidentes relacionados con el alcohol son la principal causa de
mortalidad entre los jóvenes de edad comprendida entre los
quince y los veinticuatro años.
La experimentación con el alcohol y las drogas
parece ser un rito de pasaje para los adolescentes pero, en
algunos casos, esta primera toma de contacto puede llegar a tener
efectos permanentes. En este sentido podríamos decir que
el origen de la adicción de la mayoría de los
alcohólicos y demás toxicómanos se remonta a
la edad de diez años, aunque pocos de los que han
experimentado con el alcohol y las drogas terminan
convirtiéndose en alcohólicos o toxicómanos.
Por ejemplo, más del 90% de los alumnos que concluyen la
enseñanza secundaria ya han probado el alcohol, pero
sólo el 14% de ellos llegan a transformarse en
alcohólicos. Del mismo modo, sólo un porcentaje
inferior al 5% de los millones de norteamericanos que han probado
la cocaína se han convertido en adictos.
¿Qué es, pues, lo que determina la diferencia entre
uno y otro caso?
Quienes habitan en un barrio con un alto índice
de delincuencia, en donde se vende crack a la vuelta de la
esquina y el traficante de drogas es el ejemplo local más
destacado del éxito económico, están
más expuestos al abuso de estas substancias.
Algunos pueden llegar a hacerse adictos
convirtiéndose en camellos ocasionales, otros simplemente
debido a su facilidad de acceso o a una subcultura miope que
mitifica el uso de las drogas; un factor este último que
aumenta el riesgo del abuso de drogas en cualquier entorno,
incluso -y quizás especialmente- entre los muchachos
más acomodados económicamente. Pero todo ello no
responde a la cuestión de cuáles son los chicos que
se hallan más expuestos a este tipo de trampas y
presiones. ¿Quiénes van a tener simplemente una
experiencia ocasional y quiénes por el contrario, son
más propensos, a convertirlo en un hábito
permanente?
Una teoría científica al uso afirma que
las personas que dependen del alcohol y de las drogas
están utilizando esas sustancias como una especie de
medicación que les ayuda a mitigar su ansiedad, su
enojo y su depresión, puesto que les permiten calmar
químicamente la ansiedad y la insatisfacción que
les atormentan. En un seguimiento efectuado sobre varios cientos
de estudiantes de séptimo y octavo curso a lo largo de un
par de años, quienes acusaron mayores niveles de angustia
emocional mostraron posteriormente las tasas mas elevadas de
abuso de drogas. Esto también podría explicar por
qué hay tantos jóvenes que prueban el alcohol y las
drogas sin llegar a convertirse en adictos, mientras que otros se
hacen dependientes casi desde el mismo comienzo. Así pues,
las personas más vulnerables a la adicción parecen
encontrar en las drogas y el alcohol una especie de varita
mágica que les ayuda a sosegar las emociones que les han
estado atormentando durante muchos años.
Como señala Ralph Tarter, psicólogo del
Western Psychiatric Institute and Clinie, de Pittsburgh:
«hay personas que parecen biológicamente
predispuestas y cuya primera toma de contacto con la droga es tan
recompensante que los demás no podemos ni siquiera llegar
a sospechar. Muchas personas que han logrado recuperarse del
abuso de drogas me han confesado que, cuando la tomaron, se
sintieron normales por primera vez en la vida. Así pues,
al menos a corto plazo, la droga actúa como una especie
de estabilizador psicológico». Y en esto se
basa, por supuesto, la principal tentación a la que
recurre el demonio de la adicción, ya que es capaz de
provocar una sensación de bienestar a corto plazo, aunque,
a la larga, termine abocando al desastre permanente.
También existen ciertas pautas emocionales que
parecen determinar que las personas tiendan a encontrar consuelo
emocional en unas substancias más que en otras. Hay, por
ejemplo, dos caminos diferentes que conducen al alcoholismo. El
primero de ellos se inicia cuando una persona que ha tenido una
infancia llena de tensión y ansiedad descubre -por
lo general en la adolescencia- que el alcohol le permite mitigar
la sensación de ansiedad.
Es frecuente que estas personas -generalmente varones-
sean, a su vez, hijos de alcohólicos que también
recurren a la bebida para tratar de calmar su nerviosismo. Uno de
los indicadores biológicos de esta pauta es la
hiposecreción de GABA, uno de los neurotransmisores que
regulan la ansiedad. Cuanto menor es el nivel de GABA, mayor es
el índice de tensión que experimenta el individuo.
Cierto estudio puso de manifiesto cíue los hijos de padres
alcohólicos presentan un bajo nivel de GABA y, en
consecuencia, son sumamente ansiosos. Pero cuando estas personas
ingieren alcohol, su nivel de GABA aumenta en la misma
proporción en que disminuye su sensación de
ansiedad. Los hijos de alcohólicos, pues, beben
principalmente para aliviar la tensión y descubren en el
alcohol una sensación de liberación que no saben
conseguir de otro modo. Este tipo de personas es asimismo muy
vulnerable al abuso de sedantes combinados con el alcohol, que
también potencian el descenso del nivel de
ansiedad.
Un estudio neuropsicológico llevado a cabo con
hijos de alcohólicos que a la temprana edad de doce
años evidenciaban ya claros síntomas de ansiedad
(como un marcado aumento del ritmo cardiaco en respuesta al
estrés o una elevada impulsividad) demostró que
estos niños presentaban un pobre funcionamiento del
lóbulo frontal. Esto significa que pueden confiar menos
que otros chicos en aquellas áreas cerebrales que
podrían ayudarles a paliar la ansiedad o a controlar la
impulsividad. Y, dado que los lóbulos prefrontales
también afectan al funcionamiento de la memoria
-permitiendo, por ejemplo, tener bien presentes las consecuencias
de las rutas de acción a que nos conduce una determinada
decisión-, esta carencia constituye un camino directo al
alcoholismo que les lleva a tener exclusivamente en cuenta los
efectos sedantes inmediatos del alcohol sobre la ansiedad y les
impide sopesar adecuadamente sus efectos negativos a largo
plazo.
Esta búsqueda desesperada de calma parece ser
el indicador emocional de una susceptibilidad genética
hacia el alcoholismo.
Un estudio efectuado con 1300 parientes de
alcohólicos demostró que los hijos de éstos
que presentaban un elevado índice de ansiedad
crónica, son quienes mayores riesgos tienen de abusar de
la bebida. La conclusión de los investigadores que
llevaron a cabo este estudio fue que, en estas personas, el
alcoholismo constituye una forma de «automedicación
que les permite combatir los síntomas de la
ansiedad»?
El otro camino emocional que conduce al alcoholismo
está ligado a un elevado nivel de agitación,
impulsividad y aburrimiento. Durante la infancia, esta pauta se
manifiesta como un comportamiento inquieto, caprichoso y
desobediente, y en la escuela primaria asume la forma de
nerviosismo, hiperactividad y búsqueda de problemas, una
tendencia que, como ya hemos apuntado, puede empujarles a buscar
amigos problemáticos y terminar abocándoles, en
ocasiones, a la delincuencia o al diagnóstico de
«trastorno de personalidad antisocial». El principal
problema emocional de estas personas (sobre todo varones) es la
agitación; su principal debilidad, la impulsividad
descontrolada y su reacción habitual ante el aburrimiento,
la búsqueda compulsiva del riesgo y la excitación.
Los adultos que presentan esta pauta de conducta -que
posiblemente esté ligada a ciertas deficiencias en dos
tipos de neurotransmisores, la serotonina y el MAO
(monoaminooxidasal)- son incapaces de soportar la
monotonía y están dispuestos a probarlo todo,
descubriendo que el alcohol puede calmar fácilmente su
agitación. De este modo, su elevado nivel de impulsividad
-combinado con su aversión al aburrimiento- les convierte
en claros candidatos al abuso de una lista casi interminable de
todo tipo de drogas. Pero, aunque el alcohol pueda aliviar
provisionalmente la depresión, sus efectos
metabólicos no tardan en empeorar la situación. Por
esto, quienes consumen alcohol lo hacen más para calmar la
ansiedad que la depresión. Existen otras drogas
completamente diferentes que apaciguan -al menos temporalmente-
las sensaciones que aquejan a las personas deprimidas.
Por ejemplo, la infelicidad crónica coloca
a las personas en una situación de grave riesgo de
adicción a estimulantes tales como la cocaína,
porque esta sustancia constituye un antídoto directo
contra la depresión. Un estudio mostró que
más de la mitad de los pacientes que estaban siendo
tratados clínicamente de su adicción a la
cocaína podrían haber sido diagnosticados de
depresión grave antes de que comenzaran a habituarse y
que, a mayor gravedad de la depresión previa, más
arraigado estaba el hábito.
La irritabilidad crónica, por su parte,
puede conducir a otro tipo de vulnerabilidad. Un estudio
demostró que la pauta emocional más
característica de los cuatrocientos pacientes que estaban
siendo tratados de su adicción a la heroína y otros
opiáceos, era su dificultad para controlar la ira y su
predisposición al enojo. Algunos de estos pacientes
confirmaron que los opiáceos les habían permitido
sentirse normales y relajados por primera vez en su
vida.
Como han demostrado durante décadas
Alcohólicos Anónimos y otros programas de
recuperación, aunque la predisposición al abuso de
las drogas se origine, en muchos casos, en un determinado
funcionamiento cerebral, los sentimientos que impulsan a las
personas a «automedicarse» es con el uso de la bebida
o las drogas pueden resolverse sin tener que recurrir a
ningún tipo de sustancias. La capacidad de mitigar la
ansiedad, de superar la depresión o de calmar la
irritación, por ejemplo, contribuye a eliminar el impulso
de consumir todo tipo de drogas.
La enseñanza de estas habilidades emocionales
básicas constituye un elemento fundamental en los
programas de tratamiento contra las toxicomanías. Pero
seria mucho mejor, ¿qué duda cabe?, que estas
habilidades se aprendieran en una fase más temprana de la
vida, antes de que el hábito arraigase.
NO MAS CRUZADAS UN CAMINO PREVENTIVO
COMUN
En las dos últimas décadas se han
declarado diversas «cruzadas»: contra los embarazos
juveniles, contra el fracaso escolar, contra las drogas y,
más recientemente, contra la violencia. No obstante, el
problema con este tipo de campañas es que llegan demasiado
tarde, cuando la situación ya ha alcanzado proporciones
endémicas y ha arraigado firmemente en las vidas de los
jóvenes.
En este sentido equivalen a una intervención
en momentos de crisis, a tratar de resolver los problemas
clínicos enviando ambulancias para recoger a los enfermos
en lugar de proporcionarles una vacuna que pueda impedir que
contraigan la enfermedad.
Pero no necesitamos tanto este tipo de campañas,
sino que debemos centrar todos nuestros esfuerzos en la
prevención, ofreciendo a los niños la oportunidad
de desarrollar las capacidades que les permitan afrontar la vida
y aumentar así la posibilidad de escapar de todos esos
destinos infaustos. Mi insistencia en la importancia de las
deficiencias emocionales y sociales no pretende subestimar el
papel que desempeñan otros factores de riesgo como, por
ejemplo, el hecho de haber nacido en una familia caótica,
fragmentada o violenta, o crecido en un barrio infestado por la
delincuencia, la pobreza y las drogas.
La pobreza, por sí sola, ya constituye suficiente
azote emocional para los niños y, en este sentido, a la
edad de cinco años los niños más pobres se
sienten ya más temerosos, ansiosos y tristes, presentan
más problemas de conducta y rabietas más
frecuentes, y se muestran más destructivos que sus
compañeros mejor situados económicamente, una
tendencia que se mantendrá durante los diez años
siguientes. La presión de la pobreza también corroe
los cimientos mismos de la vida familiar disminuyendo la
expresión del afecto, aumentando la depresión de
las madres (que frecuentemente se hallan solas y sin trabajo) y
aumentando también la incidencia de castigos duros como
los gritos, los golpes y las amenazas físicas. Pero
también hay que decir que las habilidades emocionales
desempeñan un papel más decisivo que los factores
económicos y familiares a la hora de determinar sí
un niño o un adolescente concreto llegará a
arruinar su vida por estas dificultades o si, por el contrario,
podría sobreponerse a ellas. Los estudios a largo plazo
realizados sobre centenares de niños que han crecido en
condiciones de extrema pobreza, en el seno de familias agresivas
o con padres que padecían serios trastornos
psicológicos, demuestran que quienes son capaces de
afrontar las dificultades más adversas comparten las
mismas habilidades emocionales fundamentales, entre las que
podemos destacar la simpatía, la sociabilidad, la
confianza en uno mismo, el optimismo frente a las dificultades y
frustraciones, la capacidad para recuperarse rápidamente
de los fracasos y la flexibilidad.
Pero la inmensa mayoría de estos niños
deben afrontar las dificultades sin contar con estas ventajas.
Claro está que muchas de estas capacidades son innatas -la
lotería genética de la que hemos hablado en otro
momento- pero, tal como vimos en el capítulo 14, hasta
cualidades como el temperamento pueden ser transformadas.
Evidentemente, uno de los niveles de intervención debe ser
político y económico, tratando de aliviar tanto la
pobreza como el resto de las condiciones sociales que engendran
estos problemas. Pero, además de estas intervenciones
(que, por cierto, parecen ocupar un lugar secundario en los
programas sociales), existen otras posibles alternativas para
ayudar a los niños a superar estos problemas
acuciantes.
Tomemos el caso de los trastornos emocionales que
afectan a uno de cada dos norteamericanos. Un estudio
demostró que el 48% de los de 8.098 individuos encuestados
había sufrido algún tipo de problema
psiquiátrico a lo largo de su vida. El 14% de ellos estaba
afectado más seriamente y había tenido tres o
más problemas psiquiátricos al mismo tiempo. Este
último grupo era el más problemático, dando
cuenta del 60% del total de problemas psiquiátricos que
ocurrían en un determinado momento y del 90% de los
problemas de incapacitación más graves. Es evidente
que estas personas necesitan una atención inmediata pero,
como ya hemos señalado, el tratamiento óptimo
sería el preventivo.
Habría que añadir, sin embargo, que no
todos los problemas psiquiátricos pueden preverse,
opinión de Ronald Kessler, el sociólogo de la
Universidad de Michigan que realizó el estudio del que
estamos hablando: «debemos intervenir en una fase muy
temprana de la vida. Consideremos, por ejemplo, a una niña
de sexto curso que padezca de fobia social y comience a beber en
el instituto como una forma de superar sus problemas de
relación. A la edad de veinte años, cuando la
descubre nuestro estudio, todavía sigue teniendo los
mismos miedos, se ha convertido en una politoxicómana y
está deprimida porque su vida es un caos completo.
¿Qué podríamos haber hecho nosotros durante
su infancia para invertir el curso de los
acontecimientos?» Esto mismo es aplicable, obviamente,
a la disminución de la violencia o a los muchos peligros
que acechan a la juventud contemporánea Los programas
educativos concebidos para la preveneción de un problema
concreto -como, por ejemplo, el abuso de drogas, los embarazos
juveniles o la violencia- han proliferado en la última
década, creando una míniindustría dentro del
mercado educativo. Pero la mayor parte de estos programas~
incluyendo los más hábilmente promocionados y
difundidos, han demostrado ser completamente ineficaces, e
incluso hay algunos de ellos que, para desazón de los
educadores, parecen agravar los mismos problemas para los que
fueron destinados.
La información no es
suficiente
En este sentido, un caso sumamente ilustrativo es el
abuso sexual de los menores. Hasta el año 1993 se
registraron anualmente cerca de doscientos mil casos probados en
los Estados Unidos, con un incremento anual de aproximadamente el
10%. Pero, si bien las estimaciones varían
considerablemente, la mayor parte de los expertos coinciden en
afirmar que entre el 20 y el 30% de las chicas y cerca de la
mitad de esa cifra de los chicos (porque las cifras varian en
función, entre otros factores. de la definición que
se dé del abuso sexual) han sufrido algún tipo de
abuso sexual antes de los diecisiete años. No existe un
perfil claro que permita definir al niño vulnerable al
abuso sexual, pero la mayoría de ellos se sienten
desprotegídos, incapaces de resistir por sí solos y
aislados por lo que les ha sucedido.
A la vista de estos peligros son muchas las escuelas que
han comenzado a ofrecer programas de prevención de los
abusos sexuales. Casi todos estos programas se limitan a ofrecer
una escueta información sobre el abuso sexual,
enseñando a los muchachos, por ejemplo, a apreciar la
diferencia entre las caricias y los tocamientos,
alertándoles de los peligros implicados y
animándoles a contar los hechos a un adulto si algo les
ocurre. Pero una investigación realizada a nivel nacional
con dos mil niños descubrió que este adiestramiento
no servía prácticamente de nada -o incluso
empeoraba la situación- a la hora de ayudar a que los
niños hicieran algo para impedir convertirse en victimas,
ya fuera a manos de un gamberro escolar o de un posible
pederasta. Mucho más grave resulta el hecho de que los
niños que habían pasado por estos programas y
habían sufrido algún tipo de abuso sexual se
mostraban la mitad de motivados para denunciarlo posteriormente
que quienes no habían pasado por ningún
programa.
Por el contrario, los niños que se habían
beneficiado de un programa más global -un programa que
incluía el entrenamiento en habilidades emocionales y
sociales- estaban en mejores condiciones para protegerse y
respondían de una manera mucho más decidida,
exigiendo que se les dejara en paz, gritando, peleando,
amenazando con contarlo o, en último extremo, llegando a
denunciar el caso si algo malo les ocurría. Este
último recurso -denunciar el abuso- suele ser francamente
preventivo ya que muchos de quienes perpetran este tipo de
acciones agreden a centenares de niños. Una
investigación realizada entre personas de este tipo que
tenían unos cuarenta años de edad descubrió
que, por término medio, forzaban a una víctima al
menos una vez al mes desde la adolescencia. El expediente de un
conductor de autobús escolar y de un profesor de
informática revela que, entre ambos, agredieron
sexualmente a más de trescientos niños al
año. Sin embargo, ninguno de los niños llegó
a denunciar los hechos. El caso salió a la luz cuando uno
de los niños que había sido agredido por el
profesor comenzó a abusar, a su vez, de su propia hermana.
Los niños que habían asistido a estos programas
más globales mostraron una tendencia tres veces superior a
denunciar los hechos que los niños a los que sólo
se les brindó un programa mínimo. Pero ¿por
qué este tipo de programas funcionan mientras que los
otros no lo hacen? Hay que decir que estos programas no tienen
lugar de manera aislada, sino que se imparten en distintos
niveles y en diferentes ocasiones a lo largo del desarrollo
escolar, como parte de la educación sexual o de la
educación para la salud. Además, son programas que
también alientan a los padres a transmitir paralelamente
el mismo mensaje que se está enseñando en la
escuela (y los niños cuyos padres siguieron este consejo
son los que más probabilidades tienen de superar el riesgo
de un abuso sexual).
Pero más allá de este punto, las
diferencias dependen de las habilidades emocionales. A los
niños no les basta con saber la diferencia existente entre
las caricias y los tocamientos sino que deben tener,
además, la suficiente conciencia de sí mismos como
para reconocer cuándo una situación les hace sentir
mal o resulta angustiosa, mucho antes de que se produzca
ningún contacto físico. Pero esto no sólo
implica tener conciencia de si mismo, sino también la
suficiente confianza y seguridad para fiarse de su propio
criterio y actuar sobre los sentimientos que les angustian,
aunque se hallen frente a un adulto que trate de convencerles de
que «todo está bien». Por último, el
niño también necesita disponer de un amplio abanico
de posibles respuestas para evitar lo que está a punto de
suceder, desde salir corriendo hasta amenazar con
contárselo a alguien. Por todas estas razones el mejor de
los programas debe enseñar a los niños a afirmar lo
que quieren, a establecer sus límites y a defender sus
derechos, en lugar de mostrarse pasivos.
En consecuencia con todo lo dicho hasta ahora, los
programas más eficaces complementan la información
básica sobre los abusos sexuales con el adiestramiento en
las habilidades emocionales y sociales fundamentales. Estos
programas ensenan a los niños a resolver de un modo
más positivo los conflictos interpersonales, a tener
más confianza en si mismos, a no desprecíarse
sí algo malo llegara a ocurrir y a sentir que cuentan con
la red de apoyo de los maestros y los familiares, a quienes
pueden pedir ayuda. Y, por último, si algo no deseado
llegara a sucederles, estarían mucho más dispuestos
a denunciarlo.
Los elementos fundamentales
Estos descubrimientos nos han obligado a revisar los
elementos óptimos que debe contener un programa de
prevención eficaz, un programa que se base tan sólo
en aquellos ingredientes que, tras una evaluación
objetiva, hayan demostrado ser verdaderamente eficaces. En un
proyecto de cinco años de duración patrocinado por
la Fundación W. T. Grant, un grupo de investigadores
estudió a fondo este panorama y extrajo los componentes
activos que parecen esenciales para el éxito de los
programas más eficaces. Este grupo de investigadores
llegó a la conclusión de que, independientemente
del problema concreto que se pretenda solucionar, las
competencias clave que deben cubrir estos programas se asemejan
bastante a los elementos de la inteligencia emocional que
apuntamos en el presente volumen (véase la lista completa
en el apéndice D). Entre estas habilidades
emocionales se incluyen la conciencia de uno mismo; la capacidad
para identificar, expresar y controlar los sentimientos; la
habilidad de controlar los impulsos y posponer la
gratificación, y la capacidad de manejar las sensaciones
de tensión y de ansiedad. Una aptitud clave para dominar
los impulsos consiste en conocer la diferencia entre los
sentimientos y las acciones y en aprender a adoptar mejores
decisiones emocionales, controlando el impulso de actuar e
identificando las distintas alternativas de acción y sus
posibles consecuencias. Muchas de estas habilidades son
marcadamente interpersonales: la capacidad de interpretar
adecuadamente los signos emocionales y sociales, la de escuchar,
de resistirse a las influencias negativas, de asumir la
perspectiva de los demás y de comprender la conducta que
resulte más apropiada a una determinada
situación.
Y estas habilidades emocionales y sociales
indispensables para la vida pueden ayudamos también a
solucionar la mayoría -si no todos- de los problemas que
acabamos de revisar en el presente capítulo. Bien
podríamos afirmar que se trata de una vacuna universal
para afrontar todo tipo de problemas (incluido el embarazo no
deseado de las jóvenes y el suicidio infantil).
Pero también hemos de admitir, en honor a la
verdad, que las causas subyacentes a estos problemas son muy
complejas y se hallan entrelazadas con factores como la
dotación biológica, la dinámica familiar, la
política social y la subcultura urbana. No existe un
único tipo de intervención -incluyendo a la
intervención emocional- que sea capaz resolver todos estos
problemas.
Pero, en la medida en que las deficiencias emocionales
constituyen un riesgo añadido para los niños -y ya
hemos podido comprobar hasta qué punto es así-,
debemos prestar una especial atención al desarrollo
emocional, sin excluir otro tipo de acciones. ¿En
qué consiste, pues, la educación
emocional?
16. LA ESCOLARIZACIÓN DE LAS
EMOCIONES
La principal esperanza de una
nación descansa en la adecuada educación de su
infancia.
Erasmo
Es un extraño modo de pasar lista a los quince
alumnos de quinto curso que se hallan sentados en el suelo con
las piernas cruzadas al estilo indio ya que, cuando el maestro
les nombra en voz alta, no responden con el habitual «
¡presente!» sino que lo hacen con un número
-en el que uno significa deprimido y diez muy animado- indicativo
de su estado de ánimo. Hoy, por cierto, los ánimos
parecen estar muy elevados:
-Jessica.
-Diez. ¡Hoy es viernes y estoy
contenta!
-Patrick.
-Nueve. Excitado y un poco nervioso.
-Nicole.
-Diez. Tranquila y contenta.
Estamos en una clase de Self Science, en Nueva Learning
Center, la antigua mansión familiar de los Crocker, la
dinastía fundadora de uno de los bancos de más
solera de San Francisco. El edificio, que parece una
reproducción a escala del Teatro de la Ópera de San
Francisco, alberga una escuela privada que imparte lo que
podríamos denominar un curso modelo de inteligencia
emocional.
El tema fundamental del programa de Self Science son los
sentimientos, tanto los propios como aquéllos otros que
tienen que ver con el mundo de las relaciones. Este tema
-francamente soslayado en casi todas las demás escuelas de
los Estados Unidos- obliga, por su misma naturaleza, a que tanto
maestros como discípulos focalicen su atención en
el entramado mismo de la vida emocional del niño. La
estrategia seguida consiste en convertir las tensiones y los
problemas cotidianos en el tema del día.
De este modo, los maestros hablan de problemas reales
(sentirse ofendido, sentirse rechazado, la envidia, los
altercados que podrían terminar transformándose en
peleas en el patio de recreo, etcétera). Como dice Karen
Stone McCown, directora de Nueva Leaming Center y creadora del
programa de Self Science: «el aprendizaje no sucede como
algo aislado de los sentimientos de los niños. De hecho,
la alfabetización emocional es tan importante como el
aprendizaje de las matemáticas o la
lectura».
Este programa constituye una de las primeras incursiones
prácticas de una idea que está difundiéndose
rápidamente por todas las escuelas de nuestro
país.*
«Quienes deseen más información
sobre los cursos de alfabetización emocional pueden
pedirla a The Collaborative for the Advancemení of Social
and Emotional Learning (CASEL), Yale Child Study Ceníer,
PO. Box 2u79t)O, 230 South Frontage Road, New Haven.
CT 06520-7900.»
Los nombres de las distintas asignaturas de este
programa van desde el «desarrollo social» hasta las
«habilidades vitales», pasando por el
«aprendizaje social y emocional». Hay quienes,
basándose en la noción de inteligencias
múltiples de Howard Gardner, se refieren a todo este
conjunto de actividades, cuyo objetivo común consiste en
elevar el nivel de competencia emocional y social del niño
como una parte de su educación regular, con el
término genérico de «inteligencia
personal». No se trata, pues, de una serie de conocimientos
y destrezas que sólo deban enseñarse a ciertos
niños deficitarios o «problemáticos»,
sino de algo que es aplicable a todo niño.
Algunas raíces de los cursos de
alfabetización emocional se remontan al movimiento de
educación afectiva de los años sesenta, una
época en la que se consideraba que los niños
aprendían mucho mejor si estaban psicológicamente
motivados y tenían una experiencia inmediata de lo que se
les estaba enseñando. El movimiento para la
alfabetización emocional, en cambio, intemaliza
todavía más el concepto de educación
afectiva porque no sólo recurre a los afectos sino que se
dedica a educar al afecto mismo.
Sin embargo, casi todos estos cursos tienen su origen
inmediato en una serie de programas escolares de
prevención de problemas concretos (el tabaco, la
drogodependencia, el embarazo infantil, el absentismo escolar y,
más recientemente, la violencia infantil). Como ya hemos
visto en el último capítulo, el estudio llevado a
cabo por el W. T. Grant Consortium subrayó que los
programas de prevención son mucho más eficaces
cuando se ocupan de enseñar un núcleo de
competencias emocionales y sociales concretas (como, por ejemplo,
el control de los impulsos, el manejo de la ansiedad o la
búsqueda de soluciones creativas a los problemas
sociales). Ahí es donde se origina toda una nueva
generación de intervenciones.
Como ya hemos señalado en el capitulo 15, las
intervenciones destinadas a resolver las deficiencias emocionales
y sociales específicas que subyacen a problemas tales como
la agresividad o la depresión pueden ser sumamente
eficaces. En realidad, las más eficaces de todas ellas
suelen derivarse de la experimentación psicológica.
El siguiente paso consiste en generalizar las lecciones
aprendidas en programas muy especializados para que cualquier
maestro pueda impartirlas a toda la población
escolar.
Este enfoque más avanzado y eficaz de la
prevención consiste en informar a los más
jóvenes sobre problemas tales como el sida, las drogas y
similares, en el preciso momento en que están comenzando a
enfrentarse a ellos. Pero insistamos en que el tema fundamental
de cualquiera de estos problemas concretos es el mismo: la
inteligencia emocional.
Señalemos también que el nuevo movimiento
escolar de alfabetización emocional no considera que la
vida emocional o social constituya una intrusión
irrelevante en la vida del niño que, en el caso de
dificultar la vida escolar, haya que relegar a la visita
disciplinaria al despacho del director o a la consulta de un
consejero escolar, sino que centra precisamente su
atención en esas facetas, las más apremiantes, en
realidad, de la vida cotidiana del niño.
A primera vista, la clase de Self Science parece algo
tan normal que uno difícilmente cree que pueda llegar a
solucionar los dramáticos problemas a los que se enfrenta.
Pero, al igual que ocurre con la educación en el hogar,
las lecciones, pequeñas pero eficaces, se imparten de
manera regular a lo largo de muchos años. De este modo, el
aprendizaje emocional va calando lentamente en el niño y
va fortaleciendo ciertas vías cerebrales, consolidando
así determinados hábitos neuronales para aplicarlos
en los momentos difíciles y frustrantes. Y, aunque el
contenido cotidiano de las clases de alfabetización
emocional pueda parecer trivial, sus efectos -el logro de seres
humanos completos- resultan, hoy en día, más
necesarios que nunca para nuestro futuro.
UNA CLASE DE COOPERAClON
Compare ahora la siguiente imagen de una clase de Self
Science con alguna de las experiencias escolares que recuerde de
su infancia.
Un grupo de niños de quinto curso está a
punto de jugar al juego «rompecabezas de
cooperación», en el que los alumnos se agrupan en
equipos con el fin de componer rompecabezas con la única
condición de trabajar en silencio sin que esté
permitida ninguna clase de gesto.
La maestra, Jo-An Varga, divide a la clase en tres
grupos distintos y los coloca en mesas separadas. Mientras tanto,
tres observadores familiarizados con el juego van tomando nota en
un formulario de quién asume el liderazgo y organiza,
quién hace el payaso, quién interrumpe,
etcétera.
Luego los alumnos vuelcan las piezas de los rompecabezas
sobre la mesa y comienzan a trabajar. Al cabo de un minuto,
aproximadamente, resulta evidente que uno de los grupos trabaja
muy bien en equipo y no tarda en alcanzar su objetivo. Los
componentes del segundo grupo, en cambio, están trabajando
aisladamente y no llegan a conseguir nada. Poco a poco, sin
embargo, sus esfuerzos empiezan a confluir y no tardan en
completar el primer rompecabezas y luego siguen trabajando como
una unidad hasta terminar resolviéndolos todos.
Pero el tercer grupo todavía sigue batallando con
el primero de los rompecabezas sin llegar a encajar las piezas
adecuadamente. Sean, Fairlie y Rahman no terminan de lograr el
mismo grado de coordinación conseguido por los otros dos
grupos. Se les ve claramente frustrados, moviendo
frenéticamente las piezas de un lado a otro, considerando
las distintas posibilidades y tratando de acomodarlas para
descubrir finalmente, desengañados, que no terminan de
ajustar entre sí.
La tensión disminuye un poco cuando Rahman cubre
sus ojos con dos de las piezas -como si llevara una
máscara- haciendo así reír nerviosamente a
sus compañeros (una situación que terminaría
dando pie a la lección de aquel día).
Entonces Jo-An Varga, la maestra, les anima
diciéndoles: «los que hayáis terminado
podéis dar alguna pista a quienes todavía siguen
trabajando».
Dagan se dirige entonces al tercer grupo, señala
las dos piezas que sobresalen del cuadrado y dice:
«tenéis que dar la vuelta a estas dos piezas».
De repente, Rahman, con el rostro tenso por la concentracion, cae
en la cuenta de la nueva configuración y
rápidamente coloca en su lugar las piezas del primer
rompecabezas y luego hace lo mismo con las restantes. Cuando la
última de las piezas del tercer grupo es colocada en su
sitio toda la clase rompe a aplaudir
espontáneamente.
UN PUNTO DE CONFLICTO
Pero cuando están a punto de comenzar a
reflexionar sobre el trabajo en equipo que acaban de realizar,
surge un tema mucho más interesante. Rahman, alto y de
espeso cabello negro cortado a cepillo, y Tucker, el observador
del grupo, se han enzarzado en una disputa sobre la regla del
juego que prohibía gesticular. Tucker, con el pelo rubio
encrespado, lleva una ancha camiseta azul con el lema
«sé responsable», que parece subrayar el rol
oficial que acaba de desempeñar.
-Tú puedes ofrecer una pieza, eso no es
gesticular -dice Tucker a Rahman, en un tono enfático y
combativo.
-Eso si es gesticular -responde Rahman, con
vehemencia.
En aquel momento la maestra se da cuenta, por el tono de
voz utilizado por ambos, de la creciente agresividad que va
tiñendo el intercambio. Se trata de un incidente
especialmente critico, de un intercambio espontáneo de
sentimientos acalorados, un momento singularmente importante para
verificar el grado de asimilación de las lecciones
recibidas por los niños y para impartir otras nuevas. Como
sabe todo buen maestro, las lecciones aprendidas en estas
situaciones perduran mucho en la memoria de sus
alumnos.
-No debéis tomar esto como una crítica
-dice entonces Varga-. Habéis trabajado muy bien en
equipo. En cuanto a ti, Tucker, trata de decir lo que tengas que
decir en un tono de voz que no resulte tan hiriente.
Tucker, ahora más tranquilo, le dice entonces a
Rahman:
-Puedes poner una pieza donde creas que encaja o
dársela a quien creas que le hace falta sin necesidad de
gesticular. Dándosela simplemente.
-¡Pero si lo haces así -responde entonces
Rahman, enojado, rascándose la cabeza mientras ilustra con
el gesto un movimiento inocente- no estás
gesticulando!
Rahman está claramente enfadado por lo que
está ocurriendo y sus ojos miran de continuo al
formulario, la verdadera causa del enfrentamiento, aunque
todavía no se haya mencionado. En aquella hoja Tucker ha
escrito el nombre de Rahman en la casilla correspondiente a
«¿quién es el que
interrumpe?»
Varga, dándose cuenta de la mirada, aventura
entonces una suposición y, dirigiéndose a Tucker,
dice:
-Creo que Rahman siente que tú has utilizado una
palabra negativa para referirte a él. ¿Qué
es lo que tienes que decir al respecto?
-Yo no quiero decir que se trate de una forma negativa
de interrupción -agrega Tucker, en tono
conciliador.
Rahman no parece estar de acuerdo pero, con un tono de
voz más calmado, dice:
-Si me lo preguntaras te diría que me resulta un
tanto exagerado.
Varga subraya entonces una forma positiva de
decirlo:
-Tucker está tratando de decir que lo que
podría considerarse como una interrupción
también podría ser una forma de aclarar las cosas
en un momento difícil.
-Pero -protesta Rahman, más realista- seria una
forma negativa si todos estuviéramos
concentrándonos en algo muy difícil o hiciera algo
así (abriendo mucho los ojos y ahuecando la voz, con una
ridícula mueca de payaso): ¡Eso si que sería
alborotar!
Varga aprovecha entonces la ocasión para decirle
a Tucker:
-Creo que tú no quieres decir que él
perturbe negativamente la clase, pero lo cierto es que tu mensaje
es otro. Lo que Rahman esta necesitando es que le escuches y que
aceptes sus sentimientos. Rahman dice que le molesta sentirse
calificado negativamente, que no le gusta que le llamen
alborotador.
Luego, dirigiéndose a Rahman, agrega:
-Me ha gustado la forma afirmativa en que te has
dirigido a Tucker. No le has atacado, lo único que le has
dicho es que no te gusta que te califiquen con la etiqueta de
alborotador. Cuando te has cubierto los ojos con las piezas del
puzzle parecía como si estuvieras frustrado y quisieras
aclarar las cosas. Pero Tucker lo llama alborotar porque no ha
comprendido tu intento, ¿no te parece?
Mientras el resto de los alumnos recoge los
rompecabezas, los dos niños asienten. El pequeño
melodrama escolar está llegando va a su
conclusión.
-¿Os encontráis mejor -pregunta finalmente
Varga- o todavía estáis enfadados?
-Sí, me siento bien -responde Rahman, con la voz
más sosegada, ahora que se siente escuchado y comprendido.
Tucker también sonríe y mueve la cabeza en
señal de asentimiento. Luego, los dos niños, viendo
que todos los demás han salido ya para la clase siguiente,
abandonan juntos la sala.
POSTDATA: DETENER LA ESCALADA DE LA
HOSTILIDAD
Mientras el nuevo grupo empieza a sentarse en sus
sillas, Varga analiza lo que acaba de ocurrir. Este acalorado
intercambio y la forma de resolverlo constituye para ella un
ejemplo de lo que los niños aprenden con respecto a la
solución de conflictos. Lo que normalmente termina como
conflicto, resume Varga, comienza como «un problema de
comunicación, una suposición gratuita y una
conclusión precipitada que lleva, a su vez, a enviar un
mensaje "duro", un mensaje que resulta muy difícil de
escuchar».
Los alumnos de Self Science aprenden que no se trata
tanto de evitar los conflictos como de resolver los desacuerdos y
los resentimientos antes de que éstos emprendan una
escalada que termine conduciendo a una auténtica batalla.
La forma en que Tucker y Rahman manejaron sus discrepancias es el
ejemplo de una de estas lecciones tempranas. En este sentido, hay
que decir que ambos hicieron el esfuerzo de expresar su punto de
vista de un modo que no aumentara el conflicto. La
asertividad consiste en expresar los sentimientos
directamente -algo, por cierto, muy distinto a la agresividad y a
la pasividad- y se enseña en Nueva Leaming Center a partir
del tercer curso. Al comienzo de la discusión que acabamos
de describir, los dos implicados no se miraban siquiera pero,
poco a poco, comenzaron a mostrar signos de estar
«escuchando activamente» a su interlocutor,
mirándole a la cara, estableciendo contacto visual con
él y enviándole señales silenciosas
inequívocas para hacerle saber que le estaba
escuchando.
El hecho de utilizar estas herramientas, de poner en
funcionamiento la «asertividad» y la «escucha
activa», se convierte así, para estos chicos, en
algo más que frases vacias; son verdaderas formas de
reaccionar a las que pueden apelar en aquellos momentos en que
realmente lo necesiten.
Dominar el mundo emocional es especialmente
difícil porque estas habilidades deben ejercitarse en
aquellos momentos en que las personas se encuentran en peores
condiciones para asimilar información y aprender
hábitos de respuesta nuevos, es decir, cuando tienen
problemas. «Todo el mundo, ya se trate de un niño de
quinto curso o de un adulto, necesita ayuda cuando tiene
problemas para verse a sí mismo -señala Varga-. No
resulta sencillo, cuando el corazón late con más
fuerza, cuando las manos están sudando y uno se encuentra
muerto de miedo, escuchar con claridad y mantener el control de
sí mismo sin gritar, sin echar las culpas a los
demás o sin permanecer silenciosamente a la
defensiva.»
Lo que puede resultar más llamativo para quienes
estén familiarizados con las disputas propias de los
chicos de quinto curso, es el hecho de que Tucker y Rahman
afirmaban su punto de vista sin culpabilizar al otro, sin
insultarle y sin gritar. No resulta fácil para estos
niños impedir que la escalada de sentimientos ascienda y
termine conduciendo a un despectivo «¡vete a la
mierda!», a una pelea a puñetazos o acosarle hasta
echarle de la habitación. Lo que podría haber sido
la semilla de una pelea sirvió para que los niños
aprendieran a dominar los matices de la resolución de
conflictos.
¡Qué diferente hubiera sido todo en otras
circunstancias! A diario, los niños de esta edad llegan a
los puños -e incluso a cosas peores- por cuestiones menos
importantes.
TEMAS DEL DIA
Las respuestas que suelen dar los alumnos a la singular
forma de pasar lista con la que se inicia cada clase de Self
Science no es siempre tan elevada como lo era hoy. Cuando alguien
responde con un uno, un dos o un tres, se abre la posibilidad de
que otro pregunte: «¿quieres comentamos cómo
te encuentras?» Y, en el caso de que el alumno quiera
(porque nadie está obligado a hablar de lo que no desea),
dispone también de la posibilidad de expresar lo que le
inquieta y de buscar posibles soluciones creativas.
Los problemas varían en función del nivel
de los alumnos. En los cursos inferiores, los problemas suelen
girar en torno al miedo, al rechazo o a ser objeto de las burlas
de los demás. Alrededor del sexto curso aparece un nuevo
conjunto de preocupaciones: sentirse dolido porque nadie quiere
aceptar una cita, sentirse rechazado, amigos que son menos
maduros y, en suma, todos los dolorosos problemas que agobian a
los niños («los mayores se meten conmigo»,
«mis amigos fuman y quieren que yo también lo
haga», etcétera).
Estos son los problemas realmente importantes de la vida
de un niño, problemas que suelen manifestarse en los
aledaños de la vida escolar (en el comedor, en el
autobús o en casa de un amigo). Y, en la mayor parte de
los casos, estas preocupaciones resultan obsesivas cuando los
niños se encuentran solos y no tienen a nadie con quien
compartirlas. Éstos son los auténticos temas de las
clases de Self Science.
De hecho, cada una de estas discusiones constituye una
ocasión, que puede ser provechosa para los objetivos de
Self Science, que consiste explícitamente en clarificar la
sensación de identidad del niño y mejorar las
relaciones que mantiene con los demás. Aunque el curso
está organizado en lecciones, es lo bastante flexible para
capitalizar a su favor los conflictos diarios que aparezcan, como
el que enfrentó a Tucker y Rahman. Así, los temas
que los estudiantes ponen sobre el tapete proporcionan ejemplos
vivos sobre los cuales alumnos y maestro pueden aplicar las
habilidades que están aprendiendo (como el método
de resolución de conflictos que permitió enfriar la
caldeada situación existente entre los dos
muchachos).
EL ABC DE LA INTELIGENCIA
EMOCIONAL
En funcionamiento desde hace unos veinte años, el
currículum de Self Science -cuyas lecciones son a veces
sorprendentemente sutiles- es un modelo para la enseñanza
de la inteligencia emocional. Como me dijo Karen Stone McCown, su
directora: «cuando enseñamos algo sobre el enojo,
ayudamos a los niños a comprender que casi siempre es una
reacción secundaria y a buscar lo que subyace en
él: "¿estás herido? ¿Celoso?" Es
así como nuestros niños aprenden que siempre
disponen de diferentes posibilidades para responder a una
emoción y que su vida será más rica cuantas
más alternativas de respuesta tengan».
La enumeración de los contenidos de Self Science
coincide punto por punto con los temas fundamentales de la
inteligencia emocional y con las habilidades esenciales que
constituyen una forma primaria de prevención para las
dificultades que preocupan a los niños (véase, al
respecto, el apéndice E). Los temas impartidos incluyen la
toma de conciencia de uno mismo (en el sentido de reconocer los
propios sentimientos, elaborar un vocabulario adecuado y conocer
la relación existente entre los pensamientos, los
sentimientos y las reacciones), darse cuenta de si son los
pensamientos o los sentimientos los que están gobernando
una determinada decisión, considerar las consecuencias de
las distintas altemativas posibles y aplicar todo este
conocimiento a la toma de decisiones sobre temas tales como, por
ejemplo la droga, el tabaco o el sexo. Otra forma de decirlo
sería afirmar que la conciencia de uno mismo consiste en
reconocer los puntos fuertes y las debilidades de cada uno y
contemplarse bajo una perspectiva positiva pero realista
(evitando así un error muy frecuente en el movimiento de
autoestima).
Un tema muy importante consiste en controlar las
emociones: comprender lo que se halla detrás de un
determinado sentimiento (por ejemplo, el dolor que desencadena el
enojo), aprender formas de manejar la ansiedad, la ira y la
tristeza, asumir la responsabilidad de nuestras decisiones y de
nuestras acciones y proseguir hasta llegar a alguna
solución de compromiso.
Una habilidad social clave es la empatia, la
comprensión de los sentimientos de los demás, lo
cual implica asumir su punto de vista y respetar las diferencias
existentes en el modo en que las personas experimentan los
sentimientos. Las relaciones también constituyen un tema
extraordinariamente importante (un tema que supone aprender a
escuchar y a preguntar), diferenciar entre lo que alguien dice y
hace y nuestras propias reacciones y juicios, aprender a ser
afirmativo (en lugar de enojado o pasivo) y adiestrarse en las
artes de la cooperación, la resolución de
conflictos y la negociación de compromisos.
En el aprendizaje de Self Science no existen niveles
determinados de antemano sino que la vida misma constituye el
verdadero examen final. En cualquiera de los casos, al terminar
el octavo curso -cuando los alumnos están a punto de
abandonar Nueva Learning Center e ingresar en el instituto-, cada
alumno es sometido a una especie de diálogo
socrático y a un test oral en SelfScience. Algunas de las
preguntas de uno de los últimos exámenes finales
fueron las siguientes: «describe una respuesta adecuada
para ayudar a un amigo a resolver el conflicto que supone el que
alguien le presione a tomar drogas»,
«¿cómo solucionarías el problema de un
amigo que suele molestarte?» o «enumera algunas
formas sanas de manejar el estrés, el enfado o el
miedo».
Estoy seguro de que, esté donde esté,
Aristóteles, siempre tan preocupado por la cuestión
de las habilidades emocionales, aplaudiría este
intento.
LA ALFABETIZAClON EMOCIONAL EN LOS BARRIOS
DEPRIMIDOS
Es comprensible que los escépticos se pregunten
cómo funcionaria Self Science en un entorno menos
privilegiado que Nueva Learning Center o si sólo es
posible en una pequeña escuela privada en la que cada
niño es, de algún modo, superdotado. Dicho de otro
modo, ¿cómo enseñar las habilidades
emocionales en aquellos lugares en los que puede hacer falta con
más urgencia, en medio del caos de una escuela
pública situada en pleno centro urbano? Para encontrar una
posible respuesta a esta pregunta basta con visitar la escuela
pública Augusta Lewis Troup, de New Haven, una escuela que
social, económica y geográficamente se encuentra en
las antípodas del Nueva Learning Center.
A decir verdad, la atmósfera de Troup resulta
sumamente estimulante, porque se trata de una escuela conocida
también con el nombre de Troup Magnet Academv of Science,
una de las dos escuelas del distrito destinadas a estudiantes
(desde quinto a octavo curso) procedentes de todo New Haven que
cuenta con un estimulante programa especializado en ciencias. En
esta escuela, los estudiantes pueden hacer preguntas sobre
física del espacio exterior a los astronautas de Houston a
través de una conexión vía satélite o
programar sus ordenadores para oír música. Pero, a
pesar de estas diversiones académicas, hay que decir que
-al igual que ha ocurrido en tantas otras ciudades- la fuga de
las clases más favorecidas al extrarradio y a las escuelas
privadas ha creado una situación en la que el 95% de los
matriculados son negros e hispanos.
A pocas manzanas del campus de la Universidad de Yale
-aunque a un verdadero universo de distancia-, Troup está
situada en un degradado barrio obrero en el que, en los
años cincuenta, vivían veinte mil personas con una
población laboral empleada en las fábricas de los
alrededores (desde la Olin Brass MilIs hasta la Winchester Arms).
Hoy en día esta población se ha reducido a unas
tres mil personas, con lo cual el horizonte económico de
las familias que viven allí se ha visto proporcionalmente
restringido. New Haven, como tantas otras ciudades industriales,
se ha hundido en un pozo de pobreza, drogas y
violencia.
Como respuesta a las urgencias de esta pesadilla urbana
un grupo de psicólogos y educadores de Yale
diseñaron, en los años ochenta, el Social
Competence Program, una serie de cursos que cubren casi el mismo
espectro que el programa de Self Science de Nueva Learning
Center. Pero en Troup, la relación con los temas es
más directa y clara. Por ejemplo, cuando en la clase de
educación sexual de octavo curso los estudiantes aprenden
que las decisiones personales pueden evitarles contraer una
enfermedad como el sida, no están realizando un mero
ejercicio académico. De hecho, New Haven tiene la
más alta proporción de mujeres con sida de todos
los Estados Unidos: muchas de las madres que envían a sus
hijos a Troup padecen esa enfermedad y lo mismo ocurre con
algunos de sus alumnos. A pesar de este sustancioso programa
educativo, los estudiantes de Troup deben afrontar todos los
problemas de la ciudad y hay muchos niños que viven en una
situación tan caótica -y, a veces, tan aterradora-
que ni siquiera pueden acudir a la escuela todos los
días.
Como ocurre en todas las escuelas de New Haven, lo
primero que llama la atención del visitante al entrar en
la zona escolar es una señal de tráfico en forma de
rombo con una leyenda que dice «zona libre de
drogas». En la puerta nos espera Mary Ellen Collius, una de
las responsables de la escuela, una especie de defensora todo
terreno del pueblo que se da cuenta de los problemas especiales
apenas aparecen y cuya función incluye echar una mano a
los profesores con las exigencias propias del programa de
competencia social. Si un maestro, por ejemplo, no sabe bien como
encarar una determinada lección, Collins le
acompañará a clase y le mostrará cómo
hacerlo.
«Llevo unos veinte años enseñando en
esta escuela -me dice Collins, saludándome-. Eche un
vistazo al barrio que nos rodea. Con los problemas a los que
estos niños deben enfrentarse, yo no puedo limitarme a
enseñar habilidades académicas. Imagine que uno de
nuestros niños está luchando contra el sida o que
lo padece alguien de su familia. No estoy segura de lo que ellos
dirán en las discusiones sobre el sida, pero lo cierto es
que una vez que un niño sabe que su maestro no sólo
está dispuesto a escuchar sus problemas académicos
sino también a echarle una mano con sus dificultades
emocionales, se abre una puerta para tener esa
conversación.» En el tercer piso del viejo edificio
de ladrillos, Joyce Andrews está llevando a sus alumnos de
quinto curso a la clase de competencia social a la que acuden
tres veces por semana. Andrews, como todas las demás
maestras de quinto grado, asistió a un curso especial de
verano para poder impartir esta materia, pero su apertura y
simpatía naturales sugieren que se trata de una persona
especialmente predispuesta hacia los temas de la competencia
social.
La lección del día versa sobre cómo
identificar sentimientos, uno de los temas clave de las
habilidades emocionales que consiste en dar nombre a los
sentimientos para poder así diferenciarlos. Los deberes
que debían traer de casa aquel día
consistían en recortar la fotografía
-extraída de una revista– del rostro de una persona,
asignar un nombre a las emociones que mostrara y exponer posibles
formas de hacérselo saber a la persona. Después de
recoger los deberes, Andrews enumera una lista de sentimientos en
la pizarra -tristeza, preocupación, excitación,
felicidad, etcétera- y comienza a lanzar una rápida
sucesión de preguntas a los dieciocho alumnos que
acudieron aquel día a clase. Los niños, sentados en
grupos de cuatro, levantan las manos tratando de llamar su
atención para poder responder.
-¿Cuántos de vosotros os habeis sentido
frustrados alguna vez? -pregunta Andrews, mientras agrega el
término frustrado a la lista y todos los niños
levantan la mano.
-¿Cómo os sentís cuando
estáis frustrados?
-Cansado, confundido, no puedo pensar bien, ansioso… –
vuelan entonces las respuestas, como una cascada.
-Y… ¿cuándo se siente molesto un
profesor? -prosigue luego, agregando el término molesto a
la lista.
-Cuando alguien está hablando -responde,
sonriendo, una niña.
Acontinuación,Andrews les entrega unas
fotocopias. En ellas hay unos cuantos rostros de niños y
niñas desplegando cada una de las seis emociones
básicas -felicidad, tristeza, enojo, sorpresa, miedo y
disgusto- y una breve descripción de la actividad muscular
facial propia de cada una de esas emociones, como por
ejemplo:
•Temor
•La boca permanece abierta y
retraída.
•Los ojos permanecen abiertos y con el
ángulo interno elevado.
•Las cejas están levantadas y
juntas.
•Hay arrugas en medio de la frente.
Mientras los niños leen la hoja e imitan la
expresión descrita de cada una de las emociones, sus
rostros van asumiendo las expresiones del miedo, el enojo, la
sorpresa o el disgusto. Esta lección se deriva de la
investigación realizada por Paul Ekman sobre la
expresión facial y como tal se enseña en casi todos
los cursos universitarios de introducción a la
psicología, aunque rara vez se enseña en una
escuela primaria. El hecho de relacionar un sentimiento con un
nombre y con la expresión facial que le corresponde puede
parecer tan elemental que no requiera ningún tipo de
enseñanza. Pero lo cierto es que, en cualquiera de los
casos, constituye un verdadero antídoto contra las
extraordinarias lagunas que suelen existir en torno al tema de la
alfabetización emocional. Tengamos en cuenta que, en
muchos casos, las peleas del patio de recreo se derivan de la
interpretación errónea de mensajes neutrales como
si se tratasen de expresiones de hostilidad, y que las
niñas que desarrollan trastornos de alimentación no
logran diferenciar el enojo de la ansiedad y del
hambre.
LA ALFABETIZAClON EMOCIONAL
ENCUBIERTA
Es comprensible que muchos profesores se sientan
sobrecargados por un programa escolar excesivamente repleto de
nuevas materias y se resistan a dedicar un tiempo extra a
enseñar los fundamentos de otra asignatura. Por esto, una
de las estrategias utilizadas actualmente para realizar el
proceso de alfabetización emocional no consiste tanto en
imponer una nueva asignatura como en yuxtaponer las lecciones
sobre sentimientos y emociones a las asignaturas habituales.
Porque la verdad es que las lecciones emocionales pueden
entremezclarse de manera natural con la lectura, la escritura, la
salud, la ciencia, los estudios sociales y muchas otras
asignaturas. Mientras que, en algunos cursos de las escuelas de
New Haven, el programa de desarrollo emocional constituye un tema
aparte, en otros, en cambio, está incluido en la
enseñanza de asignaturas como la lectura o la
salud.
Algunas de las lecciones llegan incluso a
enseñarse como parte de la clase de matemáticas, en
especial la enseñanza de habilidades tales como la
evitación de las distracciones, la motivación para
el estudio y el control de impulsos que permiten desarrollar la
necesaria atención para que se logre el
aprendizaje.
Así, algunos de los programas de habilidades
emocionales y sociales no se presentan como una asignatura aparte
sino que quedan integradas en el mismo entramado de la vida
escolar. Un modelo de este tipo -esencialmente, un curso
encubierto en competencias emocionales y sociales- es el Child
Development Project, un programa diseñado por un equipo
dirigido por el psicólogo Erie Schaps en Oakland,
California, que se está impartiendo en varias escuelas
-similares a las del degradado barrio del centro de New Haven-
diseminadas por todo el país. El programa ofrece un
compacto conjunto de temas que se adapta a los cursos existentes.
Por ejemplo, en clase de lectura a los niños de primer
curso se les cuenta una historia titulada «Ranita y
Tortuguita son amigos», en la que Ranita quiere jugar
con su hibernada amiga Tortuguita, y no deja de recurrir a todo
tipo de subterfugios para tratar de despertarla. La historia se
utiliza como un pretexto para iniciar un debate en clase en torno
a la amistad y otros temas tales como la forma en que se siente
la gente cuando alguien le engaña. Otros de los cuentos de
este programa proponen temas tales como la toma de conciencia de
uno mismo, la toma de conciencia de las necesidades de un amigo,
cómo se siente uno al ser molestado y cómo
compartir los sentimientos con los amigos. El programa
está diseñado de modo que las historias sean cada
vez más complicadas a medida que el niño va
atravesando los primeros cursos de la educación primaria,
ofreciendo a los maestros la posibilidad de entrar a discutir
temas tales como la empatia, la asunción de un punto de
vista y el respeto.
Otra forma de integrar la enseñanza de las
habilidades emocionales en el marco de la vida escolar consiste
en ayudar a los maestros a pensar nuevas formas de corregir a los
estudiantes que se porten mal. El Child Development considera que
esos momentos constituyen una oportunidad inestimable para
enseñar a los niños las habilidades de las que
carecen -el dominio de los impulsos, la expresión de los
sentimientos, la resolución de confictos, etcetera-, algo
que resulta imposible de conseguir recurriendo exclusivamente a
la mera coerción. Por ejemplo, un maestro que ve que tres
alumnos de primer grado se empujan para llegar primero al comedor
puede sugerirles que echen a suertes el orden de llegada.
Así les permite dirimir de una forma imparcial -mucho
más positiva que el rotundo y autoritario «¡ya
está bien!»- tanto este problema como otros de
naturaleza similar (después de todo, la actitud
«¡yo primero!» no sólo es
endémica de los primeros cursos de la escuela sino que, de
una forma u otra. perdura durante toda la vida), recalcando
también la posibilidad de encontrar soluciones
negociadas.
EL RITMO DEL DESARROLLO
EMOCIONAL
-Mis amigas Alicia y Lynn no quieren jugar
conmigo.
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