Resumen del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman (página 10)
Aquéllos con una marcada actividad frontal
derecha presentaban una pauta característica de
negatividad en un test de personalidad, se asemejaban al
personaje caricaturizado por las películas de Woody
Alíen, el tipo neurasténico que ve
catástrofes hasta en las cosas más nimias, el
sujeto propenso a asustarse y a enfadarse, suspicaz ante un mundo
preñado de abrumadoras dificultades y de peligros ocultos.
Por su parte, aquéllos en quienes predominaba la actividad
prefrontal izquierda veían el mundo de un modo muy
diferente a como lo hacían los melancólicos. Eran
sociables y alegres, tenían una gran confianza en
sí mismos y se sentían provechosamente
comprometidos con la vida. Sus puntuaciones en los tests
psicológicos sugerían un menor peligro de caer en
la depresión o sufrir otra clase de trastornos
emocionales. Davidson también descubrió que, a
diferencia de lo que ocurre con quienes nunca han estado
deprimidos, las personas que tienen un historial de
depresión clínica presentan un menor nivel de
actividad cerebral en el lóbulo frontal izquierdo y, por
el contrario, una mayor activación en el lado derecho, un
patrón que también se presentaba en aquellos
pacientes a quienes se diagnosticaba una depresión por vez
primera. A partir de esos datos -que, por cierto, todavía
requieren de una adecuada verificación experimental-
Davidson formuló la hipótesis de que las personas
que han superado una depresión aprenden a intensificar el
nivel de actividad de su lóbulo prefrontal
izquierdo.
Aunque esta investigación se haya realizado sobre
el 30% aproximado de personas que se sitúan en ambos
extremos de esta dimensión, casi todo el mundo -dice
Davidson- puede ser clasificado, en función de sus pautas
de ondas cerebrales, como tendiendo hacia uno u otro de ambos
tipos, puesto que el contraste temperamental existente entre el
tipo arisco y el tipo alegre se manifiesta de muchos modos
diferentes. Por ejemplo, en un determinado experimento, un grupo
de voluntarios contemplaba varios cortometrajes. Algunos de ellos
eran divertidos -como el baño de un gorila o los juegos de
un cachorrillo, por ejemplo- mientras que otros, por el contrario
-como una película en la que se instruía a las
enfermeras sobre los desagradables pormenores
característicos de la Cirugía-, eran sumamente
ingratos. Los sujetos que habían sido adscritos al tipo
hemisferio derecho consideraron que las películas
divertidas no lo eran tanto, pero mostraron un disgusto y un
desasosiego manifiesto en reacción a la sangre y al
bisturí. El grupo alegre, por su parte, apenas si
reaccionó ante la película médica, pero si
que lo hizo ante las películas divertidas.
Así pues, parece como si el temperamento nos
predispusiera para reaccionar ante la vida con un registro
emocional positivo o negativo. Al igual que ocurría con la
dimensión timidez-apertura, la tendencia hacia el
temperamento melancólico u optimista aparece
también durante el primer año de vida, hecho que
apoya fuertemente la hipótesis de que el temperamento es
un dato genéticamente determinado. Como sucede con la
mayor parte del cerebro, durante los primeros meses de vida, los
lóbulos frontales todavía están madurando y
su actividad no puede valorarse de un modo fiable hasta los diez
meses de edad aproximadamente. Pero, en niños de esa edad,
Davidson encontró que el nivel de activación
relativa de los lóbulos prefrontales predecía, con
una correlación de casi el 100%, si los niños
llorarían cuando su madre abandonara la habitación
De las muchas decenas de niños valorados de este modo,
todos los que lloraron mostraron una preponderancia de la
actividad cerebral del lóbulo derecho, mientras que en
aquéllos que no lo hicieron ocurría exactamente lo
contrario.
Hay que añadir, por último, que, aun en el
caso de que esta dimensión temperamental se establezca
desde el momento del nacimiento -o en algún momento muy
próximo a él-, quienes manifiesten una pauta arisca
no están necesariamente condenados a pasar la vida
encerrados en su habitación haciendo calceta. De hecho,
las lecciones emocionales que recibimos en la infancia pueden
tener un impacto muy profundo sobre el temperamento, ya sea
amplificando o enmudeciendo una determinada predisposición
genética. La gran plasticidad del cerebro infantil
determina que las experiencias que acontezcan en estos momentos
tempranos tengan un impacto duradero a la hora de modelar los
caminos neuronales por los que discurrirá el resto de
nuestra vida. Tal vez la mejor ilustración del tipo de
experiencias que pueden modificar positivamente el temperamento
sea la que nos proporciona la investigación llevada a cabo
por Kagan con niños tímidos.
DOMESTICAR A LA HIPEREXCITABLE
AMÍGDALA
Las alentadoras novedades que nos proporciona la
investigación llevada a cabo por Kagan es que no todos los
miedos de la infancia siguen desarrollándose durante toda
la vida, es decir, que el temperamento no es el destino y que las
experiencias adecuadas pueden reeducar la hiperexcitabilidad de
la amígdala. Lo que determina la diferencia son las
lecciones emocionales y las respuestas que los niños
aprenden durante su proceso de crecimiento. Lo que cuenta al
comienzo para el niño tímido es cómo le
tratan sus padres, y es así como aprenden a superar su
timidez natural. Los padres que planifican experiencias
gradualmente alentadoras para sus hijos les brindan la
posibilidad de superar para siempre sus temores.
Uno de cada tres niños que llega al mundo con
todos los síntomas de una amígdala hiperexcitable
termina perdiendo la timidez cuando entra en la guardería.
De la observación de estos niños, previamente
temerosos, queda claro que los padres -y especialmente las
madres- desempeñan un papel importantísimo en el
hecho de que un niño innatamente tímido se
fortalezca con el correr de los años o siga huyendo de lo
desconocido y se llene de inquietud ante cualquier dificultad. La
investigación realizada por el equipo de Kagan
descubrió que algunas madres creen que deben proteger a
sus hijos tímidos de toda perturbación; otras, en
cambio, consideran que es más importante apoyarles para
que ellos mismos aprendan a afrontar estos momentos y
acostumbrarles así a los pequeños contratiempos de
la vida. La sobreprotección, pues, parece
alentar el temor privando a los más jóvenes
de la oportunidad de aprender a superar sus miedos, mientras que,
en cambio, la filosofía de «aprender a
adaptarse» parece contribuir a que los niños
más temerosos desarrollen su valor.
Las observaciones realizadas en el hogar demostraron
que, a los seis meses de edad, las madres protectoras que
trataban de consolar a sus hijos, les cogían y les
mantenían en sus brazos cuando estaban agitados o
lloraban, y lo hacían más que aquéllas otras
que trataban de ayudar a que sus hijos aprendieran a dominar por
si mismos estos momentos de desasosiego. La proporción
entre las veces en que eran cogidos por sus madres cuando estaban
tranquilos y cuando estaban inquietos demostró que las
madres protectoras sostenían a sus hijos en brazos mucho
más durante los momentos de inquietud que durante los de
calma.
Al año de edad, la investigación
demostró la existencia de otra marcada diferencia. Las
madres protectoras se mostraban más indulgentes y ambiguas
a la hora de poner límites a sus hijos cuando éstos
estaban haciendo algo que podía resultar peligroso como,
por ejemplo, meterse en la boca un objeto que pudieran tragarse.
Las otras madres, por el contrario, eran empáticas,
insistían en la obediencia, imponían límites
claros y daban órdenes directas que bloqueaban las
acciones del niño.
¿Pero cómo la firmeza de una madre
puede conducir a una disminución de la timidez? En
opinión de Kagan, cuando un niño se arrastra
decididamente hacia algo que le parece atractivo y su madre le
interrumpe con un contundente «¡apártate de
eso!» se produce un aprendizaje en el que el niño se
ve obligado a hacer frente a una leve sensación de
incertidumbre. La repetición de esta situación
centenares de veces durante el primer año de vida
proporciona al niño una serie de ensayos en pequeña
escala que le ayudan a aprender a afrontar lo inesperado. Esta
es, precisamente, la clase de encuentro que debe aprender a
controlar el niño tímido, y la forma más
adecuada de hacerlo es en pequeñas dosis. Si los padres se
muestran amorosos pero no cogen en brazos al niño y le
consuelan ante cada pequeño contratiempo, éste
terminará aprendiendo por si mismo a controlar estas
situaciones. A los dos años de edad, cuando volvían
a llevar los niños temerosos al laboratorio de Kagan, se
mostraron mucho menos propensos a llorar ante el gesto serio de
un extraño o cuando un experimentador les ponía un
esfigmomanómetro en el brazo para medir su tensión
sanguínea.
La conclusión de Kagan fue la siguiente:
«parece que las madres que protegen a sus hijos muy
reactivos contra la frustración y la ansiedad, esperando
ayudar así a la superación de este problema,
aumentan la incertidumbre del niño y terminan provocando
el efecto contrario» En otras palabras, parece que
la estrategia protectora priva a los niños de la
oportunidad de aprender a calmarse a si mismos frente a lo
desconocido y así poder superar un poco más sus
miedos. A nivel neurológico, esto significa que los
circuitos prefrontales pierden la oportunidad de aprender
respuestas alternativas ante el miedo reflejo y, en su lugar, la
repetición simplemente fortalece la tendencia a la
timidez.
Por el contrario, según me dijo Kagan:
«Aquéllos niños que habían logrado
vencer su timidez en la guardería tenían padres que
ejercían una leve presión para que fueran
más sociables. Aunque este rasgo temperamental parezca
más difícil de cambiar que otros -probablemente a
causa de sus fundamentos fisiológicos- no existe ninguna
cualidad humana que sea inmutable».
A lo largo de la infancia algunos niños
tímidos se van abriendo en la medida en que la experiencia
va moldeando su sistema nervioso. La presencia de un alto nivel
de competencia social (la cooperación, el buen trato con
los demás niños, la empatía, la
predisposición a dar y compartir, la consideración
y la capacidad de desarrollar amistades íntimas)
constituye uno de los predictores de que un niño
tímido terminará superando esta inhibición
natural. Estos eran los rasgos característicos de un grupo
de niños que, a la edad de cuatro años,
habían sido identificados como tímidos y que
cambiaron a eso de los diez años de edad. Por el
contrario, aquellos otros niños tímidos cuyo
temperamento no sufrió ningún cambio perceptible a
los diez años de edad, eran menos diestros emocionalmente
(lloraban, se alejaban cuando debían enfrentarse a alguna
situación problemática, se mostraban emocional
mente torpes, eran miedosos, ariscos, solían irritarse
ante la menor frustración, tenían dificultades para
demorar la gratificación, eran muy suspicaces a las
criticas y eran desconfiados). Estas lagunas emocionales
constituyen serios obstáculos en su relación con
los demás niños, a quienes ponen en
situación de tener que acercarse a ellos.
No es difícil advertir el motivo por el cual los
niños emocionalmente más competentes tienden a
superar espontáneamente su timidez (aunque sean
temperamentalmente vergonzosos) puesto que su destreza social les
abre un abanico más amplio de experiencias positivas con
los demás. Son niños que, una vez que rompen el
hielo que supone, por ejemplo, dirigirse a un nuevo
compañero son socialmente brillantes. La repetición
de esta situación a lo largo de los años tiende
naturalmente a convertirles en personas mucho más seguras
de sí mismas.
Estos avances hacia la apertura resultan muy alentadores
porque sugieren que, en cierto modo, hasta las mismas pautas
emocionales innatas pueden cambiar. Un niño que nace
temeroso puede aprender a tranquilizarse o incluso a abrirse a lo
desconocido. La timidez -o cualquier otro rasgo temperamental-
forma parte de nuestro bagaje biológico, pero eso no
significa que nos hallemos inexorablemente condicionados por los
rasgos emocionales heredados. Así pues, aun dentro de las
limitaciones genéticas disponemos de la posibilidad de
cambiar. Como observan los estudiosos de la genética de la
conducta, nuestro comportamiento no sólo está
determinado genéticamente sino que el ambiente
-especialmente la experiencia y el aprendizaje– configura la
forma en que una predisposición temperamental se
manifiesta a lo largo de la vida. La capacidad emocional, pues,
no constituye un dato inmutable puesto que, con el aprendizaje
adecuado, puede modificarse. Las razones que explican este hecho
hay que buscarlas en el modo en que madura el cerebro
humano.
LA INFANCIA: UNA PUERTA ABIERTA A LA
OPORTUNIDAD
En el momento del nacimiento, el cerebro del ser humano
no está completamente formado sino que sigue
desarrollándose y es en la temprana infancia cuando este
proceso de crecimiento es más intenso. El niño nace
con muchas más neuronas de las que poseerá en su
madurez y, a lo largo de un proceso conocido con el nombre de
«podado», el cerebro va perdiendo las
conexiones neuronales menos frecuentadas y fortaleciendo aquellos
circuitos sinápticos más utilizados. De este modo,
el «podado», al eliminar las sinapsis menos
utilizadas, mejora la relación señal/ruido
del cerebro extirpando la causa misma del «ruido».
Este proceso es constante y rápido, ya que las conexiones
sinápticas pueden establecerse en cuestión de
días o incluso de horas. La experiencia, especialmente
durante la infancia, va esculpiendo nuestro cerebro.
La demostración clásica del impacto de la
experiencia sobre el desarrollo del cerebro la proporcionaron los
premios Nobel Thorsten Wiesel y David Hubel,
neurocientíficos, que demostraron la existencia de un
período critico, durante los primeros meses de vida de los
gatos y de los monos, en el desarrollo de las sinapsis que portan
las señales procedentes del ojo hasta el córtex
visual, en donde son interpretadas. Si durante este
período se mantiene, por ejemplo, un ojo cerrado, el
número de sinapsis que conectan ese ojo con el
córtex visual disminuye, mientras que las del ojo abierto
se multiplican. Cuando, tras este periodo crítico, se
destapa este ojo, el animal permanece funcionalmente ciego de
este ojo, una ceguera que no se debe a ningún defecto
anatómico sino que está relacionada con el
pequeño número de sinapsis que conectan el ojo con
el córtex visual.
En el caso de los seres humanos, el correspondiente
período crítico para el desarrollo de la
visión se prolonga durante los seis primeros años
de vida. Durante este tiempo, la visión normal estimula la
formación de conexiones neuronales cada vez más
complejas entre el ojo y el córtex visual. El hecho de
mantener cerrado un ojo durante este período unas pocas
semanas puede terminar produciendo un déficit mensurable
en la capacidad visual de este ojo. Los niños que, por las
razones que fuere, han permanecido con un ojo cerrado durante
varios meses durante este período, muestran una clara
pérdida en la percepción visual de los
detalles.
Una vívida demostración del impacto de la
experiencia sobre el desarrollo del cerebro procede de estudios
realizados sobre ratas «ricas» y ratas
«pobres»." Las ratas «ricas»
vivían en pequeños grupos en jaulas llenas de
entretenimientos para ratas (como, por ejemplo, escaleras y
norias), mientras que las ratas «pobres» estaban en
jaulas similares pero carentes de toda diversión. Al cabo
de varios meses, el neocórtex de las ratas ricas
desarrolló redes neuronales mucho más complejas,
mientras que el número de conexiones sinápticas
establecidas por las ratas pobres era comparativamente mucho
menor. La diferencia era tan notable que los cerebros de las
ratas ricas llegaron a ser mucho más pesados y no
debería sorprendernos que se mostraran mucho más
diestras que las ratas pobres en encontrar la salida de los
laberintos con los que se trataba de determinar su inteligencia.
Similares experimentos realizados con monos mostraron las mismas
diferencias entre una experiencia «rica» y
«pobre» y cabe esperar el mismo resultado en el caso
de los seres humanos.
La psicoterapia, es decir, el reaprendizaje emocional
sistemático, constituye un ejemplo palpable de la forma en
que la experiencia puede cambiar las pautas emocionales y
remodelar nuestro cerebro. La demostración más
clara de este hecho nos lo proporciona una investigación
realizada con personas que estaban siendo tratadas de
desórdenes obsesivo-compulsivos. Una de las compulsiones
más comunes es la de lavarse las manos, un acto que puede
llegar a repetirse tantas veces al día que la piel de la
persona termina agrietándose. Los estudios realizados con
escáneres TEP [tomografía de emisión de
positronesj han demostrado que la actividad de los lóbulos
prefrontales de los obsesivo-compulsivos es muy superior a la
normal. La mitad de los pacientes del estudio recibieron el mismo
tratamiento farmacológico normal, fluoxetina (más
conocido por su nombre comercial, Prozac) y la otra mitad
recibieron terapia de conducta. Durante el proceso
terapéutico, los sujetos fueron sistemáticamente
expuestos al objeto de su obsesión o compulsión sin
que pudieran llevar a cabo su ritual (así, por ejemplo, a
los pacientes que se lavaban las manos compulsivamente se les
colocaba en un lugar sucio sin que tuvieran la posibilidad de
lavarse).
Al mismo tiempo se les enseñaba a cuestionar los
miedos y las amenazas que les apremiaban (por ejemplo, que el
hecho de no lavarse les llevaría a contraer una enfermedad
y a morir). Tras varios meses de estas sesiones, las compulsiones
fueron desapareciendo gradualmente al igual que lo hicieron en el
caso de aquellos otros pacientes a quienes se les había
administrado medicación.
Pero el hallazgo más notable fue un
escáner TEP que mostraba que la actividad de una
región clave del cerebro emocional de los pacientes
sometidos a terapia de modificación de conducta -el
núcleo caudado- descendió de un modo tan
significativo como ocurrió en el caso de aquellos otros
tratados eficazmente con fluoxetina. ¡Su experiencia
había llegado a modificar su funcionamiento cerebral -y
les había liberado de los síntomas- tan eficazmente
como la medicación!
MOMENTOS CLAVE
El cerebro del ser humano necesita mucho más
tiempo que el de cualquier otra especie para llegar a madurar
completamente.
Cada región del cerebro se desarrolla a una
velocidad diferente a lo largo de la infancia, y el comienzo de
la pubertad jalona uno de los períodos más
críticos del proceso de «podado»
cerebral. Algunas de las regiones cerebrales que maduran
más lentamente son esenciales para la vida emocional.
Mientras que las áreas sensoriales maduran durante la
temprana infancia y el sistema limbico lo hace en la pubertad,
los lóbulos frontales -sede del autocontrol
emocional, de la comprensión emocional y de la respuesta
emocional adecuada- siguen desarrollándose posteriormente
durante la tardía adolescencia hasta algún
momento entre los dieciséis y los dieciocho años de
edad.
Los hábitos de control emocional que se repiten
una y otra vez a lo largo de toda la infancia y la pubertad van
modelando las conexiones sinápticas. De este modo, la
infancia constituye una oportunidad crucial para modelar las
tendencias emocionales que el sujeto mostrará durante el
resto de su vida, y los hábitos adquiridos en esta
época terminan grabándose tan profundamente en el
entramado sináptico básico de la arquitectura
neuronal, que después son muy difíciles de
modificar. Dada la importancia de los lóbulos prefrontales
en el control de la emoción, la misma oportunidad que
permite el modelado sináptico de esta región
cerebral implica que las experiencias del niño
también pueden terminar modelando conexiones duraderas en
los circuitos reguladores del cerebro emocional. Como ya hemos
visto, la sensibilidad de los padres a las necesidades de sus
hijos, las ocasiones y la guía con que cuentan
éstos para aprender a controlar sus propios impulsos y el
ejercicio de la empatía constituyen elementos
fundamentales del desarrollo emocional. Por el mismo motivo, el
descuido, el abuso, la falta de sintonía, la brutalidad y
la indiferencia pueden dejar su negativa impronta profundamente
grabada en los circuitos nerviosos de la
emoción.
Una de las lecciones emocionales más
fundamentales, aprendida en la más temprana infancia y
perfeccionada a lo largo del resto de la niñez, tiene que
ver con la forma de consolarse cuando uno está afligido.
En el caso de los niños muy pequeños, el consuelo
procede de sus cuidadores: una madre escucha el llanto de su
hijo, le coge, le sostiene en sus brazos y le mece hasta que se
tranquiliza. En opinión de algunos teóricos, esta
conexión biológica enseña al niño la
forma de hacer esto consigo mismo. Entre los diez y los
dieciocho meses existe un período
crítico durante el cual se establecen unas conexiones
entre la región orbitofrontal del córtex prefrontal
y el cerebro límbico que constituyen una especie de
interruptor de la ansiedad. Los investigadores sostienen que los
niños que han experimentado suficientes episodios de
consuelo durante este periodo disponen de una conexión
limbico-orbitofrontal más sólida que les ayuda a
controlar la ansiedad y a tranquilizarse a sí mismos
durante el resto de su vida.
A decir verdad, el arte de tranquilizarse a su mismo se
aprende a lo largo de los años y recurriendo a medios
distintos a medida que la maduración del cerebro le
proporciona herramientas emocionales cada vez más
sofisticadas. Recordemos que los lóbulos frontales, tan
importantes para la regulación de los impulsos limbicos,
maduran durante la adolescencia. Otro circuito clave que sigue
modelándose a lo largo de toda la infancia se centra en el
nervio vago, entre cuyas muchas funciones se cuenta la
regulación de la actividad cardiaca y el control de las
señales que llegan a la amígdala procedentes
de las glándulas suprarrenales, estimulándola a
secretar catecolaminas, activadoras de la respuesta de
lucha-o-huida. Un equipo de la Universidad de Washington
que evaluó la influencia de los diferentes estilos de
crianza descubrió que el trato con unos padres
emocionalmente adecuados mejora el funcionamiento del nervio
vago.
En opinión de John Gottman, quien realizó
esta investigación: «los padres modifican el tono
vagal de sus hijos -una medida del nivel de activación del
nervio vago- mediante el adiestramiento emocional que les
proporcionan (hablar sobre los sentimientos y sobre cómo
comprenderlos, no ser excesivamente críticos ni
reprobadores, tratar de encontrar soluciones a los problemas
emocionales y enseñarles a recurrir a alternativas
distintas a la pelea y el encierro en sí mismos cuando
están enojados o tristes)».
Cuando esta actividad se realiza adecuadamente, los
niños están en mejores condiciones para controlar
la actividad vagal que mantiene a la amígdala dispuesta a
activar al cuerpo con hormonas de lucha o huida, mejorando
así su conducta.
Así pues, cada una de las habilidades clave de la
inteligencia emocional cuenta con un periodo crítico de
desarrollo que perdura durante toda la infancia y que proporciona
una oportunidad preciosa para inculcar en el niño
hábitos emocionales constructivos o, en caso contrario,
dificultar la corrección posterior de las posibles
carencias. El proceso de modelado y «podado» de los
circuitos neuronales que tiene lugar durante la infancia
podría explicar los efectos decisivos y duraderos de los
traumas emocionales infantiles, la necesidad de un largo proceso
psicoterapéutico para llegar a incidir sobre estas pautas
y también, como ya hemos visto, la persistencia latente de
esos patrones a pesar de las nuevas comprensiones y respuestas
aprendidas durante la terapia.
A decir verdad, la plasticidad del cerebro perdura
durante toda la vida, aunque no ciertamente del mismo modo que en
la infancia. Todo aprendizaje implica un cambio cerebral, un
fortalecimiento de las conexiones sinápticas. Los cambios
cerebrales observados en los pacientes con desórdenes
obsesivo-compulsivos demuestran que el esfuerzo sostenido en
cualquier momento de la vida puede llegar a transformar -incluso
a nivel neuronal- los hábitos emocionales. Para mejor o
para peor, lo que ocurre con el cerebro en los casos de trastorno
de estrés postraumático (o también, por
cierto, en el caso de la terapia) es similar al efecto de todo
tipo de experiencias emocionales repetidas o intensas.
En este sentido, las lecciones emocionales más
importantes son las que los padres dan a sus hijos. Existe una
gran diferencia entre los hábitos emocionales inculcados
por padres que están profundamente conectados con las
necesidades emocionales de sus hijos y que proporcionan una
educación empática, y aquellos otros proporcionados
por padres que, por el contrario, se hallan tan absortos en si
mismos que ignoran la ansiedad de sus hijos o que simplemente se
limitan a gritar y a golpearles caprichosamente. En cierto
sentido, la psicoterapia constituye un intento de enmendar lo que
se torció o quedó completamente soslayado durante
los primeros años de la vida. Pero ¿qué es
lo que nos impide proporcionar al niño el cuidado y la
orientación necesarios para cultivar esas habilidades
emocionales fundamentales?.
PARTE V
La
alfabetización emocional
15. EL COSTE DEL ANALFABETISMO
EMOCIONAL
Todo empezó como un pequeño altercado que
fue adquiriendo tintes cada vez más dramáticos. Ian
Moore y Tyrone Sinkler, alumnos del Instituto Jefferson, de
Brooklyn, se enzarzaron en una disputa con Khalil Sumpter, de
quince años, a quien habían estado acosando y
amenazando hasta que la situación se les escapó de
las manos.
Un buen día, Khalil, temeroso de que Ian y Tyrone
fueran a propinarle una paliza, cogió una pistola de
calibre 38 y. en la entrada del instituto, a pocos metros del
vigilante, les disparó a quemarropa, acabando con su
vida.
Deberíamos interpretar este incidente como un
signo más de la urgente necesidad de aprender a dominar
nuestras emociones, a dirimir pacíficamente nuestras
disputas y a establecer, en suma, mejores relaciones con nuestros
semejantes. Durante mucho tiempo, los educadores han estado
preocupados por las deficientes calificaciones de los escolares
en matemáticas y lenguaje, pero ahora están
comenzando a darse cuenta de que existe una carencia mucho
más apremiante, el analfabetismo emocional. No obstante,
aunque siguen haciéndose notables esfuerzos para mejorar
el rendimiento académico de los estudiantes, no parece
hacerse gran cosa para solventar esta nueva y alarmante
deficiencia. En palabras de un profesor de Brooklyn:
«parece como si nos interesara mucho más su
rendimiento escolar en lectura y escritura que si seguirán
con vida la próxima semana».
Sin embargo, los incidentes violentos como el
protagonizado por Jan y Tyrone son, por desgracia, cada vez
más frecuentes en las escuelas de nuestro país. No
se trata, pues, de un incidente aislado, puesto que las
estadísticas muestran un aumento de la delincuencia
infantil y juvenil en los Estados Unidos que bien se puede
considerar como la punta de lanza de una tendencia mundial. En
1990 tuvo lugar el índice más elevado de arrestos
juveniles relacionados con delitos violentos de las dos
últimas décadas.
En este sentido, el número de arrestos juveniles
por violación se duplicó y la proporción de
adolescentes acusados de homicidio por arma de fuego se
multiplicó por cuatro. En esas dos mismas décadas,
la tasa de suicidios entre adolescentes se triplicó y lo
mismo ocurrió con el número de niños menores
de catorce años que fueron violentamente asesinados. Por
otra parte, cada vez son más -y más jóvenes-
las adolescentes que se quedan embarazadas. En los cinco
años anteriores a 1993, el número de partos entre
las muchachas de edad comprendida entre los diez y los catorce
años aumentó de manera constante -un
fenómeno que ha sido bautizado con el nombre de «las
niñas que tienen niñas»-, al igual que la
proporción de embarazos no deseados y las presiones de los
compañeros para tener las primeras relaciones sexuales.
Asimismo, en las tres últimas décadas
también se ha triplicado la proporción de
enfermedades venéreas entre adolescentes. Y, si estos
datos resultan desalentadores, ¿qué diríamos
entonces de las cifras que arrojan las estadísticas
referidas a los jóvenes afroamericanos que viven en las
ciudades, unas cifras que son dos, tres o incluso más
veces superiores a las reseñadas? Por ejemplo, en 1990 el
consumo de cocaína entre los jóvenes blancos se
incrementó un 300% con respecto a las dos décadas
anteriores, algo que, en el caso de los afroamericanos, se
multiplicó por 13. Las enfermedades mentales constituyen
la causa más común de incapacitación entre
los adolescentes. Los síntomas de la depresión
-mayor o menor- afectan a más de la tercera parte de la
juventud y, en el caso de las muchachas, esta incidencia se
duplica en la pubertad. Por otra parte, la frecuencia de los
trastornos de la conducta alimentaria en las adolescentes
también se ha disparado. Hay que decir también, por
último, que, a menos que cambie la tendencia actual, las
esperanzas de poder casarse y tener una vida estable y provechosa
son cada vez menores. Como vimos en el capítulo 9, el
porcentaje de divorcios propio de las décadas de los
setenta y los ochenta era del 50%, pero la tendencia actual es
que dos de cada tres parejas terminan
divorciándose.
EL MALESTAR EMOCIONAL
Estos datos alarmantes son el equivalente a aquel
canario que los mineros llevaban consigo a los túneles y
cuya muerte les advertía de la falta de oxígeno.
Pero, más allá de las frías
estadísticas, debemos abordar la difícil
situación que atraviesan nuestros niños desde un
nivel más sutil, teniendo en cuenta los problemas
cotidianos antes de que lleguen a estallar abiertamente. Tal vez
los datos más reveladores en este sentido nos los
proporcione una investigación realizada a nivel nacional
entre niños y adolescentes norteamericanos comprendidos
entre los siete y los dieciséis años de edad, que
comparó la situación emocional de éstos a
mediados de la década de los setenta y a finales de la
década de los ochenta, y demostró la existencia de
un claro descenso en el grado de competencia emocional. Este
estudio, que se basa en las valoraciones realizadas por los
padres y los profesores, muestra un deterioro de la
situación a este respecto. Y no se trata de que exista un
solo problema sino que todos los indicadores apuntan en la misma
inquietante dirección. Estos son, en términos
generales, los ámbitos en los que ha habido un franco
empeoramiento:
•Marginación o problemas sociales:
tendencia al aislamiento, a la reserva y al mal humor; falta de
energía; insatisfacción y dependencia.
•Ansiedad y depresión: soledad;
excesivos miedos y preocupaciones; perfeccionismo; falta de
afecto; nerviosismo, tristeza y depresión.
•Problemas de atención o de
razonamiento: incapacidad para prestar atención y
permanecer quieto; ensoñaciones diurnas; impulsividad;
exceso de nerviosismo que impide la concentración; bajo
rendimiento académico; pensamientos obsesivos.
•Delincuencia o agresividad: relaciones con
personas problemáticas; uso de la mentira y el
engaño; exceso de justificación; desconfianza;
exigir la atención de los demás; desprecio por la
propiedad ajena; desobediencia en casa y en la escuela; mostrarse
testarudo y caprichoso; hablar demasiado; fastidiar a los demas y
tener mal genio.
Ninguno de estos problemas, considerado aisladamente, es
lo bastante poderoso como para llamar nuestra atención,
pero tomados en conjunto constituyen el claro indicador de la
existencia de cambios muy profundos, de un nuevo tipo de veneno
que emponzoña a nuestra infancia y que afecta
negativamente a su nivel de competencia emocional. Este
desasosiego emocional parece ser el precio que han de pagar los
jóvenes por la vida moderna. Por otra parte, aunque los
norteamericanos suelen considerar que sus problemas son
especialmente graves, las investigaciones realizadas en otros
países replican o incluso superan estos resultados. Por
ejemplo, en la década de los ochenta los maestros y los
padres de Holanda, China y Alemania encontraron en sus chicos los
mismos problemas que presentaban los niños americanos en
1976 y, en el caso de Australia, Francia o Thailandia, la
situación era todavía peor. Por último, es
muy posible que esta situación haya empeorado
todavía más porque, en la actualidad, la espiral
descendente de la competencia emocional parece haberse acelerado
más en los Estados Unidos que en el resto de las naciones
desarrolladas Y Ningún niño, ya sea rico o pobre,
está libre de riesgo, porque esta problemática es
universal y afecta a todos los grupos étnicos, raciales y
sociales. Así pues, aunque los niños pobres
manifiesten el peor índice de competencia emocional, su
grado de deterioro en las últimas décadas no ha
sido mayor que la de los niños de clase media o incluso
que la de los niños ricos, ya que todos muestran, en
definitiva, el mismo grado de deterioro. El número de
niños que han recibido ayuda psicológica
también se ha triplicado (aunque ésta tal vez sea
una buena señal que señale la existencia de
más recursos en este sentido) pero, al mismo tiempo,
también se ha duplicado el número de niños
que, a pesar de presentar serios problemas emocionales, no han
recibido ningún tipo de ayuda (un 9% en 1976 frente a un
18% en 1989, un signo, en este caso, negativo).
Une Bronfenbrenner, conocida psicóloga evolutiva
de la Universidad de Cornell que ha llevado a cabo un estudio
comparativo a escala mundial sobre el bienestar infantil, afirma:
«las presiones externas son tan grandes que, a falta de
un buen sistema de apoyo, hasta las familias más unidas
están empezando a fragmentarse. La incertidumbre, la
fragilidad y la inestabilidad de la vida cotidiana familiar
afectan a todos los segmentos de nuestra sociedad, incluyendo a
las personas acomodadas y con un elevado nivel cultural. Lo que
está en juego es nada menos que la próxima
generación -especialmente los varones-, que durante su
desarrollo son especialmente vulnerables ante las fuerzas
disgregadoras y los devastadores efectos del divorcio, la pobreza
y el desempleo. El estatus de las familias y los niños
estadounidenses es más inquietante que nunca […] Estamos
privando a millones de niños de sus capacidades y de sus
aptitudes morales».
Pero no se trata de un fenómeno exclusivamente
norteamericano sino de una situación global, puesto que el
mercado mundial busca abaratar los costes laborales y termina
haciendo mella sobre la familia. La nuestra es una época
en la que las familias se ven acosadas, en la que ambos padres
deben trabajar muchas horas y se ven obligados a dejar a los
niños abandonados a su propia suerte o, como mucho, al
cuidado del televisor; una época en la que muchos
niños crecen en condiciones de extrema pobreza; una
época en la que cada vez hay más familias con un
solo responsable; una época, en suma, en la que la
atención cotidiana que reciben los más
jóvenes raya en la negligencia. Todo esto supone, aun en
el caso de que los padres alberguen las mejores intenciones, el
menoscabo de los pequeños, innumerables y sustanciosos
intercambios familiares que van cimentando el desarrollo de las
facultades emocionales.
¿Qué podemos hacer, pues, si la familia ya
no cumple adecuadamente con su función de preparar a los
hijos para la vida?
Un análisis más detenido de los mecanismos
que subyacen cada uno de estos problemas concretos nos
ayudará a comprender la importancia de las habilidades
sociales y emocionales, y arrojará luz sobre las medidas
preventivas o correctivas más eficaces para encauzar a los
niños en una dirección más
adecuada.
EL CONTROL DE LA AGRESIVIDAD
El chico duro de mi escuela primaria se llamaba Jimmy,
un niño que estaba en cuarto curso cuando yo
todavía me hallaba en primero. Jimmy era capaz de robarte
el dinero para el almuerzo, coger tu bicicleta o darte un golpe
para llamar tu atención; era, en suma, el clásico
gamberro que no necesitaba la menor provocación para
enzarzarse en una pelea. Todos albergábamos una mezcla de
odio y temor hacia Jimmy, tratábamos de mantenernos a
distancia de él y, cuando se desplazaba por el patio del
recreo, era como si una especie de guardaespaldas invisible
mantuviera al resto de los niños alejados de su
camino.
Es evidente que los niños como Jimmy tienen
muchos problemas pero lo que no todo el mundo sabe es que una
conducta tan agresiva constituye un claro predictor de un futuro
igual de problemático. De hecho, cuando cumplió los
dieciséis años Jimmy estaba en la cárcel
condenado por atraco.
Hay muchos estudios que corroboran la persistencia de la
agresividad infantil en chicos como Jimmy. Como ya hemos visto en
otro lugar, los padres de los niños agresivos suelen
alternar la indiferencia con los castigos duros y
arbitrarios, una pauta que, comprensiblemente, fomenta la
paranoia y la agresividad.
Pero no todos los niños agresivos son
fanfarrones; algunos sólo son marginados sociales que
reaccionan desproporcionadamente ante las bromas o ante lo que
ellos interpretan como una ofensa o una injusticia. Todos, sin
embargo, comparten el mismo error de percepción que les
lleva a ver burlas donde no las hay, a imaginar que sus
compañeros son más hostiles de lo que en realidad
son, a tergiversar los actos más inocentes como si fueran
verdaderas amenazas y a responder, con demasiada frecuencia, de
manera agresiva, un comportamiento que no hace sino mantener a
sus compañeros más alejados todavía. Los
niños irascibles y solitarios son sumamente sensibles a
las injusticias y, en consecuencia, suelen considerarse
víctimas inocentes que nunca olvidan las múltiples
ocasiones en que han sido reprendidos -injustamente, en su
opinión- por sus maestros. Son niños, por
último, que, cuando montan en cólera, creen que
sólo disponen de una posible forma de reaccionar, repartir
golpes a diestro y siniestro.
Una investigación en la que un niño
agresivo y otro más pacífico tenían que
contemplar juntos una serie de vídeos nos permite apreciar
la incidencia de este sesgo perceptivo. En uno de los
vídeos, a un nino se le caen los libros cuando otro
tropieza con él, lo cual provoca las risas de un grupo
cercano. El niño entonces, visiblemente enfadado, sale
corriendo y trata de atrapar a alguno de los niños que se
han burlado de él. La entrevista posterior reveló
que, en aquel caso, los niños agresivos consideraban
plenamente justificada una respuesta agresiva. Aun más
elocuente si cabe es el hecho de que, en su valoración del
grado de agresividad de los niños que aparecían
discutiendo en el vídeo, los agresivos siempre
consideraban que el golpeado era el más violento y
justificaban plenamente el enfado del agresor. Esta peculiar
valoración da cuenta del profundo sesgo perceptivo que
aqueja a los niños desproporcionadamente agresivos, ya que
suelen actuar basándose en creencias de supuesta
hostilidad o amenaza, y prestan muy poca atención a lo que
realmente está ocurriendo. El hecho es que, una vez
asumida la existencia de una amenaza, se lanzan inmediatamente a
la acción.
Por ejemplo, en el caso de que un chico agresivo
esté jugando a las damas con otro y éste
último mueva una pieza a destiempo, el primero
interpretará el movimiento como una «trampa»
deliberada sin detenerse a considerar si ha sido un simple error
carente de toda mala intención. De este modo, el juicio
del niño agresivo siempre presupone la culpabilidad y no
la inocencia y, en consecuencia, su reacción
automática subsiguiente suele ser violenta. Y esa
percepción refleja de hostilidad se entremezcla con una
respuesta igualmente automática porque, en lugar de
decirle simplemente al otro niño que se ha equivocado, le
acusara, le gritará o le pegará. Y, cuantas
más respuestas de este tipo emita el niño,
más automática será su agresividad y
más estrecho el repertorio de posibles respuestas
alternativas (como mostrarse mas amable o hacer una broma al
respecto) de que dispondrá.
Estos niños son emocionalmente vulnerables y
presentan un bajo umbral de tolerancia que les lleva a encontrar
cada vez más motivos para sentirse ofendidos. Y el hecho
es que, una vez se pone en marcha este mecanismo, pierden la
capacidad de razonar, interpretan como hostiles los actos
más inocentes y se refugian en su hábito inveterado
de comenzar a propinar golpes. Este sesgo perceptivo hacia la
hostilidad ya resulta evidente en los primeros años de la
escuela. Aunque la mayor parte de las niñas y niños
-especialmente estos últimos- sólo se muestran
indisciplinados durante el período de la guardería
y el primer curso de la escuela primaria, los niños
más agresivos no logran aprender el mínimo
autocontrol hasta después del segundo curso.
Mientras otros aprenden a negociar y pactar para dirimir
las disputas que aparecen en el patio de recreo, los chicos
indisciplinados siguen confiando en la fuerza bruta, una conducta
que, sin embargo, tiene un elevado coste social, ya que, a las
dos o tres horas de producirse el primer altercado, suelen
caerles antipáticos a sus compañeros.
Las investigaciones que han seguido a este tipo de
niños desde la enseñanza preescolar hasta la
pubertad demuestran que más de la mitad de los alumnos que
durante el primer curso se mostraban destructivos, incapaces de
mantener una relación cordial con los demás,
desobedientes con sus padres y tercos con sus maestros,
comenzaron a delinquir a partir de los diez años de edad.
Por supuesto, con ello no estamos diciendo que todos los
niños agresivos estén condenados a caer en la
delincuencia y la violencia, pero lo cierto es que son quienes
más probabilidades tienen de llegar a cometer delitos
violentos.
Como acabamos de señalar, la propensión al
delito se manifiesta sorprendentemente pronto en la vida de estos
niños. Un estudio realizado entre niños de unos
cinco años de edad de una guardería de Montreal
demostró que, quienes manifestaban un grado más
elevado de agresividad e indisciplina, antes de haber cumplido
los catorce años de edad revelaron un índice de
delincuencia mucho más acusado, mostrando también
una tendencia tres veces superior a la de los demás a
golpear sin motivo alguno, a robar en una tienda, a utilizar
algún tipo de armas, a romper o robar piezas de un
automóvil y a emborracharse. Así pues, los
niños difíciles y agresivos emprenden el camino que
conduce a la violencia y a la delincuencia durante el primero y
el segundo curso. No es infrecuente, por otra parte, que su
escaso autocontrol les lleve también, desde los primeros
años de escolarizacion, a ser malos estudiantes,
estudiantes que suelen ser considerados por los demás -y
que se ven a sí mismos- como «tontos», un
juicio que se ve confirmado cuando se ven obligados a asistir a
clases de repaso (y que, por cierto, no hacen todos los
niños que manifiestan igual grado de
«hiperactividad» o de dificultades de aprendizaje).
Los niños que antes de ingresar en la escuela han sufrido
en su hogar un estilo educativo «coercitivo», suelen
ser más castigados por sus maestros, quienes se ven
obligados a invertir mucho tiempo en su disciplina. La constante
oposición a las normas de conducta del aula que estos
niños manifiestan espontáneamente supone una
pérdida preciosa de tiempo que podría aprovecharse
mejor. Por lo general, el fracaso académico se hace
evidente cuando los niños llegan tercer curso. Así
pues, si bien estos niños presentan un CI más bajo
que el de sus compañeros, la principal razón que
impulsa su camino hacia la delincuencia hay que buscarla en su
temperamento. De hecho, en los niños de diez años,
la impulsividad resulta un predictor de la tendencia posterior
hacia la delincuencia tres veces más adecuado que el CI Al
llegar al cuarto y quinto curso, estos chicos -que por el momento
sólo son considerados revoltosos o
«difíciles»- son rechazados por sus
compañeros, tienen serias dificultades para hacer amigos,
tienen problemas de fracaso escolar y, sintiéndose faltos
de toda amistad, gravitan en torno a otros marginados sociales.
De este modo, entre el cuarto y noveno curso se aglutinan
alrededor de algún grupo marginal y llevan una vida que
desafía las normas, mostrando una tendencia cinco veces
superior a la media a hacer novillos, beber alcohol y tomar
drogas, una situación que alcanza su punto culminante
durante el séptimo y octavo curso, un período en el
que suelen ser seguidos, a su vez, por otros niños
«rezagados», que se sienten atraídos por
ellos. Estos rezagados suelen ser niños más
pequeños, cuyas familias no se preocupan bastante de ellos
y que vagabundean a su antojo por las calles durante el periodo
de la educación primaria. En la época en que
tendrían que pasar al instituto, la tendencia a la
violencia que albergan los integrantes de estos grupos marginales
suele llevarles a abandonar los estudios y a verse implicados en
delitos menores, como hurtos en tiendas, robos y posesión
de drogas. (En este punto es necesario señalar la
existencia de una marcada diferencia entre los caminos seguidos
por las niñas y los de los niños. Un seguimiento
llevado a cabo entre las niñas «revoltosas» de
cuarto curso -pequeñas que tenían constantes
problemas con sus profesores, no respetaban las normas o eran
impopulares entre sus compañeros- puso de manifiesto que
el 40% de ellas ya había dado a luz un hijo antes de
concluir el instituto, una media, por cierto, tres veces superior
a la del resto de compañeras de su misma escuela. Dicho en
otras palabras, las adolescentes antisociales no se vuelven
violentas sino que se quedan embarazadas.)
No hay un único camino que conduzca a la
delincuencia y a la violencia. En este sentido hay que tener en
cuenta otros factores de riesgo, como el hecho de vivir en un
barrio con un alto grado de delincuencia -en el que los
niños se hallen expuestos a la invitación constante
al delito y a la violencia-, crecer en una familia con un elevado
grado de estrés o malvivir en condiciones de extrema
pobreza. Ninguno de estos factores, por sí solo, es el
causante inevitable de una vida entregada a la delincuencia.
Así pues, a la vista de que todos estos factores externos
tienen una importancia relativa similar, debemos concluir que las
fuerzas psicológicas internas que mueven al niño
indisciplinado desempeñan un papel determinante a la hora
de aumentar las probabilidades de que emprenda el camino que
conduce a la delincuencia. Como afirma Gerald Patterson, un
psicólogo que ha seguido de cerca las trayectorias de
cientos de niños hasta llegar a la juventud, «los
actos antisociales de un niño de cinco años son el
prototipo de los actos que cometerá un delincuente
juvenil».
UNA ESCUELA PARA NIÑOS
INDISCIPLINADOS
Las tendencias mentales que presentan los niños
agresivos perduran hasta que terminan teniendo problemas de uno u
otro tipo. Una investigación realizada sobre
jóvenes convictos de delitos violentos y estudiantes de
instituto especialmente agresivos demostró que ambos
grupos comparten las mismas tendencias mentales. Son personas
que, cuando tienen problemas con alguien, tienden
automáticamente a considerarlo como un adversario y
extraen conclusiones precipitadas sobre su hostilidad sin recabar
más información ni buscar formas más
pacíficas de dirimir sus diferencias. Tampoco suelen
detenerse a considerar las posibles consecuencias negativas de un
desenlace violento (generalmente una pelea). Para ellos, la
violencia está plenamente justificada por creencias tales
como «está bien pegarle a alguien que te
cuaja», «si evitas las peleas todo el mundo
pensará que eres un cobarde» o «no es tan
grave darle un puñetazo a alguien». Pero una ayuda a
tiempo podría transformar estas actitudes e interrumpir el
camino del niño hacia la delincuencia. Existen varios
programas experimentales que han conseguido que los niños
agresivos aprendan a dominar sus tendencias antisociales antes de
que terminen desembocando en problemas más serios. Uno de
estos programas, diseñado en la Universidad de Duke,
trabajó con un grupo de niños agresivos de la
escuela primaria, proclives al enojo. Las sesiones de
entrenamiento duraron cuarenta minutos y se dieron dos veces por
semana durante un período de seis a doce semanas. Ese
programa les enseñaba, por ejemplo, que eran parte de las
señales que ellos interpretaban como hostiles eran, en
realidad, neutrales e incluso amistosas. También
debían aprender a adoptar la perspectiva de los otros
niños para tratar de comprender lo que pensaban de ellos
en los momentos en que perdían el control. El programa
también incluía un adiestramiento directo en el
dominio del enfado mediante una especie de psicodrama en el que
debían representar escenas que reproducían
situaciones que podían hacerles perder los estribos. Una
de las habilidades clave que se les enseñaba para dominar
el enfado consistía en prestar atención a sus
propias sensaciones, haciéndoles tomar conciencia, por
ejemplo, del rubor o de la tensión muscular -que
acompañan al enfado- y considerarlas como una señal
de alarma que les indica cuándo deben detenerse a
considerar el siguiente paso que dar en lugar de comenzar a
repartir golpes a diestro y siniestro.
En opinión de John Lochman, psicólogo de
la Universidad de Duke que formaba parte del equipo que
diseñó este programa: « Los niños
hablan de las situaciones en que se han visto implicados
recientemente, como, por ejemplo, haber sido empujados en el
pasillo de entrada a la escuela, y exponen las posibles
alternativas de que disponen para afrontar la situación en
caso de que consideren que ha sido a propósito. Por
ejemplo, un chico me dijo que se limitaba a mirar fijamente al
muchacho que le había empujado, le decía que no
volviera a repetirlo y seguía su camino. Aquello le
situaba en una posición de cierto dominio en la que, al
tiempo que mantenía elevada su autoestima, no tenía
necesidad de iniciar ninguna pelea».
Aquí debemos subrayar un hecho importante, ya que
la mayoría de los muchachos agresivos se sienten muy
incómodos con la facilidad con que pierden los estribos,
lo cual hace también que se muestren muy dispuestos a
aprender a dominar esta situación. Es evidente que, en los
momentos críticos, las respuestas calculadas, como seguir
caminando o contar hasta diez hasta que se desvanezca el impulso
a pelearse, no surgen de manera automática. Por esto, la
representación de escenas imaginarias, como, por ejemplo,
subir a un autobús en el que otros chicos se burlan de
ellos, les ofrece la posibilidad de practicar respuestas
alternativas amistosas que les permitan mantener su dignidad y
evitar las reacciones tales como golpear, gritar o salir
corriendo.
Tres años después de que los muchachos se
hubieran sometido al entrenamiento, Lochman efectuó un
estudio comparativo entre ellos y otros que presentaban un grado
de agresividad similar pero que no se habían beneficiado
de las sesiones de control del enfado y descubrió que,
durante la adolescencia, los chicos que se habían sometido
al programa se mostraban mucho más disciplinados en clase,
albergaban sentimientos más positivos sobre sí
mismos y estaban mucho menos predispuestos a beber alcohol y a
tomar drogas. En resumen, pues, cuanto mayor habia sido el tiempo
de adiestramiento en el programa, menor era el grado de
agresividad que manifestaban en la adolescencia.
LA PREVENCIÓN DE LA
DEPRESIÓN
Dana, de dieciséis años, parecía
desenvolverse sin problemas pero, de pronto, dejó de poder
relacionarse con las otras muchachas y, lo que era mucho peor, no
sabía cómo conservar a y sus novios, aunque se
acostara con ellos. Taciturna y constantemente fatigada, Dana
perdió interés por la comida y por las diversiones.
Decía que se sentía desesperanzada e impotente para
hacer algo que le permitiera escapar de ese estado de
ánimo y que incluso había llegado a pensar en el
suicidio.
Esta caída en la depresión había
sido causada por una reiente ruptura. Según decía,
no sabía salir con un chico sin mantener relaciones
sexuales con él -aunque no le gustara- y tampoco
sabía cómo poner fin a una relación por
más insatisfactoria que ésta fuera. Por otra parte,
aunque se acostara con los chicos, lo único que deseaba
era llegar a conocerlos mejor.
Dana acababa de cambiar de instituto y se sentía
muy insegura acerca de su capacidad para entablar nuevas
amistades. No obstante, se abstenía de iniciar una
conversación y sólo respondía cuando alguien
le dirigía la palabra. Se sentía incapaz de
manifestar sus verdaderos sentimientos y ni siquiera sabía
qué decir después del habitual «Hola,
¿qué tal?»
Dana emprendió entonces una terapia en un
programa experimental para adolescentes deprimidos promovido por
la Universidad de Columbia. El objetivo de este programa
consistía en ayudar a los jóvenes a enfocar
más adecuadamente sus relaciones, conservar las amistades,
confiar en los demás, establecer límites sobre la
proximidad sexual, desarrollar la capacidad de tener amigos
íntimos y expresar los propios sentimientos; una clase de
capacitación, en suma, de las habilidades emocionales
fundamentales que, en el caso de Dana, resultó tan
sumamente eficaz que su depresión terminó
desapareciendo.
Los problemas de relación -tanto con los padres
como con los compañeros- constituyen el detonante
más frecuente de la depresión entre los
adolescentes. Los niños y los adolescentes deprimidos se
muestran remisos o incapaces de hablar de su depresión, no
suelen ser muy diestros para etiquetar adecuadamente sus
sentimientos y tienden a ser irritables, impacientes, caprichosos
y malhumorados, especialmente con sus padres, lo cual constituye
una dificultad añadida a la hora de que éstos les
brinden la guía y el soporte emocional que el niño
deprimido tanto necesita, iniciando así un círculo
vicioso que suele originar toda clase de disputas.
Una observación minuciosa de las causas de la
depresión juvenil señala la presencia de
serias deficiencias en dos competencias emocionales
fundamentales: la capacidad de relacionarse y la forma de
interpretar los reveses y contratiempos de la
vida.
Aunque la tendencia a la depresión tenga un
origen parcialmente genético, su causa principal parece
radicar en los hábitos mentales pesimistas -aunque
reversibles- que predisponen a los niños a reaccionar ante
los pequeños contratiempos de la vida -las malas notas,
las discusiones con los padres o el rechazo social-
sumiéndose en la depresión. Y existen indicios que
nos sugieren que la predisposición a la depresión
-cualquiera sea su causa- está extendiéndose a gran
velocidad entre los jóvenes.
EL PRECIO DE LA MODERNIDAD: EL AUMENTO DE
LA DEPRESIÓN
Del mismo modo que el siglo XX ha estado
caracterizado por ser la Era de la Ansiedad, los
años que jalonan el final de este milenio parecen anunciar
el advenimiento de una Era de la Melancolía. Todos
los datos parecen hablarnos de una epidemia de depresión a
escala mundial, una epidemia que corre pareja a la
expansión del estilo de vida del mundo moderno. Desde los
comienzos de este siglo, cada nueva generación se ha visto
más expuesta que la precedente a sufrir depresión,
y no nos referimos sólo a la melancolía sino a la
insensibilidad, el abatimiento, la autocompasión y la
desesperación. Y no sólo esto, sino que los
episodios depresivos se inician a una edad cada vez más
temprana. De este modo, la depresión infantil
-desconocida o, cuanto menos, no reconocida en el pasado-
está emergiendo como un decorado cada vez más
frecuente en el escenario del mundo actual.
Aunque las probabilidades de padecer una
depresión se incrementan con la edad, en la actualidad el
aumento más alarmante se produce entre los individuos
más jóvenes. La probabilidad de que una persona
nacida después de 1955 sufra una depresión mayor a
lo largo de la vida es -en un buen número de
países- tres veces, al menos, superior a la de sus
abuelos. El porcentaje de personas aquejadas de depresión
en algún momento de su vida entre los norteamericanos
nacidos antes de 1905, era sólo de un 1% pero,
después de 1955, la proporción de personas
deprimidas antes de haber cumplido los veinticuatro años
ha aumentado hasta el 6%. Por su parte, la probabilidad de que
los nacidos entre 1945 y 1954 experimenten una depresión
antes de llegar a los treinta y cuatro años es diez veces
superior a las de las personas nacidas entre 1905 y 1914. De este
modo, a medida que ha ido transcurriendo el siglo, la
irrupción del primer episodio de depresion tiende a
ocurrir a una edad cada vez más temprana.
Un estudio de alcance mundial efectuado sobre más
de treinta y nueve mil personas mostró la misma tendencia
en países como Puerto Rico, Canadá, Italia,
Alemania, Francia, Taiwan, Líbano y Nueva Zelanda. En el
caso de Beirut, por ejemplo, el aumento de la proporción
de depresiones corría pareja a la marcha de los
acontecimientos políticos, de tal manera que la tendencia
se disparaba en determinados momentos de la guerra civil.En el
caso de Alemania, el promedio de depresión era de un 4,4%
para las personas nacidas antes de 1914, mientras que el
porcentaje de depresiones de los nacidos en la década
anterior a 1944 era, a la edad de treinta y cuatro años,
de un 14%. De este modo, las generaciones que han crecido durante
períodos de turbulencia política presentan
proporciones mayores de depresión, aunque la tendencia
general ascendente, dicho sea de paso, parece ser independiente
de las circunstancias políticas.
El descenso de la edad en que suele aparecer el primer
brote de depresión también parece mostrar una
tendencia uniforme a nivel mundial. Veamos ahora las razones que
adujeron algunos especialistas para tratar de explicar esta
situación.
Según el doctor Frederick Goodwin, director del
Instituto Nacional de Salud Mental: «durante este
tiempo, el núcleo familiar ha experimentado una tremenda
erosión, el número de divorcios se ha duplicado,
los padres dedican menos tiempo a sus hijos y se ha producido un
aumento de inestabilidad laboral. En la actualidad resulta
prácticamente imposible crecer manteniendo estrechos lazos
con todos los miembros de la familia extensa. En mi
opinión, la pérdida de una fuente sólida de
identificación es la principal causa del aumento de la
depresión». Director del departamento de psie
Medicina de la Universidad de Pittsla hipótesis:
«con la expansión de la inolugar después de
la II Guerra Mundial que han podido seguir creciendo en un
proporción que ha propiciado el crecimiento de la adres
hacia las necesidades del desarrollo de e esto no pueda
considerarse como una causa directa de la depresión, lo
cierto es que predispone a cierta vulnerabilidad. El
estrés emocional precoz puede afectar al desarrollo
neurológico y abocar, incluso décadas
después, a la depresión cuando uno se halle
sometido a nuevas condiciones de
tensión».
En opinión de Martin Seligman, psicólogo
de la Universidad de Pennsylvania: «durante los
últimos treinta o cuarenta años hemos asistido a un
ascenso del individualismo y a un declive paralelo de las
creencias religiosas y del sostén proporcionado por la
comunidad y por la familia, todo lo cual supone la
pérdida de una serie de recursos útiles para
amortiguar los reveses y fracasos de la vida. En la medida en que
uno considere el fracaso como una situación permanente y
lo magnifique hasta llegar a imbuir todas las facetas de la
propia vida, se hallará predispuesto a dejar que un
revés momentáneo se convierta en una fuente
duradera de impotencia y desesperación. Pero, si uno
cuenta con una perspectiva más amplia -como la creencia en
Dios o en la vida después de la muerte– y, por ejemplo,
pierde su trabajo, el fracaso quedará circunscrito a una
situación provisional.».
Pero, sea cual fuere su causa, la depresión
infantil y juvenil constituye un problema verdaderamente
acuciante. Las estimaciones realizadas en los Estados Unidos
varían considerablemente en lo que respecta al porcentaje
de niños y adolescentes aquejados de depresión en
un año concreto, en contraste con la vulnerabilidad
mostrada a lo largo de toda la vida. Ciertos estudios
epidemiológicos que utilizan criterios muy estrictos -como
los empleados para establecer el diagnóstico médico
de los síntomas de la depresión- han descubierto
que la incidencia anual de la depresión mayor en las
niñas y niños de edades comprendidas entre los diez
y los trece años, es del orden de un 8 o un 9%, aunque
existen otros estudios que hacen descender este porcentaje a la
mitad (e incluso otros que la reducen a un 2%). En lo que se
refiere a la adolescencia, algunos datos sugieren que este
promedio casi podría duplicarse, ya que más del 16%
de las chicas de entre catorce y dieciséis años han
sufrido un brote depresivo mientras que el promedio, en el caso
de los chicos, sigue siendo el mismo.
LA DEPRESION INFANTIL
Pero el descubrimiento de que los brotes benignos de
depresion infantil auguran episodios más severos durante
la vida posterior no sólo demuestra la necesidad de tratar
la depresión infantil sino también de prevenirla.
Este hallazgo contradice la antigua opinión de que la
depresión infantil carece de importancia a largo plazo
porque los niños «se desprenden naturalmente de
ella» a lo largo de su proceso de crecimiento. Es evidente
que todos los niños se entristecen alguna que otra vez y
que, al igual que ocurre en la madurez, la niñez y la
adolescencia son épocas de decepciones ocasionales y
pérdidas más o menos importantes que van
acompañadas del correspondiente pesar. Pero la necesidad
de prevención de la que estamos hablando no se refiere
tanto a esas ocasiones como a aquellos otros estados de
melancolía mucho más graves en los que la espiral
del abatimiento hunde lentamente a los niños en la
pesadumbre, la desesperación, la irritabilidad y el
repliegue en sí mismos.
Según los datos recogidos por Maria Kovacs,
psicóloga del Western Psychiatric Institute and Clinie de
Pittsburgh, tres cuartas partes de los niños que se vieron
obligados a recibir tratamiento a causa de una depresión
grave, después sufrieron recaídas. La
investigación realizada por Kovacs se inició cuando
los niños diagnosticados de depresión contaban ocho
años de edad y prosiguió con un seguimiento
periódico que, en algunos casos, se prolongó hasta
los veinticuatro.
La duración promedio de los episodios depresivos
infantiles fue de unos once meses, aunque uno de cada seis
persistía hasta los dieciocho. Por su parte, la
depresión moderada que, en algunos niños,
aparecía a los cinco años de edad, era menos
incapacitante pero tendía a ser más duradera (una
media de cuatro años).
Kovacs también descubrió que los
niños que sufrían una depresión menor eran
proclives a que ésta se agravara y desembocara en una
depresión mayor (la denominada doble depresión). Y
quienes desarrollaban una doble depresión mostraban, por
su parte, una mayor tendencia a sufrir episodios recurrentes en
años posteriores. Al llegar a la adolescencia y al
comienzo de la edad adulta, los niños que habían
pasado por algún episodio depresivo sufrían, por
término medio, depresiones o trastornos
maníaco-depresivos uno de cada tres
años.
Pero el precio que tienen que pagar estos niños
va más allá del sufrimiento causado por la
depresión. En opinión de Kovac: «los
muchachos aprenden el ejercicio de las habilidades sociales en
las relaciones que establecen con sus compañeros. Si uno,
por ejemplo, desea algo de lo que carece, ve cómo otros
niños resuelven esta situación y luego trata de
conseguirlo por sí mismo. Pero los niños deprimidos
suelen terminar engrosando las filas de los marginados, de los
niños con los que nadie quiere jugar». La
suspicacia y la tristeza que sienten estos niños les hace
rehuir los contactos sociales o mirar hacia otro lado cuando
alguien trata de establecer contacto con ellos, un signo que
suele interpretarse como rechazo. El resultado final es que los
niños deprimidos terminan siendo ignorados o rechazados.
Este tipo de carencia en su bagaje interpersonal les impide sacar
partido del aprendizaje natural que se produce en medio de la
bulliciosa actividad del patio de recreo y así suelen
acabar arrastrando un lastre emocional y social del que
deberán desprenderse cuando salgan de la depresión.
En suma, el hecho es que los niños deprimidos son
más ineptos socialmente, tienen menos amigos, son menos
elegidos como compañeros de juego, suelen caer menos
simpáticos y, en consecuencia, tienen más problemas
de relación.
Otro precio que deben pagar estos niños por su
depresión es el pobre rendimiento escolar. La
depresión dificulta la memoria y la concentración,
impidiéndoles prestar atención y asimilar lo que se
les enseña. Un niño que no siente ilusión
por nada encontrará prácticamente imposible acopiar
la energía suficiente para que las lecciones del profesor
le estimulen de algún modo (por no mencionar la
incapacidad de experimentar el estado de
«flujo», del que hablábamos en el
capítulo 6). Según el estudio de Kovac, pues, los
niños cuyos episodios depresivos son más
prolongados obtienen peores calificaciones y suelen ir atrasados
en sus estudios. En realidad, parece existir una relación
directa entre el período de tiempo que un niño
permanece deprimido y su rendimiento escolar, con una
caída en picado durante el transcurso del episodio
depresivo. Por su parte, este pobre rendimiento académico
no hace sino complicar la depresión porque, como afirma
Kovac: «no es difícil comprender lo que ocurre
cuando uno comienza a sentirse deprimido y le suspenden, teniendo
que quedarse en casa a estudiar y sin poder salir a jugar con los
demás».
LAS PAUTAS DEL PENSAMIENTO
DEPRESOGENO
Al igual que ocurre con los adultos, las
interpretaciones pesimistas de los contratiempos de la vida
parecen alimentar la desesperanza y la impotencia que yacen en el
núcleo de la depresión infantil. Hace mucho tiempo
que se sabe que las personas que ya están deprimidas
albergan este tipo de pensamientos, lo que resulta sorprendente
es que los niños propensos a la melancolía tienden
a albergar esta visión pesimista antes de caer en la
depresión, una circunstancia que abre la posibilidad de
inocularles algún tipo de vacuna contra la
depresión antes de que ésta se apodere de
ellos.
Los estudios sobre las creencias que sustentan los
niños acerca de las posibilidades que tienen de controlar
lo que les sucede o de su capacidad para transformar
positivamente sus vidas nos brindan una prueba evidente en este
sentido. Esto es algo que podemos constatar en las valoraciones
que hacen los niños sobre sí mismos en frases tales
como «no tengo dificultades para resolver los problemas
cuando éstos se presentan» o «si me esfuerzo
soy capaz de sacar buenas notas». Los niños que son
incapaces de pensar de esta manera sienten que no pueden hacer
nada para cambiar las cosas, lo cual genera una sensación
de impotencia que es más acusada en el caso de los
niños más deprimidos. En un determinado estudio se
sometió a observación a varios alumnos de quinto y
sexto curso pocos días después de recibir sus hojas
de calificaciones que, como todos recordaremos, suelen ser una de
las principales fuentes de alegría o de
desesperación durante la infancia. Los investigadores
descubrieron una marcada diferencia en la forma en que cada
niño se reafirma cuando recibe una calificación
peor de la esperada. En este sentido, los niños que
consideran que sus malas notas son el resultado de algún
tipo de deficiencia personal («soy estúpido»)
se sienten más deprimidos que aquéllos otros que
encuentran una explicación que deja abierta la posibilidad
de hacer algo para transformar las cosas («si me esfuerzo
más podré sacar mejores notas en
matemáticas»). Los investigadores estudiaron
también a un grupo de alumnos de tercero, cuarto y quinto
curso que eran objeto del rechazo de sus compañeros y
efectuaron un seguimiento de aquéllos que seguían
siendo marginados al año siguiente, descubriendo que un
factor decisivo en la génesis de la depresión era
el modo en que estos niños se explicaban a sí
mismos el rechazo del que eran objeto. Quienes consideraban que
el rechazo se debía a alguna especie de defecto personal
eran más proclives a la depresión, mientras que los
niños más optimistas, los que sentían que
podían hacer algo para mejorar la situación, no se
sentían especialmente deprimidos a pesar del rechazo
constante de que eran objeto. Otro estudio demostró que
los niños que tenían una actitud pesimista cuando
estaban a punto de efectuar la difícil transición
al séptimo curso, eran más proclives a la
depresión cuando debían enfrentarse al nuevo nivel
de exigencias de la escuela o del hogar. Pero la prueba
más palpable de que la actitud pesimista predispone a la
depresión nos la proporciona un seguimiento de cinco
años de duración iniciado cuando los niños
estaban en tercer curso. El predictor más decisivo de la
depresión entre los niños más
pequeños resultó ser una actitud pesimista ante la
vida en conjunción con un acontecimiento
traumático importante, como, por ejemplo el divorcio
de los padres o el fallecimiento de un familiar (situaciones, en
suma, que no sólo conmueven y angustian al niño,
sino que también suelen privarle del apoyo y el consuelo
de sus padres). No obstante, a lo largo de la escuela primaria
tiene lugar un cambio significativo en su forma de interpretar
las causas de los acontecimientos positivos y negativos que les
toca vivir, achacándolos, cada vez más, a sus
propios rasgos personales («saco buenas notas porque soy
listo» o «no tengo muchos amigos porque no soy
divertido»). Este cambio parece tener lugar entre el tercer
y quinto curso y. cuando ocurre, quienes sustentan una actitud
pesimista -y atribuyen la causa de los infortunios a un defecto
intrínseco- comienzan a ser presa de estados de
ánimo depresivos. Y lo que es más importante
todavía, la misma depresión contribuye a reforzar
las pautas de pensamiento pesimistas, de modo que, aun cuando la
depresión desaparezca, el niño queda marcado con
una especie de cicatriz emocional, un conjunto de creencias
alimentadas por la depresión y consolidadas por su
pensamiento (que no es buen estudiante o que es
antipático) que le impiden escapar de su sombrío
estado de ánimo. Estas ideas fijas hacen que el
niño sea más vulnerable a caer nuevamente en la
depresión.
LA FORMA DE ACABAR CON LA
DEPRESION
Pero existen fundadas esperanzas de que es posible
enseñar a los niños formas más eficaces de
afrontar los problemas y disminuir así el riesgo de la
depresión infantil. En un estudio llevado a cabo en un
instituto de Oregón, uno de cada cuatro estudiantes
mostraba lo que los psicólogos denominan una
«depresión moderada», una
depresión que, aunque no reviste la suficiente gravedad
como para afirmar que excede el grado de insatisfacción
natural, bien podría constituir la antesala de una
depresión auténtica.
Setenta y cinco estudiantes aquejados de esta
depresión moderada aprendieron, en una clase especial
fuera del horario habitual lectivo, a modificar las pautas de
pensamiento generalmente
A diferencia de lo que ocurre con los adultos, la
medicación no parece ofrecer una alternativa para el
tratamiento de la depresión infantil que pueda sustituir a
la terapia o a la educación preventiva. La
investigación ha demostrado que, en el caso de los
niños, los antidepresivos tricíclicos -que tanto
éxito han tenido en el tratamiento de los adultos- no son
mejores que la administración de un placeho, efecto de las
nuevas medicaciones antidepresivas, como por ejemplo el Prozac,
todavía no ha sido estudiado en los
niños.
Por su parte, la desipramina, uno de los
tricíclicos más utilizados (y más seguros)
para el tratamiento de los adultos, está siendo
actualmente ohjeto de estudio por parte del FDA Feod and Drues
Administration, como una posible causa de mortatidad infantil,
asociadas a ese estado, a hacer amigos, a relacionarse mejor con
sus padres y a comprometerse en aquellas actividades sociales que
les resultaban más atractivas. El 55% de los participantes
en el programa, de ocho semanas de duración, logró
recuperarse de su depresión, algo que sólo
consiguió el 25% de los estudiantes deprimidos que no se
habían beneficiado del programa. Un año más
tarde, el 25% de los componentes del grupo de control
había caído en una depresión mayor frente al
14% de los alumnos que habían participado en el programa
de prevención. Así pues, aunque el programa
sólo durase ocho sesiones, redujo a la mitad el riesgo de
contraer una depresión. El mismo tipo de conclusiones
esperanzadoras nos ofrece un programa especial de frecuencia
semanal dirigido a niños de edades comprendidas entre los
diez y los trece años que tenían frecuentes
disputas con sus padres y que también presentaban
síntomas de depresión. Durante estas sesiones
extraescolares los niños aprendían ciertas
habilidades emocionales básicas, como hacer frente a los
problemas, pensar antes de actuar y, tal vez lo mas importante,
revisar y modificar las creencias pesimistas ligadas a la
depresión (como, por ejemplo, tomar la firme
resolución de esforzarse más en el estudio
después de haber obtenido malos resultados en un examen,
en vez de pensar «no soy lo suficientemente
listo»).
En opinión del psicólogo Martin Seligman,
uno de los creadores de este programa de doce semanas de
duración: «en estas clases los niños
aprenden que es posible hacer frente a estados de ánimo
como la ansiedad, el abatimiento o el enfado, y que la
transformación de nuestros pensamientos nos permite, en
cierto modo, transformar también nuestros
sentimientos». Según Seligman, el hecho de
hacer frente a los pensamientos depresivos disipa las tinieblas
del estado de ánimo negativo y «sólo
depende del esfuerzo sostenido momento a momento el que esto
termine convirtiéndose en un
hábito».
Estas sesiones especiales también redujeron a la
mitad la frecuencia de las depresiones después de dos
años de haber concluido el programa. Al cabo de un
año, sólo el 8% de los participantes arrojaron unos
resultados en un test sobre depresión que los situaba en
un nivel entre moderado y grave, (frente al 29% de los
niños pertenecientes al grupo de control), mientras que,
dos años después, el 20% de los muchachos que
habían seguido el curso mostraban algunos síntomas
de depresión moderada (en comparación con el 44%
del grupo de control).
El aprendizaje de estas habilidades emocionales puede
resultar especialmente útil en plena adolescencia. Como
observa Seligman: «estos chicos suelen estar mejor
preparados para afrontar la ansiedad normal que experimenta el
adolescente frente al rechazo, y parecen haber aprendido esta
habilidad en un período especial mente crítico para
la depresión que tiene lugar alrededor de los diez
años de edad. Después de aprendida, esta
lección parece persistir e incluso fortalecerse en el
curso de los años posteriores, sugiriendo claramente su
aplicabilidad a la vida cotidiana».
Los especialistas en la depresión infantil se
muestran sumamente esperanzados con la aparición de estos
nuevos programas.
Según me comentaba Kovac: «si queremos
intervenir eficazmente en problemas psiquiátricos tales
como la depresión, tenemos que hacer algo antes de que los
niños enfermen. La única solucion parece pasar por
algún tipo de vacuna psicológica».
LOS TRASTORNOS ALIMENTICIOS
En una epoca en la que estudiaba psicología
clínica a finales de los sesenta, conocí a dos
mujeres que sufrían trastornos de la conducta alimentaria,
aunque sólo me di cuenta de ello varios años
después. Una de ellas, una brillante licenciada en
matemáticas por Harvard, era amiga mía desde mis
días de estudiante universitario, la otra era
bibliotecaria del MIT (Massachusetts Institute ol Technology) Mi
amiga matemática se hallaba esqueléticamente
delgada pero no podía comer porque, según
decía, «la comida le repugnaba»; en cambio, la
bibliotecaria era gruesa y solía atiborarse de helados,
pastel de zanahoria y todo tipo de dulces aunque después
-como me confesó avergonzada en cierta ocasión-
solía ir al servicio a provocarse el
vómito.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |