- El
desafío de Aristóteles - ¿Por qué esta investigacion
ahora? - El
cerebro emocional - La
naturaleza de la inteligencia emocional - Inteligencia emocional
aplicada - Una
puerta abierta a la oportunidad - La
alfabetización emocional - Notas
El desafío de
Aristóteles
Cualquiera puede enfadarse, eso es algo
muy sencillo.Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado
exacto, en el momento oportuno. Con el propósito justo y
del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan
sencillo.Aristóteles, Ética a
Nicómaco.
Era una bochornosa tarde de agosto en la ciudad de Nueva
York. Uno de esos días asfixiantes que hacen que la gente
se sienta nerviosa y malhumorada. En el camino de regreso a mi
hotel, tomé un autobús en la avenida Madison y,
apenas subí al vehículo, me impresionó la
cálida bienvenida del conductor, un hombre de raza negra
de mediana edad en cuyo rostro se esbozaba una sonrisa
entusiasta, que me obsequió con un amistoso
«¡Hola! ¿Cómo está?», un
saludo con el que recibía a todos los viajeros que
subían al autobús mientras éste iba
serpenteando por entre el denso tráfico del centro de la
ciudad. Pero, aunque todos los pasajeros eran recibidos con
idéntica amabilidad, el sofocante clima del día
parecía afectarles hasta el punto de que muy pocos le
devolvían el saludo.
No obstante, a medida que el autobús reptaba
pesadamente a través del laberinto urbano, iba teniendo
lugar una lenta y mágica transformación. El
conductor inició, en voz alta, un diálogo consigo
mismo, dirigido a todos los viajeros, en el que iba comentando
generosamente las escenas que desfilaban ante nuestros ojos:
rebajas en esos grandes almacenes, una hermosa exposición
en aquel museo y qué decir de la película
recién estrenada en el cine de la manzana siguiente. La
evidente satisfacción que le producía hablarnos de
las múltiples alternativas que ofrecía la ciudad
era contagiosa, y cada vez que un pasajero llegaba al final de su
trayecto y descendía del vehículo, parecía
haberse sacudido de encima el halo de irritación con el
que subiera y, cuando el conductor le despedía con un
«¡Hasta la vista! ¡Que tenga un buen
día!», todos respondían con una abierta
sonrisa.
El recuerdo de aquel encuentro ha permanecido conmigo
durante casi veinte años. Aquel día acababa de
doctorarme en psicología, pero la psicología de
entonces prestaba poca o ninguna atención a la forma en
que tienen lugar estas transformaciones.
La ciencia psicológica sabía muy poco -si
es que sabía algo- sobre los mecanismos de la
emoción. Y, a pesar de todo, no cabe la menor duda de que
el conductor de aquel autobús era el epicentro de una
contagiosa oleada de buenos sentimientos que, a traves de sus
pasajeros, se extendía por toda la ciudad. Aquel conductor
era un conciliador nato, una especie de mago que tenía el
poder de conjurar el nerviosismo y el mal humor que atenazaban a
sus pasajeros, ablandando y abriendo un poco sus
corazones.
Veamos ahora el marcado contraste que nos ofrecen
algunas noticias recogidas en los periódicos de la
última semana:
En una escuela local, un niño de nueve
años, aquejado de un acceso de violencia porque unos
compañeros de tercer curso le habían llamado
«mocoso», vertió pintura sobre pupitres,
ordenadores e impresoras y destruyó un automóvil
que se hallaba estacionado en el aparcamiento.
Ocho jóvenes resultan heridos a causa de un
incidente ocurrido cuando una multitud de adolescentes se
apiñaban en la puerta de entrada de un club de rap de
Manhattan. El incidente, que se inició con una serie de
empujones, llevó a uno de los implicados a disparar sobre
la multitud con un revólver de calibre 38. El periodista
subraya el aumento alarmante de estas reacciones
desproporcionadas ante situaciones nimias que se interpretan como
faltas de respeto.
Según un informe, el cincuenta y siete por ciento
de los asesinatos de menores de doce años fueron cometidos
por sus padres o padrastros. En casi la mitad de los casos, los
padres trataron de justificar su conducta aduciendo que «lo
único que deseaban era castigar al pequeño».
Cuya falta, la mayoría de las veces, había
consistido en una «infracción» tan grave como
ponerse delante del televisor, gritar o ensuciar los
pañales.
Un joven alemán es juzgado por provocar un
incendio que terminó con la vida de cinco mujeres y
niñas de origen turco mientras éstas
dormían. El joven, integrante de un grupo neonazi,
trató de disculpar su conducta aludiendo a su
inestabilidad laboral, a sus problemas con el alcohol y a su
creencia de que los culpables de su mala fortuna eran los
extranjeros. Y, con un hilo de voz apenas audible,
concluyó su declaración diciendo «Me
arrepentiré toda la vida. Estoy profundamente avergonzado
de lo que hicimos».
A diario, los periódicos nos acosan con noticias
que hablan del aumento de la inseguridad y de la
degradación de la vida ciudadana. Fruto de una
irrupción descontrolada de los impulsos.
Pero este tipo de noticias simplemente nos devuelve la
imagen ampliada de la creciente pérdida de control sobre
las emociones que tiene lugar en nuestras vidas y en las vidas de
quienes nos rodean. Nadie permanece a salvo de esta marea
errática de arrebatos y arrepentimientos que, de una
manera u otra, acaba salpicando toda nuestra vida.
En la última década hemos asistido a un
bombardeo constante de este tipo de noticias que constituye el
fiel reflejo de nuestro grado de torpeza emocional, de nuestra
desesperación y de la insensatez de nuestra familia, de
nuestra comunidad y, en suma, de toda nuestra sociedad. Estos
años constituyen la apretada crónica de la rabia y
la desesperación galopantes que bullen en la callada
soledad de unos niños cuya madre trabajadora los deja con
la televisión como única niñera, en el
sufrimiento de los niños abandonados, descuidados o que
han sido víctimas de abusos sexuales y en la mezquina
intimidad de la violencia conyugal. Este malestar emocional
también es el causante del alarmante incremento de la
depresión en todo el mundo y de las secuelas que lo deja
tras de sí la inquietante oleada de la violencia:
escolares armados, accidentes automovilísticos que
terminan a tiros, parados resentidos que masacran a sus antiguos
compañeros de trabajo, etcétera. Abuso emocional,
heridas de bala y estrés postraumático son
expresiones que han llegado a formar parte del léxico
familiar de la última década, al igual que el
moderno cambio de eslogan desde el jovial «¡Que tenga
un buen día!» a la suspicacia del
«¡Hazme tener un buen día!».
Este libro constituye una guía para dar sentido a
lo aparentemente absurdo. En mi trabajo como psicólogo y
-en la última década- como periodista del New York
Times, he tenido la oportunidad de asistir a la evolución
de nuestra comprensión científica del dominio de lo
irracional. Desde esta privilegiada posición he podido
constatar la existencia de dos tendencias contrapuestas, una que
refleja la creciente calamidad de nuestra vida emocional y la
otra que nos parece brindarnos algunas soluciones sumamente
esperanzadoras.
¿Por
qué esta investigacion ahora?
A pesar de la abundancia de malas noticias, durante la
última década hemos asistido a una eclosión
sin precedentes de investigaciones científicas sobre la
emoción, uno de cuyos ejemplos más elocuentes ha
sido el poder llegar a vislumbrar el funcionamiento del cerebro
gracias a la innovadora tecnología del escáner
cerebral. Estos nuevos medios tecnológicos han desvelado
por vez primera en la historia humana uno de los misterios
más profundos: el funcionamiento exacto de esa intrincada
masa de células mientras estamos pensando, sintiendo,
imaginando o soñando.
Este aporte de datos neurobiológicos nos permite
comprender con mayor claridad que nunca la manera en que los
centros emocionales del cerebro nos incitan a la rabia o al
llanto, el modo en que sus regiones más arcaicas nos
arrastran a la guerra o al amor y la forma en que podemos
canalizarlas hacia el bien o hacia el mal.
Esta comprensión -desconocida hasta hace muy
poco- de la actividad emocional y de sus deficiencias pone a
nuestro alcance nuevas soluciones para remediar la crisis
emocional colectiva.
Para escribir este libro he tenido que aguardar a que la
cosecha de la ciencia fuera lo suficientemente fructífera.
Este conocimiento ha tardado tanto en llegar porque, durante
muchos años, la investigación ha soslayado el papel
desempeñado por los sentimientos en la vida mental,
dejando que las emociones fueran convirtiéndose en el gran
continente inexplorado de la psicología científica.
Y todo este vacío ha propiciado la aparición de un
torrente de libros de autoayuda llenos de consejos bien
intencionados, aunque basados, en el mejor de los casos, en
opiniones clínicas con muy poco fundamento
científico, si es que poseen alguno. Pero hoy en
día la ciencia se halla, por fin, en condiciones de hablar
con autoridad de las cuestiones más apremiantes y
contradictorias relativas a los aspectos más irracionales
del psiquismo y de cartografiar, con cierta precisión, el
corazón del ser humano.
Esta tarea constituye un auténtico desafío
para quienes suscriben una visión estrecha de la
inteligencia y aseguran que el CI (CI: coeficiente o cociente
intelectual) es un dato genético que no puede ser
modificado por la experiencia vital y que el destino de nuestras
vidas se halla, en buena medida, determinado por esta aptitud.
Pero este argumento pasa por alto una cuestión decisiva:
¿qué cambios podemos llevar a cabo para que a
nuestros hijos les vaya bien en la vida? ¿Qué
factores entran en juego, por ejemplo, cuando personas con un
elevado CI no saben qué hacer mientras que otras, con un
modesto, o incluso con un bajo CI, lo hacen sorprendentemente
bien? Mi tesis es que esta diferencia radica con mucha frecuencia
en el conjunto de habilidades que hemos dado en llamar
inteligencia emocional, habilidades entre las que destacan el
autocontrol, el entusiasmo, la perseverancia y la capacidad para
motivarse a uno mismo. Y todas estas capacidades, como podremos
comprobar, pueden enseñarse a los niños,
brindándoles así la oportunidad de sacar el mejor
rendimiento posible al potencial intelectual que les haya
correspondido en la lotería genética.
Más allá de esta posibilidad puede
entreverse un ineludible imperativo moral. Vivimos en una
época en la que el entramado de nuestra sociedad parece
descomponerse aceleradamente, una época en la que el
egoísmo, la violencia y la mezquindad espiritual parecen
socavar la bondad de nuestra vida colectiva. De ahí la
importancia de la inteligencia emocional, porque constituye el
vínculo entre los sentimientos, el carácter y los
impulsos morales. Además, existe la creciente evidencia de
que las actitudes éticas fundamentales que adoptamos en la
vida se asientan en las capacidades emocionales subyacentes. Hay
que tener en cuenta que el impulso es el vehículo de la
emoción y que la semilla de todo impulso es un sentimiento
expansivo que busca expresarse en la acción.
Podríamos decir que quienes se hallan a merced de sus
impulsos -quienes carecen de autocontrol- adolecen de una
deficiencia moral porque la capacidad de controlar los impulsos
constituye el fundamento mismo de la voluntad y del
carácter.
Por el mismo motivo, la raíz del altruismo radica
en la empatía, en la habilidad para comprender las
emociones de los demás y es por ello por lo que la falta
de sensibilidad hacia las necesidades o la desesperación
ajenas es una muestra patente de falta de consideración. Y
si existen dos actitudes morales que nuestro tiempo necesita con
urgencia son el autocontrol y el
altruismo.
NUESTRO VIAJE
El presente libro constituye una guía para
conocer todas esas visiones científicas sobre la
emoción, un viaje cuyo objetivo es proporcionarnos una
mejor comprensión de una de las facetas más
desconcertantes de nuestra vida y del mundo que nos
rodea.
La meta de nuestro viaje consiste en llegar a comprender
el significado -y el modo- de dotar de inteligencia a la
emoción, una comprensión que, en sí misma,
puede servirnos de gran ayuda, porque el hecho de tomar
conciencia del dominio de los sentimientos puede tener un efecto
similar al que provoca un observador en el mundo de la
física cuántica, es decir, transformar el objeto de
observación.
Nuestro viaje se inicia en la primera parte con una
revisión de los descubrimientos más recientes sobre
la arquitectura emocional del cerebro que nos explica una de las
coyunturas más desconcertantes de nuestra vida,
aquélla en que nuestra razón se ve desbordada por
el sentimiento. Llegar a comprender la interacción de las
diferentes estructuras cerebrales que gobiernan nuestras iras y
nuestros temores -o nuestras pasiones y nuestras alegrías-
puede enseñarnos mucho sobre la forma en que aprendemos
los hábitos emocionales que socavan nuestras mejores
intenciones, así como también puede mostrarnos el
mejor camino para llegar a dominar los impulsos emocionales
más destructivos y frustrantes. Y, lo que es aún
más importante, todos estos datos neurológicos
dejan una puerta abierta a la posibilidad de modelar los
hábitos emocionales de nuestros hijos.
En la segunda parte, la siguiente parada importante de
nuestro recorrido, examinaremos el papel que desempeñan
los datos neurológicos en esa aptitud vital básica
que denominamos inteligencia emocional, esa disposición
que nos permite, por ejemplo, tomar las riendas de nuestros
impulsos emocionales, comprender los sentimientos más
profundos de nuestros semejantes, manejar amablemente nuestras
relaciones o desarrollar lo que Aristóteles denominara la
infrecuente capacidad de «enfadarse con la persona
adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el
propósito justo y del modo correcto». (Aquellos
lectores que no se sientan atraídos por los detalles
neurológicos tal vez quieran comenzar el libro
directamente por este capítulo).
Este modelo ampliado de lo que significa «ser
inteligente» otorga a las emociones un papel central
en el conjunto de aptitudes necesarias para vivir. En la tercera
parte examinamos algunas de las diferencias fundamentales
originadas por este tipo de aptitudes: cómo pueden
ayudarnos, por ejemplo, a cuidar nuestras relaciones más
preciadas o cómo, por el contrario, su ausencia puede
llegar a destruirlas; cómo las fuerzas económicas
que modelan nuestra vida laboral están poniendo un
énfasis sin precedentes en estimular la inteligencia
emocional para alcanzar el éxito laboral; cómo las
emociones tóxicas pueden llegar a ser tan peligrosas para
nuestra salud física como fumar varios paquetes de tabaco
al día y cómo, por último, el equilibrio
emocional contribuye, por el contrario, a proteger nuestra salud
y nuestro bienestar.
La herencia genética nos ha dotado de un bagaje
emocional que determina nuestro temperamento, pero los circuitos
cerebrales implicados en la actividad emocional son tan
extraordinariamente maleables que no podemos afirmar que el
carácter determine nuestro destino. Como muestra la cuarta
parte de nuestro libro, las lecciones emocionales que aprendimos
en casa y en la escuela durante la niñez modelan estos
circuitos emocionales tornándonos más aptos -o
más ineptos- en el manejo de los principios que rigen la
inteligencia emocional. En este sentido, la infancia y la
adolescencia constituyen una auténtica oportunidad para
asimilar los hábitos emocionales fundamentales que
gobernarán el resto de nuestras vidas.
La quinta parte explora cuál es la suerte que
aguarda a aquellas personas que, en su camino hacia la madurez,
no logran controlar su mundo emocional y de qué modo las
deficiencias de la inteligencia emocional aumentan el abanico de
posibles riesgos, riesgos que van desde la depresión hasta
una vida llena de violencia, pasando por los trastornos
alimentarios y el abuso de las drogas.
Esta parte también documenta extensamente los
esfuerzos realizados en este sentido por ciertas escuelas
pioneras que se dedican a enseñar a los niños las
habilidades emocionales y sociales necesarias para mantener
encarriladas sus vidas.
El conjunto de datos más inquietantes de todo el
libro tal vez sea el que nos habla de la investigación
llevada a cabo entre padres y profesores y que demuestra el
aumento de la tendencia en la presente generación infantil
al aislamiento, la depresión, la ira, la falta de
disciplina, el nerviosismo, la ansiedad, la impulsividad y la
agresividad, un aumento, en suma, de los problemas
emocionales.
Si existe una solución, ésta debe pasar
necesariamente, en mi opinión, por la forma en que
preparamos a nuestros jóvenes para la vida. En la
actualidad dejamos al azar la educación emocional de
nuestros hijos con consecuencias más que desastrosas. Como
ya he dicho, una posible solución consistiría en
forjar una nueva visión acerca del papel que deben
desempeñar las escuelas en la educación integral
del estudiante, reconciliando en las aulas a la mente y al
corazón. Nuestro viaje concluye con una visita a algunas
escuelas innovadoras que tratan de enseñar a los
niños los principios fundamentales de la inteligencia
emocional. Quisiera imaginar que, algún día, la
educación incluirá en su programa de estudios la
enseñanza de habilidades tan esencialmente humanas como el
autoconocimiento, el autocontrol, la empatía y el arte de
escuchar, resolver conflictos y colaborar con los
demás.
En su Ética a Nicómaco. Aristóteles
realiza una indagación filosófica sobre la virtud,
el carácter y la felicidad, desafiándonos a
gobernar inteligentemente nuestra vida emocional. Nuestras
pasiones pueden abocar al fracaso con suma facilidad y. de hecho,
así ocurre en multitud de ocasiones; pero cuando se hallan
bien adiestradas, nos proporcionan sabiduría y sirven de
guía a nuestros pensamientos, valores y supervivencia.
Pero, como dijo Aristóteles, el problema no radica en las
emociones en sí sino en su conveniencia y en la
oportunidad de su expresión. La cuestión esencial
es: ¿de qué modo podremos aportar más
inteligencia a nuestras emociones, más civismo a nuestras
calles y más afecto a nuestra vida social?
PARTE I
El cerebro
emocional
1. ¿PARA QUÉ SIRVEN LAS
EMOCIONES?
Sólo se puede ver correctamente
con el corazón; lo esencial permanece invisible para el
ojo.
Antoine de Saint-Exupéry, El
principito
Ahora, los últimos momentos de las vidas de Gary
y Mary Jane Chauncey, un matrimonio completamente entregado a
Andrea, su hija de once años, a quien una parálisis
cerebral terminó confinando a una silla de ruedas. Los
Chauncey viajaban en el tren anfibio que se precipitó a un
río de la región pantanosa de Louisiana
después de que una barcaza chocara contra el puente del
ferrocarril y lo semidestruyera. Pensando exclusivamente en su
hija Andrea, el matrimonio hizo todo lo posible por salvarla
mientras el tren iba sumergiéndose en el agua y se las
arreglaron, de algún modo, para sacarla a través de
una ventanilla y ponerla a salvo en manos del equipo de rescate.
Instantes después, el vagón terminó
sumergiéndose en las profundidades y ambos perecieron. La
historia de Andrea, la historia de unos padres cuyo postrero acto
de heroísmo fue el de garantizar la supervivencia de su
hija, refleja unos instantes de un valor casi épico. No
cabe la menor duda de que este tipo de episodios se habrá
repetido en innumerables ocasiones a lo largo de la prehistoria y
la historia de la humanidad, por no mencionar las veces que
habrá ocurrido algo similar en el dilatado curso de la
evolución. Desde el punto de vista de la biología
evolucionista, la autoinmolación parental está al
servicio del «éxito reproductivo» que
supone transmitir los genes a las generaciones futuras, pero
considerado desde la perspectiva de unos padres que deben tomar
una decisión desesperada en una situación limite,
no existe más motivación que el amor.
Este ejemplar acto de heroísmo parental, que nos
permite comprender el poder y el objetivo de las emociones,
constituye un testimonio claro del papel desempeñado por
el amor altruista -y por cualquier otra emoción que
sintamos- en la vida de los seres humanos. De hecho, nuestros
sentimientos, nuestras aspiraciones y nuestros anhelos más
profundos constituyen puntos de referencia ineludibles y nuestra
especie debe gran parte de su existencia a la decisiva influencia
de las emociones en los asuntos humanos. El poder de las
emociones es extraordinario, sólo un amor poderoso -la
urgencia por salvar al hijo amado, por ejemplo- puede llevar a
unos padres a ir más allá de su propio instinto de
supervivencia individual. Desde el punto de vista del intelecto,
se trata de un sacrificio indiscutiblemente irracional pero,
visto desde el corazón, constituye la única
elección posible.
Cuando los sociobiólogos buscan una
explicación al relevante papel que la evolución ha
asignado a las emociones en el psiquismo humano, no dudan en
destacar la preponderancia del corazón sobre la cabeza en
los momentos realmente cruciales. Son las emociones -afirman- las
que nos permiten afrontar situaciones demasiado difíciles
-el riesgo, las pérdidas irreparables, la persistencia en
el logro de un objetivo a pesar de las frustraciones, la
relación de pareja, la creación de una familia,
etcétera- como para ser resueltas exclusivamente con el
intelecto. Cada emoción nos predispone de un modo
diferente a la acción; cada una de ellas nos señala
una dirección que, en el pasado, permitió resolver
adecuadamente los innumerables desafíos a que se ha visto
sometida la existencia humana. En este sentido, nuestro bagaje
emocional tiene un extraordinario valor de supervivencia y esta
importancia se ve confirmada por el hecho de que las emociones
han terminado integrándose en el sistema nervioso en forma
de tendencias innatas y automáticas de nuestro
corazón.
Cualquier concepción de la naturaleza humana que
soslaye el poder de las emociones pecará de una lamentable
miopía. De hecho, a la luz de las recientes pruebas que
nos ofrece la ciencia sobre el papel desempeñado por las
emociones en nuestra vida, hasta el mismo término homo
sapiens -la especie pensante- resulta un tanto equivoco. Todos
sabemos por experiencia propia que nuestras decisiones y nuestras
acciones dependen tanto -y a veces más- de nuestros
sentimientos como de nuestros pensamientos. Hemos sobrevalorado
la importancia de los aspectos puramente racionales (de todo lo
que mide el CI) para la existencia humana pero, para bien o para
mal, en aquellos momentos en que nos vemos arrastrados por las
emociones, nuestra inteligencia se ve francamente
desbordada.
CUANDO LA PASION DESBORDA A LA
RAZON
Fue una terrible tragedia. Matilda Crabtree, una
niña de catorce años, quería gastar una
broma a sus padres y se ocultó dentro de un armario para
asustarles cuando éstos, después de visitar a unos
amigos, volvieran a casa pasada la medianoche.
Pero Bobby Crabtree y su esposa creían que
Matilda iba a pasar la noche en casa de una amiga. Por ello
cuando, al regresar a su hogar, oyeron ruidos. Crabtree no
dudó en coger su pistola, dirigirse al dormitorio de
Matilda para averiguar lo que ocurría y dispararle a
bocajarro en el cuello apenas ésta salió gritando
por sorpresa del interior del armario. Doce horas más
tarde, Matilda Crabtree fallecía. El miedo que nos lleva a
proteger del peligro a nuestra familia constituye uno de los
legados emocionales con que nos ha dotado la evolución. El
miedo fue precisamente el que empujó a Bobby Crabtree a
coger su pistola y buscar al intruso que creía que
merodeaba por su casa. Pero aquel mismo miedo fue también
el que le llevó a disparar antes de que pudiera percatarse
de cuál era el blanco, antes incluso de que pudiera
reconocer la voz de su propia hija. Según afirman los
biólogos evolucionistas, este tipo de reacciones
automáticas ha terminado inscribiéndose en nuestro
sistema nervioso porque sirvió para garantizar la vida
durante un periodo largo y decisivo de la prehistoria humana y,
más importante todavía, porque cumplió con
la principal tarea de la evolución, perpetuar las mismas
predisposiciones genéticas en la progenie. Sin embargo, a
la vista de la tragedia ocurrida en el hogar de los Crabtree,
todo esto no deja de ser una triste ironía.
Pero, si bien las emociones han sido sabias referencias
a lo largo del proceso evolutivo, las nuevas realidades que nos
presenta la civilización moderna surgen a una velocidad
tal que deja atrás al lento paso de la evolución.
Las primeras leyes y códigos éticos –el
código de Hammurabi, los diez mandamientos del
Antiguo Testamento o los edictos del emperador
Ashoka– deben considerarse como intentos de refrenar,
someter y domesticar la vida emocional puesto que, como ya
explicaba Freud en El malestar de la cultura, la
sociedad se ha visto obligada a imponer normas externas
destinadas a contener la desbordante marea de los excesos
emocionales que brotan del interior del individuo.
No obstante, a pesar de todas las limitaciones impuestas
por la sociedad, la razón se ve desbordada de tanto en
tanto por la pasión, un imponderable de la naturaleza
humana cuyo origen se asienta en la arquitectura misma de nuestra
vida mental. El diseño biológico de los circuitos
nerviosos emocionales básicos con el que nacemos no lleva
cinco ni cincuenta, sino cincuenta mil generaciones demostrando
su eficacia. Las lentas y deliberadas fuerzas evolutivas que han
ido modelando nuestra vida emocional han tardado cerca de un
millón de años en llevar a cabo su cometido, y de
éstos, los últimos diez mil -a pesar de haber
asistido a una vertiginosa explosión demográfica
que ha elevado la población humana desde cinco hasta cinco
mil millones de personas- han tenido una escasa
repercusión en las pautas biológicas que determinan
nuestra vida emocional.
Para bien o para mal, nuestras valoraciones y nuestras
reacciones ante cualquier encuentro interpersonal no son el fruto
exclusivo de un juicio exclusivamente racional o de nuestra
historia personal, sino que también parecen arraigarse en
nuestro remoto pasado ancestral. Y ello implica necesariamente la
presencia de ciertas tendencias que, en algunas ocasiones -como
ocurrió, por ejemplo, en el lamentable incidente acaecido
en el hogar de los Crabtree-, pueden resultar ciertamente
trágicas. Con demasiada frecuencia, en suma, nos vemos
obligados a afrontar los retos que nos presenta el mundo
postmoderno con recursos emocionales adaptados a las necesidades
del pleistoceno. Éste, precisamente, es el tema
fundamental sobre el que versa nuestro libro.
Impulsos para la acción
Un día de comienzos de primavera, yo me hallaba
atravesando un puerto de montaña de una carretera de
Colorado cuando, de pronto, mi vehículo se vio atrapado en
una ventisca. La cegadora blancura del remolino de nieve era tal
que, por más que entornara la mirada, no podía ver
absolutamente nada. Disminuí entonces la velocidad
mientras la ansiedad se apoderaba de mi cuerpo y podía
escuchar con claridad los latidos de mi
corazón.
Pero la ansiedad terminó convirtiéndose en
miedo y entonces detuve mi coche a un lado de la calzada
dispuesto a esperar a que amainase la tormenta. Media hora
más tarde dejó de nevar, la visibilidad
volvió y pude proseguir mi viaje. Unos pocos centenares de
metros más abajo, sin embargo, me vi obligado a detenerme
de nuevo porque dos vehículos que habían
colisionado bloqueaban la carretera mientras el equipo de una
ambulancia auxiliaba a uno de los pasajeros. De haber seguido
adelante en medio de la tormenta, es muy probable que yo
también hubiera chocado con ellos.
Tal vez aquel día el miedo me salvara la vida.
Como un conejo paralizado de terror ante las huellas de un zorro
-o como un protomamifero ocultándose de la mirada de un
dinosaurio- me vi arrastrado por un estado interior que me
obligó a detenerme, prestar atención y tomar
conciencia de la proximidad del peligro.
Todas las emociones son, en esencia, impulsos que nos
llevan a actuar, programas de reacción automática
con los que nos ha dotado la evolución. La misma
raíz etimológica de la palabra emoción
proviene del verbo latino movere (que significa
«moverse») más el prefijo
«e-», significando algo así como
«movimiento hacia» y sugiriendo, de ese
modo, que en toda emoción hay implícita una
tendencia a la acción. Basta con observar a los
niños o a los animales para darnos cuenta de que las
emociones conducen a la acción; es sólo en el mundo
«civilizado» de los adultos en donde nos encontramos
con esa extraña anomalía del reino animal en la que
las emociones -los impulsos básicos que nos incitan a
actuar- parecen hallarse divorciadas de las
reacciones.
La distinta impronta biológica propia de cada
emoción evidencia que cada una de ellas desempeña
un papel único en nuestro repertorio emocional
(véase el apéndice A para mayores detalles sobre
las emociones «básicas»). La aparición
de nuevos métodos para profundizar en el estudio del
cuerpo y del cerebro confirma cada vez con mayor detalle la forma
en que cada emoción predispone al cuerpo a un tipo
diferente de respuesta.
El enojo aumenta el flujo sanguíneo a las
manos, haciendo más fácil empuñar un arma o
golpear a un enemigo; también aumenta el ritmo cardiaco y
la tasa de hormonas que, como la adrenalina, generan la cantidad
de energía necesaria para acometer acciones
vigorosas.
En el caso del miedo, la sangre se retira del
rostro (lo que explica la palidez y la sensación de
«quedarse frío») y fluye a la musculatura
esquelética larga -como las piernas, por ejemplo-
favoreciendo así la huida. Al mismo tiempo, el cuerpo
parece paralizarse, aunque sólo sea un instante, para
calibrar, tal vez, si el hecho de ocultarse pudiera ser una
respuesta más adecuada. Las conexiones nerviosas de los
centros emocionales del cerebro desencadenan también una
respuesta hormonal que pone al cuerpo en estado de alerta
general, sumiéndolo en la inquietud y
predisponiéndolo para la acción, mientras la
atención se fija en la amenaza inmediata con el fin de
evaluar la respuesta más apropiada.
Uno de los principales cambios biológicos
producidos por la felicidad consiste en el aumento en la
actividad de un centro cerebral que se encarga de inhibir los
sentimientos negativos y de aquietar los estados que generan
preocupación, al mismo tiempo que aumenta el caudal de
energía disponible. En este caso no hay un cambio
fisiológico especial salvo, quizás, una
sensación de tranquilidad que hace que el cuerpo se
recupere más rápidamente de la excitación
biológica provocada por las emociones perturbadoras. Esta
condición proporciona al cuerpo un reposo, un entusiasmo y
una disponibilidad para afrontar cualquier tarea que se
esté llevando a cabo y fomentar también, de este
modo, la consecución de una amplia variedad de
objetivos.
El amor, los sentimientos de ternura y la
satisfacción sexual activan el sistema nervioso
parasimpático (el opuesto fisiológico de la
respuesta de «lucha-o-huida» propia del miedo y de la
ira).
La pauta de reacción parasimpática -ligada
a la «respuesta de relajación»- engloba un
amplio conjunto de reacciones que implican a todo el cuerpo y que
dan lugar a un estado de calma y satisfacción que favorece
la convivencia.
El arqueo de las cejas que aparece en los momentos de
sorpresa aumenta el campo visual y permite que penetre más
luz en la retina, lo cual nos proporciona más
información sobre el acontecimiento inesperado,
facilitando así el descubrimiento de lo que realmente
ocurre y permitiendo elaborar, en consecuencia, el plan de
acción más adecuado.
El gesto que expresa desagrado parece ser universal y
transmite el mensaje de que algo resulta literal o
metafóricamente repulsivo para el gusto o para el olfato.
La expresión facial de disgusto -ladeando el labio
superior y frunciendo ligeramente la nariz- sugiere, como
observaba Darwin, un intento primordial de cerrar las fosas
nasales para evitar un olor nauseabundo o para expulsar un
alimento tóxico.
La principal función de la tristeza consiste en
ayudarnos a asimilar una pérdida irreparable (como la
muerte de un ser querido o un gran desengaño). La tristeza
provoca la disminución de la energía y del
entusiasmo por las actividades vitales -especialmente las
diversiones y los placeres- y, cuanto más se profundiza y
se acerca a la depresión, más se enlentece el
metabolismo corporal. Este encierro introspectivo nos brinda
así la oportunidad de llorar una pérdida o una
esperanza frustrada, sopesar sus consecuencias y planificar,
cuando la energía retorna, un nuevo comienzo. Esta
disminución de la energía debe haber mantenido
tristes y apesadumbrados a los primitivos seres humanos en las
proximidades de su hábitat, donde más seguros se
encontraban.
Estas predisposiciones biológicas a la
acción son modeladas posteriormente por nuestras
experiencias vitales y por el medio cultural en que nos ha tocado
vivir. La pérdida de un ser querido. por ejemplo, provoca
universalmente tristeza y aflicción, pero la forma en que
expresamos esa aflicción -el tipo de emociones que
expresamos o que guardamos en la intimidad- es moldeada por
nuestra cultura, como también lo es, por ejemplo, el tipo
concreto de personas que entran en la categoría de
«seres queridos» y que, por tanto, deben ser
llorados.
El largo período evolutivo durante el cual fueron
moldeándose estas respuestas fue, sin duda, el más
crudo que ha experimentado la especie humana desde la aurora de
la historia. Fue un tiempo en el que muy pocos niños
lograban sobrevivir a la infancia, un tiempo en el que menos
adultos todavía llegaban a cumplir los treinta
años, un tiempo en el que los depredadores podían
atacar en cualquier momento, un tiempo, en suma, en el que la
supervivencia o la muerte por inanición dependían
del umbral impuesto por la alternancia entre sequías e
inundaciones. Con la invención de la agricultura, no
obstante, las probabilidades de supervivencia aumentaron
radicalmente aun en las sociedades humanas más
rudimentarias. En los últimos diez mil años, estos
avances se han consolidado y difundido por todo el mundo al mismo
tiempo que las brutales presiones que pesaban sobre la especie
humana han disminuido considerablemente.
Estas mismas presiones son las que terminaron
convirtiendo a nuestras respuestas emocionales en un eficaz
instrumento de supervivencia pero, en la medida en que han ido
desapareciendo, nuestro repertorio emocional ha ido quedando
obsoleto. Si bien, en un pasado remoto, un ataque de rabia
podía suponer la diferencia entre la vida y la muerte, la
facilidad con la que, hoy en día, un niño de trece
años puede acceder a una amplia gama de armas de fuego ha
terminado convirtiendo a la rabia en una reacción
frecuentemente desastrosa.
Nuestras dos mentes
Una amiga estuvo hablándome de su divorcio, un
doloroso proceso de separación. Su marido se había
enamorado de una compañera de trabajo y un buen día
le anunció que quería irse a vivir con ella. A
aquel momento siguieron meses de amargos altercados con respecto
al hogar conyugal, el dinero y la custodia de los hijos. Ahora,
pocos meses más tarde, me hablaba de su autonomía y
de su felicidad. «Ya no pienso en él -decía,
con los ojos humedecidos por las lágrimas- eso es algo que
ha dejado de preocuparme.» El instante en que sus ojos se
humedecieron podía perfectamente haber pasado inadvertido
para mí, pero la comprensión empática (un
acto de la mente emocional) de sus ojos húmedos me
permitió, más allá de las palabras (un acto
de la mente racional), percatarme claramente de su evidente
tristeza como si estuviera leyendo un libro abierto.
En un sentido muy real, todos nosotros tenemos dos
mentes, una mente que piensa y otra mente que siente, y estas dos
formas fundamentales de conocimiento interactúan para
construir nuestra vida mental. Una de ellas es la mente racional,
la modalidad de comprensión de la que solemos ser
conscientes, más despierta, más pensativa,
más capaz de ponderar y de reflexionar. El otro tipo de
conocimiento, más impulsivo y más poderoso -aunque
a veces ilógico-, es la mente emocional (véase el
apéndice B para una descripción más
detallada de los rasgos característicos de la mente
emocional).
La dicotomía entre lo emocional y lo racional se
asemeja a la distinción popular existente entre el
«corazón» y la «cabeza». Saber que
algo es cierto «en nuestro corazón»
pertenece a un orden de convicción distinto -de
algún modo, un tipo de certeza más profundo- que
pensarlo con la mente racional. Existe una proporcionalidad
constante entre el control emocional y el control racional sobre
la mente ya que, cuanto más intenso es el sentimiento,
más dominante llega a ser la mente emocional.., y
más ineficaz, en consecuencia, la mente racional.
Ésta es una configuración que parece derivarse de
la ventaja evolutiva que supuso disponer, durante incontables
ocasiones, de emociones e intuiciones que guiaran nuestras
respuestas inmediatas frente a aquellas situaciones que
ponían en peligro nuestra vida, situaciones en las que
detenernos a pensar en la reacción más adecuada
podía tener consecuencias francamente
desastrosas.
La mayor parte del tiempo, estas dos mentes -la mente
emocional y la mente racional- operan en estrecha
colaboración, entrelazando sus distintas formas de
conocimiento para guiarnos adecuadamente a través del
mundo. Habitualmente existe un equilibrio entre la mente
emocional y la mente racional, un equilibrio en el que la
emoción alimenta y da forma a las operaciones de la mente
racional y la mente racional ajusta y a veces censura las
entradas procedentes de las emociones. En todo caso, sin embargo,
la mente emocional y la mente racional constituyen, como veremos,
dos facultades relativamente independientes que reflejan el
funcionamiento de circuitos cerebrales distintos aunque
interrelacionados. En muchísimas ocasiones, pues, estas
dos mentes están exquisitamente coordinadas porque los
sentimientos son esenciales para el pensamiento y lo mismo ocurre
a la inversa.
Pero, cuando aparecen las pasiones, el equilibrio se
rompe y la mente emocional desborda y secuestra a la mente
racional.
Erasmo, el humanista del siglo XVI, describió
irónicamente del siguiente modo esta tensión
perenne entre la razón y la emoción:
«Júpiter confiere mucha más
pasión que razón, en una proporción
aproximada de veinticuatro a uno. El ha erigido dos irritables
tiranos para oponerse al poder solitario de la razón: la
ira y la lujuria. La vida ordinaria del hombre evidencia
claramente la impotencia de la razón para oponerse a las
fuerzas combinadas de estos dos tiranos. Ante ella, la
razón hace lo único que puede, repetir
fórmulas virtuosas, mientras que las otras dos se
desgañitan, de un modo cada vez más ruidoso y
agresivo, exhortando a la razón a seguirlas hasta que
finalmente ésta, agotada, se rinde y se
entrega.»
EL DESARROLLO DEL CEREBRO
Para comprender mejor el gran poder de las emociones
sobre la mente pensante -y la causa del frecuente conflicto
existente entre los sentimientos y la razón-
consideraremos ahora la forma en que ha evolucionado el cerebro.
El cerebro del ser humano, ese kilo y pico de células y
jugos neurales, tiene un tamaño unas tres veces superior
al de nuestros primos evolutivos, los primates no humanos. A lo
largo de millones de años de evolución, el cerebro
ha ido creciendo desde abajo hacia arriba, por así
decirlo, y los centros superiores constituyen derivaciones de los
centros inferiores más antiguos (un desarrollo evolutivo
que se repite, por cierto, en el cerebro de cada embrión
humano).
La región más primitiva del cerebro, una
región que compartimos con todas aquellas especies que
sólo disponen de un rudimentario sistema nervioso, es el
tallo encefálico, que se halla en la parte superior de la
médula espinal. Este cerebro rudimentario regula las
funciones vitales básicas, como la respiración, el
metabolismo de los otros órganos corporales y las
reacciones y movimientos automáticos. Mal podríamos
decir que este cerebro primitivo piense o aprenda porque se trata
simplemente de un conjunto de reguladores programados para
mantener el funcionamiento del cuerpo y asegurar la supervivencia
del individuo. Éste es el cerebro propio de la Edad de los
Reptiles, una época en la que el siseo de una serpiente
era la señal que advertía la inminencia de un
ataque.
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