-(Capone) Antes de irnos tengo un trabajo
que hacer aquí. (Dirigiéndose al dueño
del local en voz alta) Si no quiere dar un paseo en coche conmigo
y terminar con una bala alojada en su estómago,
mañana nos deberá pagar los 10.000
dólares por la protección que le ofrecemos. Y ahora
usted y yo, bigotudo impertinente (hablando a Groucho), nos
vamos a ir a mi casa a tomar unos whiskys. Puede venir con
nosotros su amigo, el mudo.
Saliendo con la misma rapidez que entraron,
los matones se subieron a un enorme coche dotado de cristales
tintados y troneras para disparar desde dentro, y se
dirigieron velozmente a un lugar desconocido de las afueras de la
ciudad. -Debería haberles vendado los
ojos para que no supieran dónde se encuentra
mi guarida – dijo Capone – pero como de todas maneras
pienso matarles no hay problema de que me delaten.
Ahora deberían sentirse afortunados de estar
todavía con vida y de gozar de mi hospitalidad,
puesto que no estoy acostumbrado a tener tanta
paciencia.
-(El chófer) Señor Capone…
-(Gritando) ¡Capone no, me
llamo Al Capone!. Si lo vuelves a olvidar te vuelo ese
cerebro estúpido que tienes en la cabeza.
-Perdón, señor Al Capone, no lo
olvidaré. Le quería decir que yo conozco a
ese enano del bigote. Le he visto trabajar en el cine junto
a sus hermanos. Es un cómico muy bueno y creo
que podríamos pedir un buen rescate por
él.
-¡Ahora me explico sus
chistes!. ¿Así que es usted un cómico que
trabaja en el cine? ¿Y el muerto que lleva al lado,
quién es?
La respuesta nunca llegó
puesto que una sirena de la policía sonó potente
detrás de ellos, mientras que nuevos coches
aparecían por todos los lados. Pronto los disparos
comenzaron a sonar y una asombrosa carrera por las calles
de los suburbios de Nueva York tuvo lugar. Pero el Cadillac
de Al Capone no era exactamente un vehículo
cualquiera, y su carrocería blindada resistía
perfectamente los impactos de bala mientras que el potente
motor de ocho cilindros era capaz de dejar atrás a
los poco eficaces coches de la policía.
La persecución se empezó a
complicar cuando nuevos vehículos policiales se
unieron al primero y pronto los impactos de bala comenzaron
a resonar con fuerza, al principio sin llegar a penetrar y
poco a poco logrando entrar por las zonas más
débiles. Y uno de estos disparos alcanzó al
conductor, quien incapaz de controlar certeramente el coche
no pudo evitar que chocara fuertemente contra el escaparate
de una tienda. Afortunadamente, el robusto y bien
diseñado habitáculo del coche impidió que
sus ocupantes sufrieran daño alguno y aunque algo
resentidos por el impacto todos salieron ilesos a la calle,
justo cuando al menos una docena de policías les apuntaban
con sus armas.
-¡Señor Capone! –
anunció uno de los policías – ya va siendo hora que
vuelva a dormir a Alcatraz. Allí le esperan su bien
mullida cama, su periódico habitual y una
espléndida reja para que no nos olvide en muchos
años.
-¡Me llamo Al Capone!, ¡Alfonso
Capone!, y si vuelve a olvidarlo su esposa
será viuda muy pronto. – le replicó airado –
-Debería ser más amable
delante de un policía bien armado. No está en
condiciones de exigir nada. Usted y sus amigos van a
venir conmigo a una sólida celda para que
mediten largo tiempo sobre su futuro.
Cuando más de una docena de
policías les rodearon, Wells y Marx decidieron que
ya era el momento adecuado para hacerles saber su
condición de secuestrados, pero unos cuantos
empujones violentos, más algún golpe nada fortuito
con las porras, les demostraron que no era el momento
más oportuno para las presentaciones. A los pocos
minutos un coche celular, debidamente acorazado,
servía de vehículo para todos, rumbo ahora
directamente a la comisaría del distrito. En
el trayecto Wells examinó cuidadosamente su cabeza, ahora
adornada con un modesto chichón, y buscó entre
sus bolsillos alguna credencial que le permitiera explicar
a la policía su condición de turista inglés.
Pero algo debió pasar durante el accidente, puesto
que nada encontró y un escalofrío le
recorrió su cuerpo cuando se imaginó tratando
de dar una explicación verosímil en la
comisaría sobre su estancia en el coche de Al Capone. Su
tobillo izquierdo también le dolía y durante
unos minutos permaneció sumido en una profunda
meditación, hasta que un quejido de Groucho le hizo ver
que su amigo también estaba herido.
-Mi cuerpo está ahora peor que un
globo desinflado – dijo cuando notó que Wells le
miraba -, exceptuando la nariz lo cambiaría todo por el de
una hermosa mujer, así por lo menos me metería
mano. -¿Tiene un aprecio especial por su
nariz?
-En absoluto, pero al menos en ella
esos policías no me pueden poner un par de esposas.
-Veo que a pesar de que estamos metidos en
un buen lío sigue conservando sus ganas de bromear.
-Mi propuesta es que salgamos fuera y pidamos un
taxi. Si no lo conseguimos podemos probar a enfadarnos,
aunque también podríamos enfadarnos ahora y
pedir el taxi después. Si los policías
consideran que es demasiado pronto para el turno de los
enfados, podemos esperar un minuto más. El
enérgico frenazo del furgón policial les
indicó que ya habían llegado a su destino, la
comisaría más tenebrosa de toda la ciudad.
Allí, fuertemente escoltados por la policía,
entraron todos los detenidos directamente hasta las
dependencias en donde habitualmente se interrogaban a los
delincuentes Groucho y Wells fueron separados del grupo de
los gángsteres y llevados a otra sala, más
tenebrosa aún, pero en la cual al menos había
sillas, una mesa y un gigantesco espejo a través del
cual serían observados por otros detectives. Groucho
le hizo una indicación a Wells advirtiéndole que le
dejara hablar a él. -Bien –
comenzó a interrogarles el primer detective – ahora me van
a explicar cómo ha conseguido Capone
escaparse de Alcatraz y llegar hasta Nueva York sin
ser detenido.
-(Groucho, tomando las riendas)
¡Oh, no se preocupe!, nosotros cantaremos todo lo que
quiera puesto que somos la orquesta de la fiesta. En realidad
deberíamos haber llegado mañana, pero mi
amigo Wells decidió que era mejor llegar un
día antes por si aún quedaba un poco de postre en
la mesa.
-¿A qué fiesta se
refieren?
-Se trataba de una cena con bufete en la
cual debería cantar la soprano Schmalhausen. Nuestra
misión era llegar cuanto antes para obligarla a cantar
dos óperas seguidas y conseguir que la gente se
marchase pronto. Yo ya había amenazado a los
comensales sobre esta probabilidad y les advertí que si no
se iban ella cantaría.
-¿Y para qué necesitaba
entonces Capone una orquesta?
-Es que nosotros cobramos por no
trabajar. Siempre llegamos un día después,
cuando las fiestas se han terminado y así la gente
no sigue bebiéndose el champán.
-Ya veo – continuó el policía
disfrutando del diálogo – ¿Y cuánto cobran
por no trabajar?
-Cien dólares la hora.
-Es un poco caro y creo que a Capone le
saldrá más barato que les hagan trabajar.
-Bueno, para ensayar tenemos un
precio especial. Apenas doscientos dólares la hora.
-¿Pero si no trabajan,
qué es lo que tienen que ensayar?
-Pues las cosas que hay que ensayar.
Mi hermano Harpo, por ejemplo, ensaya cómo poner a las
mujeres horizontalmente en dos segundos. Si me presta a su
esposa un momento se lo explicaré con detalle.
-Creo que será mejor que prescinda de
pagarles por ensayar. ¿Cuánto cobran por no
ensayar?
-Usted no podría afrontar el
pago. Debe saber que si nosotros no ensayamos no trabajamos
y si no trabajamos nuestra cotización aumenta, aunque
podemos llegar a un acuerdo.
-(Conteniendo la risa) Bien, me
gustaría ver cómo logramos ponernos
de acuerdo.
-Verá: ayer nosotros no vinimos.
¿Recuerda que ayer nosotros no vinimos?
-Oh, sí lo recuerdo.
-Pues entonces me debe ya trescientos dólares.
-Entiendo. Ayer ustedes no vinieron y yo le
debo trescientos dólares. Me parece razonable, pero lo
encuentro barato.
-Sabía que usted
perdería con este negocio. Por cierto ¿no
podríamos ir a pasear un poco fuera, por la terraza?
-Ya, a ustedes les apetecería ahora
pasear por otro sitio, ¿no es así?
-No señor, esto nos daría alguna ventaja y
nos podríamos aprovechar de usted.
-(Dando por terminada la jocosa charla)
¿Sabe usted, amigo bigotudo, que está acusado de
pertenecer a la banda de Al Capone y que le van a caer al
menos cinco años de cárcel? Pero debe
alegrarse por ello, porque en Alcatraz seguro que encuentra
oportunidades para seguir haciendo malos chistes.
-Es la propuesta más
nauseabunda que me han hecho en mi vida. Aunque
pensándolo bien, la peor fue cuando el juez de paz
me preguntó si quería casarme con mi mujer.
-¿Y usted – dijo dirigiéndose a Wells
– también quiere contarme algunos chistes antes de que les
ingrese en prisión?
-Lo que desearía es que llamaran a
mi embajada para aclarar nuestra situación. Soy un
ciudadano inglés que se encontraba comiendo tranquilamente
en aquel restaurante italiano hasta que llegaron esos mafiosos
disparando con sus ametralladoras.
-¿Disponen ustedes de alguna identificación?
-(Compungido) La mía la he perdido
durante la refriega. Aún así, debo
mencionarles que soy un popular escritor llamado H. G.
Wells y que este bigotudo amigo, como usted despreciativamente le
llama, es el actor Groucho Marx, uno de los mejores
cómicos del mundo.
-(Sarcástico) Entiendo, y por
eso ustedes decidieron dar un paseo en el coche de Al
Capone, quizá para conocer los suburbios o para encontrar
un nuevo argumento para sus películas. ¿Estoy
en lo cierto? -(Groucho, sin poderlo evitar)
Tan cierto como que un día me matriculé en la
Universidad de Basar.
-Veo que es también aficionado
a las grandes mentiras, puesto que esa es una universidad de
chicas.
-Lo descubrí al tercer
año, y eso porque se me ocurrió ir un día al
solarium.
-Bueno, como no tienen
intención de aclararme su relación con Capone, se
quedarán aquí hasta que les pueda trasladar a
la prisión de Alcatraz. Mientras tanto,
trataré de averiguar sus verdaderas identidades.
(Marchándose con una sonrisa) Así que Groucho
Marx…
Cuando la puerta del calabozo se
cerró con fuerza, Wells y Groucho empezaron a darse
cuenta que su situación era más delicada de lo que
aparentaba. Ambos sabían que no existía
manera racional de poder demostrar que no eran miembros de
la banda de gángsters, puesto que a la ausencia de
documentos personales de Wells se sumaba la incongruencia
verbal de Groucho quien, además, tampoco
tenía más documentos que un carné del
sindicato de actores de cine, demasiado poco para un
policía tan incrédulo. Pronto la noche
llegó y con ella las esperanzas de que alguien pudiera
ponerles en libertad. Todos los razonamientos les llevaban
a la misma conclusión: al ser dos viajeros en el
tiempo nadie sabía de su existencia en ese calabozo,
ni nadie les podría echar de menos, especialmente ahora,
en el pasado. Es más, si Groucho insistiera en
demostrar su verdadera identidad pronto aparecería
su verdadero yo, el Groucho Marx de 1929, mientras que él
pertenecía a 1938. Si entender esta extraña
circunstancia era difícil para Groucho, con un doble
nueve años más joven a quien se le acababa de morir
su madre, más complicado sería
hacérselo entender al policía encargado del
caso.
La única solución
viable era que Al Capone les librara de esta situación
explicando cómo llegaron a parar a su coche, pero
ahora estaban ambos encerrados en calabozos distintos y no
le podían manifestar su deseo.
CAPÍTULO DOCE:
La Prisión de
Alcatraz
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