Pedro. Siéntate aquí. (Andrés
tira la toalla al suelo y la pisotea.) ¿Qué le
pasa a ése?
Adolfo. Se habrá vuelto loco.
(Andrés se ha ido hacia el
Cabo.)
Andrés. Cabo. Cabo. ¿Qué
hay?
Andrés. Cabo, tengo que decirle que esto me
parece insoportable. No sé a qué viene levantarse a
estas horas. No hay razón para obligarnos a…
(Miradas de inquietud en los otros.) He pensado
decírselo varias veces. No estoy de acuerdo con este
absurdo horario. Es gana de martirizarnos. Yo no estoy dispuesto
a plegarme a sus caprichos. ¿Lo entiende? Estoy harto
de…
Cabo. (Fríamente.) Bueno. Cállate
ya.
Andrés. No. No voy a callarme. He empezado a
hablar y hablaré. Yo tengo frío a estas horas.
Frío y sueño. ¿Por qué? Porque a un
tipo con un miserable galón se le ocurre que tenemos que
levantarnos a las seis de la madrugada. Estoy seguro de que los
demás piensan lo mismo. ¿Verdad, muchachos? No hay
razón para que nos haga…
(El Cabo le coge del cuello de la
guerrera.)
Cabo. (Entre dientes.) ¡Cállate,
imbécil! ¡Cállate! Andrés.
¡Suélteme! ¡Estoy harto de su
condenada…!
(El Cabo le da un puñetazo en el
estómago. Andrés gime y se dobla. Al inclinarse
recibe otro en la cara y cae al suelo. El Cabo le pega una patada
en el pecho. Andrés queda inmóvil. El Cabo se
inclina, lo incorpora y vuelve a rechazarle contra el
suelo.)
Pedro. (Que se ha levantado. Sombrío.)
Cabo. Ya está bien.
(El Cabo mira a Pedro, que le sostiene la mirada.
Los otros se han levantado también.)
Cabo. (A Adolfo.) Dame el
café.
(Adolfo echa lentamente café en un cacharro y
se lo alarga al Cabo. Este lo bebe. Coge el fusil y sale.
Pausa.)
Adolfo. Ya lo veis… que es una bestia. Pedro. (Que
atiende a Andrés.) Luis, trae agua. (Luis se la
lleva. Pedro se la echa a Andrés por la cara. Éste
parece reanimarse. Se queja.) Le ha dado bien. Si no le ha
roto una costilla, será un milagro.
Andrés. (Quejándose del lado
derecho.) Me ha dado un golpe de muerte… no habéis
sido capaces de… impedir. ..
Pedro. Trata de levantarte.
(Andrés se levanta, ayudado. Anda, encogido,
hacia su colchoneta. Una mano crispada sobre el costado. Se
sienta.)
Andrés. Ese… me las paga… Esta vez… no me
va a ser preciso estar borracho para… cargarme a un hombre. La
otra vez estaba borracho.
Pedro. ¿La otra vez?
¿Cuándo?
Andrés. Estoy aquí por haber matado a un
sargento, ¿no lo sabíais? Si me cargo a este tipo
no será la primera vez que me mancho las manos de
sangre.
Adolfo. ¿Dónde fue?
Andrés. ¿Qué?
Adolfo. La muerte de ese sargento.
Andrés. En el campo de instrucción. Me
emborraché en la cantina y volví a la
compañía después de silencio. El idiota del
sargento me provocó y le metí una puñalada
sin sentirlo. Yo no tuve la culpa. No supe lo que hacía.
Esta vez sí voy a saberlo. Yo no me meto con nadie, pero
sé defenderme. Puede que me ponga nervioso, pero lo mato.
Me ha coceado como una mula.
(Se lleva la mano a la boca y la retira
aprensivamente. La mira pálido.)
Luis. ¿Qué tienes?
Andrés. (Con la voz estrangulada.) Es
sangre.
Pedro. (Después de un penoso silencio.)
Es… es posible que no sea nada. No hay que preocuparse. Puede
ser un derrame sin importancia. Lo más
seguro…
Luis. Sí, chico, no te preocupes. La sangre es
muy escandalosa. A veces es mejor echar sangre. Si el mal se te
queda dentro es peor.
(Andrés se ha tumbado boca
arriba.)
Andrés. (Débilmente.) Dejadme. No
me habléis de eso. Es preferible… no hablar…
(Tratando de aparecer sereno.) No es nada. Y
después de todo, ¿qué más da? Si
vamos a morir me da igual llegar echando sangre por la boca.
(Intenta reír.) Me acuerdo ahora, no sé
por qué, de otros tiempos. Nunca me gustó meterme
en líos. Yo he sido siempre de los que se van cuando el
ambiente está un poco cargado. Me ha gustado el buen plan.
¿Y qué me ha ocurrido? (Ríe.) Pues
que siempre me he visto en los peores líos…, me han dado
navajazos…, he matado a un sargento… y estoy aquí…
Es curioso, ¿verdad? Es… (Tose.) muy
(Tose.) curioso.
(Sigue tosiendo mucho y se hace el
Oscuro.
CUADRO QUINTO
(Un proyector ilumina la figura de Javier, en la
guardia. Capote con el cuello subido y fusil entre las manos
enguantadas. Sus labios se entreabren y su voz suena,
monótona:)
Javier. No se ve nada… sombras… De un momento a otro
parece que el bosque puede animarse…, soldados…, disparos de
fusiles y gritería…, muertos, seis muertos desfigurados,
cosidos a bayonetazos…, es horrible… No, no es nada… Es la
sombra del árbol que se mueve… Estas gafas ya no me
sirven…, nunca podré hacerme otras… Esto se ha
terminado. ¿Son pasos? Será Adolfo, que viene al
relevo. Ya era hora. (Grita.) ¿Quién vive?
(Nadie contesta. El eco en el bosque.)
¿Quién vive? (El eco. Javier monta el fusil y mira,
nervioso.) No es nadie…, nadie… Me había parecido…
Será el viento… No viene Adolfo. ¿Qué
pasará? ¿Le habrá pasado algo? Puede que los
hayan sorprendido en la casa. Yo no he oído nada, pero
puede… Es posible que a estas horas esté yo solo,
rodeado… Tengo miedo… Hay que pensar en otra cosa. Hay que
pensar en otra cosa. Hay que pensar en otra cosa. Es Navidad.
Sí, ha llegado el tiempo…, diciembre… Mamá
estará sola. Mañana es la víspera de
Navidad. Si me pongo a pensar en esto voy a llorar… No
importa… Necesito llorar… Me hará bien… Me he
aguantado mucho… Llorar… Estoy llorando… Hace mucho
frío… Mamá me ponía una bufanda, me
decía que cerrara la boca al salir… "No vayas a coger
frío." Si supiera que estoy muerto de frío… Este
puesto de guardia… El viento se le mete a uno hasta los
huesos… ¿Por qué no viene Adolfo? ¿Por
qué no viene? Han pasado dos horas y más.
¡Un, dos! ¡Un, dos! Una escuadra hacia la muerte.
¡Un, dos! Lo éramos ya antes de estallar la guerra.
Una generación estúpidamente condenada al matadero.
Estudiábamos, nos afanábamos por las cosas, y ya
estábamos encuadrados en una gigantesca escuadra hacia la
muerte. Generaciones condenadas… Hace frío… Esto no
puede durar mucho… Estamos ya muertos… No contamos para
nadie… ¡Un, dos! Nos despeñaremos perfectamente
formados, uno a uno. Yo no quiero caer prisionero. ¡No!
¡Prisionero, no! ¡Morir! ¡Yo prefiero…
(Con un sollozo sordo.) morir! ¡Madre!
¡Madre! ¡Estoy aquí…, lejos! ¿No me
oyes? ¡Madre! ¡Tengo miedo! ¡Estoy solo!
¡Estoy en un bosque, muy lejos! ¡Somos seis, madre!
¡Estamos… solos…, solos…, solos…!
(La voz, estrangulada, se pierde y resuena en el
bosque. Javier no se ha movido desde la frase "No es
nadie".)
Oscuro
CUADRO SEXTO
(Se oye -obre el oscuro- una canción de
Navidad cantada con la boca cerrada por varios hombres. Se
enciende la luz. Lámparas de petróleo. Hay en el
centro de la escena un árbol de Navidad. A su alrededor,
Andrés, Pedro, Adolfo y Javier. Están
inmóviles murmurando la canción. Cuando terminan,
Javier se va a su colchoneta, se sienta en ella y hunde la cabeza
entre las manos.)
Adolfo. ¿Qué le pasa a
ése?
Pedro. No sé. Verdaderamente… esta noche…
(Se retira él también.) Le da a uno por
pensar más que de costumbre. A mí me ha pasado. Me
pone triste la Nochebuena. Me trae siempre recuerdos
y…
(Acaba la frase ininteligiblemente.)
Andrés. Piensas en la familia,
¿no?
Pedro. Pienso… (Hace una mueca doloroso.),
estaba pensando en mi mujer.
Andrés. ¿Dónde está tu
mujer?
Pedro. Ni siquiera sé si vive… Yo trabajaba en
Berlín últimamente. Soy tornero ajustador. Me
pagaban bien. Cuando empezó la guerra, Berlín se
convirtió en un infierno. Entraron en nuestra zona y
hubo… algunos horrores. Yo estaba en Bélgica probando
unas máquinas que nuestra fábrica iba a comprar…
Cuando pude volver me enteré de lo que había
pasado… Encontré que mi mujer… había sido…
violentamente… (Oculta la cara entre las manos.)
Entré en la guerra para matar. No me importaba nada una
idea ni otra… Matar…
Adolfo. ¿Qué hiciste con aquellos
prisioneros?
Pedro. No lo sé… Aullaban… Yo me reía
como un loco… Se me representaba la cara de mi mujer, llena de
espanto…, forzada…, y la emprendía con otro…
Había más de cien prisioneros para mí en
aquel barracón… Me calmó mucho… Ahora estoy
mejor… Mucho mejor…
(Un silencio.)
Andrés. Señores, esta noche voy a
emborracharme. Es Navidad.
Pedro. (Levanta la cabeza.) ¿Qué
vas a hacer?
Andrés. Tomarme una copa.
Pedro. Tienes razón. Podemos pedir permiso al
cabo y celebrar la Nochebuena. Va a ser lo mejor.
Adolfo. ¡Pedirle permiso! ¿Para qué?
No nos lo iba a dar.
Pedro. Es posible que si se le dice…
Adolfo. ¡Qué va…! "El alcohol es enemigo
de la disciplina", y todo eso. Andrés, si quieres tomarte
una copa, tómatela. Yo te acompaño. El que tenga
miedo que se dedique a la contemplación. Vamos.
Pedro. Un momento. Estoy dispuesto a tomarme una copa,
pero antes hay que pensar qué vamos a decirle al
cabo.
Andrés. Al cabo se le dice… (Se ha echado
en su vaso y lo bebe.) que teníamos sed. Toma.
(Adolfo alarga el vaso y bebe largamente.) Está
bueno, ¿eh?
Adolfo. Está buenísimo.
Pedro. Bien… Si os acompaño es por no dejaros
solos frente al cabo. Que conste. Trae.
Andrés. Aquí tienes. (Llenan los tres
vasos.) Eh, tú, Javier, ¿quieres brindar con
nosotros?
Javier. (Se encoge de hombros.)
Bueno…
(Se levanta y se acerca. Le echan
coñac.)
Andrés. Creo que debemos dar a esta
celebración un carácter religioso. Dios nos libre
de todo mal en el nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo.
Todos. Amén.
Andrés. Venga… a beber… (Beben, menos
Pedro, que no se decide.) Vamos, Pedro. ¿Es que no
nos merecemos esta pequeña diversión?
Pedro. ¡Sea lo que Dios quiera! (Beben.
Andrés vuelve a echarles coñac y ahora beben en
silencio. Adolfo, de pronto, se echa a reír. Ríe
prolongadamente y contagia la risa a los demás. Se
encuentran, de pronto, riendo, por primera vez. Parece como si se
vieran de un modo distinto, como si todo lo anterior hubiera sido
un mal sueño. Se calman.) Pero, ¿de qué
te reías?
Adolfo. De nada… Es que de pronto me he dado cuenta…
¡de que no se está mal del todo aquí! De modo
que… échanos otro trago.
(Beben.)
Andrés. (Por Adolfo.) Es un buen
camarada, ¿eh? (Los otros asienten.) Un
compañero… como hay que ser…
Pedro. (Que de pronto ha quedado taciturno.) A
mí no me parece un buen camarada.
(Durante el siguiente diálogo continúa
el juego de la bebida.)
Andrés. ¿Por qué?
Adolfo. Tiene razón éste. ¡Yo
qué voy a ser un buen camarada!
Pedro. (A Adolfo.) No debiste contármelo
el otro día. Tú me eras simpático…
antes.
Adolfo. Muchachos, Pedro se refiere a mi "turbio
pasado". Si es que queréis saberlo, yo…
Andrés. (Le interrumpe.) Tu turbio
pasado me importa un bledo. Déjanos en paz.
Adolfo. No soy un buen compañero… ni me
importa… Dejé a la unidad sin pan y me quedé tan
tranquilo. Le di salida a la harina…
(Ríe.)
Pedro. Vendió el pan de sus camaradas.
Adolfo. No, no…, un momento… El jefe del negocio era
un brigada… Yo actué de intermediario, de ayudante… El
brigada tenía poca práctica y tuve que
explicarle… Fue una pena… Hubo defectos de
organización. Cuando vi que la cosa se ponía mal lo
denuncié. A él lo fusilaron y a mí me
trajeron aquí. Bueno, y ahora… dadme de
beber…
Pedro. Toma. Emborráchate. Eres de la raza de los
que especulan con el hambre del pueblo, miserable.
(Está bebido.)
Adolfo. (Bebe.) No… No me trates
así…
Pedro. Puerco…
Andrés. Deja al muchacho, hombre.
Déjalo.
Pedro. ¿A qué te dedicabas antes de
estallar la guerra? ¡Negocios!, dices tú. ¿A
qué llamas negocios? Tú eres uno de los
responsables de que estemos aquí, tú… con tus
negocios. Eres capaz de todo… Los soldados sin pan, pero
¿a ti qué te importa? ¡Que revienten!
¿No es eso? ¡Que revienten! Nosotros, todos, somos
hombres dignos, incluso el cabo…, pero tú… tú
eres un miserable.
(Traía de pegarle. Javier y Andrés lo
sujetan.)
Andrés. Basta ya… Estamos celebrando la
Nochebuena… Estás metiendo la pata, Pedro… Lo
estás estropeando todo…
Pedro. Bueno…, pues perdonadme… No había sido
mi intención molestaros… Me he enfadado de pronto… no
sé por qué… (Trata de andar y se
tambalea.) ¡Estoy borracho! No he bebido casi y ya
estoy… borracho. Adolfo, ¿me perdonas? He sido un bruto.
Lo retiro todo. ¿Qué quieres que haga… para que
me perdones?
Adolfo. Nada… Si tienes razón
tú…
(Se abrazan.)
Andrés. Bravo. Esto ya es otra cosa. Javier,
¿qué te ocurre a ti?
Javier. Nada. (Ríe.) Estoy bien.
Andrés. Tienes los ojos
húmedos.
Javier. No es nada.
(Ríe.)
Andrés. Sólo nos faltan…, escuchadme…,
Sólo faltan las chicas. (Se produce un silencio.
Quedan inmóviles. Andrés trata de continuar.)
Cuatro… cuatro chicas, ¿verdad? (Nadie dice
nada.) No están. (Un silencio.) Estamos
solos.
Pedro. Déjalo, ¿quieres?
Déjalo…
Andrés. (Se sienta.) Es… una hermosa
noche, ¿verdad?
(Nadie responde. Adolfo se levanta.)
Adolfo. Bueno… Vamos a hacer… el último
brindis…
(Pero queda clavado a mitad de camino. Se ha abierto
la puerta y ha aparecido el Cabo, con el fusil en bandolera. De
una mirada abarca la escena y avanza al centro, sombrío.
Hay un ligero movimiento de retroceso en todos.)
Cabo. ¿Qué pasa aquí?
Pedro. (Avanza un paso vacilante. Habla con
seguridad.) Nada.
Cabo. Adolfo, acércate.
(Se está quitando el fusil de la
bandolera.)
Adolfo. (Se acerca. Está lívido.)
A sus órdenes.
Cabo. Estáis borrachos.
Adolfo. Crea que… no…
Cabo. No puedes ni hablar. Mujerzuelas… indignos de
vestir el uniforme. Os merecéis que os escupan en la
cara…, también os gustaría…
Pedro. Cabo, habíamos pensado
celebrar…
Andrés. Sí, eso… Felices Pascuas, cabo.
No se enfade hoy. Es día de perdón y de…
alegría… Paz en la tierra… y gloria a Dios en las
alturas… Todo eso… Celebremos la Nochebuena.
"Perdónenos nuestras deudas, así como nosotros…",
etcétera, etcétera.
Adolfo. (Sonriendo cínicamente.) Es una
noche que la Religión manda celebrar, cabo.
Andrés. Le perdono su patada del otro día
si hoy nos alegramos. ¿Eh? De acuerdo.
(Va hacia el barrilito.)
Cabo. Estate quieto, Andrés. No te acerques al
barril.
(La voz ha sonado amenazadora. Andrés se
detiene.)
Andrés. Le suplico si quiere… Le suplico…
Cabo. Basta. Fuera de ahí.
Adolfo. No hay nada que suplicar, Andrés. Esto se
ha terminado. ¿Queréis beber?
Andrés. Yo sí.
Pedro. Sí, desde luego.
Javier. (Apoya la actitud de los otros.)
Sí.
(Adolfo se acerca al barrilito.)
Cabo. Adolfo, lárgate. Te la estás
jugando. (Se aproxima a Adolfo. El Cabo tiene el fusil
empuñado por el guardamontes y la garganta. Adolfo echa
coñac. El Cabo le pega un culatazo en la clavícula
y lo arroja al suelo. A los otros, amenazador:) Desde ahora
va de verdad. Tú, levántate. No ha sido
nada.
(Adolfo se levanta penosamente. Empuña el
machete. Al tratar de lanzarse sobre el Cabo pierde el sentido y
rueda por los suelos. Pedro, entonces, saca su machete.
Inmediatamente, Andrés. Javier, al ver a sus
compañeros, saca el suyo. El Cabo queda acorralado en la
pared. Nadie se mueve.)
Pedro. No ha debido usted hacerlo, cabo. No había
motivos. Queríamos celebrar la Navidad.
Andrés. Ha sido un error. (Avanza un paso.
Los otros dos, también.) Ya no podríamos vivir
con usted.
Cabo. (Gravemente.) Fuera de la casa. Hay que
cortar leña. Pronto. (A Javier.) Tú, al
relevo. Es tu hora.
(Javier no se mueve.)
Andrés. El relevo tendrá que
esperar.
Cabo. Javier, ¿lo estás oyendo? Al puesto
de guardia.
Andrés. No te vayas, Javier. Quédate a la
función. El cabo Goban no se da cuenta de que estamos
borrachos. Estamos completamente borrachos.
(Ríe imbécilmente. El Cabo, sin hacer
el menor ademán de nerviosismo, monta el fusil y avanza,
de espaldas al público, hacia la puerta. Ellos no se
mueven. Al llegar a la altura de Andrés, éste se
arroja sobre él y le da un machetazo en la cara. El Cabo
se lleva la mano al rostro. El fusil rueda por los suelos. El
Cabo, ciego del machetazo, trata de empuñar con la mano
derecha el cuchillo que lleva al cinto. Ya lo tiene. Pero Adolfo,
que se ha incorporado, le da un terrible machetazo en la cabeza.
El Cabo vacila, pero no cae. Pedro, Javier y Andrés le
golpean. El Cabo se derrumba poco a poco. Cae de rodillas y
después de bruces. Se quedan un momento
mirándolo.)
Andrés. (Como con estupor.) Está
muerto. Pedro. (Se inclina sobre él. Levanta la
cabeza. Con un gesto torcido.) Sí.
(Javier mira, con angustia, el machete que
todavía tiene en la mano, mientras cae el
TELÓN
Parte
segunda
CUADRO SÉPTIMO
(Es por la mañana. La casa está a
oscuras. Fuera de la casa, en la explanada, Andrés, Pedro,
Luis y Javier. Pedro y Javier, apoyados en sendos picos, viendo
cómo Andrés y Luis echan tierra con las palas sobre
el hoyo en que está el cadáver del Cabo.
Andrés echa la última paletada y se retira hacia la
casa. Pedro y Javier le siguen cansinamente.)
Luis. Yo no quiero decir nada, pero a mí me
parece que… (Pedro se para y le escucha.) que un
hombre no debe ser enterrado como un perro.
Pedro. ¿Qué quieres que
hagamos?
Luis. Pienso que… una oración…
Pedro. Sí, es verdad.
Andrés. ¿Para qué? Si lo hemos
mandado al infierno, ya no hay remedio.
Javier. Sí, una oración. Aunque no sirva
para nada. Dila, Luis. Yo no me iba tranquilo, dejándolo
ahí, sin una palabra. Un hombre es un hombre.
Luis. (Se quita el casco.) Te rogamos,
Señor, acojas el alma del cabo Goban, y que encuentre por
fin la paz que en la vida no tuvo. No era un mal hombre,
Señor, y nosotros tampoco, aunque no hayamos sabido
amarnos. Que su alma y las nuestras se salven por tu misericordia
y por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo.
Apiádate de nosotros. Amén.
Todos. (Que han ido descubriéndose.)
Amén.
Andrés. Bueno, ya está. Vamos.
(Se van retirando.)
Javier. (A Luis.) Está bien que hayas
dicho todo eso. Consuela un poco…
(Va hacia la casa. En este momento están
entrando en ella Pedro y Andrés. Se enciende la
débil luz solar en el interior. Allí está
Adolfo, semitumbado.)
Adolfo. ¿Ya?
Pedro. Sí.
Adolfo. Uf…, por fin… Esta noche se me ha hecho una
eternidad. No podía dormir con ese hombre tendido
ahí, en la explanada, sin darle la tierra… Era como si
no hubiera acabado de morir.
Andrés. Cualquiera salía a cavar un hoyo
anoche. Vaya viento… y la lluvia… Una noche que daba
respeto… El cadáver ahí, lloviéndole
encima… Menos mal que ha amanecido un día
tranquilo.
(Entra Javier en la casa. Se sienta,
aislado.)
Adolfo. Un día tranquilo, por fin. Muerto el
perro, se acabó la rabia. Es lo que se hace con un perro
rabioso, matarlo. Y éste era un mal bicho. Ayer hubiera
sido capaz de matarme, de rematarme. (Escupe.) Era un
mal bicho.
Pedro. Cállate. Déjanos en paz.
Adolfo. ¿Qué os pasa?
Pedro. ¡Nada!
(Andrés bosteza.)
Andrés. Yo tampoco he podido dormir. Estoy muy
cansado.
(Se tumba. Pausa.)
Javier. ¿Y qué vamos a hacer
ahora?
Pedro. No hay nada que hacer. Esperar, como si no
hubiera pasado nada.
Andrés. ¡Como si no hubiera pasado nada!
¡Y nos hemos cerrado la última salida! (Entra
Luis. Se queda en la puerta, como temiendo entrar en la
conversación de los otros.) Después de lo que
ha ocurrido, me doy cuenta de que podía haber pasado el
tiempo y la ofensiva sin llegar… y en febrero es posible que
nos hubieran retirado de este puesto… y que nos hubieran
perdonado… El castigo cumplido… y a nuestras unidades, a
seguir el riesgo común de los otros compañeros…
Todo esto lo he pensado, de pronto, ahora que ya no hay remedio.
La última salida ha sido cerrada. Si no hay ofensiva, hay
Consejo de Guerra.
Adolfo. ¿Consejo de Guerra? ¿Por
qué? Si hay suerte y continúa hasta febrero la
calma del frente, nadie tiene por qué enterarse de lo que
ha pasado aquí. Al enlace se le dice que el cabo
murió de un ataque al corazón.
Andrés. Cuando muere el cabo de una escuadra de
castigo, en seguida se piensa que no ha muerto de muerte natural
y se investiga. Se interroga hábilmente a los castigados y
se busca el cuerpo… Desenterrarían el cadáver
y… (Con un gesto torvo.) el cráneo
roto…
Adolfo. Entonces, una caída… O
desapareció…
Andrés. Sí, ¡se esfumó en el
aire!
Adolfo. Fue de observación y seguramente lo
atraparon. Estará prisionero o quién sabe…,
muerto…
Pedro. (Que ha asistido calladamente a este
diálogo. Se levanta.) No te canses, Adolfo. Si
llegamos a febrero, habrá Consejo de Guerra. Eso os lo
aseguro yo, desde ahora.
Adolfo. ¿Por qué?
Pedro. Bah… Todavía es pronto para preocuparse
de eso. Son cosas mías…, ideas que uno tiene. Por otra
parte, lo más seguro es que no lleguemos a febrero. Nos
quedan cuarenta días de puesto. Y si ha de haber ofensiva,
Dios quiera que empiece dentro de estos cuarenta
días.
Adolfo. ¿Te has vuelto loco?
Pedro. Ya lo veremos. Por el momento, si os parece,
sigue rigiendo el mismo horario de siempre.
Adolfo. Pedro, aquí ha muerto un hombre y ese
hombre era el cabo, y si piensas que todo va a continuar igual,
te equivocas. Yo hago lo que quiero y en mí no manda
nadie. Se acabaron las órdenes y los horarios. Se
acabaron, al menos para mí, las guardias, y la noche,
desde ahora, es para dormir.
Pedro. Te estás equivocando, Adolfo. Esta
escuadra sigue en su puesto. Y si no estás de acuerdo,
trata de marcharte.
Adolfo. ¿Oís, chicos? Hay un nuevo cabo.
Se ha nombrado él. (Ríe. De pronto,
serio.) Escucha, Pedro. Si quieres seguir la suerte del otro
continúa así.
Pedro. ¿Me amenazas?
Adolfo. Te aviso.
Pedro. Pues ya sabes cómo pienso. Y si hay que
vernos las caras, nos las veremos. Soy el soldado más
antiguo y tomo el mando de la escuadra. ¿Hay algo que
oponer?
Andrés. Por mí…, como si quieres tomar
el mando de la división.
Javier. A mí me da igual.
Luis. No, Pedro. Yo no tengo nada que oponer.
Pedro. (A Adolfo.) Ya lo oyes.
Adolfo. Si te pones así, es posible que decida
hacer una excursión.
Pedro. ¿Cómo "una
excursión"?
Adolfo. Un largo paseo por el bosque.
Pedro. ¿Adonde quieres ir?
Adolfo. No lo sé aún.
Pedro. ¿Entonces?
Adolfo. Si me encuentro incómodo
aquí…
Pedro. No se te habrá ocurrido…
Adolfo. ¿Qué?
Pedro. ¡ Pasarte!
Adolfo. ¡Yo no he dicho eso! He dicho "una
excursión".
Pedro. Oye, Adolfo. Que no se te ocurra abandonar el
puesto, ¿lo oyes? Que no se te ocurra. Por desgracia, uno
tiene ya las manos manchadas de sangre y lo más
fácil es que un muerto más no se me note en estas
manos ni que me vayan a temblar por eso.
Adolfo. Ahora eres tú quien me
amenaza.
Pedro. No. Me defiendo.
(Un silencio.)
Adolfo. Está bien. ¿Sabes lo que pienso,
tú? Que somos dos imbéciles. Si tenemos distintos
puntos de vista, no hay que enfadarse, ¿verdad?, sino
tratar de conciliarlos y llegar a un acuerdo como buenos amigos.
¿Eh, Pedro?
Pedro. Sí. (Transición.) No
sé si me comprendéis. Lo que yo no quisiera es que,
por este camino, llegáramos a degenerar y a convertirnos
en un miserable grupo de asesinos. Se es un degenerado cuando ya
no hay nada que intentar, cuando uno ya no puede hacer nada
útil por los demás. Pero a nosotros se nos ofrece
una estupenda posibilidad: cumplir una misión. Y la
cumpliremos. Yo no quiero que acabemos siendo una banda de
forajidos. Yo no soy un delincuente…, y menos un asesino… Ni
vosotros… No hemos conseguido ser felices en la vida…, eso es
todo.
Luis. (Por primera vez, habla.) Es horrible que
haya ocurrido todo esto, ¿verdad? Hay que contar con ello,
pero… es horrible… Era preferible sufrir las impertinencias
del cabo, a tener que pensar en esta muerte.
Andrés. Tú no tienes que pensar en nada,
Luis. Ni siquiera tienes que meterte en nuestra
conversación. Déjanos a nosotros. Tú no
tienes nada que ver con lo que aquí ha pasado.
Luis. No. Eso no. Yo soy uno de tantos, Andrés.
Yo estoy con vosotros para todo.
Andrés. Es inútil. Por mucho que quieras,
tú ya no puedes ser uno de tantos. Tú no estabas en
la casa. Tú no sacaste tu machete. Tú no sentiste
ese estremecimiento que se siente cuando se mata a un
hombre…
Luis. No… Pero yo hubiera bebido con vosotros. Yo
hubiera empuñado el machete y le hubiera pegado como
vosotros, de haber estado aquí.
Andrés. No sé. Eso no puede ni
pensarse.
Luis. Yo soy un buen compañero.
Andrés. Sí, claro.
Luis. Yo te aseguro…
Andrés. No te preocupes. Si no hay que
preocuparse…
Luis. Yo no tengo la culpa de que me tocara la guardia a
esa hora.
Andrés. Claro. Si nadie te dice nada.
Luis. No quieres creerme.
Andrés. Te equivocas. Te creo.
(Se levanta y deja a Luis solo. Pedro ha empezado a
canturrear algo.)
Adolfo. (Se tapa los oídos.) Pedro,
¿quieres callarte?
Pedro. ¿Qué te pasa? ¿Es que no
puede uno cantar? ,
Adolfo. No… Canta lo que quieras… Pero es que
ésa… es la canción que cantaba a veces el cabo
Goban. Y no me gusta escucharla.
Oscuro.
CUADRO OCTAVO[4]
(Todos menos Pedro. Sucios, sin afeitar y tirados
por los suelos. Adolfo se remueve.)
Adolfo. ¿Sabéis lo que estoy pensando? Que
ya es demasiado y que así no podemos seguir… Días
y días, tumbados por los suelos, revoleándonos como
cerdos en la inmundicia… ¿Por qué no hacemos
algo? Una expedición o algo parecido… Una patrulla de
reconocimiento…, algo…
Andrés. ¿Y adonde vamos a ir?
Adolfo. A cualquier parte. Es lo mismo. A cualquier
parte. Esto es insano.
Andrés. Yo ya no puedo ni dormir. Me parece que
no puedo hacer otra cosa que dormir. Y me muero de sueño.
Y no consigo dormir. Es terrible.
Adolfo. Estás muy pálido. Y tienes los
ojos hundidos.
Andrés. A estas horas me da un poco de
fiebre.
Adolfo. (Se levanta y va a la ventana.)
¿A cuántos estamos? ¿Lo
sabéis?
Luis. A diez de enero.
Adolfo. Me parece que ha pasado mucho más tiempo.
(Una pausa.) Anoche creí oír disparos a lo
lejos, y me gustaba. Me puse a escuchar para ver si era
cierto…, queriendo que lo fuera. Porque significaba que hay
más gente que nosotros en el mundo.
Luis. A mí también me pareció
oír disparos.
Andrés. Yo no oí nada.
Adolfo. Seguramente fue una ilusión. El viento en
los árboles… Por la noche es como si todo el bosque
estuviera habitado… Se oyen ruidos… Al principio me
ponían la carne de gallina, pero ya no… Uno va
superándose… (Suena el timbre sordo del
teléfono de campaña.) Javier, ¿quiere
usted coger el teléfono, por favor? No tiene más
que alargar la mano, mientras que para nosotros representa un
gran esfuerzo. (Parece que Javier no oye. El timbre sigue
sonando.) El aparato, Javier. Es un favor que te pedimos.
Con seguridad es nuestro querido amigo Pedro que tiene algo
pensado para esta noche. Una buena juerga… Vino y mujeres. Ya
sabéis cómo es Pedro, chicos.
(Javier ha escuchado las últimas palabras de
Adolfo y coge, con desgana, el aparato.)
Javier. ¡Di, Pedro! ¿Cómo?
Sí… (De pronto, trémulo, su mano se crispa en
el aparato.) Sí, entiendo… Bien…
(Pausa.) Iré repitiendo tus palabras…
(Pausa.) Se divisa a lo lejos un grupo enemigo…
(Pausa.) Probablemente una compañía…
(Pausa.) Exploradores… (Pausa.) Es posible
que sea la vanguardia de la ofensiva… (Pausa.)
Atención a las instrucciones… Tú te
quedarás en el puesto… (Pausa.) En el momento
preciso darás la señal para volar el campo…
(Pausa.) Adolfo en la batería…
(Pausa.) En cuanto estalle el campo salimos todos…
cada uno a su posición… (Pausa. Con una leve
sonrisa.) Hay que vender caras nuestras vidas… (Adolfo
se ha situado junto al dispositivo de la batería. Luis y
Andrés han cogido nerviosamente las armas y forman grupo
alrededor del teléfono.) De acuerdo… Quedamos a la
espera de tu señal… (Se pasa la mano por la frente y
tiene una ligera vacilación. Luis va a sujetarlo.) No
es nada, gracias… No es nada.
(Queda a la escucha. Una pausa
dramática.)
Andrés. ¿Se ha callado? (Javier hace
un gesto de que sí.) ¿Y qué hay que
hacer? ¿Esperar?
Adolfo. Claro. (A Javier.) En cuanto Pedro
dé la señal, dices "ya", hago contacto y salimos
todos a la trinchera. ¿De acuerdo? (Patéticos
gestos de asentimiento.) ¿No se oye nada?
Javier. (A la escucha.) No.
Andrés. Habla tú. Pregúntale a
Pedro.
Javier. Pedro, ¿qué hay? ¿Siguen
avanzando? ¿Se ven más? (Escucha.) No
contesta.
Andrés. Insiste.
Javier. ¡Pedro! ¿Ocurre algo? ¿Por
qué no hablas? ¿Estás ahí?
(Silencio.) Nada…
Andrés. (Mira a todos con
aprensión.) ¿Por qué
será?
Adolfo. Es raro… O será que ha dejado el
aparato un momento.
Andrés. ¿No le habrán
sorprendido?
(Un grave silencio.)
Adolfo. No creo…
Andrés. Si le han sorprendido, pueden estar
viniendo hacía aquí y no nos daremos cuenta hasta
que no los tengamos encima.
Adolfo. Cállate. Espera.
Andrés. ¡No podemos estarnos aquí,
cruzados de brazos! ¡Hay que hacer algo!
(Se ha levantado.)
Adolfo. (Con voz sorda.) Estate
quieto.
Andrés. ¡Es mejor que vayamos a la
trinchera! ¡Se nos van a echar encima, Adolfo! ¡No
podemos estarnos aquí!
Adolfo. Quieto. Cálmate. Son los nervios. Hay que
dominar los nervios. No pasa nada, ¿ves?
Espera…
Andrés. (Se retuerce las manos. Gime.)
¡No puedo esperar!
(Queda sentado y encogido, tratando de dominar los
nervios. No lo consigue. Larga pausa. Todos miran el rostro de
Javier, que ahora está imperturbable. De
pronto.)
Javier. ¿Qué hay, Pedro? (Escucha.
Andrés mira ansiosamente a Javier.) Una
compañía, sí… Se ha desviado… No
venía nadie detrás… Una falsa alarma… Hasta
luego…
Oscuro.
CUADRO NOVENO[5]
(Los cinco están acabando de comer, menos
Javier, que está tumbado en silencio.)
Adolfo. (Que come el último bocado.)
¿Tenéis tabaco? Pedro. (Le da uno.) El
último paquete.
(Se lo guarda.)
Andrés. La galleta está dura y apenas
quedan conservas ni agua. Dentro de unos días no podremos
vivir por nuestra cuenta.
Pedro. Economizando tenemos para una semana. Es decir,
hasta febrero. Lo demás no depende de nosotros. No hay por
qué preocuparse.
Adolfo. (Fumando.) Bien, parece que la cosa va
a terminar mejor de lo que suponíamos.
(Ríe.) La ofensiva se ha evaporado. (Vuelve a
reír.) Habrá que empezar a pensar en otras
cosas. Es posible que todas las desgracias hayan terminado para
nosotros. ¿No os dais cuenta? Esto se está
terminando, amigos. El tiempo llega a su fin. En resumen, ha
habido suerte y no creo que podamos quejarnos. Lo más
seguro es que nos retiren de este puesto y nos perdonen. La pena
está cumplida. Nosotros no tenemos la culpa de que no nos
hayan matado. Estábamos aquí para morir en la
ofensiva, ¿qué le vamos a hacer? No creo que nos
manden a otro puesto de castigo.
Pedro. Es extraño, Adolfo. Es extraño que
te consideres limpio y dispuesto a vivir tranquilamente, como si
no hubiera pasado nada. Hay una cuenta pendiente, Adolfo. Una
cuenta que no podemos olvidar.
Adolfo. El cabo, ¿no?
Pedro. Sí, el cabo. Yo no sé si el tiempo
que hemos estado aquí ha sido suficiente para que nunca
más volvamos a tener remordimientos de lo que cada uno
hicimos antes. Pero sé que ahora somos culpables de la
muerte de un hombre.
Adolfo. ¿Te arrepientes de haber matado al cabo
Goban, a esa víbora…?
Pedro. No. Y hasta es posible que si todo empezara de
nuevo, volviera a matar al cabo Goban con vosotros; pero eso no
cambia nada. Yo soy de los que creen que se puede matar a un
hombre. Lo que pasa es que luego hay que enfrentarse con el
crimen como hombres. Eso es lo que quiero decir.
Adolfo. Pedro, yo no digo que haya que olvidar lo del
cabo y vivir alegremente. El que tenga remordimientos, bien
está y que los lleve con él toda la vida, si es
preciso. Cada uno, según su conciencia. Pero ahora se
trata de lo que hay que hacer cuando esto se acabe. Hay que
imaginar una historia sobre la desaparición del cabo. A
eso me refiero. "No sabemos qué ha sido de él".
¿Eh? ¿Qué os parece?
Andrés. Sí, es lo mejor. Salió la
mañana de Navidad y no hemos vuelto a verle.
Adolfo. Hay que recordarlo bien. "La mañana de
Navidad". Que no se os olvide. Después del desayuno, a eso
de las ocho.
Andrés. A eso de las ocho, sí. Dijo que
iba de observación. Que pensaba internarse. Que si no
estaba para la hora de comer, no nos preocupáramos. No
sé si creerán que el cabo pensaba dejarnos tanto
tiempo solos.
Adolfo. Sí, ¿por qué no? Estaba
inquieto. La noche antes había oído ruidos
extraños.
Andrés. Pudo mandarnos a cualquiera de
nosotros.
Adolfo. No se fiaba. Prefería…
Pedro. (Se levanta.) Podéis continuar
imaginando historias. No os va a servir de nada.
Adolfo. ¿Por qué?
Pedro. Porque pienso denunciar la muerte del cabo, tal
como ocurrió.
(Pausa larga. Todos se miran.)
Andrés. No, Pedro. Eso es una locura.
Pedro. Es lo que pienso hacer.
Adolfo. Estás hablando en broma, ¿verdad,
Pedro? No puedes estar hablando seriamente. (Trata de
sonreír.) ¿Verdad? Tú no piensas hacer
lo que has dicho. De ningún modo piensas una cosa
así.
Pedro. ¿Os extraña?
Adolfo. ¡Pedro! (Se acerca a él.)
¡Ten en cuenta que estamos hablando de verdad!
Pedro. Yo estoy hablando de verdad. Yo soy de los que no
se asustan ante las consecuencias de los hechos. Sé cargar
con ellas. Exijo cargar con ellas. Es mi modo de ser.
Adolfo. ¡No, Pedro! ¡Tú no
harás eso! ¡No puedes hacer eso! ¿Cómo
se te ha ocurrido una cosa así? Estás jugando con
fuego, Pedro.
Pedro. ¿Jugando? Yo no sé
jugar.
Adolfo. (Se sienta. Sombrío.) No puedes
hacer eso. No puedes…
Pedro. (Sin mirarle.) ¿Qué es lo
que no puedo?
Adolfo. Si tú no quieres ya vivir, no puedes
arrastrarnos a seguir tu suerte.
Pedro. Yo no arrastro a nadie. Yo voy sólo adonde
me parece que debo ir. Vosotros haced lo que
queráis.
Adolfo. Es un suicidio. Es entregarte al piquete de
ejecución.
Pedro. No. Entregarme al piquete no me corresponde a
mí. Que yo muera o no, les corresponde decidirlo a ellos.
Lo mío se reduce a decir la participación que tuve
en un crimen que se cometió en la noche de Navidad del
año pasado. El cabo, a pesar de todo, era un
compañero y lo que hicimos fue un crimen.
¿Está claro?
Adolfo. Estás disponiendo de nuestras vidas,
Pedro. ¿Qué hacemos nosotros?
Pedro. Yo no pretendo discutir esto, Adolfo. A mí
me parece que hay cosas más importantes que vivir. Me
daría mucha vergüenza seguir viviendo. Ya no
podría ser feliz nunca.
Adolfo. Pedro, estábamos borrachos. Ten en
cuenta… El alcohol…
Pedro. No, si eso es lo de menos. Estábamos
borrachos, el alcohol… Sí, es verdad. No contaré
ni una mentira. Lo diré todo, como
ocurrió.
Adolfo. Es un sacrificio inútil.
Pedro. Ocultar lo que aquí ha pasado para
ganarnos unos miserables años más de vida…
sí que me parece un sacrificio inútil.
Adolfo. Pedro, ya te he entendido. No es nada de lo que
dices. No es que seas más hombre que los demás. No
es que te importe lo que ocurrió ni que creas que mereces
ser castigado. Es simplemente que quieres morir. ¡Es que
estás desesperado desde lo que pasó con tu mujer!
¡Es que estás loco! ¡No es más que
eso!
Pedro. (En un rugido.) ¿De qué
estás hablando, di? ¿De qué estás
hablando? ¡O te callas, o…!
Adolfo. ¿Ves? Te ha dolido porque es verdad. Pero
nosotros queremos vivir. Tú no entiendes que nadie quiera
vivir, ¿verdad? Pero nosotros… nosotros
queremos…
(Pausa. Pedro se ha sentado,
abatido.)
Andrés. Pedro, ¿qué
piensas?
Pedro. Nada. Ya sabéis cuál es mi actitud.
Interpretadla a vuestro gusto. Yo voy a entregarme al Consejo de
Guerra. El que no quiera seguir mi suerte puede irse. Yo no soy
quién para arrastraros por un camino que a vosotros no os
parece… el mejor… (Cierra los ojos. Lentamente.) Yo
he pensado mucho en ello. Voy a ir por ese camino. No veo otro…
para mí… Para que mi vida no sea algo que un día
tenga que arrastrar con vergüenza… para… para
salvarme… No sé vosotros… Yo… He terminado… No
cuento ya con vivir…
Andrés. Yo te comprendo. Te has puesto por
delante, pero te comprendo. Yo quiero vivir, pero te comprendo.
Nos haces un gran daño, porque habría que matarte
para que callaras y sería ya demasiada sangre… No somos
tan malos, ¿te das cuenta?
Adolfo. Cállate, Andrés. O habla por ti. A
mí no me metas en tu compasión. Yo estoy dispuesto
a salvarme, por encima de todo. (Se apodera de un fusil y lo
monta.) Pedro, estoy dispuesto a llevarme a quien sea por
delante. Tú lo has querido.
Pedro. (Se sienta tranquilamente.)
Únicamente te digo… que lo pienses un poco antes de
hacer una tontería. No te aconsejo que prescindas de
mí. No te conviene. Tendrías que dar luego
demasiadas explicaciones… y lo más seguro es que no
llegaran a creerte. Después de las cosas que han ocurrido,
creo que conviene meditar antes de tomar una decisión.
¿Estás seguro de que los demás están
de acuerdo contigo? ¿No te dejarán solo cuando lo
hagas…, en cuanto aprietes el gatillo?
Adolfo. Andrés, ¿tú qué
piensas?
Andrés. No, Adolfo. No creo que debas hacerlo.
Espera. Ya pensaremos.
Adolfo. Y vosotros, ¿qué?
Javier. (Se encoge de hombros.) Me
gustaría volver a casa, pero me parece que se ha puesto
muy difícil volver. Estoy dispuesto a que se cumpla lo que
tenga que cumplirse. Lo que tiene que venir… a pesar de todos
nuestros esfuerzos. No contéis conmigo para nada. Me
gustaría no volver a hablar nunca.
Adolfo. (Hace un gesto de impaciencia.)
¡Bah! ¡Tonterías! ¿Qué
razón hay para que nos demos por vencidos? Sin Pedro,
tenemos una larga vida por delante. ¿Qué hacemos
con él? (Nadie responde. Exasperado.) Tú,
Luis, ¿qué piensas? Claro, a ti te da igual
también. No tienes nada que temer del Consejo de Guerra,
¿eh? ¡Te lo has creído! Todo depende de lo
que declaremos los demás. Si nosotros queremos, cae todo
sobre ti. ¿Te das cuenta? Tú lo mataste… en el
puesto de guardia. ¡Y niégalo! Luis, no es que
vayamos a decir eso. Lo que quiero hacerte comprender es que
tienes que ayudarnos.
(Luis vuelve la cabeza.)
Pedro. Te han dejado solo.
(Adolfo, desalentado, tira el fusil. Se sienta y
oculta el rostro entre las manos.)
Oscuro.
CUADRO DÉCIMO[6]
(Están todos, menos Pedro. Javier, tendido.
Adolfo, en una actitud semejante a la del final del cuadro
anterior. Alza la cabeza y dice:)
Adolfo. ¿Y Pedro?
Andrés. Acaba de salir.
Adolfo. Bien. Quería deciros una cosa. A pesar de
todo, a pesar de vuestro miedo y de los escrúpulos de
todos, Pedro tiene que morir. Es nuestra única salida. Es
inútil tratar de convencerlo. Hay que terminar con
él si todavía queremos esperar algo de la vida. Por
otra parte, no es tan terrible si lo que os horroriza es…
hacerlo. Yo solo lo hago. Y no me importa porque sé que
él quiere morir y que espera con impaciencia el momento de
ponerse ante el piquete. Supongo que… habréis
reflexionado y… sin duda…
Andrés. Yo no lo autorizo, Adolfo. Ya está
bien de sangre. Y cállate ya.
Adolfo. (Se estremece.) Estamos a treinta.
Dentro de unas horas puede venir la patrulla. Empieza a ser
peligroso permanecer aquí. Yo había pensado que
resultaría fácil explicar la desaparición de
Pedro. Simplemente… se fue con el cabo. Los dos, prisioneros
del enemigo, con toda seguridad.
Andrés. Cállate, Adolfo. Es
inútil.
Adolfo. (Sombrío.) Está bien.
Entonces no habrá más remedio que abandonar esta
casa hoy mismo. ¿Y adonde ir? Por el bosque… a las
montañas… Todo este país es una trampa para
nosotros. Aunque… puede que tengamos una posibilidad de
salvarnos.
Andrés. ¿Cuál?
Adolfo. Podríamos organizamos por nuestra
cuenta… en la tierra de nadie. Hacer vida de guerrilla,
cogiendo provisiones en las aldeas y viviendo en las
montañas. Nos damos de baja en el Ejército y ya
está. Sé de grupos que han vivido así
años y años. Y supongo que no se pasará mal
del todo.
Andrés. No, Adolfo. Tampoco en eso estoy de
acuerdo contigo. Yo quiero vivir, pero no tengo ganas de
luchar…, no me siento con fuerzas. Yo he decidido pasarme. No
es una agradable salida, pero al menos viviré. En los
campos de prisioneros se vive.
Adolfo. ¿Eso es todo lo que se te
ocurre?
Andrés. Sí.
Adolfo. ¡Pues eres un estúpido!
Andrés, escucha. Me estáis volviendo loco entre
todos. ¿Qué es lo que pretendéis?
Estáis todos contra mí. Os habéis
abandonado… Que decida el destino por nosotros, ¿no?
¿Y qué es eso del destino? (Ríe.)
No queréis vivir ninguno. Tú dices que sí,
pero es mentira. Escúchame. En las montañas del
Norte se puede vivir. Dentro de poco empezará la primavera
y no faltarán frutas en las huertas abandonadas y caza en
el monte.
Andrés. No. Me doy cuenta de que yo no sirvo para
vivir así, huido…, hasta que me cace a tiros una
patrulla de unos o de otros. Yo quiero descansar. En el "campo",
al menos, podré tumbarme. ¿Sabes? Desde que el cabo
me pegó aquí (Por el pecho.), no me
encuentro muy bien.
Adolfo. ¿Pero es que no sabes cómo se
trabaja en los "campos"? Como bestias. Te reventarán en
una cantera o en una mina.
Andrés. Por la noche podré
dormir.
Adolfo. No… Acabarás como han acabado muchos,
tirándose contra las alambradas, electrocutados, si es que
puedes. Que es posible que ni eso puedas hacer. Vente
conmigo.
Andrés. Contra las alambradas… Me haces
reír… Para tirarse contra las alambradas hay que desear
morir, y yo…
Adolfo. Claro que lo deseas, y si no… acabarás
deseándolo.
Andrés. No… Vivir… como sea…
Adolfo. ¿Cómo crees que te tratarán
los guardianes del campo? ¡A latigazos!
Andrés. Lo veremos.
Adolfo. Los hay que ya ni se mueven para nada, que ya no
sienten ni los golpes… Son como plantas enfermas… Tumbados…
Se lo hacen todo encima y no se mueven… Viven entre su propia
porquería…
Andrés. Descansan, por fin.
Adolfo. Sin contar con que, ¿quién te dice
que vas a llegar al "campo"? Es probable que te cacen al
acercarte a las líneas.
Andrés. Llevaré una bandera blanca. No
creo que disparen.
Adolfo. Andrés, tú no te das cuenta de lo
que podríamos hacer. Uno solo es difícil, pero un
pequeño grupo armado… ¡Podríamos hacer
tantas cosas…! En el monte hay escondrijos… Va a merecer la
pena. Hasta es posible que pasemos buenos ratos.
¡Escucha!
Andrés. He decidido ya, Adolfo.
Adolfo. ¿Y vosotros? (Entra Pedro.)
Luis, ¿tú?
Luis. Yo voy a seguir aquí, con Pedro. Si supiera
que te iba a servir de algo mi ayuda, me iría contigo.
Pero iba a ser un estorbo para ti. Habría que cometer
violencias en las aldeas, robar…, quizá matar si los
campesinos nos hacían frente. No sirvo para eso, Adolfo.
Perdóname.
Adolfo. No contaba contigo, Luis. No tienes que
explicarte.
Luis. Haces bien en despreciarme, Adolfo. Tienes derecho
a despreciarme.
Adolfo. ¡Déjame en paz! ¿Y
tú, Javier? (Javier no responde.) ¿Te
quedas?
Javier. Sí.
Adolfo. ¿Sabes lo que eso significa?
¡Fusilado!
Javier. Sí, lo sé…, aunque a mí
es posible que no me fusilen.
Adolfo. ¿A ti? ¿Por qué?
Javier. Son cosas mías.
Adolfo. ¿Va a declarar Pedro a tu
favor?
Javier. No. No es eso. A Pedro le gusta decir la verdad.
¿Eh, Pedro?
(Pedro no contesta.)
Adolfo. ¿Entonces?
Javier. Déjame en paz. Sois dos estúpidos,
Andrés y tú. Dices con horror "fusilado" y te vas a
que te cacen como una alimaña, a tiros… o te linchen en
cualquier aldea… El otro quiere vivir y se va a que lo aplasten
entre las alambradas de un "campo". Tiene gracia. Todos son…
caminos de muerte. ¿No os dais cuenta? Es inútil
luchar. Está pronunciada la última palabra y todo
es inútil. En realidad, todo era inútil… desde un
principio. Y desde un principio estaba pronunciada la
última palabra. Todavía queréis luchar
contra el destino de esta escuadra… que no es sólo la
muerte, como creíamos al principio…, sino una muerte
infame… ¿Tal torpes sois… que no os habéis dado
cuenta aún?
Pedro. (Aislado, habla.) ¿Pero
sabéis que yo tenía una esperanza? La de que el
desenlace llegara por otro sitio. Que todo hubiera acabado en
esta casa, frente al enemigo, pasados a cuchillo, después
de habernos llevado por delante a unos cuantos… y
después de haber avisado a la primera línea. Ya que
no se nos ha concedido este fin, pido, al menos, que no haya
nunca ofensiva en este sector, y que nuestro sacrificio sirva
para detener el derramamiento de sangre que parecía
avecinarse a todo lo largo del frente.
Adolfo. (Se levanta. Bosteza.) Voy a ver si
duermo. Al anochecer abandonaré esta casa. En la primera
aldea habrá alguien que quiera venirse conmigo al monte.
Necesito encontrar un compañero y lo
tendré.
(Se echa a dormir.)
Andrés. Me iré contigo. Si te parece,
vamos juntos hasta la salida del bosque. Allí, un
apretón de manos y… ¡buena suerte! Voy a tumbarme
un rato…, aunque creo que no podré dormir.
(Se echa también. Luis está mirando
por la ventana. Javier, sentado, con la mirada fija en el suelo.
Pedro pasea, pensativo. De pronto, se para y dice a
Javier.)
Pedro. Entonces, ¿has llegado a eso? ¿A
pensar…?
Javier. (Se encoge de hombros.) No sé a
qué te refieres.
Pedro. Javier, desde que ocurrió "aquello" has
estado pensando, cavilando, ¿te crees que no me he dado
cuenta?; mientras los demás tratábamos de actuar a
nuestra manera, tú, mientras tanto, nos mirabas… yo
diría que con curiosidad…, como un médico puede
mirar a través de un microscopio…
Javier. (Ríe secamente.) Sólo que
yo soy una de las bacterias que hay en la gota de agua…, en
esta gota que cae en el vacío. Una bacteria que se da
cuenta, ¿te imaginas algo más espantoso? (Un
silencio.) Sí, tienes razón. Durante todo este
tiempo, desde que matamos a Goban, he estado investigando…,
tratando de responder a ciertas preguntas que no he tenido
más remedio que plantearme…
Pedro. ¿Y qué?
Javier. Ahora ya sé…, me he enterado…, mi
trabajo ha concluido felizmente. He conseguido (Una leve
sonrisa.) un éxito… desde el punto de vista
científico… He llegado a conclusiones.
Pedro. ¿Qué conclusiones?
Javier. La muerte del cabo Goban no fue un hecho
fortuito.
Pedro. No te entiendo.
Javier. Formaba parte de un vasto plan de
castigo.
Pedro. ¿Has llegado a pensar eso?
Javier. Sí. Mientras él vivía
llevábamos una existencia casi feliz. Bastaba con obedecer
y sufrir. Se hacía uno la ilusión de que estaba
purificándose y de que podía salvarse. Cada uno se
acordaba de su pecado, un pecado con fecha y con
circunstancias.
Pedro. ¿Y después?
Javier. Goban estaba aquí para castigarnos y se
dejó matar.
Pedro. ¿Que se dejó matar? ¿Para
qué?
Javier. Para que la tortura continuara y creciera.
Estaba aquí para eso. Estaba aquí para que lo
matáramos. Y caímos en la trampa. Por si eso fuera
poco, la última oportunidad, la ofensiva, nos ha sido
negada. Para nosotros estaba decretada, desde no sé
dónde, una muerte sucia. Eso es todo. Tú dices que
tenías esa esperanza… la de que muriéramos en la
lucha…, pobre Pedro… Y todavía, ¿verdad que
sí?, todavía tienes… no sé qué
esperanzas…, ¿cómo has dicho antes?, "que nuestro
sacrificio sirva…" Eso es como rezar…
Pedro. Sí, es como rezar. Puede que sea lo
único que nos queda… un poco de tiempo aún para
cuando ya parece todo perdido…, rezar…
Javier. (Ríe ásperamente.)
Estamos marcados, Pedro. Estamos marcados. Rezar, ¿para
qué?, ¿a quién? Rezar…
Pedro. ¡Cómo puedes decir eso…!
¿Entonces crees que alguien…?
Javier. Sí. Hay alguien que nos castiga por
algo…, por algo… Debe haber…, sí, a fin de cuentas,
habrá que creer en eso… Una falta… de origen… Un
misterioso y horrible pecado… del que no tenemos ni idea…
Puede que haga mucho tiempo…
Pedro. Bueno, seguramente tienes razón, pero
déjate de pensar eso… Debe ser malo… No, tú no
te preocupes… Hay que procurar tranquilizarse… para hacer
frente a lo que nos espera.
Javier. Sí, pero yo no puedo evitarlo…, tengo
que pensar, ¿sabes? {Sonríe débilmente.)
Es… mi vocación… desde niño…, mientras los
demás jugaban alegremente…, yo me quedaba sentado,
quieto… y me gustaba pensar…
Oscuro.
CUADRO UNDÉCIMO
(En la oscuridad, ruido de viento. Hay —pero
apenas pueden ser distinguidas— dos sombras, entre
árboles, en primer término. Suenan, medrosas, como
en un susurro, las voces de Adolfo y
Andrés.)
Andrés. Espera… Estoy cansado… Hemos andado
mucho…
Adolfo. ¿Qué te ocurre?
Andrés. Hemos… andado mucho…
¿Dónde estamos?
Adolfo. Aquí termina el bosque, ¿no lo
ves? Y por allá, la montaña.
Andrés. ¿Y dónde… las
líneas enemigas?
Adolfo. Enfrente de nosotros…,
allí…
Andrés. Déjame sentarme… Estoy
cansado…
(Una sombra se abate.)
Adolfo. Vamos, no te sientes ahora. Hay que darse
prisa…
Andrés. Vete tú, vete tú… Si
quieres…
Adolfo. No; yo solo no… Tú te vienes conmigo…
Es una locura lo de pasarse…, una locura…
(Una ráfaga de viento.)
Andrés. ¿Qué dices? Adolfo. Es una
locura…
(Una larga ráfaga de viento.)
Andrés. ¿Sabes lo que me gustaría?
No haber salido de la casa…
Adolfo. ¿Qué quieres ahora?
¿Volver?
Andrés. No. Ya no.
Adolfo. ¿Vienes o no vienes?
Andrés. No… Me quedo aquí… Cuando me
tranquilice, iré hacia ellos… Cuando (Con
ahogo.) me tranquilice…
Adolfo. ¡Andrés, ven conmigo! ¡Yo
también tengo miedo a lo que voy a hacer…, pero
juntos…!
Andrés. ¡No me harán nada, ya
verás! ¡No me harán ningún
daño!
Adolfo. Entonces, ¡como quieras!, adiós
y… ¡buena suerte!
Andrés. ¡Buena suerte, Adolfo!
(Las sombras se separan. Otra ráfaga de
viento.)
Oscuro.
CUADRO DUODÉCIMO
(Se hace luz en la escena. Crepúsculo.
Está solo Luis. En seguida entra Pedro.)
Pedro. ¡Luis!
Luis. ¿Qué hay?
Pedro. (Descolgando el fusil.)
¿Qué ha estado haciendo Javier esta
tarde?
Luis. Nada. Sentado ahí. Y luego se
marchó. Dijo que iba a dar un paseo por el bosque.
¿Por qué?
Pedro. ¿No le notaste nada raro?
Luis. No. Únicamente… que desde que anoche se
marcharon Adolfo y Andrés, no ha vuelto a decir una
palabra.
Pedro. Ya no la dirá nunca. Acabo de encontrarlo
en el bosque. Se ha colgado.
Luis. ¡Cómo! ¿Que se ha…?
¿Muerto?
Pedro. Sí. A unos cincuenta metros de
aquí. De un árbol. Cuando venía hacia la
casa me he topado con él… Se balanceaba… Ha sido un
triste final para el pobre Javier. He tenido que trepar al
árbol para descolgarlo… Allí
está…
Luis. ¡Ahorcado!
Pedro. No ha tenido valor para seguir. Seguramente
venía pensando hacerlo. Y ahora que está a punto de
llegar la patrulla se conoce que le ha parecido absurdo
continuar… O ha tenido miedo… Y como el final iba a ser el
mismo… ha decidido acabar por su cuenta.
Luis. Pero no es lo mismo. Acabar así es lo peor.
Es condenarse.
Pedro. Él se sentía ya condenado. Se
creía maldito. Pensaba demasiado. Eso le ha llevado… a
terminar así.
Luis. (Con voz temerosa.) Y en realidad parece
que ésta era una escuadra maldita, Pedro.
¿Qué será de Adolfo y de Andrés a
estas horas? ¿Habrán llegado muy lejos?
Pedro. (Se encoge de hombros.) Déjalos.
Es como si se los hubiera tragado la tierra. Bien perdidos
están.
(Un silencio.)
Luis. Estamos solos, Pedro. Solos en esta casa.
¿Qué va a ser de nosotros?
Pedro. Yo también desapareceré, Luis.
Sólo tú vivirás.
Luis. No, Pedro. Yo no quiero vivir si todos vosotros me
dejáis. No hay razón para que yo haya sido
excluido. Pedro, te pido que digas: Luis estuvo con nosotros esa
noche. Luis también mató.
Pedro. No. Tú te quedas aquí, en este
mundo. Quizá sea ése tu castigo. Quedarte, seguir
viviendo y conservar en el corazón el recuerdo de esta
historia.
Luis. Pero yo no podré…
Pedro. Sí podrás. Acabará la guerra
y tú volverás a vivir. Encontrarás nuevos
amigos. Te enamorarás de una mujer… Te casarás…
Tú debes aceptarlo todo. Ellos no sabrán por
qué a veces te quedas triste un momento…, como si
recordaras… Y entonces estarás pensando en el cabo, en
Javier, en Adolfo, en Andrés, en mí… Luis, no
tienes que apenarte por nosotros. Apénate por ti…, por
la larga condena que te queda por cumplir: tu vida.
Luis. Pedro, y todo esto, ¿por qué?
¿Qué habremos hecho antes? ¿Cuándo
habremos merecido todo esto? ¿Nos lo merecíamos,
Pedro?
Pedro. ¡Bah! No hay que preguntar. ¿Para
qué? No hay respuesta.[7] El único
que podía hablar está callado. Mañana
vendrá seguramente la patrulla. Échate a dormir. Yo
haré la guardia esta noche.
Luis. No. Échate tú, Pedro. Yo haré
la guardia.
Pedro. Entonces… la haremos juntos, charlaremos…,
tendremos muchas cosas que decir. Seguramente es la última
noche que pasamos aquí. Sí, esto se ha
terminado.
Luis. (Que ha mirado fijamente a Pedro.)
¿Sabes? Yo apenas hablo…, no me gusta decir muchas
cosas…, pero hoy, que estamos tan solos aquí, tengo que
decirte que te admiro. Y que te quiero mucho. Que te quiero como
si fueras mi hermano mayor.
Pedro. Vamos, muchacho… Estás llorando… No
debes llorar… No merece la pena nada… (Saca un paquete de
tabaco con dos cigarrillos.) Mira, dos cigarrillos. Son los
últimos. ¿Quieres fumar?
(Los ha sacado y estrujado el
paquete.)
Luis. No…, no he fumado nunca.
Pedro. Que sea la primera vez. (Encienden.
Fuman.) ¿Te gusta? (Luis asiente,
limpiándose lágrimas, como de humo. Pedro le mira
con ternura.) Tu primer cigarrillo… No lo olvidarás
nunca… Y cuando todo esto pase y te parezca como soñado,
como si no hubiera ocurrido nunca…, cuando tú quieras
recordar… Si algún día, dentro de muchos
años, quieres volver a acordarte de mí…,
tendrás que encender un cigarrillo…, y con su sabor esta
casa volverá a existir, y el cuerpo de Javier
estará recién descolgado, y yo… yo te
estaré mirando… así…
(Está oscureciendo. Cae lentamente el
TELÓN
Autor:
Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo
S.
"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA
LIBERTAD DE INFORMACION"®
Santiago de los Caballeros,
República Dominicana,
2015.
"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR
SIEMPRE"®
[1] Al escribir Escuadra hacia la muerte para
un estreno en Londres, que luego no se realizó, Sastre
puso apellidos hispánicos a todos los personajes. En el
manuscrito original de la obra los personajes se denominan
Adolfo Reyes, Pedro López, Luis García, Cabo
Ruiz, Javier Romero y Andrés González. Sastre
sustituyó estos apellidos por los no hispánicos,
que fueron los definitivos, cuando preparaba la obra para su
estreno en España. En el plan primitivo que Sastre
escribió para orientarse en la composición de la
obra se ve que Javier iba a llevar el nombre de José
Antonio Palacios, que luego se cambió por el de
José Luis Romero, y por fin, al escribirse el
manuscrito, por Javier Romero.
[2] No sólo el apellido, sino
también la profesión de Adolfo se
transformó entre el momento de la concepción y el
del estreno de la obra. Consta en el plan de trabajo que Adolfo
había de ser un antiguo torero: un detalle
"español" destinado al público
británico.
[3] Esta breve caracterización del
enemigo es, según Sastre, una ligera parodia del
concepto popular de los rusos que existía en todo el
mundo Occidental en la década de 1950: que eran unos
monstruos exóticos, que constituían una amenaza
constante, que pertenecían a otra especie y por lo tanto
eran incomprensibles.
[4] Las muchas correcciones y cambios que se
encuentran en el manuscrito a partir de aquí evidencian
una marcada vacilación del autor en trazar el desarrollo
de la obra hasta su desenlace, y confirman la
declaración de Sastre de que se había lanzado a
escribir la obra sin saber cómo iba a terminar ni
qué iba a pasar después del asesinato del Cabo
(ver Obras completas, pp. 157-158). Al comienzo del cuadro VIII
figuran dos versiones que habían de descartarse: (1)
"Sobre el oscuro se oye la voz de Adolfo, que grita: ¡No
puedo más! ¡No puedo más!' Se enciende la
luz. Están los cinco en escena. Acaban de comer y
están tumbados. Fuman. Están sucios, sin afeitar,
y la casa aparece descuidada, en desorden. Adolfo está
de pie." (2) "En el oscuro, sobre pantalla en primer
término, película: primer plano del cabo Ruiz,
cuya imagen está como deformada, como reflejada en un
espejo curvo. [Sigue, hablado por el Cabo, el largo parlamento
que actualmente aparece en el cuadro I: 'Este es mi verdadero
traje…' Luego:] Se oye la risa nerviosa de Javier. Sollozos y
gemidos de un hombre que tiene una pesadilla y no puede
dormir." La segunda versión es de interés
especial para comprender el desarrollo artístico de
Sastre. Sin duda Sastre hizo bien en suprimir esta escena,
cuyos efectos cinematográficos y expresionistas hubieran
estado fuera de lugar en un drama tan escueto como Escuadra
hacia la muerte. Sin embargo, esta escena descartada revela el
interés que ya en 1952 sentía Sastre por
técnicas escénicas que luego ocuparían un
lugar centralísimo en su teatro a partir de 1965: la
proyección cinematográfica y la de
formación esperpéntica.
[5] En el manuscrito este cuadro figura como
el X. El antiguo cuadro IX se suprimió en la
redacción final de la obra.
[6] Este cuadro figuraba antiguamente como el
XI. Terminaba en el momento en que Andrés y Adolfo se
echan a dormir. El discurso de Javier sobre la
predestinación que aflige a los soldados estaba colocado
anteriormente en el mismo cuadro, y su modo de expresión
difería algo del actual.
[7] En la edición de Losada y la de
Appleton-Century-Crofts, aparece aquí la
indicación escénica: "Mirando hacia el cielo."
Esta frase no aparece en el manuscrito ni en ninguna
edición española de la obra.
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