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El Cristo de la libertad (Vida de Juan Pablo Duarte), del dr. Joaquín Balaguer (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5

Desde la niñez siente el hechizo de la
Geografía y la atracción de los viajes. Con el
afán de conocer tierras exóticas y con el gusto por
los estudios geográficos, nace en él el amor a las
más diversas lenguas extranjeras. Empieza a estudiar el
inglés en la adolescencia con un ciudadano
británico residente a la sazón en Santo Domingo, el
señor Groot, y luego lo perfecciona con míster
Davis durante el tiempo en que permanece en Nueva York de paso
para Europa. Las nociones de lengua francesa que adquirió
en su propio país, gracias a la estimación que le
cobró monsieur Bruat, seducido, como todos los maestros de
Duarte, por la curiosidad científica que tanto
llamó su atención en este adolescente de
inteligencia despejada, se ensancharon prodigiosamente no
sólo durante su estancia en París, sino
también en forma constante después de su regreso a
la patria, sin duda porque el futuro caudillo de la
separación se dio cuenta desde el principio de la
importancia que tendría para la realización de sus
planes el dominio del habla de los invasores. Cuando llega a
Hamburgo, a raíz de su segundo destierro, se dedica con
calor al estudio de la lengua alemana, y luego persiste durante
largo tiempo en él la aspiración a dominar ese
nuevo idioma que lo seduce por las perspectivas que ofrece a sus
estudios filosóficos y porque pone a su alcance una fuente
científica de riqueza insospechada.

El doctor Juan Vicente Moscoso lo inició en 1834
en los misterios de la lengua latina. El aprendizaje del
latín excita particularmente su curiosidad, no sólo
porque esa lengua madre le da acceso al mundo de Tácito y
de los historiadores antiguos, verdadero centro de su alma que
parece pertenecer a los grandes tiempos del patriotismo romano,
sino también porque ya las Sagradas Escrituras, su libro
de cabecera, le habían infundido el amor al sacerdocio y
habían despertado en su corazón la llama
religiosa.

La filosofía fue otra de las aficiones
desinteresadas de Duarte. Empezó a cursaría en
España, y el hecho de hallarse nuevamente en auge, cuando
visita por primera vez a Barcelona, las enseñanzas de
Raimundo Lulio, lo lleva al través de los libros del beato
mallorquín a familiarizarse con ese aspecto de la cultura
humana. Tan profundamente se penetró del espíritu
de las ciencias filosóficas, que luego manifestará
su devoción a esa disciplina con palabras dignas de
Sócrates: «La política no es una
especulación; es la ciencia más pura y la
más digna, después de la
filosofía, 
de ocupar las inteligencias
nobles.» Con el sacerdote peruano Gaspar Hernández,
activo animador de la idea separatista, continuó en 1842
los estudios que inició en Cataluña.
Después, en los cuatro lustros pasados en el desierto, sin
más compañía que la de las tribus
semisalvajes del Orinoco, el estoicismo que la filosofía
sembró en su alma tendrá ocasión de
ejercitarse hasta un grado que rebasa los límites del
sufrimiento humano. El ejemplo de Raimundo Lulio, en cuyas
doctrinas se nutrió su mente todavía no trabajada
por otras tendencias filosóficas, debió de
presentársele más de una vez en la selva bajo la
forma trágica del mártir perseguido por los
infieles y apedreado ante las aras de los ídolos
bárbaros con saña supersticiosa.

Las matemáticas le revelan por aquella misma
época sus secretos que carecen de aridez para este
estudiante incansable a quien ante todo seducen los severos
perfiles de la verdad científica. La sequedad de esta
disciplina, aparentemente en desacuerdo con sus  aficiones
literarias, no le impide consagrar largas horas a la
música y recibir del profesor Calié lecciones de
dibujo. Con el músico dominicano Antonio Mendoza
domina  desde muy joven la flauta y se inicia en algunos
instrumentos de cuerda. De España trajo en 1833 una
incontenible afición a la guitarra. Con la música
alterna la poesía.

Antes de que la política absorba por completo su
espíritu y lo aparte de esas distracciones inocentes,
intenta más de una vez expresar en versos y en fragmentos
musicales los sentimientos propios de su juventud
soñadora.

Pero Duarte no fue un hombre de genio creador, sino de
inteligencia poderosamente receptiva. Nunca acertó a
traducir las crisis de su alma sino en poemas mediocres y en
documentos de gran altura moral pero de forma desmedrada. El
hecho mismo, sin embargo, de que la naturaleza le hubiera negado
e don de los artistas creadores, hace  aún más
digna de admiración y de respeto su tendencia a los
estudios desinteresados en su amor a la filosofía y al
dibujo, a las matemáticas y a la poesía, a los
idiomas y a la música, no interviene el estímulo
económico ni se refleja aquel sentimiento de vanidad y de
orgullo que es el que a menudo excita la sensibilidad
artística el que desata muchas veces en el hombre la vena
de la inspiración literaria.

El patriota –
apostolado patriótico

Mientras cultiva su espíritu, Duarte no cesa de
transmitir los conocimientos que adquiere a la juventud de su
ciudad nativa. Durante cuatro años consecutivos, de 1834 a
1838, no ha dejado de ofrecer clases de idiomas y de
matemáticas a un grupo de jóvenes humildes que
acuden todas las tardes al almacén situado en la calle
de «La Atarazana».

A los más preparados, pertenecientes muchos de
ellos a las familias más distinguidas de la antigua
capital de la colonia, les franquea las puertas, de la
filosofía y de otras ramas de las humanidades.

La popularidad y el ascendiente del joven maestro cunden
sobre una gran parte de la población con este apostolado.
Muchos de los discípulos empiezan a sentir por él
una adhesión fervorosa. Su sabiduría y su
dedicación a la enseñanza de la juventud le han
convertido en el centro de un grupo numeroso de conciencias
juveniles en las cuales se agita en cierne la patria en
esperanza.

Duarte se ocupa durante estos cuatro años en
mantener al día los libros del establecimiento comercial
de su padre. Pero como no es mucha la labor que exige el escaso
movimiento del almacén de don Juan José Duarte,
debido a que la demanda de artículos de marinería
había considerablemente mermado con las medidas adoptadas
por Boyer para aislar la isla del comercio extranjero, el joven
contabilista dispone de casi todo su tiempo para la obra de
preparar a la juventud que ha de realizar la independencia. Al
mismo tiempo que suministra lecciones gratuitas de
aritmética y de lengua inglesa a jóvenes
procedentes de todas las clases sociales, hace circular sus
libros entre los discípulos más aventajados y se
ocupa personalmente en atraer de nuevo a quienes se muestran
tibios o a quienes desertan por apatía de sus clases
improvisadas.

Pronto el almacén de «La Atarazana»
se convierte en sede de una junta revolucionaria.

La palabra de Duarte ha penetrado en el corazón
de un grupo de jóvenes idealistas y poco a poco se han
fundido las voluntades de todos en una aspiración
común: la de separar la parte española de la isla
de la parte haitiana. Pero ahora la liberación no se
realizaría, como en 1809, en beneficio de España,
sino en provecho exclusivo de la  antigua colonia, que seria
esta vez emancipada. Duarte lanza, pues, la idea, y la acogen con
entusiasmo aquellos de sus discípulos que más se
han destacado por su fervor a los principios que predica el
apóstol y aquellos que le testimonian una fidelidad
más abnegada: Juan Isidro Pérez, Pedro Alejandrino
Pina, Félix Maria Ruiz, Benito González, Juan
Nepomuceno Ravelo, José María Serra, Felipe Aifau y
Jacinto de la Concha.

La misión de esta junta, para cuya
instalación debía escoger su iniciador alguna fecha
solemne, consistiría en preparar, dentro de un ambiente de
sigilo, la conjura contra los invasores. Los resultados
dependerían, según lo hizo saber al grupo el propio
Duarte, de que entre los ocho elegidos no se filtraran ni
vacilantes ni traidores. Uno de los ocho, tal vez el único
que había nacido en cuna de marfil y cuya familia
había disfrutado de no escasa influencia bajo la
dominación española, frunció el ceño
al oír esta advertencia, que tuvo en labios del
apóstol la entonación y el sentido de una consigna
sagrada.

Fundación
de «La Trinitaria»

El 16 de julio de 1838 convocó Duarte a sus
discípulos para constituir, bajo la adveración de
la Virgen del Carmen, cuya festividad se solemnizaba ese mismo
día, la sociedad patriótica «La
Trinitaria». El sitio escogido para la reunión fue
la casa de Juan Isidro Pérez de la Paz, acaso aquel de los
ocho elegidos que amó más tiernamente a Duarte, la
cual se hallaba situada en la calle del Arquillo o calle de los
Nichos, frente al antiguo templo de Nuestra Señora del
Carmen y contigua al hospital de San Andrés. Doña
Chepita Pérez, madre de Juan Isidro, había salido
de su hogar desde las primeras horas de la mañana para
asistir en la iglesia vecina a las solemnidades del día.
Toda la calle se encontraba desde el amanecer invadida de fieles
que se dirigían al templo o charlaban en los alrededores.
El Arzobispo don Tomás de Portes e Infante, quien gozaba,
desde que se prestó a suscribir la humillante circular del
15 de septiembre de 1833, de la confianza de los dominadores,
escogió la celebración del día de Nuestra
Señora del Carmen para hacer aquel año una
extraordinaria demostración de la fe religiosa del pueblo
dominicano. Hacía muchos años que la
religión, ferozmente perseguida por el gobernador
Borgellá, consciente del valor de la fe como elemento de
resistencia moral en las grandes crisis de los pueblos, se
hallaba amenazada de muerte como todo lo que en la antigua
colonia representaba algún vestigio del alma o de la
civilización española. Pero en 1838, las
autoridades haitianas, ignorantes todavía de los trabajos
revolucionarios de Duarte y sus discípulos, permanecieron
indiferentes ante aquellas manifestaciones de fervor religioso, y
aun muchos de los representantes del poder civil y militar, con
Alexi Carrié a la cabeza, se asociaron entusiastamente al
regocijo de la población nativa. Duarte, que todo lo
tenía previsto y que se empeñaba en rodear su obra
subversiva del mayor secreto, eligió aquel día para
la fundación de «La Trinitaria». Por entre los
grupos de fieles, reunidos frente a la iglesia en espera de que
se iniciara la procesión, fueron pasando inadvertidamente
los nueve conjurados. Las mujeres, en su mayor parte
pertenecientes a las clases humildes, y los numerosos hombres y
niños de todos los barrios de la ciudad que iban y
venían de un extremo a otro de la Plaza del Carmen, no
fijaron probablemente la atención en ninguno de los
patriotas que esa mañana se disponían a suscribir,
a pocos pasos de allí; acaso a la misma hora en que las
campanas anunciaran la salida de la imagen venerada, cuya
conducción se disputaban los devotos, un pacto de honor
para redimir de su esclavitud al pueblo dominicano. Cuando todos
los que habían recibido la cita de honor se hallaron
presentes en la casa número 51, acomodados en las butacas
de pino de aquel hogar en que todo respiraba orden y limpieza,
Duarte se puso en pie para explicar a sus discípulos el
motivo de la convocación y enterarlos de sus proyectos.
Empezó su discurso, largamente meditado, con aquella voz
suave, vibrante de emoción, que todos conocían bien
por haberla oído tantas veces en el diálogo
familiar o en la cátedra revolucionaria. Después de
aludir a la solemnidad del día, propicio a la
determinación que iban a adoptar, puesto que en
ésta iría envuelto un juramento sagrado,
habló de los padecimientos de la patria y de la necesidad
de organizar su liberación por medio de una propaganda
sigilosa pero incesante y activa. Ningún recurso
debía ser omitido para lograr esos fines. Si el buen
éxito de la empresa exigía que se utilizara la
simulación, cada uno de los firmantes del pacto
debía tratar de mezclarse con los invasores para conocer
mejor sus designios, para descubrir sus planes, o para fomentar
cuidadosamente a sus espaldas la propaganda subversiva. El primer
paso que debía darse era el de una labor de
agitación secreta dirigida a levantar la fe del
país que permanecía con la conciencia postrada. Los
nueve debían multiplicarse difundiendo infatigablemente el
ideal revolucionario entre todos los dominicanos. Pero nadie, con
excepción de los comprometidos en el pacto que
serviría de base a la constitución de "La
Trinitaria", debía conocer las actividades del grupo que
se organizaría como sociedad secreta. Los nueve socios
fundadores actuarían en grupos de tres, y
dispondrían de ciertas señales simbólicas
para comunicarse entre si: cuando un trinitario llamaba a la
puerta de otro, éste podía fácilmente,
según el número de golpes, saber si su vida
corría o no peligro, o si el plan en ejecución
había sido o no descubierto por los invasores. Un alfabeto
criptológico sería adoptado con el fin de mantener
las actividades de «La Trinitaria» en el misterio
para toda persona que no fuese miembro de ella. Cualquier mensaje
transmitido a uno de los nueve, a altas horas de la noche,
podía ser descifrado con ayuda de una de las cuatro
palabras siguientes: confianza, sospecha, afirmación,
negación. Nada escapaba a la cautela de Duarte. Sus
discípulos le oían con el alma en tensión. A
medida que hablaba el apóstol, los ojos de los oyentes
fosforecían y su ánimo iba pasando del asombro a la
admiración calurosa. Pero los semblantes, graves en el
momento de recoger los detalles del plan así esbozado,
cambiaron súbitamente de color cuando el maestro propuso a
los discípulos la fórmula del juramento que
debían prestar para pertenecer a «La
Trinitaria» y organizar desde su seno la revolución
contra las autoridades haitianas. Uno tras otro, los ocho se
pusieron en pie, frente a Duarte, para prestar el juramento y
suscribirlo luego con sangre: «En el nombre de la
Santísima, Augustisima e Indivisible Trinidad de Dios
Omnipotente: Juro y prometo por mi honor y mi conciencia, en
manos de nuestro Presidente Juan Pablo Duarte, cooperar con mi
persona, vida y bienes, a la separación definitiva del
gobierno haitiano, y a implantar una república libre,
soberana e independiente de toda dominación extranjera,
que se denominará República Dominicana. Así
lo prometo ante Dios y el mundo. Si tal hago, Dios me proteja; y
de no, me lo tome en cuenta y mis consocios me castiguen el
perjurio y la traición si los vendo.» Después
de suscrito el documento, con sangre sacada por cada uno de los
firmantes de sus venas, Duarte continuó sometiendo a la
aprobación de sus discípulos los demás
pormenores del plan por él concebido. La República
que se proponían crear debía tener su escudo y su
bandera. La insignia nacional constaría de un lienzo
tricolor en cuartos, encarnados y azules, atravesados por una
cruz blanca. El simbolismo de esta bandera estaría en
oposición con el que quisieron infundir a la suya los
libertadores haitianos. El color blanco, condenado por
Des-salines como un emblema de discordia, seria para los
habitantes de la parte oriental de la isla el símbolo de
los ideales de paz bajo cuyo imperio nacería la
República libre de todo odio de raza y fundida, como en un
molde inviolable, en el principio de la solidaridad humana.
«La cruz blanca dirá al mundo – subrayó el
apóstol- que la República Dominicana ingresa a la
vida de la libertad bajo el amparo de la civilización y el
cristianismo.» Mientras el maestro hablaba, los
discípulos permanecían enmudecidos. Ninguno usaba
interrumpir a aquel hombre que parecía inspirado por un
numen divino. Los aires que se colaban por las claraboyas
abiertas en lo alto de las paredes, traían a la sala de la
reunión un vago olor a incienso y ecos de la
algarabía de las multitudes aglomeradas en la plaza
vecina. De pronto se hizo en la calle un silencio profundo, y
acto seguido las campanas llenaron los ámbitos con sus
voces estruendosas. La procesión acababa de iniciarse y la
imagen de Nuestra Señora del Carmen, conducida en hombros
de los fieles, pasaba frente a la casa número 51 de la
calle del Arquillo. Duarte aprovechó aquel momento solemne
para pronunciar con acento cálido las siguientes palabras:
«No es la cruz de nuestra bandera el signo del
padecimiento, sino el símbolo de la redención. Bajo
su égida queda constituida la sociedad "La Trinitaria", y
cada uno de sus miembros obligado a reconstituiría
mientras exista uno, hasta cumplir el voto que acabamos de hacer
de redimir la Patria del poder de los haitianos.» Los ocho,
puestos en pie, escucharon estas palabras como si descendieran
del cielo. Duarte se acercó entonces a sus
discípulos y después de abrazarlos como un padre,
se sentó entre ellos a discurrir sobre las posibilidades
de la obra que iban a emprender y sobre los sacrificios que su
ejecución exigiría de quienes asumieran la
responsabilidad de realizarla. Cuando más embebidos
estaban en sus sueños, sonaron algunos golpes en la puerta
de la calle. Juan Isidro se levantó a abrir y doña
Chepita Pérez, quien traía el rostro encendido y la
respiración jadean te, irrumpió en la sala con su
libro de rezos y su mantilla en la mano. Todos se pusieron en pie
para recibirla y aguardaron a que la anciana se sentara y
recogiera en su ancho pañolón de batista las gotas
de sudor que descendían de su frente, para Interrogarla
sobre la ceremonia religiosa que acababa de efectuarse en los
alrededores. La madre de Juan Isidro Pérez, a pesar de que
no había recibido más instrucción que la que
se daba entonces a las mujeres de la época, constituida
por nociones científicas rudimentarias y por el
aprendizaje día tras día de la doctrina cristiana,
era una matrona inteligente y locuaz en quien la delicadeza del
espíritu apuntaba bajo las arrugas del semblante
bondadoso. Amaba tiernamente a su hijo, y aunque desde
hacía algún tiempo advertía sus silencios
prolongados y el aire melancólico con que clavaba
frecuentemente en ella su mirada distraída, no sospechaba
aún el sentido de aquellas actitudes extrañas. La
presencia aquel día en su casa de Juan Pablo Duarte y sus
demás compañeros no sorprendió gran cosa a
doña Chepita, quien una vez que hubo dominado la
sofocación con que entró de la calle refirió
a sus interpelantes todos los detalles de la fiesta recién
celebrada. El discurso pronunciado desde el púlpito de la
iglesia del Carmen la había conmovido hondamente. Esta
pieza oratoria, si bien ceñida al espíritu de
sumisión prometido por el nuevo Jefe de la Iglesia a las
autoridades haitianas, no había sido tan entusiasta de los
beneficios de la indivisibilidad como la que en 1834
predicó desde la catedral el Padre José Ruiz,
más célebre por la tormenta que se desató el
mismo día en que iba a ser enterrado, que por la
elocuencia o por el nervio patriótico de sus sermones. El
clero, aunque muy lejos de la  serena altivez con que
actuó, frente al invasor, mientras fue dirigido por el
Padre Valera empezaba ya, por lo visto, a independizarse de la
tutela que Alexis Carné había logrado imponerle
gracias a su astucia, más eficaz y mejor disimulada que la
de sus predecesores. El rostro de doña Chepita expresaba
la satisfacción que la invadía al comprobar que
aún no había desaparecido, no obstante los
dieciséis años pasados bajo la barbarie haitiana,
la fe del pueblo en la religión de sus mayores. La fe
incontaminada de aquella matrona de alma pura, imagen viviente
del hogar nativo, aún no viciado por los dominadores, fue
para Duarte y sus discípulos un nuevo motivo de esperanza.
La patria no estaba perdida, puesto que todavía el pueblo
creía en la religión de sus antepasados y puesto
que aún sabia que la cruz, emblema de la pasión,
era también el símbolo supremo de todas las
redenciones humanas.

Judas

La Trinitaria creció con rapidez asombrosa: poco
tiempo después de instalada, ingresaron en ella
jóvenes de todas las categorías sociales.
Sólo permanecieron fuera de la institución los
hijos de aquellas familias que a la sombra del gobierno de Boyer
habían logrado conservar y aun extender en algunos casos
las preeminencias de que disfrutaron bajo los gobiernos de la
España Boba. La red de la conspiración se iba
extendiendo con sigilo, pero tendía a abarcar a toda la
sociedad de ascendencia española. La obra de propaganda
realizada después del 16 de julio de 1838 revela a Duarte
como hombre dotado de energías portentosas. No puede
perderse de vista, en efecto, que hasta el día en que
surge «La Trinitaria» la flor del país coopera
con las autoridades de ocupación. Algunos hombres
notables, aunque sienten por la soldadesca de Boyer una
repugnancia instintiva, colaboran activamente en la obra de
desnacionalizar el país y de adormecer su conciencia con
sofismas como el de la indivisibilidad de la isla y el del
carácter irremediable de la dominación haitiana.
Uno de aquellos hombres, el defensor público don
Tomás Bobadilla, se había prestado a escribir el
documento en que Haití respondía a los alegatos de
España en favor de la restitución de la colonia a
sus antiguos señores. Otros, como Buenaventura Báez
y el presbítero Santiago Díaz de Peña, se
disputaban en las asambleas de Puerto Príncipe la
representación de sus provincias respectivas. Vencer ese
estado de descomposición moral y combatir esa inercia
aniquiladora, era la obra reservada a Duarte y a los que se
asociaron a él para fundar «La Trinitaria».
Pero entre los nueve fundadores se había filtrado un
traidor: Felipe Alfau. Pertenecía este fariseo a una
familia más española que dominicana. Sacó al
país, durante la colonia, todo género de gajes y se
alió, después de la independencia, al partido de
los anexionistas y al de los sostenedores más implacables
de la tiranía de Santana. El padre de Felipe, don
Julián Alfau, fue de los que en la Junta convocada por
Duarte, en vísperas de la llegada al país del
ejército de Charles Hérard, se ladeó en
favor de la prudencia y pidió que se desechara toda idea
de resistir al invasor en nombre de la cordura. Felipe Alfau, si
bien fue un hombre de valor y acaso rivalizó con Santana
como conductor de tropas y como estadista de voluntad
enérgica, parece haber sido un político de
temperamento díscolo y de susceptibilidad exagerada.
Después de haber recibido toda clase de distinciones del
héroe del 19 de marzo, se disgustó por un motivo
baladí de su protector y le miró desde entonces con
cierta hostilidad rencorosa. Luchó con arrojo frente a los
haitianos en «El Memiso» y en «Sabana
Larga», donde su dirección influyó
poderosamente en el triunfo de las armas dominicanas. Pero no
amó al país, y a lo que en realidad servía,
cuando peleaba contra Haití, era a sus sentimientos
españolistas furibundamente arraigados. Tenaz, como buen
aragonés, aunque accidentalmente nacido en territorio
dominicano, empleó desde el primer día todo su
poder de fascinación y todo el prestigio vinculado a su
apellido para inclinar a Santana en favor de la
reincorporación de la República a
España.

Hay que reconocer, en honor suyo, que fue leal a su
sangre y a su raza, aunque en los días difíciles
que precedieron a la independencia fue de los que se
plegó, como Caminero y como Bobadilla, a los dominadores
indeseables. Si sirvió fielmente al hatero de «El
Prado» durante los primeros tiempos de su hegemonía
política, también fue de los autores intelectuales
de la anexión, esto es, fue uno de los hombres que
más trabajaron en desprestigio de Santana. Al hijo de
Julián Alfau se debió en gran parte que el futuro
Marqués de las Carreras, un déspota cegado por la
codicia y el orgullo, aceptara la reanexión a
España en vez de negociar, como parecía desearlo la
corriente de opinión más respetable del
país, un simple protectorado. Por egoísmo o por un
sentimiento de rabiosa y estúpida adhesión a la
tierra de sus antepasados, Felipe Alfau señaló
desde el primer momento a su jefe el partido menos digno y menos
aconsejable: el del sacrificio total de la independencia
solución repudiada por la casi universalidad de los
dominica. nos, que deseaban la ayuda de España para
sostener su libertad, pero que no querían esa
protección a trueque de una servidumbre absoluta. Si en
vez de Felipe Alfau, hombre más afecto a España que
a su propia tierra nativa, el escogido pan negociar con los
ministros de Isabel II hubiera sido un santanista del tipo de
Alejandro Angulo Guridi, dominicano de fibra patriótica
más pura que la del desertor de la sociedad «La
Trinitaria», acaso se hubiese logrado un acuerdo más
satisfactorio para el país y sin duda más duradero
que el que tuvo por base la reincorporación pura y simple
del territorio nacional a la monarquía española.
Pero Felipe Alfau, aunque figuró entre los primeros
miembros de «La Trinitaria», no compartió el
idealismo de Duarte ni fue capaz de medir la grandeza de su
apostolado. Cuando «La Trinitaria», la cual llevaba
apenas algunos años de existencia, trató de
extender fuera de la antigua capital de la colonia su obra de
propaganda clandestina, Duarte eligió a Simón,
nombre con que era conocido Felipe Alfau en el seno del grupo
revolucionario, para que llevara la semilla separatista al Cibao.
Pero Alfau, quien ya desconfiaba del triunfo de la causa de la
patria y se disponía a entenderse con los haitianos que
conspiraban contra el gobierno de Boyer, se negó a aceptar
la comisión y aludió con desdén a los
esfuerzos que realizaba el partido de la independencia. Su
actitud se hizo desde aquel día sospechosa. Todo
hacía esperar de él una delación que pusiera
a Duarte y a sus adictos a merced de las autoridades haitianas.
Los hechos demostraron luego que esas sospechas no eran
infundadas. Alfau fue quien denunció al general
Riviére los planes separatistas de los patriotas de
«La Trinitaria». Los treinta dineros que este Judas
recibió por su traición consistieron en el grado de
coronel del batallón de guardias nacionales, que
todavía en 1843 subsistía en la antigua capital de
la colonia. Todos los trinitarios vieron desde entonces como un
desertor a este malvado. La siguiente anécdota pinta el
grado de animadversión que le cobró Sánchez
al perjuro. En las postrimerías de 1844, después de
una corta estancia en Irlanda, llegan a Nueva York algunas de las
víctimas del decreto que condenó a destierro
perpetuo a Duarte y a los principales caudillos de la Puerta del
Conde. Un día en que Francisco del Rosario Sánchez,
Ramón Mella y Pedro Alejandrino Pina, quienes figuraban
entre ese grupo de inmigrantes, acosados de su país por el
despotismo naciente de Santana, atravesaban una de las calles
portuarias de la gran urbe, tropezaron inesperadamente con Felipe
Alfau. Mella y Pedro Alejandrino Pina, desconcertados por aquel
encuentro súbito, corrieron hacia el compatriota para
abrazarlo con entusiasmo efusivo. Sánchez, en cambio,
miró con acritud al consejero de Santana, al antiguo
Simón de las conjuras secretas de «La
Trinitaria», y le volvió orgullosamente la
espalda.

«La
Filantrópica»

La actitud de Felipe Alfau dio lugar a que se disolviera
«La Trinitaria». Para ponerse a salvo de las
persecuciones a que la delación podía exponerlos,
Duarte y los que permanecieron adictos a la causa de la
independencia optaron por constituir una nueva junta
patriótica que disimularía sus verdades bajo la
apariencia de una sociedad de tendencias recreativas: «La
Filantrópica». El teatro fue el medio escogido
entonces para mantener viva en el espíritu público
la idea separatista. Duarte conocía la eficacia de las
representaciones dramáticas como órgano de
difusión de los ideales revolucionarios porque oyó
hablar, durante su estancia en Cataluña, del uso que se
hizo en España del teatro para levantar el sentimiento
nacionalista del pueblo contra la dominación francesa. En
sus maletas de viajero, el apóstol logró traer de
la Península en 1833 las obras de Martínez de la
Rosa y los dramas con que Alfieri, «el terrible
Alfien», como le llamó entonces uno de los
más ilustres afrancesados de la Madre Patria, había
puesto nuevamente de moda el puñal de Bruto y las
catilinarias contra los enemigos de la libertad. Los
discípulos devoraron estas obras bajo la dirección
del propio Duarte, y se concertó llevar a las tablas
aquellas que más se prestaran para sublevar el
espíritu del pueblo con declamaciones patrióticas y
con proclamas líricas sonoramente martilladas. Los ensayos
se realizaron en casas particulares, con el fin de no despertar
la curiosidad del gobernador Carné ni hacer las reuniones
sospechosas. Un distinguido ciudadano de Santo Domingo de
Guzmán, conquistado por el fervor de Duarte y sus
discípulos, ingresó poco tiempo después en
«La Filantrópica», y se hizo cargo de
transformar el viejo edificio de «La cárcel
vieja» en un teatro capaz de recibir cómodamente a
cientos de espectadores: la historia ha recogido el nombre de
este patriota, don Manuel Guerrero, entusiasta servidor desde
entonces de aquella cruzada de idealismo. La apertura de este
salón constituyó una novedad sensacional en el
ambiente de pesadumbre y de horror creado por la
dominación haitiana. Media ciudad acudió la noche
del estreno a presenciar « La viuda de Padilla»,
llevada al escenario por actores improvisados a quienes el ardor
nacionalista convertía en intérpretes admirables
del gran drama de Martínez de la Rosa, obra escogida con
acierto si se piensa en el énfasis oratorio que realza
casi todas sus escenas y en la abnegación con que los
caudillos de la guerra de las comunidades se exponen allí
a las iras del despotismo para sacar triunfantes los fueros
ciudadanos. La presencia en el escenario de Juan Isidro
Pérez, a quien se confió en «La viuda de
Padilla» y en algunas de las tragedias de Alfieri, como la
titulada «Roma libre», la personificación de
la libertad y el patriotismo, fue saludada repetidas veces con
aclamaciones ruidosas. El joven, secundado en su empresa por
Remigio del Castillo, Jacinto de la Concha, Pedro Antonio Bobea,
Luis Betances, José María Serra y Tomás
Troncoso, así como por algunas damas en quienes
también había prendido la llama revolucionaria,
comunicaba tanto fuego a los versos y subrayaba con tanta
intención las frases que de algún modo resultaban
aplicables a los dominadores, que la sala entera se ponía
en pie electrizada por aquel actor delirante. De tal manera se
posesionaban de su papel los intérpretes, que el
público participaba de sus emociones y se dejaba
fácilmente arrebatar por esos conspiradores que desde la
escena fulminaban rayos de indignación contra todos los
opresores de las libertades humanas. El gobernador haitiano
empezó pasando por alto las primeras representaciones.
Pero el público acudía con tanto entusiasmo al
teatro y los actores provocaban en el auditorio tal delirio, que
Alexis Carné fue puesto por sus espías sobre aviso.
El primer impulso de las autoridades de ocupación fue el
de suspender las actividades de «La
Filantrópica» y clausurar el teatro. Pero se
pensó que acaso esta medida podía enardecer
más los ánimos y contribuir a que la candela de la
revolución se extendiese más aprisa. Faltaba, en
todo caso, un pretexto para justificar una orden que
aparentemente iría encaminada a privar al pueblo de la
única diversión de que disfrutaba en aquellos
días calamitosos. El pretexto buscado por el gobernador
Carné se presentó, sin embargo, de improviso. Una
frase recalcada con excesiva intención desde las tablas,
dio lugar a que el funcionario haitiano irrumpiera una noche
inesperadamente en la sala llena de espectadores. Se ponía
en escena uno de los dramas escritos en la Península con
el propósito de ridiculizar a las autoridades francesas
durante los días de la invasión de España
por las hondas napoleónicas. Uno de los actores se
adelantó hacia el público y lanzó al aire
como una detonación estas -palabras: «Me quiere
llevar el diablo cuando me piden pan y me lo piden en
francés » Esta invectiva, declamada con voz
estentórea y recibida jubilosamente por el auditorio,
pareció sospechosa al gobernador Carné, que hizo
subir al escenario a uno de sus ayudantes con orden de exigir un
ejemplar impreso del drama en que figuraban las palabras citadas.
El oficial haitiano examinó el libreto y comprobó
que efectivamente en él figuraba aquella frase despectiva.
El espectáculo continuó, pero a partir de aquel
momento los invasores redoblaron la vigilancia de « La
Filantrópica», y sus amenazas se tornaron más
concretas. El objetivo, sin embargo, ya estaba en parte logrado,
y las proclamas formuladas desde las tablas por actores que
mostraban a las multitudes el puñal de Bruto y hablaban
poseídos de entusiasmo revolucionario, iban bien pronto a
ser sustituidas por gritos de libertad lanzados desde un
escenario más activo: el de la conspiración
armada.

Duarte y Gaspar
Hernández

Mientras «La Filantrópica»,
prácticamente dirigida, como sociedad dramática,
por Juan Isidro Pérez y por José María
Serra, realizaba desde el escenario una intensa labor de
propaganda revolucionaria, Duarte no descansaba, por su parte, en
la tarea de reunir prosélitos para la causa de la
independencia absoluta. Con el fin de preparar también el
ambiente en los países vecinos, en donde residían
desde la época de la cesión de la isla a Francia
numerosas familias oriundas de tierra dominicana, se
dirigió en 1841 hacia Venezuela. En Caracas se
hospedó en el hogar de sus tíos maternos, Mariano y
José Prudencio Diez. Después de enterarlos de sus
proyectos separatistas, y de lograr que ambos le ofrecieran su
apoyo en favor de la libertad de su tierra nativa, se
dedicó a visitar a todos los elementos dominicanos de
algún relieve que a la sazón residían en la
capital venezolana. En esta ocasión trabó amistad
con José Patín, con Teófilo Rojas, con
Hipólito Pichón, con Lucas de Coba, con Pedro
Núñez de Cáceres, con Antonio Madrigal y con
Antonio Troncoso y otros compatriotas residentes en Venezuela y
los interesó a favor de la causa nacional para que en el
momento oportuno ofrecieran parte de sus recursos
económicos, y, en caso necesario, sus servicios
personales, al grupo que en Santo -Domingo debía iniciar
la revuelta contra las autoridades haitianas. Obtenida la promesa
de ayuda de los dominicanos residentes en Caracas, Duarte
emprende entonces la labor de conquista de las personas de
nacionalidad venezolana que podían auxiliarle en su
empresa. Gracias a las relaciones de su familia con personajes
venezolanos que disponían de grandes influencias en la
política de aquel país, pudo llevar a los
círculos más distinguidos de la sociedad
caraqueña el anhelo que ya empezaba a hervir en las
conciencias dominicanas. Muchos venezolanos prominentes le
hicieron protestas de adhesión a la causa que
representaba, y prometieron secundar su obra en la hora
precisa.

La travesía se hacía en aquella
época en barcos de vela que tocaban en diversas islas del
Caribe. Duarte aprovecha la permanencia de la goleta en que viaja
en cada uno de esos puntos de escala, para obtener en favor de la
independencia nacional nuevas adhesiones. Su ascendiente
personal, el extraordinario don de simpatía que le fue
característico, le permitió hacerse oír
donde quiera que estuvo en solicitud de ayuda para su patria
oprimida. Desde su retorno al país, se acerca al
presbítero Gaspar Hernández, con quien ya antes
había tenido contactos que le permitieron medir la
importancia del concurso que podría prestar a su causa el
ilustre sacerdote peruano, y lo induce a incorporarse activamente
a la cruzada emprendida por «La Trinitaria » en favor
de la independencia dominicana. El gran cura limeño,
seducido por el fervor revolucionario de su amigo, funda una
cátedra de filosofía, y a ella acude Duarte con sus
partidarios más fervorosos. Las clases se convierten desde
el primer día en junta de conspiración contra las
autoridades haitianas. El padre Gaspar Hernández riega con
el vigor de su palabra la semilla sembrada ya por Duarte en la
conciencia de un grupo de jóvenes que se asociaron a
él bajo el juramento de morir o de rescatar la patria de
la dominación extranjera. Cuando la influencia de Gaspar
Hernández empieza a hacerse sentir en el alma de la
juventud dominicana, ya el ideal de la independencia, concebido y
calentado por Duarte, se halla en vías de concretarse en
una realidad venturosa. Pero el apóstol no desecha ninguna
oportunidad para mantener encendida esa aspiración en el
grupo de los elegidos y para extenderla cada día con
más fuerza a todas las esferas sociales. El elocuente
sacerdote venido del Perú, de donde trajo un rabioso
fervor españolista, secunda con calor los planes del
ilustre caudillo que creó «La Trinitaria», y
sus prédicas, transformadas en material explosivo gracias
al celo fanático con que el fogoso predicador acoge la
idea de la separación de las dos porciones de la isla,
cunden en todos los espíritus y ganan continuamente nuevos
prosélitos para el ideal de la independencia aun entre los
hombres que menos confianza mostraban en el triunfo de las ideas
revolucionarias. Todavía falta algo más a Duarte
para la realización de sus planes. La juventud llamada a
secundar sus ideas y a convertir las prédicas en actos
cuando llegue el momento señalado, debe adiestrarse en el
manejo de las armas y poseer toda la aptitud indispensable para
intervenir en las operaciones militares que la expulsión
de los haitianos del suelo nacional hiciera necesarias. El
apóstol es el primero en dar el ejemplo a sus
discípulos, e ingresa a la guardia nacional como
«furrier» de una compañía compuesta de
elementos nativos. Con el fin de que sus compañeros
adquieran también los conocimientos indispensables y se
familiaricen con la vida de los cuarteles, auxilia a los que
carecen de medios económicos para que se provean de sus
propias armas y de su propio uniforme. El celo que pone en el
cumplimiento de sus deberes, como miembro de la milicia nacional,
así como el ascendiente que aquí, como en todos los
sectores donde actuó, obtuvo desde el primer día
sobre las tropas, le permiten ascender en 1842 al grado de
capitán del batallón en que ingresó
algún tiempo después de su regreso de
España. Aunque no es la carrera de las armas el centro de
su actividad, Duarte posee dos años antes de iniciarse la
guerra de la independencia, mayores conocimientos que cualquiera
de sus compatriotas en el ramo de la milicia. El prócer
estaba ya preparado para dirigir la rebelión contra los
invasores. Todo lo ha previsto, y nada le falta ya para
emprender, con seguridades de éxito, la obra de emancipar
a los dominicanos del yugo con que Haití los oprime y los
afrenta.

Los
afrancesados

Pero mientras Duarte trabajaba sin descanso por la
independencia absoluta, se movía sigilosamente en la
sombra, con la complicidad del cónsul de francia, E.
Juchereau de SaintDenys, el partido de los afrancesados. La
creación de una república capaz de subsistir por
sí misma, sin el apoyo de una potencia extranjera, era
considerada por muchos dominicanos como un sueño.
Haití contaba, en 1843, con cerca de un millón de
habitantes, en su mayor parte de sangre africana, y la
porción oriental de la isla, reincorporada a España
en 1809, tenía apenas en esa misma época sesenta o
setenta mil almas, entre descendientes de españoles y
mestizos. Aunque Santo Domingo se declara independiente,
arrojando a sus vecinos más allá de las fronteras
de 1777, siempre subsistiría el peligro de una
invasión haitiana. Para los políticos más
sagaces y advertidos de aquel tiempo, el empeño de Duarte
en favor de la independencia «pura y simple» no
pasaba de ser el fruto de una imaginación exaltada.
Algunos ciudadanos de gran arraigo popular, como Buenaventura
Báez y José Maria Caminero, iban aún
más lejos, y calificaban la empresa de Duarte como una
aventura peligrosa. La independencia absoluta podría traer
mayores males a la patria y hacer quizá más
sólida la pretensión de Haití de
consolidarse en el señorío de la isla entera. Si se
desperdiciaba la ocasión de obtener el apoyo de Francia o
de otra potencia cualquiera, gracias al sacrificio de la
bahía de Samaná o de otro jirón del
territorio, la república del Oeste podría
fortalecer su dominio sobre Santo Domingo y acaso lograr ella
misma, mediante parecidas concesiones, la complicidad de las
grandes naciones colonizadoras para que la isla pasara a ser
propiedad exclusiva de quien pudiese alegar en favor suyo mayor
homogeneidad de raza y una población más compacta y
numerosa. Al oído de Duarte llegaron pronto las
maquinaciones de los afrancesados.

Ante el temor de que sus planes prosperaran y de que la
aceptación de Francia hiciera imposible todo esfuerzo en
favor de la independencia absoluta, el prócer
activó sus propios trabajos revolucionarios. En lo
sucesivo era preciso conducir la conspiración con
más audacia y aun exponerse a ser descubierto por el
espionaje haitiano. Duarte multiplica, pues, su actividad, y
celebra en su propia casa y en las de sus adictos reuniones cada
vez más nutridas. Su palabra, tocada de poderes
hipnóticos y de cierta sinceridad desbordante, convence a
los más fríos, y el partido de la «pura y
simple» tiende a engrosar sus filas con elementos
procedentes de todas las categorías sociales. Los
demás trinitarios siguen el ejemplo de su maestro, y bien
pronto la red de la conspiración se extiende por todo el
país y llega a penetrar en el mismo dominio de los
sojuzgadores. En los primeros meses de 1842, el Padre de la
Patria se pone en contacto con personajes haitianos que tratan de
derrocar al presidente Boyer, y finge abrazar la  causa de
los desafectos al déspota para poder disimular mejor sus
propias intenciones. Juan Nepomuceno Ravelo, uno de los
fundadores de «La Trinitaria», recibe el encargo de
trasladarse a Aux Cayes y combinar con los jefes del movimiento
revolucionario los planes de la insurrección con que los
habitantes del Este debían robustecer la revuelta que se
disponían a iniciar los caudillos liberales de la parte
haitiana. El comisionado fracasó en su misión, y
Duarte apeló entonces al patriotismo de Ramón
Mella, tal vez el más intrépido del grupo de los
separatistas, para que llevara un nuevo mensaje a los
revolucionarios haitianos. El acuerdo se formalizó y los
dos bandos, el de los amigos de la separación y el de los
adversarios de Jean Pierre Boyer, unieron sus esfuerzos para
levantarse en los dos extremos de la isla contra la
tiranía. El 27 de enero de 1843 estalló en
Praslín el movimiento revolucionario. Vencido
sucesivamente en Lessieur y en Leogane, el déspota
capituló y el poder fue entregado el 21 de marzo al
general Charles Hérard, cabecilla del motín en
territorio haitiano. En la parte del Este, los acontecimientos se
precipitaron también con rapidez inesperada.

Las autoridades haitianas que permanecían leales
al gobierno de Boyer redujeron a prisión al padre de Pedro
Alejandrino Pina, y esa actitud dio lugar a que cundiera la
alarma entre el elemento adicto al partido de la independencia.
Ramón Mella y otros discípulos del apóstol,
fieles a la consigna dada por Duarte a sus amigos, se reunieron
el día 24 de marzo de 1843 en la plazuela del Carmen,
célebre ya por haberse fundado en sus cercanías la
sociedad patriótica «La Trinitaria», y en
unión de algunos cabecillas haitianos desafectos al
gobierno de Boyer, quienes a su vez se habían reunido
frente a la morada del general Henri Etienne Desgrotte, se
lanzaron a la calle al grito de ¡Viva la reforma! El pueblo
empezó a presenciar con cierta indiferencia el movimiento.
Con el fin de inspirar a las multitudes confianza en la revuelta,
fue necesario que el señor Joaquín Lluveres se
dirigiera al hogar de los padres de Duarte y reclamara la
presencia del caudillo en la manifestación callejera.
Cuando Lluveres llegó a la residencia de los padres del
apóstol, encontró a éste rodeado de su madre
y sus hermanas, quienes se prendían tiernamente de su
cuello para impedir que abandonara el hogar y se expusiera sin
armas a la venganza de las autoridades haitianas. El
recién llegado interrumpió aquella escena
conmovedora dirigiendo a Duarte las siguientes palabras:
«Muchos están retraídos y se niegan a salir
porque dicen que no se trata de una revolución, puesto que
tú no estás aún con el pueblo.» El
apóstol, secundado por Lluveres, convenció a su
madre de la necesidad de que lo dejase marchar a incorporarse a
los revolucionarios. Provisto de un puñal se
dirigió en compañía de Lluveres hacia la
plaza del Mercado. Allí se les unieron varios ciudadanos a
quienes la sola presencia de Duarte infundía confianza en
la causa de la patria.

En una de las esquinas de la calle de «El
Conde» tropezaron con la multitud que se dirigía a
Santa Bárbara en busca del principal animador de la
revuelta. Tan pronto el caudillo, jubilosamente aclamado por el
pueblo, se mezcló con la muchedumbre y se puso a la cabeza
de la manifestación, uno de los que participaban en la
revuelta se adelantó súbitamente a los amotinados y
desde el caballo que montaba le tendió la mano al
apóstol gritando a voz en cuello: ¡Viva Colombia!
Esta exclamación fue insidiosamente lanzada con el
propósito de desvirtuar a los ojos del pueblo los
verdaderos fines de la revolución. Duarte adivinó
acto seguido  la intención que inspiraba esa frase
capciosa, y respondió con otro grito estentóreo:
¡Viva la reforma! Los coroneles Pedro Alejandrino Pina,
Francisco del Rosario Sánchez y Juan Isidro Pérez,
quienes aparecieron en aquel momento a la cabeza de una reducida
caballería, corearon la exclamación del caudillo, y
el grito de ¡Viva la reforma! se generalizó entre
los manifestantes. Juan Isidro Pérez se
desciñó la espada, e hizo entrega de ella al jefe
del movimiento. La manifestación encabezada por Duarte se
dirigió por la calle de Plateros hacia la residencia del
general Desgrotte. El oficial haitiano, aunque se hallaba
comprometido a asumir la dirección del elemento militar
adverso al gobierno de Boyer, trataba de sondear desde su casa la
situación antes de decidirse en favor de los
manifestantes. Duarte le hizo salir al balcón y le
manifestó enérgicamente que el pueblo lo esperaba
para que se pusiera al frente de las tropas destinadas al
pronunciamiento de la plaza. Desgrotte, convencido por el acento
con que se le requirió el cumplimiento de su promesa, se
incorporó acto seguido a los amotinados. La multitud
cruzó la esquina de «La Leche» y por la calle
de «El Comercio» se dirigió hacia la Plaza de
Armas. En la plazoleta de la Catedral chocó con las tropas
que tenía allí dispuestas el gobernador
Carné. Uno de los ayudantes de] gobernador haitiano, el
general Ah, quien mandaba el regimiento número 32,
avanzó algunos pasos para interrogar los jefes del
motín sobre las causas de su actitud
subversiva.

Varias voces se elevaron a un tiempo para manifestarle
que el pueblo deseaba mayor libertad de la que había
tenido bajo la tiranía de Boyer, y que de ese anhelo
participaban todos los dominicanos dignos de ese nombre. El
general Ah volvió desdeñosamente la espalda a los
manifestantes, y en vista del – propósito de éstos
de continuar avanzando, el comandante de las tropas leales al
gobernador Carné dio orden de hacer fuego. Una descarga
nutrida hizo blanco en las filas de los patriotas. Los
reformistas, los cuales se hallaban en su mayor parte desarmados
o provistos únicamente de armas blancas, contestaron con
algunos disparos. Charles Cousín, nombre del oficial
haitiano que ordenó disparar contra los amotinados,
cayó herido de muerte, y la tropa se abalanzó
entonces contra el pueblo, que se vio obligado a dispersarse en
distintas direcciones. Duarte, en compañía de un
grupo de sus discípulos, se ocultó en casa de su
tío José Diez. Ya avanzada la noche,
abandonó su escondite y franqueó con sus
acompañantes las murallas occidentales de la ciudad para
dirigirse a San Cristóbal. Esteban Roca, comandante del
batallón acantonado en esta plaza, una de las llaves de la
defensa por el sur de la antigua capital de la colonia,
salió al encuentro de Duarte y, tras breve entrevista con
el caudillo separatista, anunció su decisión de
adherirse al movimiento revolucionario. El ejemplo de San
Cristóbal fue seguido por otras ciudades del Sur, que
también se pronunciaron en favor de la reforma. El 25 de
marzo de 1843, convencido de la imposibilidad de detener la
marcha de la revolución reformista, el gobernador
Carné salió con rumbo a Curazao. Tres días
después entraba Duarte triunfante en la ciudad de Santo
Domingo. Su primer paso consistió en promover entonces la
constitución de una Junta Popular, que fue encabezada por
Alcius Ponthiex. Además del apóstol, formaban
también parte del  nuevo organismo dos prominentes
ciudadanos de nacionalidad dominicana: Manuel Jiménez y
Pedro Alejandrino Pina. La Junta Popular confió a Duarte,
el 7 de abril de 1843, la misión de instalar organismos
similares en los pueblos del Este. El día 8 salió
el comisionado con rumbo al Seybo y a otras poblaciones
orientales. En todas partes fue recibido con entusiasmo y
aclamado como el jefe de la revolución separatista. Su
labor se encamina a establecer el mayor número de
contactos con personas influyentes de las localidades que visita,
y a avivar en todos los espíritus el sentimiento
patriótico.

Las juntas que crea, aunque en apariencia tienden a
extender en todo el país el imperio de los principios que
inspiraron «la reforma.», sirven en realidad para
organizar la revolución contra las autoridades haitianas.
El destino conduce en esta ocasión los pasos de Duarte
hacia la hacienda de «El Prado». En esta heredad, la
más rica de aquella comarca, residen dos de los hombres de
mayor prestigio en la zona oriental de la antigua colonia. Cuando
llega al lugar donde debía tener efecto esta cita
histórica, sólo uno de los condueños se
halla a la sazón en el hato: Ramón Santana. El otro
hermano gemelo, destinado a ser uno de los más implacables
adversarios de Duarte, se encuentra accidentalmente ausente.
Cuando Duarte estrecha la mano de Ramón Santana, un
sentimiento de confianza recíproca, nacido allí
mismo de manera espontánea, facilita el acuerdo y acerca a
aquellas dos voluntades. No obstante ser Ramón Santana un
hombre receloso, poco acostumbrado al trato con personas de un
nivel intelectual más elevado que el suyo, se deja seducir
por el joven de ojos azules y de tersa frente que tiene por
delante. Las pupilas terriblemente escudriñadoras del
hacendado han descubierto la grandeza moral y el coraje
vico del viajero que ha venido de improviso a su
estancia- para solicitarle su concurso en favor de una empresa
sobremanera arriesgada. No podía existir el menor asomo de
engaño en aquel hombre de pensamientos puros y de palabra
cálida que se tendía como un puente entre él
y quien lo escuchaba para crear entre ambos un sentimiento de
confianza instintiva. Ramón Santana se dejó
convencer y estrechó entre sus brazos con invencible
simpatía a aquel joven de casaca negra, que se denunciaba
a sí mismo en el timbre de la voz y en la limpidez de la
mirada. Si el destino separó más tarde a Duarte y a
los mellizos de «El Prado» y creó entre ellos
distancias insalvables, culpa fue quizá de las camarillas
que pululan alrededor de los gobiernos y tuercen hacia el mal aun
a aquellas naves poderosas que parecen destinadas a seguir
imperturbables su rumbo a despecho de las corrientes
subterráneas que trabajan en secreto tanto en las
profundidades del mar como en las honduras del corazón
humano.

La
persecución

Cuando Duarte regresó de su viaje al Seybo, al
cabo de varias semanas, halló en la ciudad de Santo
Domingo, asiento de la Junta Popular, la opinión dividida
en dos bandos irreconciliables: el de los separatistas y el de
los afrancesados Los dominicanos, que no creían en la
posibilidad de una independencia duradera, se habían
identificado plenamente cor las autoridades haitianas. Con la
llegada al país de Auguste Bruat, delegado del general
Charles Hérard, se recrudeció h pugna entre los dos
partidos. La oposición entre los dos bandos se
manifestó primeramente en el campo periodístico y
tuvo en ese terreno todos los aspectos de una verdadera guerra
literaria. De un lado, los que participaban de los ideales de
Duart hacían propaganda a la idea separatista en hojas
anónimas que circulaban profusamente en todas las esferas
sociales. La más Popular de esas hojas políticas,
«El Grillo Dominicano», re dactada por el
prócer Juan Nepomuceno Tejera, difundía su reservas
el principio de la separación y exhibía sobre un
padrón de ignominia a los haitianizados. Los partidarios
de la dominación haitiana, esto es, los que se hallaban
bienquisto: con los invasores, respondían con la misma
violencia a las diatribas de «El Alacrán sin
Ponzoña» y de «El Grillo Dominicano». De
esa polémica infecunda, en la cual se malgastaban
miserablemente las energías que Duarte deseaba canalizar
en una labor de más provecho, conserva la tradición
estas décimas picantes:

DIATRIBA CONTRA LOS SEPARATISTAS:
¿Dónde los de la cuadrilla de la loca
independencia? ¿Qué dirán de Su Excelencia
los restos de esa pandilla? Parece que el grillo chilla, y en su
chillido impotente, da alegría al inocente y aterroriza al
insano. Yo puedo gritar ufano: ¡Viva el digno
presidente!

RESPUESTA DE LOS DUARTISTAS:
Preguntas por la cuadrilla de la loca independencia,
¿para después en su audiencia ir a mendigar la
silla? Tú sí que eres la polilla que con villano
aguijón, roe la nueva facción, la que
después te engrandece, porque esto siempre acontece al que
no tiene opinión.

Duarte, blanco principal de las invectivas de los
haitianizados, permaneció al margen de esas
manifestaciones de pugnacidad rencorosa. Su labor se
encaminó, durante estos días de agrias disputas
políticas, a acercar a los dos bandos y a impedir que
aquella guerra literaria dividiera más profundamente la
opinión dominicana. Con ese fin, celebró el
apóstol en la casa conocida con el nombre de «casa
de los dos cañones» una conferencia con el cabecilla
de más significación dentro del grupo de los
partidarios de la indivisibilidad política de la isla el
notable magistrado don Manuel Joaquín del Monte, consejero
de Brouat y hombre de confianza de los dominadores Duarte
trató de convencer a su compatriota de la
conveniencía de que los dos bandos unieran sus esfuerzos
en favor de la «pura y simple». Del Monte mantuvo la
opinión de que la patria no podía subsistir por
sí misma y de que la dominación haitiana era un mal
irremediable. El jefe de los haitianizado se sintió, sin
embargo, atraído por la personalidad de Duarte quien, no
obstante sus pocos años, sostenía con calor y con
fuerza insólita sus ideas, e hizo la promesa de guardar
silencio sobre lo tratado en aquella entrevista
histórica.

Manuel Joaquín del Monte era tal vez un patriota
sincero Sirvió desde el primer momento a los haitianos y
fue uno 4 sus colaboradores más activos. Pero
probablemente su actitud obedecía, antes que a su falta de
sensibilidad patriótica, a la poca fe que le inspiraba la
idea de Duarte de que el país podía ya vivir a sus
propias expensas y de que ningún obstáculo
invencible se interpondría en sus destinos futuros. Su
oposición al plan que le esbozó el apóstol
en la entrevista de la «casa de los dos
cañones» se fundó exclusivamente en la
creencia de que los separatistas luchaban por una utopía
irrealizable. Ambos hombres representaban dos ideologías
contrapuestas, y uno y otro se separaron convencidos de la
legitimidad de su causa respectiva. La entrevista entre Duarte y
Manuel Joaquín del Mont sirvió para deslindar
definitivamente los dos campos: en lo sucesivo, los haitianizados
y los separatistas se combatirían sin cuartel y el triunfo
sería del bando que desplegara mayor audacia y que
obtuviera más arraigo en las clases populares. Las
elecciones para la designación de los miembros de las
asambleas electorales de 1843, primer acto de ese género
que se celebraba bajo el gobierno del sucesor de Boyer,
permitió a las dos corrientes medir sus fuerzas ante la
expectación de las autoridades haitianas. Bruat, deseoso
de conocer el verdadero estado de la opinión
pública dominicana, aconsejó que se diera a los dos
bandos la oportunidad de concurrir a las urnas
libremente.

El 15 de julio de 1843 se celebró el debate
electoral, y los dos partidos movilizaron todas sus fuerzas en
una lucha encarnizada. Duarte dirigió personalmente las
actividades de su grupo, y logró sacar triunfante la
candidatura en que figuraban, entre otros ilustres separatistas,
Juan Nepomuceno Ravelo y Pedro Valverde y Lara. El triunfo del
caudillo de la separación alarmó a Auguste Bruat,
sorprendido por el entusiasmo con que se desarrolló el
certamen y por el cambio que representaba en la opinión de
los habitantes de la parte del Este. Las pasiones se exaltaron,
y, como refiere Rosa Duarte, «la parte española, hoy
República Dominicana, era a la sazón un
volcán». Desgrotte, desconcertado también por
el triunfo del partido de los separatistas, se dirigió a
Charles Hérard para recomendarle que apresurara su visita
a Santo Domingo, y que la hiciera al frente de un ejército
capaz de llevar al ánimo de los patriotas dominicanos el
convencimiento de que Haití podía aplastar
fácilmente cualquier rebelión encaminada a poner
fin a la indivisibilidad política de la isla. Iniciado el
paseo militar de Charles Hérard con la visita a
Dajabón y otras poblaciones fronterizas, los haitianizados
se envalentonaron y los más fanáticos amenazaron
con el destierro el patíbulo a los separatistas. Duarte,
decidido a hacer frente con medidas enérgicas a la nueva
situación, promovió una asamblea de notables., que
se efectuó en el hogar de su tío José Diez
con asistencia de todos los ciudadanos de relieve que en una
forma u otra simpatizaban con la causa de la independencia. En
esta reunión expuso el Padre de la Patria el plan que
había madurado para proclamar la República antes de
que el general Charles Hérard se internara en suelo
dominicano.

Los personajes más influyentes oyeron aquella
audaz exposición con verdadero asombro. Juan Esteban
Aybar, hombre de gran prestigio en las zonas orientales, se
declaró incompetente para acaudillar en el Este la
revolución proyectada. Julián Alfau, padre de uno
de los fundadores de «La Trinitaria» y persona bien
conocida por sus sentimientos de fidelidad a España,
condenó el plan de Duarte como una locura y habló
de los peligros que entrañaría una rebelión
con un ejército enemigo en las fronteras. La
reunión se disolvió sin que se llegara a un
acuerdo. El delegado Brouat, advertido por uno de sus
espías de los propósitos de Duarte, reiteró
sus anteriores recomendaciones a Charles Hérard, quien a
la sazón avanzaba por el Cibao con destino a la capital de
la antigua parte española. El día 12 de julio,
antes de lo que se esperaba, llegó el dictador al frente
de varios batallones bien armados. Durante su viaje, el
déspota había adquirido pruebas del movimiento que
organizaba Duarte, y desde su arribo a Santo Domingo dictó
orden de prisión contra el jefe separatista y contra sus
más eminentes partidarios. Esta medida fue completada con
otras dirigidas a fortalecer el régimen y a implantar el
terror entre las familias de ascendencia dominicana. Una de estas
providencias complementarias consistió en la
designación del señor Felipe Alfau,
tránsfuga de «La Trinitaria», como jefe de la
guardia nacional, cargo que por un tiempo había ejercido
el propio Duarte y desde el cual adelantó en secreto su
plan separatista. Desde las cuatro de la tarde del día 11,
víspera de la llegada a Santo Domingo del cabecilla del
movimiento iniciado en Praslin, Duarte se refugió en el
hogar de los hermanos Ginebra, situado en la calle de la
Atarazana y muy próximo a la zona portuaria. Los
dominicanos que militaban en el partido de la indivisibilidad
descubrieron el escondite, e hicieron llegar a don José
Ginebra toda clase de amenazas para intimarlo a que obligara al
apóstol a entregarse al nuevo amo de la isla. El caudillo
separatista oyó, desde una habitación vecina, las
conminaciones dirigidas al dueño de la casa, y
esperó a que avanzara la noche para buscar un refugio
más seguro. A las dos de la madrugada puso en
práctica su designio, y en compañía de
Joaquín Ginebra se trasladó a la residencia de la
madre de Juan Alejandro Acosta. María Baltazara, la
dueña del nuevo hogar que iba a servir de asilo al Padre
de la Patria, era una trigueña de ánimo varonil y
de corazón esforzado.

Como la mayoría de las mujeres que no
obedecían a prejuicios políticos y que se
arriesgaban a expresar libremente sus sentimientos
patrióticos, odiaba a los dominadores y fue de las que
luego se prestaron a transportar, ocultas bajo las faldas, las
municiones que sirvieron para el pronunciamiento de la Puerta del
Conde. Pero los rastros de Duarte eran seguidos con actividad
implacable por sus perseguidores. Juan José Duarte, padre
del apóstol, fue informado al día siguiente por
Francisco Ginebra de que ya las autoridades haitianas, advertidas
por elementos nativos que no comulgaban con la idea de la
separación, tenían indicios del nuevo refugio del
fundador de «La Trinitaria», y de que no
tardarían en registrar la residencia de María
Baltazara. Pocos minutos después, llegó un nuevo
mensaje, traído en esta ocasión por persona cuyos
sentimientos de adhesión al jefe de la causa separatista
habían sido hasta ese momento dudosos: Julián
Alfau, padre de uno de los desertores del movimiento iniciado en
1838. Con toda franqueza, el recién llegado dio las
señas del escondite y tuvo la lealtad de aconsejar a los
padres del perseguido que acudieran en su ayuda y le
proporcionaran sin pérdida de tiempo otro refugio donde le
fuera dable escapar a las pesquisas de la soldadesca haitiana.
Juan José Duarte recibió con cierta frialdad la
visita de Julián Alfau y puso fin a sus consejos
advirtiéndole que no daría ningún paso que
pudiera comprometer a terceras personas. Tras los pasos de Alfau,
visitó la morada de Juan José Duarte, con
idénticos fines, el presbítero Bonilla, quien
recomendó al padre del apóstol que influyera en el
ánimo de su hijo para decidirlo a presentarse
voluntariamente a las autoridades haitianas. La respuesta fue en
esta ocasión tan seca como las anteriores: el perseguido,
quien era mayor de edad, tenía plena independencia en sus
acciones. Al atardecer, don Luis Betances, compañero de
ideales del jefe de los separatistas, entró en el hogar de
Juan José Duarte y de doña Manuela Diez para
recomendar a las hermanas del apóstol que bailaran e
hicieran otras manifestaciones de júbilo con el fin de que
dieran fuerza a la especie de que el caudillo se hallaba ya fuera
del alcance de sus perseguidores. Todas las incitaciones
habían resultado hasta ese momento
infructuosas.

Los padres de Duarte, escarmentados por las continuas
delaciones de que habían sido víctimas los
promotores de la independencia en los últimos tiempos, se
negaban a tomar ningún partido. Pero ya al cerrar la
noche, irrumpió de improviso en la estancia de la calle
«Isabel la Católica» el coronel Francisco del
Rosario Sánchez, quien acababa de llegar, con la ropa
todavía húmeda, de la población de Los
Llanos. El inesperado. visitante requirió, sin más
preámbulos, que se le llevara a presencia del caudillo.
Juan José Duarte oyó impasible los encarecimientos
de Sánchez para que se le revelasen las señas del
lugar que servía al prócer de asilo. El silencio
del dueño de la casa acabó por exasperar al
recién venido, quien sacó del fondo de su chaqueta
un puñal y agitándolo con mano nerviosa en el aire
dirigió al padre de Duarte las siguientes palabras:
«Don Juan: quiero saber dónde está Juan
Pablo, porque nos liga este juramento sagrado: el de morir juntos
por la patria; si usted desconfía de mí le
probaré que no soy de los traidores lanzándome con
este puñal sobre las tropas que cercan en este mismo
instante su casa.» La reacción del interpelado no
tardó en manifestarse en forma categórica:
«Dime dónde le esperas: yo no puedo desconfiar del
hijo del hombre que salvó, por amor a la justicia, a tres
españoles condenados injustamente a la horca.»
«Lo espero – repuso Sánchez con acento emocionado-
en la Plaza del Carmen. La cita fue concertada para las diez de
aquella misma noche. Tan pronto como Sánchez
abandonó la casa de Juan José Duarte, entraron a
ella dos nuevos discípulos del apóstol:
Joaquín Lluveres y Pedro Ricart. La noticia que
traían era de tono alarmante: en la Plaza de la Catedral
se estaba ya formando la tropa que debía sorprender a
Duarte en su escondite y entregarlo a sus verdugos. Juan
José Duarte creyó llegada la hora de actuar sin
pérdida de tiempo, y en compañía de uno de
sus nietos, como si quisiera despistar a los sabuesos del
déspota con la inocencia de la niñez, salió
en busca del fugitivo. Con Vicentico de la mano, el anciano
siguió la línea de las murallas y se
encaminó hacia el sitio denominado «El
Cachón», asilo estratétigo, adonde
había ido a refugiarse el caudillo  con algunos de
sus partidarios más fervorosos.

La impresión que produjo a Duarte la llegada de
su progenitor, seguido de su tierno acompañante y con
huellas visibles en  el rostro de los sufrimientos que
embargaban su ánimo, fue tan intensa que él
sólo ha sido capaz de describirla en las siguientes
frases: «La presencia de mi padre me hizo comprender que mi
familia no había podido disfrutar de un solo minuto de
reposo en estos días aciagos: los sufrimientos que se
causaron entonces a mis padres y a mis hermanas fueron la primera
copa de acíbar que mis enemigos acercaron a mis labios
derramándola en mi corazón.» Juan José
Duarte se arrojó en brazos de su hijo, y con voz
trémula le dio cuenta del objeto de su visita:
-Sánchez te espera esta noche a las diez en la Plaza del
Carmen. Junto a él se hallarán tus amigos, aquellos
con quienes te liga un juramento inviolable. Te ruego como padre
que abandones este sitio inmediatamente, porque los agentes de
Charles Hérard no tardarán en venir hasta
aquí para darte muerte y destruir la vida de tu pobre
madre que se encuentra en estos momentos sumida en la mayor
angustia. Duarte abrazó a todos sus acompañantes y
se dirigió, con su padre y con su sobrino Vicente, hacia
la iglesia de San Lázaro. Allí se separaron, sin
que padre e hijo sospecharan que aquélla debía ser
su última despedida. A las diez de la noche, hora
señalada para el encuentro, el caudillo se reunió
en la Plaza del Carmen con Francisco del Rosario Sánchez,
Pedro Alejandrino Pina y Juan Isidro Pérez. Los cuatro
próceres entraron sigilosamente en la casa de Narciso
Sánchez, que se encontraba en las inmediaciones.
Después de examinar por espacio de dos horas la
situación, coincidieron en el parecer de que el
único camino que por el momento se ofrecía expedito
era el de  buscar refugio en un país extranjero.
Sellado el pacto con un apretón de mano, tres de los
perseguidos salieron uno tras otro y tomaron rumbos diferentes
para no despertar sospechas. El jefe de la revolución
separatista se encaminó hacia la casa de don Luciano de
Peña, en la antigua calle del Arquillo. Juan Isidro
Pérez se ocultó en el hogar de don José
Arias, y Pedro Alejandrino Pina en la residencia de doña
Dolores Cuello. Sánchez, quien ya empezaba a sentir los
primeros síntomas de la enfermedad que lo postró
durante largo tiempo en el lecho, permaneció en su
casa.

El 13 de julio se trasladó Duarte a la casa en
donde se hallaba Pina, por considerarla más segura que la
de don Luciano de Peña. Al día siguiente,
volvió a cambiar de asilo y se acogió entonces a la
hospitalidad del señor Manuel Hernández.
Aquí permaneció dos días. El 16 circularon
en la ciudad rumores de que el nuevo escondite había sido
descubierto, y el perseguido, informado a tiempo por sus
copartidarios, aguardó la noche para reunirse con Juan
Isidro Pérez en la casa que ocupaba la familia de don
Jaime Yépez, al pie de la cuesta de San Lázaro. De
aquí pasó luego, gracias a la eficaz
mediación del coronel Teodoro Ariza, al hogar de don
Eusebio Puello, situado en la calle conocida hoy con el nombre de
Isabel la Católica. La casa de don Eusebio Puello se
hallaba próxima al edificio ocupado por los padres del
apóstol, y el 18 de julio pasó el fundador de
«La Trinitaria» por el dolor de presenciar desde su
nuevo escondite la ofensa hecha a su familia por varios oficiales
haitianos que intentaron sorprender a Rosa Duarte
invitándola a bordarles en una bandera las armas de la
Gran Colombia. Juan José Duarte rechazó con
energía la pretensión de los intrusos
significándoles que su hija no sabía bordar ni
conocía el escudo colombiano. La actitud decidida del
padre del caudillo provocó la ira de los visitantes, cuyas
amenazas, proferidas en voz alta, dieron lugar a que se reuniera
en los alrededores una multitud indignada. El comandante del
batallón destacado en los cuarteles de la calle de El
Comercio acudió atraído por el escándalo e
hizo retirar a los gendarmes intimándolos con denunciar el
hecho al gobernador y con hacerles aplicar medidas
disciplinarias. La persecución contra Duarte
continuó en forma cada vez más encarnizada. El 24
de julio fue allanado por el oficial Hipólito Franquil, al
frente de un pelotón de gendarmes, el hogar de los padres
del prócer y el de uno de sus tíos maternos. La
pesquisa, acompañada por el oficial haitiano de
incalificables actos de sevicia, se prolongó hasta las
seis de la tarde. Salvado en esta ocasión por Juan
Alejandro Acosta, el apóstol logró burlar la
saña de sus perseguidores. En su nuevo refugio se
encontró con Pedro Alejandrino Pina, obligado como
él a cambiar constantemente de asilo. Varios días
después, el 29 de julio pasó con su
acompañante a la casa del señor José
Botello, quien residía en un edificio de pared situado en
la antigua calle del Conde.

En la madrugada del 30 de julio recibió Duarte
inesperadamente la visita de uno de los pocos dominicanos que
habían desertado del partido separatista: con muestras de
arrepentimiento, el recién llegado encareció al
perseguido que buscara un nuevo escondite porque le constaba que
el actual no tardaría en ser conocido de las autoridades
haitianas. Para subrayar la sinceridad de sus palabras, el
visitante expresó que el premio ofrecido por Charles
Hérard al que entregara a Duarte, esto es, tres mil pesos
y unas charreteras de coronel, era muy bajo precio por la vida
del jefe de una revolución patriótica. El caudillo
prestó oído al tránsfuga, y esa misma noche
salió, bajo copiosa lluvia, hacia un lugar desierto de la
playa del Ozama. En compañía de Juan Alejandro
Acosta, de Pedro Alejandrino Pina y de Tomás de la Concha,
prometido de su hermana Rosa, tomó un bote en la margen
occidental del río y se dirigió hacia la residencia
del señor Pedro Cote, situada en un sitio agreste del
caserío denominado «Pajarito». El coronel
Esteban Roca, comandante de la guarnición de San
Cristóbal a raíz del pronunciamiento reformista del
24 de marzo, obtuvo que un barco de vela lo condujese con sus
acompañantes a alguna isla cercana. El día 2 de
agosto abordó al fin una goleta que partía hacia
Saint Thomas. La circunstancia de reinar una calma absoluta
aquella noche, y de no poder el barco de vela que lo
conducía alejarse mucho de la costa, le permitió
contemplar durante toda la mañana siguiente, desde la
borda de la nave, a la «ciudad objeto de su ternura»,
víctima en aquel momento «de la más negra
opresión». -Con la ausencia de Duarte
desapareció aparentemente el ideal separatista. La obra
realizada por el apóstol durante más de ocho
años había, sin embargo, echado hondas
raíces en la conciencia nacional, y  nada
sería ya capaz de extinguir la idea ni de apagar la llama
encendida por el prócer en el corazón de la
juventud formada en esa escuela de sacrificio que se llamó
«La Trinitaria».

El
Ostracismo

La estancia en Saint Thomas fue apenas de unos
días. El 18 de agosto de 1843 salió Duarte con
destino a la Guaira. El 23 llegó a bordo de la goleta
venezolana «La Felicidad» al puerto de destino.
Durante los cinco días que duró la travesía
disfrutó de la conversación de sus
acompañantes, Juan Isidro Pérez y Pedro Alejandrino
Pina. Dos extraños, los señores Diego
Ramírez y Santos Semidisi, viajaban como pasajeros en la
misma nave, y participaron durante ese tiempo de las inquietudes
que embargaban el ánimo de los tres expatriados. El
capitán del pequeño buque de vela, señor
Nicolás E. Damers, dispensó a Duarte las atenciones
a que le hicieron siempre acreedor su distinción personal
y el aspecto severo y melancólico que fue rasgo
inseparable de su fisonomía majestuosa. Al día
siguiente de su llegada a la Guaira, partió Duarte con
rumbo a la capital de Venezuela. Su tío, José
Prudencio Diez, lo acogió en su hogar y lo hizo objeto,
desde el primer instante, de la solicitud más calurosa. La
primera preocupación del apóstol y de sus
compañeros fue la de apresurar el regreso. Ninguno de los
desterrados pensó en establecerse por mucho tiempo en
tierra venezolana. Estarían allí únicamente
los días necesarios para preparar la vuelta a suelo
dominicano. Pero como su única idea era la de ser
útil a la Patria y la de proseguir sin descanso la obra
emprendida hacia ya varios años, desde su arribo a Caracas
dedicaron largas horas al aprendizaje de la esgrima, arte en que
se ejercitaron sobre todo Duarte y Pedro Alejandrino Pina,
quienes recibieron asiduamente lecciones de Mariano Diez, de
José Patín y del mismo Juan Isidro Pérez,
reputados en su propio país como dignos de figurar en
«el número de las primeras espadas». El tiempo
que no utilizaba en ejercicios de esgrima, lo empleaba Duarte en
establecer contactos provechosos para su obra de
emancipación política. Muchos venezolanos
distinguidos oyeron su prédica y le dieron demostraciones
de adhesión, que fueron muchas veces subrayadas con
promesas de ayuda o con ardientes votos de simpatía hacia
la causa dominicana.

Algunos personajes influyentes, como el licenciado
Manuel López Umares y el doctor Montolio, a quienes
impresionó gratamente la juventud del proscrito, trataron
de persuadirlo para que abandonase su misión
patriótica y prosiguiera sus estudios en la facultad de
derecho de la universidad caraqueña. Duarte rechazó
la proposición con muestras de gratitud, pero al propio
tiempo con dignidad y energía. «Mi pensamiento, mi
alma -ha escrito él mismo al referirse a aquella oferta
amistosa-, yo todo no me pertenecía; mi carísima
patria absorbía mi mente y llenaba mi corazón, y
estaba resuelto a sólo vivir para ella.» El
día 10 de septiembre provocó el apóstol una
reunión de sus compatriotas residentes en Caracas y de
numerosos personajes de nacionalidad venezolana. La junta se
efectuó en el hogar de don José Prudencio Diez, y
en ella se discutieron los planes que había madurado
Duarte para emprender de nuevo la cruzada separatista. La
opinión que prevaleció entre los asistentes fue la
de que convenía reanudar el contacto con los elementos
adictos a la causa de la independencia que permanecían en
Santo Domingo. Duarte propuso entonces que se comisionara a Pedro
Alejandrino Pina y a Juan Isidro Pérez, sus dos
compañeros de destierro, para que se dirigieran a Curazao
y desde allí se pusieran en relación, por
vías confidenciales, con los viejos luchadores de
«La Trinitaria». La sugerencia tuvo aceptación
unánime, y dos días después salieron Pina y
Juan Isidro Pérez- hacia la colonia holandesa. Duarte se
despidió de ellos en el puerto de la Guaira. Tan pronto
regresó a Caracas, en compañía de su
tío, José Prudencio Diez, el prócer
buscó el medio de entrevistarse con el general Carlos
Soublette, a la sazón presidente de Venezuela, con el fin
de solicitar su concurso en favor de la independencia dominicana.
Una distinguida dama dominicana residente en Caracas, la
señora doña María Ruiz, se prestó a
servirle de intermediaria, y gracias a ella se le franquearon
rápidamente las puertas presidenciales. Soublette lo
recibió con gran cortesanía y con afabilidad
exquisita. Elogió la cruzada emprendida por Duarte y le
ofreció la cooperación de su gobierno en armas y
dinero. Cuando salió del despacho del mandatario, el gran
idealista sintió avivada su esperanza y bendijo la mano
providencial que lo había conducido, al través de
innúmeras vicisitudes, a tierras venezolanas. Pasaron
varios días sin recibir noticias de los dos agentes
enviados desde principios de septiembre a Curazao. La
incomunicación en que permanecía Duarte del
país era absoluta.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5
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