El antes y el después de la independencia de República Dominicana (página 5)
El patriota rechaza con orgullo el cargo que le ofrece
el Ministro del Interior del Gabinete del general Juan
Crisóstomo Falcón, y prefiere despojarse, para no
morir de hambre, del único tesoro que ha sobrevivido a sus
vicisitudes y a sus andanzas: sus libros, entre los cuales
figuraban una Geografía Universal y varios Atlas que
había comprado en 1844 en la ciudad de Hamburgo. Otros
consejeros, de menos altura que el doctor Elías Acosfa, le
instan a que acepte la dominación española y a que
ponga al servicio de la Madre Patria, por conducto de su agente
consular en Venezuela, el prestigio que rodea su nombre como
fundador de la República Dominicana. El ex presidente
Buenaventura Báez, quien se había plegado a la
realidad ofreciendo sus servicios a la monarquía,
había sido premiado con el nombramiento de Mariscal de
Campo español, distinción que también
podría ser otorgada al Padre de la Patria si éste
renunciaba a sus planes patrióticos y admitía el
hecho ya consumado. «Y no faltó -dice el propio
Duarte- quien se atreviera a decirme que mis hermanos
saldrían entonces del estado de privaciones en que me
encontraba yo mismo.» Tales insinuaciones no podían
hallar cabida, desde luego, en el corazón de un hombre que
acababa de llegar de una selva, donde pasó olvidado los
mejores años de su juventud para no incurrir en un acto
indigno de su obra ni en una apostasía. «En lugar de
la opulencia que podía degradarme -escribe el
apóstol refiriéndose a los esfuerzos que a la
sazón se hicieron para atraerlo al bando de los
anexionistas-, acepté con júbilo la amarga
decepción que sabía me aguardaba el día en
que no se creyeran ya útiles mis cortos servicios.»
Mientras estos consejeros gratuitos, seguramente inspirados por
los agentes de la monarquía española en Caracas,
redoblan sus maquinaciones contra los escrúpulos
patrióticos de Duarte, tratando de explotar inicuamente su
miseria y de apoderarse de su voluntad, que suponían tan
débil y tan arruinada como su organismo físico, el
apóstol permanece pendiente de cuanto ocurre en su isla
nativa. El 20 de enero de 1863 llega a la capital de Venezuela un
tío del Padre de la Patria, el ya anciano general Mariano
Diez, y entrega al prócer una carta en que Juan Isidro
Pérez de la Paz, uno de los fundadores de «La
Trinitaria», le dirige el siguiente reclamo: «Santo
Domingo desea saber de ti.» La carta del viejo trinitario,
tal vez el más amado de sus discípulos, renueva en
el espíritu de Duarte recuerdos de muchos años
atrás, y pone vivamente ante su imaginación el
cuadro de las luchas pasadas. Al referirse a esa misiva en sus
apuntes autobiográficos, el Padre de la Patria
evocará con las siguientes palabras a Juan Isidro
Pérez: «Mi amigo tan querido como
desgraciado.» Pocos días después el
apóstol visita en su residencia al doctor Blas Bruzual,
médico del general Falcón, presidente de los
Estados Unidos de Venezuela. Durante la entrevista, Duarte
desliza discretamente en la conversación oportunas
referencias a su país, sometido otra vez al estado
colonial y señala la urgencia con que su patria necesita
de la ayuda de los hombres que en otras naciones hermanas
profesan doctrinas liberales. El doctor Bruzual penetra el
alcance de esas insinuaciones hábilmente intercaladas
entre palabras de sentido vulgar y frases de
cortesía. Cuando al día siguiente se traslada a la
modesta casa en que reside el apóstol, con el
propósito aparente de corresponder a su visita, el
médico venezolano le reitera sus simpatías por la
causa de la libertad dominicana, y espontáneamente le
ofrece ponerlo en contacto con el presidente Juan
Crisóstomo Fakón, descendiente de uno de los
conmilitones de Bolívar, a quien tal vez sea fácil
convencer para que secunde con armas y dinero los proyectos de
Duarte encaminados a redimir por segunda vez su patria de la
dominación extranjera. Antes de terminar el mes de enero,
Bruzual cumple su ofrecimiento, y el prócer es presentado
al presidente de Venezuela. La entrevista hizo concebir al,
apóstol las esperanzas más halagüeñas.
El dictador venezolano, hombre de mano recia a quien sus
parciales atribuían veleidades propias de un gobernante de
pensamiento democrático, no hizo promesas de cumplimiento
inmediato, pero habló de su amor a la independencia de los
pueblos de América con cierta rimbombancia calurosa. Los
meses pasan, sin embargo, con lentitud desesperante; y Duarte,
mientras tanto, «permanece en la expectativa y devorado de
impaciencia». El 20 de marzo recibe Duarte una carta que le
envía desde Coro el trinitario Pedro Alejandrino Pina. Las
primeras líneas aluden al «Decano de los
libertadores de Santo Domingo» y al «primer general
en jefe de los ejércitos dominicanos». Esta
comunicación trae las últimas noticias de la isla
nuevamente subyugada: el país continúa intranquilo,
tanto a causa de las desavenencias surgidas entre Santana y el
brigadier Peláez, como a causa del descontento creciente
contra la dominación española; los ánimos,
particularmente en el Cibao, se hallan exaltados, y un nuevo Cid,
apellidado Gregorio Luperón, ha aparecido en la
Línea Noroeste, en donde parece que se está
gestando la nueva epopeya libertadora. Pina concluye con las
siguientes palabras: «No sé de qué manera
honrosa podrán las repúblicas amigas negarse a
contribuir a la salvación de nuestro heroico
país.» Entre el mes de marzo y el mes de octubre,
Duarte hace llegar requerimientos cada vez más apremiantes
al general Falcón para que le haga efectivas las promesas
que le hizo en la entrevista de enero. Las «esperanzas
halagüeñas» que le acompañaron entonces
al salir del «Palacio de Miraflores» empiezan a
enfriarse bajo el peso de una realidad cada vez más
oscura. Pero la llaga abierta en el corazón del
prócer sigue vertiendo sangre mientras su vida se consume
en la inacción forzada. Una nueva carta de Pedro
Alejandrino Pina lo saca de su abatimiento en los primeros
días del mes de octubre. Desde Coro, el viejo trinitario
le anuncia que en los campos de Guayubín estalló el
16 de agosto una rebelión que parece contar con más
fuerza que las anteriores. La muerte del padre del general Benito
Monción, debida a instigaciones del propio brigadier
Buceta, ha precipitado los acontecimientos, y es evidente que la
revolución cuenta con ramificaciones en todo el
país y que avanza en todas las provincias del Cibao con
fuerza arrolladora. La carta de Pina coincide con el arribo a
Caracas de un joven dominicano en quien despunta briosamente el
patriotismo de la nueva generación: Manuel
Rodríguez Objío. Desde su llegada a la capital de
Venezuela, el día 7 de octubre, el viajero se acerca a
Vicente Celestino Duarte y le habla del deseo que tiene de ser
presentado al Padre de la Patria. Rodríguez Objío,
aunque perteneciente a la juventud que se levantó durante
los veinte años en que el nombre de Santana llenó
el país como un clamor guerrero, se aproximó al
apóstol con el recogimiento de quien se acerca a una ruina
venerable. Rodríguez Objio confirma, durante este primer
encuentro, las noticias transmitidas a Duarte por Pedro
Alejandrino Pina, y se ofrece a hacer valer su parentesco con
el general Manuel E. Bruzual para que, gracias a la
influencia política de que dispone este caballeroso
soldado a quien llama en sus Relaciones. discípulo de
Monroe, se logre, al fin la ayuda prometida por el presidente
Falcón al patriota dominicano. Todo el concurso que,
merced al apoyo de este nuevo intermediario, recibió
Duarte del gobierno de Venezuela consistió en la suma de
mil pesos, que el primer designado Guzmán Blanco puso en
manos del coronel Manuel Rodríguez
Objío.
Con este dinero intentó el apóstol enviar
a Santo Domingo una comisión presidida por su hermano
Vicente Celestino con el encargo de dar cuenta al gobierno
revolucionario de sus proyectos y de la buena disposición
de las autoridades venezolanas. Los triunfos alcanzados por las
armas restauradoras, durante los primeros meses del año
1864, lo inducen, sin embargo, a variar sus planes, y resuelve
trasladarse él mismo al teatro de los acontecimientos para
luchar al lado de sus compatriotas". El 16 de febrero emprende
viaje con rumbo a Curazao, en compañía de su
hermano Vicente Celestino, del general Mariano Diez, del coronel
Manuel Rodríguez Objío y de un voluntario
venezolano, el comandante Candelario Oquendo. La goleta
«Goid Munster», contratada en el puerto
curazoleño por la suma de quinientos pesos sencillos,
condujo a Duarte y a sus acompañantes a las Islas Turcas,
donde el buque arribó el 10 de marzo, después de
haber burlado, por espacio de varios días, gracias a la
pericia de su capitán, el señor José S.
Faneyte, la activa persecución de un barco de guerra
español que intentó darle caza. El cónsul de
España en Caracas, informado de la salida del Padre de la
Patria, trató de que el «África»,
bergantín perteneciente a la escuadra española de
las Antillas, se apoderase en alta mar de los revolucionarios. Se
temía, con razón, que la influencia moral del
caudillo de la independencia obrara en forma decisiva sobre los
destinos de la revolución y entorpeciera, además,
las esperanzas que aún abrigaba la monarquía de
concertar un acuerdo para la solución del conflicto con
los jefes restauradores. Por rara coincidencia, fue un ciudadano
español de ideas liberales, cuyo nombre no ha dado a
conocer Duarte, sin duda para no exponerlo a las represalias de
las autoridades peninsulares, quien se prestó a llevar al
prócer y a sus cuatro compañeros hasta el puerto de
Montecristi, donde desembarcaron en la mañana del 25 de
marzo.
El general Benito Monción, jefe militar de la
zona, festejó como un feliz augurio la llegada de Duarte.
Manuel Rodríguez Objío consigna en sus
«Relaciones», al referirse a este suceso, que el
pueblo que luchaba bravamente por su libertad tuvo a partir de
aquel momento mayor confianza en el triunfo de la
restauración, porque el arribo del fundador de la
República significaba «el primer concurso moral que
la patria recibía del extranjero». Después de
más de veinte años de ausencia pisó Duarte,
al fin, tierra dominicana. Le tocó, por una nueva burla
del destino> desembarcar en las playas del norte del
país, lejos de su pueblo nativo, donde estaban la casa de
su niñez y el parque mañanero en que distrajo las
horas de la Infancia. Pero para su patriotismo sin
límites, para su corazón sin estrecheces, todo
aquel suelo era igualmente querido. Su emoción
subió de punto cuando el 26 de marzo de 1864, un
día después de su llegada a Montecristi,
emprendió viaje hacia Guayubin y visitó muchos de
los sitios históricos desde donde fueron repelidas las
invasiones haitianas. Estas tierras, sacudidas ahora por el
torrente de las armas restauradoras, habían servido pocos
días antes de escenario a la fuga del brigadier Buceta.
Las ruinas humeantes de algunas poblaciones denunciaban
aún el paso del ejército peninsular en retirada.
Duarte venía enfermo y el viaje por aquellas llanuras
secas había debilitado su organismo, que a los cincuenta
años parecía el de un sexagenario; pero la vista de
aquel espectáculo, poderosamente sugerente para el alma
del viejo libertador, reanimaba su espíritu y dotaba su
cuerpo enflaquecido de energías insospechadas. Fue
así como el mismo día de su partida pudo llegar a
uña de caballo, bajo el frío de la medianoche a la
villa de Guayubín, cuna de la revolución en marcha.
En compañía del general Benito Monción,
quien no había querido renunciar al honor de hacer escolta
al Padre de la Patria en las primeras jornadas de su viaje,
visitó el 27 de marzo al general Ramón Mella,
reducido al lecho y casi a punto de expirar en tierra ya por
fortuna libre del dominio extranjero. El estado en que encuentra
al héroe del Baluarte del Conde, uno de los supervivientes
de la guerra de la independencia, abate a Duarte hasta el extremo
de obligarlo también a guardar cama por espacio de varios
días. Es ésta la primera impresión dolorosa
que recibe desde su arribo a tierra dominicana. El 2 de abril,
todavía débil y consumido por la fiebre, sale de
Guayubín con rumbo a la ciudad de Santiago, asiento del
gobierno provisional, y tres días después se
presenta ante las autoridades revolucionarias en
compañía del comandante Oquendo y de los
próceres que han compartido su odisea desde territorio
venezolano. El repúblico Ulises Espaillat, quien a la
sazón reemplazaba a Ramón Mella en la
vicepresidencia del gobierno provisorio, fue el encargado de
recibir al Padre de la Patria. Entre ambos se cruzaron palabras
llenas de efusión patriótica.
Duarte reiteró al representante del Gobierno
Provisional los términos de la carta que el 28 de marzo
envió desde Guayubín a los directores de la
revolución, en la cual expresaba que su regreso al
país, después de haber «arrostrado durante
veinte años la vida nómada del proscrito»,
obedecía al propósito de correr «todos los
azares y vicisitudes que Dios tuviese aún reservados a la
grande obra de la Restauración Dominicana».
Espaillat le repitió a su vez los conceptos ya emitidos en
la comunicación del primero de abril, donde sintetizaba
así los sentimientos del gobierno provisional hacia el
recién llegado: «El gobierno provisorio de la
República ve hoy con indecible júbilo la vuelta de
usted al seno de la Patria.» El apóstol dio cuenta a
continuación de las gestiones realizadas en Caracas para
obtener el apoyo del gobierno del general Falcón al
movimiento iniciado en Capotillo. Mostró los documentos
justificativos de la inversión de la suma de mil pesos
recibida de manos del vicepresidente Guzmán Blanco, y
sugirió que se designase al señor Melitón
Valverde como agente diplomático del gobierno de la
Restauración cerca de las autoridades venezolanas. Las
referencias hechas por Duarte a sus contactos con Falcón y
sus informes sobre la buena disposición en que se hallaban
las autoridades de aquel país con respecto a la causa
dominicana, hicieron pensar al Gobierno provisorio en la
conveniencia de utilizar los servicios del prócer en una
misión diplomática confidencial ante los gobiernos
de varios países sudamericanos. Nueve días
después de su primera entrevista con Espaillat, Duarte
recibe una carta en que se le participa que el gobierno presidido
por el general Salcedo ha resuelto confiarle una misión
secreta ante el gobierno de Caracas, y en que se le; anuncia que
se le proveerá rápidamente de las credenciales de
rigor y de los pliegos de instrucciones que se consideren
necesarios. El Padre de la Patria, sin embargo, tiene ya la salud
irremediablemente gastada. Las fatigas del viaje y las emociones
recibidas desde su arribo al país, han recrudecido los
males que contrajo en las selvas de Venezuela. Si emprende una
nueva travesía en tales condiciones, tendrá que
exponerse a «gastar en medicinas y facultativos los fondos
que se pusieran a su disposición para el
viático». En carta dirigida el 15 de abril al
señor Alfredo Deejen, encargado interinamente de la
cartera de Relaciones Exteriores, se declara, pues, incapacitado
física-mente para cumplir su cometido en forma
satisfactoria, pero ofrece poner a disposición de la
persona que en su lugar se designe, todos los informes y
recomendaciones susceptibles de facilitar su labor en territorio
venezolano. Aparte del motivo que invoca en esa carta, su
«falta de salud», lo que late en el fondo de sus
palabras es el deseo de continuar por algún tiempo
más en la tierra nativa. Hace apenas veinte días
que pisó tierra dominicana, gracias a que «el
Señor allanó sus caminos»; y ya se le quiere
lanzar de nuevo, con el pretexto de que sus servicios
podrían "ser más útiles fuera del
país que en el teatro donde éste está
labrando su segunda independencia, a las playas siempre
áridas del extrañamiento forzado. Más le
valdría caer, como el más oscuro de los soldados,
en los campos donde se está rehaciendo la patria.
Allí al menos le sería dable doblar la frente sobre
la tierra amada, y descansar acaso en la huesa común bajo
la sombra del pabellón cruzado. Pero el calvario de Duarte
no había aún concluido. Dos días
después de haber escrito aquella carta llega a sus manos
un ejemplar del «Diario de la Marina»,
periódico que sirve desde La Habana los intereses de la
monarquía española. En esta edición del
viejo diario cubano aparece un artículo en que se habla de
supuestas divergencias entre el Padre de la Patria y los jefes
del gobierno provisorio. La nueva infamia, inteligentemente
urdida por las autoridades peninsulares, temerosas del
ascendiente moral de Duarte sobre las conciencias dominicanas, no
obedecía únicamente al interés explicable de
los agentes de la monarquía de introducir la discordia en
las filas restauradoras. Mucho había de tendencioso en el
artículo del «Diario de la Marina», pero
también iba envuelto en el pasquín fabricado en
Santo Domingo, si bien difundido desde un periódico de La
Habana, algo que ya se respiraba en los pasillos del gobierno
provisional encabezado por Salcedo. Los jefes de la
Restauración, hombres salidos de las entrañas del
pueblo y forjados en un teatro guerrero incomparablemente
más heroico que el de la lucha contra Haití, no
podían ver con buenos ojos la presencia entre ellos de un
hombre en quien se personificaban los ideales civiles de la
República y en cuya fisonomía moral
aparecían tan enérgicamente simbolizadas las
instituciones.
Este prócer, a quien se creyó muerto y
sobre cuya cabeza había gravitado durante veinte
años la losa del olvido, no sería probablemente un
rival en la hora del triunfo, porque todos sus antecedentes lo
pintaban como un hombre de vocación civil que
carecía de ambiciones. Pero los caudillos que, como el
presidente Salcedo y sus compañeros de armas, han salido
del seno de la guerra y sienten sobre sí la influencia
avasalladora de esa potestad sanguinaria, son siempre esquivos y
se conducen aún en sus relaciones recíprocas, con
reservas y suspicacias. Los pueblos son versátiles y nadie
sabe si el día en que sea una realidad la victoria
conseguida merced a quienes la han hecho posible con su espada, y
no a quienes sólo la han anunciado con su voz ardiente y
profética, las multitudes vayan en busca de algún
santón civil para confiarle la dirección de la
República o se desvíen atemorizadas del
señorío militar para echarse en brazos de otro
señorío menos temible o menos
arbitrario.
En el fondo de todas las luchas patrióticas, en
el ambiente subterráneo de todas las revoluciones, suele
haber un sentimiento democrático que sale a flote en el
momento oportuno. Cuando se consumó la independencia de
1844, los promotores de ese ideal político, decididamente
adversos al predominio de la soldadesca, recurrieron a Duarte en
una tentativa para hacer prevalecer el sentido humano y civilista
que en un principio tuvo la causa nacional sobre el sentido
bárbaro y ferozmente caudillescos en que degeneró
con Santana. El Padre de la Patria penetró el sentido de
la especie difundida por la prensa de la monarquía
española. El libelo llenó su alma de amargura, y
despertó en él el recuerdo de los sucesos del 44,
cuando su nombre fue escogido para, cerrar el paso a una
dictadura de tipo reaccionario y sólo sirvió para
precipitar el asalto del ejército a las instituciones. Su
primera intención fue rasgar aquel pasquín
insidioso. Pero con ese golpe genial que tuvo para descubrir el
móvil de las acciones humanas, acertó a palpar
desde su lecho de enfermo las intrigas con que ya comenzaba a
hostilizarle el egoísmo de ciertos jefes restauradores.
Sin vacilar un minuto más, tomó una de aquellas
resoluciones tremendas que fueron siempre propias de su entereza
de carácter y de su conciencia abnegada: el 21 de abril,
esto es, un día después de haber leído el
artículo del «Diario de la Marina», dirige a
Espaillat una carta en que le participa su nueva decisión
de aceptar la misión diplomática que había
resuelto confiarle el Gobierno provisorio. Para que no se
atribuyera un fin menguado a su nueva actitud, ni pudiera ser
utilizada para especulaciones perjudiciales a la causa nacional,
concluye con esta afirmación categórica: «No
tomo esta resolución porque tema que el falaz articulista
logre el objeto de desunirnos, pues hartas pruebas de
estimación y aprecio me han dado y están dando el
Gobierno y cuantos jefes y oficiales he tenido la dicha de
conocer, sino porque es necesario parar con tiempo los golpes que
pueda dirigirnos el enemigo y neutralizar sus efectos.»
Espaillat, vocero del gobierno provisional, se apresura a dirigir
al Padre de la Patria, el 22 de abril, una nueva
comunicación donde confirma, a vueltas de muchas
reticencias y de sospechosas protestas de sinceridad, los
escrúpulos de Duarte. El vicepresidente interino, como
temeroso de que el apóstol pudiera arrepentirse de la
decisión ya adoptada, le informa que debe disponerse a
partir inmediatamente porque ya el Gobierno había mandado
«redactar los poderes necesarios para que mañana
quede usted enteramente despachado y pueda salir el mismo
día». La Administración General de Hacienda
del Gobierno provisional puso a disposición de Duarte la
suma de quinientos pesos en papel moneda, unidad que a la
sazón se cotizaba «al veinte por uno», y en el
mes de junio siguiente, salió el apóstol, investido
con el carácter de Ministro Plenipotenciario, para la
República de Haití, desde donde emprendió
viaje a fines de ese mismo mes con rumbo a Curazao. Durante la
travesía le acompañó el presentimiento de
que aquel había sido el adiós definitivo. Sus ojos
no volverían a contemplar las riberas nativas y aunque la
patria tornara a ser libre, para él permanecería
vedado su suelo, tierra por excelencia ingrata para quien en vida
le había sido fiel hasta el sacrificio y para quien ya
muerto la seguiría amando desde la altura de su
iluminación :visionaria. El 28 de junio se reunió
Duarte en Curazao con el señor Melitón Valverde,
investido también con la calidad de Ministro
Plenipotenciario y Agente Confidencial de la República
Dominicana cerca de los gobiernos de Venezuela, Perú y la
Nueva Granada. Saint Thomas era entonces punto de escala casi
ineludible para los viajeros que retornaban de Europa. y el
apóstol consideró necesario dirigirse a aquel
puerto con el fin de interesar en sus trabajos revolucionarios a
algunos personajes que debían, según sus noticias,
detenerse en la isla, antes de continuar viaje al continente. El
señor Melitón Valverde, provisto con cartas .de
Duarte para el presidente interino de Venezuela, general
Desiderio Frias, y para el general Manuel E. Bruzual, se
dirigió mientras tanto a Caracas. Pero la situación
de Venezuela, donde los golpes de cuartel hacen parte de la
actividad casi diaria y donde en el escenario. político
cambian continuamente los actores, ha sufrido modificaciones
importantes cuando Duarte llega algunas semanas después a
la ciudad del Ávila. El general Bruzual, «el soldado
sin miedo», ha sido encarcelado, y muchos de los
simpatizantes de la causa dominicana han perdido su anterior
ascendiente en las esferas oficiales. La torpeza del señor
Melitón Valverde, quien ha hecho demasiado públicas
sus funciones de agente confidencial, ha contribuido, por su
parte, a enrarecer el ambiente favorable que hasta hacía
algún tiempo prevalecía hacia los ideales de la
Restauración en el gobierno venezolano.
El apóstol comprende que es indispensable
proceder en lo adelante con un tacto exquisito. Los agentes de
España en Venezuela espían todos sus pasos y el
elemento oficial no desea autorizar acto alguno que pueda hacer
su conducta sospechosa. Duarte encuentra, sin embargo, el modo de
entrevistarse con el presidente Frías y le expone la
situación reinante en la República, en donde
la guerra se desenvuelve con perspectivas cada vez más
favorables para las armas dominicanas. El mandatario venezolano,
aunque se muestra convencido por las razones que Duarte invoca y
no oculta las impresiones dejadas en su ánimo por aquella
elocuencia llena de efusividad insinuante, aconseja prudencia al
apóstol y advierte que la ayuda prometida deberá
aplazarse tanto en vista de la crisis interna de Venezuela,
amenazada a la sazón por amagos revolucionarios, como por
la actitud recelosa en que se hallan las autoridades
españolas -Frías, por otra parte, ejerce el poder
provisionalmente y su misma situación personal le obliga a
proceder con extrema prudencia para que no se le pueda acusar de
haber creado al gobierno complicaciones internacionales. El medio
que se ofrece por el momento más expedito, es el de abrir
en Caracas una suscripción para recoger fondos en
favor de la causa dominicana. Duarte, quien tiene por costumbre
no recibir ni administrar el dinero que se recolecta para la
labor patriótica, encarga de esa misión al
señor Melitón Valverde. Mientras su
compañero de gestión diplomática se ocupa en
esos menesteres, el apóstol no desmaya un momento en su,
tarea de promover una ayuda verdaderamente eficaz por parte del
gobierno venezolano, el único que puede facilitarle los
medios para organizar una expedición que se dirija con
pertrechos abundantes a los puertos de la República
controlados por las fuerzas revolucionarias.
El 25 de noviembre visita con ese fin al general
Falcón, presidente titular de Venezuela, quien tantea
desde Coro la situación política. Más de un
mes permanece Duarte allí en espera de la ayuda que le
promete de nuevo el mariscal venezolano. Por fin, el 3 de enero
de 1865, Falcón despide al prócer, en presencia del
vicepresidente de la República, con las siguientes
palabras: «Vaya usted con el general, y le aseguro que
quedará complacido, pues él lleva mis
órdenes.» Ya en Caracas, para donde Duarte sale ese
mismo día, el vicepresidente se limita a poner a
disposición del prócer dominicano la suma de
trescientos pesos sencillos, limosna irritante con que se quiso
dar un corte definitivo a las conversaciones del apóstol
con las autoridades venezolanas. El fracaso de las gestiones
diplomáticas confiadas al Padre de la Patria se
debió en gran medida a la falta de tacto con que
actuó el Gobierno Provisorio. El deseo de obtener un
reconocimiento precipitado, con el propósito de que el
Gobierno de Isabel II se decidiera a ordenar la
desocupación de Santo Domingo, objeto desde fines de 1864
de negociaciones encaminadas por conducto de Haití, indujo
a los directores del movimiento restaurador a enviar a Venezuela,
con el carácter también de Ministro
Plenipotenciario y Agente Confidencial, al general Candelario
Oquendo, hombre de escasa inteligencia que cumplió su
misión sin la delicadeza necesaria. Las torpezas cometidas
por Melitón Valverde, quien desde que llegó a
Caracas en los primeros meses de 1864 procedió en forma
que desagradó al Gobierno de Venezuela y que atrajo la
atención de los representantes oficiosos de la
monarquía, se agravaron con las que a su vez hizo el
comandante Oquendo, persona que además resultaba poco
simpática al presidente Falcón por haber figurado
hasta hacía poco en el bando de sus opositores.
El 5 de enero> recién llegado a la
capital venezolana después de su viaje a Coro, Duarte se
dirige en los siguientes términos al Gobernador
Provisorio: «Me parece conveniente advertir al Gobierno que
no se empeñe en mandar nuevos comisionados para este
asunto, puesto que, sin presunción puedo decirlo, yo me
basto para el caso. No hay necesidad de hacer gastos
inútiles, sobre entorpecer las negociaciones que de
antemano tenía yo tan bien preparadas.» Los agentes
de la monarquía conspiraban sin descanso, por otro lado,
contra las negociaciones dirigidas por Duarte. Casi toda la
prensa extranjera, influida por la propaganda de los
representantes españoles, difundía la especie de
que en Santo Domingo, antes que una verdadera lucha en favor de
la independencia nacional, lo que existía era una
discordia de carácter civil entre una parte del pueblo,
adicta al ideal utópico de los trinitarios que abogaban
por el restablecimiento de la soberanía en una forma
absoluta, y una gran mayoría de anexionistas que militaban
en diversos partidos: mientras los unos apoyaban la
reincorporación a España, otros se decidían
por un pacto con los Estados Unidos o por un concierto con
Francia. Dentro de esta atmósfera trabaja Duarte sin
descanso para lograr el reconocimiento de la República por
parte del Gobierno de Venezuela, o para obtener en dinero y en
pertrechos de guerra la ayuda que hace -falta a sus compatriotas
para decidir en favor de la libertad la lucha iniciada en
Capotillo- Con el comandante Oquendo, a quien el 8 de marzo
despide para Santo Domingo, envía al Gobierno Provisorio
una larga exposición en que le da cuenta, con honda
amargura, de la actitud final del presidente Falcón y de
la situación de Venezuela, desgarrada entonces por sordas
disensiones internas. «El general instruirá a usted
-dice al Ministro de Relaciones del gobierno presidido por Gaspar
Polanco- de los pormenores de esta farsa y de los personajes que
juegan en ella el principal papel. El dirá a usted que
Venezuela no tiene nada que envidiarle a Santo Domingo en cuanto
a intervenciones, a anexionismo, a traiciones, a divisiones, a
ansiedades, a dudas, a vacilaciones, y en cuanto a malestar, en
fin, de todo género.» Mientras desempeña con
celosa actividad sus funciones de agente diplomático,
Duarte vigila desde el exterior los acontecimientos que se
desarrollan en su país nativo. Sus comunicaciones
oficiales están llenas de enérgicas advertencias
dirigidas al Gobierno Provisorio. Al dar respuesta al oficio en
que se le participa el nombramiento de Gaspar Polanco como
Presidente Provisional, asiente al criterio de las nuevas
autoridades sobre la conveniencia de que se escarmiente con
energía a los traidores, pero inmediatamente le hace al
nuevo mandatario esta admonición generosa: «El
gobierno debe mostrarse justo en las presentes circunstancias, o
no tendremos patria.»
Cuando contesta la comunicación del 10 de
diciembre, en la cual el gobierno provisorio le anuncia que el
general Geffrard, a la sazón presidente de Haití,
interviene como mediador en las negociaciones relativas a la paz
con España, no oculta su asombro por la clase de
intermediario escogido para misión tan delicada: «
¡ Quiera Dios que estas paces y estas intervenciones no
terminen (cual lo temo, y tengo más de un motivo para
ello) en guerras y en desastres para nosotros, o mejor
diré, para todos!» En la carta dirigida a Teodoro
Heneken, Ministro de Relaciones Exteriores del nuevo Gobierno, el
día 7 de marzo de 1865, subraya con singular
energía las ideas que sostuvo durante toda su vida contra
cualquier cesión total o parcial del territorio
dominicano: «Si me pronuncié dominicano
independiente, desde el 16 de julio de 1838..-, si
después, en el año 44, me pronuncié contra
el protectorado francés…; y si después de veinte
años de ausencia he vuelto espontáneamente a mi
patria para protestar con las armas en la mano contra la
anexión a España, llevada a cabo a despecho del
voto nacional…, no es de esperarse que yo deje de protestar (y
conmigo todo buen dominicano), cual protesto ahora y
protestaré siempre, no digo sólo contra la
anexión de mi patria a los Estados Unidos, sino a
cualquier otra potencia de la tierra, y al mismo tiempo contra
cualquier tratado que pueda menoscabar en lo más
mínimo nuestra independencia nacional, y cercenar nuestro
territorio o cualquiera de los derechos del pueblo
dominicano.» En esta misma comunicación, especie de
testamento político del Padre de la Patria, advierte al
Gobierno Provisorio sobre cuál sería su actitud en
caso de que las negociaciones en curso lesionaran en alguna forma
la independencia dominicana: «Por desesperada que sea la
causa de mi Patria, siempre será la causa del honor y
siempre estaré dispuesto a honrar su enseña con mi
sangre.» En la respuesta a la nota del Gobierno Provisorio
distinguida con el número 37, intercala
estas palabras que resumen su historia y su programa:
«Usted desengáñese, señor Ministro,
nuestra patria ha de ser libre e independiente de toda potencia
extranjera, o se hundirá la isla.» La última
gestión diplomática de Duarte parece haber
consistido en la labor que realizó para obtener que el
segundo Congreso Interamericano de Lima, convocado para reunirse
en la capital del Perú en 1864, adoptara alguna medida en
favor de la República Dominicana.
El apóstol visitó varias veces, con este
propósito, al agente consular del Perú en la ciudad
de Caracas . La circunstancia de no habérsele provisto a
tiempo de los poderes indispensables para negociar como Agente
Diplomático del Gobierno Provisorio, ya que con la
destitución de Salcedo perdieron todo valor las
credenciales expedidas en Santiago en abril de 1864, no le
permitió actuar en este caso con la eficacia y la rapidez
necesarias. Aunque uno de los motivos que sirvieron de pretexto a
su convocación fue precisamente la actitud de
España en Santo Domingo y la ocupación de las islas
Chinchas en perjuicio de la soberanía peruana, el Congreso
de Lima se limitó a votar dos proyectos de acuerdo sobre
«unión y alianza» y sobre «mantenimiento
de la paz», expresiones todavía platónicas de
la conciencia jurídica y del sentimiento ya naciente de la
solidaridad de las naciones latinoamericanas. Del reconocimiento
de la República Dominicana se habló menos en aquel
torneo oratorio que de la política expansionista de los
Estados Unidos y de la intervención francesa en
México para establecer en tierra azteca el imperio de
Maximiliano de Hasburgo. Las últimas cartas que
Duarte recibe del Gobierno Provisorio respiran mucho optimismo
con respecto a las negociaciones para el abandono del
territorio nacional por los ejércitos de España.
Pero las noticias le llegan con un retraso de varios meses, y a
menudo sus respuestas a los oficios que se le dirigen contienen
largas reflexiones sobre hechos que ya han sufrido, cuando
él escribe, modificaciones de no poca significación
bajo el imperio de circunstancias esencialmente cambiantes.
Cuando envía la carta del 7 de marzo de 1865, ignora
aún la nueva política iniciada hacia Santo Domingo
por el proyecto de ley que el 7 de enero de ese mismo año
fue presentado a las Cortes sobre el abandono de la isla por la
monarquía española. Convencido de que España
no soltaría voluntariamente su presa, previene
todavía al Gobierno Provisorio contra los rumores de
desocupación, aparentemente difundidos con el
propósito de «adormecer a los dominicanos», y
excita a sus compatriotas a mantener sin desmayo la guerra y a
prepararse para hacer frente a un nuevo ejército
expedicionario que se organiza en la Península, de acuerdo
con los consejos de La Gándara y del general Dulce, para
caer repentinamente por tres sitios distintos sobre el territorio
dominado por las fuerzas restauradoras.
La evacuación del territorio nacional el 12 de
julio de 1865 sorprende a Duarte, que ignora hasta qué
punto han influido en esa decisión circunstancias de orden
económico más bien que consideraciones de
carácter político o moral: la guerra de Santo
Domingo se había convertido en una fuente de erogaciones
para la monarquía y el propio general Narváez
había aconsejado la desocupación porque esa lucha
innecesaria «consumía los pingües rendimientos
de todas las posesiones ultramarinas». Con la
reincorporación de Santo Domingo, los monárquicos
españoles creyeron levantar en América el prestigio
de la Madre Patria como potencia colonial. Pero como el
movimiento contra la anexión había cobrado en pocos
días una fuerza inusitada, y como para debelar esa
reacción patriótica hubiera sido necesario el
envío de un ejército numeroso, capaz de consumir
por sí solo todas las rentas que España
extraía de sus colonias, se juzgó prudente
abandonar a su suerte al pueblo dominicano, recogido en 1861 en
la agonía, pero resuelto a no permanecer bajo la
dominación española, según lo expresaron las
propias Cortes, por ser adicto con exceso a su independencia y a
«los hábitos engendrados por muchos años de
existencia aventurera» Tardíamente llegó
también al conocimiento de Duarte la noticia de la muerte
casi súbita del general Pedro Santana, Abrumado por el
fracaso de su obra, y objeto de incontenible aversión
tanto para los dominicanos, a quienes había reducido de
nuevo a la servidumbre, como para los propios españoles, a
los cuales disgustó con su altanería, impropia de
un esclavo que había solicitado para sí mismo los
hierros de la esclavitud, el sedicente Marqués de las
Carreras bajó a la tumba víctima de un malestar
desconocido, el día 14 de junio de 1864. Cuando
cerró los ojos, acosado por los remordimientos, la
victoria de la Patria, triunfante en todos los campos de batalla,
parecía ya asegurada. La Providencia, cuyos castigos
tardan a veces pero no dejan nunca de cumplirse con el rigor de
una sentencia infalible, cobró con creces al
déspota las injusticias de que hizo víctima a
Duarte; perseguido por los mismos españoles, a quienes
vendió la República, el verdugo del Padre de la
Patria murió como Diómedes, devorado por los mismos
caballos a los cuales enseñó a comer carne humana
Pero juntamente con el eco de los triunfos de las armas de la
Restauración, y con los detalles sobre el fin desastroso y
dramático del general Santana, llegaron a Caracas otras
noticias poco tranquilizadoras . Primero que de las versiones
relativas a un posible abandono del territorio dominicano por las
tropas del general La Gándara, se enteró Duarte de
las discordias que, mucho tiempo antes de que volviera a
conquistar plenamente su autonomía, desgarraban al
país, dividido ya en numerosas banderías que se
disputaban el privilegio de mandar sobre un suelo todavía
en gran parte dominado por un ejército
extranjero.
Gaspar Polanco, caudillo de un motín contra el
jefe del primer Gobierno Provisorio, había manchado el
ideal democrático de la Restauración con la sangre
de Salcedo. Tomando como pretexto la inmolación de este
soldado, otros capitanes gloriosos, con las carnes todavía
cruzadas por las heridas de la guerra contra España,
depusieron a Polanco y formaron un triunvirato que intentó
inútilmente borrar con la elección de Pimentel el
origen espurio que tuvo esa reacción en los campos de
«El Duro» y de «La Magdalena». Cuando las
fuerzas españolas abandonaron al fin, el 11 de julio de
1865, el territorio dominicano, la violencia revolucionaria se
desató sobre el país con energía salvaje.
Los soldados que se agruparon en torno a los pabellones de la
Restauración para formar, gracias al patriotismo que
obró sobre ellos como una poderosa fuerza de
cohesión, una especie de familia guerrera, desunida
sólo por discordias transitorias, se transformaron al
día siguiente de restablecida la soberanía en
mesnadas sanguinarias que se combatieron con saña bajo la
autoridad de caudillos ignorantes y ambiciosos. Duarte espera en
vano en el ostracismo que el país, escarmentado por la
anexión, inicie una era de normalidad civil y de
convivencia democrática. Como en 1844, se promete a
sí mismo no retornar a la República mientras en
ella subsista el imperio de la violencia fratricida. Nada le
apartará de su decisión, sostenida con aquella
portentosa cantidad de energía moral que puso siempre en
sus resoluciones. Terminada su misión diplomática
con el triunfo de la Restauración, el apóstol se
refugia en la soledad, y otra vez vuelve a caer el olvido sobre
su nombre y sobre su memoria. Pocos son los que en el
país, entregado a la orgía revolucionaria,
recuerdan a este mártir condenado a devorar en suelo
extraño las amarguras de su proscripción
voluntaria. Sólo el 19 de febrero de 1875, el presidente
González, ilusionado con el minuto de paz que el
país disfruta después del azaroso período de
«los seis años», concibe la idea de llamar al
ausente al seno de la Patria. «La situación del
país -escribe en esa ocasión el general Ignacio
María González al apóstol- es por
demás satisfactoria. Debemos confiar en que esa
situación se consolidará cada día más
y en que ha sonado ya la hora del progreso para este pueblo tan
heroico como desgraciado. Mi deseo -concluye- es que usted vuelva
a la Patria, al seno de las numerosas afecciones que tiene en
ella, a prestarle el contingente de sus importantes conocimientos
y el sello honroso de su presencia» La carta del presidente
González no despertó sino una débil
esperanza en el espíritu de Duarte. Como la anexión
fue en gran parte una consecuencia de las divergencias provocadas
por la ambición de mando y como muchos de los partidarios
más acérrimos de esa medida antipatriótica
la aceptaron sólo con el propósito de poner fin a
tantas discordias y de brindar al pueblo la oportunidad de
reemprender una nueva etapa en su existencia convulsiva, por un
instante creyó el proscrito en la enmienda de sus
conciudadanos y en la cordura de sus directores políticos.
La duda, sin embargo, se interpuso entonces como en 1844, en el
camino del apóstol, y lo obligó a contener sus
deseos de retornar a la Patria y de prepararse a morir
tranquilamente en su seno. Duarte había visto, en efecto,
a la ambición asomar en las filas de los restauradores,
más preocupados muchas veces de su propia hegemonía
que del bien del país y de su suerte futura. Muy pocos de
aquellos hombres, formados en el heroísmo salvaje de los
cantones, eran capaces de un sacrificio de carácter
civil> aunque todos morirían por la libertad de la
patria y serían capaces del mayor de los holocaustos en el
campo de la acción libertadora. El apóstol
decidió, pues, continuar en Caracas, lejos de la feria
política en que otros empequeñecían los
laureles conquistados en la lucha reciente contra los
dominadores. No transcurrió un año antes de que se
realizaran sus temores. González, caudillo de la
revolución del 25 de noviembre, fue acusado el 31 de enero
de 1876 por la Liga de la Paz de ineptitud en el ejercicio de sus
funciones, y la guerra civil fue esgrimida como una razón
suprema por aquel bando amenazante. Si Duarte hubiese sobrevivido
mucho tiempo a aquel nuevo desastre, hubiera presenciado
también, desde el ostracismo, la caída de
Espaillat, sucesor de González, cuyo ensayo de gobierno
democrático demostró que el país
debía pasar fatalmente por un largo proceso de
descomposición y de anarquía antes de que le fuera
posible entrar en el régimen de las
instituciones.
Los últimos años de su vida los pasa
Duarte agobiado por las privaciones materiales. Su salud, minada
primero por el clima de las zonas húmedas en que
residió a orillas del Orinoco, y luego por la escasez en
que se ve obligado a vivir en la ciudad de Caracas, decae
rápidamente y todo su organismo se abate debilitado por
una vejez prematura. Su constitución había sido
siempre delicada y su vida, hasta muy entrada la adolescencia se
había mantenido gracias a los cuidados de sus progenitores
– Pero ahora su salud es más precaria que nunca y todo
anuncia en él un fin cercano. A esas condiciones
físicas deplorables se suman, a lo largo de estos
últimos años, los sufrimientos morales: en primer
término, las noticias cada vez más desconsoladoras
que recibe de la Patria y el temor de que su obra sea destruida o
malograda; y luego, la tragedia que le acompaña en su vida
íntima, donde ni siquiera disfruta del placer puramente
espiritual de poder entregarse a escribir la historia de la
creación de la República y de los sucesos en que le
tocó intervenir en forma decisiva. Todos sus papeles,
reunidos al través de muchos años, en donde
narró los acontecimientos que precedieron a su destierro
en 1844, fueron entregados al fuego por su tío Mariano
Díez, temeroso de que cayeran en poder de los enemigos del
proscrito, y aun sus impresiones de viajero que erró
durante doce años por los parajes más intrincados
de Venezuela, desaparecieron a manos de personas inescrupulosas.
Los días transcurren, pues, para el apóstol en
medio de una tristeza agotadora. El mal estado de su salud lo
obliga a compartir el escasísimo pan que obtienen sus
hermanas a costa de conmovedores sacrificios Los achaques
físicos y los eclipses que a veces oscurecen su
inteligencia lo han convertido poco a poco, con dolor de su
dignidad humillada, en una carga agobiante para los seres a
quienes más desearía auxiliar en las estrecheces
del extrañamiento prolongado. Su vida enteramente
inútil se consume en una larguísima agonía.
Durante estos años en que la miseria le aprieta cada vez
con más violencia, y en que le abandona toda esperanza,
excepto aquella que recibe de Dios, sólo le sostienen su
fe y su educación profundamente religiosa. En 1875, pocos
días después de recibir la carta en que el
presidente González lo llama al país para que lo
honre «con el sello de su presencia», sus dolencias
se recrudecen y lo reducen al lecho durante meses enteros. Su
pudor no le permite recurrir en este trance definitivo al
gobierno de su Patria en solicitud de ayuda para su ancianidad
desvalida. Sólo un oscuro amigo residente en Caracas, el
señor Marcos A. Guzmán, acude de cuando en cuando
en auxilio de las hermanas de Duarte, materialmente
imposibilitadas para adquirir las medicinas que exigen los
padecimientos del apóstol, llegado ya a los peores
extremos de la indigencia. Rosa y Francisca, para quienes el
hermano superviviente representa la única ilusión
que les acompaña en el destierro, reciben hasta
seiscientos pesos sencillos que a titulo de préstamo les
suministra poco a poco aquella mano caritativa. Pero la
enfermedad sigue su curso y continúa haciendo progresos en
el organismo ya gastado. En los primeros días del mes de
julio de 1876, el médico que visita casi diariamente al
enfermo transmite a las hermanas impresiones poco alentadoras. La
vida de Duarte está ya próxima a extinguirse. -Su
cuerpo envejecido desaparece casi en el lecho. La frente ancha y
pálida, golpeada por la fiebre, es lo único que
surge de entre las sábanas raídas con su antiguo
sello de dignidad ceremoniosa. Por fin, el 15 de julio, el
prócer entrega su alma a Dios en una humildísima
casa de la calle donde nació el libertador Simón
Bolívar, después de haber recibido los auxilios
espirituales de manos del cura de la vecina parroquia de Santa
Rosalía. Su muerte fue como su vida: un acto de sublime
resignación y de mansedumbre cristiana. En tierra
extraña descansaron sus huesos hasta el año 1884,
en que fueron trasladados por disposición del Ayuntamiento
de Santo Domingo al suelo de. donde un día le echaron sin
consideración alguna ni a su proceridad ni a su
inocencia.
Cuando cerró los ojos, la muerte sólo
debió de hallar un gesto de dulzura en aquellos labios,
donde el acíbar y el despecho hubieran podido manifestarse
con las crueles, pero justas palabras de Escipión:
«Ingrata patria: no poseerás mis huesos.»
Padre de la Patria fue una conciencia seducida por la figura de
Cristo y hecha a imagen de la de aquel sublime redentor de la
familia humana. Duarte fue, como Jesús, eternamente
niño, y conservó la pureza de su alma
cubriéndola con una virginidad sagrada. Tuvo en su
juventud una novia, a la que quiso con ternura, pero que
murió soñando con su noche de bodas y suspirando
por su guirnalda de azahares. Rico y de figura varonilmente
hermosa, pudo haber sido amado de las mujeres y haber vivido
feliz y adulado en medio de los hombres; pero como Jesús,
hijo de Dios, que nunca llevó mantos de púrpura ni
se cortó la cabellera, que no sentó a los poderosos
a su mesa ni conoció a mujer alguna, Duarte huyó de
los lugares donde la vida es alegría y festín para
ofrecer a la" Patria su fortuna y para morir como el
último de los mortales en medio de la desnudez y la
pobreza. Para encontrar una austeridad comparable a la de Duarte,
sería menester recurrir a la historia de los santos y de
otras criaturas bienaventuradas. Si la santidad consiste en ser
virtuoso, en despreciar las riquezas y en ser insensible a los
honores, en ser superior al odio y superior a la maldad, en
elevarse, en fin, sobre todo lo que se halle tocado con fango de
la tierra, nadie fue entonces más santo que Duarte ni
más digno que él de la corona de los predestinados.
Su inocencia fue verdaderamente sacerdotal y su pulcritud
sobrehumana. Entre los que codiciaron el mando, entre los que
sostuvieron impávidos en sus manos los hierros de la
venganza, y entre los que olvidaron la Patria para pensar
únicamente en sí mismos, el fundador de la
República pasa como una columna señera,
empequeñeciendo a sus verdugos y desarmando a sus
adversarios con la autoridad propia de la pureza.
Lo que es grande en Duarte no es únicamente el
patriota, el servidor abnegado de la República, sino
también el hombre; y acaso es más digno de
admiración que como prócer, como ser excepcional,
como criatura de Dios, como figura humana. No fue un personaje
común, no fue un varón cualquiera, este hombre casi
extraterreno que vivió como un santo, que murió con
la dignidad de un patriarca, y que entró en la
política y salió de ella como un copo de nieve.
Para parecerse más a los santos, a aquellos santos
acartonados y secos que se retiraban al desierto para aislarse de
todo comercio con el mundo, Duarte huye durante más de
diecisiete años a las soledades del Río Negro, a un
sitio casi inaccesible en donde se interponían entre
él y el resto de los hombres las fieras con sus aullidos y
las selvas de Venezuela y del Brasil con sus impenetrables
pirámides de verdura. Pero hasta allí llegó
aquel hombre inocente precedido por la fama de sus virtudes como
llegaba Jesús a las aldeas de los pescadores precedido por
la fama de sus milagros. Duarte hablaba algunas veces como
Jesús y muchas de sus sentencias parecen pronunciadas
desde una montaña de la Biblia. En sus manifiestos
políticos, aunque llenos muchas veces de conceptos poco
originales, surge de improviso alguna frase con sabor a
parábola, o asoma uno de aquellos pensamientos que
sólo suelen brotar de los labios de esos hombres
purísimos que llevan a Dios en las entrañas
iluminadas. Todo lo que salió de esa garganta semidivina,
todo lo que vibró en esa voz semisagrada, nos deja en el
alma una impresión de albura y de limpieza. Así
como Jesús había dicho a todos los hombres, a los
pescadores humildes y a los escribas mercenarios, «amaos
los unos a los otros», el Padre de la Patria se dirige a
sus conciudadanos para hacerles esta exhortación
angustiosa: «Sed unidos, y así apagaréis la
tea de la discordia.» Cuando habla a sus compatriotas para
pedirles que lo exoneren del mando que quieren ofrecerle, les
dice: «Sed justos lo primero, si queréis ser
felices», y a sus discípulos los envía a
repartir la semilla de la libertad con las mismas palabras con
que Jesús encarecía a sus apóstoles que
fueran a predicar la nueva doctrina a las tierras dominadas por
los infieles: «Os envío como ovejas en medio de los
lobos.» A sus hermanos y a su madre valetudinana los invita
con voz inexorable al sacrificio: «Entregad a la patria
todo lo que habéis heredado. » Y a los que quieren
seguir su causa, a sus discípulos más amados les
habla con igual calor de la renuncia a los bienes de fortuna:
«Juro por mi honor y mi conciencia… cooperar con mis
bienes a la separación definitiva del gobierno haitiano y
a implantar una república libre.» Jesús
también había pedido esa suprema
renunciación a los hombres: «Porque hay más
dicha en dar que en recibir.» Después de haberlo
entregado todo, el almacén heredado y la casa solariega,
el pan de los suyos y el vino y el agua de su propia mesa, Duarte
no abrió siquiera los labios para afear a quienes lo
inmolaron su ingratitud por haberle negado hasta el derecho de
morir en la patria y de recoger en su suelo una piedra donde
reposar la cabeza. Su único consuelo, si acaso hubo alguno
para ese ser abnegado, fueron aquellas palabras divinas
leídas por él en las Escrituras, su libro de
cabecera: «Mas se te retribuirá en la
resurrección de los justos.» Si Duarte es grande
como patriota capaz de todos los sacrificios, como hombre capaz
de todas las purezas, todavía es más grande como
«varón de dolores». Ninguna crueldad fue
omitida por los tiranos sin entrañas que prepararon la
inmolación de este inocente. Nadie lo oyó, sin
embargo, emitir una protesta o exhalar una queja. Los
fríos que padeció como desterrado en Hamburgo, y
las amarguras que devoró como proscrito en las soledades
de Río Negro, no fueron capaces de abatir su fortaleza
para el sufrimiento ni de hacer brotar el rencor o la
cizaña en su conciencia abnegada.
Nada faltó, sin embargo, a su viacrucis, ni
siquiera la befa de sus enemigos que lo tildaron de
«filorio», esto es, de tonto, de cándido, de
iluso. Aunque ese calificativo lo honra como honró a
Jesús el cartel que mandó poner Pilatos sobre el
madero de la crucifixión (Jesús Nazareno, Rey de
los Judíos, J. 19-19), prueba por sí solo lo puro
que era aquel visionario cuando su idealismo fue considerado por
sus detractores como el único inri que podía
estamparse sobre su frente sin pecado. Si los verdugos de Duarte
hubieran asistido a sus últimos instantes, cuando el justo
se tendió en el lecho para dormir al lado de la muerte,
esos verdugos sin entrañas hubieran podido escuchar en sus
labios las mismas palabras que un día oyeron aterrados los
que pusieron a su Señor en un leño de ignominia y
después se repartieron sus vestidos: «Padre,
perdónalos.» Todos los hijos de doña
Manuela Diez y de Juan José Duarte se hallan dotados de
una emotividad que enternece. Casi todos nacen con una marcada
inclinación al misticismo, y sus sentimientos, en las
distintas esferas donde actúan, son generalmente
extremados. Cierta sensibilidad enfermiza, muy pronunciada en
todos los miembros de esta familia, preside sus actos y
rodea a veces sus acciones más sencillas de un sentido
impenetrable.
La reacción espiritual de cada uno de los Duarte
frente a los acontecimientos que se registran en su vida, se
produce sin violencia, pero de manera que espanta y conmueve al
propio tiempo, por el grado de intensidad que alcanzan en sus
temperamentos esas crisis afectivas. Sandalia, la menor de las
hermanas de Juan Pablo Duarte, es raptada en plena adolescencia
por un bergantín de corsarios norteamericanos: es tan
tremendo el estupor que el hecho engendra en aquella sensibilidad
virginal, que la pobre niña no puede sobrevivir al ultraje
que recibe y muere poco después consumida por indomable
tristeza. Manuel, el más joven de los hermanos,
profundamente conmovido por la iniquidad de Santana que lo
condena juntamente con su madre y sus hermanas al destierro,
pierde la razón y queda desde el mismo día en que
se le notifica la orden de extrañamiento sumido en una
especie de locura ensimismada. Cuando Tomás de la Concha
es conducido al patíbulo juntamente con Antonio
Duvergé y las demás victimas del 11 de abril, Rosa
Duarte, quien ama desde la niñez al joven trinitario, hace
voto de castidad y continúa queriendo hasta más
allá de la muerte al prometido, cuyo recuerdo vive desde
entonces en el corazón de la novia como la imagen del amor
inolvidable. En la vida del fundador de la República, tal
vez el más sano y varonil de estos seres de naturaleza
apasionada, abundan también las actitudes que se llevan
hasta los últimos límites de la abnegación
con energía aterradora. Los veinte años que pasa
sepultado en el Apure o errante por las selvas del Orinoco,
bastan por sí solos para poner de manifiesto hasta
qué punto llevó este visionario su desdén
del mundo y su desprecio de las glorias humanas. No es de seres
comunes esta emotividad caudalosa. Algo extraordinario
debió de haber puesto la naturaleza en esos temperamentos
virginalmente sensibles. Los mismos amigos que conocieron
íntimamente a Juan Pablo Duarte y a sus hermanos, se
sintieron muchas veces temerosos de que la sensibilidad que cada
uno de ellos poseía como un don del cielo, los pudiese
arrastrar a decisiones desesperadas. El día 25 de
diciembre de 1845, el Padre de la Patria recibe desde
Cumaná una carta donde Juan Isidro Pérez le ruega,
con acento patético, que no se deje matar en el destierro
por la inanición y la melancolía:
«Vive, Juan Pablo, y gloríate
en tu ostracismo y que se
gloríe tu santa madre y
toda tu honorable familia… Mándame a decir,
por Dios, que no se morirán ustedes de inanición-
mándamelo a asegurar porque esa idea me destruye…
» Sabía Juan Isidro Pérez, amigo del fundador
de «La Trinitaria» desde los días de la
infancia, que Duarte era capaz de adoptar toda clase de
resoluciones extremas: la de no probar alimento como protesta
contra la vejación que en su persona se hacía a la
virtud y a la inocencia, la de dejarse invadir en tierra
extraña por una tribulación excesiva, o la de
entregarse poco a poco a la muerte como quien pierde la voluntad
de vivir sea por horror a la maldad de los hombres, o sea por
deseo de sustraerse a la abyección cotidiana. La
sensibilidad excesiva se encuentra en Duarte y en sus hermanos
combinada con una incontenible tendencia al misticismo. El Padre
de la Patria nació con vocación para santo. Los
veinte años que pasó recluido en el desierto como
un monje en su celda, el calor apostólico que puso en sus
palabras y en sus actos, su imperio sobre sí y sobre sus
apetitos más naturales; su desprecio por el poder,
pasión de demagogo vulgar o de político ambicioso;
su sentido abnegado del patriotismo, fuerza que actúa
sobre él como una especie de exaltación religiosa;
sus concepciones políticas, influidas por el Cristianismo
hasta el extremo de que la cruz, símbolo de amor y emblema
de concordia, preside los colores de la bandera con que dota a la
República; la fe con que sostiene sus ideas y otras muchas
circunstancias de la misma índole, manifiestas tanto en su
obra como en su propia vida, demuestran que hubo en el alma de
Duarte algo que identifica al hombre de acción con San
Francisco de Asís o con cualquiera otra de esas
criaturas bienaventuradas que la Iglesia ofrece a nuestra
veneración en los altares. Es indudable que el santo
convertido por el patriotismo en un héroe capaz no
sólo de acciones abnegadas, sino también de
actitudes sublimes y de lances intrépidos, dispuso de la
energía necesaria para organizar y dirigir sus milicias
con el sentido épico y con el entusiasmo férreo con
que formó las suyas San Ignacio de Loyola. «La
Trinitaria» fue en realidad una especie de
«Compañía de Jesús», donde los
admitidos debían actuar como soldados, prestos a morir por
su idea y a participar con un invencible espíritu de
sacrificio en las controversias humanas. Pero por debajo del
combatiente, del soldado de una causa sagrada, capaz de entrar
con corazón indómito en la arena de los combates,
existió en Duarte el ángel incorruptible, el ser
infinitamente diáfano en quien el estiércol humano
se convierte en algo tan puro como el éter ligero. Si
Duarte no ingresó al sacerdocio fue, sin duda, porque se
lo impidió su obsesión patriótica. Perdido
en las selvas de Río Negro e incomunicado en el Apure de
toda relación con el mundo, piensa noche y día en
su país y se resiste a incorporarse a una orden religiosa,
no obstante el atractivo que sobre él ejerce la
vocación sacerdotal, porque lo detiene el presentimiento
de que la República seria nuevamente víctima de la
codicia extranjera. Pero la actitud que adopta en el momento
decisivo de su existencia es la única que hasta cierto
punto concilia las dos tendencias poderosas que obran sobre su
espíritu: la que lo inclina al apostolado
patriótico y la que lo llama insistentemente a los
altares.
El aislamiento a que se condena en el desierto le
permite sustraerse a las vanidades de la vida y disfrutar en la
soledad de los placeres de la meditación religiosa; y el
destierro prolongado que se impone a sí mismo lo preserva
del contagio político y le ofrece a la vez la oportunidad
de contemplar, desde playas distantes y serenas, el desconsolador
espectáculo de sus conciudadanos que viven en la discordia
y contribuyen con sus rencillas a retardar la entrada del
país en el régimen de las instituciones.
Dos actitudes más pueden aún
señalarse como testimonio de que el Padre de la Patria fue
un místico en quien el sentimiento de algo superior se
manifiesta de un modo extraordinario: su espíritu de
resignación y la fuerza que puso en sus resoluciones.
Perseguido por la fatalidad, echado como un vulgar malhechor de
su país, errante en las selvas o solitario en medio de los
hombres, pobre hasta carecer de lo más indispensable;
privado del abrigo de un hogar y de los afectos más
ele-mentales, como el de la mujer o el del hijo, no doblega la
cabeza ante el infortunio ni se le ve adoptar jamás una
actitud destemplada. La resignación, una
resignación verdaderamente heroica, es lo que caracteriza
a este Job del patriotismo, para quien el destino parece haber
cambiado el orden de sus leyes, pero quien en medio de su
estercolero mantuvo intacta la niñez de su espíritu
y conservó la virginidad de su ilusión que
poseyó la virtud de ser interminable como la vida y eterna
como la esperanza. No menos grande fue la energía moral
con que Duarte mantuvo sus propósitos. Proscrito por
Santana en 1844, se propuso permanecer alejado del país
mientras las furias del odio y de la discordia imperaran sobre su
tierra nativa.
Durante veinte años mantuvo sin flaquear esa
consigna y ni la pobreza ni la necesidad de reposo físico
que experimentó en el desierto, donde la salud
empezó a abandonarlo, fueron parte para reducirlo a
quebrantar esa resolución que hubiera arredrado a
cualquier otro hombre de naturaleza más débil o de
voluntad menos aguerrida. Agréguese aún, si se
quiere completar la fisonomía de esta personalidad
extraordinaria, el don profético que
acompañó desde la juventud al Padre de la Patria.
Los hombres que creen con exaltación en sus ideas,
aquellos a quienes acompaña una fe ilimitada y profesan
sus ideales con una especie de idolatría supersticiosa,
son precisamente los que suelen poseer un sentido de
adivinación más certero. El misticismo de estos
seres extraños, dotados de una facultad de videncia de que
carece el común de los mortales, se manifiesta muchas
veces por un don de segunda vista que les permite adelantarse a
las realidades inmediatas. Llamados por la naturaleza a
participar, gracias a su instinto adivinatorio o a su fe
desorbitada, de uno de los privilegios característicos de
los dioses, tales hombres creen cuando en torno suyo la esperanza
ajena vacila o se desploma; afirman, cuando los demás se
desconciertan en un laberinto de dudas y de contradicciones; se
anticipan, en fin, a los acontecimientos, y presienten que la
utopía de hoy será la realidad de mañana.
Duarte poseyó en gran medida esa facultad extraordinaria.
Creyó en la Patria, y el día en que era mayor la
incertidumbre reinante sobre su porvenir, todavía incierto
y oscuro, hizo alarde de su fe en una nacionalidad imperecedera y
mostró hecho carne a sus conciudadanos atónitos el
sueño de la independencia absoluta. Pero Duarte fue un
espíritu lleno de madurez y de equilibrio no obstante
haber poseído una sensibilidad desmesurada. Los actos que
realiza, en los momentos críticos de su existencia, no son
en él indicios de excentricidad ni testimonios de
locura.
Los veinte años que pasó en la selva,
perdido para su familia y para el mundo, hasta el extremo de que
se le juzgó muerto hasta el día de su
reaparición en 1864, se explican por las cualidades
excepcionales de su carácter más bien que por un
acceso de misantropía morbosa. Ese enterramiento en vida
acto inconcebible por la cantidad de paciencia y de
resignación que revela, es una evidencia inequívoca
de la intrepidez del ánimo de Duarte y del imperio
abrumador que el hombre ejerció sobre sí y sobre
sus pasiones. Son pocas las figuras del santoral católico
que pueden exhibir una abnegación semejante. Entre los
hombres comunes, entre aquellos que conservan algo de la bestia
primitiva y a propósito de los cuales se puede hablar del
«animal humano», no hay uno solo que haya sido capaz
de tanto sacrificio ni de tanta entereza. La persecución
implacable de que fue objeto se explica en gran parte por la
diferencia que reinó entre su nivel moral y el de sus
contemporáneos. Santana, Bobadilla, Caminero, Ricardo
Miura, Báez, Santiago Díaz de Peña, hombres
llenos de orgullo y de ambición, pobres pecadores que
hociquean sin pudor en el cieno de la política, no
podían tolerar la presencia entre ellos de un ciudadano
tan insultantemente probo; y de ahí que, sin razón
alguna que lo explique, hayan hecho desde el primer día a
esa probidad insólita una guerra sin cuartel, como si
todos, sin poder evitarlo, se sintieran ofendidos por su
pulcritud y escandalizados por su pureza. ¡Singular familia
la del fundador de la República! Sus condiciones
espirituales de excepción pueden hacernos creer a veces
que algunos de los hijos de Juan José Duarte y de Manuela
Diez, fueron seres enfermos en quienes el mismo amor a la patria
cobra con frecuencia el sesgo aterrador que suelen adquirir las
reacciones del sentimiento en todas las personas de sensibilidad
extraviada. Pero lo que en los miembros de aquel hogar
podría acaso atribuirse a excentricismos o a posibles
enfermedades de la razón o del espíritu, no es sino
el fruto de un exceso de vida y de salud moral que unas veces se
manifiesta, como en el caso del Cristo errante que deambula por
espacio de veinte años al través de las selvas del
Orinoco, por medio de actos de abnegación casi
aterradores, y que otras veces se desborda en llanto y en
melancolía, como en el de la virgen raptada que no quiso
sobrevivir a su deshonra e inclinó para siempre la cabeza
como la flor doblegada por la lluvia. Pedro Santana es la
antítesis de Duarte.
Las respectivas fisonomías de estos dos hombres
se hallan formadas por rasgos contradictorios. El desdén
de los bienes de fortuna es el rasgo que más sobresale en
la personalidad del Padre de la Patria. Entregó a la
República no sólo su propio porvenir, sino
también el pan de su madre y el techo de sus hermanas. En
pago de ese sacrificio, realizado con heroica sencillez, no
obtuvo ni reclamó jamás galardones
honoríficos ni compensaciones materiales. Santana, en
cambio, fue un hombre sórdido que amó el dinero y
se hizo pagar con largueza los servicios que prestó al
país como guerrero y como estadista improvisado.
Condueño, no por obra de su esfuerzo personal, sino por
los azares de la herencia, de uno de los hatos más
pingües del país, impulsó a su hermano
Ramón a contraer nupcias con la hija del propietario de la
mitad de «El Prado», don Miguel Febles, y
aguardó con fría indiferencia la
desaparición de ese terrateniente para desposar a su
viuda, doña Micaela Rivera. Hombre que madura planes de
esa especie y que convierte en un negocio uno de los actos que
aun los seres más humildes sólo realizan por amor,
tiene que llevar a la vida pública la mentalidad de un
avaro, incapaz de todo impulso altruista y de todo pensamiento
generoso. Por eso se hizo pagar en 1853 por el Estado, con
pretexto de haber sufrido daños en sus bienes personales,
una cuantiosa suma que engrosó su patrimonio y que
representaba para la época una cantidad considerable; y
por eso, cuando estalla la guerra contra la anexión,
establece su campamento en Guanuma, en sitio inhospitalario,
donde las tropas son implacablemente diezmadas por las
enfermedades, con el único propósito visible de
impedir que los ejércitos de la Restauración
atraviesen la cordillera central y se apoderen del ganado que el
sedicente Marqués de las Carreras conserva en sus
haciendas de El Seybo.
La codicia pesa más sobre su conciencia que todo
otro sentimiento, y es el único déspota dominicano
de la época que saca indemne del caos político su
fortuna privada. La patria llegó a reducirse en el
corazón de Santana, precisamente en el momento más
dramático de su vida, hasta adquirir en él las
dimensiones de las sabanas de «El Prado». Otro de los
rasgos capitales de la figura de Duarte es el don de segunda
vista que le permitió adivinar con asombrosa perspicacia
el futuro.
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