El antes y el después de la independencia de República Dominicana (página 4)
Desde el cuartel general de Baní solicitó
por tercera vez de la Junta, el primero de abril de 1844, la
autorización indispensable «para obrar sólo
con la división bajo su mando». «Las tropas
que pusisteis bajo mi dirección -dice en esa oportunidad
al gobierno-, sólo esperan mis órdenes, como yo
espero las vuestras, para marchar sobre el enemigo.» El 4
de abril recibió por toda respuesta la siguiente nota:
«Al recibo de ésta, se pondrá usted en marcha
con sólo dos oficiales de su Estado Mayor para esta
ciudad, donde su presencia es necesaria.» Ya Bobadilla,
presidente a la sazón de la Junta, se hallaba en
connivencia con Santana, y ambos maquinaban en la sombra para
poner en práctica el sueño de los afrancesados: el
de una independencia a medias y una República mediatizada
por la injerencia extranjera. Duarte, obediente a la Junta
Central Gubernativa, se trasladó a la ciudad de Santo
Domingo. El gobierno provisional lo recibió con
demostraciones de aprecio y le reiteró con franqueza los
motivos de la decisión adoptada: el general Santana, en
quien todos reconocían la aptitud necesaria para conducir
al triunfo a los ejércitos de la República, no
admitía otra colaboración que la de sus
conmilitones y soldados; contrariarlo equivaldría a
introducir la discordia en las filas de las tropas llamadas a
consolidar la independencia de la patria; los servicios del
fundador de «La Trinitaria», cuyo prestigio era ante
todo el de un caudillo civil, podrían mientras tanto
utilizarse en otros campos donde su influencia y su ascendiente
moral eran a la sazón indispensables. Duarte renovó
a la Junta sus sentimientos de lealtad, y acto seguido hizo
entrega a ese organismo de más de las cuatro quintas
partes de la suma de mil pesos que le fue suministrada cuando el
21 de marzo se le confió la dirección de un nuevo
ejército expedicionario. La Junta recibió las
cuentas con asombro, porque aun en el seno de aquellas
generaciones, entre las cuales la probidad política era
una especie de moneda corriente, la pulcritud del caudillo de la
separación causó sorpresa. Pero al propio tiempo
que la Junta Central Gubernativa rendía homenaje a la
honradez de este varón eximio, más próximo a
los santos que a los hombres por su desprendimiento y su pureza,
muchos de los políticos profesionales que la integraban
tuvieron desde aquel día la evidencia de que el
dueño de la nueva situación sería Santana.
Duarte era demasiado limpio para el medio, accesible
únicamente para un hombre sin grandes escrúpulos
que fuera capaz de dejar caer con energía sobre las
multitudes sus garras de caudillo. La elección no era,
pues, dudosa. Con Duarte estaría en lo sucesivo una
minoría insignificante, la misma minoría idealista
que sembró la semilla de la independencia, pero que
carecía de suficiente sentido práctico para recoger
el fruto de lo que había sembrado; y en torno de Santana,
voluntad ferozmente dominante, se agruparían todos los
hombres para quienes el pan era más necesario que los
principios y el orden, aun con despotismo, más deseable
que el ideal con anarquía. El triunfo obtenido por Santana
en la acción del 19 de marzo demostró que
Haití no era invencible. Aunque sus tropas eran
incomparablemente más numerosas y disponían de
mayores recursos, el ejército invasor carecía de
cohesión moral, y el arma blanca, usada con verdadera
maestría por los soldados nativos, tenía la virtud
de hacer cundir el pánico en las filas haitianas. El
ejemplo dado por Santana y por los oficiales que operaron en Azua
bajo su mando, sirvió de lección a las fuerzas
destacadas en la ciudad de Santiago: bastó que un grupo de
andulleros, traídos de las sierras y adiestrados por el
coronel Fernando Valerio, irrumpieran armados de machetes en las
primeras columnas lanzadas contra la capital del Cibao, para que
el invasor volviera la cara sin ofrecer casi resistencia en su
huida vergonzosa. Mientras la guerra se reducía a una
serie de escaramuzas en las comarcas fronterizas, en donde el
general Duvergé realizaba cada día, con un
puñado de héroes, verdaderas hazañas, en la
capital de la República asomaba su faz la intriga
palaciega. La Junta Central Gubernativa se había dividido
en dos bandos: el de los que pensaban, como los fundadores de
«La Trinitaria», que el Estado naciente
disponía de todos los elementos de defensa necesarios para
subsistir sin ayuda extraña frente a cualquier nuevo
intento de invasión de sus vecinos, y el de los que, por
el contrario, creían, como Buenaventura Báez y
Manuel Joaquín del Monte, que sin la protección de
los Estados Unidos o de una potencia europea la República
no tardaría en caer de nuevo en la barbarie pasada.
Duarte, deseoso de sustraerse a la pugnacidad de los dos grupos,
reducida todavía a maquinaciones sin sentido
patriótico, se dirigió el día 10 de mayo a
la Junta Central Gubernativa para pedirle que se le sustituyera
en el cargo de comandante del departamento de Santo Domingo y se
le permitiera incorporarse al ejército expedicionario que
debía cruzar la cordillera y encaminarse hacia San Juan de
la Maguana con el fin de desalojar a los haitianos de las
posiciones que aún ocupaban en la banda fronteriza.
Bobadilla, árbitro a la sazón del gobierno
provisional, se opuso a la aceptación del ofrecimiento
hecho por el caudillo separatista, y el 15 de mayo se dio
respuesta a la comunicación del apóstol
pidiéndole que continuase en el «ejercicio de sus
actuales funciones, donde sus servicios « se consideraban
más útiles». La hostilidad contra Duarte
siguió predominando en el gobierno provisorio.
Pocos días después del rechazo de su
solicitud, la oficialidad del Ejército de Santo Domingo
pidió a la Junta que se ascendiese al Padre de la Patria
al grado de General de División, alegando que el
recomendado había permanecido durante largos años
al servicio del país, y que a su sacrificio y a su
esfuerzo debía su libertad el pueblo dominicano. Los
peticionarios, entre los cuales figuraban Eusebio Puello y Juan
Alejandro Acosta, terminaban subrayando que el nombre de Duarte
era tan sagrado para sus compatriotas que había sido el
único que se oyó pronunciar inmediatamente
después del lema invocado por los defensores de la
República: Dios, Patria y Libertad. La Junta
contestó secamente que ya Duarte «había sido
altamente recompensado por los servicios hechos a la causa de la
independencia, en circunstancias en que era preciso combatir al
enemigo», y que el premio a que se le juzgase acreedor se
le ofrecería cuando «el gobierno definitivo fuera
legítimamente instalado». La lucha entre las dos
corrientes en que la Junta Central se hallaba dividida se
recrudeció en los primeros días del mes de junio,
al saberse que el viejo Plan Levasseur resurgiría y que se
reanudarían pronto las negociaciones para convertir la
República en un protectorado. Este propósito,
anunciado por el Arzobispo don Tomás de Portes e Infante
en una reunión convocada al efecto por el propio don
Tomás Bobadilla, alarmó a los trinitarios, y
algunos de temperamento impulsivo requirieron el empleo de medios
drásticos para salvar la patria de la nueva maniobra
urdida por los afrancesados. Duarte no quería autorizar,
sin embargo, el uso de la violencia. Toda medida de fuerza
repugnaba a sus sentimientos de magistrado, de hombre
eminentemente civil, a quien un golpe de mano le parecía
un ejemplo funesto que podría dar por resultado la ruina
de las instituciones. Si ellos, los que habían hecho la
independencia y tenían ya adquirida fama de ciudadanos
probos y de repúblicos virtuosos, iniciaban en el
país la era de los pronunciamientos a mano armada, la
República se desviaría irreparablemente del camino
de la ley y sería arrastrada al despotismo militar o a la
locura reaccionaria. Pero en vista de que el movimiento
antipatriótico de los enemigos de «la pura y
simple» había tomado cuerpo y estaba ya a punto de
malograr el principio de la independencia absoluta, el
apóstol accedió a los requerimientos de
Sánchez y de otros separatistas exaltados en favor de una
decisión impuesta por medio de la fuerza. El 9 de junio se
apoderaron Francisco del Rosario Sánchez y Ramón
Mella de la Junta Central Gubernativa y expulsaron de ella a
quienes carecían de fe en la patria y en su estabilidad
futura.
Sánchez asumió la presidencia del
organismo así herido de muerte y privado ya de toda
autoridad moral. Duarte prefirió mantenerse alejado de
todo cargo de honor, y después de haber reasumido la
jefatura del departamento sur, en su condición de general
de brigada, salió el 20 de junio hacia el Cibao, investido
por la nueva Junta con la misión de poner en aquella zona
su prestigio al servicio de la libertad sin merma del territorio
y sin pactos públicos o secretos con ninguna potencia
extranjera. En la carta que le dirigió el 18 de junio de
1844, la Junta Central Gubernativa, a la sazón presidida
por Francisco del Rosario Sánchez, confiaba al
apóstol separatista el encargo de «intervenir en las
discordias intestinas y restablecer la paz y el orden necesarios
para la prosperidad pública». Independientemente de
esa misión política, Duarte debía,
según las instrucciones de la Junta, «proceder a la
elección o restablecer los cuerpos municipales», de
acuerdo con la promesa hecha a los pueblos de la parte
española de la isla en el manifiesto del 16 de enero. Los
pueblos del Cibao recibieron al enviado de la Junta con palmas y
banderas. El 25 de junio llegó con los oficiales de su
Estado Mayor a la ciudad de La Vega, en donde fue vitoreado por
una muchedumbre entusiasta encabezada por el presbítero
José Eugenio Espinosa. Era la primera vez que Duarte
visitaba las comarcas del valle de La Vega Real, y este viaje,
hecho a lomo de caballo y con la lentitud que exigía
entonces el desastroso estado de los caminos, fue para él
un nuevo motivo de fe en el futuro de la República
recién creada. La magnificencia de la naturaleza en
aquellas regiones, las más fértiles del
país, y la abundancia de las corrientes de agua que se
desprenden de la Cordillera Central para vestir de un verde
lujoso aquellos prados, le permitieron entrever lo que este
emporio aún baldío significaría en un
porvenir acaso no distante. Las fuentes de producción
estaban allí totalmente abandonadas. Pero era
evidentemente la escasez de población y la falta de
caminos para sacar los productos a los centros de consumo, lo que
hacia que toda aquella riqueza permaneciera inactiva. El
día, sin embargo, en que el país gozara de una paz
estable, y se abrieran vías de comunicación para
sacar de su aislamiento a las zonas productoras, la
República no sólo se transformaría en una
tierra próspera, capaz de alimentar con largueza a sus
hijos y de ofrecer seguro albergue a millares de ciudadanos de
otras partes del mundo, sino que su mismo desarrollo material le
daría el poder económico y militar necesario para
garantizar su propio destino y hacer sagrada y respetable para
todos su propia independencia. Mientras la naturaleza del Cibao
excitaba el patriotismo de Duarte y serbia de estímulo a
su imaginación vivísima, las multitudes
salían a su encuentro para aclamar en él al Padre
de la Patria. Santiago, teatro de la hazaña del 30 de
marzo, lo recibió el 30 de junio con manifestaciones
jubilosas.
Los regimientos que se cubrieron de gloria bajo las
órdenes de Imbert y de Fernando Valerio, desfilaron ante
el eminente ciudadano, que sonrió aquel día, desde
la cumbre de su modestia ejemplar, al recibir con irreprimible
emoción el homenaje de las armas libertadoras. Cuatro
días después de la llegada del apóstol a la
ciudad de Santiago, el 4 de julio de 1844, los ciudadanos
más notables de la capital del Cibao visitaron a Duarte
para comunicarle que el pueblo y el ejército se
habían pronunciado algunas horas antes en su favor y
deseaban investirlo con los poderes de presidente de la
República, para que a ese título asumiera la
defensa del país contra cualquier intento de supeditar su
independencia a una nación extranjera. El acta que se puso
en manos del caudillo separatista le encarecía la
convocación de una asamblea constituyente que votase la
Ley Orgánica por la cual debía regirse el Estado, y
señalaba al gran repúblico como el ciudadano
más digno de realizar esa misión, por ser él
la personificación del patriotismo y el símbolo
más alto de la libertad dominicana. Duarte leyó con
sorpresa el acta que acababa de serle entregada y quiso
corresponder a ese testimonio de adhesión popular
inclinándose ante la voluntad allí expresada por la
mayoría de sus conciudadanos. Pero su conciencia, llena de
pudor cívico, se sintió acto seguido alarmada por
aquel pronunciamiento inesperado. Su sacrificio hubiera sido
estéril si la independencia alcanzada se utilizase para
erigir el motín en fuente creadora de las nuevas
instituciones. La República no tardaría en hundirse
si la primera Constitución nacía manchada por la
violencia. Si había en el país alguien capaz de
levantar la bandera de la discordia, y de asumir una presidencia
surgida del seno de una insurrección triunfante, sobre la
frente de ese ambicioso debía caer la maldición de
la historia y la repulsa de la conciencia nacional ofendida.
–
Con palabras corteses, pero enérgicas, el Padre
de la Patria rechazó la presidencia que acababa de serle
ofrecida: «Yo no aceptaría ese
honor sino en el caso de que se celebraran elecciones libres y
que la mayoría de mis compatriotas, sin presión de
ninguna índole, me eligiera para tan alto cargo.»
Los notables de Santiago salieron de aquella entrevista
confundidos por la probidad sin nombre de aquel patriota que nada
aspiraba para sí y que se contentaba con servir de ejemplo
altísimo a sus conciudadanos. Algunos se sintieron
defraudados por esa honestidad que les parecía exagerada.
Duarte era indudablemente un santo, y la política no
estaba hecha para hombres tan puros. Acaso sería necesario
inclinarse, como pensaban ya muchos ciudadanos eminentes de la
capital de la República y de las comarcas del Este, ante
el astro militar que ya se barruntaba en el horizonte y cuyos
primeros resplandores podían señalarse como signo
infalible de su trayectoria poderosa El día 8 de julio
salió Duarte con rumbo a Puerto Plata. Cuando
llegó, acompañado de su Estado Mayor, a aquella
villa hermosísima, tendida al pie de una montaña
eternamente cubierta de nubes plateadas, vio repetirse las mismas
escenas de entusiasmo popular que había ya presenciado en
todo su trayecto por las poblaciones del Cibao. Todos los
habitantes de la ciudad embanderaron aquel día sus hogares
y aclamaron con fervor a su paso por las calles al joven general
de brigada. Los notables se reunieron pocas horas después
en la sala del Ayuntamiento y rogaron al apóstol en nombre
de la ciudadanía y del ejército del Norte, que
aceptara la presidencia que se le había ya ofrecido en la
ciudad de Santiago. Duarte los contempló como un padre que
se dispone a sentar sobre sus rodillas a sus hijos para
dirigirles con gravedad la palabra: «Me habéis dado
-les respondió- una prueba inequívoca de vuestro
amor, y mi corazón reconocido debe dárosla de
gratitud. Ella es ardiente como los votos que formulo por vuestra
felicidad. Sed felices, hijos de Puerto Plata, y mi
corazón estará satisfecho, aun exonerado del mando
que queréis que obtenga; pero sed justos lo primero, si
queréis ser felices, pues ése es el primer deber
del hombre; y sed unidos, y así apagaréis la tea de
la discordia, y venceréis a vuestros enemigos, y la patria
será libre y salva, y vuestros votos serán
cumplidos y yo obtendré la mayor recompensa, la
única a que aspiro: la de veros libres, felices,
independientes y tranquilos.»
El 12 de julio, al siguiente día del
pronunciamiento de Puerto Plata en favor de la presidencia de
Duarte, entró Santana a la cabeza de sus tropas en la
capital de la República. El motín del 9 de junio y
la expulsión, por medio de una maniobra audaz, de los
miembros de la Junta Central Gubernativa que se habían
significado por sus sentimientos de adhesión a Santana,
puso en guardia al héroe del 19 de marzo, que sólo
esperaba un pretexto para asumir el poder y organizar sobre su
cabeza el Estado. El ejército, compuesto en su
mayoría de seibanos que se habían llenado de gloria
en los campos de Azua, aclamó a Pedro Santana jefe supremo
de la República y en nombre de sus armas victoriosas lo
invistió de facultades dictatoriales. Muchos ciudadanos de
relieve, aun entre aquellos que sentían veneración
por Duarte y a quienes más había conmovido su
sacrificio, acudieron a besar la mano de Santana, quien desde
aquel día quedó consagrado en el país como
el hombre de garra política más firme y de mayores
prestigios caudillescos. Pero el Cibao respondió con
aprestos revolucionarios al desafío de Santana. La guerra
civil parecía inminente. En Santiago se reunió una
asamblea de generales y hubo opiniones favorables a un
rompimiento inmediato. Ramón Mella, principal instigador
del movimiento en favor del Padre de la Patria, se dio a
última hora cuenta del desastre a que su maniobra
podía conducir al país, y aconsejó
prudencia. Capitán brioso e impaciente, pero compenetrado
con el pensamiento de Duarte, a quien profesaba admiración
entrañable, el héroe de la Puerta del Conde se
asoció de buen grado a la iniciativa del presbítero
Manuel González Regalado Muñoz, que propuso el
envío a Santo Domingo de una comisión encargada de
gestionar una solución pacífica. La base del
acuerdo consistiría en la celebración de unas
elecciones libres en las cuales Duarte y Pedro Santana
figurarían como candidatos para la presidencia y la
vicepresidencia de la República. El veredicto de las urnas
debía ser aceptado de antemano con carácter
irrevocable. La voz de la conciliación halló
acogida en los ánimos exaltados, y al día siguiente
partió hacia la capital de la República, asiento
del gobierno cuartelario constituido por Santana, una
comisión presidida por el propio Ramón Mella, y
compuesta, entre otros hombres de armas, por el general
José Maria Imbert, el más modesto y al propio
tiempo el más brillante, si se exceptúa a
Duvergé, de los militares improvisados que se opusieron
victoriosamente en aquel periodo a las acometidas de las hordas
haitianas. Santana, instruido por Domingo de la Rocha y
José Ramón Delorve de todos los movimientos que
ocurrían en la zona del Cibao, esperaba aparentemente
tranquilo la llegada de los comisionados.
Tan pronto Mella, quien aún desconocía de
cuánto era capaz aquella voluntad indomable y
excesivamente celosa, traspuso los límites del Cibao y
entró en lugar donde podía atraparlo sin peligro la
garra del dictador, fue reducido a prisión y vejado por
orden de Santana. El déspota consideraba con razón
a Mella como el promotor de la corriente de opinión que
tendía a premiar el sacrificio de Duarte con la primera
presidencia del Estado constituido gracias a su patriotismo y a
su esfuerzo, y contra él reservó la mayor parte de
su saña. El héroe que anunció el nacimiento
de la República en la madrugada del 27 de febrero, fue
ultrajado en plena vía pública y se le arrancaron
las presillas sin respeto a su gloria militar, ya consagrada con
la proeza del Baluarte del Conde. Sánchez fue destituido
de la presidencia de la Junta Central Gubernativa y con Juan
Isidro Pérez y otros próceres adictos al Padre de
la Patria fue internado en la Torre del Homenaje. Duarte, ajeno a
lo que ocurría maduraba sus planes de patriota en la
ciudad de Puerto Plata. Aquí fue sorprendido por los
conmilitones de Santana, que lo redujeron a prisión sin
que fuera suficiente a escudarlo contra esa arbitrariedad ni la
grandeza de su obra ni la inocencia con que había
intervenido en los sucesos recién pasados. El
prócer no opuso ninguna resistencia a esta felonía
y el pueblo presenció con indignación el hecho.
Cuando Duarte fue sacado de la fortaleza «San Felipe»
para ser conducido bajo escolta a la goleta
«Separación Dominicana», la ciudadanía
de Puerto Plata se agrupó silenciosa en el trayecto y vio
pasar a los soldados de la escolta con el estupor de quien asiste
a un sacrilegio. En la goleta «Separación
Dominicana» salió Duarte, fuertemente escoltado,
hacia la capital de la República. Santana no se
atrevió a hacerlo conducir por "tierra, temeroso de que su
paso por Santiago y otras ciudades del Cibao, donde su presencia
había provocado hacía poco entusiasmo delirante,
diera lugar a nuevas reacciones populares. La resignación
con que el apóstol soportaba aquella prueba traía
maravillados al capitán y a la tripulación del
pequeño barco de guerra. Durante la travesía,
mientras el bergantín bordea la línea de la costa,
el prisionero contempla el mar y compara el vaivén de las
olas con los altibajos de la vida humana. Hacía apenas
cuatro meses que la ciudad de Santo Domingo lo había
recibido en triunfo y que en su honor habían desfilado las
muchedumbres por las calles embanderadas. Dentro de algunas
horas, probablemente antes de que el sol desapareciera tras las
últimas nubes crepusculares, entraría esta vez
custodiado como un vulgar malhechor en la ciudad nativa. Pero
Duarte no pensó jamás en sí
mismo.
El ultraje que en su persona se infería a la
patria, a la que había servido con toda la pureza de su
juventud y a la que había ofrendado su fortuna, no era lo
que en aquel momento cargaba su mente de sombras y de
preocupaciones. Si algún pesar nublaba su pensamiento era
por la suerte que hubiera podido caber a Mella y a los otros
amigos entrañables, a quienes suponía expuestos a
la ira de Santana. En medio de la ingratitud de que era objeto,
se hubiera sentido feliz si todo el peso de la venganza del
dictador se descargara sobre su cabeza. Su angustia era
todavía más vasta y se extendía a todos sus
conciudadanos. Nada se habría obtenido si una
opresión doméstica sustituía a la de los
antiguos dominadores. Si en vez de Charles Hérard o de
otro descendiente cualquiera de la raza maldita de Dessalines, el
opresor debía llevar el nombre de Santana o de otro
sátrapa de turno, no se habría logrado sino cambiar
un despotismo por otro menos cruel, pero sin duda más
odioso. Sumido en esas reflexiones sombrías, llegó
Duarte el 2 de septiembre al puerto de Santo Domingo de
Guzmán. El gobierno había tomado todas las
precauciones necesarias para evitar cualquier
manifestación de desagravio por parte del núcleo
que en la ciudad se mantenía adicto al prisionero.
Numerosa tropa apostada en las esquinas de la calle de
«Santa Bárbara» impedía el
tránsito hacia los muelles del Ozama. La escolta,
reforzada con dos filas de soldados, pasó silenciosamente
con el prócer por la Puerta de San Diego, y lo condujo a
lo largo de las viejas murallas hasta la Torre del Homenaje.
Apenas algunos espectadores indiferentes, diseminados en la calle
de Colón, advirtieron el aparato militar que se hizo a la
llegada del bergantín «Separación
Dominicana», y muy pocos identificaron al preso. La noticia
se difundió, no obstante, sobre la ciudad
consternada. El presbítero José Antonio Bonilla,
visitante asiduo del viejo hogar de la calle «Isabel la
Católica», fue el primero en llevar la infausta
nueva a la madre de Duarte: « Señora
-exclamó al verla el sacerdote-, la mano de Dios
está sobre vuestra cabeza: implore su misericordia. Juan
Pablo está preso y desembarcará esta tarde.
¡Bienaventurados los que lloran! »
Una noticia que causó todavía mayor
sorpresa que la de la prisión de Duarte, hecho al fin y al
cabo explicable en un déspota de las condiciones morales
de Santana, fue la del arribo en la misma nave de Juan Isidro
Pérez, quien el 22 de agosto había salido para el
destierro en el bergantín «Capricornio». El
rasgo de este adolescente impetuoso, especie de Caballero
Templario en quien el entusiasmo por la libertad empezaba ya a
traducirse en destellos de locura, conmovió hasta tal
punto a la población, que una verdadera fiebre
patriótica se apoderó de los ánimos
excitados: cuando la nave que lo conducía pasaba frente a
las costas de Puerto Plata, en donde a la sazón se hallaba
Duarte prisionero. Juan Isidro Pérez amenazó con
echar-se al mar si no le permitían descender en aquellas
riberas para compartir la suerte del Padre de la Patria. El
capitán del buque, un noble marino inglés de nombre
Lewelling, no queriendo asumir ninguna responsabilidad por el
suicidio del intrépido patriota, e impresionado por la
decisión con que el desterrado subrayaba su amenaza, dio
orden de cambiar el rumbo con dirección a Puerto Plata, y
allí entregó a las autoridades al fiel amigo de
Duarte. Cuando ambos perseguidos se reunieron en la
cárcel, Juan Isidro Pérez se echó en brazos
del Fundador de la República, y le dijo con emoción
mal reprimida: «Sé que vas a morir, y cumpliendo mi
juramento vengo a morir contigo.» La actitud de su ciudad
nativa, devorada hasta lo más íntimo por un dolor
silencioso, llevó una sensación de alivio al
ánimo de Duarte. «Por eso os amo -escribirá
un día el Padre de la Patria en su diario, recordando en
su soledad estos instantes-, por eso os he amado siempre, porque
vosotros no tan sólo me acompañasteis en la Calle
de la Amargura, sino que también sufristeis conmigo hasta
llegar al Calvario.» Ya en la fortaleza, donde
encontró algunas caras conocidas, pudo enterarse el
fundador de «La Trinitaria» de que aún
vivían Ramón Mella y sus demás
compañeros. Esta noticia era por sí sola un
consuelo para su mente cargada de inquietudes, y al recibirla
entró sereno en la mazmorra que se le destinó por
orden de Santana. Algunos oficiales y soldados, quienes
habían sido testigos de su actitud y habían
presenciado su desprendimiento durante los días en que
permaneció con el ejército del Sur, le dieron desde
su llegada a la fortaleza demostraciones de simpatía. De
no haber existido órdenes tan rigurosas de incomunicarlo y
de hacerle sentir en la prisión el enojo del
déspota, muchos de aquellos héroes curtidos por el
sol de la victoria le rendirían armas cada vez que su
semblante venerable asomaba al través de los hierros
impíos para pasear por los alrededores de la torre que le
servía de cárcel la mirada distraída.
Mientras Duarte esperaba tranquilo en la Torre del Homenaje la
decisión de Santana, árbitro de su vida y de las de
sus discípulos, los amos de la nueva situación,
instigados principalmente por don Tomás Bobadilla,
trataban de ganarse al pueblo mostrándole a los
prisioneros como a una jauría de ambiciosos. Todas las
influencias del poder se utilizaron entonces para convencer a la
ciudadanía de que aquellos hombres eran acreedores de la
horca por haber levantado la bandera de la sedición contra
la autoridad constituida. Su crimen consistía en haberse
apoderado por la fuerza de la Junta Central Gubernativa y en
haber promovido en el Cibao una poderosa corriente de
opinión destinada a poner en manos de Duarte las riendas
del Estado. No se había limitado a eso la osadía de
estos locos.
Algunos generales y algunos ciudadanos de notoriedad del
Cibao, aconsejados por Ramón Mella, se habían
permitido menospreciar los títulos que Santana
había conquistado en la lucha contra los invasores,
proponiéndole la celebración de unas elecciones en
que Duarte debía figurar como candidato al lado del propio
héroe del 19 de marzo. El pueblo, sin embargo, no hizo
coro a. la farsa. Las incitaciones de Santana y de sus secuaces
fueron recibidas con frialdad por todas las clases sociales. Las
familias, encerradas en sus hogares, mostraron con su actitud
hostil la repugnancia que les inspiraba aquella comedia tan
burdamente urdida. El sacrificio de Duarte y su familia, la
poderosa labor de captación desarrollada en los
conciliábulos de «La Trinitaria», la
propaganda inteligente y tenaz hecha desde los escenarios
levantados por «La Filantrópica», la
inagotable energía del espíritu que alentó
el movimiento llamado «La Reforma», y los
múltiples trabajos revolucionarios a los cuales el joven
patricio se había entregado desde su regreso de
España, cuando nadie soñaba con el ideal
todavía remoto de la independencia, se hallaban demasiado
vivos en la memoria de todos para que el propio pueblo que
había servido de teatro a todo aquel despliegue de
heroísmo, diera crédito a las versiones inventadas
por el dictador y sus parciales. Pero en vista de que la
población civil se hizo sorda a la maniobra y de que
sólo cuatro ciudadanos, uno de ellos de nacionalidad
extranjera, se prestaron a suscribir el documento en que se
pedía la pena de muerte para el Padre de la Patria, se
recurrió al ejército para que respaldara el ardid
con el prestigio de sus armas victoriosas. Las tropas que
habían intervenido en la campaña del Sur se
hallaban principalmente constituidas por seibanos adictos al
antiguo hatero de «El Prado». Santana, hombre
calculador y ferozmente realista, había infundido a
aquellas montoneras un tremendo sentimiento de lealtad a su
persona. Tanto los oficiales como los soldados bajo su mando
habían convertido el saqueo, bajo la mirada complaciente
de su jefe, en ocupación cotidiana. La soldadesca del
hatero, abusando de los laureles obtenidos en Azua y exhibiendo
como única excusa las cicatrices aún abiertas de la
campaña contra los haitianos, pasó por todas partes
como una nube de langostas que diezmó las plantaciones y
devoró el ganado. A la cabeza de estos hombres
entró el caudillo en la ciudad de Santo Domingo con el
propósito de adueñarse de la parte que se
había reservado en el botín: la presidencia de la
República. De los cuarteles dominados por esas manadas de
héroes, previsoramente transformados después de la
victoria en azote de la propiedad rural, salió el
documento en que se solicitaba de Santana, erigido ya en
árbitro de la situación, la pena de muerte para
Duarte y para quienes habían participado en los sucesos
recientemente acaecidos en las principales ciudades del Cibao.
Amparado en la petición suscrita por las grandes figuras
del ejército, Santana pudo haber hecho fusilar a Duarte y
al grupo de insurrectos que el 9 de julio se apoderó de la
Junta Central Gubernativa. Pero el sanguinario caudillo no se
atrevió a llevar tan lejos su venganza. Tal vez si Duarte
no hubiese figurado como protagonista principal de aquel drama,
la voz de los cuarteles hubiera sido ciegamente acatada. Pero
herir aquella cabeza pulquérrima e inmolar a aquel
inocente que carecía totalmente de ambiciones, le
pareció al déspota un crimen superior a su codicia.
Lo que había en el dictador de hombre recto, se
amotinó en su conciencia ante aquella monstruosidad
aterradora. El tirano optó, pues, por acogerse a la
iniciativa del ciudadano español Juan Abril, autorizada
con las firmas de sesenta y ocho padres de familia, en la que se
pedía que la pena capital se conmutara por la de
extrañamiento perpetuo: la inocencia de Duarte
sirvió probablemente en esta ocasión de escudo a
sus demás compañeros.
El 22 de agosto hizo dictar Santana la sentencia de
expulsión. En el cuerpo de ese documento se declara que,
«aunque las leyes en vigor y las de todas las naciones han
previsto la pena de muerte en iguales casos», el gobierno
había preferido a ese recurso extremo el de
extrañamiento perpetuo, tanto por razones
«paternales» como por «otros motivos de equidad
y consideración». En estas palabras, parte esencial
de la sentencia ominosa, aparece reflejada la simpatía
que, a pesar suyo, sintió por Duarte el general Santana.
Hombre de pocos escrúpulos, cuando su interés se
hallaba en causa, el hatero tenía necesidad de librarse
del apóstol, el único personaje que podía,
gracias a la autoridad de su pureza, entorpecer en el futuro la
ejecución de su programa reaccionario. Era indispensable
sacrificar esa víctima para que todo quedase en el
país rebajado al nivel moral que el déspota
necesitaba para su obra de captación y de dominio. Pero la
medida no desmiente los sentimientos que el Padre de la Patria
inspiró durante su primer encuentro en marzo de 1844 al
estanciero de «El Prado». Santana, en efecto, es
hombre frío que obedece a sus cálculos y no a
impulsos sentimentales. Egoísta hasta la
exageración y dotado desde la infancia de una voluntad
implacable y codiciosa, no vaciló un momento entre el
respeto que pudo merecerle Duarte y la necesidad en que se vio de
hacer pasar sobre la juventud y el porvenir del gran
repúblico el carro ya incontenible de su ambición
triunfante. El día 10 de septiembre fue Duarte conducido
nuevamente al muelle entre dos filas de soldados. Su
constitución se había alterado seriamente con la
humedad del calabozo, donde se le mantuvo desde que llegó
de Puerto Plata. Las fiebres contraídas en el Cibao
habían vuelto a hacer presa en su organismo gastado por
las vigilias y las persecuciones. Para hacer el trayecto entre la
fortaleza y el embarcadero del Ozama le fue necesario apoyarse en
los brazos de su hermano Vicente y de su sobrino Enrique. Cuando
abordó el bote que debía conducirlo a la nave que
se le destinaba para el viaje a Hamburgo, se despidió de
Vicente Celestino y del hijo de éste, ambos condenados a
sufrir la sentencia de extrañamiento en los Estados
Unidos. El último pensamiento del proscrito al dejar las
riberas nativas fue para su madre y para sus hermanas, quienes
quedaban en la indigencia y acaso expuestas a vivir de la caridad
pública por culpa de la locura patriótica del joven
repúblico, que a la edad de 31 años iba a recorrer
por segunda vez las playas del destierro. Por segunda vez
realizaba Duarte aquella travesía. La primera vez
abandonó el suelo nativo, todavía casi adolescente,
para ampliar sus estudios de humanidades en Europa. Entonces
había dejado una bandera intrusa flotando sobre la heredad
de sus mayores, y juró volver pronto para arriarla y poner
en su lugar otra que ya empezaba a tomar cuerpo en sus
sueños. Ahora, emprendía esa misma ruta y
atravesaba nuevamente el Océano dejando atrás la
bandera que se había propuesto crear para la patria
aún en esperanza. Había cumplido su promesa y
podía sentirse satisfecho de si mismo. Cuando la
embarcación que lo conduce a Alemania, bajo partida de
registro, abandona el Ozama y sale al mar abierto, el proscrito
contempla con ojos húmedos la enseña que ondea
sobre la Torre del Homenaje y piensa, con melancólico
orgullo, que la cruz que él mismo hizo poner, por
quién sabe qué inspiración misteriosa, en el
centro de ese pabellón hermosísimo, fue puesta
allí para que sirviera un día de símbolo a
su vida crucificada. El pensamiento ¿leí
sacrificio, que nunca dejó de acompañarle, ni
siquiera en las horas brevísimas en que sus compatriotas
le dieron a paladear el triunfo, se convertía bajo el
imperio de estas reflexiones en una sensación de dulzura.
¡ Qué podía importarle que lo arrojaran como
a un malhechor de la tierra por él emancipada; qué
podía importarle, si atrás quedaría su
bandera, la bandera de la cruz, ondeando libremente sobre la
cabeza de los mismos que habían dictado contra él
la orden de extrañamiento perpetuo! ¿No era esa una
compensación que excedía a cuanto hizo por la
libertad y por el bien de sus conciudadanos? Mientras el barco
avanzaba, y la bandera era un punto apenas en el horizonte,
Duarte miró por última vez aquella mancha de color
que casi se esfumaba en lontananza, y se sintió superior
al odio, superior al resentimiento, superior al pecado.
Más de cuarenta días y de cuarenta noches
navegó la nave antes de entrar en el puerto de Hamburgo
con los proscritos.
La larga travesía sirvió al apóstol
para entregarse con toda libertad a sus meditaciones. Cuando la
tripulación dormía y un silencio grandioso bajaba
hasta el Océano desde el cielo estrellado, el viajero
gustaba de sentirse solo entre las dos inmensidades. En una de
esas noches de soledad, todavía envuelto por la tibia
atmósfera de los mares del trópico, trasladó
a su cuaderno de viaje los mejores versos que de él se
conservan, pobres de entonación y tan débiles como
el gemido de un pájaro o como la caída de una hoja
en un jardín de otoño, pero llenos de una vaga
nostalgia y como escritos a la luz de la más pálida
de las estrellas que en el momento de componerlos brillaban sobre
su cabeza: Era la noche sombría y de silencio y" de
calma; era una noche de oprobio para la gente de Ozama;
noche de mengua y quebranto para la patria adorada, y el
recordarla tan sólo el corazón apesara Ocho
los míseros eran que mano aviesa lanzaba en pos de
sus compañeros hacia la extranjera playa. Ellos que
al nombre de Dios, Patria y Libertad, se alzaran; Ellos que al
pueblo le dieron la independencia anhelada, lanzados
fueron del suelo por cuya dicha lucharan; proscritos, sí
por traidores los que de lealtad sobraban:se les miró
descender a la ribera callada, se les oyó
despedirse, y de su voz apagada yo recogí los
acentos que por el aire vagaban. Estos versos, que
nunca fueron publicados en vida del mártir, contienen la
única recriminación dirigida por Duarte a sus
verdugos; y, como se advierte de su simple lectura, la protesta,
si se puede dar ese nombre a los renglones citados, tiene un dejo
de melancolía y le salió bañada en
lágrimas. Nótese aún el carácter
impersonal que predomina en la poesía y que se
acentúa sobre todo en los últimos versos de esta
meditación quejumbrosa: Se les miró
descender a la ribera callada se les oyó
despedirse, y de su voz apagada yo recogí los
acentos que por el aire vagaban.La resignación de
Duarte llega hasta el extremo de no verter su dolor en alusiones
contra personas determinadas: Ocho los míseros eran
que mano aviesa lanzaba en pos de sus compañeros…
Lo que caracteriza al Padre de la Patria es precisamente la
elevación de su alma, que no abrigó nunca
sentimiento de venganza alguno. La historia no conserva una sola
carta suya en que el resentimiento asome su cara descompuesta y
rencorosa. Sobre la altura moral en que respira esta conciencia,
una de las más limpias que el mundo ha conocido, los
sentimientos nacen purificados por una especie de aire celestial
como las flores que crecen en la cima de los picachos. La
historia dominicana, en la que ha habido santos irascibles como
el Padre Billini y santos vengadores como Monseñor de
Meriño, no ofrece otro ejemplo de un hombre que haya
tenido semejante imperio sobre sí y sobre sus pasiones.
Desde la cumbre de su inmensa serenidad, de su resignación
increíble y de su mansedumbre ilimitada, Duarte contempla
a los hombres con un inagotable sentido de indulgencia. Santana,
severo como un familiar del Santo Oficio y sanguinario como un
tártaro, sólo le resulta abominable cuando trabaja
para menoscabar la independencia de la patria o cuando de pie
sobre su trono de despotismo vierte sangre, sangre inocente o
culpable, pero sangre dominicana.
Muchas noches después de haber sentido en su alma
el frío de la ausencia, pero antes de que las primeras
ráfagas heladas le anunciaran la proximidad de Hamburgo,
Duarte llega con una resolución heroica al final de sus
meditaciones. El barco que lo conduce no ha caminado sobre el mar
con tanta prisa como esa otra nave interior que navega sobre su
alma y que lo lleva hacia el puerto donde sus inquietudes
lograrán el reposo definitivo y donde nunca más
verá encresparse a sus pies el oleaje de las pasiones
amotinadas. Su decisión está ya definitivamente
adoptada: plantará su tienda, su pobre tienda de peregrino
arruinado, bajo cielos remotos, adonde no llegue el eco de las
disputas de los hombres y adonde nadie pueda ir en su busca para
lanzarlo otra vez como una manzana de discordia en medio de sus
conciudadanos. Si Hamburgo pudiera ser sitio apropiado para
sepultar su vida, se quedaría allí como una cifra
destinada a borrarse entre las muchedumbres de la ciudad
populosa. Con ese pensamiento desembarca en la urbe teutona. En
compañía de Juan Isidro Pérez y de los
hermanos Félix y Monblanc Richiez, dirige sus pasos hacia
la modesta «casa de marineros» que servirá de
albergue en aquel suelo extraño a los proscritos. Duarte
se ve pronto obligado a desechar la idea de permanecer en Europa.
El invierno se anuncia con crudeza y los viajeros disponen apenas
de algunas prendas de Vestir impropias para el clima. No es
fácil, por otra parte, obtener trabajo en aquella ciudad
llena de movimiento en que los desterrados echan de menos la
cálida acogida de las poblaciones latinas con su
hospitalidad generosa. Ninguno de ellos posee la lengua, lo que
dificulta aún más sus movimientos y lo que los
obliga a permanecer aislados en medio de la Babel helada.
Mientras se pasean diariamente por el puerto, en busca de una
embarcación que los conduzca de nuevo a tierra americana,
Duarte ve transcurrir con horror los días grises del mes
de noviembre, muy frío ya para los cuatro hijos del
trópico, y para el apóstol más que para
nadie, demasiado triste con los árboles desnudos y con las
hojas caídas como las alas de su esperanza.
El 30 de octubre, apenas cuatro días
después de su llegada a Alemania, Juan Isidro Pérez
y los hermanos Félix y Monblanc Richiez emprenden el viaje
de regreso a América. Duarte, víctima otra vez de
las fiebres pertinaces que ha traído de las regiones
tropicales, se ve constreñido a permanecer solo en la
pensión que ha escogido en plena zona portuaria. Ya
el 5 de noviembre, sin embargo, abandona el
lecho y se dirige, como invitado de honor, a un banquete que
aquel día ofrece en la «Logia Oriente» la
masonería hamburguesa. La hermandad masónica le
franquea la simpatía de los asistentes, y algunos,
condolidos de la situación del desterrado, se ofrecen a
hacerle amable su estancia en la urbe tudesca. Uno de los amigos
que ha ganado en la «Logia Oriente», el señor
Chatt, lo instruye en las nociones más indispensables de
la lengua alemana. Sus conocimientos en latín y en varios
idiomas vivos, le facilitan el nuevo aprendizaje. Con otro de los
amigos que ha logrado gracias a la masonería, recorre de
un extremo a otro la ciudad y visita sus monumentos
artísticos y sus plazas ornamentales. Todavía
emplea el tiempo que le sobra en ampliar los estudios de
Geografía Universal que había comenzado algunos
años antes en los Estados Unidos.
El 15 de noviembre se le presenta la oportunidad de
salir también con rumbo a América. El proscrito
abandona a 11am-burgo acompañado, como él mismo ha
dicho, «del recuerdo de los que lo honraron con su
amistad». En las tierras hacia donde se dirige espera
hallar, por lo menos, fuera de un clima más benigno y de
un cielo semejante al de su país nativo, aquel calor de
humanidad sin el cual se le haría insoportable el
destierro. El día 24 de diciembre desembarca en Saint
Thomas, y allí se reúne con algunos de sus antiguos
compañeros, conde- nados como él a vivir en suelo
extraño, y recibe informes sobre los últimos
acontecimientos del país y sobre las tropelías que
en menos de un año de gobierno ha cometido el general
Santana. En esta colonia inglesa leyó el discurso en que
Bobadilía lo describe como «un joven
inexperto», cuyos servicios a la patria podían
tildarse de ignorados. Allí recibió también
la primera noticia sobre el destierro de su anciana madre y de
toda su familia, decretado con increíble saña por
el dictador, que a la sazón ejercía apenas el
noviciado del despotismo, pero muchos de cuyos actos anunciaban
ya. la crueldad que desplegaría para mantener su
preeminencia por más de veinte años en el orden de
las jerarquías oficiales. Los expulsos que rodean a Duarte
en Saint Thomas tratan de despertar en el corazón del
apóstol sentimientos de odio y de venganza contra Santana
y Bobadilla. Algunos le aconsejan que pacte con una potencia
extranjera y vuelva al país al amparo del pabellón
de Francia o con la ayuda de España. Duarte oye tales
insinuaciones con amargura, y adquiere la impresión de que
todos los expulsos, aun los que más alardean de su
patriotismo, «sólo tratan de favorecer sus
intereses», y de que en realidad nadie piensa en la patria.
La noticia que recibe, en los primeros días de marzo, en
la Guaira, sobre el fusilamiento de María Trinidad
Sánchez, inmolada el mismo día en que se
conmemoraba el primer aniversario de la independencia, acaba por
inspirarle hacia la política una repugnancia invencible:
«Mientras yo rendía gracias .a la Divina Providencia
en mi inicuo destierro -escribe aludiendo a la inmolación
de la heroína-, porque me había permitido ver
transcurrir un año sin menoscabo de esa libertad tan
anhelada, en mi ciudad natal santificaban los galos ese memorable
día arrastrando cuatro víctimas al patíbulo
y cubriendo de sangre y de luto los amados lares.» Para el
apóstol ha llegado, pues, la hora de las grandes
renunciaciones. Con el propósito de apartarse
definitivamente de toda actividad política, y de evitar
que su nombre fuese escogido como enseña por una de las
facciones en que en lo sucesivo se presentaría dividida la
opinión de sus conciudadanos, resuelve retirarse al
desierto de Río Negro, en lo más áspero y
escarpado de la cordillera andina, donde le fuera imposible todo
comercio con el mundo. Durante casi veinte años
vivirá allí tremendamente solo, sepultado en plena
juventud bajo la losa del olvido. Esta es la hora suprema de la
vida de Duarte. Por medio de un ascenso gradual en la escala de
las abnegaciones, ha llegado a la santidad casi absoluta y
renuncia definitivamente a todo: no sólo a toda
ilusión de poder, a todo sueño de grandeza y a toda
esperanza de gloria o de fortuna, sino también hasta al
derecho de vivir en medio de los hombres. El destierro de Duarte
y de su hermano Vicente quebrantó la salud de doña
Manuela. La pobre madre, mujer extraordinariamente sensitiva, se
sentía incapaz de soportar aquella separación
inesperada. Siempre había alimentado la esperanza de que
con la liberación del país retornaría-a su
hogar la tranquilidad que perdió desde la vuelta de su
segundo hijo de la ciudad de Barcelona. Pero su esperanza se
desvaneció cuando el presbítero José Antonio
Bonilla le anunció, el día 2 de septiembre de 1844,
que Duarte se hallaba en la cárcel y que el
ejército del Sur pedía con encarnizamiento su
cabeza. La constitución física, ya muy
decaída, de la anciana se rindió ante aquel golpe
que echaba por tierra sus más dulces ilusiones. Desde
aquel día quedó reducida al lecho, y fue necesario
que sus hijas le prodigaran los cuidados más tiernos para
impedir que su postración fuese definitiva. Cuando se
levantó, con la frente más pálida y los ojos
más tristes, ya sus hijos habían salido para el
exterior bajo partida dé registro. Pasaron entonces largos
meses sin que se recibieran noticias de los desterrados. Las
primeras cartas llegadas al hogar eran de Vicente Celestino.,
quien apenas refería que Juan Pablo debía
probablemente encontrarse en Saint Thomas y que no parecía
abrigar intenciones de volver por mucho tiempo al territorio
nativo. Hablaba de los besos enviados a la madre y a las hermanas
cuando se despidieron en el puerto del Ozama, pero no
aludía a proyectos políticos de ningún
género a los cuales pudiese hallarse vinculado el nombre
del proscrito.
Los amigos del apóstol, desterrados
también por la sentencia del 22 de agosto, habían a
su vez retornado a América, y desde Curazao y otras islas
vecinas dirigían clandestinamente al país proclamas
revolucionarias. Para la realización de sus planes
utilizaban todos los medios a su alcance. Sus exhortaciones
patrióticas se dirigían a cuantas familias pudieran
prestar algún apoyo a los proyectos sediciosos que
alimentaban contra la tiranía de Santana.
Algunas de esas misivas políticas fueron enviadas
a doña Manuela Diez y a sus hijas, a quienes
suponían naturalmente interesadas en el retorno del
libertador al suelo por él emancipado. Las autoridades se
incautaron de algunos de aquellos papeles comprometedores, y el
déspota, temeroso de que el nombre de Duarte fuera
empleado para promover una rebelión contra su dictadura,
dio orden de expulsar también a doña Manuela y a
todos los demás miembros de la familia del Padre de la
Patria. La inicua resolución fue cursada por vía
policial y transmitida a las víctimas con sequedad
draconiana: «Siéndole al Gobierno notorio
-decía a doña Manuela el señor Cabral
Bernal, Secretario del Despacho de Interior y Policía en
carta de fecha 3 de marzo de 1845-, por
documentos fehacientes, que es a su familia de usted una de
aquellas a quienes se le dirigen del extranjero planes de
contrarrevolución e instrucciones para mantener el
país intranquilo, ha determinado enviar a usted un
pasaporte, el que le acompaño bajo cubierta, a fin de que
a la mayor brevedad realice su salida con todos los miembros de
su familia, evitándose el gobierno de este modo de emplear
medios coercitivos para mantener la tranquilidad pública
en el país.» La orden de expulsión
desconcertó a toda la familia. Nadie esperaba que Santana,
hombre sin caridad y más severo que un inquisidor, llevara
hasta ese extremo la antipatía que cobró a la madre
del apóstol. La pobre viuda, familiarizada desde
hacía tiempo con el sufrimiento, tuvo la impresión
de que le faltarían fuerzas para resistir un viaje de
varios días en una de las embarcaciones que se utilizaban
para el poco comercio a la sazón existente entre Santo
Domingo y las costas venezolanas. Pero las mujeres eran al fin y
al cabo en aquella casa quienes parecían dotadas de fibras
más heroicas y más extraordinarias. Filomena, Rosa
y Francisca Duarte se sobrepusieron al nuevo infortunio con rara
entereza de ánimo. Sólo don Manuel, el menor de los
hijos varones habidos en el matrimonio de Juan José Duarte
con doña Manuela Diez, sintió su razón
amenazada por el conflicto en que se colocaba a la familia. La
carta del ministro Cabral sacudió hasta lo más
intimo su sensibilidad enfermiza. Todo aquel día lo
pasó poseído por una extraña
excitación nerviosa y a sus ojos asomaron los primeros
destellos de la locura que debía sumergir en lo sucesivo
su vida en una noche anticipada. Ante la situación de
salud de don Manuel, la madre y las hermanas del apóstol
intentaron tocar en vano a las puertas del corazón de
Santana. El Arzobispo, don Tomás de Portes e Infante,
acompañado del presbítero don José Antonio
Bonilla, fiel amigo de la familia Duarte, y de don Francisco Pou
y otros distinguidos ciudadanos, se dirigió a la Junta
Central Gubernativa en solicitud de clemencia. Tomás
Bobadilla, mano derecha del déspota hasta ese momento,
recibió con desdeñosa frialdad al ilustre prelado y
a sus acompañantes. «La orden -dijo el antiguo
colaborador de Boyer- no puede ser revocada porque al gobierno le
consta que las hermanas de Duarte fabricaron balas para la
independencia de la patria y quienes entonces fueron capaces de
tal empresa, con más razón no dejarán ahora
de arbitrar medios para la vuelta del hermano que lloran
ausente.» Esta respuesta de Bobadilla, digna de su
corazón y de su cabeza, puso fin a la entrevista. La
residencia de doña Manuela Diez fue sometida desde aquel
día a una vigilancia más severa. El coronel
Matías Moreno, quien había sido miembro del Estado
Mayor de Duarte cuando éste fue nombrado por la Junta
Central Gubernativa jefe de uno de los ejércitos
expedicionarios del Sur, recibió el encargo de rondar la
casa y de mantenerla a toda hora custodiada. Todo un
batallón se destinó a este servicio de espionaje.
El encargado de esta ingratísima tarea, desobedeciendo las
órdenes de Bobadilla y del ministro Cabral Bernal, hizo
cuanto estuvo a su alcance para suavizar la odiosa medida de la
policía de Santana. Matías Moreno había
sentido por Duarte, desde los días en que ambos
convivieron en el campamento de Sabanabuey, una admiración
respetuosa. Conservaba con orgullo una de las charreteras del
Padre de la Patria, y en lo más profundo de su
corazón sentía una invencible repugnancia en servir
de instrumento para la persecución de la
inocencia.
Fingiendo hallarse interesado en adquirir parte de los
muebles de las desterradas, Matías Moreno se acercó
a doña Manuela y le hizo saber que había aceptado
la misión de vigilarla para constituir-se en
guardián de su vida durante el tiempo en que aún
permaneciera en suelo dominicano. La puso en guardia contra uno
de los vecinos, espía comprado por el gobierno, y
recomendó a la ilustre anciana y a sus hijas que
abandonaran todo temor y permanecieran tranquilas en sus
habitaciones. Conmovida por esta prueba de amistad, la
única que recibió durante su amargo cautiverio, la
familia de Duarte se mantuvo recluida en su hogar hasta que se le
ofreció la ocasión de salir con rumbo a Venezuela.
En compañía de sus hijas Filomena, Rosa y
Francisca, y de su hijo Manuel, quien ya había perdido del
todo el uso de la razón, emprendió la anciana el
viaje, el último que debía hacer en el resto de su
vida, la tarde del 19 de marzo de 1845. Desde la goleta que
debía conducir a la Guaira a las infelices desterradas,
doña Manuela y sus hijas oyeron, no sin cierto
júbilo que en otras almas menos puras hubiera parecido un
sarcasmo, los ecos de la algarabía con que en esa misma
fecha celebraba la ciudad el triunfo de la patria en los campos
de Azua. Manuel, el pobre idiota que pagó con la
pérdida de su razón la injusticia que se consumaba
aquel día, acompañó también los
vítores a Santana con una risa enigmática, como
suele serlo la de todos los seres a quienes ha envuelto el
misterio de la locura. El 6 de abril de 1845 abrazó
Duarte, en el muelle de la Guaira, a su madre y a sus
demás parientes. Al sentir en su rostro los labios de la
anciana percibió en aquel beso el frío de la
muerte, que ya tenía señalada aquella cabeza
predilecta del infortunio, y por la primera vez en su vida
dirigió la cara al cielo para pedir «a ese Dios de
justicia» el castigo de los autores de «tanta
villanía». Doña Manuela y sus hijos se
establecieron en la ciudad de Caracas. Duarte prefirió ir
a probar fortuna en el interior de Venezuela. Ejerció
durante algún tiempo el comercio en distintas poblaciones
de la costa del Caribe y luego se internó por el Orinoco
en las zonas más apartadas del territorio venezolano.
Vagó errante por espacio de muchos meses. Una
extraña sed de peregrinación se apodera de
él en este tiempo. Camina sin rumbo fijo y parece
arrastrado por el deseo de substraer-se de toda
comunicación humana. Cuando llega a Río Negro,
aldea enclavada en plena selva, se resuelve a plantar su tienda
en medio del desierto, donde nadie sea capaz de descubrir sus
rastros ni de intentar ponerlo de nuevo en contacto con el mundo.
Para él ha llegado la hora de la soledad, la hora de la
expiación, y se dispone a apurar tranquilamente su
cáliz viviendo encerrado dentro de si mismo como un monje
en su celda. Negro es una pobre aldea de indígenas situada
en la raya que por la parte del Orinoco divide al Brasil de
Venezuela. La cordillera de los Andes de un lado y las selvas con
sus grandes masas de verdura del otro, cierran por todas partes
el valle escondido sobre la altiplanicie y aíslan
prácticamente a los pocos seres que allí viven de
todo contacto con la civilización humana.
El caserío paupérrimo> compuesto de
construcciones primitivas que se amontonan en desorden en el
recodo donde el terreno ofrece menos dificultades para el
tránsito, permanece durante las noches .expuesto a las
incursiones de las fieras y en el día tiene el aspecto de
un oasis montaraz convertido en una aldea de pescadores. La
mayoría de la gente que allí reside dispone apenas
de lo necesario para vivir miserablemente y los que no se dedican
a la cacería o al pastoreo en los sitios que no han sido
arropados por la selva, tienen el cultivo del maíz o la
matanza de animales salvajes como ocupación cotidiana. El
villorrio carece de escuelas y su única
comunicación con el resto del país se realiza a
través del río en embarcaciones rústicas
fabricadas por los vecinos más industriosos. De cuando en
cuando, llega a lomo de mulo un correo que trae algún
periódico para la autoridad del lugar y que constituye el
único contacto que una o dos veces en el año tienen
con el mundo los humildes habitantes de este caserío
olvidado. El paisaje circundante, sin embargo, no carece de
majestad, y la cercanía de la selva le imprime a todo
cierto encanto de naturaleza salvaje. Basta asomarse al Orinoco o
adentrarse algunos pasos en el mar de árboles
entrecruzados que a poca distancia de allí encrespa sus
ramajes y cubre la tierra con un manto de verdor, para arrobarse
en la contemplación de mil cosas peregrinas: aves de los
más extraños matices, arbustos de todas las formas
y de todos los aromas, árboles de gigantescas proporciones
a cuyos pies hormiguea todo un mundo minúsculo; y por
dondequiera, un fuerte olor a humedad y a suelo virgen, semejante
al que debieron de despedir los bosques y los prados cuando
todavía la tierra, de reciente hechura, no había
sido manchada por las pasiones de los hombres. En este codo de
los Andes se reclutó Duarte
en 1845. Durante doce años
permanecerá en ese desierto casi sin comunicación
alguna con el resto del mundo. ¿Qué vida hizo
durante el tiempo en que permaneció allí oscuro y
olvidado? La historia no conserva sino muy escasos testimonios
sobre las actividades del apóstol en este período
de su existencia azarosa. Pero es fácil reconstruir su
diario de horas, porque en la soledad que se ha impuesto, la vida
tiene constantemente el mismo semblante y discurre con igual
monotonía. La población de Rio Negro, durante la
época en que allí se recluye el desterrado,
está constituida por gente rústica que carece de
toda inquietud espiritual y a la que la proximidad de la selva
envuelve en cierta atmósfera de primitivismo candoroso. La
vida no es" difícil en este rincón remoto, y a ello
contribuye no sólo la extrema simplicidad de las
costumbres, sin más exigencias que las estrictamente
primarias, sino también la abundancia de caza y la riqueza
del suelo, que no escatima a nadie sus frutos ni sus aguas y que
permite a todos vivir con poco esfuerzo de los recursos
comunes.
Duarte ha ido allí en busca de sosiego para su
espíritu, y se resigna a vivir en medio de la mayor
pobreza. Los vecinos, a cambio de un poco de instrucción
que el apóstol suministra a la niñez de la aldea,
le permiten compartir sus escuálidos medios de
subsistencia y disfrutar a sus anchas de la paz del desierto.La
estancia en Río Negro constituye por sí sola una
prueba de que Duarte era un ser extraordinario. Para medir el
sacrificio que se impuso voluntariamente, basta recordar que el
apóstol, quien había sido rico y había
disfrutado en Europa de las exquisiteces suntuarias de la vida
civilizada, no gozó durante este tiempo ni siquiera del
placer espiritual de la conversación con personas de la
misma cultura. La meditación y la lectura fueron en esta
temporada de aislamiento su ocupación constante. Por medio
de estos ejercicios espirituales, convertidos en faena diaria,
llega Duarte gradualmente hasta el punto máximo de
perfección que cabe en la naturaleza humana. Los grandes
penitentes de la Iglesia, aquellos que pasaron casi la vida
entera en el desierto y allí aprendieron a descargar la
carne de todas sus impurezas terrenales, no igualan en paciencia
y en resignación al solitario de Río Negro. Si la
verdadera santidad consiste en vencerse a si mismo y en ejercer
completo imperio sobre sus instintos, el prócer dominicano
alcanzó ese ideal de manera absoluta. Su expiación
resulta todavía más grande cuando se piensa que el
aislamiento que voluntariamente se impuso no se debió a un
sentimiento de soberbia ni a un arranque de despecho. Si hubiera
quedado en su alma, cuando tomó esa resolución
heroica, algún rezago de ambición o algún
resto de orgullo, hubiera buscado el modo de alimentar desde el
exilio la hoguera de las revoluciones, o hubiese proferido alguna
vez palabras de venganza contra sus perseguidores o hubiera
salido de su retraimiento cuando el presidente Jiménez
llamó en 1848 a los próceres desterrados por
Santana y garantizó su retorno con un decreto de
amnistía. Otros caudillos de la causa separatista,
"más impacientes o de corazón menos austero,
volvieron al país tan pronto desapareció Santana
del poder y participaron con voracidad en el reparto de las
jerarquías oficiales. Sánchez fue comandante del
departamento de Santo Domingo en la administración que
sucedió a la del déspota que hizo dictar la
sentencia del 22 de agosto, y Mella empezó a mezclarse
activamente desde entonces en las turbulencias intestinas que por
largo tiempo sumieron al país en la anarquía.
Sólo Duarte permanece en el retiro del Río Negro.
Sólo él no desciende de su altura para mezclarse en
las pequeñas disputas por el mando o para contribuir a la
división y a la discordia tomando partido en la pugna de
los que se discuten las preeminencias políticas. Por eso
es Duarte la única conciencia civil definitivamente pura
que ha existido en la República; por eso es él el
idealista integérrimo, el varón de vida inculpable
que llevó con más dignidad su martirio y que
más lejos estuvo del tributo miserable que cada hombre
está obligado a pagar, en mayor o en menor cuantía,
a las concupiscencias humanas.
En una de sus peregrinaciones por el Orinoco,
conoció Duarte al ilustre sacerdote San Gerví,
misionero portugués que en el ejercicio de su ministerio
solía visitar de cuando en cuando aquellas zonas casi
inhabitadas. El prócer dominicano impresionó
favorablemente al religioso. De sus conversaciones, orientadas
casi siempre hacia temas espirituales, nació una amistad
profunda, sellada por una simpatía recíproca, que
se fue luego fortaleciendo en contactos sucesivos. San
Gerví cobró afecto paternal al proscrito y fue
acaso el único hombre que penetró en el fondo de
esa conciencia de limpidez extraterrena. El drama
patriótico de Duarte enterneció al misionero
portugués, que se propuso> desde el primer día,
atraer a aquel hombre, de pureza verdaderamente sacerdotal, al
seno de la religión. El misticismo del prócer
dominicano, patente en toda su obra de patriota, cobró a
su vez mayor fuerza que nunca al contacto con el espíritu
elevadísimo de San Gerví, quien poseía una
vasta ilustración y era, además, una inteligencia
asiduamente cultivada. Poco a poco fue convenciendo el sacerdote
al apóstol para que mitigara su soledad y se retirase a un
sitio menos inhospitalario y menos distante del comercio humano.
Hacia 1860 se establece Duarte en la región del Apure y
aquí reanuda sus pláticas con San Gerví,
quien le enseña el portugués y lo familiariza con
los misterios de la Teología y de la historia sagrada.
Estos estudios inclinan al Padre de la Patria, de manera casi
irresistible, hacia el sacerdocio y sólo el presentimiento
de que todavía podía ser útil a su
país le aparta en esta ocasión del camino de la
Iglesia. La muerte de San Gerví, acaecida en las
postrimerías de 1861, hiere duramente el corazón
del proscrito. Durante estos últimos años, se
había habituado Duarte a la comunión diaria con el
virtuoso sacerdote, y al verse privado de ese apoyo moral,
único alivio de su ya largo destierro, se despierta en
él súbitamente el deseo de regresar a la
civilización y de reincorporarse al mundo. Un suceso
imprevisto, el cual coincide de modo providencial "con su nuevo
estado de ánimo, lo decide a abandonar la selva y a
establecerse otra vez en Caracas: algunos de sus parientes,
enterados al fin de la residencia del desaparecido, le escriben
desde Curazao y le dan la «funestísima noticia de la
entrega de Santo Domingo a España», así como
la de la muerte de Sánchez en el calvario de « El
Cercado». Ya nada lo detiene, y la voz del patriotismo se
levanta poderosa en su alma con una fuerza de que careció
el decreto de amnistía dictado por el presidente
Jiménez a raíz de la primera caída de
Santana. El 8 de agosto de 1862 reapareció Duarte en la
capital venezolana. Venía prematuramente. envejecido por
su permanencia de diecisiete años en el desierto. Los
cabellos, transformados en anillos de plata, daban un aspecto
venerable a la cabeza, que parecía abrumada por un peso
extraño, como si. el prócer hubiera adquirido en la
soledad el hábito de mirar más hacia la tierra que
hacia la cara de los hombres. Monseñor Arturo de
Meriño, quien lo conoció en esta época,
habla de la impresión que le causó la figura del
apóstol, transformada por veintiún años de
soledad, y recuerda que sus labios convulsos sólo se
abrían para perdonar a sus enemigos y para dolerse de los
males «que había sufrido y sufría entonces
con mayor intensidad la patria de sus
sueños».
En Caracas encontró Duarte a su hermano Vicente
Celestino. Pasadas las primeras efusiones, provocadas por
más de cuatro lustros de separación, hablaron
extensamente de cuanto había ocurrido en la patria durante
la permanencia del fundador de La Trinitaria, entre las tribus
todavía semisalvajes del Orinoco. El relato de Vicente
Celestino se cierra con la narración de los
acontecimientos que se registraron en la República a
raíz de la anexión a España, y con
patéticas referencias a la tragedia de «El
Cercado». Dentro del dolor que le causa la
destrucción de su obra, Duarte siente renacer su optimismo
y confía en el desquite, anunciado ya por algunos signos
alentadores. La protesta del coronel Juan Contreras y la sangre
vertida inexorablemente en San Juan, prueban que el país
no ha perdido el amor a sus libertades y que la anexión,
lejos de responder a un verdadero estado de conciencia nacional,
procede de los mismos grupos que bajo el dominio de Haití
se opusieron a la independencia absoluta. Pedro Santana, autor
principal de la traición, ¿ no había
pertenecido a la falange de los afrancesados? Los amigos que haya
Duarte en la ciudad del Ávila, aunque simpatizan con sus
ideas patrióticas le aconsejan moderación en sus
planes y lo urgen a que resuelva ante todo el problema de su vida
privada. El doctor Elías Acosta, distinguido hombre de
ciencia que le había mostrado, desde su segunda visita a
Caracas, cierta simpatía no exenta de admiración,
le ofreció un destino público en el Ministerio del
Interior, pero supeditando ese beneficio a la condición de
que Duarte renunciara a su ciudadanía de origen para
adquirir la nacionalidad venezolana. La oferta aparece
acompañada, sin duda para no herir la sensibilidad
patriótica del desterrado, de una promesa de ayuda en
favor de los proyectos que abriga el apóstol para:
promover en su propio país un nuevo movimiento de
opinión contra el dominio extranjero.
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