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El antes y el después de la independencia de República Dominicana (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Mientras Juan Pablo Duarte pasa con sus
discípulos del trato puramente intelectual al
conciliábulo patriótico, las autoridades haitianas
contemplan con indiferencia los movimientos de este grupo de
conspiradores: el gobernador, Alexis Carné, sucesor de
Borgellá, no sospecha siquiera que aquel joven
pálido, que parece tener el soñar y el leer libros
de filosofía por ocupación constante, sea capaz de
erigirse en vengador de su patria y de encender la llama de la
revolución en el alma de la nacionalidad sojuzgada. Una de
las pruebas más significativas de la elevación
espiritual de Duarte es su sed de sabiduría y su amor a
los estudios desinteresados. Desde que aprende a leer, bajo la
dirección de su madre y de la señora de Montilla,
muestra una curiosidad intelectual insaciable. Después de
su retorno de España, se dedica con más
tesón que nunca a atesorar conocimientos para el cultivo
de su propio espíritu y no para fines de utilidad
inmediata. Desde la niñez siente el hechizo de la
Geografía y la atracción de los viajes. Con el
afán de conocer tierras exóticas y con el gusto por
los estudios geográficos, nace en él el amor a las
más diversas lenguas extranjeras.

Empieza a estudiar el inglés en la adolescencia
con un ciudadano británico residente a la sazón en
Santo Domingo, el señor Groot, y luego lo perfecciona con
míster Davis durante el tiempo en que permanece en Nueva
York de paso para Europa. Las nociones de lengua francesa que
adquirió en su propio país, gracias a la
estimación que le cobró monsieur Bruat, seducido,
como todos los maestros de Duarte, por la curiosidad
científica que tanto llamó su atención en
este adolescente de inteligencia despejada, se ensancharon
prodigiosamente no sólo durante su estancia en
París, sino también en forma constante
después de su regreso a la patria, sin duda porque el
futuro caudillo de la separación se dio cuenta desde el
principio de la importancia que tendría para la
realización de sus planes el dominio del habla de los
invasores. Cuando llega a Hamburgo, a raíz de su segundo
destierro, se dedica con calor al estudio de la lengua alemana, y
luego persiste durante largo tiempo en él la
aspiración a dominar ese nuevo idioma que lo seduce por
las perspectivas que ofrece a sus estudios filosóficos y
porque pone a su alcance una fuente científica de riqueza
insospechada.

El doctor Juan Vicente Moscoso lo inició en 1834
en los misterios de la lengua latina. El aprendizaje del
latín excita particularmente su curiosidad, no sólo
porque esa lengua madre le da acceso al mundo de Tácito y
de los historiadores antiguos, verdadero centro de su alma que
parece pertenecer a los grandes tiempos del patriotismo romano,
sino también porque ya las Sagradas Escrituras, su libro
de cabecera, le habían infundido el amor al sacerdocio y
habían despertado en su corazón la llama religiosa.
La filosofía fue otra de las aficiones desinteresadas de
Duarte.

Empezó a cursaría en España, y el
hecho de hallarse nuevamente en auge, cuando visita por primera
vez a Barcelona, las enseñanzas de Raimundo Lulio, lo
lleva al través de los libros del beato mallorquín
a familiarizarse con ese aspecto de la cultura humana. Tan
profundamente se penetró del espíritu de las
ciencias filosóficas, que luego manifestará su
devoción a esa disciplina con palabras dignas de
Sócrates: «La política no es una
especulación; es la ciencia más pura y la
más digna, después de la
filosofía, 
de ocupar las inteligencias
nobles.» Con el sacerdote peruano Gaspar Hernández,
activo animador de la idea separatista, continuó en 1842
los estudios que inició en Cataluña.
Después, en los cuatro lustros pasados en el desierto, sin
más compañía que la de las tribus
semisalvajes del Orinoco, el estoicismo que la filosofía
sembró en su alma tendrá ocasión de
ejercitarse hasta un grado que rebasa los límites del
sufrimiento humano. El ejemplo de Raimundo Lulio, en cuyas
doctrinas se nutrió su mente todavía no trabajada
por otras tendencias filosóficas, debió de
presentársele más de una vez en la selva bajo la
forma trágica del mártir perseguido por los
infieles y apedreado ante las aras de los ídolos
bárbaros con saña supersticiosa. Las
matemáticas le revelan por aquella misma época sus
secretos que carecen de aridez para este estudiante incansable a
quien ante todo seducen los severos perfiles de la verdad
científica. La sequedad de esta disciplina, aparentemente
en desacuerdo con sus  aficiones literarias, no le impide
consagrar largas horas a la música y recibir del profesor
Calié lecciones de dibujo.

Con el músico dominicano Antonio Mendoza
domina  desde muy joven la flauta y se inicia en algunos
instrumentos de cuerda. De España trajo en 1833 una
incontenible afición a la guitarra. Con la música
alterna la poesía. Antes de que la política absorba
por completo su espíritu y lo aparte de esas distracciones
inocentes, intenta más de una vez expresar en versos y en
fragmentos musicales los sentimientos propios de su juventud
soñadora.

Pero Duarte no fue un hombre de genio creador, sino de
inteligencia poderosamente receptiva. Nunca acertó a
traducir las crisis de su alma sino en poemas mediocres y en
documentos de gran altura moral pero de forma desmedrada. El
hecho mismo, sin embargo, de que la naturaleza le hubiera negado
e don de los artistas creadores, hace  aún más
digna de admiración y de respeto su tendencia a los
estudios desinteresados en su amor a la filosofía y al
dibujo, a las matemáticas y a la poesía, a los
idiomas y a la música, no interviene el estímulo
económico ni se refleja aquel sentimiento de vanidad y de
orgullo que es el que a menudo excita la sensibilidad
artística el que desata muchas veces en el hombre la vena
de la inspiración literaria. Mientras cultiva su
espíritu, Duarte no cesa de transmitir los conocimientos
que adquiere a la juventud de su ciudad nativa.

Durante cuatro años consecutivos, de 1834 a 1838,
no ha dejado de ofrecer clases de idiomas y de matemáticas
a un grupo de jóvenes humildes que acuden todas las tardes
al almacén situado en la calle de «La
Atarazana».
A los más preparados,
pertenecientes muchos de ellos a las familias más
distinguidas de la antigua capital de la colonia, les franquea
las puertas, de la filosofía y de otras ramas de las
humanidades. La popularidad y el ascendiente del joven maestro
cunden sobre una gran parte de la población con este
apostolado. Muchos de los discípulos empiezan a sentir por
él una adhesión fervorosa. Su sabiduría y su
dedicación a la enseñanza de la juventud le han
convertido en el centro de un grupo numeroso de conciencias
juveniles en las cuales se agita en cierne la patria en
esperanza. Duarte se ocupa durante estos cuatro años en
mantener al día los libros del establecimiento comercial
de su padre. Pero como no es mucha la labor que exige el escaso
movimiento del almacén de don Juan José Duarte,
debido a que la demanda de artículos de marinería
había considerablemente mermado con las medidas adoptadas
por Boyer para aislar la isla del comercio extranjero, el joven
contabilista dispone de casi todo su tiempo para la obra de
preparar a la juventud que ha de realizar la
independencia.

Al mismo tiempo que suministra lecciones gratuitas de
aritmética y de lengua inglesa a jóvenes
procedentes de todas las clases sociales, hace circular sus
libros entre los discípulos más aventajados y se
ocupa personalmente en atraer de nuevo a quienes se muestran
tibios o a quienes desertan por apatía de sus clases
improvisadas. Pronto el almacén de «La
Atarazana» se convierte en sede de una junta
revolucionaria. La palabra de Duarte ha penetrado en el
corazón de un grupo de jóvenes idealistas y poco a
poco se han fundido las voluntades de todos en una
aspiración común: la de separar la parte
española de la isla de la parte haitiana. Pero ahora la
liberación no se realizaría, como en 1809, en
beneficio de España, sino en provecho exclusivo de
la  antigua colonia, que sería esta vez
emancipada.

Duarte lanza, pues, la idea, y la acogen con entusiasmo
aquellos de sus discípulos que más se han destacado
por su fervor a los principios que predica el apóstol y
aquellos que le testimonian una fidelidad más abnegada:
Juan Isidro Pérez, Pedro Alejandrino Pina, Félix
Maria Ruiz, Benito González, Juan Nepomuceno Ravelo,
José María Serra, Felipe Aifau y Jacinto de la
Concha. La misión de esta junta, para cuya
instalación debía escoger su iniciador alguna fecha
solemne, consistiría en preparar, dentro de un ambiente de
sigilo, la conjura contra los invasores. Los resultados
dependerían, según lo hizo saber al grupo el propio
Duarte, de que entre los ocho elegidos no se filtraran ni
vacilantes ni traidores.

Uno de los ocho, tal vez el único que
había nacido en cuna de marfil y cuya familia había
disfrutado de no escasa influencia bajo la dominación
española, frunció el ceño al oír esta
advertencia, que tuvo en labios del apóstol la
entonación y el sentido de una consigna
sagrada.

El 16 de julio de 1838 convocó Duarte a sus
discípulos para constituir, bajo la adveración de
la Virgen del Carmen, cuya festividad se solemnizaba ese mismo
día, la sociedad patriótica «La
Trinitaria». El sitio escogido para la reunión fue
la casa de Juan Isidro Pérez de la Paz, acaso aquel de los
ocho elegidos que amó más tiernamente a Duarte, la
cual se hallaba situada en la calle del Arquillo o calle de los
Nichos, frente al antiguo templo de Nuestra Señora del
Carmen y contigua al hospital de San Andrés. Doña
Chepita Pérez, madre de Juan Isidro, había salido
de su hogar desde las primeras horas de la mañana para
asistir en la iglesia vecina a las solemnidades del día.
Toda la calle se encontraba desde el amanecer invadida de fieles
que se dirigían al templo o charlaban en los alrededores.
El Arzobispo don Tomás de Portes e Infante, quien gozaba,
desde que se prestó a suscribir la humillante circular del
15 de septiembre de 1833, de la confianza de los dominadores,
escogió la celebración del día de Nuestra
Señora del Carmen para hacer aquel año una
extraordinaria demostración de la fe religiosa del pueblo
dominicano.

Hacía muchos años que la religión,
ferozmente perseguida por el gobernador Borgellá,
consciente del valor de la fe como elemento de resistencia moral
en las grandes crisis de los pueblos, se hallaba amenazada de
muerte como todo lo que en la antigua colonia representaba
algún vestigio del alma o de la civilización
española. Pero en 1838, las autoridades haitianas,
ignorantes todavía de los trabajos revolucionarios de
Duarte y sus discípulos, permanecieron indiferentes ante
aquellas manifestaciones de fervor religioso, y aun muchos de los
representantes del poder civil y militar, con Alexi Carrié
a la cabeza, se asociaron entusiastamente al regocijo de la
población nativa. Duarte, que todo lo tenía
previsto y que se empeñaba en rodear su obra subversiva
del mayor secreto, eligió aquel día para la
fundación de «La Trinitaria». Por entre los
grupos de fieles, reunidos frente a la iglesia en espera de que
se iniciara la procesión, fueron pasando inadvertidamente
los nueve conjurados.

Las mujeres, en su mayor parte pertenecientes a las
clases humildes, y los numerosos hombres y niños de todos
los barrios de la ciudad que iban y venían de un extremo a
otro de la Plaza del Carmen, no fijaron probablemente la
atención en ninguno de los patriotas que esa mañana
se disponían a suscribir, a pocos pasos de allí;
acaso a la misma hora en que las campanas anunciaran la salida de
la imagen venerada, cuya conducción se disputaban los
devotos, un pacto de honor para redimir de su esclavitud al
pueblo dominicano. Cuando todos los que habían recibido la
cita de honor se hallaron presentes en la casa número 51,
acomodados en las butacas de pino de aquel hogar en que todo
respiraba orden y limpieza, Duarte se puso en pie para explicar a
sus discípulos el motivo de la convocación y
enterarlos de sus proyectos. Empezó su discurso,
largamente meditado, con aquella voz suave, vibrante de
emoción, que todos conocían bien por haberla
oído tantas veces en el diálogo familiar o en la
cátedra revolucionaria. Después de aludir a la
solemnidad del día, propicio a la determinación que
iban a adoptar, puesto que en ésta iría envuelto un
juramento sagrado, habló de los padecimientos de la patria
y de la necesidad de organizar su liberación por medio de
una propaganda sigilosa pero incesante y activa. Ningún
recurso debía ser omitido para lograr esos fines. Si el
buen éxito de la empresa exigía que se utilizara la
simulación, cada uno de los firmantes del pacto
debía tratar de mezclarse con los invasores para conocer
mejor sus designios, para descubrir sus planes, o para fomentar
cuidadosamente a sus espaldas la propaganda subversiva. El primer
paso que debía darse era el de una labor de
agitación secreta dirigida a levantar la fe del
país que permanecía con la conciencia postrada. Los
nueve debían multiplicarse difundiendo infatigablemente el
ideal revolucionario entre todos los dominicanos. Pero nadie, con
excepción de los comprometidos en el pacto que
serviría de base a la constitución de "La
Trinitaria", debía conocer las actividades del grupo que
se organizaría como sociedad secreta.

Los nueve socios fundadores actuarían en grupos
de tres, y dispondrían de ciertas señales
simbólicas para comunicarse entre si: cuando un trinitario
llamaba a la puerta de otro, éste podía
fácilmente, según el número de golpes, saber
si su vida corría o no peligro, o si el plan en
ejecución había sido o no descubierto por los
invasores. Un alfabeto criptológico sería adoptado
con el fin de mantener las actividades de «La
Trinitaria» en el misterio para toda persona que no fuese
miembro de ella. Cualquier mensaje transmitido a uno de los
nueve, a altas horas de la noche, podía ser descifrado con
ayuda de una de las cuatro palabras siguientes: confianza,
sospecha, afirmación, negación. Nada escapaba a la
cautela de Duarte. Sus discípulos le oían con el
alma en tensión.

A medida que hablaba el apóstol, los ojos de los
oyentes fosforecían y su ánimo iba pasando del
asombro a la admiración calurosa. Pero los semblantes,
graves en el momento de recoger los detalles del plan así
esbozado, cambiaron súbitamente de color cuando el maestro
propuso a los discípulos la fórmula del juramento
que debían prestar para pertenecer a «La
Trinitaria» y organizar desde su seno la revolución
contra las autoridades haitianas. Uno tras otro, los ocho se
pusieron en pie, frente a Duarte, para prestar el juramento y
suscribirlo luego con sangre: «En el nombre de la
Santísima, Augustisima e Indivisible Trinidad de Dios
Omnipotente: Juro y prometo por mi honor y mi conciencia, en
manos de nuestro Presidente Juan Pablo Duarte, cooperar con mi
persona, vida y bienes, a la separación definitiva del
gobierno haitiano, y a implantar una república libre,
soberana e independiente de toda dominación extranjera,
que se denominará República Dominicana. Así
lo prometo ante Dios y el mundo. Si tal hago, Dios me proteja; y
de no, me lo tome en cuenta y mis consocios me castiguen el
perjurio y la traición si los vendo.» Después
de suscrito el documento, con sangre sacada por cada uno de los
firmantes de sus venas, Duarte continuó sometiendo a la
aprobación de sus discípulos los demás
pormenores del plan por él concebido. La República
que se proponían crear debía tener su escudo y su
bandera.

La insignia nacional constaría de un lienzo
tricolor en cuartos, encarnados y azules, atravesados por una
cruz blanca. El simbolismo de esta bandera estaría en
oposición con el que quisieron infundir a la suya los
libertadores haitianos. El color blanco, condenado por
Des-salines como un emblema de discordia, seria para los
habitantes de la parte oriental de la isla el símbolo de
los ideales de paz bajo cuyo imperio nacería la
República libre de todo odio de raza y fundida, como en un
molde inviolable, en el principio de la solidaridad humana.
«La cruz blanca dirá al mundo – subrayó el
apóstol- que la República Dominicana ingresa a la
vida de la libertad bajo el amparo de la civilización y el
cristianismo.» Mientras el maestro hablaba, los
discípulos permanecían enmudecidos. Ninguno usaba
interrumpir a aquel hombre que parecía inspirado por un
numen divino. Los aires que se colaban por las claraboyas
abiertas en lo alto de las paredes, traían a la sala de la
reunión un vago olor a incienso y ecos de la
algarabía de las multitudes aglomeradas en la plaza
vecina.

De pronto se hizo en la calle un silencio profundo, y
acto seguido las campanas llenaron los ámbitos con sus
voces estruendosas. La procesión acababa de iniciarse y la
imagen de Nuestra Señora del Carmen, conducida en hombros
de los fieles, pasaba frente a la casa número 51 de la
calle del Arquillo. Duarte aprovechó aquel momento solemne
para pronunciar con acento cálido las siguientes palabras:
«No es la cruz de nuestra bandera el signo del
padecimiento, sino el símbolo de la redención. Bajo
su égida queda constituida la sociedad "La Trinitaria", y
cada uno de sus miembros obligado a reconstituiría
mientras exista uno, hasta cumplir el voto que acabamos de hacer
de redimir la Patria del poder de los haitianos.» Los ocho,
puestos en pie, escucharon estas palabras como si descendieran
del cielo.

Duarte se acercó entonces a sus discípulos
y después de abrazarlos como un padre, se sentó
entre ellos a discurrir sobre las posibilidades de la obra que
iban a emprender y sobre los sacrificios que su ejecución
exigiría de quienes asumieran la responsabilidad de
realizarla. Cuando más embebidos estaban en sus
sueños, sonaron algunos golpes en la puerta de la calle.
Juan Isidro se levantó a abrir y doña Chepita
Pérez, quien traía el rostro encendido y la
respiración jadean te, irrumpió en la sala con su
libro de rezos y su mantilla en la mano. Todos se pusieron en pie
para recibirla y aguardaron a que la anciana se sentara y
recogiera en su ancho pañolón de batista las gotas
de sudor que descendían de su frente, para Interrogarla
sobre la ceremonia religiosa que acababa de efectuarse en los
alrededores.

La madre de Juan Isidro Pérez, a pesar de que no
había recibido más instrucción que la que se
daba entonces a las mujeres de la época, constituida por
nociones científicas rudimentarias y por el aprendizaje
día tras día de la doctrina cristiana, era una
matrona inteligente y locuaz en quien la delicadeza del
espíritu apuntaba bajo las arrugas del semblante
bondadoso. Amaba tiernamente a su hijo, y aunque desde
hacía algún tiempo advertía sus silencios
prolongados y el aire melancólico con que clavaba
frecuentemente en ella su mirada distraída, no sospechaba
aún el sentido de aquellas actitudes extrañas. La
presencia aquel día en su casa de Juan Pablo Duarte y sus
demás compañeros no sorprendió gran cosa a
doña Chepita, quien una vez que hubo dominado la
sofocación con que entró de la calle refirió
a sus interpelantes todos los detalles de la fiesta recién
celebrada.

El discurso pronunciado desde el púlpito de la
iglesia del Carmen la había conmovido hondamente. Esta
pieza oratoria, si bien ceñida al espíritu de
sumisión prometido por el nuevo Jefe de la Iglesia a las
autoridades haitianas, no había sido tan entusiasta de los
beneficios de la indivisibilidad como la que en 1834
predicó desde la catedral el Padre José Ruiz,
más célebre por la tormenta que se desató el
mismo día en que iba a ser enterrado, que por la
elocuencia o por el nervio patriótico de sus sermones. El
clero, aunque muy lejos de la  serena altivez con que
actuó, frente al invasor, mientras fue dirigido por el
Padre Valera empezaba ya, por lo visto, a independizarse de la
tutela que Alexis Carné había logrado imponerle
gracias a su astucia, más eficaz y mejor disimulada que la
de sus predecesores.

El rostro de doña Chepita expresaba la
satisfacción que la invadía al comprobar que
aún no había desaparecido, no obstante los
dieciséis años pasados bajo la barbarie haitiana,
la fe del pueblo en la religión de sus mayores. La fe
incontaminada de aquella matrona de alma pura, imagen viviente
del hogar nativo, aún no viciado por los dominadores, fue
para Duarte y sus discípulos un nuevo motivo de esperanza.
La patria no estaba perdida, puesto que todavía el pueblo
creía en la religión de sus antepasados y puesto
que aún sabia que la cruz, emblema de la pasión,
era también el símbolo supremo de todas las
redenciones humanas. La Trinitaria creció con rapidez
asombrosa: poco tiempo después de instalada, ingresaron en
ella jóvenes de todas las categorías sociales.
Sólo permanecieron fuera de la institución los
hijos de aquellas familias que a la sombra del gobierno de Boyer
habían logrado conservar y aun extender en algunos casos
las preeminencias de que disfrutaron bajo los gobiernos de la
España Boba.

La red de la conspiración se iba extendiendo con
sigilo, pero tendía a abarcar a toda la sociedad de
ascendencia española. La obra de propaganda realizada
después del 16 de julio de 1838 revela a Duarte como
hombre dotado de energías portentosas. No puede perderse
de vista, en efecto, que hasta el día en que surge
«La Trinitaria» la flor del país coopera con
las autoridades de ocupación. Algunos hombres notables,
aunque sienten por la soldadesca de Boyer una repugnancia
instintiva, colaboran activamente en la obra de desnacionalizar
el país y de adormecer su conciencia con sofismas como el
de la indivisibilidad de la isla y el del carácter
irremediable de la dominación haitiana. Uno de aquellos
hombres, el defensor público don Tomás Bobadilla,
se había prestado a escribir el documento en que
Haití respondía a los alegatos de España en
favor de la restitución de la colonia a sus antiguos
señores. Otros, como Buenaventura Báez y el
presbítero Santiago Díaz de Peña, se
disputaban en las asambleas de Puerto Príncipe la
representación de sus provincias respectivas. Vencer ese
estado de descomposición moral y combatir esa inercia
aniquiladora, era la obra reservada a Duarte y a los que se
asociaron a él para fundar «La Trinitaria».
Pero entre los nueve fundadores se había filtrado un
traidor: Felipe Alfau.

Pertenecía este fariseo a una familia más
española que dominicana. Sacó al país,
durante la colonia, todo género de gajes y se alió,
después de la independencia, al partido de los
anexionistas y al de los sostenedores más implacables de
la tiranía de Santana. El padre de Felipe, don
Julián Alfau, fue de los que en la Junta convocada por
Duarte, en vísperas de la llegada al país del
ejército de Charles Hérard, se ladeó en
favor de la prudencia y pidió que se desechara toda idea
de resistir al invasor en nombre de la cordura. Felipe Alfau, si
bien fue un hombre de valor y acaso rivalizó con Santana
como conductor de tropas y como estadista de voluntad
enérgica, parece haber sido un político de
temperamento díscolo y de susceptibilidad
exagerada.

Después de haber recibido toda clase de
distinciones del héroe del 19 de marzo, se disgustó
por un motivo baladí de su protector y le miró
desde entonces con cierta hostilidad rencorosa. Luchó con
arrojo frente a los haitianos en «El Memiso» y en
«Sabana Larga», donde su dirección
influyó poderosamente en el triunfo de las armas
dominicanas. Pero no amó al país, y a lo que en
realidad servía, cuando peleaba contra Haití, era a
sus sentimientos españolistas furibundamente arraigados.
Tenaz, como buen aragonés, aunque accidentalmente nacido
en territorio dominicano, empleó desde el primer
día todo su poder de fascinación y todo el
prestigio vinculado a su apellido para inclinar a Santana en
favor de la reincorporación de la República a
España. Hay que reconocer, en honor suyo, que fue leal a
su sangre y a su raza, aunque en los días difíciles
que precedieron a la independencia fue de los que se
plegó, como Caminero y como Bobadilla, a los dominadores
indeseables. Si sirvió fielmente al hatero de «El
Prado» durante los primeros tiempos de su hegemonía
política, también fue de los autores intelectuales
de la anexión, esto es, fue uno de los hombres que
más trabajaron en desprestigio de Santana. Al hijo de
Julián Alfau se debió en gran parte que el futuro
Marqués de las Carreras, un déspota cegado por la
codicia y el orgullo, aceptara la reanexión a
España en vez de negociar, como parecía desearlo la
corriente de opinión más respetable del
país, un simple protectorado. Por egoísmo o por un
sentimiento de rabiosa y estúpida adhesión a la
tierra de sus antepasados, Felipe Alfau señaló
desde el primer momento a su jefe el partido menos digno y menos
aconsejable: el del sacrificio total de la independencia
solución repudiada por la casi universalidad de los
dominica. nos, que deseaban la ayuda de España para
sostener su libertad, pero que no querían esa
protección a trueque de una servidumbre absoluta. Si en
vez de Felipe Alfau, hombre más afecto a España que
a su propia tierra nativa, el escogido pan negociar con los
ministros de Isabel II hubiera sido un santanista del tipo de
Alejandro Angulo Guridi, dominicano de fibra patriótica
más pura que la del desertor de la sociedad «La
Trinitaria», acaso se hubiese logrado un acuerdo más
satisfactorio para el país y sin duda más duradero
que el que tuvo por base la reincorporación pura y simple
del territorio nacional a la monarquía española.
Pero Felipe Alfau, aunque figuró entre los primeros
miembros de «La Trinitaria», no compartió el
idealismo de Duarte ni fue capaz de medir la grandeza de su
apostolado. Cuando «La Trinitaria», la cual llevaba
apenas algunos años de existencia, trató de
extender fuera de la antigua capital de la colonia su obra de
propaganda clandestina, Duarte eligió a Simón,
nombre con que era conocido Felipe Alfau en el seno del grupo
revolucionario, para que llevara la semilla separatista al Cibao.
Pero Alfau, quien ya desconfiaba del triunfo de la causa de la
patria y se disponía a entenderse con los haitianos que
conspiraban contra el gobierno de Boyer, se negó a aceptar
la comisión y aludió con desdén a los
esfuerzos que realizaba el partido de la independencia. Su
actitud se hizo desde aquel día sospechosa. Todo
hacía esperar de él una delación que pusiera
a Duarte y a sus adictos a merced de las autoridades haitianas.
Los hechos demostraron luego que esas sospechas no eran
infundadas. Alfau fue quien denunció al general
Riviére los planes separatistas de los patriotas de
«La Trinitaria». Los treinta dineros que este Judas
recibió por su traición consistieron en el grado de
coronel del batallón de guardias nacionales, que
todavía en 1843 subsistía en la antigua capital de
la colonia.

Todos los trinitarios vieron desde entonces como un
desertor a este malvado. La siguiente anécdota pinta el
grado de animadversión que le cobró Sánchez
al perjuro. En las postrimerías de 1844, después de
una corta estancia en Irlanda, llegan a Nueva York algunas de las
víctimas del decreto que condenó a destierro
perpetuo a Duarte y a los principales caudillos de la Puerta del
Conde. Un día en que Francisco del Rosario Sánchez,
Ramón Mella y Pedro Alejandrino Pina, quienes figuraban
entre ese grupo de inmigrantes, acosados de su país por el
despotismo naciente de Santana, atravesaban una de las calles
portuarias de la gran urbe, tropezaron inesperadamente con Felipe
Alfau. Mella y Pedro Alejandrino Pina, desconcertados por aquel
encuentro súbito, corrieron hacia el compatriota para
abrazarlo con entusiasmo efusivo. Sánchez, en cambio,
miró con acritud al consejero de Santana, al antiguo
Simón de las conjuras secretas de «La
Trinitaria», y le volvió orgullosamente la espalda.
La actitud de Felipe Alfau dio lugar a que se disolviera
«La Trinitaria». Para ponerse a salvo de las
persecuciones a que la delación podía exponerlos,
Duarte y los que permanecieron adictos a la causa de la
independencia optaron por constituir una nueva junta
patriótica que disimularía sus verdadenes bajo la
apariencia de una sociedad de tendencias recreativas: «La
Filantrópica». El teatro fue el medio escogido
entonces para mantener viva en el espíritu público
la idea separatista. Duarte conocía la eficacia de las
representaciones dramáticas como órgano de
difusión de los ideales revolucionarios porque oyó
hablar, durante su estancia en Cataluña, del uso que se
hizo en España del teatro para levantar el sentimiento
nacionalista del pueblo contra la dominación francesa. En
sus maletas de viajero, el apóstol logró traer de
la Península en 1833 las obras de Martínez de la
Rosa y los dramas con que Alfieri, «el terrible
Alfien», como le llamó entonces uno de los
más ilustres afrancesados de la Madre Patria, había
puesto nuevamente de moda el puñal de Bruto y las
catilinarias contra los enemigos de la libertad. Los
discípulos devoraron estas obras bajo la dirección
del propio Duarte, y se concertó llevar a las tablas
aquellas que más se prestaran para sublevar el
espíritu del pueblo con declamaciones patrióticas y
con proclamas líricas sonoramente martilladas.

Los ensayos se realizaron en casas particulares, con el
fin de no despertar la curiosidad del gobernador Carné ni
hacer las reuniones sospechosas. Un distinguido ciudadano de
Santo Domingo de Guzmán, conquistado por el fervor de
Duarte y sus discípulos, ingresó poco tiempo
después en «La Filantrópica», y se hizo
cargo de transformar el viejo edificio de «La cárcel
vieja» en un teatro capaz de recibir cómodamente a
cientos de espectadores: la historia ha recogido el nombre de
este patriota, don Manuel Guerrero, entusiasta servidor desde
entonces de aquella cruzada de idealismo.

La apertura de este salón constituyó una
novedad sensacional en el ambiente de pesadumbre y de horror
creado por la dominación haitiana. Media ciudad
acudió la noche del estreno a presenciar « La viuda
de Padilla», llevada al escenario por actores improvisados
a quienes el ardor nacionalista convertía en
intérpretes admirables del gran drama de Martínez
de la Rosa, obra escogida con acierto si se piensa en el
énfasis oratorio que realza casi todas sus escenas y en la
abnegación con que los caudillos de la guerra de las
comunidades se exponen allí a las iras del despotismo para
sacar triunfantes los fueros ciudadanos. La presencia en el
escenario de Juan Isidro Pérez, a quien se confió
en «La viuda de Padilla» y en algunas de las
tragedias de Alfieri, como la titulada «Roma libre»,
la personificación de la libertad y el patriotismo, fue
saludada repetidas veces con aclamaciones ruidosas. El joven,
secundado en su empresa por Remigio del Castillo, Jacinto de la
Concha, Pedro Antonio Bobea, Luis Betances, José Maria
Serra y Tomás Troncoso, así como por algunas damas
en quienes también había prendido la llama
revolucionaria, comunicaba tanto fuego a los versos y subrayaba
con tanta intención las frases que de algún modo
resultaban aplicables a los dominadores, que la sala entera se
ponía en pie electrizada por aquel actor delirante. De tal
manera se posesionaban de su papel los intérpretes, que el
público participaba de sus emociones y se dejaba
fácilmente arrebatar por esos conspiradores que desde la
escena fulminaban rayos de indignación contra todos los
opresores de las libertades humanas.

El gobernador haitiano empezó pasando por alto
las primeras representaciones. Pero el público
acudía con tanto entusiasmo al teatro y los actores
provocaban en el auditorio tal delirio, que Alexis Carné
fue puesto por sus espías sobre aviso. El primer impulso
de las autoridades de ocupación fue el de suspender las
actividades de «La Filantrópica» y clausurar
el teatro. Pero se pensó que acaso esta medida
podía enardecer más los ánimos y contribuir
a que la candela de la revolución se extendiese más
aprisa. Faltaba, en todo caso, un pretexto para justificar una
orden que aparentemente iría encaminada a privar al pueblo
de la única diversión de que disfrutaba en aquellos
días calamitosos. El pretexto buscado por el gobernador
Carné se presentó, sin embargo, de improviso. Una
frase recalcada con excesiva intención desde las tablas,
dio lugar a que el funcionario haitiano irrumpiera una noche
inesperadamente en la sala llena de espectadores. Se ponía
en escena uno de los dramas escritos en la Península con
el propósito de ridiculizar a las autoridades francesas
durante los días de la invasión de España
por las hondas napoleónicas. Uno de los actores se
adelantó hacia el público y lanzó al aire
como una detonación estas -palabras: «Me quiere
llevar el diablo cuando me piden pan y me lo piden en
francés » Esta invectiva, declamada con voz
estentórea y recibida jubilosamente por el auditorio,
pareció sospechosa al gobernador Carné, que hizo
subir al escenario a uno de sus ayudantes con orden de exigir un
ejemplar impreso del drama en que figuraban las palabras
citadas.

El oficial haitiano examinó el libreto y
comprobó que efectivamente en él figuraba aquella
frase despectiva. El espectáculo continuó, pero a
partir de aquel momento los invasores redoblaron la vigilancia de
« La Filantrópica», y sus amenazas se tornaron
más concretas. El objetivo, sin embargo, ya estaba en
parte logrado, y las proclamas formuladas desde las tablas por
actores que mostraban a las multitudes el puñal de Bruto y
hablaban poseídos de entusiasmo revolucionario, iban bien
pronto a ser sustituidas por gritos de libertad lanzados desde un
escenario más activo: el de la conspiración armada.
Mientras «La Filantrópica»,
prácticamente dirigida, como sociedad dramática,
por Juan Isidro Pérez y por José María
Serra, realizaba desde el escenario una intensa labor de
propaganda revolucionaria, Duarte no descansaba, por su parte, en
la tarea de reunir prosélitos para la causa de la
independencia absoluta. Con el fin de preparar también el
ambiente en los países vecinos, en donde residían
desde la época de la cesión de la isla a Francia
numerosas familias oriundas de tierra dominicana, se
dirigió en 1841 hacia Venezuela. En Caracas se
hospedó en el hogar de sus tíos maternos, Mariano y
José Prudencio Diez. Después de enterarlos de sus
proyectos separatistas, y de lograr que ambos le ofrecieran su
apoyo en favor de la libertad de su tierra nativa, se
dedicó a visitar a todos los elementos dominicanos de
algún relieve que a la sazón residían en la
capital venezolana. En esta ocasión trabó amistad
con José Patín, con Teófilo Rojas, con
Hipólito Pichón, con Lucas de Coba, con Pedro
Núñez de Cáceres, con Antonio Madrigal y con
Antonio Troncoso y otros compatriotas residentes en Venezuela y
los interesó a favor de la causa nacional para que en el
momento oportuno ofrecieran parte de sus recursos
económicos, y, en caso necesario, sus servicios
personales, al grupo que en Santo -Domingo debía iniciar
la revuelta contra las autoridades haitianas. Obtenida la promesa
de ayuda de los dominicanos residentes en Caracas, Duarte
emprende entonces la labor de conquista de las personas de
nacionalidad venezolana que podían auxiliarle en su
empresa. Gracias a las relaciones de su familia con personajes
venezolanos que disponían de grandes influencias en la
política de aquel país, pudo llevar a los
círculos más distinguidos de la sociedad
caraqueña el anhelo que ya empezaba a hervir en las
conciencias dominicanas. Muchos venezolanos prominentes le
hicieron protestas de adhesión a la causa que
representaba, y prometieron secundar su obra en la hora precisa.
La travesía se hacía en aquella época en
barcos de vela que tocaban en diversas islas del Caribe. Duarte
aprovecha la permanencia de la goleta en que viaja en cada uno de
esos puntos de escala, para obtener en favor de la independencia
nacional nuevas adhesiones. Su ascendiente personal, el
extraordinario don de simpatía que le fue
característico, le permitió hacerse oír
donde quiera que estuvo en solicitud de ayuda para su patria
oprimida. Desde su retorno al país, se acerca al
presbítero Gaspar Hernández, con quien ya antes
había tenido contactos que le permitieron medir la
importancia del concurso que podría prestar a su causa el
ilustre sacerdote peruano, y lo induce a incorporarse activamente
a la cruzada emprendida por «La Trinitaria » en favor
de la independencia dominicana. El gran cura limeño,
seducido por el fervor revolucionario de su amigo, funda una
cátedra de filosofía, y a ella acude Duarte con sus
partidarios más fervorosos. Las clases se convierten desde
el primer día en junta de conspiración contra las
autoridades haitianas.

El padre Gaspar Hernández riega con el vigor de
su palabra la semilla sembrada ya por Duarte en la conciencia de
un grupo de jóvenes que se asociaron a él bajo el
juramento de morir o de rescatar la patria de la
dominación extranjera. Cuando la influencia de Gaspar
Hernández empieza a hacerse sentir en el alma de la
juventud dominicana, ya el ideal de la independencia, concebido y
calentado por Duarte, se halla en vías de concretarse en
una realidad venturosa. Pero el apóstol no desecha ninguna
oportunidad para mantener encendida esa aspiración en el
grupo de los elegidos y para extenderla cada día con
más fuerza a todas las esferas sociales. El elocuente
sacerdote venido del Perú, de donde trajo un rabioso
fervor españolista, secunda con calor los planes del
ilustre caudillo que creó «La Trinitaria», y
sus prédicas, transformadas en material explosivo gracias
al celo fanático con que el fogoso predicador acoge la
idea de la separación de las dos porciones de la isla,
cunden en todos los espíritus y ganan continuamente nuevos
prosélitos para el ideal de la independencia aun entre los
hombres que menos confianza mostraban en el triunfo de las ideas
revolucionarias.

Todavía falta algo más a Duarte para la
realización de sus planes. La juventud llamada a secundar
sus ideas y a convertir las prédicas en actos cuando
llegue el momento señalado, debe adiestrarse en el manejo
de las armas y poseer toda la aptitud indispensable para
intervenir en las operaciones militares que la expulsión
de los haitianos del suelo nacional hiciera necesarias. El
apóstol es el primero en dar el ejemplo a sus
discípulos, e ingresa a la guardia nacional como
«furrier» de una compañía compuesta de
elementos nativos.

Con el fin de que sus compañeros adquieran
también los conocimientos indispensables y se familiaricen
con la vida de los cuarteles, auxilia a los que carecen de medios
económicos para que se provean de sus propias armas y de
su propio uniforme. El celo que pone en el cumplimiento de sus
deberes, como miembro de la milicia nacional, así como el
ascendiente que aquí, como en todos los sectores donde
actuó, obtuvo desde el primer día sobre las tropas,
le permiten ascender en 1842 al grado de capitán del
batallón en que ingresó algún tiempo
después de su regreso de España. Aunque no es la
carrera de las armas el centro de su actividad, Duarte posee dos
años antes de iniciarse la guerra de la independencia,
mayores conocimientos que cualquiera de sus compatriotas en el
ramo de la milicia. El prócer estaba ya preparado para
dirigir la rebelión contra los invasores. Todo lo ha
previsto, y nada le falta ya para emprender, con seguridades de
éxito, la obra de emancipar a los dominicanos del yugo con
que Haití los oprime y los afrenta. Pero mientras Duarte
trabajaba sin descanso por la independencia absoluta, se
movía sigilosamente en la sombra, con la complicidad del
cónsul de francia, E. Juchereau de SaintDenys, el partido
de los afrancesados.

La creación de una república capaz de
subsistir por sí misma, sin el apoyo de una potencia
extranjera, era considerada por muchos dominicanos como un
sueño. Haití contaba, en 1843, con cerca de un
millón de habitantes, en su mayor parte de sangre
africana, y la porción oriental de la isla, reincorporada
a España en 1809, tenía apenas en esa misma
época sesenta o setenta mil almas, entre descendientes de
españoles y mestizos. Aunque Santo Domingo se declara
independiente, arrojando a sus vecinos más allá de
las fronteras de 1777, siempre subsistiría el peligro de
una invasión haitiana. Para los políticos
más sagaces y advertidos de aquel tiempo, el empeño
de Duarte en favor de la independencia «pura y
simple» no pasaba de ser el fruto de una imaginación
exaltada. Algunos ciudadanos de gran arraigo popular, como
Buenaventura Báez y José Maria Caminero, iban
aún más lejos, y calificaban la empresa de Duarte
como una aventura peligrosa. La independencia absoluta
podría traer mayores males a la patria y hacer
quizá más sólida la pretensión de
Haití de consolidarse en el señorío de la
isla entera. Si se desperdiciaba la ocasión de obtener el
apoyo de Francia o de otra potencia cualquiera, gracias al
sacrificio de la bahía de Samaná o de otro
jirón del territorio, la república del Oeste
podría fortalecer su dominio sobre Santo Domingo y acaso
lograr ella misma, mediante parecidas concesiones, la complicidad
de las grandes naciones colonizadoras para que la isla pasara a
ser propiedad exclusiva de quien pudiese alegar en favor suyo
mayor homogeneidad de raza y una población más
compacta y numerosa. Al oído de Duarte llegaron pronto las
maquinaciones de los afrancesados.

Ante el temor de que sus planes prosperaran y de que la
aceptación de Francia hiciera imposible todo esfuerzo en
favor de la independencia absoluta, el prócer
activó sus propios trabajos revolucionarios. En lo
sucesivo era preciso conducir la conspiración con
más audacia y aun exponerse a ser descubierto por el
espionaje haitiano. Duarte multiplica, pues, su actividad, y
celebra en su propia casa y en las de sus adictos reuniones cada
vez más nutridas. Su palabra, tocada de poderes
hipnóticos y de cierta sinceridad desbordante, convence a
los más fríos, y el partido de la «pura y
simple» tiende a engrosar sus filas con elementos
procedentes de todas las categorías sociales. Los
demás trinitarios siguen el ejemplo de su maestro, y bien
pronto la red de la conspiración se extiende por todo el
país y llega a penetrar en el mismo dominio de los
sojuzgadores. En los primeros meses de 1842, el Padre de la
Patria se pone en contacto con personajes haitianos que tratan de
derrocar al presidente Boyer, y finge abrazar la  causa de
los desafectos al déspota para poder disimular mejor sus
propias intenciones. Juan Nepomuceno Ravelo, uno de los
fundadores de «La Trinitaria», recibe el encargo de
trasladarse a Aux Cayes y combinar con los jefes del movimiento
revolucionario los planes de la insurrección con que los
habitantes del Este debían robustecer la revuelta que se
disponían a iniciar los caudillos liberales de la parte
haitiana. El comisionado fracasó en su misión, y
Duarte apeló entonces al patriotismo de Ramón
Mella, tal vez el más intrépido del grupo de los
separatistas, para que llevara un nuevo mensaje a los
revolucionarios haitianos.

El acuerdo se formalizó y los dos bandos, el de
los amigos de la separación y el de los adversarios de
Jean Pierre Boyer, unieron sus esfuerzos para levantarse en los
dos extremos de la isla contra la tiranía. El 27 de enero
de 1843 estalló en Praslín el movimiento
revolucionario. Vencido sucesivamente en Lessieur y en Leogane,
el déspota capituló y el poder fue entregado el 21
de marzo al general Charles Hérard, cabecilla del
motín en territorio haitiano. En la parte del Este, los
acontecimientos se precipitaron también con rapidez
inesperada. Las autoridades haitianas que permanecían
leales al gobierno de Boyer redujeron a prisión al padre
de Pedro Alejandrino Pina, y esa actitud dio lugar a que cundiera
la alarma entre el elemento adicto al partido de la
independencia. Ramón Mella y otros discípulos del
apóstol, fieles a la consigna dada por Duarte a sus
amigos, se reunieron el día 24 de marzo de 1843 en la
plazuela del Carmen, célebre ya por haberse fundado en sus
cercanías la sociedad patriótica «La
Trinitaria», y en unión de algunos cabecillas
haitianos desafectos al gobierno de Boyer, quienes a su vez se
habían reunido frente a la morada del general Henri
Etienne Desgrotte, se lanzaron a la calle al grito de ¡Viva
la reforma! El pueblo empezó a presenciar con cierta
indiferencia el movimiento. Con el fin de inspirar a las
multitudes confianza en la revuelta, fue necesario que el
señor Joaquín Lluveres se dirigiera al hogar de los
padres de Duarte y reclamara la presencia del caudillo en la
manifestación callejera.

Cuando Lluveres llegó a la residencia de los
padres del apóstol, encontró a éste rodeado
de su madre y sus hermanas, quienes se prendían
tiernamente de su cuello para impedir que abandonara el hogar y
se expusiera sin armas a la venganza de las autoridades
haitianas. El recién llegado interrumpió aquella
escena conmovedora dirigiendo a Duarte las siguientes palabras:
«Muchos están retraídos y se niegan a salir
porque dicen que no se trata de una revolución, puesto que
tú no estás aún con el pueblo.» El
apóstol, secundado por Lluveres, convenció a su
madre de la necesidad de que lo dejase marchar a incorporarse a
los revolucionarios.

Provisto de un puñal se dirigió en
compañía de Lluveres hacia la plaza del Mercado.
Allí se les unieron varios ciudadanos a quienes la sola
presencia de Duarte infundía confianza en la causa de la
patria. En una de las esquinas de la calle de «El
Conde» tropezaron con la multitud que se dirigía a
Santa Bárbara en busca del principal animador de la
revuelta. Tan pronto el caudillo, jubilosamente aclamado por el
pueblo, se mezcló con la muchedumbre y se puso a la cabeza
de la manifestación, uno de los que participaban en la
revuelta se adelantó súbitamente a los amotinados y
desde el caballo que montaba le tendió la mano al
apóstol gritando a voz en cuello: ¡Viva Colombia!
Esta exclamación fue insidiosamente lanzada con el
propósito de desvirtuar a los ojos del pueblo los
verdaderos fines de la revolución. Duarte adivinó
acto seguido  la intención que inspiraba esa frase
capciosa, y respondió con otro grito estentóreo:
¡Viva la reforma! Los coroneles Pedro Alejandrino Pina,
Francisco del Rosario Sánchez y Juan Isidro Pérez,
quienes aparecieron en aquel momento a la cabeza de una reducida
caballería, corearon la exclamación del caudillo, y
el grito de ¡Viva la reforma! se generalizó entre
los manifestantes. Juan Isidro Pérez se
desciñó la espada, e hizo entrega de ella al jefe
del movimiento. La manifestación encabezada por Duarte se
dirigió por la calle de Plateros hacia la residencia del
general Desgrotte.

El oficial haitiano, aunque se hallaba comprometido a
asumir la dirección del elemento militar adverso al
gobierno de Boyer, trataba de sondear desde su casa la
situación antes de decidirse en favor de los
manifestantes. Duarte le hizo salir al balcón y le
manifestó enérgicamente que el pueblo lo esperaba
para que se pusiera al frente de las tropas destinadas al
pronunciamiento de la plaza. Desgrotte, convencido por el acento
con que se le requirió el cumplimiento de su promesa, se
incorporó acto seguido a los amotinados. La multitud
cruzó la esquina de «La Leche» y por la calle
de «El Comercio» se dirigió hacia la Plaza de
Armas. En la plazoleta de la Catedral chocó con las tropas
que tenía allí dispuestas el gobernador
Carné. Uno de los ayudantes de] gobernador haitiano, el
general Ah, quien mandaba el regimiento número 32,
avanzó algunos pasos para interrogar los jefes del
motín sobre las causas de su actitud subversiva. Varias
voces se elevaron a un tiempo para manifestarle que el pueblo
deseaba mayor libertad de la que había tenido bajo la
tiranía de Boyer, y que de ese anhelo participaban todos
los dominicanos dignos de ese nombre. El general Ah volvió
desdeñosamente la espalda a los manifestantes, y en vista
del – propósito de éstos de continuar avanzando, el
comandante de las tropas leales al gobernador Carné dio
orden de hacer fuego. Una descarga nutrida hizo blanco en las
filas de los patriotas.

Los reformistas, los cuales se hallaban en su mayor
parte desarmados o provistos únicamente de armas blancas,
contestaron con algunos disparos. Charles Cousín, nombre
del oficial haitiano que ordenó disparar contra los
amotinados, cayó herido de muerte, y la tropa se
abalanzó entonces contra el pueblo, que se vio obligado a
dispersarse en distintas direcciones. Duarte, en
compañía de un grupo de sus discípulos, se
ocultó en casa de su tío José Diez. Ya
avanzada la noche, abandonó su escondite y franqueó
con sus acompañantes las murallas occidentales de la
ciudad para dirigirse a San Cristóbal.

Esteban Roca, comandante del batallón acantonado
en esta plaza, una de las llaves de la defensa por el sur de la
antigua capital de la colonia, salió al encuentro de
Duarte y, tras breve entrevista con el caudillo separatista,
anunció su decisión de adherirse al movimiento
revolucionario. El ejemplo de San Cristóbal fue seguido
por otras ciudades del Sur, que también se pronunciaron en
favor de la reforma. El 25 de marzo de 1843, convencido de la
imposibilidad de detener la marcha de la revolución
reformista, el gobernador Carné salió con rumbo a
Curazao. Tres días después entraba Duarte
triunfante en la ciudad de Santo Domingo. Su primer paso
consistió en promover entonces la constitución de
una Junta Popular, que fue encabezada por Alcius Ponthiex.
Además del apóstol, formaban también parte
del  nuevo organismo dos prominentes ciudadanos de
nacionalidad dominicana: Manuel Jiménez y Pedro
Alejandrino Pina. La Junta Popular confió a Duarte, el 7
de abril de 1843, la misión de instalar organismos
similares en los pueblos del Este. El día 8 salió
el comisionado con rumbo al Seybo y a otras poblaciones
orientales. En todas partes fue recibido con entusiasmo y
aclamado como el jefe de la revolución separatista. Su
labor se encamina a establecer el mayor número de
contactos con personas influyentes de las localidades que visita,
y a avivar en todos los espíritus el sentimiento
patriótico. Las juntas que crea, aunque en apariencia
tienden a extender en todo el país el imperio de los
principios que inspiraron «la reforma.», sirven en
realidad para organizar la revolución contra las
autoridades haitianas.

El destino conduce en esta ocasión los pasos de
Duarte hacia la hacienda de «El Prado». En esta
heredad, la más rica de aquella comarca, residen dos de
los hombres de mayor prestigio en la zona oriental de la antigua
colonia. Cuando llega al lugar donde debía tener efecto
esta cita histórica, sólo uno de los
condueños se halla a la sazón en el hato:
Ramón Santana. El otro hermano gemelo, destinado a ser uno
de los más implacables adversarios de Duarte, se encuentra
accidentalmente ausente. Cuando Duarte estrecha la mano de
Ramón Santana, un sentimiento de confianza
recíproca, nacido allí mismo de manera
espontánea, facilita el acuerdo y acerca a aquellas dos
voluntades. No obstante ser Ramón Santana un hombre
receloso, poco acostumbrado al trato con personas de un nivel
intelectual más elevado que el suyo, se deja seducir por
el joven de ojos azules y de tersa frente que tiene por delante.
Las pupilas terriblemente escudriñadoras del hacendado han
descubierto la grandeza moral y el coraje cívico del
viajero que ha venido de improviso a su estancia- para
solicitarle su concurso en favor de una empresa sobremanera
arriesgada. No podía existir el menor asomo de
engaño en aquel hombre de pensamientos puros y de palabra
cálida que se tendía como un puente entre él
y quien lo escuchaba para crear entre ambos un sentimiento de
confianza instintiva. Ramón Santana se dejó
convencer y estrechó entre sus brazos con invencible
simpatía a aquel joven de casaca negra, que se denunciaba
a sí mismo en el timbre de la voz y en la limpidez de la
mirada. Si el destino separó más tarde a Duarte y a
los mellizos de «El Prado» y creó entre ellos
distancias insalvables, culpa fue quizá de las camarillas
que pululan alrededor de los gobiernos y tuercen hacia el mal aun
a aquellas naves poderosas que parecen destinadas a seguir
imperturbables su rumbo a despecho de las corrientes
subterráneas que trabajan en secreto tanto en las
profundidades del mar como en las honduras del corazón
humano. Cuando Duarte regresó de su viaje al Seybo, al
cabo de varias semanas, halló en la ciudad de Santo
Domingo, asiento de la Junta Popular, la opinión dividida
en dos bandos irreconciliables: el de los separatistas y el de
los afrancesados Los dominicanos, que no creían en la
posibilidad de una independencia duradera, se habían
identificado plenamente cor las autoridades haitianas. Con la
llegada al país de Auguste Bruat, delegado del general
Charles Hérard, se recrudeció h pugna entre los dos
partidos. La oposición entre los dos bandos se
manifestó primeramente en el campo periodístico y
tuvo en ese terreno todos los aspectos de una verdadera guerra
literaria. De un lado, los que participaban de los ideales de
Duart hacían propaganda a la idea separatista en hojas
anónimas que circulaban profusamente en todas las esferas
sociales. La más Popular de esas hojas políticas,
«El Grillo Dominicano», re dactada por el
prócer Juan Nepomuceno Tejera, difundía su reservas
el principio de la separación y exhibía sobre un
padrón de ignominia a los haitianizados. Los partidarios
de la dominación haitiana, esto es, los que se hallaban
bienquisto: con los invasores, respondían con la misma
violencia a las diatribas de «El Alacrán sin
Ponzoña» y de «El Grillo Dominicano». De
esa polémica infecunda, en la cual se malgastaban
miserablemente las energías que Duarte deseaba canalizar
en una labor de más provecho, conserva la tradición
estas décimas picantes: ¿Dónde los de la
cuadrilla de la loca independencia? ¿Qué
dirán de Su Excelencia los restos de esa pandilla? Parece
que el grillo chilla, y en su chillido impotente, da
alegría al inocente y aterroriza al insano. Yo puedo
gritar ufano: ¡Viva el digno presidente! Preguntas por la
cuadrilla de la loca independencia, ¿para después
en su audiencia ir a mendigar la silla? Tú sí que
eres la polilla que con villano aguijón, roe la nueva
facción, la que después te engrandece, porque esto
siempre acontece al que no tiene opinión.
Duarte,
blanco principal de las invectivas de los haitianizados,
permaneció al margen de esas manifestaciones de pugnacidad
rencorosa. Su labor se encaminó, durante estos días
de agrias disputas políticas, a acercar a los dos bandos y
a impedir que aquella guerra literaria dividiera más
profundamente la opinión dominicana. Con ese fin,
celebró el apóstol en la casa conocida con el
nombre de «casa de los dos cañones» una
conferencia con el cabecilla de más significación
dentro del grupo de los partidarios de la indivisibilidad
política de la isla el notable magistrado don Manuel
Joaquín del Monte, consejero de Brouat y hombre de
confianza de los dominadores Duarte trató de convencer a
su compatriota de la conveniencía de que los dos bandos
unieran sus esfuerzos en favor de la «pura y simple».
Del Monte mantuvo la opinión de que la patria no
podía subsistir por sí misma y de que la
dominación haitiana era un mal irremediable. El jefe de
los haitianizado se sintió, sin embargo, atraído
por la personalidad de Duarte quien, no obstante sus pocos
años, sostenía con calor y con fuerza
insólita sus ideas, e hizo la promesa de guardar silencio
sobre lo tratado en aquella entrevista histórica. Manuel
Joaquín del Monte era tal vez un patriota sincero
Sirvió desde el primer momento a los haitianos y fue uno 4
sus colaboradores más activos. Pero probablemente su
actitud obedecía, antes que a su falta de sensibilidad
patriótica, a la poca fe que le inspiraba la idea de
Duarte de que el país podía ya vivir a sus propias
expensas y de que ningún obstáculo invencible se
interpondría en sus destinos futuros.

Su oposición al plan que le esbozó el
apóstol en la entrevista de la «casa de los dos
cañones» se fundó exclusivamente en la
creencia de que los separatistas luchaban por una utopía
irrealizable. Ambos hombres representaban dos ideologías
contrapuestas, y uno y otro se separaron convencidos de la
legitimidad de su causa respectiva. La entrevista entre Duarte y
Manuel Joaquín del Mont sirvió para deslindar
definitivamente los dos campos: en lo sucesivo, los haitianizados
y los separatistas se combatirían sin cuartel y el triunfo
sería del bando que desplegara mayor audacia y que
obtuviera más arraigo en las clases populares. Las
elecciones para la designación de los miembros de las
asambleas electorales de 1843, primer acto de ese género
que se celebraba bajo el gobierno del sucesor de Boyer,
permitió a las dos corrientes medir sus fuerzas ante la
expectación de las autoridades haitianas. Bruat, deseoso
de conocer el verdadero estado de la opinión
pública dominicana, aconsejó que se diera a los dos
bandos la oportunidad de concurrir a las urnas libremente. El 15
de julio de 1843 se celebró el debate electoral, y los dos
partidos movilizaron todas sus fuerzas en una lucha encarnizada.
Duarte dirigió personalmente las actividades de su grupo,
y logró sacar triunfante la candidatura en que figuraban,
entre otros ilustres separatistas, Juan Nepomuceno Ravelo y Pedro
Valverde y Lara. El triunfo del caudillo de la separación
alarmó a Auguste Bruat, sorprendido por el entusiasmo con
que se desarrolló el certamen y por el cambio que
representaba en la opinión de los habitantes de la parte
del Este. Las pasiones se exaltaron, y, como refiere Rosa Duarte,
«la parte española, hoy República Dominicana,
era a la sazón un volcán». Desgrotte,
desconcertado también por el triunfo del partido de los
separatistas, se dirigió a Charles Hérard para
recomendarle que apresurara su visita a Santo Domingo, y que la
hiciera al frente de un ejército capaz de llevar al
ánimo de los patriotas dominicanos el convencimiento de
que Haití podía aplastar fácilmente
cualquier rebelión encaminada a poner fin a la
indivisibilidad política de la isla. Iniciado el paseo
militar de Charles Hérard con la visita a Dajabón y
otras poblaciones fronterizas, los haitianizados se
envalentonaron y los más fanáticos amenazaron con
el destierro el patíbulo a los separatistas. Duarte,
decidido a hacer frente con medidas enérgicas a la nueva
situación, promovió una asamblea de notables., que
se efectuó en el hogar de su tío José Diez
con asistencia de todos los ciudadanos de relieve que en una
forma u otra simpatizaban con la causa de la independencia. En
esta reunión expuso el Padre de la Patria el plan que
había madurado para proclamar la República antes de
que el general Charles Hérard se internara en suelo
dominicano. Los personajes más influyentes oyeron aquella
audaz exposición con verdadero asombro. Juan Esteban
Aybar, hombre de gran prestigio en las zonas orientales, se
declaró incompetente para acaudillar en el Este la
revolución proyectada. Julián Alfau, padre de uno
de los fundadores de «La Trinitaria» y persona bien
conocida por sus sentimientos de fidelidad a España,
condenó el plan de Duarte como una locura y habló
de los peligros que entrañaría una rebelión
con un ejército enemigo en las fronteras. La
reunión se disolvió sin que se llegara a un
acuerdo. El delegado Brouat, advertido por uno de sus
espías de los propósitos de Duarte, reiteró
sus anteriores recomendaciones a Charles Hérard, quien a
la sazón avanzaba por el Cibao con destino a la capital de
la antigua parte española. El día 12 de julio,
antes de lo que se esperaba, llegó el dictador al frente
de varios batallones bien armados. Durante su viaje, el
déspota había adquirido pruebas del movimiento que
organizaba Duarte, y desde su arribo a Santo Domingo dictó
orden de prisión contra el jefe separatista y contra sus
más eminentes partidarios. Esta medida fue completada con
otras dirigidas a fortalecer el régimen y a implantar el
terror entre las familias de ascendencia dominicana. Una de estas
providencias complementarias consistió en la
designación del señor Felipe Alfau,
tránsfuga de «La Trinitaria», como jefe de la
guardia nacional, cargo que por un tiempo había ejercido
el propio Duarte y desde el cual adelantó en secreto su
plan separatista. Desde las cuatro de la tarde del día 11,
víspera de la llegada a Santo Domingo del cabecilla del
movimiento iniciado en Praslin, Duarte se refugió en el
hogar de los hermanos Ginebra, situado en la calle de la
Atarazana y muy próximo a la zona portuaria. Los
dominicanos que militaban en el partido de la indivisibilidad
descubrieron el escondite, e hicieron llegar a don José
Ginebra toda clase de amenazas para intimarlo a que obligara al
apóstol a entregarse al nuevo amo de la isla. El caudillo
separatista oyó, desde una habitación vecina, las
conminaciones dirigidas al dueño de la casa, y
esperó a que avanzara la noche para buscar un refugio
más seguro. A las dos de la madrugada puso en
práctica su designio, y en compañía de
Joaquín Ginebra se trasladó a la residencia de la
madre de Juan Alejandro Acosta. María Baltazara, la
dueña del nuevo hogar que iba a servir de asilo al Padre
de la Patria, era una trigueña de ánimo varonil y
de corazón esforzado. Como la mayoría de las
mujeres que no obedecían a prejuicios políticos y
que se arriesgaban a expresar libremente sus sentimientos
patrióticos, odiaba a los dominadores y fue de las que
luego se prestaron a transportar, ocultas bajo las faldas, las
municiones que sirvieron para el pronunciamiento de la Puerta del
Conde. Pero los rastros de Duarte eran seguidos con actividad
implacable por sus perseguidores. Juan José Duarte, padre
del apóstol, fue informado al día siguiente por
Francisco Ginebra de que ya las autoridades haitianas, advertidas
por elementos nativos que no comulgaban con la idea de la
separación, tenían indicios del nuevo refugio del
fundador de «La Trinitaria», y de que no
tardarían en registrar la residencia de María
Baltazara. Pocos minutos después, llegó un nuevo
mensaje, traído en esta ocasión por persona cuyos
sentimientos de adhesión al jefe de la causa separatista
habían sido hasta ese momento dudosos: Julián
Alfau, padre de uno de los desertores del movimiento iniciado en
1838. Con toda franqueza, el recién llegado dio las
señas del escondite y tuvo la lealtad de aconsejar a los
padres del perseguido que acudieran en su ayuda y le
proporcionaran sin pérdida de tiempo otro refugio donde le
fuera dable escapar a las pesquisas de la soldadesca haitiana.
Juan José Duarte recibió con cierta frialdad la
visita de Julián Alfau y puso fin a sus consejos
advirtiéndole que no daría ningún paso que
pudiera comprometer a terceras personas. Tras los pasos de Alfau,
visitó la morada de Juan José Duarte, con
idénticos fines, el presbítero Bonilla, quien
recomendó al padre del apóstol que influyera en el
ánimo de su hijo para decidirlo a presentarse
voluntariamente a las autoridades haitianas. La respuesta fue en
esta ocasión tan seca como las anteriores: el perseguido,
quien era mayor de edad, tenía plena independencia en sus
acciones. Al atardecer, don Luis Betances, compañero de
ideales del jefe de los separatistas, entró en el hogar de
Juan José Duarte y de doña Manuela Diez para
recomendar a las hermanas del apóstol que bailaran e
hicieran otras manifestaciones de júbilo con el fin de que
dieran fuerza a la especie de que el caudillo se hallaba ya fuera
del alcance de sus perseguidores.

Todas las incitaciones habían resultado hasta ese
momento infructuosas. Los padres de Duarte, escarmentados por las
continuas delaciones de que habían sido víctimas
los promotores de la independencia en los últimos tiempos,
se negaban a tomar ningún partido. Pero ya al cerrar la
noche, irrumpió de improviso en la estancia de la calle
«Isabel la Católica» el coronel Francisco del
Rosario Sánchez, quien acababa de llegar, con la ropa
todavía húmeda, de la población de Los
Llanos. El inesperado. visitante requirió, sin más
preámbulos, que se le llevara a presencia del caudillo.
Juan José Duarte oyó impasible los encarecimientos
de Sánchez para que se le revelasen las señas del
lugar que servía al prócer de asilo. El silencio
del dueño de la casa acabó por exasperar al
recién venido, quien sacó del fondo de su chaqueta
un puñal y agitándolo con mano nerviosa en el aire
dirigió al padre de Duarte las siguientes palabras:
«Don Juan: quiero saber dónde está Juan
Pablo, porque nos liga este juramento sagrado: el de morir juntos
por la patria; si usted desconfía de mí le
probaré que no soy de los traidores lanzándome con
este puñal sobre las tropas que cercan en este mismo
instante su casa.» La reacción del interpelado no
tardó en manifestarse en forma categórica:
«Dime dónde le esperas: yo no puedo desconfiar del
hijo del hombre que salvó, por amor a la justicia, a tres
españoles condenados injustamente a la horca.»
«Lo espero – repuso Sánchez con acento emocionado-
en la Plaza del Carmen. La cita fue concertada para las diez de
aquella misma noche. Tan pronto como Sánchez
abandonó la casa de Juan José Duarte, entraron a
ella dos nuevos discípulos del apóstol:
Joaquín Lluveres y Pedro Ricart. La noticia que
traían era de tono alarmante: en la Plaza de la Catedral
se estaba ya formando la tropa que debía sorprender a
Duarte en su escondite y entregarlo a sus verdugos. Juan
José Duarte creyó llegada la hora de actuar sin
pérdida de tiempo, y en compañía de uno de
sus nietos, como si quisiera despistar a los sabuesos del
déspota con la inocencia de la niñez, salió
en busca del fugitivo. Con Vicentico de la mano, el anciano
siguió la línea de las murallas y se
encaminó hacia el sitio denominado «El
Cachón», asilo estratétigo, adonde
había ido a refugiarse el caudillo  con algunos de
sus partidarios más fervorosos. La impresión que
produjo a Duarte la llegada de su progenitor, seguido de su
tierno acompañante y con huellas visibles en  el
rostro de los sufrimientos que embargaban su ánimo, fue
tan intensa que él sólo ha sido capaz de
describirla en las siguientes frases: «La presencia de mi
padre me hizo comprender que mi familia no había podido
disfrutar de un solo minuto de reposo en estos días
aciagos: los sufrimientos que se causaron entonces a mis padres y
a mis hermanas fueron la primera copa de acíbar que mis
enemigos acercaron a mis labios derramándola en mi
corazón.» Juan José Duarte se arrojó
en brazos de su hijo, y con voz trémula le dio cuenta del
objeto de su visita: -Sánchez te espera esta noche a las
diez en la Plaza del Carmen. Junto a él se hallarán
tus amigos, aquellos con quienes te liga un juramento inviolable.
Te ruego como padre que abandones este sitio inmediatamente,
porque los agentes de Charles Hérard no tardarán en
venir hasta aquí para darte muerte y destruir la vida de
tu pobre madre que se encuentra en estos momentos sumida en la
mayor angustia. Duarte abrazó a todos sus
acompañantes y se dirigió, con su padre y con su
sobrino Vicente, hacia la iglesia de San Lázaro.
Allí se separaron, sin que padre e hijo sospecharan que
aquélla debía ser su última despedida. A las
diez de la noche, hora señalada para el encuentro, el
caudillo se reunió en la Plaza del Carmen con Francisco
del Rosario Sánchez, Pedro Alejandrino Pina y Juan Isidro
Pérez. Los cuatro próceres entraron sigilosamente
en la casa de Narciso Sánchez, que se encontraba en las
inmediaciones. Después de examinar por espacio de dos
horas la situación, coincidieron en el parecer de que el
único camino que por el momento se ofrecía expedito
era el de  buscar refugio en un país extranjero.
Sellado el pacto con un apretón de mano, tres de los
perseguidos salieron uno tras otro y tomaron rumbos diferentes
para no despertar sospechas. El jefe de la revolución
separatista se encaminó hacia la casa de don Luciano de
Peña, en la antigua calle del Arquillo. Juan Isidro
Pérez se ocultó en el hogar de don José
Arias, y Pedro Alejandrino Pina en la residencia de doña
Dolores Cuello. Sánchez, quien ya empezaba a sentir los
primeros síntomas de la enfermedad que lo postró
durante largo tiempo en el lecho, permaneció en su
casa.

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