No sé, atenienses, la
sensación que habéis experimentado por las palabras
de mis acusadores. Ciertamente, bajo su efecto, incluso yo mismo
he estado a punto de no reconocerme; tan persuasivamente
hablaban. Sin embargo, por así decirlo, no han dicho nada
verdadero. De las muchas mentiras que han urdido, una me
causó especial extrañeza, aquella en la que
decían que teníais que precaveros de ser
engañados por mí porque, dicen ellos, soy
hábil para hablar. En efecto, no sentir vergüenza de
que inmediatamente les voy a contradecir con la realidad cuando
de ningún modo me muestre hábil para hablar, eso me
ha parecido en ellos lo más falto de vergüenza, si no
es que acaso éstos llaman hábil para hablar al que
dice la verdad. Pues, si es eso lo que dicen, yo estaría
de acuerdo en que soy orador, pero no al modo de ellos. En
efecto, como digo, éstos han dicho poco o nada verdadero.
En cambio, vosotros vais a oír de mí toda la
verdad; ciertamente, por Zeus, atenienses, no oiréis
bellas frases, como las de éstos, adornadas cuidadosamente
con expresiones y vocablos, sino que vais a oír frases
dichas al azar con las palabras que me vengan a la boca; porque
estoy seguro de que es justo lo que digo, y ninguno de vosotros
espere otra cosa. Pues, por supuesto, tampoco sería
adecuado, a esta edad mía, presentarme ante vosotros como
un jovenzuelo que modela sus discursos. Además y muy
seriamente, atenienses, os suplico y pido que si me oís
hacer mi defensa con las mismas expresiones que acostumbro a
usar, bien en el ágora, encima de las mesas de los
cambistas, donde muchos de vosotros me habéis oído,
bien en otras partes, que no os cause extrañeza, ni
protestéis por ello. En efecto, la situación es
ésta. Ahora, por primera vez, comparezco ante un tribunal
a mis setenta años. Simplemente, soy ajeno al modo de
expresarse aquí. Del mismo modo que si, en realidad, fuera
extranjero me consentiríais, por supuesto, que hablara con
el acento y manera en los que me hubiera educado, también
ahora os pido como algo justo, según me parece a
mí, que me permitáis mi manera de expresarme
-quizá podría ser peor, quizá mejor- y
consideréis y pongáis atención solamente a
si digo cosas justas o no. Éste es el deber del juez, el
del orador, decir la verdad.
Ciertamente, atenienses, es justo que yo me
defienda, en primer lugar, frente a las primeras acusaciones
falsas contra mí y a los primeros acusadores;
después, frente a las últimas, y a los
últimos . En efecto, desde antiguo y durante ya muchos
años, han surgido ante vosotros muchos acusadores
míos, sin decir verdad alguna, a quienes temo yo
más que a Ánito y los suyos, aun siendo
también éstos temibles. Pero lo son más,
atenienses, los que tomándoos a muchos de vosotros desde
niños os persuadían y me acusaban mentirosamente,
diciendo que hay un cierto Sócrates, sabio, que se ocupa
de las cosas celestes, que investiga todo lo que hay bajo la
tierra y que hace más fuerte el argumento más
débil. Éstos, atenienses, los que han extendido
esta fama, son los temibles acusadores míos, pues los
oyentes consideran que los que investigan eso no creen en los
dioses. En efecto, estos acusadores son muchos y me han acusado
durante ya muchos años, y además hablaban ante
vosotros en la edad en la que más podíais darles
crédito, porque algunos de vosotros erais niños o
jóvenes y porque acusaban in absentia, sin defensor
presente. Lo más absurdo de todo es que ni siquiera es
posible conocer y decir sus nombres, si no es precisamente el de
cierto comediógrafo. Los que, sirviéndose de la
envidia y la tergiversación, trataban de persuadiros y los
que, convencidos ellos mismos, intentaban convencer a otros son
los que me producen la mayor dificultad. En efecto, ni siquiera
es posible hacer subir aquí y poner en evidencia a ninguno
de ellos, sino que es necesario que yo me defienda sin medios,
como si combatiera sombras, y que argumente sin que nadie me
responda. En efecto, admitid también vosotros, como yo
digo, que ha habido dos clases de acusadores míos: unos,
los que me han acusado recientemente, otros, a los que ahora me
refiero, que me han acusado desde hace mucho, y creed que es
preciso que yo me defienda frente a éstos en primer lugar.
Pues también vosotros les habéis oído
acusarme anteriormente y mucho más que a estos
últimos.
Dicho esto, hay que hacer ya la defensa,
atenienses, e intentar arrancar de vosotros, en tan poco tiempo,
esa mala opinión que vosotros habéis adquirido
durante un tiempo tan largo. Quisiera que esto resultara
así, si es mejor para vosotros y para mí, y
conseguir algo con mi defensa, pero pienso que es
difícil y de ningún modo me pasa inadvertida esta
dificultad. Sin embargo, que vaya esto por donde al dios le sea
grato, debo obedecer a la ley y hacer mi defensa.
Recojamos, pues, desde el comienzo
cuál es la acusación a partir de la que ha nacido
esa opinión sobre mí, por la que Meleto,
dándole crédito también, ha presentado esta
acusación pública. Veamos, ¿con qué
palabras me calumniaban los tergiversadores? Como si, en efecto,
se tratara de acusadores legales, hay que dar lectura a su
acusación jurada . «Sócrates comete delito y
se mete en lo que no debe al investigar las cosas
subterráneas y celestes, al hacer más fuerte el
argumento más débil y al enseñar estas
mismas cosas a otros». Es así, poco más o
menos. En efecto, también en la comedia de
Aristófanes veríais vosotros a cierto
Sócrates que era llevado de un lado a otro afirmando que
volaba y diciendo otras muchas necedades sobre las que yo no
entiendo ni mucho ni poco. Y no hablo con la intención de
menospreciar este tipo de conocimientos, si alguien es sabio
acerca de tales cosas, no sea que Meleto me entable proceso con
esta acusación, sino que yo no tengo nada que ver con
tales cosas, atenienses. Presento como testigos a la mayor parte
de vosotros y os pido que cuantos me habéis oído
dialogar alguna vez os informéis unos a otros y os lo deis
a conocer; muchos de vosotros estáis en esta
situación. En efecto, informaos unos con otros de si
alguno de vosotros me-oyó jamás dialogar poco o
mucho acerca de estos temas. De aquí conoceréis que
también son del mismo modo las demás cosas que
acerca de mí la mayoría dice.
Pero no hay nada de esto, y si
habéis oído a alguien decir que yo intento educar a
los hombres y que cobro dinero , tampoco esto es verdad. Pues
también a mí me parece que es hermoso que alguien
sea capaz de educar a los hombres como Gorgias de Leontinos,
Pródico de Ceos e Hipias de Élide . Cada uno de
éstos, atenienses, yendo de una ciudad a otra, persuaden a
los jóvenes -a quienes les es posible recibir lecciones,
gratuitamente del que quieran de sus conciudadanos- a que
abandonen las lecciones de éstos y reciban las suyas
pagándoles dinero y debiéndoles agradecimiento. Por
otra parte, está aquí otro sabio, natural de Paros,
que me he enterado de que se halla en nuestra ciudad. Me
encontré casualmente al hombre que ha pagado a los
sofistas más dinero que todos los otros juntos, Calias ,
el hijo de Hipónico. A éste le pregunté
-pues tiene dos hijos-: «Callas, le dije, si tus dos hijos
fueran potros o becerros, tendríamos que tomar un cuidador
de ellos y pagarle; éste debería hacerlos aptos y
buenos en la condición natural que les es propia, y
sería un conocedor de los caballos o un agricultor. Pero,
puesto que son hombres, ¿qué cuidador tienes la
intención de tomar? ¿Quién es conocedor de
esta clase de perfección, de la humana y política?
Pues pienso que tú lo tienes averiguado por tener dos
hijos». «¿Hay alguno o no?», dije yo.
«Claro que sí», dijo él.
«¿Quién, de dónde es, por
cuánto enseña?», dije yo. «Oh
Sócrates -dijo él-; Eveno , de Paros, por cinco
minas». Y yo consideré feliz a Eveno, si
verdaderamente posee ese arte y enseña tan
convenientemente. En cuanto a mí, presumiría y me
jactaría, si supiera estas cosas, pero no las sé,
atenienses.
Quizá alguno de vosotros
objetaría: «Pero, Sócrates,
¿cuál es tu situación, de dónde han
nacido esas tergiversaciones? Pues, sin duda, no
ocupándote tú en cosa más notable que los
demás, no hubiera surgido seguidamente tal fama y
renombre, a no ser que hicieras algo distinto de lo que hace la
mayoría. Dinos, pues, qué es ello, a fin de que
nosotros no juzguemos a la ligera.» Pienso que el que hable
así dice palabras justas y yo voy a intentar dar a conocer
qué es, realmente, lo que me ha hecho este renombre y esta
fama. Oíd, pues. Tal vez va a parecer a
alguno de vosotros que bromeo. Sin embargo, sabed bien que os voy
a decir toda la verdad. En efecto, atenienses, yo no he adquirido
este renombre por otra razón que por cierta
sabiduría. ¿Qué sabiduría es esa? La
que, tal vez, es sabiduría propia del hombre; pues en
realidad es probable que yo sea sabio respecto a ésta.
Éstos, de los que hablaba hace un momento, quizá
sean sabios respecto a una sabiduría mayor que la propia
de un hombre o no sé cómo calificarla. Hablo
así, porque yo no conozco esa sabiduría, y el que
lo afirme miente y habla en favor de mi falsa reputación.
Atenienses, no protestéis ni aunque parezca que digo algo
presuntuoso; las palabras que voy a decir no son mías,
sino que voy a remitir al que las dijo, digno de crédito
para vosotros. De mi sabiduría, si hay alguna y
cuál es, os voy a presentar como testigo al dios que
está en Delfos. En efecto, conocíais sin duda a
Querefonte . Éste era amigo mío desde la
juventud y adepto al partido democrático, fue
al destierro y regresó con vosotros. Y ya sabéis
cómo era Querefonte, qué vehemente para lo que
emprendía. Pues bien, una vez fue a Delfos y tuvo la
audacia de preguntar al oráculo esto -pero como he dicho,
no protestéis, atenienses-, preguntó si
había alguien más sabio que yo. La Pitia le
respondió que nadie era más sabio. Acerca de esto
os dará testimonio aquí este hermano suyo, puesto
que él ha muerto.
Pensad por qué digo estas cosas; voy
a mostraros de dónde ha salido esta falsa opinión
sobre mí. Así pues, tras oír yo estas
palabras reflexionaba así: «¿Qué dice
realmente el dios y qué indica en enigma? Yo tengo
conciencia de que no soy sabio, ni poco ni mucho.
¿Qué es lo que realmente dice
al afirmar que yo soy muy sabio? Sin duda, no miente; no le es
lícito.» Y durante mucho tiempo estuve yo confuso
sobre lo que en verdad quería decir. Más tarde, a
regañadientes me incliné a una investigación
del oráculo del modo siguiente. Me dirigí a uno de
los que parecían ser sabios, en la idea de que, si en
alguna parte era posible, allí refutaría el
vaticinio y demostraría al oráculo:
«Éste es más sabio que yo y tú
decías que lo era yo.» Ahora bien, al examinar a
éste -pues no necesito citarlo con su nombre, era un
político aquel con el que estuve indagando y dialogando-
experimenté lo siguiente, atenienses: me pareció
que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio
y, especialmente, lo creía él mismo, pero que no lo
era. A continuación intentaba yo demostrarle que él
creía ser sabio, pero que no lo era. A consecuencia de
ello, me gané la enemistad de él y de muchos de los
presentes. Al retirarme de allí razonaba a solas que yo
era más sabio que aquel hombre. Es probable que ni uno ni
otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber
algo y no lo sabe, en cambio yo, así como, en efecto, no
sé, tampoco creo saber. Parece, pues, que al menos soy
más sabio que él en esta misma pequeñez, en
que lo que no sé tampoco creo saberlo. A
continuación me encaminé hacia otro de los que
parecían ser más sabios que aquél y
saqué la misma impresión, y también
allí me gané la enemistad de él y de muchos
de los presentes.
Después de esto, iba ya uno tras
otro, sintiéndome disgustado y temiendo que me ganaba
enemistades, pero, sin embargo, me parecía necesario dar
la mayor importancia al dios. Debía yo, en efecto,
encaminarme, indagando qué quería decir el
oráculo, hacia todos los que parecieran saber algo. Y, por
el perro, atenienses -pues es preciso decir la verdad ante
vosotros-, que tuve la siguiente impresión. Me
pareció que los de mayor reputación estaban casi
carentes de lo más importante para el que investiga
según el dios; en cambio, otros que
parecían inferiores estaban mejor dotados para el buen
juicio. Sin duda, es necesario que os haga ver mi camino errante,
como condenado a ciertos trabajos , a fin de que el
oráculo fuera irrefutable para mí. En efecto, tras
los políticos me encaminé hacia los poetas, los de
tragedias, los de ditirambos y los demás, en la idea de
que allí me encontraría manifiestamente más
ignorante que aquéllos. Así pues, tomando los
poemas suyos que me parecían mejor realizados, les iba
preguntando qué querían decir, para, al mismo
tiempo, aprender yo también algo de ellos. Pues bien, me
resisto por vergüenza a deciros la verdad, atenienses. Sin
embargo, hay que decirla. Por así decir, casi todos los
presentes podían hablar mejor que ellos sobre los poemas
que ellos habían compuesto. Así pues,
también respecto a los poetas me di cuenta, en poco
tiempo, de que no hacían por sabiduría lo que
hacían, sino por ciertas dotes naturales y en estado de
inspiración como los adivinos y los que recitan los
oráculos. En efecto, también éstos dicen
muchas cosas hermosas, pero no saben nada de lo que dicen. Una
inspiración semejante me pareció a mí que
experimentaban también los poetas, y al mismo tiempo me di
cuenta de que ellos, a causa de la poesía, creían
también ser sabios respecto a las demás cosas sobre
las que no lo eran. Así pues, me alejé
también de allí creyendo que les superaba en lo
mismo que a los políticos.
En último lugar, me encaminé
hacia los artesanos. Era consciente de que yo, por así
decirlo, no sabía nada, en cambio estaba seguro de que
encontraría a éstos con muchos y bellos
conocimientos. Y en esto no me equivoqué, pues
sabían cosas que yo no sabía y, en ello, eran
más sabios que yo. Pero, atenienses, me pareció a
mí que también los buenos artesanos
incurrían en el mismo error que los poetas: por el hecho
de que realizaban adecuadamente su arte, cada uno de ellos
estimaba que era muy sabio también respecto a las
demás cosas, incluso las más importantes, y ese
error velaba su sabiduría. De modo que me preguntaba yo
mismo, en nombre del oráculo, si preferiría estar
así, como estoy, no siendo sabio en la sabiduría de
aquellos ni ignorante en su ignorancia o tener estas dos cosas
que ellos tienen. Así pues, me contesté a mí
mismo y al oráculo que era ventajoso para mí estar
como estoy.
A causa de esta investigación,
atenienses, me he creado muchas enemistades, muy duras y pesadas,
de tal modo que de ellas han surgido muchas tergiversaciones y el
renombre éste de que soy sabio. En efecto, en cada
ocasión los presentes creen que yo soy sabio respecto a
aquello que refuto a otro. Es probable, atenienses, que el dios
sea en realidad sabio y que, en este oráculo, diga que la
sabiduría humana es digna de poco o de nada. Y parece que
éste habla de Sócrates -se sirve de mi nombre
poniéndome como ejemplo, como si dijera: «Es el
más sabio, el que, de entre vosotros, hombres, conoce,
como Sócrates, que en verdad es digno de nada respecto a
la sabiduría.» Así pues, incluso ahora, voy
de un lado. a otro investigando y averiguando en el sentido del
dios, si creo que alguno de los ciudadanos o de los forasteros es
sabio. Y cuando me parece que no lo es, prestando mi auxilio al
dios, le demuestro que no es sabio. Por esa ocupación no
he tenido tiempo de realizar ningún asunto de la ciudad
digno de citar ni tampoco mío particular, sino que me
encuentro en gran pobreza a causa del servicio del
dios.
Se añade, a esto, que los
jóvenes. que me acompañan espontáneamente
-los que disponen de más tiempo, los hijos de los
más ricos- se divierten oyéndome examinar a los
hombres y, con frecuencia, me imitan e intentan examinar a otros,
y, naturalmente, encuentran, creo yo, gran cantidad de hombres
que creen saber algo pero que saben poco o nada. En consecuencia,
los examinados por ellos se irritan conmigo, y no consigo mismos,
y dicen que un tal Sócrates es malvado y corrompe a los
jóvenes. Cuando alguien les pregunta
qué hace y qué enseña, no pueden decir
nada, lo ignoran; pero, para no dar la impresión de que
están confusos, dicen lo que es usual contra todos los que
filosofan, es decir: «las cosas del cielo y lo que
está bajo la tierra», «no creer en los
dioses» y «hacer más fuerte el argumento
más débil».
Pues creo que no desearían decir la
verdad, a saber, que resulta evidente que están simulando
saber sin saber nada. Y como son, pienso yo, susceptibles y
vehementes y numerosos, y como, además, hablan de
mí apasionada y persuasivamente, os han llenado los
oídos calumniándome violentamente desde hace mucho
tiempo. Como consecuencia de esto me han acusado Meleto,
Ánito y Licón; Meleto, irritado en nombre de los
poetas; Anito, en el de los demiurgos y de los politicos, y
Licón, en el de los oradores. De manera que, como
decía yo al principio, me causaría extrañeza
que yo fuera capaz de arrancar de vosotros, en tan escaso tiempo,
esta falsa imagen que ha tomado tanto cuerpo. Ahí
tenéis, atenienses, la verdad y os estoy hablando sin
ocultar nada, ni grande ni pequeño, y sin tomar
precauciones en lo que digo. Sin embargo, sé casi con
certeza que con estas palabras me consigo enemistades, lo cual es
también una prueba de que digo la verdad, y que es
ésta la mala fama mía y que éstas son sus
causas. Si investigáis esto ahora o en otra
ocasión, confirmaréis que es así.
Acerca de las Acusaciones que me hicieron
los primeros acusadores sea ésta suficiente defensa ante
vosotros. Contra Meleto, el honrado y el amante de la ciudad,
según él dice, y contra los acusadores recientes
voy a intentar defenderme a continuación. Tomemos, pues, a
su vez, la acusación jurada de éstos, dado que son
otros acusadores. Es así:
«Sócrates delinque
corrompiendo a los jóvenes y no creyendo en los dioses en
los que la ciudad cree, sino en otras divinidades nuevas.»
Tal es la acusación. Examinémosla punto por
punto.
Dice, en efecto, que yo delinco
corrompiendo a los jóvenes. Yo, por mi parte, afirmo que –
Meleto delinque porque bromea en asunto serio, sometiendo a
juicio con ligereza a las personas y simulando esforzarse e
inquietarse por cosas que jamás le han preocupado. Voy a
intentar mostraros que esto es así.
-Ven aquí , Meleto, y dime:
¿No es cierto que consideras de la mayor importancia que
los jóvenes sean lo mejor posible?
-Yo sí.
-Ea, di entonces a éstos quién los hace
mejores. Pues es evidente que lo sabes, puesto que te preocupa.
En efecto, has descubierto al que los corrompe, a mí,
según dices, y me traes ante estos jueces y me
acusas.
-Vamos, di y revela quién es el que
los hace mejores. ¿Estás viendo, Meleto, que callas
y no puedes decirlo? Sin embargo, ¿no te parece que esto
es vergonzoso y testimonio suficiente de lo que yo digo, de que
este asunto no ha sido en nada objeto de tu preocupación?
Pero dilo, amigo, ¿quién los hace
mejores?
-Las leyes.
-Pero no te pregunto eso, excelente Meleto,
sino qué hombre, el cual ante todo debe conocer esto
mismo, las leyes.
-Éstos, Sócrates, los jueces
.
-¿Qué dices, Meleto,
éstos son capaces de educar a los jóvenes y de
hacerlos mejores?
-Sí, especialmente.
-¿Todos, o unos sí y otros
no?
-Todos.
-Hablas bien, por Hera, y presentas una
gran abundancia de bienhechores. ¿Qué,
pues?
¿Los que nos escuchan los hacen
también mejores, o no?
-También éstos.
-¿Y los miembros del
Consejo?
-También los miembros del
Consejo.
-Pero, entonces, Meleto, ¿acaso los
que asisten a la Asamblea, los asambleístas corrompen a
los jóvenes? ¿O también aquéllos, en
su totalidad, los hacen mejores?
-También aquéllos.
-Luego, según parece, todos los
atenienses los hacen buenos y honrados excepto yo, y sólo
yo los corrompo. ¿Es eso lo que dices?
-Muy firmemente digo eso.
-Me atribuyes, sin duda, un gran
desacierto. Contéstame. ¿Te parece a ti que es
también así respecto a los caballos? ¿Son
todos los hombres los que los hacen mejores y uno sólo el
que los resabia? ¿O, todo lo contrario, alguien
sólo o muy pocos, los cuidadores de caballos, son capaces
de hacerlos mejores, y la mayoría, si tratan con los
caballos y los utilizan, los echan a perder? ¿No es
así, Meleto, con respecto a los caballos y a todos
los
otros animales? Sin ninguna duda,
digáis que sí o digáis que no tú y
Ánito. Sería, en efecto, una gran suerte para los
jóvenes si uno solo los corrompe y los demás les
ayudan. Pues bien, Meleto, has mostrado suficientemente que
jamás te has interesado por los jóvenes y has
descubierto de modo claro tu despreocupación, esto es, que
no te has cuidado de nada de esto por lo que tú me traes
aquí.
Dinos aún, Meleto, por Zeus, si es
mejor vivir entre ciudadanos honrados o malvados. Contesta,
amigo. No te pregunto nada difícil. ¿No es cierto
que los malvados hacen daño a los que están siempre
a su lado, y que los buenos hacen bien?
-Sin duda.
-¿Hay alguien que prefiera recibir
daño de los que están con él a recibir
ayuda? Contesta, amigo. Pues la ley ordena responder. ¿Hay
alguien que quiera recibir daño?
-No, sin duda.
-Ea, pues. ¿Me traes aquí en
la idea de que corrompo a los jóvenes y los hago peores
voluntaria o involuntariamente?
-Voluntariamente, sin duda.
-¿Qué sucede entonces,
Meleto? ¿Eres tú hasta tal punto más sabio
que yo, siendo yo de esta edad y tú tan joven, que
tú conoces que los malos hacen siempre algún mal a
los más próximos a ellos, y los buenos bien; en
cambio yo, por lo visto, he llegado a tal grado de ignorancia,
que desconozco, incluso, que si llego a hacer malvado a alguien
de los que están a mi lado corro peligro de recibir
daño de él y este mal tan grande lo hago
voluntariamente, según tú dices? Esto no te lo creo
yo, Meleto, y pienso que ningún otro hombre. En efecto, o
no los corrompo, o si los corrompo, lo hago involuntariamente, de
manera que tú en uno u otro caso mientes. Y si los
corrompo involuntariamente, por esta clase de faltas la ley no
ordena hacer comparecer a uno aquí, sino tomarle
privadamente y enseñarle y reprenderle. Pues es evidente
que, si aprendo, cesaré de hacer lo que hago
involuntariamente. Tú has evitado y no has querido tratar
conmigo ni enseñarme; en cambio, me traes aquí,
donde es ley traer a los que necesitan castigo y no
enseñanza.
Pues bien, atenienses, ya es evidente lo
que yo decía, que Meleto no se ha preocupado jamás
por estas cosas, ni poco ni mucho. Veamos, sin embargo; dinos
cómo dices que yo corrompo a los jóvenes.
¿No es evidente que, según la acusación que
presentaste, enseñándoles a creer no en los dioses
en los que cree la ciudad, sino en otros espíritus nuevos?
¿No dices que los corrompo enseñándoles
esto?
-En efecto, eso digo muy
firmemente.
-Por esos mismos dioses, Meleto, de los que
tratamos, háblanos aún más claramente a
mí y a estos hombres. En efecto, yo no puedo llegar a
saber si dices que yo enseño a creer que existen algunos
dioses -y entonces yo mismo creo que hay dioses y no soy
enteramente ateo ni delinco en eso-, pero no los que la ciudad
cree, sino otros, y es esto lo que me inculpas, que otros, o bien
afirmas que yo mismo no creo en absoluto en los dioses y
enseño esto a los demás.
-Digo eso, que no crees en los dioses en
absoluto.
-Oh sorprendente Meleto, ¿para
qué dices esas cosas? ¿Luego tampoco creo, como los
demás hombres, que el sol y la luna son dioses?
-No, por Zeus, jueces, puesto que afirma
que el sol es una piedra y la luna, tierra.
-¿Crees que estás acusando a
Anaxágoras , querido Meleto? ¿Y desprecias a
éstos y consideras que son desconocedores de las letras
hasta el punto de no saber que los libros de Anaxágoras de
Clazómenas están llenos de estos temas? Y,
además, ¿aprenden de mí los jóvenes
lo que de vez en cuando pueden adquirir en la orquestra , por un
dracma como mucho, y reírse de Sócrates si pretende
que son suyas estas ideas, especialmente al ser tan
extrañas? Pero, oh Meleto, ¿te parece a ti que soy
así, que no creo que exista ningún dios?
-Ciertamente que no, por Zeus, de
ningún modo. -No eres digno de crédito, Meleto,
incluso, según creo, para ti mismo. Me parece que este
hombre, atenienses, es descarado e intemperante y que, sin
más, ha presentado esta acusación con cierta
insolencia, intemperancia y temeridad juvenil. Parece que trama
una especie de enigma para tantear.
«¿Se dará cuenta ese
sabio de Sócrates de que estoy bromeando y
contradiciéndome, o le engañaré a él
y a los demás oyentes?» Y digo esto porque es claro
que éste se contradice en la acusación; es como si
dijera: «Sócrates delinque no creyendo en los
dioses, pero creyendo en los dioses». Esto es propio de una
persona que juega.
Examinad, pues, atenienses por qué
me parece que dice eso. Tú, Meleto, contéstame.
Vosotros, como os rogué al empezar, tened presente no
protestar si construyo las frases en mi modo habitual.
-¿Hay alguien, Meleto, que crea que
existen cosas humanas, y que no crea que existen hombres? Que
conteste, jueces, y que no proteste una y otra vez. ¿Hay
alguien que no crea que existen caballos y que crea que existen
cosas propias de caballos? ¿O que no existen flautistas, y
sí cosas relativas al toque de la flauta? No existe esa
persona, querido Meleto; si tú no quieres responder, te lo
digo yo a ti y a estos otros. Pero, responde, al menos, a lo que
sigue.
-¿Hay quien crea que hay cosas
propias de divinidades, y que no crea que hay
divinidades?
-No hay nadie.
-¡Qué servicio me haces al
contestar, aunque sea a regañadientes, obligado por
éstos! Así pues, afirmas que yo creo y
enseño cosas relativas a divinidades, sean nuevas o
antiguas; por tanto, según tu afirmación, y
además lo juraste eso en tu escrito de acusación,
creo en lo relativo a divinidades. Si creo en cosas relativas a
divinidades, es sin duda de gran necesidad que yo crea que hay
divinidades. ¿No es así? Sí lo es. Supongo
que estás de acuerdo, puesto que no contestas. ¿No
creemos que las divinidades son dioses o hijos de dioses?
¿Lo afirmas o lo niegas?
-Lo afirmo.
-Luego si creo en las divinidades,
según tú afirmas, y si las divinidades son en
algún modo dioses, esto seria lo que yo digo que presentas
como enigma y en lo que bromeas, al afirmar que yo no creo en los
dioses y que, por otra parte, creo en los dioses, puesto que creo
en las divinidades. Si, a su vez, las divinidades son hijos de
los dioses, bastardos nacidos de ninfas o de otras mujeres,
según se suele decir, ¿qué hombre
creería que hay hijos de dioses y que no hay dioses?
Sería, en efecto, tan absurdo como si alguien creyera que
hay hijos de caballos y burros, los mulos, pero no creyera que
hay caballos y burros. No es posible, Meleto, que hayas
presentado esta acusación sin el propósito de
ponernos a prueba, o bien por carecer de una imputación
real de la que acusarme. No hay ninguna posibilidad de que
tú persuadas a alguien, aunque sea de poca inteligencia,
de que una misma persona crea que hay cosas relativas a las
divinidades y a los dioses y, por otra parte, que esa persona no
crea en divinidades, dioses ni héroes.
Pues bien, atenienses, me parece que no
requiere mucha defensa demostrar que yo no soy culpable respecto
a la acusación de Meleto, y que ya es suficiente lo que ha
dicho.
Lo que yo decía antes, a saber, que
se ha producido gran enemistad hacia mí por parte de
muchos, sabed bien que es verdad. Y es esto lo que me va a
condenar, si me condena, no Meleto ni ánito sino la
calumnia y la envidia de muchos. Es lo que ya ha condenado a
otros muchos hombres buenos y los seguirá condenando. No
hay que esperar que se detenga en mí.
Quizá alguien diga:
«¿No te da vergüenza, Sócrates, haberte
dedicado a una ocupación tal por la que ahora corres
peligro de morir?» A éste yo, a mi vez, le
diría unas palabras justas: «No tienes razón,
amigo, si crees que un hombre que sea de algún provecho ha
de tener en cuenta el riesgo de vivir o morir, sino el examinar
solamente, al obrar, si hace cosas justas o injustas y actos
propios de un hombre bueno o de un hombre malo. De poco valor
serían; según tu idea, cuantos semidioses murieron
en Troya y, especialmente, el hijo de Tetis , el cual, ante la
idea de aceptar algo deshonroso, despreció el peligro
hasta el punto de que, cuando, ansioso de matar a Héctor,
su madre, que era diosa, le dijo, según creo, algo
así como: «Hijo, si vengas la muerte de tu
compañero Patroclo y matas a Héctor; tú
mismo morirás, pues el destino está dispuesto para
ti inmediatamente después de Héctor»;
él, tras oírlo, desdeñó la muerte y
el peligro, temiendo mucho más vivir siendo cobarde sin
vengar a los amigos, y dijo «Que muera yo en seguida
después de
haber hecho justicia al culpable, a fin de
que no quede yo aquí -junto a las cóncavas naves,
siendo objeto de risa, inútil peso de la tierra.»
¿Crees que pensó en la muerte y en el
peligro?
Pues la verdad es lo que voy a decir,
atenienses. En el puesto en el que uno se coloca porque considera
que es el mejor, o en el que es colocado por un superior,
allí debe, según creo, permanecer y arriesgarse sin
tener en cuenta ni la muerte ni cosa alguna, – más que la
deshonra. En efecto, atenienses, obraría yo indignamente,
si, al asignarme un puesto los jefes que vosotros elegisteis para
mandarme en Potidea , en Anfípolis y en Delion,
decidí permanecer como otro cualquiera allí donde
ellos me colocaron y corrí, entonces, el riesgo de morir,
y en cambio ahora, al ordenarme el dios, según he
creído y aceptado, que debo vivir filosofando y
examinándome a mí mismo y a los demás,
abandonara mi puesto por temor a la muerte o a cualquier otra
cosa. Sería indigno y realmente alguien podría con
justicia traerme ante el tribunal diciendo que no creo que hay
dioses, por desobedecer al oráculo, temer la muerte y
creerme sabio sin serlo. En efecto, atenienses, temer la muerte
no es otra cosa que creer ser sabio sin serlo, pues es creer que
uno sabe lo que no sabe. Pues nadie conoce la muerte, ni siquiera
si es, precisamente, el mayor de todos los bienes para el hombre,
pero la temen como si supieran con certeza que es el
mayor de los males. Sin embargo, ¿cómo no va a ser
la más reprochable ignorancia la de creer
saber lo que no se sabe? Yo, atenienses, también
quizá me diferencio en esto de la mayor parte de los
hombres, y, por consiguiente, si dijera que soy más sabio
que alguien en algo, sería en esto, en que no sabiendo
suficientemente sobre las cosas del Hades , también
reconozco no saberlo. Pero sí sé que es malo y
vergonzoso cometer injusticia y desobedecer al que es mejor, sea
dios u hombre. En comparación con los males que sé
que son males, jamás temeré ni evitaré lo
que no sé si es incluso un bien. De manera que si ahora
vosotros me dejarais libre no haciendo caso a Anito, el cual dice
que o bien era absolutamente necesario que yo no hubiera
comparecido aquí o que, puesto que he comparecido, no es
posible no condenarme a muerte, explicándoos que, si fuera
absuelto, vuestros hijos, poniendo inmediatamente en
práctica las cosas que Sócrates enseña, se.
corromperían todos totalmente, y si, además, me
dijerais: «Ahora, Sócrates, no vamos a hacer caso a
Ánito, sino que te dejamos libre, a condición, sin
embargo, de que no gastes ya más tiempo en esta
búsqueda y de que no filosofes, y si eres sorprendido
haciendo aún esto, morirás»; si, en efecto,
como dije, me dejarais libre con esta condición, yo os
diría: «Yo, atenienses, os aprecio y os quiero, pero
voy' a obedecer al dios más que a vosotros y, mientras
aliente y sea capaz, es seguro que no dejaré de filosofar,
de exhortaros y de hacer manifestaciones al que de vosotros vaya
encontrando, diciéndole lo que acostumbro: Mi buen amigo,
siendo ateniense, de la ciudad más grande y más
prestigiada en sabiduría y poder, ¿no te
avergüenzas de preocuparte de cómo tendrás las
mayores riquezas y la mayor fama y los mayores honores, y, en
cambio no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la
verdad y por cómo tu alma va a ser lo mejor
posible?'.» Y si alguno de vosotros discute y dice que se
preocupa, no pienso dejarlo al momento y marcharme, sino que le
voy a interrogar, a examinar y a refutar, y, si me parece que no
ha adquirido la virtud y dice que sí, le reprocharé
que tiene en menos lo digno de más y tiene en mucho lo que
vale poco. Haré esto con el que me encuentre, joven o
viejo, forastero o ciudadano, y más con los ciudadanos por
cuanto más próximos estáis a mí por
origen. Pues, esto lo manda el dios, sabedlo bien, y yo creo que
todavía no os ha surgido mayor bien en la ciudad que mi
servicio al dios. En efecto, voy por todas partes sin hacer otra
cosa que intentar persuadiros, a jóvenes y viejos, a no
ocuparos ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma
ni, con tanto afán, a fin de que ésta sea lo mejor
posible, diciéndoos: «No sale de las riquezas la
virtud para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos
los otros bienes, tanto los privados como los públicos. Si
corrompo a los jóvenes al decir tales palabras,
éstas serían dañinas. Pero si alguien afirma
que yo digo otras cosas, no dice verdad. A esto yo
añadiría «Atenienses, haced caso o no a
Anito, dejadme o no en libertad, en la idea de que no voy a hacer
otra cosa, aunque hubiera de morir muchas
veces.»
No protestéis, atenienses, sino
manteneos en aquello que os supliqué, que no
protestéis por lo que digo, sino que escuchéis.
Pues, incluso, vais a sacar provecho escuchando, según
creo. Ciertamente, os voy a decir algunas otras cosas por las que
quizá gritaréis. Pero no hagáis eso de
ningún modo. Sabed bien que si me condenáis a
muerte, siendo yo cual digo que soy, no me dañaréis
a mí más que a vosotros mismos. En efecto, a
mí no me causarían ningún daño ni
Meleto ni Ánito; cierto que tampoco podrían, porque
no creo que naturalmente esté permitido que un hombre
bueno reciba daño de otro malo. Ciertamente, podría
quizá matarlo o desterrarlo o quitarle los derechos
ciudadanos. Éste y algún otro creen, quizá,
que estas cosas son grandes males; en cambio yo no lo creo
así, pero sí creo que es un mal mucho mayor hacer
lo que éste hace ahora: intentar condenar a muerte a un
hombre injustamente.
Ahora, atenienses, no trato de hacer la
defensa en mi favor, como alguien podría creer, sino en el
vuestro, no sea que al condenarme cometáis un error
respecto a la dádiva del dios para vosotros. En efecto, si
me condenáis a muerte, no encontraréis
fácilmente, aunque sea un tanto ridículo decirlo, a
otro semejante colocado en la ciudad por el dios del mismo modo
que, junto a un caballo grande y noble pero un poco lento por su
tamaño, y que necesita ser aguijoneado por una especie de
tábano, según creo, el dios me ha colocado junto a
la ciudad para una función semejante, y como tal,
despertándoos, persuadiéndoos y
reprochándoos uno a uno, no cesaré durante todo el
día de posarme en todas partes. No llegaréis a
tener fácilmente otro semejante, atenienses, y si me
hacéis caso, me dejaréis vivir. Pero, quizá,
irritados, como los que son despertados cuando cabecean
somnolientos, dando un manotazo me condenaréis a muerte a
la ligera, haciendo caso a .finito. Después,
pasaríais el resto de la vida durmiendo, a no ser que el
dios, cuidándose de vosotros, os enviara otro.
Comprenderéis, por lo que sigue, que yo soy precisamente
el hombre adecuado para ser ofrecido por el dios a la ciudad. En
efecto, no parece humano que yo tenga descuidados todos mis
asuntos y que, durante tantos años, soporte que mis bienes
familiares estén en abandono, y, en cambio, esté
siempre ocupándome de lo vuestro, acercándome a
cada uno privadamente, como un padre o un hermano mayor,
intentando convencerle de que se preocupe por la virtud. Y si de
esto obtuviera provecho o cobrara un salario al haceros estas
recomendaciones, tendría alguna justificación. Pero
la verdad es que, incluso vosotros mismos lo veis, aunque los
acusadores han hecho otras acusaciones tan desvergonzadamente, no
han sido capaces, presentando un testigo, de llevar su
desvergüenza a afirmar que yo alguna vez cobré o
pedí a alguien una remuneración. Ciertamente yo
presento, me parece, un testigo suficiente de que digo la verdad:
mi pobreza.
Quizá pueda parecer extraño
que yo privadamente, yendo de una a otra parte, dé estos
consejos y me meta en muchas cosas, y no me atreva en
público a subir a la tribuna del pueblo y dar consejos a
la ciudad. La causa de esto es lo que vosotros me habéis
oído decir muchas veces, en muchos lugares, a saber, que
hay junto a mí algo divino y demónico ; esto
también lo incluye en la acusación Meleto
burlándose. Está conmigo desde
niño, toma forma de voz y, cuando se manifiesta, siempre
me disuade de lo que voy a hacer, jamás me incita. Es esto
lo que se opone a que yo ejerza la política, y me parece
que se opone muy acertadamente. En efecto, sabed bien,
atenienses, que si yo hubiera intentado anteriormente realizar
actos políticos, habría muerto hace tiempo y no os
habría sido útil a vosotros ni a mí mismo. Y
no os irritéis conmigo porque digo la verdad. En efecto,
no hay hombre que pueda conservar la vida, si se opone noblemente
a vosotros o a cualquier otro pueblo y si trata de impedir que
sucedan en la ciudad muchas cosas injustas e ilegales; por el
contrario, es necesario que el que, en realidad, lucha por la
justicia, si pretende vivir un poco de tiempo, actúe
privada y no públicamente.
Página siguiente |