Desdelo alto de una escarpada colina, Harrison, sentado
sobre una roca, podía ver, a intervalos, por entre los
árboles, a la persona que se acercaba corriendo. No se
veía ni se oía aún a los perseguidores. Las
empinadas laderas del macizo central surgían abruptamente
de la planicie solamente a seis kilómetros de distancia.
Harinosa adivinaba el pensamiento del desconocido: la esperanza
de que, una vez entre las pendientes laderas y barrancos, de
exuberante vegetación, que llegaban hasta la meseta,
sería posible escapar de los perseguidores.
Si hubiera sido un hombre aficionado a las apuestas o si
hubiera tenido allí a alguien con quien apostar hubiera
apostado contra el corredor. Muy pocas veces escapaba nadie de
los perseguidores, excepto, naturalmente, los que, como
él, tenían facultades especiales. Harrison no
estaba particularmente interesado en el resultado de esta
persecución. Sentía, quizá, un poco de
simpatía por el perseguido, pero en realidad sería
mejor que este individuo fuera alcanzado y capturado. Si
escapaba, organizarían la búsqueda Y
volverían por aquellos parajes.
El corredor pasó justamente por debajo de donde
estaba Harrison v saltó un arroyuelo, y entonces Harrison
vio con sorpresa que era una mujer; una mujer fuerte, joven, con
largas piernas, y de aspecto vigoroso.
Cuando descubrió esto dejó de ser mero
espectador y le embargó una gran emoción. Se puso
de pie lentamente, con la cabeza erguida, como un animal grande.
Harrison era realmente un animal, un animal inteligente y
peligroso.
Miró al antiguo camino con los ojos muy abiertos
y el oído alerta, por si se acercaban los
perseguidores.
La joven, que había corrido velozmente, sin
descanso, jadeaba y sudaba. Durante la última media hora
había trepado por la ladera hasta llegar a la tierra
resquebrajada al pie de la meseta. De cuando en cuando,
oía tras ella a sus enemigos: una piedra que rodaba, una
rama que se tronchaba, las voces agudas de los perseguidores
llamándose unos a otros. No estaban muy lejos. Una parte
de ella, la parte inteligente y civilizada, sabía que su
fin era seguro. A pesar de esto, no tenía la menor
intención de ceder, ni de estarse quieta esperando que la
cogieran. Estaba viva en este momento, solamente porque ella, y
sus padres antes que ella, habían sido buenos luchadores.
En la raza humana, únicamente habían sobrevivido
los que tenían una furiosa y salvaje ansia de luchar y de
Correr", que eran los invencibles. Continuaría corriendo,
revolviéndose, mordiendo y pataleando hasta su
último aliento.
Se adentró en un barranco estrecho y pasó
entre dos rocas salientes. Harrison estaba allí sentado en
un tronco y ella se sobresaltó al verle, y Se paró
en seco. En su mano apareció un cuchillo de hoja larga y
afilada.
Harrison era alto, de ancho pecho y
musculoso.
Llevaba una chaqueta de cuero sin mangas, talones cortos
de cuero y un par de mocasines bien hechos. Tenía el
cabello y la barba su aspecto general era limpio y cuidado. Un
pesado cuchillo de monte con una hoja muy afilada, casi una
espada corta, colgaba de su cinto su mano sujetaba un arco. El
arco era una verdadera arma moderna, magistralmente hecha de
acero y madera.
Harrison la miró serio. Ella devolvió la
desconfiada, con el cuchillo preparado.
Ve por este lado – indicó el hombre -. Por ese
barranco de la izquierda y por aquel pico y valle abajo.
Después sigue el arroyo hasta unas casas viejas.
¿Me entiendes?
Sí – contestó, respirando con fuerza
¿y después qué?
Estarás libre. Iré a buscarte
allí.
Ella le miró un momento desconfiando, y, a
continuación, sin preguntar nada más, sin darle las
gracias y sin saber cómo se las iba a arreglar,
salió corriendo por cl barranco en la dirección que
él le había indicado.
Harrison marchó barranco abajo y siguió el
camino real por el valle, andando sin prisa, parándose a
escuchar de cuando en cuando. Oyó a los perros y rebuscar
por la maleza tras él cogió el machete y se
preparó. No le preocuparon los perros. Eran dos mastines
de ganado de pelo negro. Esperó tras un árbol a que
se aproximaran, y entonces saltó y acuchilló al
primero que murió sin un gemido. El otro no era un animal
muy agresivo y al ver al hombre y la suerte que había
corrido su compañero, debió de asustarse
bastante.
¡Fuera, Fido, vete! Le gritó Harrison y el
perro metió el rabo entre las patas de un modo muy
cómico y salió corriendo.
Un minuto después apareció el primero de
los perseguidores. Llevaba el fusil al hombro e iba
escudriñando por delante buscando los perros. Vio a
Harrison. Por un momento los dos hombres se miraron uno al otro.
El rostro del recién llegado no reflejó el
sobresalto y la sorpresa que debió de sentir al
encontrarse cara a cara con Harrison, considerado como más
peligroso que un animal salvaje. En cuanto Harrison le vio se
lanzó sobre él, atravesándole el cuello con
su cuchillo. El otro dio un grito y se derrumbó sin
vida.
El otro perseguidor oyó él gritó.
Entre los árboles Se oía trastear en la maleza.
Estos perseguidores estaban muy bien preparados para andar por el
bosque. Durante varias generaciones habían organizado
estas batidas para exterminar a los escasos supervivientes de
raza humana.
Harrison sabía que le era imposible subir por la
montaña, pues habría hombres emboscados para no
dejarle llegar a ninguna cima. Tratarían de rodearle para
cortarle la retirada.
Preparó su arco y cambió de sitio; pero,
aunque tiró muy rápidamente a un bulto negro que
vio moverse entre la maleza, erró el blanco.
Media hora después comprendió que estaba
rodeado y que iban estrechando el cerco. Levantó la cabeza
y miró hacia cl pico más alto, por el cual
debía de estar subiendo ahora la joven. Una vez
allí estaría a salvo; pero él deseaba con
toda su alma matar a otro de los perseguidores.
Las ramas de un arbusto se movieron de pronto. Harrison
apuntó. Una figura agachada sé mostró un
instante y él disparó. La flecha surcó veloz
el aire y se oyó un agudo grito.
Al mismo tiempo oyó silbar las balas a su
alrededor. Tenían un sentido de oído muy
desarrollado y debían haberle localizado. Las balas
venían ahora de todos los lados.
Levantó los ojos hacia el pico de la
montaña y miró hacia allí con un deseo
fiero.
La mujer, escondida tras un muro medio derrumbado, que
había sido parte de una casa, salió de su escondite
cuando vio a Harrison por lo que antes había sido la calle
principal del pueblo.
Andaba tranquilamente con el arco al hombro mirando a
los lados, fatigado, pero no exhausto. La miró con
admiración. Comparándola con el tipo corriente de
la mujer antigua no era muy atractiva. Era tosca> con largas
piernas y tan salvaje como un gato montés.
Ven conmigo.
No lo dijo en son de pregunta ni tampoco de orden. Lo
dijo como quien habla de un hecho ya sabido. Eran dos animales,
macho y hembra. Eso era todo. A ella ni quisiera se le
ocurrió rehusar. Puede ser que si hubiese rechazado la
proposición la hubiera dejado marcharse. También
era posible que si hubiese rehusado le habría pegado hasta
que se sometiese.
¿Muy lejos? – preguntó ella.
• Seis kilómetros – respondió
Harrison -. Más allá de aquel barranco.
El hombre echó a andar delante, abandonando el
camino real, y caminando por un sendero un poco por encima del
pueblecillo.
¡En tres horas, andando y subiendo las laderas sin
cesar, llegaron a un estrecho valle!
Harrison no hablaba mucho. Probablemente no estaba
acostumbrado a hablar con desconocidos. La mujer no supo que ya
estaban llegando a su destino hasta que se encontraron con otro
ser humano que venía por el sendero en dirección
contraria.
Estaba anocheciendo y la mujer distinguía con
dificultad la figura del que se acercaba, que salió
inesperadamente de detrás de la sombra de un 1arbusto.
Harrison, de todos modos, no dio señal alguna de sorpresa,
como si esperase encontrar a alguien allí. Llamó a
la figura con el nombre de Jim y ella vio que Kim era un muchacho
de unos doce años.
Vienes con retraso, Pop – indicó el muchacho -.
Estábamos ya preocupados.
Tuve que venir por el peor camino – gruñó
Harrison -. Traje esta mujer. Los «Ranas» la
perseguían.
El muchacho la miró con
interés.
Bueno, Pop, tienes las manos llenas ahora, conforme;
pero no sé qué pasará cuando Ma la vea.
¿Cómo te llamas? – preguntó a la
joven.
Magdalena – contestó ella.
¿De dónde eres?
De allí abajo, del Sur, donde está el
mar.
¿Tienes familia?
Ahora no, la perdí hace dos inviernos.
Entremos – ordenó Harrison -. Tengo tanta hambre
que podría comerme un «Rana».
¿Tenéis algo que darnos, Jim?
Seguramente. Cogí una liebre muy grande esta
mañana.
Echaron a andar, rodeando una roca, se metieron por una
abertura natural del terreno y sé encontraron en una gran
cueva. Estaba alumbrada con una luz tenue y vacilante por varias
lámparas colocadas en una especie de nichos en la roca.
Había tres hogueras encendidas y un gran número de
figuras, humanas al parecer, se movían sin cesar de un
lado a otro, mientras sus sombras se proyectaban en las paredes y
en el techo.
Después de un momento de confusión,
Magdalena pudo ver que en realidad no había tanta
gente.
Vio dos mujeres, una de unos treinta y cinco años
v la otra de unos veinte. Esta última estaba encinta.
También había un hombre que parecía viejo,
con el cabello blanco y un brazo deforme. Y varios niños;
calculó que debían de ser más de
diez.
A pesar de la cantidad de gente que habitaba la cueva,
olía a limpio, más que la vieja bodega que ocuparon
sus padres. Un olor a carne guisada le hizo la boca
agua.
Harrison se acercó al fuego donde estaba la mayor
de las dos mujeres inclinándose sobre una olla.
Esta es Magdalena – explicó bruscamente -; los
«Ranas» la estaban persiguiendo y yo la
salvé.
Salvarla era tu deber – respondió la mujer -,
pero traerla aquí no veo el porqué, Joe Harrison.
Por lo visto esperas que cargue también con
esta.
Bueno, yo no veo el modo. Mañana por la
mañana a primera hora, se marcha.
Cállate y danos algo que comer –
gruñó Harrison.
Por una vez parecía no encontrarse a gusto, e
incluso un poco azarado.
La mujer, de un modo poco afable, les puso dos platos de
madera, echando un trozo de carne en cada uno.
Magdalena, que no había comido mucho los dos
últimos días, cogió la carne y empezó
a partiría con los dientes. La otra mujer le dio un fuerte
pescozón.
Deja de hacer eso – ordenó -. Escúchame…
Muchas cosas han cambiado desde los antiguos tiempos y supongo
que tengo que ayudar a Harrison en lo que tenga pensado para ti,
lo mismo que hice con la joven Lucy que está ahí,
pero todavía hay una o dos cosas que no han cambiado. Esta
es mi casa. Puede ser que vivas en ella y que tengas hijos en
ella, pero siempre continuará siendo mi casa. Y mientras
siga siendo mía tiene que estar limpia y decente. Nada de
porquería. Nada de escupir en el suelo. Nada de tirar
huesos, ni carne estropeada por los rincones. Nos hemos hundido
muy bajo, pero no hemos llegado todavía al nivel de los
animales. Ahora cómete tu comida limpia y decentemente no
como una bestia salvaje.
– Eso está bien dicho – añadió
Harrison -. Esta es Liz, mi mujer. Ella es la que manda en esta
casa.
Cuando acabaron de comer, Harrison se puso de
pie.
Enséñale dónde tiene que dormir, Ma
~ ordenó.
Dió la vuelta sobre sus talones y se
acercó al otro fuego donde estaba sentado el
viejo.
Liz condujo a Magdalena a un rincón oscuro donde
encontró un catre de lona y algunas mantas.
Esta noche puedes dormir aquí – le dijo -. Y
sacude bien la alfombra y arregla todo por la mañana.
Ahí fuera hay un tanque de agua y puedes lavarte si
quieres y el aseo también está fuera, no quiero
porquerías aquí dentro. Y escúchame bien,
joven; sé muy bien lo que piensa Harrison respecto a ti y
supongo que tú lo sabes tan bien como yo. Si no te agrada,
lo mejor es que te marches mañana por la mañana. Si
te quedas me figuró que tendré que apechugar con
ello, pero no quiero enterarme de nada. Pase lo que pase entre
tú y Joe tiene que ser fuera de aquí. Tenemos
muchos niños, míos y de Lucy, y yo quiero las cosas
decentes y respetables.
Los «Ranas» casi me atraparon, no tengo
familia ni dónde ir.
Ya lo sé – respondió Liz -. Quédate
si quieres. Este sitio es mejor que muchos otros, a pesar de que
hoy aquí ocurren muchas cosas raras, cosas
difíciles de creer, pero el resultado es que vivimos mejor
que muchos. Siempre tenemos comida abundante.
Ocurrían allí cosas difíciles de
creer. Magda no notó nada extraordinario el primer
día. Por la mañana le despertó el ruido que
hacían los niños riéndose y charlando y se
levantó enseguida. Liz estaba quitando las cenizas del
fuego. A Harrison v a los muchachos no se los veía por
parte alguna.
Vete abajo al río Y lávate bien –
ordenó Liz -. Después te daré el desayuno.
Camina por encima de las rocas todo el tiempo.
Cuando salió, Magda se quedó un momento
deslumbrada por la brillante mañana de sol. El río,
que no había visto en la semioscuridad la tarde anterior,
estaba justamente debajo. Los niños estaban
salpicándose en la orilla, alborotando y echándose
agua unos a otros. Empezó a bajar a la playa de
cascajo.
Anda por las rocas – aconsejó una voz cerca de
ella.
Era Jim.
Ten cuidado de andar solo sobre las rocas, no queremos
dejar huellas que los «Ranas» puedan ver desde el
aire.
Se volvió para hablarle, pero el sol
todavía la deslumbraba y no pudo verle. Un momento
después, sin embargo. Le vio en el río con los
otros niños. Fue por la orilla, lejos del remanse donde
estaban los niños v se metió en el río; pero
salió pronto, porque el agua, como venía de la
montaña, estaba muy fría. Cuando volvía se
fijó en que todos los niños se habían ido,
excepto dos, de unos tres años que trepaban por las rocas
hacia la cueva. Tuvo una vaga impresión de que los
niños habían abandonado el baño de
repente.
Lis y la joven Lucy estaban sentadas fuera de la cueva
con una fuente de madera llena de bollos recién sacados
del horno.
Magda empezaba a tener la impresión de que
había algo anormal en aquel lugar y en aquella gente. EJ
anciano, no tenía más que sesenta años, pero
era muy viejo para un ser humano, ahora que los que quedaban de
la raza se veían obligados a correr y a esconderse para
conservar la vida. Salió de la cueva y los niños le
rodearon charlando.
Cogió la bandeja de los bollos. Se puso muy
erguido y de repente desapareció.
A nadie pareció sorprenderle. Nadie se
inmutó. Los niños se volvieron y miraron hacia
arriba. Magda también miró. Allí estaba Dad
de pie en lo alto de un picacho, a unos cuarenta metros de
distancia. Estaba colocando la bandeja de los bollos a sus pies y
de repente apareció de nuevo junto a las
mujeres.
Ve a tomar tu desayuno, Johnnie – ordenó
Liz.
Johnnie, que tenía unos siete años,
miró hacia el picacho. Un momento después estaba en
lo alto, y enseguida bajó con un par de bollos, uno en
cada mano.
Los otros niños: un muchacho y dos chicas fueron
a buscar su desayuno del mismo modo milagroso. A nadie le
extrañó este procedimiento.
El viejo trasladó la bandeja a un sitio
más cercano y más bajo y los chicos de tres y
cuatro años fueron cogiendo su desayuno igual que otros.
Las mujeres se sirvieron del mismo modo. Liz invitó a
Magda a que se uniera a ellas.
Son bollos de avena – le explicó -. En ese bote
hay mantequilla, y, en aquel otro, miel.
Magda se sentó junto a ellas y empezó a
comer.
¿Te sorprenden estas costumbres, muchacha? –
preguntó Liz.
Hasta ahora no había visto nada igual –
afirmó la joven -. Mi padre me contaba cosas maravillosas
sucedidas en tiempos antiguos, pero en aquellos tiempos todo eran
máquinas y aquí no veo ninguna
máquina.
Esto no son máquinas – aseguró Liz -. Esto
es todo nuevo. Está hecho por la evolución
moderna.
No lo entiendo bien – respondió Magda.
Tampoco yo – afirmó Liz -. Es como lo llama Dad.
Es cosa de él, de Joe y de los niños. Había
como sabe millones de los nuestros.
Claro que lo sé. Ciudades llenas de gente,
automóviles, aviones. Antes que vinieran los
«Ranas».
Está bien. Nunca comprendí por qué
nos odian tanto los «Ranas». Ellos destruyeron todas
las ciudades, persiguen a los que hemos sobrevivido.
Mi padre dice que ya queda poca gente. Dice que dentro
de cincuenta años estaremos totalmente extinguidos. Tiene
razón. Antes vivían aquí varias familias,
ahora ya no quedamos más que nosotros.
Pero ¿por qué es esto un
adelanto?
Es algo que no acabo de entender. Dad sí.
Sabía muchas cosas de la gente cuando era más
joven; les hablaba y se iba educando con lo que oía. El y
mi Joe no olvidan fácilmente las cosas. Son hombres de
lucha. Cuando miro a Joe no puedo imaginármele a él
y a sus semejantes extinguidos. Me parece que no podrían
serlo de ningún modo. Dad dice que la humanidad forma
parte de todo el Universo. Que todos descienden de los monos. Que
hay millones de los nuestros viviendo aquí en la Tierra y
en Marte. Hemos hecho toda clase de cosas, escrito toda clase de
libros, construido toda clase de máquinas maravillosas, y
cuando los que quedamos pensamos que vamos a ser totalmente
extinguidos, algo muy dentro de nosotros nos dice que esta idea
es intolerable y nos defendemos con un nuevo invento. Este
invento es el de saltarnos el espacio.
Muchos otros animales han sido extinguidos –
objetó Magda -. Me figuro que ellos no se lo figuraban,
pero el caso es que fueron extinguidos.
No eran animales racionales, como nosotros. Dudo que
ellos fueran lo bastante inteligentes para saber que iban a ser
extinguidos. Pero Joe Harrison no es la clase de persona que
acepta tranquilamente esa idea. Me imagino que solo ese
pensamiento le revuelve el estómago.
Así pues, ¿es usted capaz de hacer ese
salto en el espacio?
Yo no, querida – contestó Liz, sonriendo -. Joe
si, y el padre de Joe y la mayor parte de los niños. Y
también podrán los tuyos cuando los tengas, no lo
dudes.
¿Qué pasará si los
«Ranas» nos encuentran?
Dad, Joe y todos los niños pueden escapar
aseguró Liz.
Pero ¿nosotras…?
Nosotras no, muchacha – repuso Liz sonriendo.
Liz era un alma amiga. Una hora después
pidió a Magda que fuera con ella a lo alto de la
montaña.
Los muchachos han ido a cazar – explicó -. Esto
les sienta bien, pero son jóvenes. Siempre es conveniente
andar cerca de ellos. Si tú te vas a quedar con nosotros
lo mejor será que te ocupes de esto. Eres más joven
y más ligera que yo. Ahora, ven.
Liz miró dentro de la cueva.
¡Jim! – gritó -, ven, vamos a subir al
monte.
Yo os encontraré allí – replicó la
voz de Jim-. Os encontraré cerca de los pinos.
Magda y Liz treparon por las rocas hasta lo alto del
monte con mucho trabajo. Liz no cesaba de hablar. En la cumbre,
donde hacía más calor v había arbustos y
maleza, había un grupo de cinco árboles. Cuando se
acercaron salió Jim de detrás de ellos.
¿Dónde están los otros, Jim? –
preguntó Liz ansiosamente.
Más allá. Está bien, Ma – la
tranquilizó cl muchacho.
Los tres empezaron a subir la pendiente de la
montaña. Otros dos o tres niños aparecieron por
allí, pero Jim era el que parecía conocer mejor el
camino.
Después de andar una milla, saltó una
liebre delante de Magda y desapareció a gran velocidad.
Ella pensó que podía haber hecho algo y
continuó mirando la liebre que pasó al lado de un
arbusto y apareció Jim justamente delante de ella. La
liebre reaccionó violentamente, pero el muchacho
cayó sobre ella. Magda vio como le puso la mano en el
cuello con un movimiento rapidísimo.
Nos vendrá muy bien para comer – dijo Magda en
tono maternal -. Espero que Joe traiga esta noche un
gamo.
Harrison y Magda salieron juntos por la
noche.
No era la primera vez que salían juntos. Cuando
salían ni Liz ni nadie hacían preguntas ni
comentarios. Harrison no le había instado para que sea
quedara. Magda pensaba que él toleraría que se
fuese, aunque no lo deseaba. Pero ¿adónde iba a ir?
Él no era un hombre particularmente amable ni
simpático. Hablaba muy poco. Era evidente que no
quería tener otra mujer, pero sí más
niños. Niños que pudiesen dar el salto en el
espacio como él decía. Pero ella nunca había
conocido lo que era afecto ni amistad y con él
sentía una sensación de seguridad como nunca en su
vida había sentido.
Anduvieron juntos barranco abajo sin cogerse de la mano.
Esto no entraba en el carácter de Harrison, caminaban
tranquilamente, uno al lado del otro.
Allá abajo, en otro valle, Magda vio un
resplandor rojo. Cogió a Harrison por las muñecas v
señaló:
Es una expedición de caza de los
«Ranas». Puede ser que desde que tú me
libraste de ellos sepan que hay algunos de los nuestros viviendo
en estas montañas.
Él se quedó mirando el resplandor rojo. A
la luz de la luna se veía su expresión
feroz.
Voy a ir allí abajo – le dijo a ella -. Tú
vete a casa y díselo a Dad. Yo tengo que irme escondiendo
en sitios donde pueda verlos sin ser visto; por tanto no
esperarme hasta mañana. Ve v dile a mi familia que tenga
los niños preparados para trasladarlos si llega el
caso…
Sacó su machete de la vaina y como una sombra
desapareció de su lado.
Las partidas de caza de los «Ranas» no
estaban acostumbradas a luchar con los humanos que se esconden en
sitios más difíciles; cuando se ven perseguidos
huyen y se esconden y no presentan batalla más que cuando
se ven acorralados. No tenían noción de
ningún ataque reciente, no provocado, por parte de los
humanos. De todos modos el ser humano era un animal astuto y
peligroso y «los Ranas» tomaron precauciones Mientras
cuatro de ellos dormían, el quinto se quedó de
guardia.
Harrison bajó corriendo por el barranco desde lo
alto del monte hacia donde se veía el resplandor de la
hoguera y aterrizó muy cerca de ellos, silenciosamente
como una hoja, y se quedó completamente inmóvil.
Escuchando atentamente podía oír los
pequeños movimientos que hacía el que estaba de
guardia y consiguió distinguirlo bien para tenerle a tiro.
Escogió su posición con cuidado y se fue acercando
hasta que estuvo a un metro de distancia del «Rana» y
describiendo un círculo con la pesada hoja de su cuchillo,
le degolló. No se oyó más que un
pequeño zumbido cuando cayó el cuerpo.
Los otros cuatro estaban tendidos alrededor del fuego,
envueltos en gruesos capotes. Harrison se acercó con mucho
cuidado para cerciorarse de que estaban dormidos. De repente
saltó sobre el más próximo y le cortó
la cabeza. El segundo se movió y empezó a
despertarse mientras Harrison sé abalanzaba sobre
él y él «Rana» no exhaló
más que un leve gemido antes de morir. Mientras
caía sobre su tercera víctima se dio cuenta de que
el último miembro de la banda se incorporaba y buscaba sus
armas. Rápidamente dio una cuchillada al
«Rana» que tenía más cerca y
en seguida enfocó con la vista un árbol a medio
kilómetro de distancia y se plantó en su copa en el
tiempo de un suspiró. Permaneció allí hasta
el amanecer. El único superviviente de la partida de caza
se quedó alerta mirando a las sombras. Varias veces hizo
fuego en cuanto veía moverse los arbustos. Cuando
amaneció examinó los cadáveres de sus
compañeros. El último «Rana» que
acuchilló Harrison, vivía aún y su
compañero le disparó en la cabeza para rematarle.
Había muy poca compasión y muy poco
compañerismo entre los «Ranas».
Harrison no dejó de observar al
«Rana» cuando este se dirigía por la senda
abajo hacia el campo abierto; si hubiese tenido allí su
arco probablemente hubiera acabado con él.
En tres saltos volvió a la cueva y cogió
el arco.
Uno de ellos se ha escapado explicó -; tengo que
alcanzarle antes que propague la noticia.
Pero nunca pudo dar con él. Quizá
encontró otra banda de «Ranas» que
tenía vehículo. Quizá logró pedir
ayuda. Los humanos sabían muy poco sobre la técnica
de los «Ranas» y sobre los medios que poseían
para comunicarse.
Bien; ellos saben ya que existen humanos en estos
parajes y saben también que somos luchadores y no siempre
huimos y nos escondemos – decía Harrison a su
padre.
¿Crees que debemos mudarnos?
Oh – dijo Harrison moviendo la cabeza con
obstinación -; entre otras cosas hay quien no puede
moverse con tanta facilidad como los demás y miró a
Lucy -. Además estas montañas son tan buenas como
cualquier otro sitio. Son salvajes. Hay comida, caza y buenos
escondites. Necesitaremos un sitio donde procrear.
Su padre insistió:
Cuando se den cuenta de que vivimos aquí unos
cuantos humanos con mujeres criando niños, caerán
sobre nosotros en expediciones bien organizadas.
Puede ser. Pero creo que los «Ranas»
actualmente son muy distintos de cómo eran cuando
vinieron. Ahora ya son colonos y no conquistadores.
Además deben de estar muy seguros de que nos
tienen va dominados. Creo que si nos limitamos a no atacarlos si
no suben ellos a las montañas, quizá se convenzan
que estas montañas son peligrosas para ellos y se
abstengan de intentarlo.
Era muy fácil para Harrison, su padre y Jim,
vigilar los alrededores. Podían saltar de lo alto de una
colina a otra y tener bajo su vigilancia los valles.
Otra expedición de caza, mayor que la anterior,
apareció dos semanas después. Harrison soltó
a perros para que le siguieran el rastro y entre su padre y
él, turnándose a razón de cinco
kilómetros por día, fue trazando una senda hasta la
salida del distrito.
Tienen que reconocer que somos más modernos y
más fuertes para la caza, Dad – afirmó Harrison -.
Corremos delante de ellos sin parar, día y noche, dando
vueltas y revueltas, y de repente desaparecemos del
todo.
Dad esperaba que los iban a dejar ya
tranquilos.
Podría ser que los «Ranas» estuvieran
preocupados. Lo más probable sería que tuvieran
curiosidad por descubrir cómo se las arreglaban los
humanos para escapar.
De todos modos, mandaron una nave aérea. Harrison
y su gente la vieron acercarse por el Este y se dieron prisa en
meter a los niños en la cueva.
Era un aparato grande que flotaba lenta y
51-lenciosamente sobre las montañas. Les quedaban muy
pocos de los conocimientos técnicos que tenían
antes los de su raza v no sabían cuál era la fuerza
motriz. Tan solo sabían que era mortal para ellos. Luego,
volvió a pasar más bajo, casi rozando las copas de
los árboles. La cabina era transparente y pudieron ver en
su interior una docena de personas negras.
Harrison, que los estaba observando detrás de un
arbusto> rechinó los dientes.
¿Crees que de un salto podríamos meternos
allí, entre ellos?- preguntó al viejo.
No veo por qué no – respondió el
viejo.
La nave giró bruscamente cuando estaba sobre
ellos.
Algo han visto – gruñó Harrison -. Me
parece imposible tener a todos estos niños corriendo por
aquí fuera y por el río, expuestos a que los vean y
les disparen.
El artefacto evolucionó durante un par de minutos
y luego se dirigió rápidamente hacia el Sur. Ellos
le miraban cómo iba disminuyendo con la distancia, hasta
desaparecer.
Lo mejor es que los niños salgan ahora a dar unas
carreras, antes que vuelvan – le sugirió
Harrison.
Fue a buscarlos a la cueva y en un momento estuvieron
todos abajo en el río, chapoteando y salpicándose
los unos a los otros como siempre.
No hacía más que cinco minutos que estaban
allí, cuando el joven Jim lanzó un fuerte
silbido.
¡Dad! Exclamó señalando.
La nave aérea venía muy baja, a lo largo
del río y luego dio media vuelta alrededor del
monte.
Recoge a los niños, Jim – gritó
Harrison.
Jim estaba abajo, en el río, entre
ellos.
El aeroplano volaba cada vez más bajo. Jim
consiguió que los niños desaparecieran del
río. Desaparecieron como hacen las figuras de una pantalla
de cine, quedando inmóviles de pronto. Harrison estaba de
pie mirando la nave.
Deben de haber visto algo. Se conoce que nos han visto
fuera. Ahora ya saben que vivimos aquí una familia y
verán que somos diferentes del resto de los
humanos.
Enseñó los dientes con un gesto de
rabia.
Joe dijo el padre -, vamos allí arriba a
arreglarlos.
Harrison miró a su padre y luego al buque,
dudando.
¿Crees que podemos?
Sacó su machete de la vaina.
Conforme – repuso -. Diré la palabra
mágica. Volvió su fiera y cruel cara hacia arriba,
mirando al aeroplano.
– Ahora – gritó.
Estaban en la nave.
Había allí ocho «Ranas». Ocho
criaturas tan negras que daba pánico mirarlas y que no
comprendían lo que había pasado. Harrison y el
viejo empezaron a cortar piernas, brazos y cabezas. La nave era
un vehículo largo y cómo do, con laterales
transparentes, amplias literas y mullidos tapices. En pocos
minutos, los humanos lo dejaron reducido a una cámara
sepulcral llena de sangre, de miembros destrozados y de
cadáveres yacentes.
Harrison dejó de acuchillarlos y de dar golpes
con el machete.
¿Estás bien, Pa?
Muy bien. Una de estas bestias me ha atravesado una
pierna con su cuchillo, pero estoy sin novedad.
En el extremo delantero estaba el piloto que
conducía el aparato, separado del salón general por
un tabique transparente. El conductor estaba inclinado sobre el
cuadro de mandos moviendo febrilmente las palancas. Veían
cómo el aparato subía y bajaba.
Harrison se lanzó sobre el tabique, que
crujió, pero no se rompió.
Cuidado, Joe – advirtió el padre.
Tenemos que cogerle. Si vuelve a su base les dirá
que tenemos niños y vendrá por nosotros con
más gente.
Vamos a dar un 5a1to dentro de la cabina.
Conforme – gruñó Harrison -. Los dos al
mismo tiempo…
Pero su padre saltó primero y cayó sobre
el conductor. –
A pesar de la sorpresa que le produjo el milagro de ver
a dos hombres atravesar el tabique, él «Rana»
pudo sacar su pistola y montar el gatillo y se oyó una
detonación. Un instante después. Harrison le
cogió por detrás y le atravesó el
cuello.
Este es el último.
Miró hacia el salón. El trabajo
allí había sido hecho a conciencia. Luego,
miró a su alrededor.
La nave que, evidentemente había sido puesta por
el piloto en una ruta fija, se dirigió hacia el Sur
deprisa e iba subiendo.
Tenemos que salir de aquí enseguida –
apremió Harrison -. Si perdemos la orientación y
los sitios que conocemos, vamos a vernos muy mal para encontrar
nuestro camino a casa. Ven, Dad, allí tenemos el monte.
Vamos a saltar a él.
Su padre estaba recostado contra la pared y se apretaba
un costado.
Me siento muy mal – gimió.
Tienes que salir de aquí. Pon los ojos en el
monte y salta. Ya te curaremos en cuanto estemos en
casa.
El viejo levantó los ojos y le miró
lloroso.
Me parece que no puedo… No tengo fuerza
suficiente.
No tienes más remedio, Dad, no tienes más
remedio. Tienes que salir de aquí. Salir de esta nave o te
vas al infierno.
Conforme, hijo, haré la prueba.
Mira bien a la colina, a la izquierda – insistió
Harrison.
El viejo enfocó bien los ojos, hizo un esfuerzo
visible para concentrarse, y desapareció.
Harrison miró hacia afuera, hacia el monte, vio
el cadáver de su padre en mitad del espacio, a unos cien
metros de la nave, que caía dando vueltas sobre las rocas,
trescientos metros más abajo.
Harrison saltó un momento
después.
La nave con su carga macabra flotó suavemente, y
se supone que sería recogida más tarde, tal vez a
miles de kilómetros de allí.
Harrison estaba tumbado sobre la roca ante la cueva
mirando a lo lejos, más allá del valle.
Los matamos a todos. Estamos libres por el
momento.
¿Estás apenado por tu Dad?-
preguntó Liz.
Supongo que sí – contestó él -.
Tú sabes que yo no tengo muchos sentimientos. No tengo
más que la voluntad de vivir, de no ser
extinguido
Miró a las estrellas. Si pudiéramos
descubrir de cuál de esas estrellas vienen los
«ranas»- musitó -, podríamos aprender a
dar un gran salto de aquí a su planeta. Así
podríamos acabar con ellos.
Dios proteja a los «Ranas» el día en
que Joe Harrison y su prole lleguen hasta ellos – comentó
Liz.
Sí, eso es cierto – convino Harrison,
enseñando los dientes.
Autor:
Jorge Alberto Vilches Sanchez