Texto : República,
libro VI
(1-21)
—Así, pues —dije
yo—, tras un largo discurso
senos ha mostrado al fin; ¡oh Glaucón!,
Quiénes son filósofos y quiénes
no.—En efecto —dijo—,
quizá no fue posible conseguirlo por más breve
camino.—No parece —dije—;
de todos modos, creo que se nos habría mostrado mejor
si no hubiéramos tenido que hablar más quede
ello ni nos fuera preciso el discurrir ahora sobre todo lo
demás al tratar de examinar en qué difiere la
vida justa de la injusta.—¿ Y a qué
—preguntó— debemos atender después
de ello?—¿ A qué va a ser
—respondí— sino a lo que se sigue? Puesto
que son filósofos aquellos que pueden alcanzar
lo que siempre se mantiene igual a sí mismo y no lo
son los que andan errando por multitud de cosas diferentes,
¿ Cuáles de ellos conviene que sean jefes en la
ciudad?—¿ Qué
deberíamos sentar —preguntó—para
acertar en ello?—Que hay que poner de
guardianes —dije yo— a aquellos que se muestren
capaces de guardar las leyes y usos
de las ciudades.—Bien
—dijo.—¿Y no es
cuestión clara —proseguí—la de
sí conviene que el que ha de guardar algo sea ciego o
tenga buena vista?—¿Cómo no ha de
ser clara? —Replicó.—¿Y se muestran en algo
diferentes de los ciegos los que de hecho están
privados del conocimiento de todo ser y no tienen en su
alma ningún modelo
claro ni pueden, como los pintores, volviendo su mirada a lo
puramente verdadero y tornando constantemente a ello y
contemplándolo con la mayor agudeza, poner
allí, cuando haya que ponerlas, las normas de lo
hermoso, lo justo y lo bueno, y conservarlas con su
vigilancia una vez establecidas?—No, ¡por Zeus!
—Contestó—. No difieren en
mucho.—¿Pondremos, pues, a
éstos como guardianes o a los que tienen el
conocimiento de cada ser, sin ceder en experiencia a
aquéllos ni quedarse atrás en ninguna otra
parte de la virtud?—Absurdo sería
—dijo— elegir a otros cualesquiera, si es que
éstos no les son inferiores en lo demás; pues
con lo dicho sólo cabe afirmar que les aventajan en lo
principal.—¿ Y no explicaremos de
qué manera podrían tener los tales una y otra
ventaja?—Perfectamente.
—Pues bien, como dijimos, al
principio de esta discusión, hay que conocer
primeramente su índole; y si quedamos de acuerdo sobre
ella, pienso que convendremos también en que tienen
esas cualidades y en que a éstos, y no a otros, hay
que poner como guardianes de la ciudad.—¿
Cómo?- Misión del
filósofo—Convengamos, con respecto a
las naturalezas filosóficas, en que éstas se
apasionan siempre por aprender aquello que puede mostrarles
algo de la esencia siempre existente y no sometida a los
extravíos de generación y corrupción.—Convengamos.—Y
además —dije yo—, en que no se dejan
perder por su voluntad ninguna parte de ella, pequeña
o grande, valiosa o de menos valor,
igual que referíamos antes de los ambiciosos y
enamorados.—Bien dices
—observó.—Examina ahora esto otro, a ver
si es forzoso que se halle, además de lo dicho, en la
naturaleza de
los que han de ser como queda enunciado.—¿Qué es
ello?—La veracidad y el no admitir la mentira en modo
alguno, sino odiarla y amar la verdad.—Es probable
—dijo.—No sólo es probable, mi querido
amigo, sino de toda necesidad que el que por naturaleza es
enamorado, ame lo que es connatural y propio del objeto
amado.—Exacto
—dijo.—¿Y encontrarás cosa
más propia de la ciencia
que la verdad?—¿Cómo
habría de encontrarla?
—Dijo.—¿Será, pues, posible que
tengan la misma naturaleza el
filósofo y el que ama la falsedad?—De ninguna manera.—Es,
pues, menester que el verdadero amante del saber tienda,
desde su juventud,
a la verdad sobre toda otra cosa.—Bien de
cierto.—Por otra parte, sabemos que, cuando más
fuertemente arrastran los deseos a una cosa, tanto más
débiles son para las demás, como si toda la
corriente se escapase hacia aquel lado.—¿Cómo
no?—Y aquel para quien corren hacia el saber y todo lo
semejante, ése creo que se entregará
enteramente al placer del alma en sí misma y
dará de lado a los del cuerpo, si es filósofo
verdadero y no fingido.—Sin ninguna
duda.—Así, pues, será temperante y en
ningún modo avaro de riquezas, pues menos que a nadie
se acomodan a ellos motivos por los que se buscan esas
riquezas con su cortejo de dispendios.—Cierto.—También
hay que examinar otra cosa cuando hayas de distinguir la
índole filosófica de la que no lo
es.—¿Cuál?
—Que no se te pase por alto en
ella ninguna vileza, porque la mezquindad de pensamiento es lo más opuesto al alma
que ha de tender constantemente a la totalidad y
universalidad de lo divino y de lo humano.—Muy de cierto
—dijo.—Y a aquel entendimiento que en
su alteza alcanza la contemplación de todo tiempo y de
toda esencia, ¿crees tú que le puede parecer
gran cosa la vida humana?—No es posible
—dijo.—¿Así, pues,
tampoco el tal tendrá a la muerte
por cosa temible?—En ningún
modo.—Por lo tanto, la naturaleza
cobarde y vil no podrá, según parece, tener
parte en la filosofía.—No creo.
—¿Y qué? El hombre
ordenado que no es avaro, ni vil, ni vanidoso, ni cobarde,
¿puede llegar a ser en algún modo intratable o
injusto?—No es
posible.—De modo que, al tratar de ver
el alma que es filosófica y la que no,
examinarás desde la juventud
del sujeto si esa alma es justa y mansa o insociable y
agreste.—Bien de
cierto.—Pero hay otra cosa que tampoco
creo que pasarás por alto.—¿Cuál es
ella?—Si es expedita o torpe para
aprender: ¿podrás confiar en que alguien tome
afición a aquello que practica con pesadumbre y en que
adelanta poco y a duras penas?—No puede
ser.—¿Y si, siendo en todo
olvidadizo, no pudiera retener nada de lo aprendido?
¿Sería capaz de salir de su inanidad de
conocimientos?—¿Cómo?
—Y trabajando sin fruto,
¿no te parece que acabaría forzosamente por
odiarse a sí mismo y al ejercicio que
practica?—¿Cómo
no?—Por lo tanto, al alma
olvidadiza no la incluyamos entre las propiamente
filosóficas, sino procuremos que tenga buena memoria.—En un todo.
—Pues por lo que toca a la
naturaleza
inarmónica e informe,
no diremos, creo yo, que conduzca a otro lugar sino a la
desmesura.—¿Qué otra cosa
cabe?—¿Y crees que la verdad
es connatural con la desmesura o con la
moderación?—Con la
moderación.—Busquemos, pues, una mente
que, a más de las otras cualidades, sea por naturaleza
mesurada y bien dispuesta y que por sí misma se deje
llevar fácilmente a la contemplación del ser en
cada cosa.—¿Cómo
no?—¿Y qué?
¿No creerás acaso que estas cualidades, que
hemos expuesto como propias del alma que ha de alcanzar recta
y totalmente el
conocimiento del ser, no son necesarias ni vienen
traídas las unas por las otras?—Absolutamente necesarias
—dijo.—¿Podrás, pues,
censurar un tenor de vida que nadie sería capaz de
practicar sino siendo por naturaleza memorioso, expedito en
el estudio, elevado de mente, bien dispuesto, amigo y
allegado de la verdad, de la justicia,
del valor y de
la templanza?—Ni el propio Momo
—dijo— podría censurar a una tal persona.—Y cuando estos hombres
—dije yo— llegasen a madurez por su educación y sus años, ¿no
sería a ellos a quienes únicamente
confiarías la ciudad? - Cualidades del
filósofoEntonces Adimanto dijo:
—¡Oh Sócrates! Con respecto a todo eso que
has dicho, nadie sería capaz de contradecirte; pero he
aquí lo que les pasa una y otra vez a los que oyen lo
que ahora estás diciendo: piensan que es por su
inexperiencia en preguntar y responder por lo que son
arrastrados en cada pregunta un tanto fuera de camino por la
fuerza del
discurso,
y que, sumados todos estos tantos al final de la
discusión, el error resulta grande, con lo que seles
muestra todo
lo contrario de lo que se les mostraba al principio; y que
así como en los juegos de
tablas los que no son prácticos quedan al fin
bloqueados por los más hábiles y no saben
adónde moverse, así también ellos acaban
por verse cercados y no encuentran nada que decir en este
otro juego que
no es de fichas,
sino de palabras, aunque la verdad nada gane con ello. Digo
esto mirando el caso presente: podría decirse que no
hay nada que oponer de palabra a cada una de tus cuestiones,
sino que en la realidad se ve que cuantos, una vez entregados
a la filosofía, no la dejan después, por no
haberla abrazado simplemente para educarse en su juventud,
sino que siguen ejercitándola más largamente,
éstos resultan en su mayoría unos seres
extraños, por no decir perversos, y los que parecen
más razonables, al pasar por ese ejercicio que
tú tanto alabas, se hacen inútiles para el
servicio
de las ciudades.Y yo, al oírle, dije:
—¿Y piensas que los que eso afirman no dicen
verdad?—No lo sé
—contestó—; pero oiría con gusto lo
que tú opinas.—Oirás, pues, que me
parece que dicen verdad.—¿Y cómo se puede
decir —preguntó—que las ciudades no
saldrán de sus males hasta que manden en ellas los
filósofos, a los que reconocemos
inútiles para aquéllas?—Has hecho una pregunta
—dije— a la que hay que contestar con una
comparación.—¡Pues sé que
tú acostumbras, creo yo, a hablar por comparaciones!
—Exclamó—. - Objeción de Adimanto: los
filósofos son depravados o
inútiles—Bien —dije—,
¿te burlas de mí, después de haberme
lanzado a una cuestión tan difícil de exponer?
Escucha, pues, la comparación y verás
aún mejor cuán torpe soy en ellas. Es tan malo
el trato que sufren los hombres más juiciosos de parte
de las ciudades, que no hay ser alguno que tal haya sufrido;
y así, al representarlo y hacer la defensa de
aquéllos, se hace preciso recomponerlo de muchos
elementos, como hacen los pintores que pintan los
ciervos-bucos y otros seres semejantes. Figúrate que
en una nave o en varias ocurre algo así como lo que
voy a decirte: hay un patrón más corpulento y
fuerte que todos los demás de la nave, pero un poco
sordo, otro tanto corto de vista y con conocimientos
náuticos parejos de su vista y de su oído; los
marineros están en reyerta unos con otros por llevar
el timón, creyendo cada uno de ellos que debe regirlo,
sin haber aprendido jamás el arte del
timonel ni poder
señalar quién fue su maestro niel tiempo en que
lo estudió, antes bien, aseguran que no es cosa de
estudio y, lo que es más, se muestran dispuestos a
hacer pedazos al que diga que lo es. Estos tales rodean al
patrón instándole y empeñándose
por todos los medios en
que les entregue el timón; y sucede que si no le
persuaden, sino que más bien hace caso de otros, les
dan muerte a
éstos o les echan por la borda, dejan impedido al
honrado patrón con mandrágora, con vino o por
cualquier otro medio y se ponen a mandar en la nave
apoderándose de lo que en ella hay. Y así,
bebiendo y banqueteando, navegan como es natural que lo hagan
tales gentes, y sobre ello, llaman hombre de
mar y buen piloto y entendido en la náutica a todo
aquel que se dé arte a
ayudarles en tomar el mando por medio de la persuasión
o fuerza
hecha al patrón, y censuran como inútil al que
no lo hace; y no entienden tampoco que el buen piloto tiene
la necesidad de preocuparse del tiempo, de
las estaciones, del cielo, de los astros, de los vientos y de
todo aquello que atañe al arte, si ha
de ser en realidad jefe de la nave.Y en cuanto al modo de regirla,
quieran los otros o no, no piensan que sea posible aprenderlo
ni como ciencia,
ni como práctica, ni por lo tanto el arte del
pilotaje. Al suceder semejantes cosas en la nave, ¿no
piensas que el verdadero piloto será llamado un
miracielos, un charlatán, un inútil, por los
que navegan en naves dispuestas de ese
modo?—Bien seguro
—dijo Adimanto.—Y creo —dije yo—
que no necesitas examinar en detalle la comparación
para ver que representa la actitud de
las ciudades respecto de los verdaderos filósofos, sino que entiendes lo que
digo.—Bien de cierto
—repuso.—Así, pues, instruye en
primer lugar con esta imagen a
aquel que se admiraba de que los filósofos no reciban
honra en las ciudades y trata de persuadirle de que
sería mucho más extraño que la
recibieran.—Sí que le
instruiré —dijo.—E instrúyele
también de que dice verdad en lo de que los más
discretos filósofos son inútiles para la
multitud, pero hazle que culpe de su inutilidad a los que no
se sirven de ellos y no a ellos mismos. Porque no es lo
natural que el piloto suplique a los marineros que se dejen
gobernar por él, ni que los sabios vayan a pedir a las
puertas de los ricos, sino que miente el que dice tales
gracias, y la verdad es, naturalmente, que el que está
enfermo, sea rico o pobre, tiene que ir a la puerta del
médico, y todo el que necesita ser gobernado, a la de
aquel que puede gobernarlo; no que el gobernante pida a los
gobernados que se dejen gobernar, si es que de cierto hay
alguna utilidad en
su gobierno.
No errarás, en cambio, si
comparas a los políticos que ahora gobiernan con los
marineros de que hablábamos hace un momento, y a los
que éstos llamaban inútiles y papanatas con los
verdaderos pilotos.—Exactamente
—observó.—Por lo tanto, y en tales
condiciones, no es fácil que el mejor tenor de vida
sea habido en consideración por los que viven de
manera contraria, y la más grande, con mucho, y
más fuerte de las inculpaciones le viene a la
filosofía de aquellos que dicen que la practican; a
ellos se refiere el acusador de la filosofía de que
tú hablabas al afirmar que la mayor parte de los que
se dirigen a aquélla son unos perversos, y los
más discretos, unos inútiles, cosa en que yo
convine contigo. ¿No es así?—Sí.
- La sociedad no
se sirve de los filósofos—¿Hemos, pues, explicado
la causa de que los buenos sean
inútiles?—En efecto.
—¿Quieres que a
continuación expongamos cuán forzoso es que la
mayor parte de ellos sean malos y que, si podemos, intentemos
mostrar que tampoco de esto es culpable la
filosofía?—Ciertamente que
sí.—Sigamos, pues, hablando y
escuchando por turno, pero recordando antes el lugar en que
describíamos las cualidades innatas que había
de reunir forzosamente quien hubiera de ser hombre de
bien. Y su principal y primera cualidad era, si lo recuerdas,
la verdad, la cual debía él perseguir en todo
asunto y por todas partes, si no era un embustero que nada
tuviese que ver con la verdadera
filosofía.—En efecto, así se
dijo.—¿Y no era ese un punto
absolutamente opuesto a la opinión general acerca del
filósofo?—Efectivamente
—dijo.—Pero, ¿no nos
entenderemos cumplidamente alegando que el verdadero amante
del conocimiento está naturalmente dotado
para luchar en persecución del ser, y que no se
detiene en cada una de las muchas cosas que pasan por
existir, sino que sigue adelante, sin flaquear ni renunciar a
su amor hasta
que alcanza la naturaleza misma de cada una de las cosas que
existen, y la alcanza con aquella parte de su alma a que
corresponde, en virtud de su afinidad, el llegarse a
semejantes especies, por medio de la cual se acerca y une a
lo que realmente existe, y engendra inteligencia y verdad, librándose
entonces, pero no antes, de los dolores de su parto, y
obtiene conocimiento y verdadera vida y alimento
verdadero?—No hay mejor defensa
—dijo.—¿Y qué?
¿Será propio de ese hombre el
amar la mentira, o todo lo contrario, él
odiarla?—Él odiarla
—dijo.—Ahora bien, si la verdad es
quien dirige, no diremos, creo yo, que vaya seguida de un
coro de vicios.—¿Cómo ha de
ir?—Sino de un carácter
sano y justo, al cual acompañe también la
templanza.—Exacto
—dijo.—Pero ¿qué falta
hace volver a poner enfila, demostrando que es forzoso que
existan, el coro de las restantes cualidades
filosóficas? En efecto, recuerdas, creo yo, que
resultaron propios de estos seres el valor, la
magnanimidad, la facilidad para aprender, la
memoria. Y como tú objetaras que toda persona se
verá obligada a convenir en lo que decimos, pero que,
si prescindiera de los argumentos y pusiera su
atención en los seres de quienes se habla,
diría que ve cómo los unos de entre ellos son
inútiles, y la mayor parte, perversos de toda
perversidad, hemos llegado ahora, investigando el fundamento
de esta interpretación malévola, a la
cuestión de por qué son malos la mayor parte de
ellos; esa es la razón por la cual nos ha sido forzoso
volver a estudiar y definir el carácter de los
auténticos filósofos.—Así es
—dijo. - La sociedad
corrompe a los buenos—Siendo ésta
—seguí— su naturaleza, precisa examinar
las causas de que se corrompa en muchos, y de que sólo
escapen a esa corrupción unos pocos, a quienes, como
tú decías, no se les llama malos, pero
sí inútiles. Y pasaremos después a
aquellos caracteres que imitan a esa naturaleza y la
suplantan en sus menesteres, y veremos qué clase de
almas son las que, emprendiendo una ocupación de la
cual no son dignas ni están a la altura, se propasan
en muchas cosas y con ello cuelgan a la filosofía esa
reputación común y universal de que
hablas.—¿Y cuáles son
—dijo— las causas de corrupción a que te
refieres?—Intentaré
exponértelas —dije—, si soy capaz de
ello.He aquí un punto en que todos,
creo yo, me darán la razón: una naturaleza
semejante a la descrita y dotada de todo cuanto hace poco
exigimos para quien hubiera de hacerse un filósofo
completo, es algo que se da rara vez y en muy pocos hombres.
¿No crees?—En efecto.
—Pues bien, mira cuántas
y cuán grandes causas pueden corromper a esos
pocos.—¿Cuáles son,
pues?—Lo que más sorprende al
oírlo es que, de aquellas cualidades que
ensalzábamos en el carácter, todas y cada una
de ellas pervierten el alma que las posee y la arrancan de la
filosofía. Quiero decir el valor, la
templanza y todo lo que enumerábamos.
—Sí que suena raro al oírlo
—dijo.—Y además
—continué—, también la pervierten y
apartan todas las cosas a las que se llama bienes: la
hermosura, la riqueza, la fuerza
corporal, los parentescos, que hacen poderoso en política, y otras circunstancias
semejantes. Ya tienes idea de a qué me
refiero.—La tengo
—asintió—. Pero me gustaría conocer
más detalles de lo que dices.—Pues bien
—seguí—, toma la cuestión
rectamente, en sentido general, y se te mostrará
perspicua y no te parecerá ya extraño lo que se
ha dicho acerca de ella.—¿Qué quieres,
pues, qué haga? —Dijo.—De todo germen o ser vivo
vegetal o animal sabemos —dije—que, cuanto
más fuerte sea, tanto mayor será la falta de
condiciones adecuadas en el caso de que no obtenga la
alimentación, o bien el clima o el
suelo, que a
cada cual convenga. Porque, según creo, lo malo es
más contrario de lo bueno que de lo que no lo
es.—¿Cómo no va a
serlo?—Es, pues, natural, pienso yo,
que la naturaleza más perfecta, sometida a un
género de vida ajeno a ella, salga peor librada que la
de baja calidad.—Lo es.
—¿Diremos, pues,
Adimanto —pregunté—, que del mismo modo
las almas mejor dotadas se vuelven particularmente malas
cuando reciben mala educación? ¿O crees que los
grandes delitos y
la maldad refinada nacen de naturalezas inferiores, y no de
almas nobles viciadas por la educación, mientras que las naturalezas
débiles jamás serán capaces de realizar
ni grandes bienes ni
tampoco grandes males?—No opino así
—dijo—, sino como tú.—Pues bien, es forzoso, creo
yo, que si la naturaleza filosófica que
definíamos obtiene una educación adecuada, se desarrolle hasta
alcanzar todo género de virtudes; pero si es sembrada,
arraiga y crece en lugar no adecuado, llegará a todo
lo contrario, si no ocurre que alguno de los dioses le ayude.
¿O crees tú también, lo mismo que el
vulgo, que hay algunos jóvenes que son corrompidos por
los sofistas, y sofistas que, actuando particularmente, les
corrompen en grado digno de consideración, y no que
los mayores sofistas son quienes tal dicen, los cuales saben
perfectamente cómo educar y hacer que jóvenes y
viejos, hombres y mujeres, sean como ellos
quieren?—¿Cuándo lo
hacen? —Dijo.—Cuando, hallándose
congregados en gran número—dije—, sentados
todos juntos en asambleas, tribunales, teatros, campamentos u
otras reuniones públicas, censuran con gran alboroto
algunas de las cosas que se dicen o hacen, y otras las alaban
del mismo modo, exageradamente en uno y otro caso, y chillan
y aplauden: y retumban las piedras y el lugar todo en que se
hallan, redoblando así el estruendo de sus censuras o
alabanzas. Pues bien, al verse un joven en tal
situación, ¿Cuál vendrá a ser,
como suele decirse, su estado de
ánimo? ¿O qué educación privada resistirá a
ello sin dejarse arrastrar, anegada por la corriente de
semejantes censuras y encomios, adondequiera que ésta
la lleve, ni llamar buenas y malas a las mismas cosas que
aquéllos ni comportarse igual que ellos ni ser como
son?
—Es muy forzoso, ¡oh Sócrates!
—Dijo. - Causas de la
corrupción—Sin embargo
—dije—, aún no hemos hablado de la mayor
fuerza.—¿Cuál?
—Dijo.—La coacción material de
que usan esos educadores y sofistas cuando no persuaden con
sus palabras. ¿O no sabes que a quien no obedece le
castigan con privaciones de derechos,
multas y penas de muerte?—Lo sé muy bien
—dijo—.—Pues bien, ¿qué
otro sofista, qué otra instrucción privada
crees que podrá prevalecer si resiste contra
ellos?—Pienso que nadie
—dijo.—No, en efecto; sólo
él intentarlo —dije— sería gran
locura. Pues no existe ni ha existido ni ciertamente
existirá jamás ningún carácter
distinto en lo que toca a virtud, ni formado por una
educación opuesta a la de ellos; hablo de caracteres
humanos, mi querido amigo, pues los divinos hay que dejarlos
a un lado, de acuerdo con el proverbio. En efecto, debes
saber muy bien que si hay algo que, en una organización política como ésta, se salve y
sea como es debido, no carecerás de razón al
afirmar que es una providencia divina la que lo ha
salvado.
—No opino yo de otro modo
—dijo.—Pues bien —dije—,
he aquí otra cosa que debes creer
también.—¿Cuál?
—Que cada uno de los
particulares asalariados a los que esos llaman sofistas y
consideran como competidores, no enseña otra cosa sino
los mismos principios
que el vulgo expresa en sus reuniones, y a esto es a lo que
llaman ciencia.
Es lo mismo que si el guardián de una criatura grande
y poderosa se aprendiera bien sus instintos y humores y
supiera por dónde hay que acercársele y por
dónde tocarlo y cuándo está más
fiero o más manso, y por qué causas y en
qué ocasiones suele emitir tal o cual voz y
cuáles son, en cambio,
las que le apaciguan o irritan cuando las oye a otro; y una
vez enterado de todo ello por la experiencia de una larga
familiaridad, considerase esto como una ciencia y,
habiendo compuesto una especie de sistema,
se dedicara a la enseñanza ignorando qué hay
realmente en esas tendencias y apetitos de hermoso o de feo,
de bueno o malo, de justo o injusto, y emplease todos estos
términos con arreglo al criterio de la gran bestia,
llamando bueno a aquello con que ella goza y malo a lo que a
ella le molesta, sin poder, por
lo demás, dar ninguna otra explicación acerca
de estas calificaciones, y llamando también justo y
hermoso a lo inevitable, cuando ni ha comprendido ni es capaz
de enseñar a otro cuánto es lo que realmente
difieren los conceptos de lo inevitable y lo bueno.
¿No te parece, por Zeus, que una tal persona
sería un singular educador?
—En efecto —dijo.—Ahora bien, ¿te parece
que difiere en algo de éste el que, tanto en lo
relativo a la pintura o
música como a la política, llama ciencia al
haberse aprendido el temperamento y los gustos de una
heterogénea multitud congregada? Porque si una
persona se
presenta a ellos para someter a su juicio una poesía o cualquier otra obra de
arte o
algo útil para la ciudad, haciéndose así
dependiente del vulgo en grado mayor que el estrictamente
indispensable, la llamada necesidad diomedea le
forzará a hacer lo que ellos hayan de alabar.
¿Y has oído alguna vez a alguno que dé
alguna razón que no sea ridícula para demostrar
que realmente son buenas y bellas esas
cosas?—Ni espero oírlo nunca
—dijo. - Valores de los sofistas y del
vulgo—Pues bien, después de
haberte fijado en todo esto, acuérdate de aquello:
¿existe medio de que el vulgo admita o reconozca que
existe lo bello en sí, pero no la multiplicidad de
cosas bellas, y cada cosa en sí, pero no la
multiplicidad de cosas particulares?
—De ningún modo —dijo.—Entonces —dije—,
es imposible que el vulgo sea
filósofo.—Imposible.
—Y por tanto, es forzoso que
los filósofos sean vituperados por
él.—Forzoso.
—Y también por esos
particulares que conviven con la plebe y desean
agradarla.—Evidente.
—Según esto,
¿qué medio de salvación descubres para
que una naturaleza filosófica persevere hasta el fin
en su menester? Piensa en ello basándote en lo de
antes. En efecto, dejamos sentado que la facilidad para
aprender, la
memoria, el valor y la
magnanimidad eran propios de esa
naturaleza.—Sí.
—Pues bien, el que sea
así, ¿descollará ya desde niño
entre todos los demás, sobre todo si su cuerpo se
desarrolla de modo semejante a su alma?—¿Por qué no va a
descollar? —Dijo.—Y cuando llegue a mayor, me
figuro que sus parientes y conciudadanos querrán
servirse de él para sus propios
fines.—¿Cómo
no?—Se postrarán, pues,
ante él, y le suplicarán y agasajarán,
anticipándose así a adular de antemano su
futuro poder.—Al menos así suele
ocurrir —dijo.—¿Y qué piensas
—dije— que hará una persona
así en tal situación, sobre todo si se da el
caso de que sea de una gran ciudad y goce en ella de riquezas
y noble abolengo, teniendo además belleza y alta
estatura? ¿No se henchirá de irrealizables
esperanzas, creyendo que va a ser capaz de gobernar a helenos
y bárbaros y remontándose por ello "; a las
alturas"; lleno de "; presunción"; e insensata ";
vanagloria"; ?—Efectivamente
—dijo.—Y si al que está en
esas condiciones se le acerca alguien y le dice
tranquilamente la verdad, esto es, que no hay en él
razón alguna, que está privado de ella y que la
razones algo que no se puede adquirir sin entregarse
completamente a la tarea de conseguirla, ¿crees que es
fácil que haga caso quien está sometido a
tantas malas influencias?—Ni mucho menos
—dijo.—Ahora bien —dije
yo—, si, movido por su buena índole y por la
afinidad que siente en aquellas palabras, atiende algo a
ellas y se deja influir y arrastrar hacia la
filosofía, ¿;qué pensamos que
harán aquellos que ven que están perdiendo sus
servicios
y amistad?
¿;Habrá acción que no realicen,palabras
que no le digan a él, para que no se deje persuadir,
ya quien le intenta convencer, para que no pueda hacerlo, y
no les atacaráncon asechanzas privadas y procesos
públicos?—Es muy forzoso
—dijo.—¿;Hay, pues,
posibilidad de que la tal personallegue a ser
filósofo?—En absoluto.
- Todos colaboran en su
corrupción—¿;Ves
—dije— cómo no nos faltaba
razóncuando decíamos que son los mismos
elementos de la naturaleza delfilósofo los que, cuando
están sometidos a una mala
educación,contribuyen en cierto modo a apartarle de su
ejercicio, como igualmentelas riquezas y todas las cosas
semejantes que pasan por ser bienes?—No se dijo sin razón
—contestó—, sinocon
ella.—He aquí, ¡;oh
admirable amigo! —dije—, cuántasy
cuán grandes son las causas que pervierten e
inhabilitan parael más excelente menester a las
mejores naturalezas, que ya de porsí son pocas, como
nosotros decimos. Y esa es la clase de hombresde que proceden
tanto los que causan los mayores males a las ciudades ya los
particulares como los que, si el azar de la corriente los
lleva porahí, producen los mayores bienes. En
cambio,
los espíritusmezquinos no hacen jamás nada
grande ni a ningún particularni a ningún
Estado.—Gran verdad
—dijo.—De modo que éstos, los
más obligados porsu afinidad, se apartan de la
filosofía y la dejan solitaria y célibe;y
así, mientras ellos llevan una vida no adecuada ni
verdadera,ella es asaltada, como una huérfana privada
de parientes, por otroshombres indignos que la deshonran y le
atraen reproches como aquellos conlos que dices tú que
la censuran quienes afirman que entre los quetratan con ella
hay algunos que no son dignos de nada y otros, los
más,que merecen los peores males.—En efecto
—asintió—, eso es lo que se
dice.—Y con razón
—contesté yo—. Porque, alver otros
hombrecillos que aquella plaza está abandonada y
repletade hermosas frases y apariencias, se ponen contentos,
como prisionerosque, escapados de su encierro, hallasen
refugio en un templo; y se abalanzandesde sus oficios a la
filosofía aquellos que resultan ser
máshabilidosos en lo relativo a su modesta
ocupación. Pues aun hallándoseen tal
condición la filosofía, le queda un prestigio
másbrillante que a ninguna de las demás artes,
atraídas porel cual muchas personas de
condición imperfecta, que tienen tandeteriorados los
cuerpos por sus oficios manuales como
truncas y embotadaslas almas a causa de su ocupación
artesana… ¿;No es esto
forzoso?—Muy forzoso
—dijo.—¿;Y crees que su
aspecto difiere en algo —dije—del de un calderero
calvo y rechoncho que ha ganado algún dineroy que, de
sus grilletes recién liberado y en los baños
reciénlavado, se ha compuesto como un novio, con su
vestido nuevo, y va a casarsecon la hija del dueño
porque ella es pobre y está sola?—No difiere en nada
—dijo.—Pues bien, ¿;qué
prole es natural que engendreuna semejante pareja?
¿;No será degenerada y vil?—Es muy
forzoso.—¿;Y qué? Cuando
las gentes indignas deeducación se acercan a ella y la
frecuentan indebidamente, ¿;quépensamientos y
opiniones diremos que engendrarán? ¿;No
serántales que realmente merezcan ser llamados
sofismas, sin que haya entreellos ninguno que sea noble ni
tenga que ver con la verdadera inteligencia?—Desde luego
—dijo. - Los falsos filósofos no poseen
las cualidadesnecesarias—No queda, pues, ¡;oh
Adimanto! —dije—, másque un
pequeñísimo número de personas dignas de
tratarcon la filosofía; tal vez algún
carácter noble y bieneducado que, aislado por el
destierro, haya permanecido fiel a su
naturalezafilosófica por no tener quien le pervierta;
a veces, en una comunidadpequeña, nace un alma grande
que desprecia los asuntos de su ciudadpor considerarlos
indignos de su atención; y también puedehaber
unos pocos seres bien dotados que acudan a la
filosofía movidosde un justificado desdén por
sus oficios. A otros los puede detenerquizá el freno
de nuestro compañero Téages, que, teniendotodas
las demás condiciones necesarias para abandonar la
filosofía,es detenido y apartado de la política por el cuidado de su
cuerpoenfermo. Y no vale la pena hablar de mi caso, pues son
muy pocos o ningunoaquellos otros a quienes se les ha
aparecido antes que a mí la
señaldemónica. Pues bien, quien pertenece a
este pequeño grupoy ha gustado la dulzura y felicidad
de un bien semejante, y ve, en cambio,con
suficiente claridad que la multitud está loca y que
nadie ocasi nadie hace nada juicioso en política y que no hay
ningúnaliado con el cual pueda uno acudir en defensa
de la justicia
sin exponersepor ello a morir antes de haber prestado
ningún servicio a
la ciudadni a sus amigos, con muerte
inútil para sí mismo y para losdemás,
como la de un hombre
que, caído entre bestias feroces,se negara a
participar en sus fechorías sin ser capaz tampoco
dedefenderse contra los furores de todas ellas… Y como
se da cuenta de todoesto, permanece quieto y no se dedica
más que a sus cosas, comoquien, sorprendido por un
temporal, se arrima a un paredón pararesguardarse de
la lluvia y polvareda arrastrradas por el viento; y,
contemplandola iniquidad que a todos contamina, se da por
satisfecho si puede élpasar limpio de injuticia e
impiedad por esta vida de aquí abajoy salir de ella
tranquilo y alegre, lleno de bellas
esperanzas.—Pues bien —dijo—,
no serán los menores resultadoslos que habrá
conseguido al final.—Pero tampoco los mayores
—dije—, por no haber encontradoun sistema
político conveniente; pues en un régimen
adecuadose hará más grande y, al salvarse
él, salvaráa la comunidad. - Pocas personas perseveran en la
filosofíaMas de por qué ha sido atacada
la filosofíay de que lo ha sido injustamente, de eso
me parece a mí que, a noser que tú tengas algo
más que decir, ya hemos hablado
bastante.—Nada tengo ya que
añadir acerca de ello
—contestó—.Pero ¿;cuál de
los gobiernos actuales consideras adecuadoa
ella?—Ninguno en absoluto
—dije—. De eso precisamente me quejo:de que no
hay entre los de ahora ningún sistema
políticoque convenga a las naturalezas
filosóficas, y por eso se tuercenéstas y se
alteran. Como suele ocurrir con una simiente
exóticaque, sembrada en suelo
extraño, degenera, vencida por él,y se adapta a
la variedad indígena, del mismo modo un
carácterde esta clase no conserva, en las condiciones
actuales, su fuerza
peculiar,sino que se transforma en otro distinto. Pero si
encuentra un sistema
políticotan excelente como él mismo, entonces
es cuando demostraráque su naturaleza es realmente
divina, mientras en los caracteres y manerasde vivir de los
demás no hay nada que no sea simplemente humano.Ahora
bien, después de esto es evidente que me vas a
preguntar quésistema
político es ése.—No acertaste
—dijo—, no te iba a preguntar eso, sinosi es el
mismo que nosotros describimos al fundar la ciudad, o bien
otrodistinto.—Es el mismo —dije
yo—, excepto en una cosa, con relacióna la cual
dijimos entonces que sería necesario que hubiese
siempreen el Estado
alguna autoridad
cuyo criterio acerca del gobierno
fuese elmismo con que tú, el legislador, estableciste
las leyes.
—Así se dijo, en efecto
—asintió.—Pero no quedó lo
suficientemente claro —dije—,porque me asustaron
las objeciones con que me mostrasteis cuán largay
difícil era la demostración de este punto;
además,lo que queda no es en modo alguno fácil
de explicar.—¿;Qué es
ello?—La cuestión de
cómo debe practicar lafilosofía una ciudad que
no quiera perecer, porque todas las grandesempresas son
peligrosas y verdaderamente lo hermoso es difícil,como
suele decirse.—Sin embargo
—dijo—, hay que completar la
demostracióndejando aclarado este
punto.—Si algo lo impide
—dije—, no será la falta devoluntad, sino
de poder.
Pero tú, que estás aquí,verás
cuánto es mi celo. Mira, pues, de qué modo
tanvehemente y temerario voy ahora a decir que la ciudad debe
adoptar conrespecto a este estudio una conducta
enteramente opuesta a la de ahora.—¿;Cómo?
—Los que ahora se dedican a
ella —dije— son mozalbetes,recién salidos
de la niñez, que, después de haberseasomado a
la parte más difícil de la filosofía
—quierodecir lo relativo a la dialéctica—,
la dejan para poner casa y ocuparseen negocios,
y con ello pasan ya por ser consumados filósofos. Enlo
sucesivo, creen hacer una gran cosa si, cuando se les invita,
accedena ser oyentes de otros que se dediquen a ello, porque
lo consideran comoalgo de que no hay que ocuparse sino de
manera accesoria. Y al llegar lavejez, todos, excepto unos
pocos, se apagan mucho más completamenteque el sol
heracliteo, porque no vuelven a encenderse de
nuevo.—¿;Y qué hay que
hacer? —dijo.—Todo lo contrario. Cuando son
niños y mozalbetesdeben recibir una educación y
una filosofía apropiadas a su edad; y en esa
época en que crecen y se desarrollan sus cuerpos,
tienen que cuidarse muy bien de ellos, preparándolos
asícomo auxiliares de la filosofía. Llegada la
edad en que el almaentra en la madurez, hay que redoblar los
ejercicios propios de ella, y cuando, por faltar las fuerzas,
los individuos se vean apartados de lapolítica y
milicia, entonces hay que dejarlos ya que pazcan en libertady
no se dediquen a ninguna otra cosa sino de manera accesoria;
eso, sise quiere que vivan felices y que, una vez terminada
su vida, gocen alláde un destino acorde con su
existencia terrena. - Actitud de los gobiernos ante la
filosofía—Verdaderamente
—dijo—, me parece que hablas con
vehemencia,¡;oh Sócrates! Sin embargo, creo que la
mayor parte de losque escuchan, empezando por
Trasímaco, te contradirán conmayor vehemencia
todavía y no se convencerán en manera
alguna.—No intentes —dije—
enemistarme con Trasímaco,de quien hace poco me he
hecho amigo, sin que, por lo demás, hayamossido nunca
enemigos. Y no escatimaremos esfuerzos hasta que
convenzamostanto a éste como a los demás, o al
menos les seamos útilesen algo para el caso de que,
nuevamente nacidos a otra vida, se encuentrenallí en
conversaciones como ésta.—¡;Pues sí que es
corto el plazo de que hablas!—dijo.—No es nada
—contesté—, al menos comparado conla
eternidad. Por lo demás, no me sorprende en absoluto
que el vulgono crea lo que se ha dicho, porque jamás
han visto realizado loque ahora se ha presentado, ni han
oído sino frases como la queacabo de decir, pero en
las cuales no se han reunido fortuitamente, comoen
ésta, las palabras consonantes, sino que han sido
igualadas deintento las unas con las otras. Pero hombres
cuyos hechos y palabras estén,dentro de lo posible, en
la más perfecta consonancia y correspondenciacon la
virtud, y que gobiernen en otras ciudades semejantes a ellos,
deesos jamás han visto muchos, ni uno tan siquiera.
¿;No crees?—De ningún
modo.—Ni tampoco, mi buen amigo, han
sido oyentes lo suficientementeasiduos de discusiones
hermosas y nobles en que, sin más miras queel conocimiento en sí, se busque,
denodadamente y por todos losmedios, la verdad; discusiones
en las cuales se salude desde muy lejosesas sutilezas y
triquiñuelas que no tienden más que a
causarefecto y promover discordia en los tribunales y
reuniones privadas.—Tampoco las han oído
—dijo.—Esto era lo que
considerábamos —dije—, y estolo que
preveíamos nosotros cuando, aunque con miedo, dijimos
antes,obligados por la verdad, que no habrá
jamás ninguna ciudadni gobierno
perfectos, ni tampoco ningún hombre que
lo sea, hastaque, por alguna necesidad impuesta por el
destino, estos pocos filósofos,a los que ahora no
llaman malos, pero sí inútiles, tenganque
ocuparse, quieran que no, en las cosas de la ciudad, y
éstatenga que someterse a ellos; o bien hasta que, por
obra de alguna inspiracióndivina, se apodere de los
hijos de los que ahora reinan y gobiernan, ode los mismos
gobernantes, un verdadero amor de la
verdadera filosofía.Que una de estas dos posibilidades
o ambas sean irrealizables, eso yo afirmoque no hay
razón alguna para sostenerlo. Pues si así
fuerase reirían de nosotros muy justificadamente, como
de quien se extiendeen vanas quimeras. ¿;No es
así?—Así
es.—Pero si ha existido alguna vez
en la infinita extensióndel tiempo
pasado, o existe actualmente, en algún lugar
bárbaroy lejano a que nuestra vista no alcance, o ha
de existir en el futuro algunanecesidad por la cual se vean
obligados a ocuparse de política losfilósofos
más eminentes, en tal caso nos hallamos dispuestos a
sostener con palabras que ha existido, existe o
existirá un sistemade gobierno
como el descrito, siempre que la musa filosófica
lleguea ser dueña del Estado.
Porque no es imposible que exista; y cuanto decimos es
ciertamente difícil —eso lo hemos reconocido
nosotros mismos—, pero no
irrealizable.—También yo opino igual
—dijo.—Pero ¿;me vas a decir
que no es esa, en cambio, la
opinión del vulgo?
—pregunté.—Tal vez
—dijo.—¡;Oh, mi bendito amigo!
—dije—. No censures detal modo a las multitudes.
Pues cambiarán de opinión si,en vez de
buscarles querella, se les aconseja y se intenta deshacer
susprejuicios contra el amor de
la ciencia
indicándoles de quéfilósofos hablas y
definiendo, como hace un instante, su naturalezay
profesión, para que no crean que te refieres a los que
ellos seimaginan. ¿;O dirás que no han de
cambiar de opinióno a responder de distinto modo ni
aun cuando los vean a esa luz?
¿;Piensastal vez que quien no es envidioso y es manso
por naturaleza va a ser violentocontra el que no lo sea o a
envidiar a quien no envidie? Por mi parte
diré,anticipándome a tus objeciones, que un
carácter tan difícilpuede darse en unas pocas
personas, pero no en una multitud.—También yo
—dijo— estoy enteramente de
acuerdo.—¿;Entonces
estarás también de acuerdoen que la culpa de
que el vulgo esté mal dispuesto para con la
filosofíala tienen aquellos intrusos que, tras haber
irrumpido indebidamente enella, se insultan y enemistan
mutuamente y no tratan en sus discursos
másque cuestiones personales, comportándose
así de la maneramenos propia de un
filófofo?—Sí
—dijo. - Los filósofos pueden
gobernar—En efecto, ¡;oh
Adimanto!, a aquel cuyo espírituestá ocupado
con el verdadero ser no le queda tiempo para
bajarsu mirada hacia las acciones
de los hombres ni para ponerse, lleno de envidiay
malquerencia, a luchar con ellos; antes bien, como los
objetos de suatenta contemplación son ordenados,
están siempre del mismomodo, no se hacen daño
ni lo reciben los unos de los otros y respondenen toda su
disposición a un orden racional; por eso ellos imitana
estos objetos y se les asimilan en todo lo posible.
¿;O crees quehay alguna posibilidad de que no imite
cada cual a aquello con lo que convivey a lo cual
admira?—Es imposible
—dijo.—De modo que, por convivir con
lo divino y ordenado,el filósofo se hace todo lo
ordenado y divino que puede serlo unhombre; aunque en todo
hay pretexto para levantar calumnias.—En efecto.
—Pues bien —dije—,
si alguna necesidad le impulsa a intentarimplantar en la vida
pública y privada de los demás hombresaquello
que él ve allí arriba, en vez de limitarse a
moldearsu propia alma, ¿;crees acaso que será
un mal creador de templanzay de justicia y
de toda clase de virtudes colectivas?—En modo alguno
—dijo.—Y si se da cuenta el vulgo de
que decíamos verdadcon respecto a él,
¿;se irritarán contra los filósofos y
desconfiarán de nosotros cuando digamos que la ciudad
no tieneotra posibilidad de ser jamás feliz sino en el
caso de que sus líneasgenerales sean trazadas por los
dibujantes que copian de un modelo
divino?—No se irritarán
—dijo—, si se dan cuenta de ello.Pero
¿;qué clase de dibujo es
ese de que hablas?—Tendrán
—dije— que coger, como se coge una tablilla,la
ciudad y los caracteres de los hombres, y ante todo
habrán delimpiarla, lo cual no es enteramente
fácil. Pero ya sabes que éste es un punto en
que desde un principio diferirán de los
demás,pues no accederán ni a tocar siquiera a
la ciudad o a cualquierparticular, ni menos a trazar sus
leyes,
mientras no la hayan recibido limpia o limpiado ellos
mismos.—Y harán bien
—dijo.—Y después de esto,
¿;no crees que esbozaránel plan general
de gobierno?—¿;Cómo
no?—Y luego trabajarán,
creo yo, dirigiendo frecuentesmiradas a uno y otro lado; es
decir, por una parte a lo naturalmente justoy bello y
temperante y a todas las virtudes similares, y por otra, a
aquellasque irán implantando en los hombres mediante
una mezcla y combinaciónde instituciones de la que, tomando como modelo lo
que, cuando se hallaen los hombres, define Homero como
divino y semejante a los dioses, extraeránla verdadera
carnación humana.—Muy bien
—dijo.—Y pienso yo que irán
borrando y volviendo a pintareste o aquel detalle hasta que
hayan hecho todo lo posible por trazar caracteresque sean
agradables a los dioses en el mayor grado en que cabe
serlo.—No habrá pintura
más hermosa que esa —dijo.—¿;No lograremos, pues
—dije—, persuadir en algúnmodo a aquellos
de quienes decías que avanzaban con todas sus
fuerzascontra nosotros, demostrándoles que ese
consumado pintor de gobiernosno es otro que aquel cuyo elogio
les hacíamos antes, y por causadel cual se indignaban
viendo que queríamos entregarle las ciudades,y no se
quedarán algo más tranquilos al oírnoslo
decirahora?—Mucho más
—dijo—, si es que son sensatos.—Porque, ¿;qué
podrán discutir? ¿;Negaránque los
filósofos son amantes del ser y de la
verdad?—Sería absurdo
—dijo.—¿;Dirán que la
naturaleza de ellos, talcomo la hemos descrito, no es
afín a todo lo más excelente?—Tampoco eso.
—¿;Pues qué?
¿;Que una naturalezaasí no será buena y
filosófica en grado másperfecto que ninguna
otra, con tal de que obtenga condiciones adecuadas?¿;O
dirá que lo son más aquellos a quienes
excluimos?—No, por
cierto.—¿;Se irritarán,
pues, todavía cuandodigamos nosotros que no
cesarán los males de la ciudad y de losciudadanos, ni
se verá realizado de hecho el sistema que hemos
forjadoen nuestra imaginación, mientras no llegue a
ser dueña delas ciudades la clase de los
filósofos?—Quizá se
irritarán menos —dijo.—¿;Y no prefieres
—pregunté— que, en vezde decir ";menos";,
los declaremos por perfectamente convencidosy amansados, para
que, si no otra razón, al menos la vergüenzales
impulse a convenir en ello?—Desde luego
—dijo. - El vulgo puede convencerse de la
bondad del gobiernode los filósofos—Pues bien —dije—,
helos ya persuadidos de esto. ¿;Ypuede alguien negar
la posibilidad de que algunos descendientes de reyeso
gobernantes resulten acaso ser filósofos por
naturaleza?—Nadie
—dijo.—¿;O hay quien pueda
decir que es absolutamentefatal que se perviertan quienes
reúnen tales condiciones? Que esdifícil que se
salven, eso nosotros mismos lo hemos admitido. Peroque
jamás, en el curso entero de los tiempos, pueda
salvarse niuno tan sólo de entre todos ellos,
¿;puede alguien afirmarlo?—¿;Cómo lo va a
afirmar?—Ahora bien —dije—,
bastaría con que hubiese unosolo, y con que a
éste le obedeciera la ciudad, para que fuese capazde
realizar todo cuanto ahora se pone en duda.—Sí que bastaría
—dijo.—Y si hay un gobernante
—dije— que establezca las leyese instituciones antes descritas, no creo yo
imposible que los ciudadanosaccedan a obrar en
consonancia.—En modo
alguno.—Ahora bien, lo que nosotros
opinamos, ¿;seráacaso sorprendente o imposible
que lo opinen también otros?—No creo yo que lo sea
—dijo.—Y en la parte anterior dejamos
suficientemente demostrado,según yo creo, que nuestro
plan era el
mejor, siempre que fueserealizable.—En efecto,
suficientemente.—Pues bien, ahora hallamos,
según parece, que,si es realizable, lo que decimos
acerca de la legislación es lomejor, y que, si bien es
difícil que llegue a ser realidad, no esen modo alguno
imposible.—Así es
—dijo. - Algunos gobernantes son verdaderos
filósofos—Ya, pues, que, aunque a duras
penas, hemos terminadocon esto, ahora nos queda por estudiar
la manera de que tengamos personasque salvaguarden el Estado;
las enseñanzas y ejercicios con loscuales se
formarán y las distintas edades en que se
aplicarána cada uno de ellos.—Hay que estudiarlo, sí
—dijo.—Entonces —dije— de
nada me sirvió la habilidadcon que antes pasé
por alto las espinosas cuestiones de la posesiónde
mujeres y procreación de hijos y designación de
gobernantes,porque sabía cuán criticable y
difícil de realizarera el sistema enteramente conforme
a la verdad; pero no por ello ha dejadode venir ahora el
momento en que hay que tratarlo. Lo relativo a las mujerese
hijos está ya totalmente expuesto; pero con la
cuestiónde los gobernantes hay que comenzar otra vez
como si estuviésemosen un principio. Decíamos,
si lo recuerdas, que era preciso que,sometidos a las pruebas
del placer y del dolor, resultasen ser amantesde la ciudad, y
que no hubiese trabajo ni peligro ni ninguna otra
vicisitudcapaz de hacerles aparecer como desertores de este
principio; al que fracasarahabía que excluirlo, y al
que saliera de todas estas pruebas
tanpuro como el oro acrisolado al fuego, a ése
había que nombrarlegobernante y concederle honores y
recompensas tanto en vida como despuésde su muerte.Tales eran, poco más o menos,
los términosevasivos y encubiertos de que usó
la argumentación, porquetemía remover lo que
ahora se nos presenta.—Muy cierto es lo que dices
—repuso—. Sí que
lorecuerdo.—En efecto —dije
yo—, no me atrevía, mi queridoamigo, a hablar
con tanto valor como hace un momento; pero ahora
arrojémonosya a afirmar también que es
necesario designar filósofospara que sean los
más perfectos guardianes.—Quede afirmado
—dijo.—Observa ahora cuán
probable es que tengas pocosde éstos, pues dijimos que
era necesario que estuviesen dotadosde un carácter
cuyas distintas partes rara vez suelen desarrollarseen un
mismo individuo; antes bien, generalmente la tal naturaleza
apareceasí como desmembrada.—¿;Qué quieres
decir? —preguntó.—Ya sabes que quienes
reúnen facilidad para aprender,memoria,
sagacidad, vivacidad y otras cualidades semejantes, no
suelenposeer al mismo tiempo una tal nobleza y magnanimidad
que les permita resignarsea vivir una vida ordenada,
tranquila y segura; antes bien, tales personasse dejan
arrastrar a donde quiera llevarlos su espíritu vivaz,
yno hay en ellos ninguna fijeza.
—Tienes razón —dijo.—En cambio, a los caracteres
firmes y constantes, enlos cuales puede uno más
confiar, y que se mantienen inconmoviblesen medio de los
peligros guerreros, les ocurre lo mismo con los estudios;les
cuesta moverse y aprender, están como amodorrados y se
adormeceny bostezan constantemente en cuanto han de trabajar
en alguna de estascosas.
—Así es —dijo.—Pues bien, nosotros
afirmábamos que han de participarjusta y
proporcionadamente de ambos grupos de
cualidades, y si no, no seles debe dotar de la más
completa educación ni concederleshonores o
magistraturas.—Bien
—dijo.—¿;Y no crees que esta
combinación serárara?—¿;Cómo
no?—Hay que probarlos, pues, por
medio de todos los trabajos,peligros y placeres de que antes
hablábamos; y diremos tambiénahora algo que
entonces omitimos: que hay que hacerles ejercitarse en
muchasdisciplinas, y así veremos si cada naturaleza es
capaz de soportarlas más grandes enseñanzas o
bien flaqueará, comolos que flaquean en otras
cosas.—Conviene, en efecto
—dijo él—, verificar esteexamen. Pero,
¿;a qué llamas las más grandes
enseñanzas? - Educación de los
gobernantes-filósofos—Tú recordarás,
supongo yo —dije—,que colegimos, con respecto a
la justicia,
templanza, valor y sabiduría,cuál era la
naturaleza de cada uno de ellos, pero no sin distinguirantes
tres especies en el alma.—Si no lo recordara
—dijo—, no merecería
seguirescuchando.—¿;Y lo que se dijo
antes de eso?—¿;Qué?
—Decíamos, creo yo, que,
para conocer con la mayorexactitud posible estas cualidades,
había que dar un largo rodeo,al término del
cual serían vistas con toda claridad; peroque
existía una demostración, afín a lo que
se habíadicho anteriormente, que podía ser
enlazada con ello. Vosotros dijisteisque os bastaba, y
entonces se expuso algo que, en mi opinión,
carecíade exactitud; pero si os agradó, eso
sois vosotros quienes lo habéisde
decir.—Para mí
—dijo—, llenaste la medida, y asíse lo
pareció también a los otros.—Pero, amigo mío
—dije—, en materia
tan importanteno hay ninguna medida que si se aparta en algo,
por poco que sea, de laverdad, pueda en modo alguno ser
tenida por tal, pues nada imperfecto puedeser medida de
ninguna cosa. Sin embargo, a veces hay quien cree que yabasta
y que no hace ninguna falta seguir
investigando.—En efecto —dijo—,
hay muchos a quienes les ocurre esopor su
indolencia.—Pues he ahí
—dije— algo que le debe ocurrir menosque a nadie
al guardián de la ciudad y de las leyes.—Es natural
—dijo.—De modo, compañero, que
una persona asídebe rodear por lo más largo
—dije— y no afanarse menos en su
instrucciónque en los demás ejercicios. En caso
contrario ocurrirá loque ha poco decíamos: que
no llegará a dominar jamásaquel conocimiento que, siendo el más
sublime, es el que mejor lecuadra.—Pero ¿;no son aquellas
virtudes las mássublimes —dijo—, sino que
existe algo más grande todavíaque la justicia y
las demás que hemos enumerado?—No sólo lo hay
—dije yo—, sino que, en cuantoa estas mismas
virtudes, no basta con contemplar como ahora, un
simplebosquejo de ellas; antes bien, no se debe renunciar a
ver la obra en sumayor perfección. ¿;O no es
absurdo que, mientras se hacetoda clase de esfuerzos para dar
a otras cosas de poco momento toda lalimpieza y
precisión posibles, no se considere dignas de un
gradomáximo de exactitud a las más elevadas
cuestiones?—En efecto. ¿;Pero crees
—dijo— que habráquien te deje seguir sin
preguntarte cuál es ese conocimiento elmás
sublime y sobre qué dices que versa?—En modo alguno
—dije—; pregúntamelo túmismo. Por
lo demás, ya lo has oído no pocas veces;
peroahora o no te acuerdas de ello o es que te propones
ponerme en un bretecon tus objeciones. Más bien creo
esto último, pues me hasoído decir muchas veces
que el más sublime objeto de conocimientoes la idea
del bien, que es la que, asociada a la justicia y a las
demásvirtudes, las hace útiles y beneficiosas.
Y ahora sabes muy bienque voy a hablar de ello, y a decir,
además, que no lo conocemossuficientemente. Y si no lo
conocemos, sabes también que,
aunqueconociéramos con toda la perfección
posible todo lo demás,excepto esto, no nos
serviría para nada, como tampoco todo aquelloque
poseemos sin poseer a un tiempo el bien. ¿;O crees que
sirvede algo el poseer todas las cosas, salvo las buenas?
¿;O el conocerlotodo, excepto el bien, y no conocer
nada hermoso ni bueno?—No lo creo, ¡;por Zeus!
—dijo. - El bien, objeto del
conocimiento—Ahora bien, también
sabes que, para las másde las gentes, el bien es el
placer; y para los más ilustrados,el
conocimiento.—¿;Cómo
no?—Y también, mi querido
amigo, que quienes talopinan no pueden indicar qué
clase de conocimiento, sino que alfin se ven obligados a
decir que el del bien.—Lo cual es muy gracioso
—dijo.—¿;Cómo no va a
serlo —dije—, si despuésde echarnos en
cara que no conocemos el bien nos hablan luego como a quienlo
conoce? En efecto, dicen que es el
conocimiento del bien, como si
comprendiéramosnosotros lo que quieren decir cuando
pronuncian el nombre del bien.—Tienes mucha razón
—dijo.—¿;Y los que definen el
bien como el placer? ¿;Acasono incurren en un
extravío no menor que el de los otros? ¿;Nose
ven también éstos obligados a convenir en que
existenplaceres malos?—En efecto.
—Les acontece, pues, creo yo,
el convenir en que lasmismas cosas son buenas y malas.
¿;No es eso?—¿;Qué otra cosa
va a ser?—¿;Es, pues, evidente,
que hay muchas y grandesdudas sobre esto?—¿;Cómo
no?—¿;Y qué?
¿;No es evidente tambiénque mientras con
respecto a lo justo y lo bello hay muchos que, optandopor la
apariencia, prefieren hacer y tener lo que lo parezca, aunque
nolo sea, en cambio, con respecto a lo bueno, a nadie le
basta con poseerlo que parezca serlo, sino que buscan todos
la realidad, desdeñandoen ese caso la
apariencia?—Efectivamente
—dijo.—Pues bien, esto que persigue y
con miras a lo cual obrasiempre toda alma, que, aun
presintiendo que ello es algo, no puede, ensu perplejidad,
darse suficiente cuenta de lo que es ni guiarse por
uncriterio tan seguro como
en lo relativo a otras cosas, por lo cual
pierdetambién las ventajas que pudiera haber obtenido
de ellas… ¿;Consideraremos,pues, necesario que
los más excelentes ciudadanos, a quienes vamosa
confiar todas las cosas, permanezcan en semejante oscuridad
con respectoa un bien tan preciado y
grande?—En modo alguno
—dijo.—En efecto, creo yo
—dije— que las cosas justas y hermosasde las que
no se sabe en qué respecto son buenas no
tendránun guardián que valga gran cosa en aquel
que ignore este extremo;y auguro que nadie las
conocerá suficientemente mientras no lo
sepa.—Bien auguras
—dijo.—¿;No tendremos, pues,
una comunidad
perfectamenteorganizada cuando la guarde un guardián
conocedor de estas cosas? - Dificultad de conocer el
bien—Es forzoso —dijo—.
Pero tú, Sócrates,¿;dices que el bien es
el
conocimiento, o que es el placer, o quees alguna otra
distinta de éstas?—¡;Vaya con el hombre!
—exclamé—. Bien seveía desde hace
rato que no te ibas a contentar con lo que opinaranlos
demás acerca de ello.—Porque no me parece bien,
¡;oh Sócrates!—dijo—, que quien
durante tanto tiempo se ha ocupado de estos asuntos
puedaexponer las opiniones de los demás, pero no las
suyas.—¿;Pues qué?
—dije yo—. ¿;Te parecebien que hable uno
de las cosas que no sabe como si las
supiese?—No como si las supiese
—dijo—, pero sí que accedaa exponer, en
calidad de
opinión, lo que él opina.—¿;Y qué?
¿;No te has dado cuenta—dije— de que las
opiniones sin conocimiento son todas defectuosas? Pueslas
mejores de entre ellas son ciegas. ¿;O crees que
difieren enalgo de unos ciegos que van por buen camino
aquellos que profesan una opiniónrecta pero sin
conocimiento?—En nada
—dijo.—¿;Quieres, entonces,
ver cosas feas, ciegas ytuertas, cuando podrías
oírlas claras y hermosas de labiosde
otros?—¡;Por Zeus! —dijo
Glaucón—. No te detengas,¡;oh
Sócrates!, como si hubieses llegado ya al final. A
nosotrosnos basta que, como nos explicaste lo que eran la
justicia, templanza ydemás virtudes, del mismo modo
nos expliques igualmente lo que esel bien.
—También yo, compañero,
—dije—, me daríapor plenamente satisfecho.
Pero no sea que resulte incapaz de hacerlo yprovoque vuestras
risas con mis torpes esfuerzos. En fin, dejemos por ahora,mis
bienaventurados amigos, lo que pueda ser el bien en
sí, puesme parece un tema demasiado elevado para que,
con el impulso que llevamosahora, podamos llegar en este
momento a mi concepción acerca deello. En cambio,
estoy dispuesto a hablaros de algo que parece ser hijodel
bien y asemejarse sumamente a él; eso si a vosotros os
agrada,y si no, lo dejamos.—Háblanos, pues
—dijo—. Otra vez nos pagarástu deuda con
la descripción del padre.—¡;Ojalá
—dije— pudiera yo pagarla y vosotrospercibirla
entera en vez de contentaros, como ahora, con los
intereses!En fin, llevaos, pues, este hijo del bien en
sí, este interésproducido por él, mas
cuidad de que yo no os engañe
involuntariamente,pagándoos los réditos en
moneda falsa.—Tendremos todo el cuidado
posible —dijo—. Pero hablaya.Sí
—contesté—, pero después de
habermepuesto de acuerdo con vosotros y de haberos recordado
lo que se ha dichoantes y se había dicho ya muchas
otras veces.—¿;Qué?
—dijo.—Afirmamos y definimos en
nuestra argumentación—dije— la existencia
de muchas cosas buenas y muchas cosas hermosas y
muchastambién de cada una de las demás
clases.
—En efecto, así lo afirmamos.—Y que existe, por otra parte,
lo bello en síy lo bueno en sí; y del mismo
modo, con respecto a todas las cosasque antes
definíamos como múltiples, consideramos, por
elcontrario, cada una de ellas como correspondiente a una
sola idea, cuyaunidad suponemos, y llamamos a cada cosa
";aquello que es";.—Tal sucede.
—Y de lo múltiple
decimos que es visto, pero noconcebido, y de las ideas, en
cambio, que son concebidas, pero no vistas.—En absoluto.
—Ahora bien, ¿;con
qué parte de nosotrosvemos lo que es
visto?—Con la vista
—dijo.—¿;Y no percibimos
—dije— por el oído loque se oye y por
medio de los demás sentidos todo lo que se
percibe?—¿;Cómo
no?—¿;No has observado
—dije— de cuánta mayorgenerosidad
usó el artífice de los sentidos
para con la facultadde ver y ser visto?—No, en modo alguno
—dijo.—Pues considera lo siguiente:
¿;existe alguna cosade especie distinta que les sea
necesaria al oído para oíro a la voz para ser
oída; algún tercer elemento en ausenciadel cual
no podrá oír el uno ni ser oída la
otra?—Ninguna
—dijo.—Y creo también
—dije yo— que hay muchas otrasfacultades, por no
decir todas, que no necesitan de nada semejante.
¿;Opuedes tú citarme alguna?—No, por cierto
—dijo.—Y en cuanto a la facultad de
ver y ser visto, ¿;note has dado cuenta de que
ésta sí que necesita?—¿;Cómo?
—Porque aunque, habiendo vista
en los ojos, quiera suposeedor usar de ella, y aunque
esté presente el color en
las cosas,sabes muy bien que si no se añade la tercera
especie particularmenteconstituida para este mismo objeto, ni
la vista verá nada ni loscolores serán
visibles.—¿;Y qué es eso
—dijo— a que te refieres?—Aquello
—contesté— a lo que tú
llamasluz.—Tienes razón
—dijo.—No es pequeña, pues, la
medida en que, por loque toca a excelencia, supera el lazo de
unión entre el sentidode la vista y la facultad de ser
visto a los que forman las demásuniones; a no ser que
la luz sea algo
despreciable.—No —dijo—;
está muy lejos de serlo. - El bien, sol del mundo
inteligible—¿;Y a cuál de
los dioses del cielopuedes indicar como dueño de estas
cosas y productor de la luz,por medio
de la cual vemos nosotros y son vistos los objetos con la
mayorperfección posible?—Al mismo —dijo—
que tú y los demás, pueses evidente que
preguntas por el
sol.—Ahora bien, ¿;no se
encuentra la vista en la siguienterelación con
respecto a este dios?—¿;En
cuál?—No es sol la vista en
sí, ni tampoco el órganoen que se produce, al
cual llamamos ojo.—No, en
efecto.—Pero éste es, por lo
menos, el más parecidoal sol, creo yo, de entre los
órganos de los
sentidos.—Con mucho.
—Y el poder que
tiene, ¿;no lo posee como algodispensando por el sol en
forma de una especie de emanación?—En un todo.
—¿;Más no es
así que el sol no
esvisión, sino que siendo causante de ésta, es
percibido porella misma?—Así es
—dijo.—Pues bien, he aquí
—continué— lo que puedesdecir que yo
designaba como hijo del bien, engendrado por éste asu
semejanza como algo que, en la región visible, se
comporta, conrespecto a la visión y a lo visto, del
mismo modo que aquélen la región inteligible
con respecto a la inteligencia y a lo aprehendidopor
ella.—¿;Cómo?
—dijo—. Explícamelo
algomás.—¿;No sabes
—dije—, con respecto a los ojos, que,cuando no se
les dirige a aquello sobre cuyos colores se
extienda la luzdel sol, sino a lo que alcanzan las sombras
nocturnas, ven con dificultady parecen casi ciegos, como si
no hubiera en ellos visión clara?—Efectivamente
—dijo.—En cambio, cuando ven
perfectamente lo que el sol
ilumina,se muestra, creo
yo, que esa visión existe en aquellos mismos
ojos.—¿;Cómo
no?—Pues bien, considera del mismo
modo lo siguiente conrespecto al alma. Cuando ésta
fija su atención sobre un objetoiluminado por la
verdad y el ser, entonces lo comprende y conoce y
demuestratener inteligencia; pero cuando la fija en algo que
está envueltoen penumbras, que nace o parece,
entonces, como no ve bien, el alma nohace más que
concebir opiniones siempre cambiantes y parece
hallarseprivada de toda inteligencia.
—Tal parece, en efecto.—Puedes, por tanto, decir que
lo que proporciona la verdada los objetos del conocimiento y
la facultad de conocer al que conoce,es la idea del bien a la
cual debes concebir como objeto del conocimientopero
también como causa de la ciencia
y de la verdad; y así,por muy hermosas que sean ambas
cosas, el conocimiento y la verdad, juzgarásrectamente
si consideras esa idea como otra cosa distinta y
máshermosa todavía que ellas. Y en cuanto al
conocimiento y la verdad,del mismo modo que en aquel otro
mundo se puede creer que la luz y la
visiónse parecen al sol, pero no que sean el mismo
sol, del mismo modo en éstees acertado el considerar
que uno y otra son semejantes al bien, pero nolo es el tener
a uno cualquiera de los dos por el bien mismo, pues es
muchomayor todavía la consideración que se debe
a la naturalezadel bien.—¡;Qué inefable
belleza —dijo— le atribuyes!Pues, siendo fuente
del conocimiento y la verdad, supera a ambos,
segúntú, en hermosura. No creo, pues, que lo
vayas a identificar conel placer.—Ten tu lengua
—dije—. Pero continúa considerandosu
imagen de la
manera siguiente.—¿;Cómo?
—Del sol dirás, creo yo,
que no sólo proporcionaa las cosas que son vistas la
facultad de serlo, sino también lageneración,
el crecimiento y la alimentación; sin
embargo,él no es generación—¿;Cómo
había de serlo?—Del mismo modo puedes afirmar
que a las cosas inteligiblesno sólo les adviene por
obra del bien su cualidad de inteligibles,sino también
se les añaden, por obra también de
aquél,el ser y la esencia; sin embargo, el bien no es
esencia, sino algo queestá todavía por encima
de aquélla en cuanto a dignidady
poder. - La idea de bien, causa del
conocimientoEntonces Glaucón dijo con
mucha gracia: —¡;PorApolo! ¡;Qué
maravillosa superioridad!—Tú tienes la culpa
—dije—, porque me has obligadoa decir lo que
opinaba acerca de ello.—Y no te detengas en modo
alguno— dijo—. Sigue exponiéndonos,si no
otra cosa, al menos la analogía con respecto al sol,
si esque te queda algo que decir.—Desde luego
—dije—; es mucho lo que me
queda.—Pues bien —dijo—,
no te dejes ni lo más
insignificante.—Me temo
—contesté— que sea mucho lo que me
deje.Sin embargo, no omitiré de intento nada que pueda
ser dicho en estaocasión.—No, no lo hagas
—dijo.—Pues bien —dije—,
observa que, como decíamos,son dos, y que reinan, el
uno en el género y región inteligibles,y el
otro, en cambio, en la visible; y no digo que en el cielo
para queno creas que juego con
el vocablo. Sea como sea, ¿;tienes ante tiesas dos
especies, la visible y la inteligible?—Las tengo.
—Toma, pues, una línea
que esté cortadaen dos segmentos desiguales y vuelve a
cortar cada uno de los segmentos,el del género visible
y el del inteligible, siguiendo la misma
proporción.Entonces tendrás, clasificados
según la mayor claridad uoscuridad de cada uno: en el
mundo visible, un primer segmento, el de lasimágenes.
Llamo imágenes ante todo a las sombras, y en
segundolugar, a las figuras que se forman en el agua y
en todo lo que es compacto,pulido y brillante, y a otras
cosas semejantes, si es que me entiendes.—Sí que te
entiendo.—En el segundo pon aquello de
lo cual esto es imagen:los
animales que
nos rodean, todas las plantas y
el género enterode las cosas
fabricadas.—Lo pongo
—dijo.—¿;Accederías
acaso —dije yo— a reconocerque lo visible se
divide, en proporción a la verdad o a la carenciade
ella, de modo que la imagen se
halle, con respecto a aquello que imita,en la misma
relación en que lo opinado con respecto a lo
conocido?—Desde luego que accedo
—dijo.—Considera, pues, ahora de
qué modo hay que dividir el segmento de lo
inteligible.—¿;Cómo?
—De modo que el alma se vea
obligada a buscar la una de las partes sirviéndose,
como de imágenes, de aquellascosas que antes
eran imitadas, partiendo de hipótesis y encaminándose
así, no hacia el principio, sino hacia la
conclusión; y lasegunda, partiendo también de
una hipótesis, pero para llegara un
principio no hipotético y llevando a cabo su
investigacióncon la sola ayuda de las ideas tomadas en
sí mismas y sin valersede las imágenes a que en la búsqueda de
aquello recurría.—No he comprendido de modo
suficiente —dijo— eso de
quehablas.—Pues lo diré otra vez
—contesté—. Y loentenderás mejor
después del siguiente preámbulo.Creo que sabes
que quienes se ocupan de geometría, aritméticay otros
estudios similares, dan por supuestos los números
imparesy pares, las figuras, tres clases de ángulos y
otras cosas emparentadascon éstas y distintas en cada
caso; las adoptan como hipótesis,procediendo igual que si las
conocieran, y no se creen ya en el deber dedar ninguna
explicación ni a sí mismos ni a los
demáscon respecto a lo que consideran como evidente
para todos, y de ahíes de donde parten las sucesivas y
consecuentes deducciones que les llevanfinalmente a aquello
cuya investigación se
proponían.—Sé perfectamente todo
eso —dijo.—¿;Y no sabes
también que se sirven de figurasvisibles acerca de las
cuales discurren, pero no pensando en ellas mismas,sino en
aquello a que ellas se parecen, discurriendo, por ejemplo,
acercadel cuadrado en sí y de su diagonal, pero no
acerca del que ellosdibujan, e igualmente en los demás
casos; y que así, lascosas modeladas y trazadas por
ellos, de que son imágenes las sombrasy reflejos
producidos en el agua,
las emplean, de modo que sean a su vezimágenes, en su
deseo de ver aquellas cosas en sí que nopueden ser
vistas de otra manera sino por medio del pensamiento?—Tienes razón
—dijo. - Niveles de realidad y de
conocimiento - La dialéctica y el
conocimiento del principio supremo
—Y así, de esta clase de
objetos decíayo que era inteligible, pero que en su
investigación se ve el almaobligada a
servirse de hipótesis y, como no puede remontarse
porencima de éstas, no se encamina al principio, sino que
usa comoimágenes aquellos mismos objetos, imitados a su
vez por los de abajo,que, por comparación con
éstos, son también ellosestimados y honrados como
cosas palpables.
—Ya comprendo —dijo—;
te refieres a lo que se hace engeometría y en las ciencias
afines a ella.
—Pues bien, aprende ahora que
sitúo en el segundosegmento de la región
inteligible aquello a que alcanza por símisma la
razón valiéndose del poder dialéctico y
considerandolas hipótesis no como principio, sino como
verdaderas hipótesis,es
decir, peldaños y trampolines que la eleven hasta lo no
hipotético,hasta el principio de todo; y una vez haya
llegado a éste, irápasando de una a otra de las
deducciones que de él dependen hastaque, de ese modo,
descienda a la conclusión sin recurrir en absolutoa nada
sensible, antes bien, usando solamente de las ideas tomadas en
símismas, pasando de una a otra y terminando en las
ideas.
—Ya me doy cuenta
—dijo—, aunque no perfectamente, puesme parece muy
grande la empresa a que
te refieres, de que lo que intentases dejar sentado que es
más clara la visión del ser y delo inteligible que
proporciona la ciencia
dialéctica que la queproporcionan las llamadas artes, a
las cuales sirven de principios
lashipótesis; pues
aunque quienes las estudian se ven obligados a contemplarlos
objetos por medio del pensamiento y
no de los sentidos, sin
embargo,como no investigan remontándose al principio, sino
partiendo dehipótesis, por eso
te parece a ti que no adquieren conocimientode esos objetos que
son, empero, inteligibles cuando están en
relacióncon un principio. Y creo también que a la
operación de losgeómetras y demás las llamas
pensamiento,
pero no conocimiento,porque el pensamiento es
algo que está entre la simple creenciay el
conocimiento.
—Lo has entendido
—dije— con toda perfección.Ahora
aplícame a los cuatro segmentos estas cuatro operaciones
querealiza el alma: la inteligencia, al más elevado; el
pensamiento,al segundo; al tercero dale la creencia y al
último la imaginación; y ponlos en orden,
considerando que cada uno de ellos participa tanto másde
la claridad cuanto más participen de la verdad los objetos
aque se aplica.
—Ya lo comprendo
—dijo—; estoy de acuerdo y los ordeno como
dices.
Platón:
República, libro VI