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Platón. Texto: República




Enviado por latiniando



    Texto : República,
    libro VI
    (1-21)

    1. —Así, pues —dije
      yo—, tras un largo discurso
      senos ha mostrado al fin; ¡oh Glaucón!,
      Quiénes son filósofos y quiénes
      no.

      —En efecto —dijo—,
      quizá no fue posible conseguirlo por más breve
      camino.

      —No parece —dije—;
      de todos modos, creo que se nos habría mostrado mejor
      si no hubiéramos tenido que hablar más quede
      ello ni nos fuera preciso el discurrir ahora sobre todo lo
      demás al tratar de examinar en qué difiere la
      vida justa de la injusta.

      —¿ Y a qué
      —preguntó— debemos atender después
      de ello?

      —¿ A qué va a ser
      —respondí— sino a lo que se sigue? Puesto
      que son filósofos aquellos que pueden alcanzar
      lo que siempre se mantiene igual a sí mismo y no lo
      son los que andan errando por multitud de cosas diferentes,
      ¿ Cuáles de ellos conviene que sean jefes en la
      ciudad?

      —¿ Qué
      deberíamos sentar —preguntó—para
      acertar en ello?

      —Que hay que poner de
      guardianes —dije yo— a aquellos que se muestren
      capaces de guardar las leyes y usos
      de las ciudades.

      —Bien
      —dijo.

      —¿Y no es
      cuestión clara —proseguí—la de
      sí conviene que el que ha de guardar algo sea ciego o
      tenga buena vista?

      —¿Cómo no ha de
      ser clara? —Replicó.

      —¿Y se muestran en algo
      diferentes de los ciegos los que de hecho están
      privados del conocimiento de todo ser y no tienen en su
      alma ningún modelo
      claro ni pueden, como los pintores, volviendo su mirada a lo
      puramente verdadero y tornando constantemente a ello y
      contemplándolo con la mayor agudeza, poner
      allí, cuando haya que ponerlas, las normas de lo
      hermoso, lo justo y lo bueno, y conservarlas con su
      vigilancia una vez establecidas?

      —No, ¡por Zeus!
      —Contestó—. No difieren en
      mucho.

      —¿Pondremos, pues, a
      éstos como guardianes o a los que tienen el
      conocimiento de cada ser, sin ceder en experiencia a
      aquéllos ni quedarse atrás en ninguna otra
      parte de la virtud?

      —Absurdo sería
      —dijo— elegir a otros cualesquiera, si es que
      éstos no les son inferiores en lo demás; pues
      con lo dicho sólo cabe afirmar que les aventajan en lo
      principal.

      —¿ Y no explicaremos de
      qué manera podrían tener los tales una y otra
      ventaja?

      —Perfectamente.

      —Pues bien, como dijimos, al
      principio de esta discusión, hay que conocer
      primeramente su índole; y si quedamos de acuerdo sobre
      ella, pienso que convendremos también en que tienen
      esas cualidades y en que a éstos, y no a otros, hay
      que poner como guardianes de la ciudad.

      —¿
      Cómo?

    2. Misión del
      filósofo

      —Convengamos, con respecto a
      las naturalezas filosóficas, en que éstas se
      apasionan siempre por aprender aquello que puede mostrarles
      algo de la esencia siempre existente y no sometida a los
      extravíos de generación y corrupción.—Convengamos.—Y
      además —dije yo—, en que no se dejan
      perder por su voluntad ninguna parte de ella, pequeña
      o grande, valiosa o de menos valor,
      igual que referíamos antes de los ambiciosos y
      enamorados.—Bien dices
      —observó.—Examina ahora esto otro, a ver
      si es forzoso que se halle, además de lo dicho, en la
      naturaleza de
      los que han de ser como queda enunciado.

      —¿Qué es
      ello?—La veracidad y el no admitir la mentira en modo
      alguno, sino odiarla y amar la verdad.—Es probable
      —dijo.—No sólo es probable, mi querido
      amigo, sino de toda necesidad que el que por naturaleza es
      enamorado, ame lo que es connatural y propio del objeto
      amado.

      —Exacto
      —dijo.—¿Y encontrarás cosa
      más propia de la ciencia
      que la verdad?

      —¿Cómo
      habría de encontrarla?
      —Dijo.—¿Será, pues, posible que
      tengan la misma naturaleza el
      filósofo y el que ama la falsedad?

      —De ninguna manera.—Es,
      pues, menester que el verdadero amante del saber tienda,
      desde su juventud,
      a la verdad sobre toda otra cosa.—Bien de
      cierto.—Por otra parte, sabemos que, cuando más
      fuertemente arrastran los deseos a una cosa, tanto más
      débiles son para las demás, como si toda la
      corriente se escapase hacia aquel lado.

      —¿Cómo
      no?—Y aquel para quien corren hacia el saber y todo lo
      semejante, ése creo que se entregará
      enteramente al placer del alma en sí misma y
      dará de lado a los del cuerpo, si es filósofo
      verdadero y no fingido.

      —Sin ninguna
      duda.—Así, pues, será temperante y en
      ningún modo avaro de riquezas, pues menos que a nadie
      se acomodan a ellos motivos por los que se buscan esas
      riquezas con su cortejo de dispendios.

      —Cierto.—También
      hay que examinar otra cosa cuando hayas de distinguir la
      índole filosófica de la que no lo
      es.

      —¿Cuál?

      —Que no se te pase por alto en
      ella ninguna vileza, porque la mezquindad de pensamiento es lo más opuesto al alma
      que ha de tender constantemente a la totalidad y
      universalidad de lo divino y de lo humano.

      —Muy de cierto
      —dijo.

      —Y a aquel entendimiento que en
      su alteza alcanza la contemplación de todo tiempo y de
      toda esencia, ¿crees tú que le puede parecer
      gran cosa la vida humana?

      —No es posible
      —dijo.

      —¿Así, pues,
      tampoco el tal tendrá a la muerte
      por cosa temible?

      —En ningún
      modo.

      —Por lo tanto, la naturaleza
      cobarde y vil no podrá, según parece, tener
      parte en la filosofía.

      —No creo.

      —¿Y qué? El hombre
      ordenado que no es avaro, ni vil, ni vanidoso, ni cobarde,
      ¿puede llegar a ser en algún modo intratable o
      injusto?

      —No es
      posible.

      —De modo que, al tratar de ver
      el alma que es filosófica y la que no,
      examinarás desde la juventud
      del sujeto si esa alma es justa y mansa o insociable y
      agreste.

      —Bien de
      cierto.

      —Pero hay otra cosa que tampoco
      creo que pasarás por alto.

      —¿Cuál es
      ella?

      —Si es expedita o torpe para
      aprender: ¿podrás confiar en que alguien tome
      afición a aquello que practica con pesadumbre y en que
      adelanta poco y a duras penas?

      —No puede
      ser.

      —¿Y si, siendo en todo
      olvidadizo, no pudiera retener nada de lo aprendido?
      ¿Sería capaz de salir de su inanidad de
      conocimientos?

      —¿Cómo?

      —Y trabajando sin fruto,
      ¿no te parece que acabaría forzosamente por
      odiarse a sí mismo y al ejercicio que
      practica?

      —¿Cómo
      no?

      —Por lo tanto, al alma
      olvidadiza no la incluyamos entre las propiamente
      filosóficas, sino procuremos que tenga buena memoria.

      —En un todo.

      —Pues por lo que toca a la
      naturaleza
      inarmónica e informe,
      no diremos, creo yo, que conduzca a otro lugar sino a la
      desmesura.

      —¿Qué otra cosa
      cabe?

      —¿Y crees que la verdad
      es connatural con la desmesura o con la
      moderación?

      —Con la
      moderación.

      —Busquemos, pues, una mente
      que, a más de las otras cualidades, sea por naturaleza
      mesurada y bien dispuesta y que por sí misma se deje
      llevar fácilmente a la contemplación del ser en
      cada cosa.

      —¿Cómo
      no?

      —¿Y qué?
      ¿No creerás acaso que estas cualidades, que
      hemos expuesto como propias del alma que ha de alcanzar recta
      y totalmente el
      conocimiento del ser, no son necesarias ni vienen
      traídas las unas por las otras?

      —Absolutamente necesarias
      —dijo.

      —¿Podrás, pues,
      censurar un tenor de vida que nadie sería capaz de
      practicar sino siendo por naturaleza memorioso, expedito en
      el estudio, elevado de mente, bien dispuesto, amigo y
      allegado de la verdad, de la justicia,
      del valor y de
      la templanza?

      —Ni el propio Momo
      —dijo— podría censurar a una tal persona.

      —Y cuando estos hombres
      —dije yo— llegasen a madurez por su educación y sus años, ¿no
      sería a ellos a quienes únicamente
      confiarías la ciudad?

    3. Cualidades del
      filósofo

      Entonces Adimanto dijo:
      —¡Oh Sócrates! Con respecto a todo eso que
      has dicho, nadie sería capaz de contradecirte; pero he
      aquí lo que les pasa una y otra vez a los que oyen lo
      que ahora estás diciendo: piensan que es por su
      inexperiencia en preguntar y responder por lo que son
      arrastrados en cada pregunta un tanto fuera de camino por la
      fuerza del
      discurso,
      y que, sumados todos estos tantos al final de la
      discusión, el error resulta grande, con lo que seles
      muestra todo
      lo contrario de lo que se les mostraba al principio; y que
      así como en los juegos de
      tablas los que no son prácticos quedan al fin
      bloqueados por los más hábiles y no saben
      adónde moverse, así también ellos acaban
      por verse cercados y no encuentran nada que decir en este
      otro juego que
      no es de fichas,
      sino de palabras, aunque la verdad nada gane con ello. Digo
      esto mirando el caso presente: podría decirse que no
      hay nada que oponer de palabra a cada una de tus cuestiones,
      sino que en la realidad se ve que cuantos, una vez entregados
      a la filosofía, no la dejan después, por no
      haberla abrazado simplemente para educarse en su juventud,
      sino que siguen ejercitándola más largamente,
      éstos resultan en su mayoría unos seres
      extraños, por no decir perversos, y los que parecen
      más razonables, al pasar por ese ejercicio que
      tú tanto alabas, se hacen inútiles para el
      servicio
      de las ciudades.

      Y yo, al oírle, dije:
      —¿Y piensas que los que eso afirman no dicen
      verdad?

      —No lo sé
      —contestó—; pero oiría con gusto lo
      que tú opinas.

      —Oirás, pues, que me
      parece que dicen verdad.

      —¿Y cómo se puede
      decir —preguntó—que las ciudades no
      saldrán de sus males hasta que manden en ellas los
      filósofos, a los que reconocemos
      inútiles para aquéllas?

      —Has hecho una pregunta
      —dije— a la que hay que contestar con una
      comparación.

      —¡Pues sé que
      tú acostumbras, creo yo, a hablar por comparaciones!
      —Exclamó—.

    4. Objeción de Adimanto: los
      filósofos son depravados o
      inútiles

      —Bien —dije—,
      ¿te burlas de mí, después de haberme
      lanzado a una cuestión tan difícil de exponer?
      Escucha, pues, la comparación y verás
      aún mejor cuán torpe soy en ellas. Es tan malo
      el trato que sufren los hombres más juiciosos de parte
      de las ciudades, que no hay ser alguno que tal haya sufrido;
      y así, al representarlo y hacer la defensa de
      aquéllos, se hace preciso recomponerlo de muchos
      elementos, como hacen los pintores que pintan los
      ciervos-bucos y otros seres semejantes. Figúrate que
      en una nave o en varias ocurre algo así como lo que
      voy a decirte: hay un patrón más corpulento y
      fuerte que todos los demás de la nave, pero un poco
      sordo, otro tanto corto de vista y con conocimientos
      náuticos parejos de su vista y de su oído; los
      marineros están en reyerta unos con otros por llevar
      el timón, creyendo cada uno de ellos que debe regirlo,
      sin haber aprendido jamás el arte del
      timonel ni poder
      señalar quién fue su maestro niel tiempo en que
      lo estudió, antes bien, aseguran que no es cosa de
      estudio y, lo que es más, se muestran dispuestos a
      hacer pedazos al que diga que lo es. Estos tales rodean al
      patrón instándole y empeñándose
      por todos los medios en
      que les entregue el timón; y sucede que si no le
      persuaden, sino que más bien hace caso de otros, les
      dan muerte a
      éstos o les echan por la borda, dejan impedido al
      honrado patrón con mandrágora, con vino o por
      cualquier otro medio y se ponen a mandar en la nave
      apoderándose de lo que en ella hay. Y así,
      bebiendo y banqueteando, navegan como es natural que lo hagan
      tales gentes, y sobre ello, llaman hombre de
      mar y buen piloto y entendido en la náutica a todo
      aquel que se dé arte a
      ayudarles en tomar el mando por medio de la persuasión
      o fuerza
      hecha al patrón, y censuran como inútil al que
      no lo hace; y no entienden tampoco que el buen piloto tiene
      la necesidad de preocuparse del tiempo, de
      las estaciones, del cielo, de los astros, de los vientos y de
      todo aquello que atañe al arte, si ha
      de ser en realidad jefe de la nave.

      Y en cuanto al modo de regirla,
      quieran los otros o no, no piensan que sea posible aprenderlo
      ni como ciencia,
      ni como práctica, ni por lo tanto el arte del
      pilotaje. Al suceder semejantes cosas en la nave, ¿no
      piensas que el verdadero piloto será llamado un
      miracielos, un charlatán, un inútil, por los
      que navegan en naves dispuestas de ese
      modo?

      —Bien seguro
      —dijo Adimanto.

      —Y creo —dije yo—
      que no necesitas examinar en detalle la comparación
      para ver que representa la actitud de
      las ciudades respecto de los verdaderos filósofos, sino que entiendes lo que
      digo.

      —Bien de cierto
      —repuso.

      —Así, pues, instruye en
      primer lugar con esta imagen a
      aquel que se admiraba de que los filósofos no reciban
      honra en las ciudades y trata de persuadirle de que
      sería mucho más extraño que la
      recibieran.

      —Sí que le
      instruiré —dijo.

      —E instrúyele
      también de que dice verdad en lo de que los más
      discretos filósofos son inútiles para la
      multitud, pero hazle que culpe de su inutilidad a los que no
      se sirven de ellos y no a ellos mismos. Porque no es lo
      natural que el piloto suplique a los marineros que se dejen
      gobernar por él, ni que los sabios vayan a pedir a las
      puertas de los ricos, sino que miente el que dice tales
      gracias, y la verdad es, naturalmente, que el que está
      enfermo, sea rico o pobre, tiene que ir a la puerta del
      médico, y todo el que necesita ser gobernado, a la de
      aquel que puede gobernarlo; no que el gobernante pida a los
      gobernados que se dejen gobernar, si es que de cierto hay
      alguna utilidad en
      su gobierno.
      No errarás, en cambio, si
      comparas a los políticos que ahora gobiernan con los
      marineros de que hablábamos hace un momento, y a los
      que éstos llamaban inútiles y papanatas con los
      verdaderos pilotos.

      —Exactamente
      —observó.

      —Por lo tanto, y en tales
      condiciones, no es fácil que el mejor tenor de vida
      sea habido en consideración por los que viven de
      manera contraria, y la más grande, con mucho, y
      más fuerte de las inculpaciones le viene a la
      filosofía de aquellos que dicen que la practican; a
      ellos se refiere el acusador de la filosofía de que
      tú hablabas al afirmar que la mayor parte de los que
      se dirigen a aquélla son unos perversos, y los
      más discretos, unos inútiles, cosa en que yo
      convine contigo. ¿No es así?

      —Sí.

    5. La sociedad no
      se sirve de los filósofos

      —¿Hemos, pues, explicado
      la causa de que los buenos sean
      inútiles?

      —En efecto.

      —¿Quieres que a
      continuación expongamos cuán forzoso es que la
      mayor parte de ellos sean malos y que, si podemos, intentemos
      mostrar que tampoco de esto es culpable la
      filosofía?

      —Ciertamente que
      sí.

      —Sigamos, pues, hablando y
      escuchando por turno, pero recordando antes el lugar en que
      describíamos las cualidades innatas que había
      de reunir forzosamente quien hubiera de ser hombre de
      bien. Y su principal y primera cualidad era, si lo recuerdas,
      la verdad, la cual debía él perseguir en todo
      asunto y por todas partes, si no era un embustero que nada
      tuviese que ver con la verdadera
      filosofía.

      —En efecto, así se
      dijo.

      —¿Y no era ese un punto
      absolutamente opuesto a la opinión general acerca del
      filósofo?

      —Efectivamente
      —dijo.

      —Pero, ¿no nos
      entenderemos cumplidamente alegando que el verdadero amante
      del conocimiento está naturalmente dotado
      para luchar en persecución del ser, y que no se
      detiene en cada una de las muchas cosas que pasan por
      existir, sino que sigue adelante, sin flaquear ni renunciar a
      su amor hasta
      que alcanza la naturaleza misma de cada una de las cosas que
      existen, y la alcanza con aquella parte de su alma a que
      corresponde, en virtud de su afinidad, el llegarse a
      semejantes especies, por medio de la cual se acerca y une a
      lo que realmente existe, y engendra inteligencia y verdad, librándose
      entonces, pero no antes, de los dolores de su parto, y
      obtiene conocimiento y verdadera vida y alimento
      verdadero?

      —No hay mejor defensa
      —dijo.

      —¿Y qué?
      ¿Será propio de ese hombre el
      amar la mentira, o todo lo contrario, él
      odiarla?

      —Él odiarla
      —dijo.

      —Ahora bien, si la verdad es
      quien dirige, no diremos, creo yo, que vaya seguida de un
      coro de vicios.

      —¿Cómo ha de
      ir?

      —Sino de un carácter
      sano y justo, al cual acompañe también la
      templanza.

      —Exacto
      —dijo.

      —Pero ¿qué falta
      hace volver a poner enfila, demostrando que es forzoso que
      existan, el coro de las restantes cualidades
      filosóficas? En efecto, recuerdas, creo yo, que
      resultaron propios de estos seres el valor, la
      magnanimidad, la facilidad para aprender, la
      memoria. Y como tú objetaras que toda persona se
      verá obligada a convenir en lo que decimos, pero que,
      si prescindiera de los argumentos y pusiera su
      atención en los seres de quienes se habla,
      diría que ve cómo los unos de entre ellos son
      inútiles, y la mayor parte, perversos de toda
      perversidad, hemos llegado ahora, investigando el fundamento
      de esta interpretación malévola, a la
      cuestión de por qué son malos la mayor parte de
      ellos; esa es la razón por la cual nos ha sido forzoso
      volver a estudiar y definir el carácter de los
      auténticos filósofos.

      —Así es
      —dijo.

    6. La sociedad
      corrompe a los buenos

      —Siendo ésta
      —seguí— su naturaleza, precisa examinar
      las causas de que se corrompa en muchos, y de que sólo
      escapen a esa corrupción unos pocos, a quienes, como
      tú decías, no se les llama malos, pero
      sí inútiles. Y pasaremos después a
      aquellos caracteres que imitan a esa naturaleza y la
      suplantan en sus menesteres, y veremos qué clase de
      almas son las que, emprendiendo una ocupación de la
      cual no son dignas ni están a la altura, se propasan
      en muchas cosas y con ello cuelgan a la filosofía esa
      reputación común y universal de que
      hablas.

      —¿Y cuáles son
      —dijo— las causas de corrupción a que te
      refieres?

      —Intentaré
      exponértelas —dije—, si soy capaz de
      ello.

      He aquí un punto en que todos,
      creo yo, me darán la razón: una naturaleza
      semejante a la descrita y dotada de todo cuanto hace poco
      exigimos para quien hubiera de hacerse un filósofo
      completo, es algo que se da rara vez y en muy pocos hombres.
      ¿No crees?

      —En efecto.

      —Pues bien, mira cuántas
      y cuán grandes causas pueden corromper a esos
      pocos.

      —¿Cuáles son,
      pues?

      —Lo que más sorprende al
      oírlo es que, de aquellas cualidades que
      ensalzábamos en el carácter, todas y cada una
      de ellas pervierten el alma que las posee y la arrancan de la
      filosofía. Quiero decir el valor, la
      templanza y todo lo que enumerábamos.
      —Sí que suena raro al oírlo
      —dijo.

      —Y además
      —continué—, también la pervierten y
      apartan todas las cosas a las que se llama bienes: la
      hermosura, la riqueza, la fuerza
      corporal, los parentescos, que hacen poderoso en política, y otras circunstancias
      semejantes. Ya tienes idea de a qué me
      refiero.

      —La tengo
      —asintió—. Pero me gustaría conocer
      más detalles de lo que dices.

      —Pues bien
      —seguí—, toma la cuestión
      rectamente, en sentido general, y se te mostrará
      perspicua y no te parecerá ya extraño lo que se
      ha dicho acerca de ella.

      —¿Qué quieres,
      pues, qué haga? —Dijo.

      —De todo germen o ser vivo
      vegetal o animal sabemos —dije—que, cuanto
      más fuerte sea, tanto mayor será la falta de
      condiciones adecuadas en el caso de que no obtenga la
      alimentación, o bien el clima o el
      suelo, que a
      cada cual convenga. Porque, según creo, lo malo es
      más contrario de lo bueno que de lo que no lo
      es.

      —¿Cómo no va a
      serlo?

      —Es, pues, natural, pienso yo,
      que la naturaleza más perfecta, sometida a un
      género de vida ajeno a ella, salga peor librada que la
      de baja calidad.

      —Lo es.

      —¿Diremos, pues,
      Adimanto —pregunté—, que del mismo modo
      las almas mejor dotadas se vuelven particularmente malas
      cuando reciben mala educación? ¿O crees que los
      grandes delitos y
      la maldad refinada nacen de naturalezas inferiores, y no de
      almas nobles viciadas por la educación, mientras que las naturalezas
      débiles jamás serán capaces de realizar
      ni grandes bienes ni
      tampoco grandes males?

      —No opino así
      —dijo—, sino como tú.

      —Pues bien, es forzoso, creo
      yo, que si la naturaleza filosófica que
      definíamos obtiene una educación adecuada, se desarrolle hasta
      alcanzar todo género de virtudes; pero si es sembrada,
      arraiga y crece en lugar no adecuado, llegará a todo
      lo contrario, si no ocurre que alguno de los dioses le ayude.
      ¿O crees tú también, lo mismo que el
      vulgo, que hay algunos jóvenes que son corrompidos por
      los sofistas, y sofistas que, actuando particularmente, les
      corrompen en grado digno de consideración, y no que
      los mayores sofistas son quienes tal dicen, los cuales saben
      perfectamente cómo educar y hacer que jóvenes y
      viejos, hombres y mujeres, sean como ellos
      quieren?

      —¿Cuándo lo
      hacen? —Dijo.

      —Cuando, hallándose
      congregados en gran número—dije—, sentados
      todos juntos en asambleas, tribunales, teatros, campamentos u
      otras reuniones públicas, censuran con gran alboroto
      algunas de las cosas que se dicen o hacen, y otras las alaban
      del mismo modo, exageradamente en uno y otro caso, y chillan
      y aplauden: y retumban las piedras y el lugar todo en que se
      hallan, redoblando así el estruendo de sus censuras o
      alabanzas. Pues bien, al verse un joven en tal
      situación, ¿Cuál vendrá a ser,
      como suele decirse, su estado de
      ánimo? ¿O qué educación privada resistirá a
      ello sin dejarse arrastrar, anegada por la corriente de
      semejantes censuras y encomios, adondequiera que ésta
      la lleve, ni llamar buenas y malas a las mismas cosas que
      aquéllos ni comportarse igual que ellos ni ser como
      son?
      —Es muy forzoso, ¡oh Sócrates!
      —Dijo.

    7. Causas de la
      corrupción

      —Sin embargo
      —dije—, aún no hemos hablado de la mayor
      fuerza.

      —¿Cuál?
      —Dijo.

      —La coacción material de
      que usan esos educadores y sofistas cuando no persuaden con
      sus palabras. ¿O no sabes que a quien no obedece le
      castigan con privaciones de derechos,
      multas y penas de muerte?

      —Lo sé muy bien
      —dijo—.

      —Pues bien, ¿qué
      otro sofista, qué otra instrucción privada
      crees que podrá prevalecer si resiste contra
      ellos?

      —Pienso que nadie
      —dijo.

      —No, en efecto; sólo
      él intentarlo —dije— sería gran
      locura. Pues no existe ni ha existido ni ciertamente
      existirá jamás ningún carácter
      distinto en lo que toca a virtud, ni formado por una
      educación opuesta a la de ellos; hablo de caracteres
      humanos, mi querido amigo, pues los divinos hay que dejarlos
      a un lado, de acuerdo con el proverbio. En efecto, debes
      saber muy bien que si hay algo que, en una organización política como ésta, se salve y
      sea como es debido, no carecerás de razón al
      afirmar que es una providencia divina la que lo ha
      salvado.
      —No opino yo de otro modo
      —dijo.

      —Pues bien —dije—,
      he aquí otra cosa que debes creer
      también.

      —¿Cuál?

      —Que cada uno de los
      particulares asalariados a los que esos llaman sofistas y
      consideran como competidores, no enseña otra cosa sino
      los mismos principios
      que el vulgo expresa en sus reuniones, y a esto es a lo que
      llaman ciencia.
      Es lo mismo que si el guardián de una criatura grande
      y poderosa se aprendiera bien sus instintos y humores y
      supiera por dónde hay que acercársele y por
      dónde tocarlo y cuándo está más
      fiero o más manso, y por qué causas y en
      qué ocasiones suele emitir tal o cual voz y
      cuáles son, en cambio,
      las que le apaciguan o irritan cuando las oye a otro; y una
      vez enterado de todo ello por la experiencia de una larga
      familiaridad, considerase esto como una ciencia y,
      habiendo compuesto una especie de sistema,
      se dedicara a la enseñanza ignorando qué hay
      realmente en esas tendencias y apetitos de hermoso o de feo,
      de bueno o malo, de justo o injusto, y emplease todos estos
      términos con arreglo al criterio de la gran bestia,
      llamando bueno a aquello con que ella goza y malo a lo que a
      ella le molesta, sin poder, por
      lo demás, dar ninguna otra explicación acerca
      de estas calificaciones, y llamando también justo y
      hermoso a lo inevitable, cuando ni ha comprendido ni es capaz
      de enseñar a otro cuánto es lo que realmente
      difieren los conceptos de lo inevitable y lo bueno.
      ¿No te parece, por Zeus, que una tal persona
      sería un singular educador?
      —En efecto —dijo.

      —Ahora bien, ¿te parece
      que difiere en algo de éste el que, tanto en lo
      relativo a la pintura o
      música como a la política, llama ciencia al
      haberse aprendido el temperamento y los gustos de una
      heterogénea multitud congregada? Porque si una
      persona se
      presenta a ellos para someter a su juicio una poesía o cualquier otra obra de
      arte o
      algo útil para la ciudad, haciéndose así
      dependiente del vulgo en grado mayor que el estrictamente
      indispensable, la llamada necesidad diomedea le
      forzará a hacer lo que ellos hayan de alabar.
      ¿Y has oído alguna vez a alguno que dé
      alguna razón que no sea ridícula para demostrar
      que realmente son buenas y bellas esas
      cosas?

      —Ni espero oírlo nunca
      —dijo.

    8. Valores de los sofistas y del
      vulgo

      —Pues bien, después de
      haberte fijado en todo esto, acuérdate de aquello:
      ¿existe medio de que el vulgo admita o reconozca que
      existe lo bello en sí, pero no la multiplicidad de
      cosas bellas, y cada cosa en sí, pero no la
      multiplicidad de cosas particulares?
      —De ningún modo —dijo.

      —Entonces —dije—,
      es imposible que el vulgo sea
      filósofo.

      —Imposible.

      —Y por tanto, es forzoso que
      los filósofos sean vituperados por
      él.

      —Forzoso.

      —Y también por esos
      particulares que conviven con la plebe y desean
      agradarla.

      —Evidente.

      —Según esto,
      ¿qué medio de salvación descubres para
      que una naturaleza filosófica persevere hasta el fin
      en su menester? Piensa en ello basándote en lo de
      antes. En efecto, dejamos sentado que la facilidad para
      aprender, la
      memoria, el valor y la
      magnanimidad eran propios de esa
      naturaleza.

      —Sí.

      —Pues bien, el que sea
      así, ¿descollará ya desde niño
      entre todos los demás, sobre todo si su cuerpo se
      desarrolla de modo semejante a su alma?

      —¿Por qué no va a
      descollar? —Dijo.

      —Y cuando llegue a mayor, me
      figuro que sus parientes y conciudadanos querrán
      servirse de él para sus propios
      fines.

      —¿Cómo
      no?

      —Se postrarán, pues,
      ante él, y le suplicarán y agasajarán,
      anticipándose así a adular de antemano su
      futuro poder.

      —Al menos así suele
      ocurrir —dijo.

      —¿Y qué piensas
      —dije— que hará una persona
      así en tal situación, sobre todo si se da el
      caso de que sea de una gran ciudad y goce en ella de riquezas
      y noble abolengo, teniendo además belleza y alta
      estatura? ¿No se henchirá de irrealizables
      esperanzas, creyendo que va a ser capaz de gobernar a helenos
      y bárbaros y remontándose por ello "; a las
      alturas"; lleno de "; presunción"; e insensata ";
      vanagloria"; ?

      —Efectivamente
      —dijo.

      —Y si al que está en
      esas condiciones se le acerca alguien y le dice
      tranquilamente la verdad, esto es, que no hay en él
      razón alguna, que está privado de ella y que la
      razones algo que no se puede adquirir sin entregarse
      completamente a la tarea de conseguirla, ¿crees que es
      fácil que haga caso quien está sometido a
      tantas malas influencias?

      —Ni mucho menos
      —dijo.

      —Ahora bien —dije
      yo—, si, movido por su buena índole y por la
      afinidad que siente en aquellas palabras, atiende algo a
      ellas y se deja influir y arrastrar hacia la
      filosofía, ¿;qué pensamos que
      harán aquellos que ven que están perdiendo sus
      servicios
      y amistad?
      ¿;Habrá acción que no realicen,palabras
      que no le digan a él, para que no se deje persuadir,
      ya quien le intenta convencer, para que no pueda hacerlo, y
      no les atacaráncon asechanzas privadas y procesos
      públicos?

      —Es muy forzoso
      —dijo.

      —¿;Hay, pues,
      posibilidad de que la tal personallegue a ser
      filósofo?

      —En absoluto.

    9. Todos colaboran en su
      corrupción

      —¿;Ves
      —dije— cómo no nos faltaba
      razóncuando decíamos que son los mismos
      elementos de la naturaleza delfilósofo los que, cuando
      están sometidos a una mala
      educación,contribuyen en cierto modo a apartarle de su
      ejercicio, como igualmentelas riquezas y todas las cosas
      semejantes que pasan por ser bienes?

      —No se dijo sin razón
      —contestó—, sinocon
      ella.

      —He aquí, ¡;oh
      admirable amigo! —dije—, cuántasy
      cuán grandes son las causas que pervierten e
      inhabilitan parael más excelente menester a las
      mejores naturalezas, que ya de porsí son pocas, como
      nosotros decimos. Y esa es la clase de hombresde que proceden
      tanto los que causan los mayores males a las ciudades ya los
      particulares como los que, si el azar de la corriente los
      lleva porahí, producen los mayores bienes. En
      cambio,
      los espíritusmezquinos no hacen jamás nada
      grande ni a ningún particularni a ningún
      Estado.

      —Gran verdad
      —dijo.

      —De modo que éstos, los
      más obligados porsu afinidad, se apartan de la
      filosofía y la dejan solitaria y célibe;y
      así, mientras ellos llevan una vida no adecuada ni
      verdadera,ella es asaltada, como una huérfana privada
      de parientes, por otroshombres indignos que la deshonran y le
      atraen reproches como aquellos conlos que dices tú que
      la censuran quienes afirman que entre los quetratan con ella
      hay algunos que no son dignos de nada y otros, los
      más,que merecen los peores males.

      —En efecto
      —asintió—, eso es lo que se
      dice.

      —Y con razón
      —contesté yo—. Porque, alver otros
      hombrecillos que aquella plaza está abandonada y
      repletade hermosas frases y apariencias, se ponen contentos,
      como prisionerosque, escapados de su encierro, hallasen
      refugio en un templo; y se abalanzandesde sus oficios a la
      filosofía aquellos que resultan ser
      máshabilidosos en lo relativo a su modesta
      ocupación. Pues aun hallándoseen tal
      condición la filosofía, le queda un prestigio
      másbrillante que a ninguna de las demás artes,
      atraídas porel cual muchas personas de
      condición imperfecta, que tienen tandeteriorados los
      cuerpos por sus oficios manuales como
      truncas y embotadaslas almas a causa de su ocupación
      artesana… ¿;No es esto
      forzoso?

      —Muy forzoso
      —dijo.

      —¿;Y crees que su
      aspecto difiere en algo —dije—del de un calderero
      calvo y rechoncho que ha ganado algún dineroy que, de
      sus grilletes recién liberado y en los baños
      reciénlavado, se ha compuesto como un novio, con su
      vestido nuevo, y va a casarsecon la hija del dueño
      porque ella es pobre y está sola?

      —No difiere en nada
      —dijo.

      —Pues bien, ¿;qué
      prole es natural que engendreuna semejante pareja?
      ¿;No será degenerada y vil?

      —Es muy
      forzoso.

      —¿;Y qué? Cuando
      las gentes indignas deeducación se acercan a ella y la
      frecuentan indebidamente, ¿;quépensamientos y
      opiniones diremos que engendrarán? ¿;No
      serántales que realmente merezcan ser llamados
      sofismas, sin que haya entreellos ninguno que sea noble ni
      tenga que ver con la verdadera inteligencia?

      —Desde luego
      —dijo.

    10. Los falsos filósofos no poseen
      las cualidadesnecesarias

      —No queda, pues, ¡;oh
      Adimanto! —dije—, másque un
      pequeñísimo número de personas dignas de
      tratarcon la filosofía; tal vez algún
      carácter noble y bieneducado que, aislado por el
      destierro, haya permanecido fiel a su
      naturalezafilosófica por no tener quien le pervierta;
      a veces, en una comunidadpequeña, nace un alma grande
      que desprecia los asuntos de su ciudadpor considerarlos
      indignos de su atención; y también puedehaber
      unos pocos seres bien dotados que acudan a la
      filosofía movidosde un justificado desdén por
      sus oficios. A otros los puede detenerquizá el freno
      de nuestro compañero Téages, que, teniendotodas
      las demás condiciones necesarias para abandonar la
      filosofía,es detenido y apartado de la política por el cuidado de su
      cuerpoenfermo. Y no vale la pena hablar de mi caso, pues son
      muy pocos o ningunoaquellos otros a quienes se les ha
      aparecido antes que a mí la
      señaldemónica. Pues bien, quien pertenece a
      este pequeño grupoy ha gustado la dulzura y felicidad
      de un bien semejante, y ve, en cambio,con
      suficiente claridad que la multitud está loca y que
      nadie ocasi nadie hace nada juicioso en política y que no hay
      ningúnaliado con el cual pueda uno acudir en defensa
      de la justicia
      sin exponersepor ello a morir antes de haber prestado
      ningún servicio a
      la ciudadni a sus amigos, con muerte
      inútil para sí mismo y para losdemás,
      como la de un hombre
      que, caído entre bestias feroces,se negara a
      participar en sus fechorías sin ser capaz tampoco
      dedefenderse contra los furores de todas ellas… Y como
      se da cuenta de todoesto, permanece quieto y no se dedica
      más que a sus cosas, comoquien, sorprendido por un
      temporal, se arrima a un paredón pararesguardarse de
      la lluvia y polvareda arrastrradas por el viento; y,
      contemplandola iniquidad que a todos contamina, se da por
      satisfecho si puede élpasar limpio de injuticia e
      impiedad por esta vida de aquí abajoy salir de ella
      tranquilo y alegre, lleno de bellas
      esperanzas.

      —Pues bien —dijo—,
      no serán los menores resultadoslos que habrá
      conseguido al final.

      —Pero tampoco los mayores
      —dije—, por no haber encontradoun sistema
      político conveniente; pues en un régimen
      adecuadose hará más grande y, al salvarse
      él, salvaráa la comunidad.

    11. Pocas personas perseveran en la
      filosofía

      Mas de por qué ha sido atacada
      la filosofíay de que lo ha sido injustamente, de eso
      me parece a mí que, a noser que tú tengas algo
      más que decir, ya hemos hablado
      bastante.

      —Nada tengo ya que
      añadir acerca de ello
      —contestó—.Pero ¿;cuál de
      los gobiernos actuales consideras adecuadoa
      ella?

      —Ninguno en absoluto
      —dije—. De eso precisamente me quejo:de que no
      hay entre los de ahora ningún sistema
      políticoque convenga a las naturalezas
      filosóficas, y por eso se tuercenéstas y se
      alteran. Como suele ocurrir con una simiente
      exóticaque, sembrada en suelo
      extraño, degenera, vencida por él,y se adapta a
      la variedad indígena, del mismo modo un
      carácterde esta clase no conserva, en las condiciones
      actuales, su fuerza
      peculiar,sino que se transforma en otro distinto. Pero si
      encuentra un sistema
      políticotan excelente como él mismo, entonces
      es cuando demostraráque su naturaleza es realmente
      divina, mientras en los caracteres y manerasde vivir de los
      demás no hay nada que no sea simplemente humano.Ahora
      bien, después de esto es evidente que me vas a
      preguntar quésistema
      político es ése.

      —No acertaste
      —dijo—, no te iba a preguntar eso, sinosi es el
      mismo que nosotros describimos al fundar la ciudad, o bien
      otrodistinto.

      —Es el mismo —dije
      yo—, excepto en una cosa, con relacióna la cual
      dijimos entonces que sería necesario que hubiese
      siempreen el Estado
      alguna autoridad
      cuyo criterio acerca del gobierno
      fuese elmismo con que tú, el legislador, estableciste
      las leyes.
      —Así se dijo, en efecto
      —asintió.

      —Pero no quedó lo
      suficientemente claro —dije—,porque me asustaron
      las objeciones con que me mostrasteis cuán largay
      difícil era la demostración de este punto;
      además,lo que queda no es en modo alguno fácil
      de explicar.

      —¿;Qué es
      ello?

      —La cuestión de
      cómo debe practicar lafilosofía una ciudad que
      no quiera perecer, porque todas las grandesempresas son
      peligrosas y verdaderamente lo hermoso es difícil,como
      suele decirse.

      —Sin embargo
      —dijo—, hay que completar la
      demostracióndejando aclarado este
      punto.

      —Si algo lo impide
      —dije—, no será la falta devoluntad, sino
      de poder.
      Pero tú, que estás aquí,verás
      cuánto es mi celo. Mira, pues, de qué modo
      tanvehemente y temerario voy ahora a decir que la ciudad debe
      adoptar conrespecto a este estudio una conducta
      enteramente opuesta a la de ahora.

      —¿;Cómo?

      —Los que ahora se dedican a
      ella —dije— son mozalbetes,recién salidos
      de la niñez, que, después de haberseasomado a
      la parte más difícil de la filosofía
      —quierodecir lo relativo a la dialéctica—,
      la dejan para poner casa y ocuparseen negocios,
      y con ello pasan ya por ser consumados filósofos. Enlo
      sucesivo, creen hacer una gran cosa si, cuando se les invita,
      accedena ser oyentes de otros que se dediquen a ello, porque
      lo consideran comoalgo de que no hay que ocuparse sino de
      manera accesoria. Y al llegar lavejez, todos, excepto unos
      pocos, se apagan mucho más completamenteque el sol
      heracliteo, porque no vuelven a encenderse de
      nuevo.

      —¿;Y qué hay que
      hacer? —dijo.

      —Todo lo contrario. Cuando son
      niños y mozalbetesdeben recibir una educación y
      una filosofía apropiadas a su edad; y en esa
      época en que crecen y se desarrollan sus cuerpos,
      tienen que cuidarse muy bien de ellos, preparándolos
      asícomo auxiliares de la filosofía. Llegada la
      edad en que el almaentra en la madurez, hay que redoblar los
      ejercicios propios de ella, y cuando, por faltar las fuerzas,
      los individuos se vean apartados de lapolítica y
      milicia, entonces hay que dejarlos ya que pazcan en libertady
      no se dediquen a ninguna otra cosa sino de manera accesoria;
      eso, sise quiere que vivan felices y que, una vez terminada
      su vida, gocen alláde un destino acorde con su
      existencia terrena.

    12. Actitud de los gobiernos ante la
      filosofía

      —Verdaderamente
      —dijo—, me parece que hablas con
      vehemencia,¡;oh Sócrates! Sin embargo, creo que la
      mayor parte de losque escuchan, empezando por
      Trasímaco, te contradirán conmayor vehemencia
      todavía y no se convencerán en manera
      alguna.

      —No intentes —dije—
      enemistarme con Trasímaco,de quien hace poco me he
      hecho amigo, sin que, por lo demás, hayamossido nunca
      enemigos. Y no escatimaremos esfuerzos hasta que
      convenzamostanto a éste como a los demás, o al
      menos les seamos útilesen algo para el caso de que,
      nuevamente nacidos a otra vida, se encuentrenallí en
      conversaciones como ésta.

      —¡;Pues sí que es
      corto el plazo de que hablas!—dijo.

      —No es nada
      —contesté—, al menos comparado conla
      eternidad. Por lo demás, no me sorprende en absoluto
      que el vulgono crea lo que se ha dicho, porque jamás
      han visto realizado loque ahora se ha presentado, ni han
      oído sino frases como la queacabo de decir, pero en
      las cuales no se han reunido fortuitamente, comoen
      ésta, las palabras consonantes, sino que han sido
      igualadas deintento las unas con las otras. Pero hombres
      cuyos hechos y palabras estén,dentro de lo posible, en
      la más perfecta consonancia y correspondenciacon la
      virtud, y que gobiernen en otras ciudades semejantes a ellos,
      deesos jamás han visto muchos, ni uno tan siquiera.
      ¿;No crees?

      —De ningún
      modo.

      —Ni tampoco, mi buen amigo, han
      sido oyentes lo suficientementeasiduos de discusiones
      hermosas y nobles en que, sin más miras queel conocimiento en sí, se busque,
      denodadamente y por todos losmedios, la verdad; discusiones
      en las cuales se salude desde muy lejosesas sutilezas y
      triquiñuelas que no tienden más que a
      causarefecto y promover discordia en los tribunales y
      reuniones privadas.

      —Tampoco las han oído
      —dijo.

      —Esto era lo que
      considerábamos —dije—, y estolo que
      preveíamos nosotros cuando, aunque con miedo, dijimos
      antes,obligados por la verdad, que no habrá
      jamás ninguna ciudadni gobierno
      perfectos, ni tampoco ningún hombre que
      lo sea, hastaque, por alguna necesidad impuesta por el
      destino, estos pocos filósofos,a los que ahora no
      llaman malos, pero sí inútiles, tenganque
      ocuparse, quieran que no, en las cosas de la ciudad, y
      éstatenga que someterse a ellos; o bien hasta que, por
      obra de alguna inspiracióndivina, se apodere de los
      hijos de los que ahora reinan y gobiernan, ode los mismos
      gobernantes, un verdadero amor de la
      verdadera filosofía.Que una de estas dos posibilidades
      o ambas sean irrealizables, eso yo afirmoque no hay
      razón alguna para sostenerlo. Pues si así
      fuerase reirían de nosotros muy justificadamente, como
      de quien se extiendeen vanas quimeras. ¿;No es
      así?

      —Así
      es.

      —Pero si ha existido alguna vez
      en la infinita extensióndel tiempo
      pasado, o existe actualmente, en algún lugar
      bárbaroy lejano a que nuestra vista no alcance, o ha
      de existir en el futuro algunanecesidad por la cual se vean
      obligados a ocuparse de política losfilósofos
      más eminentes, en tal caso nos hallamos dispuestos a
      sostener con palabras que ha existido, existe o
      existirá un sistemade gobierno
      como el descrito, siempre que la musa filosófica
      lleguea ser dueña del Estado.
      Porque no es imposible que exista; y cuanto decimos es
      ciertamente difícil —eso lo hemos reconocido
      nosotros mismos—, pero no
      irrealizable.

      —También yo opino igual
      —dijo.

      —Pero ¿;me vas a decir
      que no es esa, en cambio, la
      opinión del vulgo?
      —pregunté.

      —Tal vez
      —dijo.

      —¡;Oh, mi bendito amigo!
      —dije—. No censures detal modo a las multitudes.
      Pues cambiarán de opinión si,en vez de
      buscarles querella, se les aconseja y se intenta deshacer
      susprejuicios contra el amor de
      la ciencia
      indicándoles de quéfilósofos hablas y
      definiendo, como hace un instante, su naturalezay
      profesión, para que no crean que te refieres a los que
      ellos seimaginan. ¿;O dirás que no han de
      cambiar de opinióno a responder de distinto modo ni
      aun cuando los vean a esa luz?
      ¿;Piensastal vez que quien no es envidioso y es manso
      por naturaleza va a ser violentocontra el que no lo sea o a
      envidiar a quien no envidie? Por mi parte
      diré,anticipándome a tus objeciones, que un
      carácter tan difícilpuede darse en unas pocas
      personas, pero no en una multitud.

      —También yo
      —dijo— estoy enteramente de
      acuerdo.

      —¿;Entonces
      estarás también de acuerdoen que la culpa de
      que el vulgo esté mal dispuesto para con la
      filosofíala tienen aquellos intrusos que, tras haber
      irrumpido indebidamente enella, se insultan y enemistan
      mutuamente y no tratan en sus discursos
      másque cuestiones personales, comportándose
      así de la maneramenos propia de un
      filófofo?

      —Sí
      —dijo.

    13. Los filósofos pueden
      gobernar

      —En efecto, ¡;oh
      Adimanto!, a aquel cuyo espírituestá ocupado
      con el verdadero ser no le queda tiempo para
      bajarsu mirada hacia las acciones
      de los hombres ni para ponerse, lleno de envidiay
      malquerencia, a luchar con ellos; antes bien, como los
      objetos de suatenta contemplación son ordenados,
      están siempre del mismomodo, no se hacen daño
      ni lo reciben los unos de los otros y respondenen toda su
      disposición a un orden racional; por eso ellos imitana
      estos objetos y se les asimilan en todo lo posible.
      ¿;O crees quehay alguna posibilidad de que no imite
      cada cual a aquello con lo que convivey a lo cual
      admira?

      —Es imposible
      —dijo.

      —De modo que, por convivir con
      lo divino y ordenado,el filósofo se hace todo lo
      ordenado y divino que puede serlo unhombre; aunque en todo
      hay pretexto para levantar calumnias.

      —En efecto.

      —Pues bien —dije—,
      si alguna necesidad le impulsa a intentarimplantar en la vida
      pública y privada de los demás hombresaquello
      que él ve allí arriba, en vez de limitarse a
      moldearsu propia alma, ¿;crees acaso que será
      un mal creador de templanzay de justicia y
      de toda clase de virtudes colectivas?

      —En modo alguno
      —dijo.

      —Y si se da cuenta el vulgo de
      que decíamos verdadcon respecto a él,
      ¿;se irritarán contra los filósofos y
      desconfiarán de nosotros cuando digamos que la ciudad
      no tieneotra posibilidad de ser jamás feliz sino en el
      caso de que sus líneasgenerales sean trazadas por los
      dibujantes que copian de un modelo
      divino?

      —No se irritarán
      —dijo—, si se dan cuenta de ello.Pero
      ¿;qué clase de dibujo es
      ese de que hablas?

      —Tendrán
      —dije— que coger, como se coge una tablilla,la
      ciudad y los caracteres de los hombres, y ante todo
      habrán delimpiarla, lo cual no es enteramente
      fácil. Pero ya sabes que éste es un punto en
      que desde un principio diferirán de los
      demás,pues no accederán ni a tocar siquiera a
      la ciudad o a cualquierparticular, ni menos a trazar sus
      leyes,
      mientras no la hayan recibido limpia o limpiado ellos
      mismos.

      —Y harán bien
      —dijo.

      —Y después de esto,
      ¿;no crees que esbozaránel plan general
      de gobierno?

      —¿;Cómo
      no?

      —Y luego trabajarán,
      creo yo, dirigiendo frecuentesmiradas a uno y otro lado; es
      decir, por una parte a lo naturalmente justoy bello y
      temperante y a todas las virtudes similares, y por otra, a
      aquellasque irán implantando en los hombres mediante
      una mezcla y combinaciónde instituciones de la que, tomando como modelo lo
      que, cuando se hallaen los hombres, define Homero como
      divino y semejante a los dioses, extraeránla verdadera
      carnación humana.

      —Muy bien
      —dijo.

      —Y pienso yo que irán
      borrando y volviendo a pintareste o aquel detalle hasta que
      hayan hecho todo lo posible por trazar caracteresque sean
      agradables a los dioses en el mayor grado en que cabe
      serlo.

      —No habrá pintura
      más hermosa que esa —dijo.

      —¿;No lograremos, pues
      —dije—, persuadir en algúnmodo a aquellos
      de quienes decías que avanzaban con todas sus
      fuerzascontra nosotros, demostrándoles que ese
      consumado pintor de gobiernosno es otro que aquel cuyo elogio
      les hacíamos antes, y por causadel cual se indignaban
      viendo que queríamos entregarle las ciudades,y no se
      quedarán algo más tranquilos al oírnoslo
      decirahora?

      —Mucho más
      —dijo—, si es que son sensatos.

      —Porque, ¿;qué
      podrán discutir? ¿;Negaránque los
      filósofos son amantes del ser y de la
      verdad?

      —Sería absurdo
      —dijo.

      —¿;Dirán que la
      naturaleza de ellos, talcomo la hemos descrito, no es
      afín a todo lo más excelente?

      —Tampoco eso.

      —¿;Pues qué?
      ¿;Que una naturalezaasí no será buena y
      filosófica en grado másperfecto que ninguna
      otra, con tal de que obtenga condiciones adecuadas?¿;O
      dirá que lo son más aquellos a quienes
      excluimos?

      —No, por
      cierto.

      —¿;Se irritarán,
      pues, todavía cuandodigamos nosotros que no
      cesarán los males de la ciudad y de losciudadanos, ni
      se verá realizado de hecho el sistema que hemos
      forjadoen nuestra imaginación, mientras no llegue a
      ser dueña delas ciudades la clase de los
      filósofos?

      —Quizá se
      irritarán menos —dijo.

      —¿;Y no prefieres
      —pregunté— que, en vezde decir ";menos";,
      los declaremos por perfectamente convencidosy amansados, para
      que, si no otra razón, al menos la vergüenzales
      impulse a convenir en ello?

      —Desde luego
      —dijo.

    14. El vulgo puede convencerse de la
      bondad del gobiernode los filósofos

      —Pues bien —dije—,
      helos ya persuadidos de esto. ¿;Ypuede alguien negar
      la posibilidad de que algunos descendientes de reyeso
      gobernantes resulten acaso ser filósofos por
      naturaleza?

      —Nadie
      —dijo.

      —¿;O hay quien pueda
      decir que es absolutamentefatal que se perviertan quienes
      reúnen tales condiciones? Que esdifícil que se
      salven, eso nosotros mismos lo hemos admitido. Peroque
      jamás, en el curso entero de los tiempos, pueda
      salvarse niuno tan sólo de entre todos ellos,
      ¿;puede alguien afirmarlo?

      —¿;Cómo lo va a
      afirmar?

      —Ahora bien —dije—,
      bastaría con que hubiese unosolo, y con que a
      éste le obedeciera la ciudad, para que fuese capazde
      realizar todo cuanto ahora se pone en duda.

      —Sí que bastaría
      —dijo.

      —Y si hay un gobernante
      —dije— que establezca las leyese instituciones antes descritas, no creo yo
      imposible que los ciudadanosaccedan a obrar en
      consonancia.

      —En modo
      alguno.

      —Ahora bien, lo que nosotros
      opinamos, ¿;seráacaso sorprendente o imposible
      que lo opinen también otros?

      —No creo yo que lo sea
      —dijo.

      —Y en la parte anterior dejamos
      suficientemente demostrado,según yo creo, que nuestro
      plan era el
      mejor, siempre que fueserealizable.

      —En efecto,
      suficientemente.

      —Pues bien, ahora hallamos,
      según parece, que,si es realizable, lo que decimos
      acerca de la legislación es lomejor, y que, si bien es
      difícil que llegue a ser realidad, no esen modo alguno
      imposible.

      —Así es
      —dijo.

    15. Algunos gobernantes son verdaderos
      filósofos

      —Ya, pues, que, aunque a duras
      penas, hemos terminadocon esto, ahora nos queda por estudiar
      la manera de que tengamos personasque salvaguarden el Estado;
      las enseñanzas y ejercicios con loscuales se
      formarán y las distintas edades en que se
      aplicarána cada uno de ellos.

      —Hay que estudiarlo, sí
      —dijo.

      —Entonces —dije— de
      nada me sirvió la habilidadcon que antes pasé
      por alto las espinosas cuestiones de la posesiónde
      mujeres y procreación de hijos y designación de
      gobernantes,porque sabía cuán criticable y
      difícil de realizarera el sistema enteramente conforme
      a la verdad; pero no por ello ha dejadode venir ahora el
      momento en que hay que tratarlo. Lo relativo a las mujerese
      hijos está ya totalmente expuesto; pero con la
      cuestiónde los gobernantes hay que comenzar otra vez
      como si estuviésemosen un principio. Decíamos,
      si lo recuerdas, que era preciso que,sometidos a las pruebas
      del placer y del dolor, resultasen ser amantesde la ciudad, y
      que no hubiese trabajo ni peligro ni ninguna otra
      vicisitudcapaz de hacerles aparecer como desertores de este
      principio; al que fracasarahabía que excluirlo, y al
      que saliera de todas estas pruebas
      tanpuro como el oro acrisolado al fuego, a ése
      había que nombrarlegobernante y concederle honores y
      recompensas tanto en vida como despuésde su muerte.

      Tales eran, poco más o menos,
      los términosevasivos y encubiertos de que usó
      la argumentación, porquetemía remover lo que
      ahora se nos presenta.

      —Muy cierto es lo que dices
      —repuso—. Sí que
      lorecuerdo.

      —En efecto —dije
      yo—, no me atrevía, mi queridoamigo, a hablar
      con tanto valor como hace un momento; pero ahora
      arrojémonosya a afirmar también que es
      necesario designar filósofospara que sean los
      más perfectos guardianes.

      —Quede afirmado
      —dijo.

      —Observa ahora cuán
      probable es que tengas pocosde éstos, pues dijimos que
      era necesario que estuviesen dotadosde un carácter
      cuyas distintas partes rara vez suelen desarrollarseen un
      mismo individuo; antes bien, generalmente la tal naturaleza
      apareceasí como desmembrada.

      —¿;Qué quieres
      decir? —preguntó.

      —Ya sabes que quienes
      reúnen facilidad para aprender,memoria,
      sagacidad, vivacidad y otras cualidades semejantes, no
      suelenposeer al mismo tiempo una tal nobleza y magnanimidad
      que les permita resignarsea vivir una vida ordenada,
      tranquila y segura; antes bien, tales personasse dejan
      arrastrar a donde quiera llevarlos su espíritu vivaz,
      yno hay en ellos ninguna fijeza.
      —Tienes razón —dijo.

      —En cambio, a los caracteres
      firmes y constantes, enlos cuales puede uno más
      confiar, y que se mantienen inconmoviblesen medio de los
      peligros guerreros, les ocurre lo mismo con los estudios;les
      cuesta moverse y aprender, están como amodorrados y se
      adormeceny bostezan constantemente en cuanto han de trabajar
      en alguna de estascosas.
      —Así es —dijo.

      —Pues bien, nosotros
      afirmábamos que han de participarjusta y
      proporcionadamente de ambos grupos de
      cualidades, y si no, no seles debe dotar de la más
      completa educación ni concederleshonores o
      magistraturas.

      —Bien
      —dijo.

      —¿;Y no crees que esta
      combinación serárara?

      —¿;Cómo
      no?

      —Hay que probarlos, pues, por
      medio de todos los trabajos,peligros y placeres de que antes
      hablábamos; y diremos tambiénahora algo que
      entonces omitimos: que hay que hacerles ejercitarse en
      muchasdisciplinas, y así veremos si cada naturaleza es
      capaz de soportarlas más grandes enseñanzas o
      bien flaqueará, comolos que flaquean en otras
      cosas.

      —Conviene, en efecto
      —dijo él—, verificar esteexamen. Pero,
      ¿;a qué llamas las más grandes
      enseñanzas?

    16. Educación de los
      gobernantes-filósofos

      —Tú recordarás,
      supongo yo —dije—,que colegimos, con respecto a
      la justicia,
      templanza, valor y sabiduría,cuál era la
      naturaleza de cada uno de ellos, pero no sin distinguirantes
      tres especies en el alma.

      —Si no lo recordara
      —dijo—, no merecería
      seguirescuchando.

      —¿;Y lo que se dijo
      antes de eso?

      —¿;Qué?

      —Decíamos, creo yo, que,
      para conocer con la mayorexactitud posible estas cualidades,
      había que dar un largo rodeo,al término del
      cual serían vistas con toda claridad; peroque
      existía una demostración, afín a lo que
      se habíadicho anteriormente, que podía ser
      enlazada con ello. Vosotros dijisteisque os bastaba, y
      entonces se expuso algo que, en mi opinión,
      carecíade exactitud; pero si os agradó, eso
      sois vosotros quienes lo habéisde
      decir.

      —Para mí
      —dijo—, llenaste la medida, y asíse lo
      pareció también a los otros.

      —Pero, amigo mío
      —dije—, en materia
      tan importanteno hay ninguna medida que si se aparta en algo,
      por poco que sea, de laverdad, pueda en modo alguno ser
      tenida por tal, pues nada imperfecto puedeser medida de
      ninguna cosa. Sin embargo, a veces hay quien cree que yabasta
      y que no hace ninguna falta seguir
      investigando.

      —En efecto —dijo—,
      hay muchos a quienes les ocurre esopor su
      indolencia.

      —Pues he ahí
      —dije— algo que le debe ocurrir menosque a nadie
      al guardián de la ciudad y de las leyes.

      —Es natural
      —dijo.

      —De modo, compañero, que
      una persona asídebe rodear por lo más largo
      —dije— y no afanarse menos en su
      instrucciónque en los demás ejercicios. En caso
      contrario ocurrirá loque ha poco decíamos: que
      no llegará a dominar jamásaquel conocimiento que, siendo el más
      sublime, es el que mejor lecuadra.

      —Pero ¿;no son aquellas
      virtudes las mássublimes —dijo—, sino que
      existe algo más grande todavíaque la justicia y
      las demás que hemos enumerado?

      —No sólo lo hay
      —dije yo—, sino que, en cuantoa estas mismas
      virtudes, no basta con contemplar como ahora, un
      simplebosquejo de ellas; antes bien, no se debe renunciar a
      ver la obra en sumayor perfección. ¿;O no es
      absurdo que, mientras se hacetoda clase de esfuerzos para dar
      a otras cosas de poco momento toda lalimpieza y
      precisión posibles, no se considere dignas de un
      gradomáximo de exactitud a las más elevadas
      cuestiones?

      —En efecto. ¿;Pero crees
      —dijo— que habráquien te deje seguir sin
      preguntarte cuál es ese conocimiento elmás
      sublime y sobre qué dices que versa?

      —En modo alguno
      —dije—; pregúntamelo túmismo. Por
      lo demás, ya lo has oído no pocas veces;
      peroahora o no te acuerdas de ello o es que te propones
      ponerme en un bretecon tus objeciones. Más bien creo
      esto último, pues me hasoído decir muchas veces
      que el más sublime objeto de conocimientoes la idea
      del bien, que es la que, asociada a la justicia y a las
      demásvirtudes, las hace útiles y beneficiosas.
      Y ahora sabes muy bienque voy a hablar de ello, y a decir,
      además, que no lo conocemossuficientemente. Y si no lo
      conocemos, sabes también que,
      aunqueconociéramos con toda la perfección
      posible todo lo demás,excepto esto, no nos
      serviría para nada, como tampoco todo aquelloque
      poseemos sin poseer a un tiempo el bien. ¿;O crees que
      sirvede algo el poseer todas las cosas, salvo las buenas?
      ¿;O el conocerlotodo, excepto el bien, y no conocer
      nada hermoso ni bueno?

      —No lo creo, ¡;por Zeus!
      —dijo.

    17. El bien, objeto del
      conocimiento

      —Ahora bien, también
      sabes que, para las másde las gentes, el bien es el
      placer; y para los más ilustrados,el
      conocimiento.

      —¿;Cómo
      no?

      —Y también, mi querido
      amigo, que quienes talopinan no pueden indicar qué
      clase de conocimiento, sino que alfin se ven obligados a
      decir que el del bien.

      —Lo cual es muy gracioso
      —dijo.

      —¿;Cómo no va a
      serlo —dije—, si despuésde echarnos en
      cara que no conocemos el bien nos hablan luego como a quienlo
      conoce? En efecto, dicen que es el
      conocimiento del bien, como si
      comprendiéramosnosotros lo que quieren decir cuando
      pronuncian el nombre del bien.

      —Tienes mucha razón
      —dijo.

      —¿;Y los que definen el
      bien como el placer? ¿;Acasono incurren en un
      extravío no menor que el de los otros? ¿;Nose
      ven también éstos obligados a convenir en que
      existenplaceres malos?

      —En efecto.

      —Les acontece, pues, creo yo,
      el convenir en que lasmismas cosas son buenas y malas.
      ¿;No es eso?

      —¿;Qué otra cosa
      va a ser?

      —¿;Es, pues, evidente,
      que hay muchas y grandesdudas sobre esto?

      —¿;Cómo
      no?

      —¿;Y qué?
      ¿;No es evidente tambiénque mientras con
      respecto a lo justo y lo bello hay muchos que, optandopor la
      apariencia, prefieren hacer y tener lo que lo parezca, aunque
      nolo sea, en cambio, con respecto a lo bueno, a nadie le
      basta con poseerlo que parezca serlo, sino que buscan todos
      la realidad, desdeñandoen ese caso la
      apariencia?

      —Efectivamente
      —dijo.

      —Pues bien, esto que persigue y
      con miras a lo cual obrasiempre toda alma, que, aun
      presintiendo que ello es algo, no puede, ensu perplejidad,
      darse suficiente cuenta de lo que es ni guiarse por
      uncriterio tan seguro como
      en lo relativo a otras cosas, por lo cual
      pierdetambién las ventajas que pudiera haber obtenido
      de ellas… ¿;Consideraremos,pues, necesario que
      los más excelentes ciudadanos, a quienes vamosa
      confiar todas las cosas, permanezcan en semejante oscuridad
      con respectoa un bien tan preciado y
      grande?

      —En modo alguno
      —dijo.

      —En efecto, creo yo
      —dije— que las cosas justas y hermosasde las que
      no se sabe en qué respecto son buenas no
      tendránun guardián que valga gran cosa en aquel
      que ignore este extremo;y auguro que nadie las
      conocerá suficientemente mientras no lo
      sepa.

      —Bien auguras
      —dijo.

      —¿;No tendremos, pues,
      una comunidad
      perfectamenteorganizada cuando la guarde un guardián
      conocedor de estas cosas?

    18. Dificultad de conocer el
      bien

      —Es forzoso —dijo—.
      Pero tú, Sócrates,¿;dices que el bien es
      el
      conocimiento, o que es el placer, o quees alguna otra
      distinta de éstas?

      —¡;Vaya con el hombre!
      —exclamé—. Bien seveía desde hace
      rato que no te ibas a contentar con lo que opinaranlos
      demás acerca de ello.

      —Porque no me parece bien,
      ¡;oh Sócrates!—dijo—, que quien
      durante tanto tiempo se ha ocupado de estos asuntos
      puedaexponer las opiniones de los demás, pero no las
      suyas.

      —¿;Pues qué?
      —dije yo—. ¿;Te parecebien que hable uno
      de las cosas que no sabe como si las
      supiese?

      —No como si las supiese
      —dijo—, pero sí que accedaa exponer, en
      calidad de
      opinión, lo que él opina.

      —¿;Y qué?
      ¿;No te has dado cuenta—dije— de que las
      opiniones sin conocimiento son todas defectuosas? Pueslas
      mejores de entre ellas son ciegas. ¿;O crees que
      difieren enalgo de unos ciegos que van por buen camino
      aquellos que profesan una opiniónrecta pero sin
      conocimiento?

      —En nada
      —dijo.

      —¿;Quieres, entonces,
      ver cosas feas, ciegas ytuertas, cuando podrías
      oírlas claras y hermosas de labiosde
      otros?

      —¡;Por Zeus! —dijo
      Glaucón—. No te detengas,¡;oh
      Sócrates!, como si hubieses llegado ya al final. A
      nosotrosnos basta que, como nos explicaste lo que eran la
      justicia, templanza ydemás virtudes, del mismo modo
      nos expliques igualmente lo que esel bien.
      —También yo, compañero,
      —dije—, me daríapor plenamente satisfecho.
      Pero no sea que resulte incapaz de hacerlo yprovoque vuestras
      risas con mis torpes esfuerzos. En fin, dejemos por ahora,mis
      bienaventurados amigos, lo que pueda ser el bien en
      sí, puesme parece un tema demasiado elevado para que,
      con el impulso que llevamosahora, podamos llegar en este
      momento a mi concepción acerca deello. En cambio,
      estoy dispuesto a hablaros de algo que parece ser hijodel
      bien y asemejarse sumamente a él; eso si a vosotros os
      agrada,y si no, lo dejamos.

      —Háblanos, pues
      —dijo—. Otra vez nos pagarástu deuda con
      la descripción del padre.

      —¡;Ojalá
      —dije— pudiera yo pagarla y vosotrospercibirla
      entera en vez de contentaros, como ahora, con los
      intereses!En fin, llevaos, pues, este hijo del bien en
      sí, este interésproducido por él, mas
      cuidad de que yo no os engañe
      involuntariamente,pagándoos los réditos en
      moneda falsa.

      —Tendremos todo el cuidado
      posible —dijo—. Pero hablaya.


      —contesté—, pero después de
      habermepuesto de acuerdo con vosotros y de haberos recordado
      lo que se ha dichoantes y se había dicho ya muchas
      otras veces.

      —¿;Qué?
      —dijo.

      —Afirmamos y definimos en
      nuestra argumentación—dije— la existencia
      de muchas cosas buenas y muchas cosas hermosas y
      muchastambién de cada una de las demás
      clases.
      —En efecto, así lo afirmamos.

      —Y que existe, por otra parte,
      lo bello en síy lo bueno en sí; y del mismo
      modo, con respecto a todas las cosasque antes
      definíamos como múltiples, consideramos, por
      elcontrario, cada una de ellas como correspondiente a una
      sola idea, cuyaunidad suponemos, y llamamos a cada cosa
      ";aquello que es";.

      —Tal sucede.

      —Y de lo múltiple
      decimos que es visto, pero noconcebido, y de las ideas, en
      cambio, que son concebidas, pero no vistas.

      —En absoluto.

      —Ahora bien, ¿;con
      qué parte de nosotrosvemos lo que es
      visto?

      —Con la vista
      —dijo.

      —¿;Y no percibimos
      —dije— por el oído loque se oye y por
      medio de los demás sentidos todo lo que se
      percibe?

      —¿;Cómo
      no?

      —¿;No has observado
      —dije— de cuánta mayorgenerosidad
      usó el artífice de los sentidos
      para con la facultadde ver y ser visto?

      —No, en modo alguno
      —dijo.

      —Pues considera lo siguiente:
      ¿;existe alguna cosade especie distinta que les sea
      necesaria al oído para oíro a la voz para ser
      oída; algún tercer elemento en ausenciadel cual
      no podrá oír el uno ni ser oída la
      otra?

      —Ninguna
      —dijo.

      —Y creo también
      —dije yo— que hay muchas otrasfacultades, por no
      decir todas, que no necesitan de nada semejante.
      ¿;Opuedes tú citarme alguna?

      —No, por cierto
      —dijo.

      —Y en cuanto a la facultad de
      ver y ser visto, ¿;note has dado cuenta de que
      ésta sí que necesita?

      —¿;Cómo?

      —Porque aunque, habiendo vista
      en los ojos, quiera suposeedor usar de ella, y aunque
      esté presente el color en
      las cosas,sabes muy bien que si no se añade la tercera
      especie particularmenteconstituida para este mismo objeto, ni
      la vista verá nada ni loscolores serán
      visibles.

      —¿;Y qué es eso
      —dijo— a que te refieres?

      —Aquello
      —contesté— a lo que tú
      llamasluz.

      —Tienes razón
      —dijo.

      —No es pequeña, pues, la
      medida en que, por loque toca a excelencia, supera el lazo de
      unión entre el sentidode la vista y la facultad de ser
      visto a los que forman las demásuniones; a no ser que
      la luz sea algo
      despreciable.

      —No —dijo—;
      está muy lejos de serlo.

    19. El bien, sol del mundo
      inteligible

      —¿;Y a cuál de
      los dioses del cielopuedes indicar como dueño de estas
      cosas y productor de la luz,por medio
      de la cual vemos nosotros y son vistos los objetos con la
      mayorperfección posible?

      —Al mismo —dijo—
      que tú y los demás, pueses evidente que
      preguntas por el
      sol.

      —Ahora bien, ¿;no se
      encuentra la vista en la siguienterelación con
      respecto a este dios?

      —¿;En
      cuál?

      —No es sol la vista en
      sí, ni tampoco el órganoen que se produce, al
      cual llamamos ojo.

      —No, en
      efecto.

      —Pero éste es, por lo
      menos, el más parecidoal sol, creo yo, de entre los
      órganos de los
      sentidos.

      —Con mucho.

      —Y el poder que
      tiene, ¿;no lo posee como algodispensando por el sol en
      forma de una especie de emanación?

      —En un todo.

      —¿;Más no es
      así que el sol no
      esvisión, sino que siendo causante de ésta, es
      percibido porella misma?

      —Así es
      —dijo.

      —Pues bien, he aquí
      —continué— lo que puedesdecir que yo
      designaba como hijo del bien, engendrado por éste asu
      semejanza como algo que, en la región visible, se
      comporta, conrespecto a la visión y a lo visto, del
      mismo modo que aquélen la región inteligible
      con respecto a la inteligencia y a lo aprehendidopor
      ella.

      —¿;Cómo?
      —dijo—. Explícamelo
      algomás.

      —¿;No sabes
      —dije—, con respecto a los ojos, que,cuando no se
      les dirige a aquello sobre cuyos colores se
      extienda la luzdel sol, sino a lo que alcanzan las sombras
      nocturnas, ven con dificultady parecen casi ciegos, como si
      no hubiera en ellos visión clara?

      —Efectivamente
      —dijo.

      —En cambio, cuando ven
      perfectamente lo que el sol
      ilumina,se muestra, creo
      yo, que esa visión existe en aquellos mismos
      ojos.

      —¿;Cómo
      no?

      —Pues bien, considera del mismo
      modo lo siguiente conrespecto al alma. Cuando ésta
      fija su atención sobre un objetoiluminado por la
      verdad y el ser, entonces lo comprende y conoce y
      demuestratener inteligencia; pero cuando la fija en algo que
      está envueltoen penumbras, que nace o parece,
      entonces, como no ve bien, el alma nohace más que
      concebir opiniones siempre cambiantes y parece
      hallarseprivada de toda inteligencia.
      —Tal parece, en efecto.

      —Puedes, por tanto, decir que
      lo que proporciona la verdada los objetos del conocimiento y
      la facultad de conocer al que conoce,es la idea del bien a la
      cual debes concebir como objeto del conocimientopero
      también como causa de la ciencia
      y de la verdad; y así,por muy hermosas que sean ambas
      cosas, el conocimiento y la verdad, juzgarásrectamente
      si consideras esa idea como otra cosa distinta y
      máshermosa todavía que ellas. Y en cuanto al
      conocimiento y la verdad,del mismo modo que en aquel otro
      mundo se puede creer que la luz y la
      visiónse parecen al sol, pero no que sean el mismo
      sol, del mismo modo en éstees acertado el considerar
      que uno y otra son semejantes al bien, pero nolo es el tener
      a uno cualquiera de los dos por el bien mismo, pues es
      muchomayor todavía la consideración que se debe
      a la naturalezadel bien.

      —¡;Qué inefable
      belleza —dijo— le atribuyes!Pues, siendo fuente
      del conocimiento y la verdad, supera a ambos,
      segúntú, en hermosura. No creo, pues, que lo
      vayas a identificar conel placer.

      —Ten tu lengua
      —dije—. Pero continúa considerandosu
      imagen de la
      manera siguiente.

      —¿;Cómo?

      —Del sol dirás, creo yo,
      que no sólo proporcionaa las cosas que son vistas la
      facultad de serlo, sino también lageneración,
      el crecimiento y la alimentación; sin
      embargo,él no es generación

      —¿;Cómo
      había de serlo?

      —Del mismo modo puedes afirmar
      que a las cosas inteligiblesno sólo les adviene por
      obra del bien su cualidad de inteligibles,sino también
      se les añaden, por obra también de
      aquél,el ser y la esencia; sin embargo, el bien no es
      esencia, sino algo queestá todavía por encima
      de aquélla en cuanto a dignidady
      poder.

    20. La idea de bien, causa del
      conocimiento

      Entonces Glaucón dijo con
      mucha gracia: —¡;PorApolo! ¡;Qué
      maravillosa superioridad!

      —Tú tienes la culpa
      —dije—, porque me has obligadoa decir lo que
      opinaba acerca de ello.

      —Y no te detengas en modo
      alguno— dijo—. Sigue exponiéndonos,si no
      otra cosa, al menos la analogía con respecto al sol,
      si esque te queda algo que decir.

      —Desde luego
      —dije—; es mucho lo que me
      queda.

      —Pues bien —dijo—,
      no te dejes ni lo más
      insignificante.

      —Me temo
      —contesté— que sea mucho lo que me
      deje.Sin embargo, no omitiré de intento nada que pueda
      ser dicho en estaocasión.

      —No, no lo hagas
      —dijo.

      —Pues bien —dije—,
      observa que, como decíamos,son dos, y que reinan, el
      uno en el género y región inteligibles,y el
      otro, en cambio, en la visible; y no digo que en el cielo
      para queno creas que juego con
      el vocablo. Sea como sea, ¿;tienes ante tiesas dos
      especies, la visible y la inteligible?

      —Las tengo.

      —Toma, pues, una línea
      que esté cortadaen dos segmentos desiguales y vuelve a
      cortar cada uno de los segmentos,el del género visible
      y el del inteligible, siguiendo la misma
      proporción.Entonces tendrás, clasificados
      según la mayor claridad uoscuridad de cada uno: en el
      mundo visible, un primer segmento, el de lasimágenes.
      Llamo imágenes ante todo a las sombras, y en
      segundolugar, a las figuras que se forman en el agua y
      en todo lo que es compacto,pulido y brillante, y a otras
      cosas semejantes, si es que me entiendes.

      —Sí que te
      entiendo.

      —En el segundo pon aquello de
      lo cual esto es imagen:los
      animales que
      nos rodean, todas las plantas y
      el género enterode las cosas
      fabricadas.

      —Lo pongo
      —dijo.

      —¿;Accederías
      acaso —dije yo— a reconocerque lo visible se
      divide, en proporción a la verdad o a la carenciade
      ella, de modo que la imagen se
      halle, con respecto a aquello que imita,en la misma
      relación en que lo opinado con respecto a lo
      conocido?

      —Desde luego que accedo
      —dijo.

      —Considera, pues, ahora de
      qué modo hay que dividir el segmento de lo
      inteligible.

      —¿;Cómo?

      —De modo que el alma se vea
      obligada a buscar la una de las partes sirviéndose,
      como de imágenes, de aquellascosas que antes
      eran imitadas, partiendo de hipótesis y encaminándose
      así, no hacia el principio, sino hacia la
      conclusión; y lasegunda, partiendo también de
      una hipótesis, pero para llegara un
      principio no hipotético y llevando a cabo su
      investigacióncon la sola ayuda de las ideas tomadas en
      sí mismas y sin valersede las imágenes a que en la búsqueda de
      aquello recurría.

      —No he comprendido de modo
      suficiente —dijo— eso de
      quehablas.

      —Pues lo diré otra vez
      —contesté—. Y loentenderás mejor
      después del siguiente preámbulo.Creo que sabes
      que quienes se ocupan de geometría, aritméticay otros
      estudios similares, dan por supuestos los números
      imparesy pares, las figuras, tres clases de ángulos y
      otras cosas emparentadascon éstas y distintas en cada
      caso; las adoptan como hipótesis,procediendo igual que si las
      conocieran, y no se creen ya en el deber dedar ninguna
      explicación ni a sí mismos ni a los
      demáscon respecto a lo que consideran como evidente
      para todos, y de ahíes de donde parten las sucesivas y
      consecuentes deducciones que les llevanfinalmente a aquello
      cuya investigación se
      proponían.

      —Sé perfectamente todo
      eso —dijo.

      —¿;Y no sabes
      también que se sirven de figurasvisibles acerca de las
      cuales discurren, pero no pensando en ellas mismas,sino en
      aquello a que ellas se parecen, discurriendo, por ejemplo,
      acercadel cuadrado en sí y de su diagonal, pero no
      acerca del que ellosdibujan, e igualmente en los demás
      casos; y que así, lascosas modeladas y trazadas por
      ellos, de que son imágenes las sombrasy reflejos
      producidos en el agua,
      las emplean, de modo que sean a su vezimágenes, en su
      deseo de ver aquellas cosas en sí que nopueden ser
      vistas de otra manera sino por medio del pensamiento?

      —Tienes razón
      —dijo.

    21. Niveles de realidad y de
      conocimiento
    22. La dialéctica y el
      conocimiento del principio supremo

    —Y así, de esta clase de
    objetos decíayo que era inteligible, pero que en su
    investigación se ve el almaobligada a
    servirse de hipótesis y, como no puede remontarse
    porencima de éstas, no se encamina al principio, sino que
    usa comoimágenes aquellos mismos objetos, imitados a su
    vez por los de abajo,que, por comparación con
    éstos, son también ellosestimados y honrados como
    cosas palpables.

    —Ya comprendo —dijo—;
    te refieres a lo que se hace engeometría y en las ciencias
    afines a ella.

    —Pues bien, aprende ahora que
    sitúo en el segundosegmento de la región
    inteligible aquello a que alcanza por símisma la
    razón valiéndose del poder dialéctico y
    considerandolas hipótesis no como principio, sino como
    verdaderas hipótesis,es
    decir, peldaños y trampolines que la eleven hasta lo no
    hipotético,hasta el principio de todo; y una vez haya
    llegado a éste, irápasando de una a otra de las
    deducciones que de él dependen hastaque, de ese modo,
    descienda a la conclusión sin recurrir en absolutoa nada
    sensible, antes bien, usando solamente de las ideas tomadas en
    símismas, pasando de una a otra y terminando en las
    ideas.

    —Ya me doy cuenta
    —dijo—, aunque no perfectamente, puesme parece muy
    grande la empresa a que
    te refieres, de que lo que intentases dejar sentado que es
    más clara la visión del ser y delo inteligible que
    proporciona la ciencia
    dialéctica que la queproporcionan las llamadas artes, a
    las cuales sirven de principios
    lashipótesis; pues
    aunque quienes las estudian se ven obligados a contemplarlos
    objetos por medio del pensamiento y
    no de los sentidos, sin
    embargo,como no investigan remontándose al principio, sino
    partiendo dehipótesis, por eso
    te parece a ti que no adquieren conocimientode esos objetos que
    son, empero, inteligibles cuando están en
    relacióncon un principio. Y creo también que a la
    operación de losgeómetras y demás las llamas
    pensamiento,
    pero no conocimiento,porque el pensamiento es
    algo que está entre la simple creenciay el
    conocimiento.

    —Lo has entendido
    —dije— con toda perfección.Ahora
    aplícame a los cuatro segmentos estas cuatro operaciones
    querealiza el alma: la inteligencia, al más elevado; el
    pensamiento,al segundo; al tercero dale la creencia y al
    último la imaginación; y ponlos en orden,
    considerando que cada uno de ellos participa tanto másde
    la claridad cuanto más participen de la verdad los objetos
    aque se aplica.

    —Ya lo comprendo
    —dijo—; estoy de acuerdo y los ordeno como
    dices.

    Platón:
    República, libro VI

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