INTRODUCCIÓN
El análisis precedente de la
transformación de la sociedad civil y
el desarrollo del
corporatismo ha evidenciado el grado de poder de que
disponen ciertos grupos
sociales organizados. Esto plantea algunas interrogantes si
lo contrastamos con el esquema básico de los
regímenes políticos democráticos: la
democracia
representativa atribuye el gobierno de la
sociedad a
personas que, directa o indirectamente, son representantes de los
ciudadanos.
Los gobernantes ‘mandan’, pero es
dudoso que siempre lo hagan más o estén en mejores
condiciones de mandar que algunas corporaciones, de lo que se
desprende que hay una distancia entre lo que se estipula del
gobierno y los
comportamientos reales de los gobernantes. Las constituciones
responden en parte a las preguntas tradicionales sobre
quién manda y cómo manda. Dan una respuesta
prescriptiva: "en democracia no
hay más gobernante legítimo que el gobernante
legal". Así sabemos quién ‘puede’
mandar y cómo ‘debe’ mandar, en función
de los mandatos normativos. Pero "los constitucionalistas son
conscientes de que no siempre los mandatos de la norma
fundamental configuran plenamente la acción de gobierno". A
pesar de que establecen los límites legales y
legítimos de dicha acción, las constituciones no
nos la explican en su realidad.
Tampoco sería completa, sin embargo, una
descripción del gobierno de la
sociedad que
se detuviera en los actores políticos descritos por la
legislación. Si se quiere, se puede pasar del interés
por lo que los gobernantes ‘pueden’ hacer la constitución, al interés
por lo que la constitución prevé que
‘hagan’ los gobernantes: "seguiremos, sin embargo,
sin alcanzar el panorama general". El proceso de
gobierno
involucra a actores de dentro y de afuera de las instituciones,
atendido el hecho que hay grupos que, como
se ha visto, evidencian un poder capaz de
determinar la acción de gobierno de quienes tienen su
monopolio
legal.
Es necesario, pues, señalar diferencias
entre el poder de los
grupos y el
poder de los
gobernantes legales. Los gobernantes legales son elegidos a
través de procedimientos
públicos y conocidos, repetidos periódicamente. El
poder les es
atribuido en cuanto que son parte de instituciones
que, por su propia naturaleza,
tienen una existencia independiente de las personas que las
integran. Esto también puede afirmarse en los grupos
sociales organizados, y no sólo de los gobernantes
legales, pero "la
organización en la cual ejercen el poder es el Estado", la
única que abarca a toda la colectividad y que ostenta el
poder político en su
nombre.
"El poder político de los gobernantes
tiene, pues, un carácter público", y esto conlleva
que su actuación ha de ponderar y obedecer al interés
general. De hecho, nunca está claro cual es el interés
general (cada partido y facción tiene de él una
idea particular) y las discrepancias al respecto pueden agravar,
precisamente, la ingobernabilidad si ponen en cuestión el
mínimo consenso necesario para la estabilidad. Asimismo,
debe justificar que los costes que representa una decisión
para un sector concreto, se
amortizan en el beneficio común. El gobierno tiene que
presentarse como agente imparcial de la solidaridad
colectiva. En cambio, los
grupos
sociales no tienen que hacerlo, a pesar de que, y a menudo,
sobre todo si se trata de servidores
públicos, fundamentan una demanda
sectorial con el argumento de que una respuesta favorable
redundaría en beneficio
general.
Por otra parte, el poder de los gobernantes es un
poder institucionalizado: "se pueden conocer las reglas que crean
la institución y las que limitan su acción" y, si
se separa de ellas, se reduce su legitimidad. No todos los
grupos
sociales que efectivamente ejercen poder han sido creados
mediante reglas que son obra de una asamblea representativa, ni
siempre se mueven dentro de limites
conocidos. Puede darse el caso de que su composición no
sea pública. Por último, la democracia
ofrece una característica diferenciadora
significativa: los gobernantes son elegidos (lo cual no siempre
es el caso de la dirección de muchos grupos
sociales influyentes) y ello en elecciones generales en las
que puede participar el conjunto de ciudadanos sobre los que
ejercerá, su poder.
A continuación examinaremos tres elementos
que determinan la eficacia y la
legitimidad de la acción de gobierno, y a los que acabamos
de aludir: el interés
general, en cuanto supuesto ideológico de la legitimidad;
la democracia
representativa, en cuanto supuesto organizativo; y la
participación, en cuanto supuesto
funcional.
INTERÉS GENERAL Y
GOBERNABILIDAD
Hemos señalado la ponderación del
interés general como una de las características de la acción de
gobierno, y afirmamos que era un elemento de
justificación, quizás ideológico. Pero "si
por una parte el elemento el interés general es aceptado
como principio que ha de inspirar la actuación del
gobierno, por otra no es demasiado fácil de concretar".
Habrá casos sencillos, en los que podrá encontrarse
un consenso casi unánime: quizá las medidas de
protección civil frente a catástrofes naturales
podrían servir de ejemplo. En este caso, el interés
general es el interés de todos y así percibido por
todos. Otras veces, sin embargo, no hay consenso sobre lo que hay
que hacer para servir al interés general aunque exista una
conciencia muy
extendida de que el interés general está en
juego; este
podría ser el caso de los problemas de
defensa militar. Finalmente, la situación concreta a la
que deba responder una acción de gobierno, puede no
involucrar directamente el interés general, pero si
indirectamente, a consecuencia del tipo de respuesta que de el
gobierno a una demanda
motivada por el interés de un grupo social.
Respuesta que, por otra parte, puede incitar a otros interese
sectoriales y provocar nuevas demandas.
Si excluimos una situación limite, como la
que correspondería al ejemplo de la catástrofe,
parece claro que no siempre es posible demostrar la coherencia de
una acción de gobierno con el interés general,
desde el momento que se tienen diversas concepciones de
él. Por el contrario, a menudo será posible
determinar cuál es el interés general por el
embrollo de interese parciales enfrentados. Entonces puede tomar
fuerza una
perspectiva axiológica, "que de definir el interés
general en relación al interés de todos o de la
mayoría de los ciudadanos", pasa a formularlo en
términos cualitativos, en referencia a "principios
morales y credenciales universalmente reconocidos, cuando estos
existen". Lo grave es que, en condiciones de modernidad
avanzada, ese referente último no está siempre
claro ni mucho menos.
Así pues, la acción de gobierno
puede plantearse en relación a valores. El
pensamiento
político medieval europeo, impregnado de influencia
religiosa, concentró muchos esfuerzos en proponer
referentes éticos en la conducción de los asuntos
públicos. En este sentido, "la idea del ‘bien
común’ como objetivo de la
ley y su
asociación con el ‘bien individual’ es
quizás la formulación más conocida". Pero el
movimiento de
la Ilustración supuso la voluntad de emancipar
de los determinantes religiosos externos la libertad
individual; los parámetros éticos de la
acción de gobierno debían ser accesibles a la
razón humana. Así, el ‘bien
común’ no se definía en relación a la
doctrina cristiana, sino respecto a lo que cada autor consideraba
pertinente. Además, planteado el problema de los
límites del poder, se examina también su
justificación en nombre del bien común. Ya no es
evidente que el bien común pueda imponerse siempre al bien
individual, o que esté siempre asociado a él. Para
Montesquieu,
por ejemplo, "si el bien particular debe ceder ante el bien
público cuando está en juego la
libertad del
ciudadano, el bien público puede imponerse al particular
cuando se trata de la propiedad".
Cuando más tarde el liberalismo
consagre la economía de mercado, al homo
economicus le será mucho más familiar la
constatación de que el interés preside muchas
motivaciones de las conductas individuales. El bien es una
categoría ética que
se sitúa en un plano menos inmediato al individuo que el
interés. Bentham, a mediados del siglo XIX,
discutió la noción de interés común
y, de paso, la propia noción de comunidad: "The
community is a fictious body, composed of the individual person
who are considered as constituting as it where its members. The
interest of the community then is, what? -The sum of interest of
the several members who compose it".
Y no encaja demasiado bien con esta
concepción liberal individualista el que los poderes
públicos, y no cada ciudadano, se ocupen de un
interés común distinto del interés de los
ciudadanos. A pesar de todo, junto a esta concepción que
entiende el interés colectivo como un mero agregado de
intereses individuales, el liberalismo
contribuye a engendrar un movimiento
político que atenúa el individualismo: el nacionalismo
se fundamenta en la titularidad del poder político supremo
atribuida a la nación, y en la consideración del
interés nacional como interés superior al
interés individual. Sintomáticamente, la defensa de
la nación es la que justifica la economía de guerra,
drástica limitación de la economía de mercado.
No hay, en realidad, ninguna situación
histórica sin un poder público que actúe en
función de algunos intereses generales; "por lo menos el
de asegurar un mínimo status vivendi entre los intereses
parciales" desigualmente servidos. Pero también hay que
constatar la dificultad actual de concretar en cada coyuntura el
interés general. En primer lugar, hay que mencionar
factores internos, entre los cuales el más importante es
probablemente la multiplicación de intereses parciales que
se manifiestan y a los que los poderes públicos deben
responder. En una sociedad
democrática en las que las demandas sectoriales pueden
expresarse libremente, los poderes públicos han de
considerarlas, de modo que su actuación no puede moverse
sólo por propia iniciativa. Por el contrario, son los
poderes públicos quienes por su propio carácter
deben orientar su actuación en función del
interés general.
Hay dos momentos en los que una democracia
representativa (en la que participan los ciudadanos como
electores, y no como miembros de un sector determinado) puede
formularse el interés general, por lo menos determinando
prioridades: las elecciones, en las que cada fuerza
política
presenta un programa de
gobierno, y la legislación. Las elecciones son previas a
la formación de gobierno, pero quienquiera que resulte de
ellas deberá sentirse obligado a tomar como referencia sus
propios programas
electorales. Esto, como es sabido, no obsta para que una vez en
el gobierno, los que estén en él cambien de
orientación alegando que ‘las circunstancias han
cambiado’. En cualquier caso, y en los Estados de derecho,
"la legislación es el momento en que a través de
estos procedimientos
públicos se fija la pauta de actuación de los
poderes de Estado". Por
eso los grupos de
presión con interés permanentes procuran situarse
cerca de los legisladores a fin de influirles, especialmente
donde la escasísima disciplina del
grupo
parlamentario puede hacer más receptivo al legislador
individual. El caso de los Estado Unidos
es el ejemplo más habitual, pero la presión sobre
el legislador puede operar de forma indirecta, por ejemplo, entre
sindicato y
partido.
Hay que tener presente, además, que ni los
legisladores ni los gobernantes en general pueden optar por
cualquier respuesta a cualquier demanda que se
les formule. Su legitimidad política deriva del
acatamiento de normas, y por
encima de toda la constitución. Sus formas de
actuación están limitadas, pero también, en
muchos casos, les son impuestos
determinados valores
constitucionales. Así, no pueden responder a demandas que
sean contradictorias con la constitución: con los valores,
derechos y
procedimientos
recogidos en ella. Y en algunos países como España o
los Estados Unidos,
un tribunal puede determinar si se ha producido o no una
transgresión de la norma suprema.
En segundo lugar, junto a factores internos hay
otros externos que también dificultan la
formulación del interés general. Hay que recordar
que la autoridad de
los gobernantes de cada Estado hace ya
tiempo que ha
dejado de ser plenamente soberana. Las decisiones de los
gobernantes son sólo relativamente independientes, como es
fácil de ver con dos ejemplos. En materia
económica, el proceso de
integración europea, y en defensa de la
participación en organizaciones
militares supranacionales, no sólo limitan la
autonomía de decisión, sino que, en Europa,
sitúan la definición del interés general
fuera del ámbito estatal que es el propio de los
gobernantes.
Se examina siempre los problemas de
la gobernabilidad teniendo en cuenta dos dimensiones. La
legitimidad y la eficacia. La
legitimidad de los gobernantes proviene del carácter
representativo de las instituciones
públicas desde las cuales ejercen el poder. En las
elecciones que renuevan periódicamente la
representación popular, participan candidatos con programas
planteados en función del interés general de la
sociedad. Pero
desde el momento en que alcanzan la condición de
gobernantes, su actuación se ve determinada por las
demandas que presentan grupos que
defienden intereses sectoriales. Y a los gobernantes se les
valora por la eficacia con que
responden a las peticiones de los grupos portadores
de intereses parciales. Estos grupos tienen una clara conciencia de su
propio interés, y pueden medir el grado con que es
satisfecho. En cambio, no
sucede así con el interés general, que con
frecuencia responde más a un principio ideológico
susceptible de interpretaciones diversas, que a la percepción
subjetiva de una conveniencia concreta.
Demostrar que la prosperidad de un país
depende hoy de la prosperidad mundial, o que la
gobernación de una región o estado depende
también de la mundial es demostrar que hoy, el
interés general no reconoce fronteras. Y, por lo tanto,
que la noción de interés general (de interés
común) debe ser ampliada, hasta abarcar a la humanidad
completa. Se tarta de una tarea que, a pesar de su vasto alcance,
no es abstracta. Es una tarea práctica de gobierno tal y
como se halla hoy la situación de nuestro universo social,
en el que tareas y problemas,
escollos y soluciones han
sufrido un proceso de
mundialización.
DEMOCRACIA
REPRESENTATIVA
Ya se ha dicho que la legitimidad de los
gobiernos democráticos es patente en las instituciones
representativas. La estructura de
las que hoy conocemos sigue el patrón organizativo del
constitucionalismo liberal inspirado por Montesquieu,
el principio de la ‘separación de poderes’.
Con esto se quería conseguir un mecanismo de contrapesos
adaptado a los criterios de lo que debía ser la
acción de gobierno: la mínima intervención
posible en la vida de sociedad. Hay que
recordar, sin embargo, que no es este el liberalismo al
que se asocia la idea actual de democracia. El sufragio universal
es lo que hace posible la democracia y permite el paso del
gobierno por consentimiento a una forma indirecta de autogobierno
como la democracia representativa. Con esta fórmula
política
el parlamento legislador adquiere una gran importancia: de
él depende la producción normativa a la que los poderes
públicos han de someterse, comenzando por el poder
ejecutivo.
La denominación de ‘ejecutivo’
parece indicar una carencia originaria de iniciativa del
órgano así designado, procedente de un tiempo en que
gobernar era entendido como realización (ejecución)
de los mandatos de la voluntad general que se expresaban por boca
de los legisladores. Obviamente, la realidad es muy distinta
desde hace tiempo. "La
potestad legislativa ya no es monopolio del
Parlamento, sino que el constitucionalismo moderno reconoce
también, con limitaciones explícitas, la facultad
de dictar normas al
gobierno, sea como propia o delegada por el Parlamento.
Más aún, la producción legislativa parlamentaria es con
mucha frecuencia el resultado de iniciativas gubernamentales,
salvo en el caso notorio de los Estados Unidos, a
causa de la rigidez constitucional de su separación de
poderes.
En cualquier caso, puede afirmarse que la
legitimidad del sistema
democrático ha encontrado en el sufragio universal y en la
representatividad del poder
legislativo dos componentes indispensables. Por el
‘imperio de la ley’, el
Estado de derecho
mantiene bien delimitadas las atribuciones de sus gobernantes,
para el bien de la libertad de
los ciudadanos. Sin embargo, el problema no surge normalmente por
lo que las normas prohiben
hacer a los gobernantes, sino en el hecho de que estos han de
basarse en normas para
llevar a cabo su tarea. Así, paralelamente al
fenómeno de sobrecarga de demandas que se apuntaba como
posible factor de la crisis de
gobernabilidad, se ha podido hablar de una sobreproducción
normativa propia de todo Estado
asistencial, y que los gobiernos conservadores de los años
ochenta han querido corregir mediante la llamada
‘desregularización’.
Pero independientemente del signo político
de los gobernantes, la estructura
organizativa de la democracia contemporánea se caracteriza
por un peso determinante de los elementos normativos. Estos
obligan a calibrar la acción de gobierno no sólo en
relación a la "eficacia
técnica", entendida como consecución de los
objetivos,
sino por un impulso normativo previo (y a veces ad hoc) a cada
actuación material del gobierno. El gobierno no puede
desbordar el marco de legalidad, pero a veces entiende esto
último como la necesidad de que todas y cada una de las
decisiones, individualmente consideradas, deben ir precedidas por
alguna norma precisa.
Si con esta práctica quizás aumenta
la seguridad
jurídica de los ciudadanos, lo cierto es que se paga un
precio nada
despreciable por lo que respecta a la eficacia del
funcionamiento de la máquina gubernamental, a causa de la
hipertrofia normativa que ello provoca y la lenta toma de
decisiones consiguientes. El viejo principio jurídico
legem patere quam fecisti, destinado a presidir el régimen
jurídico del gobierno como manifestación de
principio de legalidad, describe también ciertas
consecuencias negativas que la sobreproducción normativa
tiene sobre los propios legisladores y sobre los
gobernantes.
Esto puede explicar la pesadez y lentitud que con
tanta frecuencia se reprochan la acción de gobierno y que
se intenta corregir reconociendo la autorregulación
generada por los acuerdos entre determinados grupos sociales: ya
hemos visto cómo los convenios colectivos entre
empresarios y trabajadores son un ejemplo característico de la difusión
material del poder normativo en las sociedades
contemporáneas. Algunos ven esta situación como la
vía de salida de la crisis de
Estado asistencial, pero ello plantea más de una
dificultad. Quizás la esencial sea la de los efectos a
terceros: las normas generadas
por los acuerdos entre corporaciones pueden afectar negativamente
a ciudadanos que no están vinculados a ellas, que no han
podido participar ni directa ni indirectamente en su
elaboración y que, a menudo, no pueden beneficiarse de la
garantía que supone el control
jurisdiccional de las normas públicas.
Se trata, pues, de un importante efecto perverso
del corporatismo. No se debe olvidar que la democracia
representativa lo es de toda la sociedad con la
participación formal de los electores individuales, y no
de las diversas organizaciones de
intereses. De todas formas, la inercia parece ir en sentido
contrario, al del abandono de las potestades normativas
públicas. Es más, en algunas ocasiones los
gobiernos llegan a elevar a categoría oficial algunos
acuerdos entre ‘interlocutores sociales’. Otras
veces, la necesidad de producir normas lleva a entendimientos
informales (y de constitucionalidad más que
indiscutible).
Todo esto nos induce a pensar que la estructura
institucional de la democracia representativa, muy bien dotada en
teoría
de controles y garantías frente a posibles excesos de los
gobernantes, presenta aspectos que no acaban de encajar con las
necesidades o las prácticas de la acción de
gobierno. En particular, el indispensable sometimiento a las
leyes es una
condición que no resulta suficiente por sí misma
para asegurar la consecución de los objetivos de
la acción, aunque sea la premisa bajo la que es controlada
por los tribunales. La producción normativa no equivalen a la
formulación de las políticas
públicas adecuadas a la consecución de los objetivos
gubernamentales. Por esto hay que buscar, más allá
de la legislación, en el proceso de
ejecución material de la acción de gobierno,
criterios que permitan al público su evaluación
a fin de juzgar tanto su eficacia como su
legitimidad.
PARTICIPACIÓN Y
GOBERNABILIDAD
La participación política tiene su
manifestación más clara y repetida en las
elecciones. "A través del voto, todos los ciudadanos
adultos pueden participar en la designación directa o
indirecta de los gobernantes, mediante el ejercicio de un derecho
que parece obvio en una democracia contemporánea". Pero no
lo encontramos en sus raíces liberales. Hasta la
eliminación de las discriminaciones económicas que
conlleva el sufragio censitario, la participación era
considerada más una función política reservada a
las minorías (cultas y con propiedades o dinero), que
un derecho de todos. El liberalismo de
la primera mitad del siglo pasado, que Benjamin Constant
podría representar muy bien, consideraba la libertad de
participar en los asuntos públicos como una característica del mundo de las
ciudades-estado de la Antigüedad. Prefería claramente
la libertad
entendida como autonomía individual, libre de inherencias
a fin de vivir su vida sin miedo al poder político. Es la
libertad como derecho a que los entes públicos dejen en
paz.
La indiferencia respecto a la
participación en los asuntos públicos se
corresponde con el sueño liberal de una sociedad sin
trabas para los individuos. Pero este sueño incluye un
presupuesto que
no se da en las sociedades
occidentales contemporáneas: la economía de mercado
‘perfecta’. El sufragio universal abrió la
participación política a los sectores marginados
del primer liberalismo.
Para poder incidir en las decisiones públicas y mejorar
las condiciones de vida de los asalariados, se formaron partidos
políticos de orientación socialista o
socialdemócrata. Su intención era rentabilizar a
favor de los trabajadores la participación que
permitía el sufragio universal. El resultado de su impulso
es el Estado
asistencial que, con su intervencionismo, conlleva ciertas
correcciones en el funcionamiento del mercado.
Actualmente, la participación en las instituciones
políticas adquiere una nueva trascendencia,
dado el fenómeno de la expansión
estatal.
Esta expansión ha permitido también
aumentar las áreas donde es posible la
participación de los ciudadanos y "ha provocado la
multiplicación de los canales de participación"
para que puedan circular las demandas de los individuos y los
grupos. Las instituciones tradicionales como el Parlamento y las
organizaciones
centenarias como los partidos, ya no son las únicas que
canalizan las demandas de la sociedad, a pesar de que aún
determinan considerablemente la respuesta que obtienen. Se ha
llegado, quizás exageradamente, a expresar la sospecha de
que "la representación política no es ya
‘representativa". Tal vez sea más prudente afirmar
que no todas las demandas encuentran los canales de
participación para influir en la respuesta que esperan los
grupos que las formulan.
Hay que recordar que la participación
(institucionalizada o no) tiene como objetivo
influir en una decisión y, en principio, parece que hay
muchos centros de decisión fuera del alcance de los
ciudadanos. Las empresas
transnacionales son el ejemplo más conocido. Pero por lo
que se refiere a las decisiones que toman los gobiernos, la
relativa falta de influencia de los ciudadanos en la actual
democracia representativa se ve compensada por la fuerza de
ciertos movimientos sociales, como los ecologistas y feministas,
y la de las organizaciones
corporativas a que ya se ha aludido, y que constituyen de hecho
importantes instrumentos de participación como, por
ejemplo, los medios de
comunicación social (mass media). En cualquier caso,
en la medida en que provocan conflictos y
‘desordenan’ el ámbito político
tradicional, parece bastante claro que crean turbulencias
políticas importantes que han transformado
la situación política contemporánea e
incrementado el grado ‘aceptable’ de desobediencia
cívica para muchos gobiernos.
La tesis de la
crisis de la
gobernabilidad remite directamente al grado de
participación en las democracias contemporáneas.
Refiriéndose a los estados Unidos,
Huntington presenta el ciclo siguiente:
- el incremento de la participación
política lleva hacia una mayor polarización en la
sociedad; - el aumento de la polarización produce
desconfianza en las instituciones y la sensación entre
los individuos de una creciente ineficacia
política; - esta sensación conduce a su vez a una
baja en la participación.
Hay que decir que no parece haberse dado ninguna
relación proporcional entre participación y
polarización. Los grupos terroristas, los movimientos
pacifistas, feministas y ecologistas han protagonizado una
‘participación’ crítica respecto las
instituciones que no siempre canalizan adecuadamente sus
demandas. Además, articulados flexiblemente en torno de un
único tema, sus demandas han contribuido a la
‘sobrecarga’ del sistema
político.
La eficacia de la acción de gobierno,
durante el último medio siglo, se ve afectada por las
presiones sociales que obligan a formular objetivos
insólitos (el equilibrio del
medio natural) y a emplear instrumentos discutibles para la
tradición liberal como la discriminación positiva (affirmative
action), destinados a hacer igual la igualdad de
oportunidades. Así, a la expansión del
ámbito del gobierno generada por los mandatos
constitucionales o por la decisión de los partidos
parlamentarios, hay que añadir la que resulta de las
demandas de estos movimientos. En este sentido, quizá
sí podría establecerse una relación
inversamente proporcional entre participación y
gobernabilidad. Dentro y fuera de las instituciones aumenta la
participación de grupos, proliferan las demandas
contradictorias y los gobernantes tienen que dar respuesta a
problemas
imprevistos. Además, la respuesta gubernamental establece
un precedente: se tenderá a exigir la misma receptividad
al mismo tipo de demandas de forma permanente.
Difícilmente la eficacia de la acción de gobierno
puede mantenerse constante si los objetivos que
desea o que debe asumir se multiplican
indefinidamente.
Sin embargo, también podría decirse
que cada demanda
dirigida a los gobernantes comporta un reconocimiento de la
función que cumplen, aunque sea critica respecto a sus
orientaciones o ponga en dificultades su capacidad de actuar
eficazmente. En otras palabras, el incremento de la
participación, en ciertos casos, ofrece a las
instituciones gubernamentales la oportunidad (quizás no
deseada) de ensanchar la propia legitimidad. Dentro de la
democracia gozan de la legitimidad necesaria proveniente de su
carácter representativo y de su actuación
respetuosa con el imperio de la ley. Con algunos
sectores, que lleven la participación critica hasta el
extremo de cuestiones de principio (como los grupos nacionalistas
independentistas, que no reconocen la legitimidad originaria de
la representatividad política) el enfrentamiento es
inevitable. Pero los grupos que participan para obtener
decisiones concretas, y no para cambiar el centro del cual
emanan, no se pone en juego lo que
podríamos llamar el mínimo constitucional de
legitimidad, sino el grado de satisfacción que cada sector
o grupo
considera suficiente en función de la respuesta que
reciben sus demandas.
La pretensión de restringir la
participación a fin de facilitar la gobernabilidad
limitando las demandas parece ocultar el fantasma del despotismo
ilustrado, por no evocar otros más próximos y
desagradables. En cualquier caso, resulta una tentación
demasiado fácil, pero incompatible con una sociedad
democrática regida por gobernantes representativos y lo
suficientemente libre para que sus miembros expresen sus
pretensiones legítimas y consigan una mínima
respuesta por parte de los gobernantes.
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Palabras Clave: Instituciones,
Gobernabilidad, Ciencia
Politica.
REALIZADO POR:
OSWALDO RAMÍREZ
COLINA