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Instituciones y Gobernabilidad




Enviado por osram



    INTRODUCCIÓN

    El análisis precedente de la
    transformación de la sociedad civil y
    el desarrollo del
    corporatismo ha evidenciado el grado de poder de que
    disponen ciertos grupos
    sociales organizados. Esto plantea algunas interrogantes si
    lo contrastamos con el esquema básico de los
    regímenes políticos democráticos: la
    democracia
    representativa atribuye el gobierno de la
    sociedad a
    personas que, directa o indirectamente, son representantes de los
    ciudadanos.

    Los gobernantes ‘mandan’, pero es
    dudoso que siempre lo hagan más o estén en mejores
    condiciones de mandar que algunas corporaciones, de lo que se
    desprende que hay una distancia entre lo que se estipula del
    gobierno y los
    comportamientos reales de los gobernantes. Las constituciones
    responden en parte a las preguntas tradicionales sobre
    quién manda y cómo manda. Dan una respuesta
    prescriptiva: "en democracia no
    hay más gobernante legítimo que el gobernante
    legal". Así sabemos quién ‘puede’
    mandar y cómo ‘debe’ mandar, en función
    de los mandatos normativos. Pero "los constitucionalistas son
    conscientes de que no siempre los mandatos de la norma
    fundamental configuran plenamente la acción de gobierno". A
    pesar de que establecen los límites legales y
    legítimos de dicha acción, las constituciones no
    nos la explican en su realidad.

    Tampoco sería completa, sin embargo, una
    descripción del gobierno de la
    sociedad que
    se detuviera en los actores políticos descritos por la
    legislación. Si se quiere, se puede pasar del interés
    por lo que los gobernantes ‘pueden’ hacer la constitución, al interés
    por lo que la constitución prevé que
    ‘hagan’ los gobernantes: "seguiremos, sin embargo,
    sin alcanzar el panorama general". El proceso de
    gobierno
    involucra a actores de dentro y de afuera de las instituciones,
    atendido el hecho que hay grupos que, como
    se ha visto, evidencian un poder capaz de
    determinar la acción de gobierno de quienes tienen su
    monopolio
    legal.

    Es necesario, pues, señalar diferencias
    entre el poder de los
    grupos y el
    poder de los
    gobernantes legales. Los gobernantes legales son elegidos a
    través de procedimientos
    públicos y conocidos, repetidos periódicamente. El
    poder les es
    atribuido en cuanto que son parte de instituciones
    que, por su propia naturaleza,
    tienen una existencia independiente de las personas que las
    integran. Esto también puede afirmarse en los grupos
    sociales organizados, y no sólo de los gobernantes
    legales, pero "la
    organización en la cual ejercen el poder es el Estado", la
    única que abarca a toda la colectividad y que ostenta el
    poder político en su
    nombre.

    "El poder político de los gobernantes
    tiene, pues, un carácter público", y esto conlleva
    que su actuación ha de ponderar y obedecer al interés
    general. De hecho, nunca está claro cual es el interés
    general (cada partido y facción tiene de él una
    idea particular) y las discrepancias al respecto pueden agravar,
    precisamente, la ingobernabilidad si ponen en cuestión el
    mínimo consenso necesario para la estabilidad. Asimismo,
    debe justificar que los costes que representa una decisión
    para un sector concreto, se
    amortizan en el beneficio común. El gobierno tiene que
    presentarse como agente imparcial de la solidaridad
    colectiva. En cambio, los
    grupos
    sociales no tienen que hacerlo, a pesar de que, y a menudo,
    sobre todo si se trata de servidores
    públicos, fundamentan una demanda
    sectorial con el argumento de que una respuesta favorable
    redundaría en beneficio
    general.

    Por otra parte, el poder de los gobernantes es un
    poder institucionalizado: "se pueden conocer las reglas que crean
    la institución y las que limitan su acción" y, si
    se separa de ellas, se reduce su legitimidad. No todos los
    grupos
    sociales que efectivamente ejercen poder han sido creados
    mediante reglas que son obra de una asamblea representativa, ni
    siempre se mueven dentro de limites
    conocidos. Puede darse el caso de que su composición no
    sea pública. Por último, la democracia
    ofrece una característica diferenciadora
    significativa: los gobernantes son elegidos (lo cual no siempre
    es el caso de la dirección de muchos grupos
    sociales influyentes) y ello en elecciones generales en las
    que puede participar el conjunto de ciudadanos sobre los que
    ejercerá, su poder.

    A continuación examinaremos tres elementos
    que determinan la eficacia y la
    legitimidad de la acción de gobierno, y a los que acabamos
    de aludir: el interés
    general, en cuanto supuesto ideológico de la legitimidad;
    la democracia
    representativa, en cuanto supuesto organizativo; y la
    participación, en cuanto supuesto
    funcional.

    INTERÉS GENERAL Y
    GOBERNABILIDAD

    Hemos señalado la ponderación del
    interés general como una de las características de la acción de
    gobierno, y afirmamos que era un elemento de
    justificación, quizás ideológico. Pero "si
    por una parte el elemento el interés general es aceptado
    como principio que ha de inspirar la actuación del
    gobierno, por otra no es demasiado fácil de concretar".
    Habrá casos sencillos, en los que podrá encontrarse
    un consenso casi unánime: quizá las medidas de
    protección civil frente a catástrofes naturales
    podrían servir de ejemplo. En este caso, el interés
    general es el interés de todos y así percibido por
    todos. Otras veces, sin embargo, no hay consenso sobre lo que hay
    que hacer para servir al interés general aunque exista una
    conciencia muy
    extendida de que el interés general está en
    juego; este
    podría ser el caso de los problemas de
    defensa militar. Finalmente, la situación concreta a la
    que deba responder una acción de gobierno, puede no
    involucrar directamente el interés general, pero si
    indirectamente, a consecuencia del tipo de respuesta que de el
    gobierno a una demanda
    motivada por el interés de un grupo social.
    Respuesta que, por otra parte, puede incitar a otros interese
    sectoriales y provocar nuevas demandas.

    Si excluimos una situación limite, como la
    que correspondería al ejemplo de la catástrofe,
    parece claro que no siempre es posible demostrar la coherencia de
    una acción de gobierno con el interés general,
    desde el momento que se tienen diversas concepciones de
    él. Por el contrario, a menudo será posible
    determinar cuál es el interés general por el
    embrollo de interese parciales enfrentados. Entonces puede tomar
    fuerza una
    perspectiva axiológica, "que de definir el interés
    general en relación al interés de todos o de la
    mayoría de los ciudadanos", pasa a formularlo en
    términos cualitativos, en referencia a "principios
    morales y credenciales universalmente reconocidos, cuando estos
    existen". Lo grave es que, en condiciones de modernidad
    avanzada, ese referente último no está siempre
    claro ni mucho menos.

    Así pues, la acción de gobierno
    puede plantearse en relación a valores. El
    pensamiento
    político medieval europeo, impregnado de influencia
    religiosa, concentró muchos esfuerzos en proponer
    referentes éticos en la conducción de los asuntos
    públicos. En este sentido, "la idea del ‘bien
    común’ como objetivo de la
    ley y su
    asociación con el ‘bien individual’ es
    quizás la formulación más conocida". Pero el
    movimiento de
    la Ilustración supuso la voluntad de emancipar
    de los determinantes religiosos externos la libertad
    individual; los parámetros éticos de la
    acción de gobierno debían ser accesibles a la
    razón humana. Así, el ‘bien
    común’ no se definía en relación a la
    doctrina cristiana, sino respecto a lo que cada autor consideraba
    pertinente. Además, planteado el problema de los
    límites del poder, se examina también su
    justificación en nombre del bien común. Ya no es
    evidente que el bien común pueda imponerse siempre al bien
    individual, o que esté siempre asociado a él. Para
    Montesquieu,
    por ejemplo, "si el bien particular debe ceder ante el bien
    público cuando está en juego la
    libertad del
    ciudadano, el bien público puede imponerse al particular
    cuando se trata de la propiedad".

    Cuando más tarde el liberalismo
    consagre la economía de mercado, al homo
    economicus le será mucho más familiar la
    constatación de que el interés preside muchas
    motivaciones de las conductas individuales. El bien es una
    categoría ética que
    se sitúa en un plano menos inmediato al individuo que el
    interés. Bentham, a mediados del siglo XIX,
    discutió la noción de interés común
    y, de paso, la propia noción de comunidad: "The
    community is a fictious body, composed of the individual person
    who are considered as constituting as it where its members. The
    interest of the community then is, what? -The sum of interest of
    the several members who compose it".

    Y no encaja demasiado bien con esta
    concepción liberal individualista el que los poderes
    públicos, y no cada ciudadano, se ocupen de un
    interés común distinto del interés de los
    ciudadanos. A pesar de todo, junto a esta concepción que
    entiende el interés colectivo como un mero agregado de
    intereses individuales, el liberalismo
    contribuye a engendrar un movimiento
    político que atenúa el individualismo: el nacionalismo
    se fundamenta en la titularidad del poder político supremo
    atribuida a la nación, y en la consideración del
    interés nacional como interés superior al
    interés individual. Sintomáticamente, la defensa de
    la nación es la que justifica la economía de guerra,
    drástica limitación de la economía de mercado.

    No hay, en realidad, ninguna situación
    histórica sin un poder público que actúe en
    función de algunos intereses generales; "por lo menos el
    de asegurar un mínimo status vivendi entre los intereses
    parciales" desigualmente servidos. Pero también hay que
    constatar la dificultad actual de concretar en cada coyuntura el
    interés general. En primer lugar, hay que mencionar
    factores internos, entre los cuales el más importante es
    probablemente la multiplicación de intereses parciales que
    se manifiestan y a los que los poderes públicos deben
    responder. En una sociedad
    democrática en las que las demandas sectoriales pueden
    expresarse libremente, los poderes públicos han de
    considerarlas, de modo que su actuación no puede moverse
    sólo por propia iniciativa. Por el contrario, son los
    poderes públicos quienes por su propio carácter
    deben orientar su actuación en función del
    interés general.

    Hay dos momentos en los que una democracia
    representativa (en la que participan los ciudadanos como
    electores, y no como miembros de un sector determinado) puede
    formularse el interés general, por lo menos determinando
    prioridades: las elecciones, en las que cada fuerza
    política
    presenta un programa de
    gobierno, y la legislación. Las elecciones son previas a
    la formación de gobierno, pero quienquiera que resulte de
    ellas deberá sentirse obligado a tomar como referencia sus
    propios programas
    electorales. Esto, como es sabido, no obsta para que una vez en
    el gobierno, los que estén en él cambien de
    orientación alegando que ‘las circunstancias han
    cambiado’. En cualquier caso, y en los Estados de derecho,
    "la legislación es el momento en que a través de
    estos procedimientos
    públicos se fija la pauta de actuación de los
    poderes de Estado". Por
    eso los grupos de
    presión con interés permanentes procuran situarse
    cerca de los legisladores a fin de influirles, especialmente
    donde la escasísima disciplina del
    grupo
    parlamentario puede hacer más receptivo al legislador
    individual. El caso de los Estado Unidos
    es el ejemplo más habitual, pero la presión sobre
    el legislador puede operar de forma indirecta, por ejemplo, entre
    sindicato y
    partido.

    Hay que tener presente, además, que ni los
    legisladores ni los gobernantes en general pueden optar por
    cualquier respuesta a cualquier demanda que se
    les formule. Su legitimidad política deriva del
    acatamiento de normas, y por
    encima de toda la constitución. Sus formas de
    actuación están limitadas, pero también, en
    muchos casos, les son impuestos
    determinados valores
    constitucionales. Así, no pueden responder a demandas que
    sean contradictorias con la constitución: con los valores,
    derechos y
    procedimientos
    recogidos en ella. Y en algunos países como España o
    los Estados Unidos,
    un tribunal puede determinar si se ha producido o no una
    transgresión de la norma suprema.

    En segundo lugar, junto a factores internos hay
    otros externos que también dificultan la
    formulación del interés general. Hay que recordar
    que la autoridad de
    los gobernantes de cada Estado hace ya
    tiempo que ha
    dejado de ser plenamente soberana. Las decisiones de los
    gobernantes son sólo relativamente independientes, como es
    fácil de ver con dos ejemplos. En materia
    económica, el proceso de
    integración europea, y en defensa de la
    participación en organizaciones
    militares supranacionales, no sólo limitan la
    autonomía de decisión, sino que, en Europa,
    sitúan la definición del interés general
    fuera del ámbito estatal que es el propio de los
    gobernantes.

    Se examina siempre los problemas de
    la gobernabilidad teniendo en cuenta dos dimensiones. La
    legitimidad y la eficacia. La
    legitimidad de los gobernantes proviene del carácter
    representativo de las instituciones
    públicas desde las cuales ejercen el poder. En las
    elecciones que renuevan periódicamente la
    representación popular, participan candidatos con programas
    planteados en función del interés general de la
    sociedad. Pero
    desde el momento en que alcanzan la condición de
    gobernantes, su actuación se ve determinada por las
    demandas que presentan grupos que
    defienden intereses sectoriales. Y a los gobernantes se les
    valora por la eficacia con que
    responden a las peticiones de los grupos portadores
    de intereses parciales. Estos grupos tienen una clara conciencia de su
    propio interés, y pueden medir el grado con que es
    satisfecho. En cambio, no
    sucede así con el interés general, que con
    frecuencia responde más a un principio ideológico
    susceptible de interpretaciones diversas, que a la percepción
    subjetiva de una conveniencia concreta.

    Demostrar que la prosperidad de un país
    depende hoy de la prosperidad mundial, o que la
    gobernación de una región o estado depende
    también de la mundial es demostrar que hoy, el
    interés general no reconoce fronteras. Y, por lo tanto,
    que la noción de interés general (de interés
    común) debe ser ampliada, hasta abarcar a la humanidad
    completa. Se tarta de una tarea que, a pesar de su vasto alcance,
    no es abstracta. Es una tarea práctica de gobierno tal y
    como se halla hoy la situación de nuestro universo social,
    en el que tareas y problemas,
    escollos y soluciones han
    sufrido un proceso de
    mundialización.

    DEMOCRACIA
    REPRESENTATIVA

    Ya se ha dicho que la legitimidad de los
    gobiernos democráticos es patente en las instituciones
    representativas. La estructura de
    las que hoy conocemos sigue el patrón organizativo del
    constitucionalismo liberal inspirado por Montesquieu,
    el principio de la ‘separación de poderes’.
    Con esto se quería conseguir un mecanismo de contrapesos
    adaptado a los criterios de lo que debía ser la
    acción de gobierno: la mínima intervención
    posible en la vida de sociedad. Hay que
    recordar, sin embargo, que no es este el liberalismo al
    que se asocia la idea actual de democracia. El sufragio universal
    es lo que hace posible la democracia y permite el paso del
    gobierno por consentimiento a una forma indirecta de autogobierno
    como la democracia representativa. Con esta fórmula
    política
    el parlamento legislador adquiere una gran importancia: de
    él depende la producción normativa a la que los poderes
    públicos han de someterse, comenzando por el poder
    ejecutivo.

    La denominación de ‘ejecutivo’
    parece indicar una carencia originaria de iniciativa del
    órgano así designado, procedente de un tiempo en que
    gobernar era entendido como realización (ejecución)
    de los mandatos de la voluntad general que se expresaban por boca
    de los legisladores. Obviamente, la realidad es muy distinta
    desde hace tiempo. "La
    potestad legislativa ya no es monopolio del
    Parlamento, sino que el constitucionalismo moderno reconoce
    también, con limitaciones explícitas, la facultad
    de dictar normas al
    gobierno, sea como propia o delegada por el Parlamento.
    Más aún, la producción legislativa parlamentaria es con
    mucha frecuencia el resultado de iniciativas gubernamentales,
    salvo en el caso notorio de los Estados Unidos, a
    causa de la rigidez constitucional de su separación de
    poderes.

    En cualquier caso, puede afirmarse que la
    legitimidad del sistema
    democrático ha encontrado en el sufragio universal y en la
    representatividad del poder
    legislativo dos componentes indispensables. Por el
    ‘imperio de la ley’, el
    Estado de derecho
    mantiene bien delimitadas las atribuciones de sus gobernantes,
    para el bien de la libertad de
    los ciudadanos. Sin embargo, el problema no surge normalmente por
    lo que las normas prohiben
    hacer a los gobernantes, sino en el hecho de que estos han de
    basarse en normas para
    llevar a cabo su tarea. Así, paralelamente al
    fenómeno de sobrecarga de demandas que se apuntaba como
    posible factor de la crisis de
    gobernabilidad, se ha podido hablar de una sobreproducción
    normativa propia de todo Estado
    asistencial, y que los gobiernos conservadores de los años
    ochenta han querido corregir mediante la llamada
    ‘desregularización’.

    Pero independientemente del signo político
    de los gobernantes, la estructura
    organizativa de la democracia contemporánea se caracteriza
    por un peso determinante de los elementos normativos. Estos
    obligan a calibrar la acción de gobierno no sólo en
    relación a la "eficacia
    técnica", entendida como consecución de los
    objetivos,
    sino por un impulso normativo previo (y a veces ad hoc) a cada
    actuación material del gobierno. El gobierno no puede
    desbordar el marco de legalidad, pero a veces entiende esto
    último como la necesidad de que todas y cada una de las
    decisiones, individualmente consideradas, deben ir precedidas por
    alguna norma precisa.

    Si con esta práctica quizás aumenta
    la seguridad
    jurídica de los ciudadanos, lo cierto es que se paga un
    precio nada
    despreciable por lo que respecta a la eficacia del
    funcionamiento de la máquina gubernamental, a causa de la
    hipertrofia normativa que ello provoca y la lenta toma de
    decisiones consiguientes. El viejo principio jurídico
    legem patere quam fecisti, destinado a presidir el régimen
    jurídico del gobierno como manifestación de
    principio de legalidad, describe también ciertas
    consecuencias negativas que la sobreproducción normativa
    tiene sobre los propios legisladores y sobre los
    gobernantes.

    Esto puede explicar la pesadez y lentitud que con
    tanta frecuencia se reprochan la acción de gobierno y que
    se intenta corregir reconociendo la autorregulación
    generada por los acuerdos entre determinados grupos sociales: ya
    hemos visto cómo los convenios colectivos entre
    empresarios y trabajadores son un ejemplo característico de la difusión
    material del poder normativo en las sociedades
    contemporáneas. Algunos ven esta situación como la
    vía de salida de la crisis de
    Estado asistencial, pero ello plantea más de una
    dificultad. Quizás la esencial sea la de los efectos a
    terceros: las normas generadas
    por los acuerdos entre corporaciones pueden afectar negativamente
    a ciudadanos que no están vinculados a ellas, que no han
    podido participar ni directa ni indirectamente en su
    elaboración y que, a menudo, no pueden beneficiarse de la
    garantía que supone el control
    jurisdiccional de las normas públicas.

    Se trata, pues, de un importante efecto perverso
    del corporatismo. No se debe olvidar que la democracia
    representativa lo es de toda la sociedad con la
    participación formal de los electores individuales, y no
    de las diversas organizaciones de
    intereses. De todas formas, la inercia parece ir en sentido
    contrario, al del abandono de las potestades normativas
    públicas. Es más, en algunas ocasiones los
    gobiernos llegan a elevar a categoría oficial algunos
    acuerdos entre ‘interlocutores sociales’. Otras
    veces, la necesidad de producir normas lleva a entendimientos
    informales (y de constitucionalidad más que
    indiscutible).

    Todo esto nos induce a pensar que la estructura
    institucional de la democracia representativa, muy bien dotada en
    teoría
    de controles y garantías frente a posibles excesos de los
    gobernantes, presenta aspectos que no acaban de encajar con las
    necesidades o las prácticas de la acción de
    gobierno. En particular, el indispensable sometimiento a las
    leyes es una
    condición que no resulta suficiente por sí misma
    para asegurar la consecución de los objetivos de
    la acción, aunque sea la premisa bajo la que es controlada
    por los tribunales. La producción normativa no equivalen a la
    formulación de las políticas
    públicas adecuadas a la consecución de los objetivos
    gubernamentales. Por esto hay que buscar, más allá
    de la legislación, en el proceso de
    ejecución material de la acción de gobierno,
    criterios que permitan al público su evaluación
    a fin de juzgar tanto su eficacia como su
    legitimidad.

    PARTICIPACIÓN Y
    GOBERNABILIDAD

    La participación política tiene su
    manifestación más clara y repetida en las
    elecciones. "A través del voto, todos los ciudadanos
    adultos pueden participar en la designación directa o
    indirecta de los gobernantes, mediante el ejercicio de un derecho
    que parece obvio en una democracia contemporánea". Pero no
    lo encontramos en sus raíces liberales. Hasta la
    eliminación de las discriminaciones económicas que
    conlleva el sufragio censitario, la participación era
    considerada más una función política reservada a
    las minorías (cultas y con propiedades o dinero), que
    un derecho de todos. El liberalismo de
    la primera mitad del siglo pasado, que Benjamin Constant
    podría representar muy bien, consideraba la libertad de
    participar en los asuntos públicos como una característica del mundo de las
    ciudades-estado de la Antigüedad. Prefería claramente
    la libertad
    entendida como autonomía individual, libre de inherencias
    a fin de vivir su vida sin miedo al poder político. Es la
    libertad como derecho a que los entes públicos dejen en
    paz.

    La indiferencia respecto a la
    participación en los asuntos públicos se
    corresponde con el sueño liberal de una sociedad sin
    trabas para los individuos. Pero este sueño incluye un
    presupuesto que
    no se da en las sociedades
    occidentales contemporáneas: la economía de mercado
    ‘perfecta’. El sufragio universal abrió la
    participación política a los sectores marginados
    del primer liberalismo.
    Para poder incidir en las decisiones públicas y mejorar
    las condiciones de vida de los asalariados, se formaron partidos
    políticos de orientación socialista o
    socialdemócrata. Su intención era rentabilizar a
    favor de los trabajadores la participación que
    permitía el sufragio universal. El resultado de su impulso
    es el Estado
    asistencial que, con su intervencionismo, conlleva ciertas
    correcciones en el funcionamiento del mercado.
    Actualmente, la participación en las instituciones
    políticas adquiere una nueva trascendencia,
    dado el fenómeno de la expansión
    estatal.

    Esta expansión ha permitido también
    aumentar las áreas donde es posible la
    participación de los ciudadanos y "ha provocado la
    multiplicación de los canales de participación"
    para que puedan circular las demandas de los individuos y los
    grupos. Las instituciones tradicionales como el Parlamento y las
    organizaciones
    centenarias como los partidos, ya no son las únicas que
    canalizan las demandas de la sociedad, a pesar de que aún
    determinan considerablemente la respuesta que obtienen. Se ha
    llegado, quizás exageradamente, a expresar la sospecha de
    que "la representación política no es ya
    ‘representativa". Tal vez sea más prudente afirmar
    que no todas las demandas encuentran los canales de
    participación para influir en la respuesta que esperan los
    grupos que las formulan.

    Hay que recordar que la participación
    (institucionalizada o no) tiene como objetivo
    influir en una decisión y, en principio, parece que hay
    muchos centros de decisión fuera del alcance de los
    ciudadanos. Las empresas
    transnacionales son el ejemplo más conocido. Pero por lo
    que se refiere a las decisiones que toman los gobiernos, la
    relativa falta de influencia de los ciudadanos en la actual
    democracia representativa se ve compensada por la fuerza de
    ciertos movimientos sociales, como los ecologistas y feministas,
    y la de las organizaciones
    corporativas a que ya se ha aludido, y que constituyen de hecho
    importantes instrumentos de participación como, por
    ejemplo, los medios de
    comunicación social (mass media). En cualquier caso,
    en la medida en que provocan conflictos y
    ‘desordenan’ el ámbito político
    tradicional, parece bastante claro que crean turbulencias
    políticas importantes que han transformado
    la situación política contemporánea e
    incrementado el grado ‘aceptable’ de desobediencia
    cívica para muchos gobiernos.

    La tesis de la
    crisis de la
    gobernabilidad remite directamente al grado de
    participación en las democracias contemporáneas.
    Refiriéndose a los estados Unidos,
    Huntington presenta el ciclo siguiente:

    1. el incremento de la participación
      política lleva hacia una mayor polarización en la
      sociedad;
    2. el aumento de la polarización produce
      desconfianza en las instituciones y la sensación entre
      los individuos de una creciente ineficacia
      política;
    3. esta sensación conduce a su vez a una
      baja en la participación.

    Hay que decir que no parece haberse dado ninguna
    relación proporcional entre participación y
    polarización. Los grupos terroristas, los movimientos
    pacifistas, feministas y ecologistas han protagonizado una
    ‘participación’ crítica respecto las
    instituciones que no siempre canalizan adecuadamente sus
    demandas. Además, articulados flexiblemente en torno de un
    único tema, sus demandas han contribuido a la
    ‘sobrecarga’ del sistema
    político.

    La eficacia de la acción de gobierno,
    durante el último medio siglo, se ve afectada por las
    presiones sociales que obligan a formular objetivos
    insólitos (el equilibrio del
    medio natural) y a emplear instrumentos discutibles para la
    tradición liberal como la discriminación positiva (affirmative
    action), destinados a hacer igual la igualdad de
    oportunidades. Así, a la expansión del
    ámbito del gobierno generada por los mandatos
    constitucionales o por la decisión de los partidos
    parlamentarios, hay que añadir la que resulta de las
    demandas de estos movimientos. En este sentido, quizá
    sí podría establecerse una relación
    inversamente proporcional entre participación y
    gobernabilidad. Dentro y fuera de las instituciones aumenta la
    participación de grupos, proliferan las demandas
    contradictorias y los gobernantes tienen que dar respuesta a
    problemas
    imprevistos. Además, la respuesta gubernamental establece
    un precedente: se tenderá a exigir la misma receptividad
    al mismo tipo de demandas de forma permanente.
    Difícilmente la eficacia de la acción de gobierno
    puede mantenerse constante si los objetivos que
    desea o que debe asumir se multiplican
    indefinidamente.

    Sin embargo, también podría decirse
    que cada demanda
    dirigida a los gobernantes comporta un reconocimiento de la
    función que cumplen, aunque sea critica respecto a sus
    orientaciones o ponga en dificultades su capacidad de actuar
    eficazmente. En otras palabras, el incremento de la
    participación, en ciertos casos, ofrece a las
    instituciones gubernamentales la oportunidad (quizás no
    deseada) de ensanchar la propia legitimidad. Dentro de la
    democracia gozan de la legitimidad necesaria proveniente de su
    carácter representativo y de su actuación
    respetuosa con el imperio de la ley. Con algunos
    sectores, que lleven la participación critica hasta el
    extremo de cuestiones de principio (como los grupos nacionalistas
    independentistas, que no reconocen la legitimidad originaria de
    la representatividad política) el enfrentamiento es
    inevitable. Pero los grupos que participan para obtener
    decisiones concretas, y no para cambiar el centro del cual
    emanan, no se pone en juego lo que
    podríamos llamar el mínimo constitucional de
    legitimidad, sino el grado de satisfacción que cada sector
    o grupo
    considera suficiente en función de la respuesta que
    reciben sus demandas.

    La pretensión de restringir la
    participación a fin de facilitar la gobernabilidad
    limitando las demandas parece ocultar el fantasma del despotismo
    ilustrado, por no evocar otros más próximos y
    desagradables. En cualquier caso, resulta una tentación
    demasiado fácil, pero incompatible con una sociedad
    democrática regida por gobernantes representativos y lo
    suficientemente libre para que sus miembros expresen sus
    pretensiones legítimas y consigan una mínima
    respuesta por parte de los gobernantes.

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    Palabras Clave: Instituciones,
    Gobernabilidad, Ciencia
    Politica.

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