Ciencias Sociales
- Capitalismo
- Características del capitalismo
- Orígenes
- Mercantilismo
- Inicios del capitalismo
moderno - La doctrina de Adam
Smith - La industrialización
- El capitalismo
en el siglo XX - Previsiones de futuro
- Liberalismo
- Humanismo
- El liberalismo
moderno - John Locke
- El utilitarismo
- El liberalismo
en transición - Economía
- Socialismo
- El socialismo
científico - Bolcheviques y
socialdemócratas - Socialismo y servicios
públicos - Las tesis
revisionistas - El Estado de
bienestar - Neoliberalismo
Sistema económico en el que los individuos
privados y las empresas de
negocios
llevan a cabo la producción y el intercambio de bienes y
servicios
mediante complejas transacciones en las que intervienen los
precios y los
mercados. Aunque
tiene sus orígenes en la antigüedad, el desarrollo del
capitalismo es
un fenómeno europeo; fue evolucionando en distintas
etapas, hasta considerarse establecido en la segunda mitad del
siglo XIX. Desde Europa, y en
concreto desde
Inglaterra, el
sistema
capitalista se fue extendiendo a todo el mundo, siendo el
sistema
socioeconómico casi exclusivo en el ámbito mundial
hasta el estallido de la I Guerra Mundial,
tras la cual se estableció un nuevo sistema
socioeconómico, el comunismo, que se
convirtió en el opuesto al capitalista.
El término kapitalism fue acuñado a
mediados del siglo XIX por el economista alemán Karl Marx. Otras
expresiones sinónimas de capitalismo
son sistema de libre
empresa y
economía
de mercado, que se
utilizan para referirse a aquellos sistemas
socioeconómicos no comunistas. Algunas veces se utiliza el
término economía mixta para
describir el sistema
capitalista con intervención del sector público que
predomina en casi todas las economías de los países
industrializados.
Se puede decir que, de existir un fundador del sistema
capitalista, éste es el filósofo escocés
Adam Smith,
que fue el primero en describir los principios
económicos básicos que definen al capitalismo. En
su obra clásica Investigación sobre la naturaleza y
causas de la riqueza de las naciones (1776), Smith
intentó demostrar que era posible buscar la ganancia
personal de
forma que no sólo se pudiera alcanzar el objetivo
individual sino también la mejora de la sociedad. Los
intereses sociales radican en lograr el máximo nivel de
producción de los bienes que la
gente desea poseer. Con una frase que se ha hecho famosa, Smith
decía que la combinación del interés
personal, la
propiedad y la
competencia entre
vendedores en el mercado
llevaría a los productores, "gracias a una mano
invisible", a alcanzar un objetivo que
no habían buscado de manera consciente: el bienestar de la
sociedad.
Características del
capitalismo
A lo largo de su historia, pero sobre todo
durante su auge en la segunda mitad del siglo XIX, el capitalismo
tuvo una serie de características básicas. En primer
lugar, los medios de
producción —tierra y
capital—
son de propiedad
privada. En este contexto el capital se
refiere a los edificios, la maquinaria y otras herramientas
utilizadas para producir bienes y
servicios
destinados al consumo. En
segundo lugar, la actividad económica aparece organizada y
coordinada por la interacción entre compradores y
vendedores (o productores) que se produce en los mercados. En
tercer lugar, tanto los propietarios de la tierra y el
capital como
los trabajadores, son libres y buscan maximizar su bienestar, por
lo que intentan sacar el mayor partido posible de sus recursos y del
trabajo que utilizan para producir; los consumidores pueden
gastar como y cuando quieran sus ingresos para
obtener la mayor satisfacción posible. Este principio, que
se denomina soberanía del consumidor,
refleja que, en un sistema capitalista, los productores se
verán obligados, debido a la competencia, a
utilizar sus recursos de forma
que puedan satisfacer la demanda de los
consumidores; el interés
personal y la
búsqueda de beneficios les lleva a seguir esta estrategia. En
cuarto lugar, bajo el sistema capitalista el control del
sector privado por parte del sector público debe ser
mínimo; se considera que si existe competencia, la
actividad económica se controlará a sí
misma; la actividad del gobierno
sólo es necesaria para gestionar la defensa nacional,
hacer respetar la propiedad
privada y garantizar el cumplimiento de los contratos. Esta
visión decimonónica del papel del
Estado en el
sistema capitalista ha cambiado mucho durante el siglo
XX.
Tanto los mercaderes como el comercio
existen desde que existe la civilización, pero el
capitalismo como sistema económico no apareció
hasta el siglo XIII en Europa
sustituyendo al feudalismo.
Según Adam Smith,
los seres humanos siempre han tenido una fuerte tendencia a
"realizar trueques, cambios e intercambios de unas cosas por
otras". Este impulso natural hacia el comercio y el
intercambio fue acentuado y fomentado por las Cruzadas que se
organizaron en Europa occidental
desde el siglo XI hasta el siglo XIII. Las grandes
travesías y expediciones de los siglos XV y XVI reforzaron
estas tendencias y fomentaron el comercio,
sobre todo tras el descubrimiento del Nuevo Mundo y la entrada en
Europa de
ingentes cantidades de metales preciosos
provenientes de aquellas tierras. El orden económico
resultante de estos acontecimientos fue un sistema en el que
predominaba lo comercial o mercantil, es decir, cuyo objetivo
principal consistía en intercambiar bienes y no en
producirlos. La importancia de la producción no se hizo patente hasta la
Revolución
industrial que tuvo lugar en el siglo XIX.
Sin embargo, ya antes del inicio de la
industrialización había aparecido una de las
figuras más características del capitalismo, el
empresario, que es, según Schumpeter, el individuo que
asume riesgos
económicos. Un elemento clave del capitalismo es la
iniciación de una actividad con el fin de obtener
beneficios en el futuro; puesto que éste es desconocido,
tanto la posibilidad de obtener ganancias como el riesgo de
incurrir en pérdidas son dos resultados posibles, por lo
que el papel del
empresario consiste en asumir el riesgo de tener
pérdidas.
El camino hacia el capitalismo a partir del siglo XIII
fue allanado gracias a la filosofía del renacimiento y de
la Reforma. Estos movimientos cambiaron de forma drástica
la sociedad,
facilitando la aparición de los modernos Estados
nacionales que proporcionaron las condiciones necesarias para el
crecimiento y desarrollo del
capitalismo. Este crecimiento fue posible gracias a la
acumulación del excedente económico que generaba el
empresario privado y a la reinversión de este excedente
para generar mayor crecimiento.
Desde el siglo XV hasta el siglo XVIII, cuando
aparecieron los modernos Estados nacionales, el capitalismo no
sólo tenía una faceta comercial, sino que
también dio lugar a una nueva forma de comerciar,
denominada mercantilismo.
Esta línea de pensamiento
económico, este nuevo capitalismo, alcanzó su
máximo desarrollo en
Inglaterra y
Francia.
El sistema mercantilista se basaba en la propiedad
privada y en la utilización de los mercados como
forma de organizar la actividad económica. A diferencia
del capitalismo de Adam Smith, el
objetivo
fundamental del mercantilismo
consistía en maximizar el interés
del Estado
soberano, y no el de los propietarios de los recursos
económicos fortaleciendo así la estructura del
naciente Estado
nacional. Con este fin, el gobierno
ejercía un control de la
producción, del comercio y del
consumo.
La principal característica del mercantilismo
era la preocupación por acumular riqueza nacional,
materializándose ésta en las reservas de oro y
plata que tuviera un Estado. Dado
que los países no tenían grandes reservas naturales
de estos metales preciosos, la
única forma de acumularlos era a través del
comercio. Esto
suponía favorecer una balanza
comercial positiva o, lo que es lo mismo, que las exportaciones
superaran en volumen y
valor a las
importaciones, ya
que los pagos internacionales se realizaban con oro y plata. Los
Estados mercantilistas intentaban mantener salarios bajos
para desincentivar las importaciones,
fomentar las exportaciones y
aumentar la entrada de oro.
Más tarde, algunos teóricos de la economía como David
Hume comprendieron que la riqueza de una nación no se
asentaba en la cantidad de metales preciosos que
tuviese almacenada, sino en su capacidad productiva. Se dieron
cuenta que la entrada de oro y plata elevaría el nivel de
actividad económica, lo que permitiría a los
Estados aumentar su recaudación impositiva, pero
también supondría un aumento del dinero en
circulación, y por tanto mayor inflación, lo que
reduciría su capacidad exportadora y haría
más baratas las importaciones por
lo que, al final del proceso,
saldrían metales preciosos del
país.
Sin embargo, pocos gobiernos mercantilistas
comprendieron la importancia de este mecanismo.
Inicios del capitalismo
moderno
Dos acontecimientos propiciaron la aparición del
capitalismo moderno; los dos se produjeron durante la segunda
mitad del siglo XVIII. El primero fue la aparición en
Francia de los
fisiócratas desde mediados de este siglo; el segundo fue
la publicación de las ideas de Adam Smith
sobre la teoría
y práctica del mercantilismo.
Los fisiócratas
El término fisiocracia se aplica a una escuela de
pensamiento
económico que sugería que en economía
existía un orden natural que no requiere la
intervención del Estado para mejorar las condiciones de
vida de las personas. La figura más destacada de la
fisiocracia fue el economista francés François
Quesnay, que definió los principios
básicos de esta escuela de
pensamiento en
Le Tableau économique (1758), un diagrama en el
que explicaba los flujos de dinero y de
bienes que
constituyen el núcleo básico de una economía.
Simplificando, los fisiócratas pensaban que estos flujos
eran circulares y se retroalimentaban. Sin embargo la idea
más importante de los fisiócratas era su
división de la sociedad en tres
clases: una clase productiva formada por los agricultores, los
pescadores y los mineros, que constituían el 50% de la
población; la clase propietaria, o clase
estéril, formada por los terratenientes, que representaban
la cuarta parte, y los artesanos, que constituían el
resto.
La importancia del Tableau de Quesnay radicaba en
su idea de que sólo la clase agrícola era capaz de
producir un excedente económico, o producto neto.
El Estado
podía utilizar este excedente para aumentar el flujo de
bienes y de dinero o
podía cobrar impuestos para
financiar sus gastos. El resto
de las actividades, como las manufacturas, eran consideradas
estériles porque no creaban riqueza sino que sólo
transformaban los productos de
la clase productiva. (El confucionismo ortodoxo chino
tenía principios
parecidos a estas ideas). Este principio fisiocrático era
contrario a las ideas mercantilistas. Si la industria no
crea riqueza, es inútil que el Estado
intente aumentar la riqueza de la sociedad
dirigiendo y regulando la actividad económica.
Las ideas de Adam Smith no sólo fueron un tratado
sistemático de economía; fueron un ataque frontal a
la doctrina mercantilista. Al igual que los fisiócratas,
Smith intentaba demostrar la existencia de un orden
económico natural, que funcionaría con más
eficacia
cuanto menos interviniese el Estado. Sin
embargo, a diferencia de aquéllos, Smith no pensaba que la
industria no
fuera productiva, o que el sector agrícola era el
único capaz de crear un excedente económico; por el
contrario, consideraba que la división del trabajo y la
ampliación de los mercados
abrían posibilidades ilimitadas para que la sociedad
aumentara su riqueza y su bienestar mediante la producción
especializada y el comercio entre las naciones.
Así pues, tanto los fisiócratas como Smith
ayudaron a extender las ideas de que los poderes
económicos de los Estados debían ser reducidos y de
que existía un orden natural aplicable a la
economía. Sin embargo fue Smith más que los
fisiócratas, quien abrió el camino de la
industrialización y de la aparición del capitalismo
moderno en el siglo XIX.
Las ideas de Smith y de los fisiócratas crearon
la base ideológica e intelectual que favoreció el
inicio de la Revolución
industrial, término que sintetiza las transformaciones
económicas y sociales que se produjeron durante el siglo
XIX. Se considera que el origen de estos cambios se produjo a
finales del siglo XVIII en Gran Bretaña.
La característica fundamental del proceso de
industrialización fue la introducción de la
mecánica y de las máquinas de vapor
para reemplazar la tracción animal y humana en la
producción de bienes y servicios;
esta mecanización del proceso
productivo supuso una serie de cambios fundamentales: el proceso de
producción se fue especializando y concentrando en grandes
centros denominados fábricas; los artesanos y las
pequeñas tiendas del siglo XVIII no desaparecieron pero
fueron relegados como actividades marginales; surgió una
nueva clase trabajadora que no era propietaria de los medios de
producción por lo que ofrecían trabajo a cambio de un
salario
monetario; la aplicación de máquinas de vapor al
proceso
productivo provocó un espectacular aumento de la
producción con menos costes. La consecuencia última
fue el aumento del nivel de vida en todos los países en
los que se produjo este proceso a lo largo del siglo
XIX.
El desarrollo del
capitalismo industrial tuvo importantes costes sociales. Al
principio, la industrialización se caracterizó por
las inhumanas condiciones de trabajo de la clase trabajadora. La
explotación infantil, las jornadas laborales de 16 y 18
horas, y la insalubridad y peligrosidad de las fábricas
eran circunstancias comunes. Estas condiciones llevaron a que
surgieran numerosos críticos del sistema que
defendían distintos sistemas de
propiedad
comunitaria o socializado; son los llamados socialistas
utópicos. Sin embargo, el primero en desarrollar una
teoría
coherente fue Karl Marx, que
pasó la mayor parte de su vida en Inglaterra,
país precursor del proceso de industrialización, y
autor de Das Kapital (El capital, 3
volúmenes, 1867-1894). La obra de Marx, base
intelectual de los sistemas
comunistas que predominaron en la antigua Unión
Soviética, atacaba el principio fundamental del
capitalismo: la propiedad privada de los medios de
producción. Marx pensaba que
la tierra y el
capital
debían pertenecer a la comunidad y que
los productos del
sistema debían distribuirse en función de las
distintas necesidades.
Con el capitalismo aparecieron los ciclos
económicos: periodos de expansión y prosperidad
seguidos de recesiones y depresiones económicas que se
caracterizan por la discriminación de la actividad productiva y
el aumento del desempleo. Los
economistas clásicos que siguieron las ideas de Adam Smith
no podían explicar estos altibajos de la actividad
económica y consideraban que era el precio
inevitable que había que pagar por el progreso que
permitía el desarrollo
capitalista. Las críticas marxistas y las frecuentes
depresiones económicas que se sucedían en los
principales países capitalistas ayudaron a la
creación de movimientos sindicales que luchaban para
lograr aumentos salariales, disminución de la jornada
laboral y
mejores condiciones laborales.
A finales del siglo XIX, sobre todo en Estados Unidos,
empezaron a aparecer grandes corporaciones de responsabilidad limitada que tenían un
enorme poder
financiero. La tendencia hacia el control
corporativo del proceso productivo llevó a la
creación de acuerdos entre empresas,
monopolios o trusts que permitían el control de toda
una industria. Las
restricciones al comercio que suponían estas asociaciones
entre grandes corporaciones provocó la aparición,
por primera vez en Estados Unidos, y
más tarde en todos los demás países
capitalistas, de una legislación antitrusts, que
intentaba impedir la formación de trusts que formalizaran
monopolios e impidieran la competencia en
las industrias y en
el comercio. Las leyes
antitrusts no consiguieron restablecer la competencia
perfecta caracterizada por muchos pequeños productores
con la que soñaba Adam Smith, pero impidió la
creación de grandes monopolios que limitaran el libre
comercio.
A pesar de estas dificultades iniciales, el capitalismo
siguió creciendo y prosperando casi sin restricciones a lo
largo del siglo XIX. Logró hacerlo así porque
demostró una enorme capacidad para crear riqueza y para
mejorar el nivel de vida de casi toda la población. A finales del siglo XIX, el
capitalismo era el principal sistema socioeconómico
mundial.
Durante casi todo el siglo XX, el capitalismo ha tenido
que hacer frente a numerosas guerras,
revoluciones y depresiones económicas. La I Guerra Mundial
provocó el estallido de la revolución
en Rusia. La guerra
también fomentó el nacionalsocialismo en Alemania, una
perversa combinación de capitalismo y socialismo de
Estado, reunidos en un régimen cuya violencia y
ansias de expansión provocaron un segundo conflicto
bélico a escala mundial. A
finales de la II Guerra Mundial,
los sistemas
económicos comunistas se extendieron por China y por
toda Europa oriental.
Sin embargo, al finalizar la Guerra
fría, a finales de la década de 1980, los
países del bloque soviético empezaron a adoptar
sistemas de libre
mercado, aunque
con resultados ambiguos. China es el
único gran país que sigue teniendo un
régimen marxista, aunque se empezaron a desarrollar
medidas de liberalización y a abrir algunos mercados a la
competencia
exterior. Muchos países en vías de desarrollo, con
tendencias marxistas cuando lograron su independencia,
se tornan ahora hacia sistemas económicos más o
menos capitalistas, en búsqueda de soluciones
para sus problemas
económicos.
En las democracias industrializadas de Europa y Estados Unidos,
la mayor prueba que tuvo que superar el capitalismo se produjo a
partir de la década de 1930. La Gran Depresión
fue, sin duda, la más dura crisis a la
que se enfrentó el capitalismo desde sus inicios en el
siglo XVIII. Sin embargo, y a pesar de las predicciones de
Marx, los
países capitalistas no se vieron envueltos en grandes
revoluciones. Por el contrario, al superar el desafío que
representó esta crisis, el
sistema capitalista mostró una enorme capacidad de
adaptación y de supervivencia. No obstante, a partir de
ella, los gobiernos democráticos empezaron a intervenir en
sus economías para mitigar los inconvenientes y las
injusticias que crea el capitalismo.
Así, en Estados Unidos el
New Deal de Franklin D. Roosevelt reestructuró el
sistema
financiero para evitar que se repitiesen los movimientos
especulativos que provocaron el crack de Wall Street en 1929. Se
emprendieron acciones para
fomentar la negociación colectiva y crear movimientos
sociales de trabajadores que dificultaran la concentración
del poder
económico en unas pocas grandes corporaciones
industriales. El desarrollo del Estado del bienestar se
consiguió gracias al sistema de la Seguridad
Social y a la creación del seguro de
desempleo, que
pretendían proteger a las personas de las ineficiencias
económicas inherentes al sistema capitalista.
El acontecimiento más importante de la historia reciente del
capitalismo fue la publicación de la obra de John Maynard
Keynes, La
teoría
general del empleo, el
interés
y el dinero (1936). Al igual que las ideas de Adam Smith en
el siglo XVIII, el pensamiento de
Keynes
modificó en lo más profundo las ideas capitalistas,
creándose una nueva escuela de
pensamiento
económico denominada keynesianismo.
Keynes demostró que un gobierno puede
utilizar su poder
económico, su capacidad de gasto, sus impuestos y el
control de la
oferta
monetaria para paliar, e incluso en ocasiones eliminar, el mayor
inconveniente del capitalismo: los ciclos de expansión y
depresión. Según Keynes,
durante una depresión
económica el gobierno debe
aumentar el gasto público, aun a costa de incurrir en
déficits presupuestarios, para compensar la caída
del gasto privado. En una etapa de expansión
económica, la reacción debe ser la contraria si la
expansión está provocando movimientos especulativos
e inflacionistas.
Durante los 25 años posteriores a la
II Guerra Mundial,
la combinación de las ideas keynesianas con el capitalismo
generaron una enorme expansión económica. Todos los
países capitalistas, también aquéllos que
perdieron la guerra,
lograron un crecimiento constante, con bajas tasas de
inflación y crecientes niveles de vida. Sin embargo a
principios de
la década de 1960 la inflación y el desempleo
empezaron a crecer en todas las economías capitalistas, en
las que las fórmulas keynesianas habían dejado de
funcionar. La menor oferta de
energía y los crecientes costos de la
misma (en especial del petróleo)
fueron las principales causas de este cambio.
Aparecieron nuevas demandas, como por ejemplo la exigencia de
limitar la contaminación medioambiental, fomentar la
igualdad de
oportunidades y salarial para las mujeres y las minorías,
y la exigencia de indemnizaciones por daños causados por
productos en
mal estado o por accidentes
laborales. Al mismo tiempo el gasto
en materia social
de los gobiernos seguía creciendo, así como la
mayor intervención de éstos en la
economía.
Es necesario enmarcar esta situación en la
perspectiva histórica del capitalismo, destacando su
enorme versatilidad y flexibilidad. Los acontecimientos ocurridos
en este siglo, sobre todo desde la Gran Depresión,
muestran que el capitalismo de economía mixta o del Estado
del bienestar ha logrado afianzarse en la economía,
consiguiendo evitar que las grandes recesiones económicas
puedan prolongarse y crear una crisis tan
grave como la de la década de 1930. Esto ya es un gran
logro y se ha podido alcanzar sin limitar las libertades
personales ni las libertades políticas
que caracterizan a una democracia.
La inflación de la década de 1970 se
redujo a principios de la
década de 1980, gracias a dos hechos importantes. En
primer lugar, las políticas
monetarias y fiscales restrictivas de 1981-1982 provocaron una
fuerte recesión en Estados Unidos,
Europa Occidental y el Sureste Asiático. El desempleo
aumentó, pero la inflación se redujo. En segundo
lugar, los precios de la
energía cayeron al reducirse el consumo
mundial de petróleo.
Mediada la década, casi todos las economías
occidentales se habían recuperado de la recesión.
La reacción ante el keynesianismo se tradujo en un giro
hacia políticas
monetaristas con privatizaciones y otras medidas tendentes a
reducir el tamaño del sector público.
Las crisis
bursátiles de 1987 marcaron el principio de un periodo de
inestabilidad financiera. El crecimiento
económico se ralentizó y muchos países
en los que la deuda pública, la de las empresas y la de
los individuos habían alcanzado niveles sin precedente,
entraron en una profunda crisis con
grandes tasas de desempleo a
principios de la década de 1990. La recuperación
empezó a mitad de esta década, aunque los niveles
de desempleo siguen siendo elevados, pero se mantiene una
política
de cautela a la vista de los excesos de la década
anterior.
El principal objetivo de
los países capitalistas consiste en garantizar un alto
nivel de empleo al
tiempo que se
pretende mantener la estabilidad de los precios. Es,
sin duda, un objetivo muy ambicioso pero, a la vista de la
flexibilidad del sistema capitalista, no sólo resulta
razonable sino, también, asequible.
Doctrinario económico, político y hasta
filosófico que aboga como premisa principal por el
desarrollo de la libertad
personal
individual y, a partir de ésta, por el progreso de la
sociedad. Hoy en día se considera que el objetivo
político del neoliberalismo
es la democracia,
pero en el pasado muchos liberales consideraban este sistema de
gobierno como
algo poco saludable por alentar la participación de las
masas en la vida política. A pesar de
ello, el liberalismo
acabó por confundirse con los movimientos que
pretendían transformar el orden social existente mediante
la profundización de la democracia.
Debe distinguirse pues entre el liberalismo
que propugna el cambio social
de forma gradual y flexible, y el radicalismo, que considera el
cambio social
como algo fundamental que debe realizarse a través de
distintos principios de autoridad.
El desarrollo del liberalismo en un país concreto,
desde una perspectiva general, se halla condicionado por el tipo
de gobierno con que cuente ese país. Por ejemplo, en los
países en que los estamentos políticos y religiosos
están disociados, el liberalismo implica, en
síntesis, cambios políticos y económicos. En
los países confesionales o en los que la Iglesia goza
de gran influencia sobre el Estado, el
liberalismo ha estado históricamente unido al
anticlericalismo. En política interior,
los liberales se oponen a las restricciones que impiden a los
individuos ascender socialmente, a las limitaciones a la libertad de
expresión o de opinión que establece la censura y a
la autoridad del
Estado ejercida con arbitrariedad e impunidad sobre el individuo.
En política
internacional los liberales se oponen al predominio de intereses
militares en los asuntos exteriores, así como a la
explotación colonial de los pueblos indígenas, por
lo que han intentado implantar una política cosmopolita
de cooperación internacional. En cuanto a la
economía, los liberales han luchado contra los monopolios
y las políticas
de Estado que han intentado someter la economía a su
control. Respecto a la religión, el
liberalismo se ha opuesto tradicionalmente a la interferencia de
la Iglesia en los
asuntos públicos y a los intentos de grupos religiosos
para influir sobre la opinión pública.
A veces se hace una distinción entre el llamado
liberalismo negativo y el liberalismo positivo. Entre los siglos
XVII y XIX, los liberales lucharon en primera línea contra
la opresión, la injusticia y los abusos de poder, al
tiempo que
defendían la necesidad de que las personas ejercieran su
libertad de
forma práctica, concreta y material. Hacia mediados del
siglo XIX, muchos liberales desarrollaron un programa
más pragmático que abogaba por una actividad
constructiva del Estado en el campo social, manteniendo la
defensa de los intereses individuales. Los seguidores actuales
del liberalismo más antiguo rechazan este cambio de
actitud y
acusan al liberalismo pragmático de autoritarismo
camuflado. Los defensores de este tipo de liberalismo argumentan
que la Iglesia y
el Estado no
son los únicos obstáculos en el camino hacia la
libertad, y
que la pobreza
también puede limitar las opciones en la vida de una
persona, por
lo que aquélla debe ser controlada por la autoridad
real.
Después de la edad media, el
liberalismo se expresó quizá por primera vez en
Europa bajo la forma del humanismo, que
reorientaba el pensamiento del siglo XV para el que el mundo (y
el orden social), emanaba de la voluntad divina. En su lugar, se
tomaron en consideración las condiciones y potencialidad
de los seres humanos. El humanismo se
desarrolló aún más con la invención
de la imprenta que incrementó el acceso de las personas al
conocimiento
de los clásicos griegos y romanos. La publicación
de versiones en lenguas vernáculas de la Biblia
favoreció la elección religiosa individual. Durante
el renacimiento
el humanismo se
impregnó de los principios que regían las artes y
la especulación filosófica y científica.
Durante la Reforma protestante, en algunos países de
Europa, el humanismo
luchó con intensidad contra los abusos de la Iglesia
oficial.
Según avanzaba el proceso de
transformación social, los objetivos y
preocupaciones del liberalismo evolucionaron. Pervivió,
sin embargo, una filosofía social humanista que buscaba el
desarrollo de las oportunidades de los seres humanos, y
así también las alternativas sociales, políticas
y económicas para la expresión personal a
través de la eliminación de los obstáculos a
la libertad
individual.
En el siglo XVII, durante la Guerra Civil
inglesa, algunos miembros del Parlamento empezaron a debatir
ideas liberales como la ampliación del sufragio, el
sistema legislativo, las responsabilidades del gobierno y la
libertad de pensamiento y opinión. Las polémicas de
la época engendraron uno de los clásicos de las
doctrinas liberales: Areopagitica (1644), un tratado del
poeta y prosista John Milton en el que éste
defendía la libertad de pensamiento y de expresión.
Uno de los mayores oponentes al pensamiento liberal, el
filósofo Thomas Hobbes,
contribuyó sin embargo al desarrollo del liberalismo a
pesar de que apoyaba una intervención absoluta y sin
restricciones del Estado en los asuntos de la vida
pública. Hobbes pensaba
que la verdadera prueba para los gobernantes debía ser por
su efectividad y no por su apoyo doctrinal a la religión o a la
tradición. Su pragmático punto de vista sobre el
gobierno, que defendía la igualdad de
los ciudadanos, allanó el camino hacia la crítica
libre al poder y hacia
el derecho a la revolución, conceptos que el propio
Hobbes
repudiaba con virulencia.
Uno de los primeros y más influyentes pensadores
liberales fue el filósofo inglés
John Locke. En
sus escritos políticos defendía la soberanía popular, el derecho a la
rebelión contra la tiranía y la tolerancia hacia
las minorías religiosas. Según el pensamiento de
Locke y de sus seguidores, el Estado no existe para la
salvación espiritual de los seres humanos sino para servir
a los ciudadanos y garantizar sus vidas, su libertad y sus
propiedades bajo una constitución.
Gran parte de las ideas de Locke se ven reflejadas en la
obra del pensador político y escritor inglés
Thomas Paine, según el cual la autoridad de
una generación no puede transmitirse a sus herederos, que
si bien el Estado puede ser necesario eso no lo hace menos malo,
y que la única religión que se puede
pedir a las personas libres es la creencia en un orden divino.
Thomas Jefferson también se adhirió a las ideas de
Locke en la Declaración de Independencia
y en otros discursos en
defensa de la revolución, en los que atacaba al gobierno
paternalista y defendía la libre expresión de las
ideas.
En Francia la
filosofía de Locke fue rescatada y enriquecida por la
Ilustración francesa y de forma más
destacable por el escritor y filósofo Voltaire, el
cual insistía en que el Estado era superior a la Iglesia y
pedía la tolerancia para
todas las religiones, la
abolición de la censura, un castigo más humano
hacia los criminales y una organización política sólida
que se guiara sólo por leyes dirigidas
contra las fuerzas opuestas al progreso social y a las libertades
individuales. Para Voltaire, al
igual que para el filósofo y dramaturgo francés
Denis Diderot, el Estado es un mecanismo para la creación
de felicidad y un instrumento activo diseñado para
controlar a una nobleza y una Iglesia muy poderosas. Ambos
consideraban ambas instituciones
como las dedicadas con mayor intemperancia al mantenimiento
de las antiguas formas de poder. En España y
Latinoamérica, a comienzos del siglo XIX se
generalizó entre los pensadores y políticos
ilustrados una poderosa corriente de opinión liberal. La
propia palabra ‘liberal’ aplicada a cuestiones
políticas y de partido se utilizó por vez primera
en las sesiones de las Cortes de Cádiz y sirvió
para caracterizar a uno de los grupos
allí presentes. Entre los primeros y más destacados
pensadores y políticos liberales españoles se
hallaban el jurista Agustín de Argüelles, el conde de
Toreno y Álvaro Flórez Estrada, entre otros. En
Latinoamérica, las nuevas ideas de los ilustrados de los
siglos XVII y XIX ejercieron notable influencia y tanto los
escritores franceses, como los ingleses y los padres de la
independencia
en Estados Unidos, además de los liberales
españoles, fueron conocidos, estudiados y leídos
con gran fruición, generando una profunda influencia en su
proceso de emancipación e independencia
respecto de España.
En Gran Bretaña el liberalismo fue elaborado por
la escuela
utilitarista, principalmente por el jurista Jeremy Bentham y por
su discípulo, el economista John Stuart Mill. Los
utilitaristas reducían todas las experiencias humanas a
placer y dolor, y sostenían que la única
función del Estado consistía en incrementar el
bienestar y reducir el sufrimiento pues si bien las leyes son un mal,
son necesarias para evitar males mayores. El liberalismo
utilitarista tuvo un efecto benéfico en la reforma del
código penal británico. Bentham demostró que
el duro código del siglo XVIII era antieconómico y
que la indulgencia no sólo era inteligente sino
también digna. Mill defendió el derecho del
individuo a actuar en plena libertad, aunque sea en su propio
detrimento. Su obra Sobre la libertad (1859) es una de las
reivindicaciones más elocuentes y ricas de la libertad de
expresión.
A mediados del siglo XIX, el desarrollo del
constitucionalismo, la extensión del sufragio, la tolerancia frente
a actitudes
políticas diferentes, la disminución de la
arbitrariedad gubernativa y las políticas tendentes a
promover la felicidad hicieron que el pensamiento liberal ganara
poderosos defensores en todo el mundo. A pesar de su tendencia
crítica hacia Estados Unidos, para muchos viajeros
europeos era un modelo de
liberalismo por el respeto a la
pluralidad cultural, su énfasis en la igualdad de
todos los ciudadanos y por su amplio sentido del sufragio. A
pesar de todo, en ese momento el liberalismo llegó a una
crisis respecto a la democracia y
al desarrollo
económico. Esta crisis sería importante para su
posterior desarrollo. Por un lado, algunos demócratas como
el escritor y filósofo francés Jean-Jacques
Rousseau no
eran liberales. Rousseau se
oponía a la red de grupos privados
voluntaristas que muchos liberales consideraban esenciales para
el movimiento.
Por otro lado, la mayor parte de los primeros liberales no eran
demócratas. Ni Locke ni Voltaire
creyeron en el sufragio universal y la mayor parte de los
liberales del siglo XIX temían la participación de
las masas en la política pues opinaban que las llamadas
clases más desfavorecidas no estaban interesadas en
los valores
fundamentales del liberalismo, es decir que eran indiferentes a
la libertad y hostiles a la expresión del pluralismo
social. Muchos liberales se ocuparon de preservar los valores
individuales que se identificaban con una ordenación
política y social aristocrática. Su lugar como
críticos de la sociedad y como reformadores pronto
sería retomada por grupos más
radicales como los socialistas.
La crisis respecto al poder económico era
aún más profunda. Una parte de la filosofía
liberal era el modo de entender la economía de los
llamados economistas clásicos como los británicos
Adam Smith y David Ricardo. En
economía los liberales se oponían a las
restricciones sobre el mercado y
apoyaban la libertad de las empresas
privadas. Pensadores como el estadista John Bright se opusieron a
legislaciones que fijaban un máximo a las horas de trabajo
basándose en que reducían la libertad y en que la
sociedad, y sobre todo la economía, se
desarrollaría más cuanto menos regulada estuviera.
Al desarrollarse el capitalismo industrial durante el siglo XIX,
el liberalismo económico siguió caracterizado por
una actitud
negativa hacia la autoridad
estatal. Las clases trabajadoras consideraban que estas ideas
protegían los intereses de los grupos
económicos más poderosos, en especial de los
fabricantes, y que favorecían una política de
indiferencia e incluso de brutalidad hacia las clases
trabajadoras. Estas clases, que habían empezado a tener
conciencia
política y un poder organizado, se orientaron hacia
posturas políticas que se preocupaban más de sus
necesidades, en especial, hacia los partidos
socialistas.
El resultado de esta crisis en el pensamiento
económico y social fue la aparición del liberalismo
pragmático. Como se ha dicho, algunos liberales modernos,
como el economista anglo-austriaco Friedrich August von Hayek,
consideran la actitud de los
liberales pragmáticos como una traición hacia los
ideales liberales. Otros, como los filósofos británicos Thomas Hill
Green y Bernard Bosanquet conocidos como los idealistas de
Oxford, desarrollaron el llamado liberalismo orgánico, en
el que defendían la intervención activa del estado
como algo positivo para promover la realización
individual, que se conseguiría evitando los monopolios
económicos, acabando con la pobreza y
protegiendo a las personas en la incapacidad por enfermedad,
desempleo o vejez.
También llegaron a identificar el liberalismo con la
extensión de la democracia.
A pesar de la transformación en la
filosofía liberal a partir de la segunda mitad del siglo
XIX, todos los liberales modernos están de acuerdo en que
su objetivo común es el aumento de las oportunidades de
cada individuo para poder llegar a realizar todo su potencial
humano.
Término que, desde principios del siglo XIX,
designa aquellas teorías
y acciones
políticas que defienden un sistema económico y
político basado en la socialización de los sistemas de
producción y en el control estatal (parcial o
completo) de los sectores económicos, lo que se
oponía frontalmente a los principios del capitalismo.
Aunque el objetivo final de los socialistas era establecer una
sociedad comunista o sin clases, se han centrado cada vez
más en reformas sociales realizadas en el seno del
capitalismo. A medida que el movimiento
evolucionó y creció, el concepto de
socialismo fue
adquiriendo diversos significados en función del lugar y
la época donde arraigara.
Si bien sus inicios se remontan a la época de la
Revolución
Francesa y los discursos de
François Nöel Babeuf, el término
comenzó a ser utilizado de forma habitual en la primera
mitad del siglo XIX por los intelectuales radicales, que se
consideraban los verdaderos herederos de la Ilustración tras comprobar los efectos
sociales que trajo consigo la Revolución
Industrial. Entre sus primeros teóricos se encontraban
el aristócrata francés conde de Saint-Simon,
Charles Fourier y el empresario británico y doctrinario
utópico Robert Owen. Como otros pensadores, se
oponían al capitalismo por razones éticas y
prácticas. Según ellos, el capitalismo
constituía una injusticia: explotaba a los trabajadores,
los degradaba, transformándolos en máquinas o
bestias, y permitía a los ricos incrementar sus rentas y
fortunas aún más mientras los trabajadores se
hundían en la miseria. Mantenían también que
el capitalismo era un sistema ineficaz e irracional para
desarrollar las fuerzas productivas de la sociedad, que
atravesaba crisis cíclicas causadas por periodos de
superproducción o escasez de consumo, no
proporcionaba trabajo a toda la población (con lo que permitía que
los recursos
humanos no fueran aprovechados o quedaran infrautilizados) y
generaba lujos, en vez de satisfacer necesidades. El socialismo
suponía una reacción al extremado valor que el
liberalismo concedía a los logros individuales y a los
derechos
privados, a expensas del bienestar colectivo.
Sin embargo, era también un descendiente directo
de los ideales del liberalismo político y
económico. Los socialistas compartían con los
liberales el compromiso con la idea de progreso y la
abolición de los privilegios aristocráticos aunque,
a diferencia de ellos, denunciaban al liberalismo por
considerarlo una fachada tras la que la avaricia capitalista
podía florecer sin obstáculos.
Gracias a Karl Marx y a
Friedrich Engels, el socialismo adquirió un soporte
teórico y práctico a partir de una
concepción materialista de la historia. El marxismo
sostenía que el capitalismo era el resultado de un proceso
histórico caracterizado por un conflicto
continuo entre clases
sociales opuestas. Al crear una gran clase de trabajadores
sin propiedades, el proletariado, el capitalismo estaba sembrando
las semillas de su propia muerte, y, con
el tiempo,
acabaría siendo sustituido por una sociedad
comunista.
En 1864 se fundó en Londres la Primera
Internacional, asociación que pretendía establecer
la unión de todos los obreros del mundo y se fijaba como
último fin la conquista del poder político por el
proletariado. Sin embargo, las diferencias surgidas entre
Marx y Bakunin
(defensor del anarquismo y contrario a la centralización
jerárquica que Marx propugnaba)
provocaron su ruptura. Las teorías
marxistas fueron adoptadas por mayoría; así, a
finales del siglo XIX, el marxismo se
había convertido en la ideología de casi todos los
partidos que defendían la emancipación de la clase
trabajadora, con la única excepción del movimiento
laborista de los países anglosajones, donde nunca
logró establecerse, y de diversas organizaciones
anarquistas que arraigaron en España e
Italia, desde
donde se extendieron, a través de sus emigrantes
principalmente, hacia Sudamérica. También
aparecieron partidos socialistas que fueron ampliando su capa
social (en 1879 fue fundado el Partido Socialista Obrero
Español). La transformación que experimentó
el socialismo al pasar de una doctrina compartida por un reducido
número de intelectuales y activistas, a la
ideología de los partidos de masas de las clases
trabajadoras coincidió con la industrialización
europea y la formación de un gran proletariado.
Los socialistas o socialdemócratas (por aquel
entonces, los dos términos eran sinónimos) eran
miembros de partidos centralizados o de base nacional organizados
de forma precaria bajo el estandarte de la Segunda Internacional
Socialista que defendían una forma de marxismo
popularizada por Engels, August Bebel y Karl Kautsky. De acuerdo
con Marx, los socialistas sostenían que las relaciones
capitalistas irían eliminando a los pequeños
productores hasta que sólo quedasen dos clases
antagónicas enfrentadas, los capitalistas y los obreros.
Con el tiempo, una grave
crisis económica dejaría paso al socialismo y a la
propiedad colectiva de los medios de
producción. Mientras tanto, los partidos socialistas,
aliados con los sindicatos,
lucharían por conseguir un programa
mínimo de reivindicaciones laborales. Esto quedó
plasmado en el manifiesto de la Segunda Internacional Socialista
y en el programa del
más importante partido socialista de la época, el
Partido Socialdemócrata Alemán (SPD, fundado en
1875). Dicho programa,
aprobado en Erfurt en 1890 y redactado por Karl Kautsky y Eduard
Bernstein, proporcionaba un resumen de las teorías
marxistas de cambio histórico y explotación
económica, indicaba el objetivo final (el comunismo), y
establecía una lista de exigencias mínimas que
podrían aplicarse dentro del sistema capitalista. Estas
exigencias incluían importantes reformas políticas,
como el sufragio universal y la igualdad de
derechos de la
mujer, un sistema de protección social (seguridad
social, pensiones y asistencia médica universal), la
regulación del mercado de
trabajo con el fin de introducir la jornada de ocho horas
reclamada de forma tradicional por anarquistas y sindicalistas y
la plena legalización y reconocimiento de las asociaciones
y sindicatos de
trabajadores.
Los socialistas creían que todas sus demandas
podían realizarse en los países democráticos
de forma pacífica, que la violencia
revolucionaria podía quizás ser necesaria cuando
prevaleciese el despotismo (como en el caso de Rusia) y
descartaban su participación en los gobiernos burgueses.
La mayoría pensaba que su misión era
ir fortaleciendo el movimiento
hasta que el futuro derrumbamiento del capitalismo permitiera el
establecimiento del socialismo. Algunos —como por ejemplo
Rosa Luxemburg— impacientes por esta actitud
contemporizadora, abogaron por el recurso de la huelga general
de las masas como arma revolucionaria si la situación
así lo requería.
El SPD proporcionó a los demás partidos
socialistas el principal modelo
organizativo e ideológico, aunque su influencia fue menor
en la Europa meridional. En Gran Bretaña los poderosos
sindicatos
intentaron que los liberales asumieran sus demandas antes que
formar un partido obrero independiente. Hubo, pues, que esperar
hasta 1900 para que se creara el Partido Laborista, que no
adoptó un programa
socialista dirigido hacia la propiedad colectiva hasta
1918.
Bolcheviques y
socialdemócratas
La I Guerra Mundial y
la Revolución
Rusa provocaron la ruptura de la Segunda Internacional entre
los partidarios del bolchevismo de Lenin y los
socialdemócratas reformistas, que habían respaldado
en su mayoría a los gobiernos nacionales durante la
guerra a pesar
de las proclamaciones pacifistas de la Internacional. Los
primeros fueron conocidos como comunistas y los segundos
siguieron siendo, durante todo el periodo de entreguerras, la
corriente dominante del movimiento
socialista europeo, contando con el apoyo del electorado en
general bajo una serie de nombres: Partido Laborista en Gran
Bretaña, Países Bajos y Noruega, Partido
Socialdemócrata en Suecia y Alemania,
Partido Socialista en Francia e
Italia, Partido
Socialista Obrero en España, y
Partido Obrero en Bélgica. En estos años, en el
seno de estos partidos socialistas se produjo la escisión
de grupos proclives al comunismo
leninista, apareciendo así los partidos comunistas en
diferentes países como Francia,
Italia o España (el
Partido Comunista de España fue fundado en 1921). En la
Unión Soviética y, más tarde, en los
países comunistas surgidos después de 1945, el
término socialista hacía referencia a una fase de
transición entre el capitalismo y el comunismo, la
etapa correspondiente a la dictadura del
proletariado marxista. En los demás países, los
socialistas aceptaron todas las normas
básicas de la democracia liberal: elecciones libres,
derechos
fundamentales y libertades públicas, pluralismo
político y soberanía del Parlamento. La rivalidad
existente entre socialistas y comunistas sólo se
interrumpió de forma transitoria como ocurrió a
mediados de la década de 1930, para unir sus fuerzas
contra el fascismo en la
política denominada de ‘Frente
Popular’.
Los socialistas pudieron formar gobiernos durante el
periodo de entreguerras, por lo general en coalición o
apoyados por otros partidos. De este modo pudieron permanecer en
el poder, aunque de forma intermitente, en Gran Bretaña y
Alemania
durante la década de 1920 y en Bélgica, Francia y
España durante la década de 1930 (en estos dos
últimos países bajo la fórmula de Frente
Popular). En Suecia, donde los socialdemócratas han tenido
más éxito que en ninguna otra parte, gobernaron sin
interrupción desde 1932 hasta 1976.
Después de 1945, los partidos socialistas se
convirtieron, en la mayor parte de Europa occidental, en la
principal alternativa frente a los partidos conservadores y
democristianos, siendo Suiza y la República de Irlanda las
principales excepciones. Aun manteniendo su antiguo compromiso
con el socialismo como ‘estado final’, es decir, una
sociedad en la que se anularan las diferencias sociales,
desarrollaron un concepto de
socialismo ‘como proceso’ —propuesta que
había sido anticipada por el revisionista alemán
Eduard Bernstein a finales del siglo XIX.
En la práctica, esto significaba que, mientras
sus seguidores más comprometidos se aferraban a la idea de
un objetivo final, los partidos socialistas, por esta
época a menudo en el poder, se concentraban en reformas
socioeconómicas factibles dentro del sistema capitalista.
Aunque variaban según los países, las reformas
socialistas incluían, en primer lugar, la
introducción de un sistema de protección social
(conocido como Estado de bienestar) que, en la formulación
tomada del reformista liberal británico William Beveridge,
protegiera a todos los ciudadanos "desde la cuna hasta la tumba",
y en segundo lugar, la consecución del pleno empleo
mediante técnicas de gestión
macroeconómica desarrolladas por otro liberal, John
Maynard Keynes.
En Gran Bretaña estas reformas fueron llevadas a
cabo por los primeros gobiernos laboristas de la posguerra. En el
resto de Europa los socialistas alcanzaron algunos de sus
objetivos, ya
fuera en el seno de una coalición gubernamental con otros
partidos (como fue el caso de Bélgica y Países
Bajos, y, en la década de 1970 en Alemania) o
ejerciendo una presión efectiva sobre los gobiernos no
socialistas.
Socialismo y servicios
públicos
Fue sobre todo después de 1945 cuando se
relacionó el socialismo con la gestión
de la economía por parte del Estado y con la
expansión del sector público a través de las
nacionalizaciones. Aunque los activistas socialistas
concebían la propiedad estatal como un primer paso hacia
la abolición del capitalismo, las nacionalizaciones
tenían por lo general objetivos
más prácticos, como rescatar empresas
capitalistas débiles o ineficaces, proteger el empleo,
mejorar las condiciones de trabajo o controlar las empresas de
servicio
público. A pesar de que las nacionalizaciones han sido
relacionadas a menudo con los partidos socialistas fueron con
frecuencia los gobiernos de partidos no socialistas los que
recurrían a ellas, como ocurrió en Francia
(1945-1947), Austria (1945-1947) e Italia (1945-1947
y en la década de 1960). Por el contrario, un partido
socialista triunfante como el Partido Socialdemócrata
Sueco, en el poder desde 1932 hasta 1976, entre 1982 y 1991 y de
nuevo desde 1994, no recurrió a la propiedad estatal y
optó en cambio por controlar el mercado del trabajo y
mantener el pleno empleo, a la
vez que creaba un sistema de ‘salarios
justos’ conocido con el nombre de ‘política
solidaria de salarios’.
Los socialdemócratas alemanes, que formaron varios
gobiernos de coalición entre 1966 y 1982, se centraron en
el desarrollo
económico y experimentaron con formas de democracia
industrial.
En el aspecto internacional, la mayoría de los
partidos socialistas se alinearon junto a Occidente durante la
Guerra
fría, aunque importantes minorías dentro de
cada partido intentaran hallar una vía intermedia entre la
democracia capitalista y el comunismo
soviético, denunciaron la política exterior
estadounidense y expresaron su solidaridad con
los países en vías de desarrollo.
En lo sustancial, el socialismo ha seguido estando
limitado a Europa occidental o a países cuya población es o ha sido de origen europeo,
como Australia, Nueva Zelanda, Israel o varios
países latinoamericanos. La principal excepción la
constituyen los Estados Unidos, donde nunca ha existido un
partido socialista importante, algo que ha dejado a menudo
perplejos a los teóricos socialistas, que se equivocaron
al creer que la industrialización conlleva siempre el
advenimiento del socialismo. En el resto del mundo se
consideró al socialismo como una variante del comunismo,
de ahí las frecuentes referencias que se hacen al
socialismo africano y al socialismo árabe. En
Latinoamérica existen partidos socialistas importantes en
Chile,
Ecuador,
Venezuela y
Uruguay; en
otros países forman frentes políticos con otras
organizaciones. El partido socialista más
antiguo de Latinoamérica es el argentino, fundado en 1896
por socialistas alemanes e italianos. En Brasil el Partido
Socialista se fundó en 1916. En Chile los
movimientos socialistas se transformaron en partido
político en 1915. El primer diputado socialista del
Uruguay fue
elegido en 1911. En Puerto Rico,
Santiago Iglesias, hermano de Pablo Iglesias, dirigente
socialista español, fue elegido diputado en 1917. En
Cuba, el
Partido Socialista fue fundado en 1910. En México
muchos socialistas están incluidos en el oficialista
Partido Revolucionario Institucional (PRI), así como en
partidos de la oposición de izquierdas. En general, y bajo
la denominación socialista, obrerista, trabalhista
(Brasil), los
movimientos socialistas tienen gran importancia en toda la
América
de habla hispana. En Asia, más
que una doctrina de claro cuño anticapitalista, el
socialismo era sólo una ideología que
defendía la modernización por parte del Estado,
liberado de cualquier presión colonial o imperialista.
Aunque sólo en contadas ocasiones desembocaron en la
formación de partidos independientes basados en el
modelo
occidental europeo, las ideas socialistas tuvieron una gran
influencia en los movimientos independentistas anticoloniales, en
especial sobre el Congreso Nacional Indio de la India, el
Congreso Nacional Africano de Suráfrica y sobre algunos
regímenes poscoloniales, como fue el caso de Zambia,
Tanzania y Zimbabwe.
Las tesis
revisionistas
Hacia el final de la década de 1950, los partidos
socialistas de Europa occidental empezaron a descartar el
marxismo,
aceptaron la economía mixta, relajaron sus vínculos
con los sindicatos y
abandonaron la idea de un sector nacionalizado en continua
expansión. El notable desarrollo
económico desde postulados capitalistas durante las
décadas de 1950 y 1960 puso fin a la creencia que
mantenía que la clase trabajadora sería cada vez
más pobre o que la economía sufriría un
colapso que favorecería la revolución
social. Ya que un sector considerable de la clase trabajadora
seguía votando a partidos de centro y de derecha, los
partidos socialistas intentaron de forma paulatina captar
votantes entre la clase media y abandonaron los símbolos y
la retórica del pasado. Este revisionismo de finales de la
década de 1950 proclamaba que los nuevos objetivos del
socialismo eran ante todo la redistribución de la riqueza
de acuerdo con los principios de igualdad y
justicia
social. Los socialdemócratas alemanes dejaron constancia
de estos principios en el Congreso de Bad Godesberg de 1959,
principios que habían sido popularizados en Gran
Bretaña por Anthony Crosland (El futuro del
socialismo, 1956). Los socialdemócratas creían
que un crecimiento
económico continuado serviría de apoyo a un
floreciente sector público, aseguraría el pleno
empleo y financiaría un incipiente Estado de bienestar.
Estos supuestos eran a menudo compartidos por los partidos
conservadores o democristianos y se ajustaban de una forma tan
estrecha al desarrollo real de las sociedades
europeas que el periodo comprendido entre 1945 y 1973 ha recibido
a veces el nombre de ‘era del consenso
socialdemócrata’. Coincidía, de modo
ostensible, con la edad de oro del fordismo, supuesta modalidad
pura del capitalismo.
El fuerte incremento sufrido por los precios del
petróleo
en 1973 fue el desencadenante de la crisis económica que
puso fin a esta hipotética edad de oro. Durante el final
de la década de 1970 se pensó que, en general, para
restaurar el crecimiento
económico, patronos y gobiernos tendrían que
alcanzar algún tipo de entendimiento con los sindicatos. En
estas circunstancias, los partidos socialistas obtuvieron el
poder en Portugal, España, Grecia y
Francia, países en los que nunca o rara vez habían
gobernado, y que en los tres primeros casos se produjeron
después del fin de sistemas dictatoriales.
El creciente desempleo, sin embargo, debilitó a
los sindicatos y, al hacer aumentar la pobreza y los
problemas con
ella asociados, hizo que la protección social del sistema
del bienestar fuera mucho más costosa de lo que lo
había sido en los días del pleno empleo. Mantener
los niveles de bienestar con una tasa elevada de desempleo
exigía un alto nivel de impuestos, medida
que no gozó del favor de los ciudadanos. Los partidos
conservadores se distanciaron del consenso político,
aduciendo que era necesario "hacer retroceder al Estado", reducir
el gasto público y privatizar las compañías
estatales. Acusados de estatistas, burocráticos y
derrochadores, los socialistas fueron poniéndose cada vez
más a la defensiva. Hacia 1980 el proletariado industrial
se había convertido en minoritario en toda Europa, y las
nuevas tecnologías agravaban la división existente
en sus filas. Los incrementos de la productividad ya
no suponían la creación de nuevos empleos. Por el
contrario, estas nuevas tecnologías hacían posible
un mayor volumen de
producción en detrimento del empleo, mientras que los
sectores en proceso de expansión eran incapaces de
absorber a los trabajadores despedidos por culpa de las
reconversiones industriales. La prosperidad de la que gozaban los
trabajadores cualificados en las empresas de éxito
contrastaba con el número creciente de trabajadores
temporales y no cualificados, muchos de los cuales eran
inmigrantes o mujeres, empleados a tiempo parcial. Considerar,
pues, a la clase obrera como una clase universal que prefiguraba
un futuro poscapitalista parecía algo cada vez más
anacrónico. La creciente interdependencia económica
que se extendió con gran rapidez durante las
décadas de 1970 y 1980 suponía que las
políticas macroeconómicas tradicionales del
keynesianismo ya no eran efectivas y que la reflación
interna (en cuanto política que activa instrumentos
monetarios y fiscales destinados a frenar el desempleo) originaba
problemas con
la balanza de pagos,
así como medidas inflacionarias, tal y como descubrieron,
a sus expensas, los gobiernos socialistas británico y
francés en las décadas de 1970 y 1980.
Aunque supuso la transformación de muchos de los
antiguos partidos comunistas en partidos socialistas, el
derrumbamiento del comunismo en la Unión Soviética
y en la Europa central y oriental no constituyó un
consuelo para la izquierda europea occidental. La crisis de las
economías planificadas comunistas fue interpretada en
términos generales como una prueba más de que las
decisiones espontáneas de millones de consumidores
individuales, gracias a los mecanismos del libre mercado,
distribuían mejor los recursos de lo
que pudiera hacerlo cualquier forma de mediación estatal.
Las ideologías neoliberales ganaban, en consecuencia,
terreno en multitud de países.
Según se acercaba a su fin el siglo, el
socialismo —tal y como se hallaba representado por los
partidos socialistas— no sólo había perdido
su perspectiva anticapitalista original sino que también
empezaba a aceptar, aunque con dolor por su parte, que el
capitalismo no podía ser controlado de un modo suficiente,
y mucho menos abolido.
Debido a su inmovilidad actual, definir el concepto de
socialismo al final del siglo XX presenta numerosos problemas. La
mayoría de los partidos socialistas ha llevado a cabo un
proceso de renovación programática cuyos contornos
no son aún muy claros. Es posible, sin embargo, catalogar
algunas de las características definitorias del socialismo
europeo según se prepara para hacer cara a los retos del
próximo milenio: 1) reconocer que la regulación
estatal de las actividades capitalistas debe ir pareja al
desarrollo correspondiente de las formas de regulación
supranacionales (la Unión
Europea, que contó en un principio con la
oposición mayoritaria de los socialistas, es considerada
como terreno controlador de las nuevas economías
interdependientes); 2) crear un ‘espacio social’
europeo que sirva de precursor a un Estado de bienestar europeo
armonizado; 3) reforzar el poder del consumidor y del
ciudadano para compensar el poder de las grandes empresas y del
sector público; 4) mejorar el puesto de la mujer en la
sociedad para superar la imagen y
prácticas del socialismo tradicional, en exceso centradas
en el hombre, y
enriquecer su antiguo compromiso a favor de la igualdad entre los
sexos; 5) descubrir una estrategia
destinada a asegurar el crecimiento
económico y a aumentar el empleo sin dañar el
medio
ambiente; y 6) organizar un orden mundial orientado a reducir
el desequilibrio existente entre las naciones capitalistas
desarrolladas y los países en vías de
desarrollo.
Esta relación no pretende en absoluto ser
exhaustiva. Sin embargo, subraya algunos elementos de continuidad
con el socialismo tradicional: una visión pesimista de lo
que la economía podría lograr si se le permitiera
seguir creciendo sin restricciones, y el optimismo en lo que se
refiere a la posibilidad de que una sociedad organizada en el
orden político pudiera progresar de forma consciente hacia
un estado de cosas que podría aliviar el sufrimiento
humano.
En general, en la actualidad no se habla de neoliberalismo, ya que los descendientes
ideológicos de Adam Smith han vuelto a adoptar la
denominación de libérales, sin aditamentos. Este
ultimo termino había caído en un progresivo
desprestigio entré economistas políticos,
escritores y en medios
influyentes de la opinión pública, debido a la
creciente ineficacia que fue demostrando el sistema del laissez
faire, desde fines del Siglo XIX hásta su gran derrumbe,
como consecuencia de la Gran Depresión
de los años '30. La realidad económica de la
época con la aparición de grandes monopolio y
trusts que dominaban la oferta, hizo
comprender a la mayoría de los economistas que el modelo
competencia era sólo una hipótesis de escuela.
Habían comenzado a dejar de identificar competencia con
laissez faire.
En los EE.UU., la iniciación del
institucionalizmo, en los primeros años de la
década de 1920 influyo y atrajo a numerosos economistas
adscriptos al marginalismo que fueron descartando paulatinamente
sus viejos dogmas. En Inglaterra, la
publicación en The Eçonomic Journal, en 1926, de un
influyente artículo del economista dé la Universidad de
Sambridge, de origen Italiano, Pieró Sraffa, quien
afirmaba que la realidad de los mercados de ese momento, distaba
mucho de ser de competencia
perfecta y que había que distinguir, en el plano
práctico, muchas formas de mercado, marca el inicio
de una revisión profunda de la teoría
predominante hasta el momento. Al artículo de este
economista, le siguieron los libro,
publicados por Joan Robinson y Edoard Chamberlin, quienes
calificaron a la realidad de los mercados de competencia
imperfecta y de competencia monopolística respectivamente.
En la misma época, el pensamiento el pensamiento de John
M. Keynes, antes
y después de la publicación de su Teoría
General… se había divulgado por los principales
países del mundo. y sus premisas, junto con la de los
institucionalistas, habían sido aplicadas por el:
presidente Roosevelt en el New Deal. Las teorías
keynesianas no sólo influyeron en el período de
entre guerra sino
que lo hicieron después de la Segunda Guerra
Mundial, y aun hoy, pese al éxito de la
reacción liberal de los años '60, conservan su
vigor. Todas las precisiones teóricas que descalificaban
al Laissez Faire como un sistema apto para aplicar en la vida
económica, parecieron confirmarse con la Gran
Depresión.
Teoría y realidad eran las dos caras de una misma
moneda que demostraba él fracaso del liberalismo
económico, al menos, como ideología eficaz para
mantener la creencia en el sistema capitalista. Ese lugar vacante
lo vino a ocupar el keynesianismo, con sus propuestas que, en la
realidad, operaron como un salvavidas del sistema.
Los economistas liberales de la época de entre
guerras, tanto
en los USA como de Europa, reformaron sus teorías
frente al nuevo panorama vigente. Ya no era posible preconizar un
retornó a Laissez faire absoluto, resguardado de toda
intervención estatal. En 1938 los neoliberales de Europa
occidental, se reunieron en lo que se denominó el coloquio
de Wafter Lippmann por el escrito liberal que critico a las
grandes sociedades
anónimas, identificándolas como monopolios que
obstaculizaban el mecanismo de precios en un
mercado libre. A este coloquio asistieron los economistas
liberales más destacados de Europa, entre los que se puede
mencionar a R Aron, L. Rouçier y J. Rueff de Francia, J.B.
Condilifte de Gran Bretafla y L. yon Mises, E. von Hayek y W.
Ropke de la escuela de Viena . En este coloquio se reafirmaron
las posiciones antidirigistasde los neoliberales y se sostuvo la
necesidad de una vuelta a la economía de mercado, aunque,
con esta denominación genérica no precisaron a cual
de las estas formas de economía de mercado se
referían. En el coloquio Lippmann no se produjeron
definiciones que permitan hablar de un neoliberalismo
muy diferente al decimonónico del Laissez Fairg .
Solamente, en lo qué se refiere a este principio, no
afirmaron que se debía adoptar en forma absoluta, y en lo
que se vincula con el estado, no descartaron en forma total su
intervención. Walter Lipmann ha sido el neoliberal que con
más énfasis solicito medidas contra las grandes
sociedades
anónimas para impedir que los monopolios dominaran los
mercados y en contra de los acuerdos que anulan la competencia.
Se pronuncio, también, en contra de la
autofinanciación de las poderosas sociedades
anónimas con el fin de establecer la competencia en el
mercado de
capitales
En el neoliberalismo
han existido opiniones muy contradictorias. Desde Ludwing von
Mises, cuya preocupación fundamental era el
restablecimiento del mercado sin el cual no puede haber equilibrio ni
cálculo
económico; Wilhelm Ropke, para quien la
intervención del Estado solo debe ser admitida para
garantizar la existencia de un mundo de Pequeñas empresas
y de competencia y que, al mismo tiempo, se opone a toda forma de
redistribución de ingresos y de
política ocupacional; Friedrich von Hayek,quien en los
años '40 no se mostró partidario de una
economía dirigida propiciando una "estructuración
racional de la competencia", sin definir con mucha
precisión el concepto (este
autor en los años '60 adhirió al monetarismo y
denunció la acción de los sindicatos como
perjudicial para la actividad económica); Jacques Rueff,
que admite la intervención del Estado en tiempos de guerra
para repartir artículos de consumo y
materias primas y, en alguna medida, acepta que se intervenga, no
sobre la formación de los precios, pero sí sobre la
oferta y la
demanda; hasta
James E. Meade y Roy F. Harrod, que introdujeron en el
pensamiento liberal importantes conceptos keynesianos como el de
preconizar la intervención del Estado para evitar las
oscilaciones que llevan al sistema capitalista de la prosperidad
a la depresión.
Los neoliberales más ortodoxos con el liberalismo
económico tradicional fundaron en 1950 la llamada sociedad
Mont-Pélérin, cuyo principal inspirador ha sido F.
von Hayçk, y donde proviene la denominación de la
economía Social de mercado utilizada para identificar a
las propuestas de los liberales de la actualidad.
En épocas recientes ha sido formulada la
teoría monetarista que ha adquirido una gran influencia en
el pensamiento liberal, y de cuyas premisas se hicieron eco
algunos gobiernos como el de Ronal Reagan en los Estados Unidos y
otros que configuraron dictaduras en países
latinoamericanos (Argentina,
Chile y
Uruguay). Las
gravitaciones qué estas teorías han teñido
sobre hombres de Estado y sobre la marcha de las actividad
económica en el mundo en general en donde se observa una
creciente oligopolización en los sectores productivos
principales, convierte en poco menos qué imposible
utilizar con propiedad el término neoliberalismo, si es que con él se
pretende designar a una teoría económica eficaz
para limitar el poder que los monopolios y para asegurar que los
precios se formen en un mercado libre de interferencias privadas
o estatales
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