Se me ocurrió que la foto tenía que ser
sepia, como la que nos sacamos disfrazados de novios en Gesell, o
por lo menos, en blanco y negro. De repente me acordé de
que en una revista había salido una foto de un abuelo con
su nieta, sacada del Archivo Nacional, y la fui a traer. Iba a
quedar preciosa. Parecía realmente antigua, y esa nena me
llamaba la atención, porque se parecía a mi abuela
en sus fotos de principios de siglo. La recorté a la
medida del portarretratos y la ubiqué cuidando que la
figura de ambos quedara bien centrada. Me sentía
satisfecha con mi compra y con la imagen que le había
destinado.
Horas más tarde, cuando volví a ver la
foto, noté que la cabeza del abuelo aparecía
corrida hacia la izquierda, y que su hombro casi rozaba el marco.
Yo estaba segura de haber ubicado la imagen en el centro. En fin,
quizás me había equivocado. Desarmé el
portarretratos y puse la foto correctamente. Me costó
hacer volver al abuelo a su lugar; era como si algo lo empujara
de derecha a izquierda, pero no podía ser.
Esa noche, al tomar el teléfono para hacer un
llamado, vi que la foto se había corrido nuevamente hacia
la izquierda. Me dije que era imposible y, una vez más, la
fui a acomodar como a mí me gustaba. En eso estaba cuando
escuché una vocecita aflautada y simpática que me
decía: "¡Señora, señora! Por favor, no
arregle la foto otra vez. Soy yo que la empujo sin querer al
moverme dentro del portarretratos".
Más que sorprendida le pregunté por
qué me decía que se movía, cuando en la foto
se la veía tan quietita. Me contestó que eso
había sido un instante, pero que en realidad estaba
tratando de que el abuelo la soltara para ir a jugar con sus
primas en el patio cubierto de glicinas de su casona en
Belgrano.
Yo no podía creer lo que estaba escuchando, pero
igual me quedé allí, con el portarretratos en la
mano, sin osar correr la foto. Si Josefina —así se
llamaba mi nueva amiga— me lo pedía, lo iba a dejar
así. Ella, agradecida, comenzó a conversar conmigo.
Yo la escuchaba atónita. Lo que me decía me
interesaba mucho, porque se refería a un momento de la
historia argentina que siempre me había
atraído.
Me contó que su abuelo era médico y que
había trabajado mucho durante la epidemia de fiebre
amarilla que había ocurrido en 1871. Se reunía con
personas muy influyentes y hablaban francés de corrida,
porque todos habían vivido en Europa durante mucho tiempo.
Él estaba muy triste porque hacía poco había
muerto allí uno de sus amigos, Eugenio Cambaceres, siendo
joven todavía.
A veces visitaban la casa algunos escritores. Josefina
se acordaba de Lucio V. López, que le contaba que Buenos
Aires, años atrás, parecía una gran aldea.
Me habló también de Eduardo Wilde, que estaba
empeñado en recordar todos los hechos de su infancia, para
escribir un libro que protagonizaría un niño
llamado Bonifacio Ramón Luis. A Josefina le
parecían nombres muy largos para un chico tan
chico.
El que más le gustaba, sin lugar a dudas, era
Miguel Cané. Él la hacía poner triste cuando
hablaba de la muerte de su papá, cuando tenía trece
años, y la hacía reír cuando contaba algo de
unas sandías que robaban. También le hablaba de un
italiano que había llegado junto con muchos inmigrantes a
"hacer la América". Cuando escuchaba hablar a Cané,
su abuelo decía que seguramente de esa sangre
saldría un escritor capaz de cantar con talento los
misterios de Buenos Aires. Pensé para mis adentros que no
se equivocaba.
La conversación se acaloraba cuando llegaba uno
de los conocidos del abuelo, que se llamaba Antonio Argerich. A
este escritor lo censuraban por las escenas que había
contado en una novela, en la que se proponía demostrar que
no había que permitir la inmigración. Cané
asentía y hablaba de una ley que favorecería a la
nación. Uno de los concurrentes decía que no
había que ser tan categóricos, que también
llegaban al país elementos buenos. Era el que había
presentado en la Cámara de Diputados la "Ley de
Estrangeros" (él lo decía así) para
estimular el ingreso a la Argentina de todos los que quisieran
venir a trabajar. Entonces, empezaba la polémica y se
quedaban hablando en voz alta hasta muy tarde. El abuelo de
Josefina y esos ilustres señores pertenecían a una
generación literaria. Eso quiere decir que todos
escribían libros en ese momento, que tenían
más o menos la misma edad, y que les gustaban lecturas
parecidas. Era la generación del 80, pero ella
todavía no lo sabía.
Me contó Josefina que esa foto se la
habían sacado en 1890, y me preguntó si yo no
notaba nada extraño en el rostro de su abuelo. Yo le dije
que no. Como no lo conocía, me costaba mucho adivinar si
le pasaba algo o si era su expresión habitual. La
niña me dijo que el abuelo estaba muy preocupado porque en
el país estaban pasando cosas raras. A menudo lo escuchaba
hablar de eso con Ocantos y con unos señores que se
llamaban Villafañe y Martel. Ella no entendía bien
qué sucedía.
Por lo que escuchaba hablar a los mayores, sabía
que era algo relacionado con la Bolsa de Comercio. Y si pasaba
eso que comentaban muy serios en su casa, parecía que iba
a ser terrible y que la gente se iba a desesperar. Decían
que todo el mundo debía cantidades increíbles de
dinero, que se iban a quedar en la calle y que más de uno
pensaría en el suicidio. Decididamente, Josefina escuchaba
demasiado para ser una nena. Y tenía buena
memoria.
"Pobre Josefina!", pensé yo. Más tarde
ella escucharía la narración de esos sucesos,
mientras su institutriz la peinaba. (Yo había estudiado en
el colegio, primero, y en la facultad, después, lo
ocurrido en esas jornadas tristemente memorables. Cien
años después, leí sobre la gente abnegada
que dio su vida durante la epidemia para socorrer a quienes
sufrían. Y aprendí qué rasgos diferencian a
los escritores del 80 de los de la generación del 37, o de
los del 22). Ella, con sus cinco años, sus bucles y sus
vestidos de volados, no podía explicarme muy bien lo que
pasaba a su alrededor, pero lo intentaba.
Yo le pedía que me contara más y
más. Le pedí que me describiera uno de sus
días, desde que se levantaba hasta que se acostaba. Me
habló de la capilla a la que iba con su madre, de las
lujosas cenas en que los hombres hablaban por un lado y las
mujeres por el otro, de la ansiedad con que esperaba el momento
de salir a comprar encajes y puntillas para adornar la blusa de
su muñeca.
Me contó de su tío canónigo y de su
padrino militar. Yo le pregunté cómo era vivir sin
los adelantos de hoy, y me respondió que no se imaginaba
la vida de otra forma. Le parecía un cuento maravilloso
todo lo que yo le transmitía sobre la sociedad a pocos
años del siglo XXI. No era que no le gustara lo que yo
decía, sino que lo sentía muy distinto de su
existencia de niña finisecular.
Así nació una amistad que siempre me
acompaña. Cuando en casa duermen, le aviso a Josefina y
nos ponemos a conversar. Me dejo llevar por su relato y siento
que viajo en el tiempo, hasta convertirme en la dama de las fotos
que guardamos en el último cajón, lejos del polvo y
las polillas.
(1993)
Peregrinación
Van a deixala patria
Forzoso, mais supremo
sacrificio.
A miseria está negra en torno
deles,
¡ai!, i adiante está o
abismo!..
Rosalía de Castro
La noche caía sobre el pueblo. Hombres y mujeres,
ancianos y niños, se retiraban a sus casas de pizarra. Una
vez más, la cena forzosamente frugal los reuniría
alrededor de la mesa; comerían papas, pescado, algunas
castañas. La realidad se presentaba dura; el ganado no
engordaba, la tierra no se mostraba generosa con quienes la
trabajaban. La desesperación cundía en los
ánimos de esa gente que apenas sabía leer y
escribir. Los más jóvenes se preguntaban si iba a
ser así toda la vida; no estaban dispuestos a aguardar,
día tras día, un bienestar que no llegaba, una
salud que se esfumaba en los campos, asediada por el frío
y la mala alimentación.
La noticia de lo que sucedía en América
los conmocionaba. Se hablaba de paisanos que habían podido
comprarse una casa, o varias, que comían lo que
querían y cuanto querían. Se hablaba también
de hombres que se empleaban como mozos en bares, de mujeres que
lavaban ropa ajena en inmensas piletas, en invierno y en verano,
sin desmayo, por unas monedas. Muchos pensaron en la posibilidad
de partir, pero la sangre ata, los mayores se resisten a dejar ir
a sus descendientes; piensan, con razón, que ya no
volverán a verlos.
Estas cavilaciones agobiaban a cada uno y lo alentaban,
alternadamente. Se veía crecer a los hijos, venían
más hijos, y la situación no mejoraba. Era
imposible viajar con toda la familia; no se sabía
qué suerte aguardaba y, si se iba a pasar penurias, mejor
era sin los niños. Ellos, en su tierra, estarían un
poco mejor que en un país extraño. La idea era
marchar solos y luego, según la fortuna, volver o llamar a
quienes se habían quedado. Las historias corrían de
boca en boca; Pedro se había instalado en Cuba,
María era mucama en una casa distinguida, Jesús
había vuelto más pobre que como había salido
del pueblo…
Una voz se oyó en la noche. Uno de los muchachos,
que aún no contaba veinte años, llamaba a los
demás. Lo asombraba el fulgor de una estrella, radiante en
la noche cerrada. Casa por casa, iba llamando a todos; les
decía que miraran hacia lo alto, que seguramente Dios se
había apiadado de sus almas. Todos se santiguaron; rezaban
en voz baja esas plegarias que casi no recordaban. Esa estrella
era distinta; tenía una luz prístina,
única.
La muchedumbre se agolpaba en las calles; todos miraban
hacia arriba. Esa estrella quería significar algo, pero
¿quién podría descifrar el mensaje que
venía de lo alto? Pensaron en el cura del pueblo, en los
pocos que sabían algo más que el resto.
¿Cuál de ellos podría desentrañar el
misterio? Mientras, la estrella avanzaba hacia el oeste, hacia el
sur; parecía mostrar un camino.
Los hombres se abrazaban, las mujeres lloraban, los
niños miraban sin comprender. Fueron los ancianos quienes
reconocieron la señal: era la estrella que había
guiado a sus mayores. Sí, seguramente ésa era la
misma estrella de la que hablaban los más viejos, la misma
que había mostrado una senda siglos
atrás.
Uno a uno, los jóvenes entraron a sus casas.
Tomaron unas pocas pertenencias, se despidieron de los suyos y se
marcharon. El futuro era incierto y los atemorizaba, pero
creían que valía la pena intentar esa
travesía. Los padres oscilaban entre dos sentimientos:
veían el porvenir que aguardaba a sus hijos en el pueblo,
y sentían que esa separación, aunque necesaria,
desgarraba sus corazones. Ya no los tendrían allí,
como todas las mañanas; no irían juntos a misa los
domingos. La sola idea se volvía dolorosa, pero nada
podían hacer. Quedarían solos los viejos, para
consolarse entre ellos, para pedir que alguien escribiera una
carta para ese hijo que se fue, para la hija que promete que va a
regresar, que los va a venir a buscar.
Una peregrinación de campesinos se dirige hacia
el mar, hacia ese destino nuevo que aguarda tan lejos. La
estrella los guía, brillante en el cielo, hacia un mundo
de prosperidad.
(1996)
Quinto Premio en el Concurso "El Inmigrante", convocado
por la Sociedad Argentina de Escritores, Filial Centro, Azul,
Provincia de Buenos Aires, y el Círculo Literario Mitre,
de la misma localidad.
El regreso del
indiano
Una idea fija cambia
el destino de un hombre.
Miguel Barnet
Antonio González había nacido en marzo de
1890. Según consta en la partida de nacimiento que
conservan sus nietos, era hijo de Andrés González,
de profesión labrador, y de Josefa López,
también labradora, que lo había dado a luz a los
cincuenta y dos años, en una aldea de Lugo, una de las
cuatro provincias gallegas.
Tuvo la mala fortuna de nacer cuando las dificultades
asolaban la tierra de sus mayores, cuando no había trabajo
y los pobladores se debatían entre la precariedad de la
vida en la península y la promesa del bienestar en
América. Desde niño escuchaba las conversaciones de
jóvenes y ancianos. Unos decían que debían
emigrar, que ya no se podía esperar nada de esa
nación sumida en la pobreza. Los otros argumentaban que
los jóvenes tenían razón, que además,
reclutarían a los adolescentes para el servicio militar en
Marruecos, del que quizás ya no volvieran.
El futuro era el tema excluyente en las reuniones, a la
salida de misa, por las calles. Pensaban en la posibilidad de
encontrar una solución, pero esa solución no
aparecía, y los años pasaban. Con el paso del
tiempo, la situación empeoraba, y hacía que el tema
de la emigración apareciera con más frecuencia
aún en la vida cotidiana de estos seres
desesperanzados.
Antonio, tan niño, los escuchaba angustiado. No
imaginaba la vida lejos de sus pinos, de sus rías, de sus
praderas. No imaginaba despertar bajo otro sol, hablando otro
idioma. El porvenir se presentaba ante sus ojos infantiles como
algo temible, aciago. Sentía tanto miedo ante la vida en
Galicia, como ante la vida en América. Sabía que
eran pocas las familias que emigraban juntas; la mayoría
de las veces, eran los maridos quienes partían silenciosos
hacia el puerto de Vigo, mientras las mujeres, los hijos y los
padres los despedían sin poder contener el
llanto.
La escena de la despedida era una de las más
tristes que había visto. Podía ser tan terrible
como la que tenía lugar cuando alguien moría. Los
gallegos que se iban y los que quedaban sabían que era
prácticamente imposible que volvieran a verse. Eran muy
pocos los que volvían, aunque más no fuera de
visita. Muchos llamaban a su familia, enviándole pasajes
obtenidos con el sacrificio de años de privaciones, pero
era raro que volvieran quienes habían partido, salvo que
la situación en el nuevo continente fuera peor que la que
vivían en Galicia. Esos sí volvían, llorosos
y avergonzados.
La vida en América no era fácil; costaba
mucho ahorrar un centavo. Había que vivir, pero
también había que enviar dinero a la mujer, a los
hijos, a los padres ancianos, a algún hermano que
quería emigrar… Después, si quedaba algo, era
para alquilar una pieza en la que, apretados, pudieran vivir
todos, cuando dejaran la aldea. A estos gastos se sumaba el del
pasaje. Se decía que los "pasajes de llamada" eran
gratuitos, pero los emigrantes no sabían si era cierto
hasta que les tocaba a ellos pedirlos.
Mientras el niño cavilaba, sus padres tomaban una
decisión terrible: lo mandarían a América
con unos paisanos que emigraban en esos días. De nada
valieron los llantos, las súplicas. Antonio se vio, cuando
aún no había llegado a la adolescencia, solo en un
barco, sin más compañía que la de sus pocas
cosas y la de los aldeanos a los que los padres les habían
confiado el cuidado de su querido hijo, el menor, aquel a quien
no querían ver sufriendo lo que sufrían los
hermanos mayores que no habían dejado la tierra natal.
Quizás Antonio llevara también consigo sus
sueños, su fe, su coraje, pero en ese trance yacían
aletargados en el fondo de su corazón, desgarrado por la
partida.
El niño llegó a América, a ese
puerto del que tanto le habían hablado, a la ciudad que
vivía su mejor momento. Se sentía solo, echaba de
menos a su familia, su tierra, sus amigos, pero debía
sobreponerse. Cuando partió, se prometió que
regresaría, que trabajaría muy duro para poder
regresar, para que la venida a América fuera sólo
un mal recuerdo. No era ingrato con la nueva tierra, pero no
quería arraigar en ella, lejos de los suyos, lejos de los
paisajes que tanto amaba.
Antonio vivió años muy duros. Los aldeanos
a quienes sus padres lo habían confiado compraron una casa
con el propósito de transformarla en un inquilinato. De un
lado se alineaban las habitaciones; del otro, enfrentadas, las
cocinas. A cada pieza le correspondía una cocina. Al
fondo, estaban las letrinas que eran utilizadas por los ocupantes
de las piezas. En su afán por "hacer la América",
los gallegos devenidos propietarios inventaban habitaciones donde
no las había. Claro es que no las edificaban con los
más mínimos recursos de seguridad, sino que
arrimaban unas chapas, las clavaban a las apuradas y ya
tenían otra fuente de ingreso. Como era chico aún
para emplearse, le propusieron que aprendiera a hacer
pequeños trabajos de albañilería, mirando a
los italianos que los hacían entonces, y colaborara con su
esfuerzo al mantenimiento de ese precario conventillo en el que
le habían destinado la pieza más pequeña,
compartida con los hijos varones de la pareja poco mayores que
él. Así vivió muchos años, en los que
soñó con volver.
Unos meses después de su llegada, un paisano le
ofreció trabajo como lavacopas en un bar. Le decían
que era el postulante ideal para ese puesto. De sol a sol
trabajó en la pileta de ese bar de la Avenida de Mayo en
el que otros gallegos, mayores que él, atendían las
mesas, preparaban platos típicos, conversaban de los
sucesos que leían en los diarios. La mayoría de los
clientes eran dueños de inquilinatos, pero había
también policías penitenciarios, almaceneros,
dueños de hoteles por hora. Esta última
ocupación suscitaba más de una discusión
amistosa. Había quien decía que no era un trabajo
honorable, argumento al cual el dueño del hotel, con su
grueso anillo de oro reluciendo en el dedo regordete,
respondía con una sonrisa burlona.
Fue creciendo y un día, lo mandaron a él a
atender las mesas. Le dieron una chaqueta blanca con botones
plateados y una bandeja impecable en la que debía llevar
los manjares que solicitaban los parroquianos, argentinos y
gallegos, en fraterna camaradería. Antonio iba y
venía con la bandeja, nunca se equivocaba al llevar los
pedidos, nunca se detenía más de la cuenta en cada
mesa, aunque saludaba a todos con simpatía y cambiaba unas
pocas palabras con quienes lo conocían desde su ingreso al
local.
Su honestidad y dedicación le valieron que el
dueño del bar, un gallego que lo estimaba y le
tenía un poco de pena por la historia que le había
tocado vivir, lo nombrara encargado. Debía comprar la
mercadería, controlar las ventas, cobrar el dinero que le
acercaban los mozos. Nunca se quedó con un centavo; nunca
pensó en acelerar fraudulentamente el retorno a su patria.
Porque no había olvidado su proyecto. Diría mejor
que la obsesión no lo abandonaba a él.
De encargado, pasó a ser socio. Trabajaba
día y noche. Cuando cerraba el bar se quedaba limpiando
junto a los empleados, haciendo la caja, acomodando las mesas,
conversando con un paisano que llegaba siempre con los ojos
enrojecidos, como si hubiera llorado por la calle, a escondidas
de su familia. Tenía cáncer e iba a dejar a su
mujer viuda con tres hijos chicos. Ese hombre a Antonio le
partía el alma; pensaba que, a pesar de todo, había
alguien más desgraciado que él.
Después de dormir unas pocas horas en un catre
que había ubicado en una pieza del fondo, se levantaba
antes que el sol y se iba a comprar la comida, que ya era famosa
en la zona por su excelente calidad y su precio accesible. Todos
querían ir al bar "Lugo" a comer jamón crudo,
porque se decía que era el mejor y el que se servía
en porciones más abundantes.
Antonio trabajaba sin descanso, pero veía los
frutos de su esfuerzo. Hasta estaba ahorrando algo de dinero para
comprar un restaurante que estaba en venta cerca del bar. La
Avenida de Mayo lo atraía; recorriéndola mitigaba
su pena. Con el tiempo pudo dejar la mísera pieza en la
casa tipo chorizo para alquilarse una en una casa un poco menos
precaria. Poco después, conforme progresaba en el trabajo,
pasó a tener su propia casa.
Corría 1930. Se había enterado de que el
Banco Hipotecario estaba edificando un barrio de casas baratas
cerca del Parque Avellaneda. Allí fue él, con sus
ahorros, a comprar una de esas casas de dos plantas que
—según decían— eran unas de las
primeras en esos valores que tenían baño dentro del
inmueble. En esa casa de Floresta pasó las horas
más felices, las primeras horas felices que recordaba
desde que había salido de Galicia tantos años
atrás. Allí vivió con su mujer,
también de Lugo, también emigrante. Allí
nacieron sus dos hijos, quienes le devolvieron la alegría
que la partida le había arrebatado.
La Guerra Civil devastaba España. La contienda
fue motivo de gran congoja para quienes tenían familia en
el país de origen (prácticamente todos los
españoles). En un intento por paliar las necesidades que
agobiaban a quienes no habían emigrado, desde
América les enviaban encomiendas con ropa, mucha ropa
usada que surcaba el mar para abrigar el frío de los
padres ancianos, de los hermanos que soportaban la tragedia, de
esos primos tan pequeños. La alegría de los
nacimientos y de la prosperidad se veía empañada
por estas infaustas noticias que le hablaban de las penurias que
estaban soportando en Galicia sus vecinos, los campesinos con los
que conversaba en su niñez. ¿Cómo iban a
imaginar ellos que ése sería el precio de no haber
querido emigrar?
¡Qué lejos estaba España de este
gallego! Seguía amasando una considerable fortuna,
había comprado el restaurante que daba cada día
más ganancias, se había asociado como dueño
de otros bares, compraba casas que alquilaba a sus paisanos, pero
no podía pensar en volver a Galicia. ¿Cómo
iba a instalarse en la aldea con sus hijos, en medio de la
guerra?
Los años pasaron. La Guerra Civil terminó.
En el 40, Antonio festejó sus cincuenta años y
festejó, más que nada, la finalización de la
contienda. España transitaba por la dolorosa posguerra,
signada por el hambre y el luto, pero ya no la dividía la
lucha fratricida. La mujer insistía con el regreso;
quería ver a sus padres antes de que murieran, ansiaba
criar a sus hijos en su tierra. El gallego pensaba que aún
era muy pronto.
La pareja sentía que siempre había algo
que les impedía concretar su sueño: la falta de
dinero, antes; la guerra, después. Cada minuto que
vivían en tierra americana se les hacía eterno; no
se habían hecho a la idea de volverse argentinos, como
muchos de sus paisanos que les decían: "Sí, hombre,
España es muy linda, pero para ir de paseo". Ellos no lo
sentían así. América era digna de
agradecimiento, pero querían regresar.
En ese cumpleaños, Antonio se dijo que
había llegado el momento. Hizo caso omiso a los rumores
que anunciaban una segunda guerra mundial; no creía que
fueran más que eso: rumores. No podía ser que,
conociendo los horrores de una primera guerra mundial, de una
guerra civil, los hombres fueran tan insensatos. No, seguramente
harían lo imposible por evitar otra matanza. Como
lección, ya debiera bastarles.
Con un hijo casi de la misma edad que él cuando
lo subieron al barco, a ese "Avon" cuyo sólo recuerdo le
erizaba la piel, cuarenta años después, Antonio
comenzó los preparativos. Debía liquidar sus
negocios, vender el restaurante y su parte en los bares, las tres
casas que había comprado y los colectivos de los que era
dueño en la línea que pasaba por su barrio. Todo
eso le llevaría meses. Necesitaba dinero para viajar, para
empezar de nuevo en su tierra, en la que se encontraría
sin ninguna herencia, sólo el idioma, la religión y
las tradiciones que le habían dejado sus
mayores.
Finiquitados sus asuntos de negocios, envió
cartas anunciando su regreso. Le escribió a los hermanos,
a los que prácticamente no conocía,
diciéndoles que regresaba para quedarse. Lloraba cuando
escribía esas cartas, lloraba las mismas lágrimas
que habían empañado sus ojos cuando el barco se
alejó del puerto de Vigo. Llevaba una esposa y dos hijos
que, aunque nacidos en América, para él eran
gallegos. Con sus seres queridos y sus pertenencias arribó
a ese muelle que lo había visto partir con un hato de
ropa, y ahora lo veía regresar como a un personaje de
Fernández Moreno, con reloj de cadena en uno de los
bolsillos del chaleco y un diente de oro brillando en la
sonrisa.
"Ha vuelto Antonio", decían los paisanos. "He
vuelto, he vuelto", decía él, radiante. Los abrazos
y los besos se sucedieron en ese mediodía estival. Los
tíos conocieron por fin a los sobrinos; los
cuñados, a la cuñada que regresaba; los padres
ancianos ya podían descansar en paz. Todo era dicha.
Muchos parientes se habían agregado a la familia en
Galicia; muchos niños habían nacido durante el
largo exilio de Antonio. Allí estaban todos, reunidos,
bajo el sol que plateaba las aguas y los bendecía con su
luz.
Este cuento fue distinguido con una Mención del
Jurado en el Concurso de Literatura convocado por el Consejo
Profesional de Ciencias Económicas de la Capital Federal,
en noviembre de 1999. Integraron el Jurado María
Angélica Bosco, Eduardo Gudiño Kieffer y Jorge
Masciángioli.
(1999)
Carmiña hace
la América
Eran de un linaje misterioso, de un perfil
delicado.
Ofrendaban soledad, inocencia,
belleza.
Carlos Penelas
Allá va Carmiña, por las calles de San
Juan de Alba. Lleva sobre su cabeza la máquina de coser
con la que va casa por casa haciendo los trabajos que le
piden.
Carmiña piensa. Piensa en José, que la ha
abandonado después de cinco años de noviazgo. Se
pregunta qué hará. No podrá casarse con
ningún hombre del pueblo. No la aceptarán, pues su
moral es puesta en duda. ¿Por qué la ha abandonado
José? Porque se enamoró de la prima de
Carmiña, y emigró con ella. Las habladurías
la persiguen. Tendrá que elegir, si se queda en su tierra,
entre criar a los sobrinos o entrar al convento, como sus
hermanas menores. La otra alternativa es emigrar.
Emigrar, sí. Pero ¿cómo?
¿sola? ¿Y no volver a ver a los suyos? Es un precio
muy alto el que debe pagar para poder ser madre.
Pedro ha llegado desde la Argentina. Salió de
Pígara hacia Cuba, pero se ha establecido finalmente en el
país sudamericano.
Doña Josefa presiente lo que sucederá, y
le dice: ¿te irás sola, hija mía, tan lejos?
El corazón de la madre se desgarra. Esa hija, la mayor,
corre detrás de una quimera, alentada por los relatos que
escuchara, cuando niña, al padre. Argentina, esa tierra
pródiga, que le permitió juntar dinero para enviar
a su mujer y a sus hijos pequeñitos. Sí, en la
Argentina, un jornalero que quitaba la maleza con su hoz para que
tendieran las vías, pudo ahorrar y mantener a quienes
quedaron labrando una parcela que no era suya. Un jornalero que
volvió con una enfermedad de las que no se nombran, y su
mujer lo cuidó, porque había ido a trabajar para
ellos.
Carmiña duda. Es demasiado riesgo, y no se siente
fuerte.
Pedro la anima; allá tiene casa propia. La ha
subdividido y alquila habitaciones a otros inmigrantes
–españoles, italianos, polacos-. A veces, es cierto,
debe pagarles el carro a los morosos, para que se vayan a otra
parte con sus trastos, pero cree que se abrirá
camino.
Le cuenta que Paco, su "hermano de barco", no entiende.
Paco, que dejó Vedra para tentar suerte en la Argentina,
le dice que se está equivocando, que pasará
necesidad, aunque parezca lo contrario. Al salir del Hotel de
Inmigrantes de La Boca, en el que estuvieron ambos, el
vedrés se empleó en una panadería; de a
poco, con los años, pudo poner su propio negocio, en el
que trabaja con entusiasmo.
Pero Pedro está convencido de que a él lo
aguarda un destino mejor que ser un simple
panadero…
***
Carmiña está en el barco. Aferra en sus
manos, como una tabla de salvación, la Imitación de
Cristo, de Kempis. La ansiedad la hace ver a su novio en el
rostro de cada uno de los paisanos que, desde tierra firme,
saludan a quienes llegan.
Pedro le ha prometido un recibimiento digno de la
importancia de la viajera. Carmiña intenta
adivinar.
La sorpresa la enmudece. Once uniformados aguardan cerca
de la nave. Cuando ve a Pedro, se siente morir. El dirige al
grupo de guardas de tranvía. Han ido a recibirla.
Sí. A rendirle homenaje, y a demostrar que la gallega, de
treinta años, no dormirá con Pedro hasta que el
cura los case.
Escoltada por esa insólita guardia de honor,
Carmiña saluda a su futuro marido, con el que ha cambiado
apenas unas palabras las pocas veces que lo vio antes de
embarcar.
Carmiña está radiante. Suerte que se
decidió a venir a la Argentina! Si la vieran las mujeres
de la aldea… No tendrán en su vida semejante
homenaje.
***
Carmiña llora, mientras lava ropa ajena en el
piletón del inquilinato. Las mujeres la miran.
¿Quién lo hubiera dicho? Pedro, el que tuvo dos
hoteles cubanos, el dueño de esa casa, ha muerto. Lo ha
matado el cáncer, después de años de
sufrimientos. La ha dejado sola con tres hijos, de once, trece y
quince años. Sola. Sin sus padres, sin sus rías,
sin las campanas de la aldea… Con un caserón lleno
de inquilinos a los que no se anima a cobrarles la renta. Una
mujer viuda aún joven podría recibir respuestas
groseras, insinuaciones humillantes.
Un paisano le propone casamiento. Lo rechaza
horrorizada. El matrimonio es para toda la vida. Además,
el pretendiente es dueño de un hotel por horas. Dios la
libre y guarde de casarse con alguien que se gana la vida
así!
Los domingos, por la tarde, los visitan Paco y los
suyos. Traen comida, alguna ropa. La panadería va cada vez
mejor. Si Pedro se hubiera asociado…
Carmiña escribe a los suyos, mas no les
confía su secreto: quiere regresar. Pero
¿cómo? Vuelve a hacerse la misma pregunta, ahora en
sentido inverso.
Está definitivamente atada a la Argentina, la
tierra de promisión, la que soñó el guarda
de tranvía que compraba propiedades.
Ya no puede volver a Galicia –suspira
Carmiña-. Cuánta razón tenía su
madre!
Primer Premio Concurso Federación de Sociedades
Españolas de la Argentina (2010). Jurado: José
María Castiñeira de Dios, María Esther
Vázquez, José Vidaller Nieto.
Primer Premio Centenario de la Sociedad Parroquial de
Vedra (2010).
En el
Rosedal
Reconozco que no actué bien. No debía
haber hecho eso, pero el impulso fue más fuerte que yo. Es
que María me gustaba, me gustaba con locura. En cambio
Carmen, siempre tan devota, tan religiosa. Preguntándole
al cura todo el tiempo lo que debía hacer, lo que estaba
permitido y lo que no… Con el libro de Kempis bajo el
brazo. No se podía estar con ella. Y esa obsesión
por casarse, por tener hijos, por trabajar de pueblo en pueblo,
con la máquina de coser que llevaba sobre su
cabeza… Yo quería vivir la vida: tener dinero,
disfrutar…
Y bueno, pues, que así fue. Un día,
después de cinco años de noviazgo, la
abandoné. Pobre Carmen! Recuerdo su rostro hoy, que ya han
pasado veinte años, como si la estuviera viendo. "Que no,
Raimundo! Qué voy a hacer yo, ahora, en este pueblo? Sabes
que ningún hombre va a querer nada serio conmigo, si
fuimos novios…"
No pudo conmoverme. La decisión estaba tomada.
María, la prima de Carmen, me esperaba cerca de
allí, para asegurarse de que se lo había dicho.
María tenía menos vergüenza que yo, de lo que
estábamos haciendo.
Carmen parecía sonámbula. Andaba de un
lado a otro sin expresión, sin dolor, sin ira…
Solamente cumplía correctamente con sus labores. Sé
lo que pensaba: se encontraba en una encrucijada. No sabía
cómo resolver la situación.
Pasaron los días. María y yo éramos
cada vez más felices, sin pensar en aquella a quien
habíamos dañado. Por ese entonces, desde la
Argentina, llegó Pedro, a buscar una esposa. Fue la
oportunidad que encontró Carmen para solucionar el drama
que protagonizaba por nuestra culpa. Y por culpa de ella
también, creo, porque si no, yo no me hubiera fijado en
María.
A la Argentina se vino Carmen, a casarse, desoyendo
súplicas y advertencias. Y se casó, en junio del
29. Pobre Carmen! Llegar a esta tierra justo cuando se avecinaba
semejante crisis. Pero no se acobardó. Trabajó y
trabajó, como era su costumbre, y dio a luz a tres
niños sanos y fuertes.
Poco después, vinimos María y yo.
María se empleó como mucama en una casa muy
elegante, en un barrio muy caro de la ciudad de Buenos Aires, al
que se había trasladado la gente de dinero luego de la
fiebre amarilla, dejando sus casas infectas. Yo también
trabajaba, pero poco. Me deslumbró este país, y
pensé que en lugar de estar encerrado como mi mujer,
tenía que conocerlo y aprenderlo. Para mi desgracia, me
hice aficionado al juego. Empecé jugando a los naipes – a
la brisca y al mus – ; luego pasé a los caballos.
Qué maravilla las carreras de ese tiempo. Hasta Gardel
tenía sus animales, y los iba a visitar seguido a los
studs! Y cómo lo querían los cuidadores! Es que
Carlitos era bueno, tan bueno… que Dios se lo
llevó.
Me hice amigo de gente a quien no tenía que haber
tratado, lo admito. Me metí en deudas.
Empeñé hasta el reloj de cadena que me había
dado mi padre cuando embarqué. No respeté nada ni
nadie.
Y ahora estoy aquí, de madrugada, en el Rosedal.
Esperando una muerte segura, merecida. Sólo pienso en
María, en los niños, en el disgusto que les
daré. Ella no merece esto que va a suceder, como tampoco
lo mereció Carmen, en su momento. Pero yo soy así.
No puedo contenerme. Soy influenciable, débil, sin
carácter. Y pagaré un precio muy alto.
***
De la crónica policial: "El día 10 de
enero de 1949, en El Rosedal, fue hallado muerto el inmigrante
español Raimundo López. A su lado se
encontró un frasco que contenía veneno. Se
investiga si se trata de un suicidio o si, por el contrario, fue
obligado a tomarlo".
Recuerdo de
Carnaval
-"Carnavales eran los de antes!" – decía mi
abuela, hamacándose en la mecedora que había traido
de Tandil cuando se mudaron a Buenos Aires. Yo tenía nueve
años en ese momento, allá por 1970. – Sí,
Carnavales eran los de antes! Con corso y disfraces, con baldes
de agua y alegría para todos. Para todos: para los
criollos y para los inmigrantes y sus hijos… Para
nosotros, italianos; para nuestros vecinos, españoles,
daneses, rusos, turcos… Pero no para los de la clase
alta, que consideraban al carnaval una diversión
ordinaria.No nos dejaban salir solas, por supuesto. La
diversión era en familia, ya que muchos hombres
aprovechaban esa fecha para entablar nuevas relaciones, con
solteras, con casadas, como fuera. Nos disfrazábamos
con trajes caros, que cosíamos durante meses, para tener
el más hermoso. Hacíamos fila en la vereda de los
estudios fotográficos destacados, para lograr esa postal
que enviaríamos, atravesando el mar, a los
abuelos.Había disfraces graciosos, como el del Oso
Carolina, hecho con una bolsa de arroz, de allí su nombre.
A tu abuelo, gallego de La Coruña, le encantaba el
Carnaval. Y eso que era un señor mayor (cuarenta
años, en esa época, eran una edad respetable). Se
mezclaba entre la gente que caminaba por la avenida, como uno
más, seguro de que nadie reconocería al
dueño del mercadito, al que paseaba a caballo por el
Parque Independencia los domingos, al que se tomaba fotos en la
plaza, frente a la catedral con sus dos hijas, la rubia y la
castaña. Ah, sí! El abuelo se disfrazaba. Y
cómo! Cada año elegía un disfraz diferente,
y no me contaba cuál era. Costaba reconocerlo. A
mí, que vivía con él, me daba trabajo. Si
hablaba, la cosa era más sencilla, ya que el acento lo
vendía. Pero tampoco era muy seguro, porque había
en esa época en la ciudad muchos hombres parecidos
físicamente a él, con esos mismos ojos color de
mar, con esa misma calva incipiente, y con esa forma de hablar
tan dulce. Lo escuchabas recitar los versos de Rosalía de
Castro, y se te caían las lágrimas. Es que yo
conocía el dolor de quien debió dejar su tierra
–mis padres me lo mostraban día a día- y
comprendía su desazón. Nosotros no vivíamos
en un conventillo (teníamos una casa detrás del
mercado; eso me permitía trabajar sin desatender a la
familia), pero sabíamos cómo era el carnaval en los
conventillos, porque se veía desde afuera. Los ocupantes
de las piezas se mezclaban en el patio, hablando cada uno su
idioma, o lo poco que sabían de castellano, y bailaban
hasta que salía el sol. A veces, algunos se alteraban, y
comenzaba una pelea disuadida rápidamente por el encargado
del edificio. A uno de estos conventillos fue tu abuelo, una
noche de 1940. Fue a buscar a sus amigos genoveses, con los que
iría al centro. Se subieron todos a un De Soto de 1938,
que le había comprado al tío que vivía en la
zona más cara. Y se fueron, cantando fuerte, hacia el
corso. Allí estaba yo, con mis hermanas y sus maridos y
nuestros hijos. Nos llamó la atención ver ese grupo
bullicioso, y lo que más nos llamó la
atención, fue que llevaban uniformes prohibidos: estaban
vestidos de policías, indumentaria que (al igual que la de
militar, sacerdote y monja) no podía utilizarse porque era
considerada una clara falta de respeto y, además,
ocasionaba confusiones.
Se acercaron a nosotros, como si nos conocieran, todos
con los rostros cubiertos. Nos invitaron a bailar,
invitación que rechazamos. Uno de ellos me invitó
otra vez; lo rechacé. Insistía sin hablar,
intentando comunicarse con ademanes. Claro –pienso ahora-;
no quería que lo reconociera por la voz. Yo caminaba, y
él me seguía. Me sentaba en uno de los bancos de
piedra, y allí estaba él, queriendo sentarse a mi
lado. Hasta que algo me reveló quién era: su
anillo, el anillo de oro con las iniciales, comprado cuando
empezamos a prosperar. Entonces le toméla mano, segura de
que nadie vería mal que bailara con mi marido, con el
padre de mis hijas, un gallego policía por una noche.
Muchos de sus paisanos, policías de verdad, trabajaban en
las penitenciarías argentinas, añorando su tierra.
Esa fue la noche de carnaval que recuerdo con más
emoción, por eso quería contártelo –
dijo mi abuela, una tarde de invierno en Villa Pueyrredón,
un barrio porteño, lejos de Tandil y lejos de Italia. En
la Argentina, país donde nació y al que
amó.
Un cielo para mi
abuelo
La más grave tragedia que le puede
ocurrir
a un alma gallega es morirse fuera de su
tierra.
Emilio González
López
Hacía calor. Como todas las tardes,
después de la siesta, el anciano empuñó la
silla que hacía las veces de bastón y se
dirigió al patio. Allí, bajo la parra,
escucharía las voces de los vecinos, miraría jugar
a los nietos, conversaría con los transeúntes.
Allí, adormecido por el calor estival, recordaría
sus años mozos en una tierra lejana de la que mucho le
había costado partir. Era gallego, y su sangre vibraba
aún al escuchar su idioma, al rememorar un paisaje querido
que ya no volvería a ver.
Le costaba caminar, pero su lugar bajo la parra lo
esperaba, como todas las tardes, como siempre. Pronto
cumpliría ochenta años. Había nacido antes
que el siglo, y sabía que su vida terminaba; no obstante,
vivía con esperanza esos últimos años, junto
a sus seres queridos. Había nacido en A Coruña en
1890, en una aldea; desde ese momento había pasado mucho
tiempo, más tiempo por dentro que por fuera.
En la calidez de esa tarde el inmigrante recordaba.
Recordaba su tierra, en la que crecían los pinos y los
eucaliptos, en la que cantaba el viento amigo. Recordaba sus
viajes a Compostela, de la que tanto se hablaba. Se preguntaba si
aquello que se transmitía de boca en boca, de padres a
hijos, tenía algún asidero: que hubo peregrinos que
llegaron descalzos desde Alemania; que cuando destruyeron la
catedral, levantada por Alfonso III, trasladaron a
Andalucía las campanas, "a hombros de
cristianos".
¿Qué habría pensado el viejo si se
hubiera enterado de que un estudioso afirmaba que Santiago
Apóstol se relacionaba —a su criterio— con los
gemelos Castor y Pólux, y con la diosa Venus? Sin duda, se
habría santiguado. Su Santiago, el de la Virgen de la
Barca, no podía tener nada que ver con nadie que no fuera
Dios Nuestro Señor y su Divino Hijo.
Recordaba el viaje en barco, hacia América, un
año antes del Centenario. Traía consigo, como
equipaje preciado, los poemas de Rosalía de Castro. "Como
chove, miudiño,/ como miudiño chove",
repetía en voz baja. ¡Qué animoso era
entonces! ¡Cuántos proyectos tenía! No
podía entender el llamado de la poeta a los emigrantes, ni
su congoja al pensar en ellos.
Llegó a la Argentina con diecinueve ilusionados
años, con la certeza de que aquí podría
labrarse un porvenir. Muchas historias se contaban en la aldea
acerca de la nueva tierra. Tierra promisoria, rica y
fértil, que acogía con los brazos abiertos a todos
los hombres y mujeres de buena voluntad. Mi abuelo era uno de
ellos, uno de los inmigrantes que poblaban ese navío,
provenientes de distintos países y hablando diversas
lenguas.
Una búsqueda en común unía a
aquellos espíritus, y los hermanaba a pesar de la precaria
comunicación que lograban establecer por señas y
por sus rudimentarios conocimientos de otros idiomas: era la
ilusión de vivir dignamente, lejos de la miseria, de la
guerra, de la soledad…
El gallego dejaba en su tierra a sus padres y a algunos
de los hermanos. Quedaban los campos en los que labraban de sol a
sol, sin posibilidad de mejorar su situación, los mismos
campos en los que, siendo muy niño, le habían
enseñado el oficio. Había que plantar judías
y papas, cosechar los cereales. El pequeño tenía
voluntad, pero le faltaba fuerza: no podía con los
enseres, aunque deseara cooperar.
Fue creciendo en ese paisaje que tanto quería,
cerca del mar, las rías, las montañas, viendo
cómo sus hermanos mayores, sus amigos, sus vecinos, eran
reclutados para luchar en tierras extrañas. Él no
quería ir a la guerra; no quería matar, no
quería morir. Un día sintió en su
corazón un llamado, el imperativo de su sangre que deseaba
dar frutos; ese llamado lo instaba a emigrar. No era una
decisión fácil, pero la dureza de las condiciones
en que vivía la hacía menos descabellada, la
volvía una opción válida.
En eso pensaba el anciano mientras los nietos jugaban a
su alrededor. Había quedado viudo poco antes. Su mujer
murió sin padecer ninguna enfermedad. Murió de
cansada, del agotamiento ocasionado por una vida muy dura. No es
que hubiera pasado los partos sin ninguna asistencia, sola en la
casa de piedra de la aldea, como los pasó la madre del
inmigrante; se la llevó el desgaste de levantarse al alba
para atender un pequeño comercio, día tras
día, año tras año, asustada por la facilidad
con que quedaba embarazada y por la dificultad con que llegaban,
cada mes, a pagar la cuota de la hipoteca. Quedó tendida
en su cama. Sus ojos se cerraron sin que, aparentemente, hubiera
sentido dolor. Dios lo había querido así. Y aunque
no lo decía, él esperaba una muerte igual de dulce,
en su cama, sin sufrimientos, como morían los viejos en su
tierra.
Había conocido a su mujer siendo ya mayor. Su
sentimiento no era comparable al de Macías el Enamorado,
pero era amor al fin y al cabo. Mantuvieron un prolongado
noviazgo, interrumpido por dos viajes del novio a su patria.
¿Qué había buscado durante esas
travesías? Nunca quiso confiárselo a nadie.
¿Deseaba regresar a su tierra? ¿Lo atenaceaba el
deseo de ver a los suyos? Sea por el motivo que fuere, lo cierto
es que las dos veces regresó, y luego del segundo regreso
se casó con la argentina hija de lombardos que con tanta
paciencia lo había esperado.
—¡Adiós, don Martín! —la
voz cantarina resonó en la tarde.
—¡Adiós, don Jesús!
¿Cómo va? —respondió el
inmigrante.
La escena se repetía, cotidianamente, siempre a
la misma hora, como una manera de comprobar que estaban vivos.
Uno, caminando lentamente; el otro, postrado en una silla de la
que mucho le costaba desprenderse. La independencia lo hubiera
hecho sentir inmensamente feliz.
Unos meses antes, yendo a visitar a la menor de sus
hijas, se había caído en la calle y habían
tenido que traerlo de vuelta. A partir de ese momento su
declinación fue veloz y evidente. El médico le
prescribió una dieta estricta, en la que no tenía
cabida lo que no había podido comer en su tierra y que
aquí estaba al alcance del más modesto bolsillo.
"¡El colesterol, don Martín, el colesterol",
decía el galeno, moviendo la cabeza. Debía
cuidarse, vigilar las comidas. Sus hijas observaron
puntillosamente las indicaciones del médico y el anciano
tuvo que contentarse con una cena distinta en la que le dejaron,
por suerte, el pan negro y las manzanas.
Para su cumpleaños —se sabía—,
el mejor regalo era un paquete de castañas. Ese era el
mejor festejo: calentarlas a fuego lento y luego saborearlas
despacio, degustando la reminiscencia de infancia, lejanía
y pobreza. No eran la magdalena sobre la que escribió
Proust, pero tenían los mismos poderes; diríase que
tenían la virtud mágica de corporizar vivencias y
escenarios, hasta confundir el entendimiento y hacerlo vacilar
sobre la realidad. Aspirando ese aroma, no sabía si estaba
en América, o si tenía quince años en su
aldea, su Cebreiro entrañable, a la que añoraba
volver.
Había venido a hacer la América,
desempeñando los más variados oficios, ahorrando
peso sobre peso. Como todos sus paisanos, estaba seguro de que le
aguardaba un futuro envidiable, de que cuanto ganara le
alcanzaría para vivir holgadamente y para enviar dinero a
sus padres, que ya estaban muy viejos para labrar.
¡Qué lejos estaba todo eso ahora, cuando veía
con amargura que ni siquiera lo dejaban salir solo a la esquina!
¡Qué amarga le parecía la vida que lo
postraba en esa silla, en su cama frente al televisor en blanco y
negro, donde cada domingo veía a Tato Bores!
Los sueños no se habían vuelto realidad.
Había podido vivir, comprar una casa, educar a sus hijas,
hacerlas estudiar, pero, de ninguna manera se había
convertido en el indiano del que escuchaba hablar con
admiración en su tierra. ¿Le habría faltado
talento? A otros les había ido muy bien, y a él no.
Conocía paisanos que habían amasado una fortuna
considerable, con su propio esfuerzo, sin perjudicar a nadie.
Quizás a él le había faltado visión,
porque lo que es esfuerzo, le sobró, lo mismo que a su
mujer. No había sabido encontrar el negocio justo, en el
momento adecuado, como sí supieron hacerlo otros que
vinieron de la aldea con él, en el mismo barco, en
idénticas condiciones.
Un día se acabaron las tardes bajo la parra. El
anciano presintió el fin, y recordó las tradiciones
de su tierra. Esas tradiciones decían que quien muriera en
Galicia podría resucitar cada noche y volver a su casa.
Podría velar el sueño de sus seres queridos,
sentarse a la vera de las rías, descansar bajo los
árboles que frecuentara en su vida terrenal. Si
moría lejos, nada de esto le sería dado.
Tendría una muerte común, como todas, lejos de las
creencias que quizás hubiera heredado de los celtas, tan
amigos de los duendes y los trasgos, del más allá y
sus misterios.
La única solución era regresar, pero era
imposible. Solo no podría hacerlo. Estaba inválido
y, aunque ya no tuviera que viajar en barco, sino en avión
unas pocas horas, nadie podía acompañarlo. No
había dinero; había que cuidar a los chicos que
iban a la escuela; no se podía desatender el trabajo,
aunque la situación no era tan crítica como la que
se vería años después.
No, el regreso era una quimera. Pero también
había sido una quimera la partida hacia América,
sesenta años antes. La diferencia estaba en que, en su
juventud, él decidía por sí mismo, sus
piernas le respondían y, con su hato de ropa y sus pocos
libros podía ir donde quisiera. Ahora necesitaba ayuda
para todo; dependía de sus hijas, de sus nietos, hasta
para tomar un vaso de agua.
Por otra parte, si volviera, ¿quién lo
cuidaría hasta que llegara el momento de reunirse con sus
muertos? ¿Quién lo acompañaría, una
vez más, a ver el Pórtico de la Gloria para
despedirse de él? Nadie tendría tiempo.
Sería un viejo solo en una tierra extraña, poblada
de jóvenes a los que no conocía, con los que no
podría compartir sus recuerdos.
Estas consideraciones, que lo obsesionaban, no mitigaban
su pena. Pensaba que iba a morir lejos, y eso lo desesperaba.
Él soñaba con la libertad de que gozaban las almas
en el más allá; sabía de sus
correrías y de sus visitas a los familiares. Se
decía que salían solas a caminar hasta que
clareaba, o que solían hacerlo en grupo, en la Santa
Compaña. Se moriría del todo, para siempre. Bueno,
contaba con la esperanza que le daba la Iglesia Católica,
la de purgar sus pecados y reunirse con los bienaventurados, en
la Presencia Divina. Pero —se decía— ya no iba
a poder volver a su tierra; el lazo se cortaría entonces
definitivamente.
Mi abuelo empeoró, y hubo que internarlo.
Intentaba recuperarse, pero ya era tarde. Su alta edad y lo
trajinado de su existencia conspiraban contra la mejoría
que ansiaba. Quería curarse para poder viajar. No lo
lograba. En el sanatorio pasó sus últimas noches,
sus últimas mañanas, añorando la libertad y
suspirando por su juventud. Se veía pescando con sus
hermanos, a orillas de la ría que surcaba el verde de la
pradera. Se veía peregrinando, orando, bebiendo,
festejando las efemérides de su tierra. Se encontraba
atado a la cama con barandas de metal, con el suero entrando a su
cuerpo por la vena del brazo, y quería escapar.
Asombraría a los nietos con la visita
inesperada.
Cuando llegó el final, él lo
presintió. Moriría rodeado de médicos y
enfermeras, con sondas y catéteres. Tratarían de
reanimarlo. Su corazón se pararía. Lo verían
en esa pantalla que tenía cerca de la cama. Nada
más lejano de la muerte campesina que deseaba, en paz, con
los suyos, con el cura de la aldea, que le hablaría de
Dios y le haría besar el crucifijo. Su alma celta
aceptaría la Extremaunción.
Dios le reservó una sorpresa. No lo dejó
volver a Galicia, como un espíritu noctámbulo, pero
lo llevó a un cielo de gaitas y muiñeiras.
Allí es feliz. En la eternidad encontró la tierra
añorada.
(1997)
(Este cuento fue distinguido con una Mención
Especial, en el Concurso Literario convocado en 1997 por el
Consejo Profesional de Ciencias Económicas de la Ciudad
Autónoma de Buenos Aires. Integraron el Jurado:
María Angélica Bosco, Eduardo Gudiño Kieffer
y Jorge Masciángioli. Recibió, además, el
Primer Premio en el Certamen convocado en 1997 por la revista el
gRillo. Dicho premio consistió en la publicación de
un volumen individual cuento-poesía; así
apareció Josefina en el retrato (Buenos Aires, el gRillo,
1998). Algunos de los cuentos de este volumen, y otros
inéditos en Internet, integran el libro digital Volver a
Galicia, publicado en Letras-Uruguay en 2005). Fue traducido al
gallego por alguien a quien no conozco:
http://blog.falabarato.net/2007/11/19/un-ceo-para-o-meu-avo/. Le
agradezco esta traducción; me emociona leer la historia de
mi abuelo en su propio idioma.
Volver a
Galicia
Yo, que perdí mis
cielos,
¡y soy tan pobre!
José González
Carbalho
Manuel murió, luego de una larga agonía,
sin haber podido regresar a la aldea. El Centro Gallego
ofrecía el pasaje gratuito a quienes hubieran pasado
más de treinta años sin volver a su tierra, pero la
salud del anciano le impidió aceptar este ofrecimiento. No
había consuelo para su pena. Cuando cerró los ojos,
tenía en su mano el escapulario que le había dado
su madre. Lo había conservado con él a lo largo de
su vida.
La muerte de María fue, si se puede, más
desgarradora. Había recibido poco antes una carta de sus
hermanos en la que le decían que ya estaban viejos, que si
no se veían pronto quizás ya no volvieran a verse.
Misivas como ésa eran moneda corriente entre los
inmigrantes de distintas nacionalidades. Los angustiaba pensar
que el plazo se terminaba. María no se animaba a viajar
sola, aun cuando la esperaran en Galicia; temía que el
corazón le jugara una mala pasada lejos de sus hijos.
Decían que había que ser muy fuerte para soportar
una segunda despedida, y ella no se sentía capaz de
resistirla. Por eso se conformaba con las cartas, con las fotos
que recibía en abultados sobres.
Con la parte que le tocó al vender el
inquilinato, más algo que había logrado ahorrar, la
hija mayor pudo emprender el viaje ansiado por sus padres.
Tardó mucho en alcanzar la suma necesaria; siempre
había necesidades imperiosas que atender: los gastos de la
casa, la crianza de un hijo, los medicamentos para la anciana que
se marchitaba lentamente, hablando de sus hermanas monjas, de su
hermano muerto. Sabía que el costo del viaje con el que
soñaba era muy grande para su menguado bolsillo, pero
también estaba convencida de que el regreso era una deuda
que tenía con sus mayores. Hasta que no lograra besar esa
tierra, nada tendría sentido para ella porque le faltaba
una parte de su existencia: el origen que la había llevado
a ser quien era.
Quería confrontar la realidad con la imagen que
tenía de Galicia. Sus padres decían que era la
tierra de las angustias económicas, de los sueños
que no se cumplían, de las ilusiones vanas… pero
también era la tierra en la que ellos habían sido
jóvenes y animosos, en la que habían escuchado
hablar de América. Quería conocer las aldeas de las
que habían partido, ver sus rías y admirar su
verdor. Quería escuchar las canciones con que María
los acunaba, plenas de ternura y añoranza.
Poco sabía de Galicia la hija, en definitiva. Lo
que había leído en las enciclopedias y los folletos
turísticos, y lo que había escuchado a sus padres.
Esto último no parecía muy objetivo, ya que algunas
veces la aldea era un paraíso terrenal y otras, era fuente
de amargura. Sabía también cómo recordaban
su tierra los gallegos que visitaban su casa, con trajes sobrios,
los días de fiesta. Había visto muchas fotos, de
personas y lugares, del pasado y del presente; había ido
con su madre a un cine del centro a ver Alma gallega, confirmando
que la morriña de los ancianos tenía razones
valederas.
Muchos españoles decidieron cortar los lazos que
los unían a su patria de origen; decían que
España los había abandonado, que no se acordaba de
ellos. Otros, como Manuel y María, siempre quisieron
regresar a los parajes de su infancia, aunque sólo de
visita. Fernanda no creía que desearan volver a vivir
allí, teniendo hijos y trabajo en América, pero se
desesperaban por abrazar nuevamente a sus hermanos. María
no había vuelto a ver a su familia en cuarenta y dos
años; Manuel, en cuarenta. Los hijos sabían que
este anhelo incumplido ensombrecía su esquiva
felicidad.
La hija se había propuesto acompañarlos;
se los decía a menudo, pero murieron antes de poder
concretar ese sueño. La oportunidad de viajar,
aprovechando un simposio, se presentó cuando ellos ya no
estaban. "Pai, nai, ustedes están volviendo —les
dijo cuando fue a llevarles flores, antes de partir—. En
mí, es su sangre la que regresa". La mujer no supo si
desde su última morada los ancianos la habrían
escuchado, pero sintió una mano que la
bendecía.
Confortada por esa sensación, sin duda producto
de su mente, ultimó los preparativos. No olvidó
llevar las direcciones de los parientes. Sobrevivían unos
tíos, y tenía primos de su edad a quienes
quería conocer. Le interesaba sobremanera ubicar a un
tío, hermano de su padre. De él le había
hablado largamente el emigrante, en esas tardes que sólo
podían amenizar la radio y los juegos infantiles.
Sabía del gran afecto que se profesaban y que la venida a
América no había logrado aminorar; sabía que
este sentimiento era correspondido por Andrés, el menor de
los hermanos, quizás el que más había
sufrido la separación.
En Madrid el día había amanecido soleado,
aunque frío. Fernanda se dirigió a la
estación de ómnibus y sacó un pasaje para el
micro que iba por la Autopista Radial hasta A Coruña.
Descendiendo en Baamonde, a pocos kilómetros de Lugo,
ahí nomás tendría Pígara, el pueblo
de su padre, y San Juan de Alba, el de su madre. Sin embargo, no
era a ninguno de esos adonde se dirigía ese día,
sino a Muras, donde vivía Andrés, quien
—suponía— la acompañaría a hacer
el recorrido entrañable para el que había reservado
varios meses. Al atardecer bajó del micro maravillada;
había pasado por muchos lugares que para ella eran hasta
ese momento una leyenda: Ávila, Valladolid, Zamora,
León.
Fernanda caminaba por el angosto sendero que llevaba a
la casa de su tío; buscaba una casa blanca, de dos
plantas, con el techo pintado de verde. Cargaba su pequeño
bolso en el que guardaba la cámara de fotos que
eternizaría cuanto viera. De lejos divisó a un
hombre que miraba plácidamente a los transeúntes.
Aunque anciano, se lo veía saludable. Se parecía
enormemente a su padre; este parecido físico la
conmovió.
Pensaba en la sorpresa que le daría. El
tío Andrés no sabía que ella había
viajado, ni estaba enterado del congreso de Filología que
se había realizado en Madrid; la sobrina no había
querido adelantárselo por miedo a que algún
obstáculo surgiera sobre la marcha. Una decepción
así hubiera sido muy difícil de sobrellevar para
quien había padecido tanta lejanía, tantas muertes,
tanta esperanza sin sentido.
Llegó frente a él y lo saludó
emocionada. Los ojos del anciano, clarísimos, le
recordaron los de su padre.
—¡Buenas tardes, tío! —dijo con
voz temblorosa.
—¡Buenas tardes, buenas tardes!
—contestó el gallego sin prestarle demasiada
atención. Fernanda se quedó perpleja; la frialdad
del anciano la confundió. Había olvidado que en
Galicia "tío" no implicaba parentesco; era un tratamiento
corriente. Por otra parte, él no esperaba ninguna visita
desde un lugar tan remoto; a la luz de este razonamiento, la
actitud del anciano resultó comprensible a la
sobrina.
Entonces, ella le dijo que era la hija de Manuel, su
hermano, el que había embarcado en Vigo en 1905 rumbo a
Manzanillo, el que había muerto en Buenos Aires, deseando
volver a Pígara, años atrás. Al anciano se
le llenaron los ojos de lágrimas. Fernanda sintió
que su padre revivía. Lloraron abrazados: él,
sintiendo que los recuerdos se agolpaban en su memoria; ella,
sintiendo en ese abrazo que había encontrado la parte de
sí que le faltaba.
Él contó de sus afanes, sus desvelos, sus
lutos. Le contó ella que quería escribir un libro
sobre sus padres, sobre sus pequeñas victorias. Le sobraba
material, pero le faltaba la vivencia, la experiencia directa que
pudiera darle vida a la palabra. Conocía la
evocación de los emigrantes, pero necesitaba vivir ella
misma cuanto había escuchado, tocar la pizarra con que
hacían las casas, caminar por esas sendas que
habían andado los zuecos gastados de sus
mayores.
El anciano la escuchaba, atento; lo mismo hacía
ella. Sobre el armario, la foto de casamiento de Manuel y
María, amarillenta, era testigo de ese diálogo. El
sueño de sus padres se había concretado:
habían vuelto, por fin.
Fernanda le contó al tío sobre su vida,
abrasada por dos fuegos, el de España y el de
América. Le contó que tenía un hijo en el
que se unían la sangre gallega y la escocesa. "¡Todo
un celta!", pensó el anciano en voz alta. "El es el
retoño americano de la sangre que cruzó el mar
—dijo la sobrina. Es la promesa. ¿La historia se
repite? Quiera Dios que no tenga que emigrar".
(1997)
Mis
poemas
De España
I
Rosalía, triste,
junto a la ventana,
escribe al amor
de la antigua llama.
Doliente y hermosa,
la tierra gallega,
crece entre sus manos,
libre, sin fronteras.
II
A más de cien años, Gustavo
Adolfo,
el espíritu, desafiando el
tiempo,
te aproxima.
Porque el amor que cantaste nos
enaltece,
porque el ideal es aún
inalcanzable,
vive tu verso.
III
Baroja, de ti,
la edad debiera alejarme.
Poca es,
para tanto escepticismo.
Sin embargo,
tu vivencia me transmites,
de un siglo a otro,
perdurando.
(1990)
"De España" fue uno de los tres
poemas presentados en 1994 en el Concurso Literario convocado por
el Consejo Profesional de Ciencias Económicas de Buenos
Aires, Categoría Familiares de Profesionales. Esos poemas
fueron distinguidos con el Segundo Premio por el Jurado que
integraron María Angélica Bosco, Nicolás
Cócaro y Eduardo Gudiño Kieffer.
El poema fue distinguido con el 5°
Premio en el Concurso Ricardo Güiraldes convocado por FATSA
en 1992. Presidió el Jurado, Abel Osvaldo Lema.
Airiños
Que te quedes, hijo,
aquí, yo te pido.
Muy lejos están
los que ya han partido.
No pidas, nai, eso.
No pidas, te ruego;
soy joven, tú sabes,
me quema ese fuego.
Eres joven y fuerte,
mas yo moriré
un día, muy sola,
sin volverte a ver.
Airiños,
airiños,
me verán volver,
muy rico y casado
con buena mujer.
Como al principio
A mi abuela gallega,
que murió sin poder volver a su
tierra
Yace su silencio, despojado,
al pie de ominosas,
inconmensurables
lejanías.
Su silencio, entre nosotras,
es el fruto fatal
que el tiempo deja.
Si antes las palabras eran
todo,
hoy son el eco desvalido
de su implacable ausencia.
Le hablo, y al evocarla,
hallo solamente
el fantasma de su esencia.
Se fue hace muchos
años.
Yo era niña aún.
No pude comprender
ese silencio suyo
de añoranzas y
recuerdos
de su Galicia natal, bruma
eterna.
Me dejó, por fortuna,
las historias de familia
que testimonian su lucha.
Esas historias de desdicha,
de amargura, que trajo
al llegar a la nueva tierra.
Se fue, Dios quiera, a su
aldea,
sus rías y su falar
galego.
Su herencia pervive en los
momentos
en que las miradas se
ensombrecen
y el destino, esquivo, nos une otra
vez,
como al principio.
Peregrinos
Hoy, conmovida, bendigo mi
sangre,
que vivió la guerra, que supo del
hambre.
ancianos me hablan de tiempos ya
idos;
historias me cuentan de años
perdidos.
Tan solos vinieron, en lentos
navíos.
Traían sus sueños,
quizás desvaríos.
Tan tristes sus pasos, sombrío el
semblante,
llegan a esta tierra, humildes,
errantes.
Dejaron su aldea, en pos de un
camino.
Son muchos, son miles, estos
peregrinos.
El puerto los llama, lejano,
ajeno,
les hace promesas, les abre su
seno.
Recuerdo su gesta, pasado ya un
siglo:
fueron inmigrantes, criaron sus
hijos.
En la tierra nueva, con llanto
regada,
descansa su alma, por siempre
expatriada.
En ellos admiro, la fuerza, el
tesón,
que los animaron con tanta
pasión,
a buscar un cielo, más allá
del mar,
cuando, agobiados, debieron
emigrar.
Sus nietos honramos las glorias
cotidianas
con que ellos despertaron cada
mañana.
Somos su legado, somos su
triunfo,
por eso es que así rendimos
tributo
a su dolor, a su proeza, a la
maravilla
que hicieron sembrando aquí la
semilla.
Mi abuelo
quizá más lo
primero
que lo segundo
y también
viceversa
Mario Benedetti
Dos patrias
tuvo mi abuelo.
Una,
la de la cuna.
Otra,
la de la tumba.
Una,
la de la infancia y la
mocedad,
la de los sueños y la
esperanza.
Otra,
la de la madurez y la
enfermedad,
la del desengaño y la
añoranza.
Allá,
fue joven y valiente.
Aquí,
fue mayor y resignado.
Fue gallego y argentino.
Y —como dice el
poeta—
"quizá más lo
primero
que lo segundo
y también
viceversa"
(2008)
Tercer Premio del Concurso Literario del
Consejo Profesional de Ciencias Económicas (familiares de
matriculados). Jurado: Paula Margules, Horacio Semeraro y
Fernando Sánchez Sorondo. Buenos Aires, noviembre de
2008.
Algunos Inmigrantes y
Exiliados Destacados
Docentes
Josefa Emilia Sabor "En 1939 egresó de la
Facultad de Filosofía y Letras de la UBA con el
título de profesora, y en 1946, como bibliotecaria. (…)
Realizó en ella toda su carrera docente, culminando como
profesora titular con dedicación exclusiva de la rama
Referencia-Bibliografía–Documentación del
Dpto. correspondiente. (…)". (Sosa de Newton, Lily: Diccionario
Biográfico de Mujeres Argentinas. Buenos Aires, Plus
Ultra, 1986). En 2005 se anuncia, "La profesora Josefa Emilia
Sabor recibirá el próximo 7 de abril el primer
premio de la categoría "Historia" de los
Premios Nacionales otorgados por
el gobierno argentino a los intelectuales,
científicos y artistas de todo el país"
(1).
Darío Lamazares es el representante legal del
Instituto Santiago Apóstol. "Lamazares, hoy con 74
años y dos hijos argentinos, llegó al país a
los 14. Venía de un pueblito conocido como Antas de Ulla,
con apenas la primaria completa. "Fui un autodidacta, me
formé en la calle, y como la mayoría de mis
compatriotas sufrí la falta de instrucción. Este
país nos dio todo, los mismos derechos que sus
hijos, y la escuela es una forma de pagar esa deuda",
explicó" (2).
Notas
1 "POR SU LIBRO SOBRE DE ANGELIS DENTRO DE LA
CATEGORÍA "HISTORIA" Josefa Sabor recibe el Premio
Nacional", en Boletín Informativo Electrónico del
Centro de Estudios de Bibliotecología de
la Sociedad Argentina de Información,
N° 18, Abril de 2005, www.sai.com.ar
2 Beltrán, Mónica: "La primera escuela
gallega que enseña a chicos argentinos", en Clarín,
Buenos Aires, 25 de abril de 1999
Editores
En "Los sueños de un profeta", Tomás Eloy
Martínez recuerda a Paco Porrúa:
"Una tarde de domingo conocí en la casa de
Victoria Ocampo al primer editor profesional de mi vida. Yo
suponía entonces que los editores debían parecerse
a Victoria y hacer un poco de todo: escribir, traducir, publicar
revistas y pasear por Buenos Aires a los grandes personajes de
ultramar. Como buen provinciano de veinte años,
vivía yo en un mundo de ideas fijas, donde las personas y
las cosas debían parecerse a lo que me habían dicho
que eran".
"El editor me habló, en cambio, de una
profesión que era tan azarosa como un juego de
dados. Se llamaba Antonio López Llausás. Me
contó que era catalán (ya lo advertía su
acento, puntuado por elles rotundas) y que los fragores de
la Guerra Civil Española lo habían
expulsado a Francia, de donde lo rescataron Victoria Ocampo
y Oliverio Girondo para que fueragerente general de la
empresa que acababan de fundar: Sudamericana. La nueva
editorial se abriría como un afluente de Sur, el sello de
Victoria".
"Un editor no debe dejarse conmover por
el éxito ni por el fracaso -me dijo aquella
tarde-. Tiene que publicar sólo los libros en los que
cree. Si no lo hace, más vale que se ocupe de otra cosa."
Era un hombre calvo, afable, que parecía de otro
siglo, aunque debía de tener poco más de cincuenta
años. Semanas más tarde me llamaron de su parte
para invitarme a conocer los enormes depósitos que
Sudamericana tenía en la calle Humberto I de Buenos Aires.
Entre las novelas rozagantes de Manuel Mujica Lainez y Salvador
de Madariaga, descubrí, en un rincón del fondo,
algunos tesoros".
(…)
"Cuando lo conocí, en 1959, era ya un editor de
enorme prestigio, con varios premios Nobel en su catálogo
(Thomas Mann, François Mauriac, Hermann Hesse, Steinbeck,
Faulkner, Hemingway) y una oficina llena de manuscritos
esperando turno. Le pregunté cómo hacía para
no quedar mal con los escritores que aspiraban a su patrocinio y
me contestó lo que les decía a todos: "Nunca
publico nada sin la aprobación de mi lector desconocido".
Cuando la gente quería saber quién era,
López Llausás cambiaba de tema".
"Durante mucho tiempo creí que el
lector desconocido era un ardid, hasta que averigüé
que se trataba de una persona de carne y hueso. Se
llamaba Francisco Porrúa, y tenía tal
vocación de anonimato que hizo falta el inmenso
éxito de la literatura latinoamericana en los
años 60, del que es uno de los responsables, para sacarlo
de la cueva".
"Porrúa era reservado hasta la mudez y
lúcido hasta la extenuación. De los cientos de
lectores que he conocido, pocos -o ninguno- tienen su olfato y su
perspicacia. Llegó a la editorial en 1955 de la mano de
Jorge López Llovet, hijo de don Antonio y subdirector de
Sudamericana en aquellos años. A Jorge le había
interesado el buen criterio con que Porrúa manejaba su
pequeña editorial, Minotauro, y lo invitó a ser su
asesor. Se quedó allí hasta 1971 y se marchó
a Barcelona en 1977, porque ya no podía soportar -es lo
que me dijo mucho después- tantas historias
de muerte en la Argentina".
"Porrúa fue sacando de la manga nombres como los
de Cortázar, Italo Calvino, Ray Bradbury, Alejandra
Pizarnik y Marechal, hasta que en 1967 atrajo también al
entonces desconocido Gabriel García Márquez.
Cuando murió López Llovet, en 1962, don Antonio
dejó que Porrúa se encargara por completo de
la selección de libros, reservando para
sí sólo la relación con aquellos escritores
a los que consideraba "de la casa". Después de Cien
años de soledad, ser un autor de Sudamericana se
convirtió casi en un sello de honor para cualquier creador
de ficciones, tanto en Perú como
en México y Venezuela" (4).
"Se sentía argentino, pero nunca olvidó
sus raíces gallegas, ya que fue en Galicia donde
creció como niño y adolescente y recibió su
primera educación. No había cumplido los dos
años cuando en 1924 llegó con su familia (siguiendo
a su padre, marino mercante) a la Patagonia, donde se afincaron
en la población costera de Comodoro Rivadavia, un
asentamiento petrolero. Pero su madre enfermó y, con ella,
volvió a Galicia (a Corcubión y a Ferrol, donde
residía y trabajaba su abuelo Francisco Fernández
Abelenda). Poco antes de la Guerra Civil viajaron de nuevo a la
Patagonia, cuyos desiertos Paco dejó a los 18 años
para estudiar en Buenos Aires (casi 1.500 kilómetros al
norte) en la Facultad de Filosofía y Letras"
(5).
Fue inmigrante el editor Arturo Cuadrado Moure. Acerca
de su arribo a la Argentina, escribe Dora Schwarztein:
"El 5 de noviembre de 1939, a bordo del Massilia,
llegaron exiliados con destino a
Chile, Paraguay y Bolivia. " "No permiten ni
asomarse a los ojos de buey a los intelectuales españoles
en tránsito", titulaba el diario
local Noticias Gráficas la noticia del
arribo del Massilia al puerto de Buenos Aires, "Las medidas
adoptadas contra el grupo de intelectuales y artistas
españoles son de un rigorismo que sólo
tratándose de peligrosos confinados se hubieran
aceptado…. Un marinero nos informó que los
españoles refugiados tenían orden de que nadie se
aproximara a ellos y menos que se asomaran por los ojos de buey.
Es lamentable lo que ha ocurrido. No sabemos ni nos interesa
saber quién ha dado la orden terminante de que ese grupo
de gente que representa de modos distintos a
la cultura y el cerebro de España
permanezca en la sombría situación de los
delincuentes incomunicados" " (6).
El escritor Rodolfo Alonso afirma, refiriéndose a
los exiliados gallegos, que "si Buenos Aires -y con ella la
Argentina- hacía ya mucho tiempo que estaba recibiendo a
cientos de miles de inmigrantes (obligados a abandonar una
Galicia feudal y sin futuro, que no podía mantenerlos ni
educarlos), a partir de la injusta derrota republicana en 1939
vería llegar otra clase de viajeros: los
exiliados. Eran poetas, artistas, políticos, periodistas,
científicos, universitarios, sindicalistas, editores. Que,
firmemente afianzados en su colectividad, entonces
mayoritariamente republicana, y reunidos alrededor de una figura
ejemplar: Alfonso R. Castelao, no
sólo líder político sino en
realidad un humanista, durante décadas convirtieron a
Buenos Aires en la auténtica capital de la cultura gallega
enmudecida en su tierra por el franquismo" (7).
Cuadrado Moure evoca su juventud: "Tuve el capricho
y la suerte de entregarme a la famosa generación del
98 español. Fueron mis amigos y maestros
don Ramón María del Valle Inclán, don
Miguel de Unamuno, don Pío y Baroja, Ortega y Gasset. Con
ellos he vivido, con ellos he aprendido a luchar y también
a vencer. Porque en mi generación no sabemos de derrotas,
no. Hemos sufrido persecución, guerras,
cárcel, exilio y todo se ha transformado en una
canción. (…)
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