¿Las políticas de Trump perjudican o benefician a la Unión Europea? (Parte II) (página 8)
Hay quien piensa que Trump es un ingenuo que admira a hombres fuertes como Putin; otros, que es una herramienta de la inteligencia rusa desde hace mucho tiempo. En todo caso es casi seguro que hay una historia no revelada, una que podría destruir al gobierno de Trump, si se llegan a confirmar ciertos rumores escabrosos. Ya sabemos que algunas fechas y detalles clave del tristemente célebre "dossier" sobre las relaciones de Trump con Putin, compilado por un ex oficial de la inteligencia británica, fueron verificados.
Hay cada vez más evidencia circunstancial que indica que Trump recibe apoyo económico ruso hace décadas. Es posible que oligarcas rusos hayan salvado a Trump de la bancarrota, y se dice que uno de ellos viajó a varios de los lugares que visitó Trump durante la campaña, tal vez cumpliendo la función de intermediario con el Kremlin. Y muchos altos miembros del equipo de Trump (entre ellos el primer jefe de campaña, Paul Manafort; el recién eyectado asesor de seguridad nacional, Michael Flynn; el ex director ejecutivo de ExxonMobil y ahora secretario de Estado, Rex Tillerson; y el magnate de las finanzas y secretario de comercio, Wilbur Ross) tienen tratos comerciales significativos con Rusia o con oligarcas rusos.
La segunda versión de Trump es el empresario codicioso. Trump parece decidido a transformar la presidencia en otra fuente de riqueza personal. Casi cualquier persona consideraría que llegar a presidente es una recompensa en sí misma, una que no necesita canjearse por dinero (al menos no durante el mandato). Pero con Trump es distinto. Contra todas las normas anteriores, y en infracción de los criterios fijados por la Oficina de Ética del gobierno estadounidense, Trump ha decidido conservar su imperio empresarial, mientras miembros de su familia maniobran para monetizar la marca Trump en nuevas inversiones en todo el mundo.
El tercer Trump es un populista y demagogo. Es una fuente incesante de mentiras, que descarta las inevitables correcciones publicadas por los medios denunciándolas como "noticias falsas". Por primera vez en la historia moderna de los Estados Unidos, el presidente se ha dado a demonizar agresivamente a la prensa. La semana pasada, la Casa Blanca excluyó al New York Times, la CNN, Politico y Los Angeles Times de una reunión informativa del secretario de prensa con periodistas.
Según algunas interpretaciones, la demagogia de Trump está al servicio de su jefe de estrategia, Stephen Bannon, promotor de una oscura visión de una futura guerra de civilizaciones. Trump está incitando el máximo temor posible para crear un nacionalismo chauvinista violento. Después de la Segunda Guerra Mundial, Hermann Göring dio desde su celda en Núremberg una explicación espeluznante de la fórmula para hacerlo: "Siempre se puede conseguir que la gente haga lo que quieren los líderes. Es fácil. Sólo hay que decirles que están siendo atacados y acusar a los pacifistas de no tener patriotismo y de poner el país en peligro. Funciona igual en cualquier país".
Otra teoría es que los tres Trumps (el amigo de Putin, el maximizador de su riqueza y el demagogo) son en realidad uno solo: Trump el empresario recibe hace tiempo apoyo de los rusos, que lo usaron durante años como fachada para lavar dinero. Podría decirse que se sacaron la lotería: con una apuesta pequeña (manipular el resultado de una elección que seguramente no esperaban que Trump ganara) consiguieron un premio enorme. Según esta interpretación, los ataques de Trump a la prensa, a las agencias de inteligencia y al FBI buscan concretamente desacreditar a estas organizaciones en previsión de futuras revelaciones sobre los tratos de Trump con Rusia.
Quienes vivimos el Watergate recordamos lo difícil que fue obligar a Richard Nixon a dar explicaciones. Si no hubieran salido a la luz las grabaciones secretas registradas en la Casa Blanca, es casi seguro que Nixon hubiera evadido el juicio político y concluido su mandato. Lo mismo vale para Flynn, que mintió una y otra vez a la opinión pública y al vicepresidente Michael Pence en relación con sus comunicaciones con el embajador ruso antes de asumir su cargo y que, igual que Nixon, tuvo que renunciar sólo porque sus mentiras quedaron grabadas (en este caso, por agencias de inteligencia estadounidenses).
Cuando las mentiras de Flynn salieron a la luz, la reacción de Trump (típica de él) fue defenderlas y atacar la filtración. La principal lección de Washington, y de la política del hombre fuerte en general, es que la mentira es el primer recurso, no el último.
Si hay suficientes congresistas honestos, una mayoría, consciente de que los republicanos no investigarán a miembros de su partido (algo que el senador republicano Rand Paul dejó bien claro al declarar que "no tiene sentido"), exigirá una investigación independiente de los vínculos de Trump con Rusia. Trump parece decidido a aumentar la presión sobre el FBI, las agencias de inteligencia, los tribunales y los medios para que desistan.
Los demagogos sobreviven con el apoyo público, que tratan de mantener apelando a la codicia, el nacionalismo, el patriotismo, el racismo y el miedo. Llenan de dinero efímero los bolsillos de sus simpatizantes, mediante rebajas impositivas y transferencias de ingresos que financian aumentando la deuda pública (y que las generaciones futuras paguen la factura). Hasta ahora, Trump mantuvo a los plutócratas estadounidenses contentos con promesas de rebajas impositivas inviables, al tiempo que mesmerizaba a sus seguidores trabajadores blancos con decretos para la deportación de inmigrantes ilegales y una veda al ingreso de viajeros procedentes de países de mayoría musulmana.
Nada de esto colaboró con la popularidad de Trump. Sus índices de aprobación son históricamente bajos para un presidente nuevo: alrededor del 40%, con aproximadamente un 55% de desaprobación. Las anulaciones judiciales de sus decretos, las peleas con los medios, las tensiones derivadas del aumento del déficit presupuestario y nuevas revelaciones respecto de Trump y Rusia mantendrán a la opinión pública en ebullición, y es posible que el apoyo a Trump se evapore.
En ese caso, es más probable que los líderes republicanos se rebelen contra Trump. Pero nunca hay que subestimar la disposición de un demagogo a usar el miedo y la violencia (incluso la guerra) para mantener el poder. Una tentación en la que Trump puede caer fácilmente si, como dicen, Putin es su socio y apoyo.
(Jeffrey D. Sachs, Professor of Sustainable Development and Professor of Health Policy and Management at Columbia University, is Director of Columbia"s Center for Sustainable Development and of the UN Sustainable Development Solutions Network. His books include The End of Poverty )
– "Estados Unidos primero": ¿también en regulación financiera? (Project Syndicate – 1/3/17)
Londres.- Mientras el presidente Trump lucha para llenar su administración de simpatizantes que lo ayuden a convertir los tuits en políticas, no se detiene el éxodo de funcionarios nombrados por Obama en el gobierno federal y otras agencias. Para el mundo financiero, una de las partidas más significativas fue la de Daniel Tarullo, director de la Reserva Federal que condujo su trabajo en regulación financiera los últimos siete años.
Sería exagerado decir que Tarullo gozó del aprecio de todos en la comunidad de los banqueros. Tarullo fue el principal promotor de un gran incremento de los ratios de capital en Estados Unidos y en otros países; un duro negociador, con un fino instinto para detectar pedidos de trato especial infundados de las compañías financieras. Pero su renuncia será saludada en Europa con lágrimas de cocodrilo. A los bancos europeos, e incluso a sus reguladores, les preocupaba su encendida defensa de la introducción de normas aún más estrictas en el Acuerdo de Basilea 3.5 (o Basilea 4, como gustan llamarlo los banqueros), que de implementarse según la propuesta estadounidense, exigirían nuevos incrementos sustanciales de la capitalización de los bancos europeos en particular. Tras su partida, el destino de estas propuestas es incierto.
Pero Tarullo también fue un entusiasta promotor de la cooperación internacional en materia de regulación (y puede mostrar sus millas de viajero frecuente para probarlo). Presidió varios años el Comité Permanente de Cooperación Supervisora y Reguladora, una dependencia poco conocida pero importante del Consejo de Estabilidad Financiera (FSB por su sigla en inglés). Su dedicación a trabajar codo a codo con colegas de organismos internacionales como el FSB y el Comité de Supervisión Bancaria de Basilea, con el fin de alcanzar acuerdos globales en cuestiones regulatorias que permitieran a los bancos competir en condiciones parejas, fue innegable.
Ya hay algunos que en su momento lo criticaron abiertamente y ahora están preocupados por su partida. ¿Quién lo reemplazará? La ley Dodd-Frank de 2010 creó un puesto (que siempre estuvo vacante) de vicepresidente en la Junta de la Reserva Federal, encargado de dirigir el trabajo de la Reserva en temas regulatorios. ¿Tendrá el futuro designado de Trump la misma actitud internacionalista de Tarullo? ¿O acaso su principal tarea será erigir un muro regulatorio que proteja a los bancos estadounidenses de normas internacionales?
Todavía no conocemos las respuestas a estas preguntas, pero una carta enviada el 31 de enero por Patrick McHenry, vicepresidente del Comité de Servicios Financieros de la cámara baja del Congreso estadounidense, a la presidenta de la Reserva, Janet Yellen, alarmó a los observadores. McHenry no se anduvo con rodeos, y escribió: "A pesar del claro mensaje enviado por el presidente Donald Trump respecto de priorizar los intereses de Estados Unidos en las negociaciones internacionales, parece que la Reserva Federal sigue negociando criterios regulatorios internacionales para las instituciones financieras, con burócratas globales, en el extranjero, sin transparencia, responsabilidad o autoridad para hacerlo. Esto es inaceptable".
En su respuesta fechada el 10 de febrero, Yellen rechazó de plano los argumentos de McHenry. Señaló que la Reserva Federal tiene de hecho la autoridad que necesita, que los acuerdos de Basilea no son vinculantes y que, en cualquier caso, unos "criterios regulatorios firmes mejoran la estabilidad del sistema financiero estadounidense" y promueven la competitividad de las empresas financieras.
Pero la historia no está terminada. Las líneas de batalla están trazadas, y la carta de McHenry muestra la clase de argumentos que emplearán en el Congreso algunos republicanos cercanos al presidente. Siempre hubo en Washington una línea de pensamiento que rechaza los compromisos con el extranjero, en esta y otras áreas. Si bien los argumentos de Yellen son correctos, el derecho de la Reserva Federal a participar en negociaciones internacionales no implica obligación de hacerlo, y la persona que resulte designada en lugar de Tarullo tal vez sostenga que tiene obligación de no hacerlo.
Este cambio de dirección puede generar tensiones dentro de la Reserva Federal, y no está claro en qué lugar dejaría al FSB o incluso al Comité de Basilea. En los primeros días del Banco de Pagos Internacionales (lugar donde funciona la secretaría del Comité de Basilea) allá por los treinta, el gobierno de Estados Unidos no aceptó un puesto en la junta, y su representación quedó a cargo de JP Morgan. Cuesta ver que ese esquema pudiera funcionar hoy.
La importancia de estas cuestiones para Europa no es tangencial. Las directivas de capitalización europeas suelen trasladar los acuerdos de Basilea al ámbito de la legislación europea. Si el proceso de Basilea se detiene, será mucho más difícil alcanzar acuerdos transatlánticos, que son el fundamento crucial de los mercados de capitales occidentales.
A esto se agrega la complicación del Brexit. De no mediar un acuerdo especial entre la nueva Unión Europea de 27 miembros y el Reino Unido, los reguladores británicos y de la UE se reunirán en Basilea, no en la Autoridad Bancaria Europea. Si Basilea se convierte en un mero foro deliberativo sin capacidad real de fijar normas firmes, se habrá roto otro eslabón clave de la cadena, y al RU le será más difícil sostener que si los bancos londinenses cumplen las normas internacionales, debe otorgárseles trato igualitario en la UE.
Ahora que los bancos centrales tienen que despedirse del "verdugo" conocido, la regulación financiera entra en un período de gran incertidumbre, y de mucha ansiedad para los encargados de la formulación de políticas, que aguardan un anuncio desde la residencia de Trump en Mar-a-Lago (Florida). No se han visto candidatos probables a un puesto en la Reserva Federal ni al lado de las piscinas ni en el campo de golf, pero la decisión ha de estar cerca. Todo puede pasar, y todo el mundo financiero contiene el aliento.
(Howard Davies, the first chairman of the United Kingdom"s Financial Services Authority (1997-2003), is Chairman of the Royal Bank of Scotland. He was Director of the London School of Economics (2003-11) and served as Deputy Governor of the Bank of England and Director-General of the Confederation of )
– Un paso atrás desde el inicio de Trump (Project Syndicate – 1/3/17)
Stanford.- Las primeras semanas de la presidencia de Donald Trump contuvieron lo que pareció ser un año de actividad y encono. Los medios estadounidenses "hablan sólo de Trump, todo el tiempo" -y tuvieron una buena dosis de combustible-. Entre las medidas iniciales de Trump para "sacudir" a Washington, que incluyeron una prohibición de hacer lobby durante cinco años y aprobaciones de proyectos que el presidente Barack Obama había bloqueado, cometió algunos errores graves -y evitables.
Trump está lejos de ser el primer presidente en llegar a la Casa Blanca con la intención de sacudir las cosas. El presidente Jimmy Carter lo intentó, pero inmediatamente entró en conflicto con el liderazgo de su propio partido en el Congreso -y, subsiguientemente, tuvo problemas para lograr algún objetivo-. Por ejemplo, el Congreso convirtió el recorte de impuestos para dividendos que él había propuesto en uno para ganancias de capital.
El sucesor de Carter, Ronald Reagan, fue mucho más exitoso en su intento por imponer reformas para los recortes impositivos, así como en fomentar la escalada militar que sirvió para ganar la Guerra Fría. Pero no pudo frenar el gasto.
Bill Clinton intentó rehacer el sistema de atención médica de Estados Unidos. No pudo hacerlo, lo cual derivó en una impresionante derrota para los demócratas en las elecciones parlamentarias de mitad de mandato en 1994. La gente se queja del desorden en la administración Trump, pero la Casa Blanca de Clinton estaba tan desorganizada que tuvo que nombrar a Leon Panetta como jefe de Gabinete y a David Gergen como asesor de comunicaciones para enderezar el barco.
Ahora es el turno de Trump de intentar una sacudida, y lo está encarando de manera diferente que sus antecesores. Pero Trump no puede cambiar las reglas de juego unilateralmente; debe trabajar dentro de las restricciones de las muchas instituciones mediadoras del gobierno de Estados Unidos y de un sistema fuerte de mecanismos de control.
Muchas de las prioridades de Trump en materia de políticas -incluida la reforma impositiva, cierta desregulación, una escalada militar, el gasto en infraestructura y el rechazo y sustitución de la Ley de Atención Médica Asequible- requerirán legislación. Eso significa armar coaliciones parlamentarias ganadoras. Muchos de los que respaldan, digamos, los recortes impositivos y la desregulación se opondrán a sus incrementos del gasto y exigirán una reforma de la seguridad social.
Trump también tendrá que lidiar con las cortes, que ya se pronunciaron en contra de su temprana orden ejecutiva de prohibir la entrada a Estados Unidos de cualquier persona proveniente de siete países de mayoría musulmana. Pero su reprimenda de las cortes y los jueces que revocaron su prohibición de viajar palidece en comparación con el ataque de Obama a la Corte Suprema durante su Discurso del Estado de la Unión en 2010. Y ninguno de los dos representaba una "amenaza para la democracia" comparado con la propuesta del presidente Franklin D. Roosevelt de llenar la Corte Suprema de jueces adicionales que apoyarían su programa económico.
El tiempo dirá si Trump y su equipo desarrollan la capacidad y la paciencia para trabajar de manera efectiva dentro del sistema al que se opusieron, aceptando acuerdos para alcanzar el éxito. (La última reforma impositiva importante llevó dos años). Carter no lo hizo y falló; Reagan lo hizo con frecuencia y triunfó. Clinton finalmente también tuvo éxito al cooperar con los republicanos en el Congreso para reformar los beneficios sociales y equilibrar el presupuesto.
Ahora bien, en materia de asuntos externos, el presidente estadounidense tiene una autoridad sustancial. Trump ha desconcertado a algunos aliados de Estados Unidos, inclusive alimentando dudas sobre el compromiso de Estados Unidos con la OTAN. Los funcionarios de su Gabinete recientemente han intentado tranquilizar a esos aliados, insistiendo a la vez en que se ocupen de los déficits en materia de gasto de defensa. Como sea, las reuniones iniciales de Trump con los líderes del Reino Unido, Japón, Canadá e Israel fueron positivas.
En el ámbito del comercio, las declaraciones de Trump también han sido algo desconcertantes. Más allá de retirarse del Acuerdo Transpacífico, ha sugerido renegociar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y amenazó con imponer aranceles elevados a las importaciones chinas. Pero el Congreso puede empujar a Trump hacia una estrategia más moderada. Recordemos que Obama también hizo campaña en contra del TLCAN.
Sin duda, Trump tiene razón en que encontrar mejores mecanismos de ajuste para los obreros excluidos en Estados Unidos es una deuda de hace mucho tiempo. Pero el comercio, en conjunto, ha hecho más bien que mal y la abrumadora mayoría de pérdidas de empleos en la industria en el mundo desarrollado ha resultado de los avances tecnológicos como la automatización.
Afortunadamente, Trump cuenta con un equipo fuerte para ayudar a navegar cuestiones complejas de política exterior. Ha hecho algunos nombramientos excelentes para el gabinete, inclusive de tres personas que conozco bien: el secretario de Defensa James Mattis, el secretario de Estado Rex Tillerson y la secretaria de Transporte Elaine Chao. Son personas inteligentes con una gran integridad, habilidades interpersonales sólidas y una excelente capacidad de gestión. Le dirán a Trump lo que necesita oír. El candidato de Trump para la Corte Suprema, Neil Gorsuch, ha sido muy elogiado.
Los resbalones de Trump, hasta el momento, me suenan a errores de principiante. Emitió precipitadamente su orden de prohibición de viaje, sin revisarla con los departamentos relevantes. Su primer asesor de seguridad nacional, Michael Flynn, tuvo que renunciar, después de que se supo que había engañado al vicepresidente Mike Pence respecto de la discusión de las sanciones estadounidenses con el embajador ruso antes de la asunción de Trump. Trump ha forcejeado con la comunidad de inteligencia sobre información filtrada (ilegalmente).
Trump hace comentarios hiperbólicos y hasta falsos con más frecuencia que sus antecesores. Esos comentarios pueden sembrar incertidumbre y división. Sus propuestas de políticas y sus decisiones iniciales tal vez reflejen sus verdaderos objetivos, pero también pueden ser presentadas de una manera especial como una táctica de negociación o una estrategia para los medios. En cualquier caso, una comunicación más clara beneficiaría a Trump y a la población por igual.
Algunos demócratas hoy están tan enfurecidos que exigen una "resistencia total". Aquí en California, algunos están reclamando con histeria que todo el estado se convierta en un refugio de inmigración; hasta se está hablando de secesión. Los demócratas en el Senado, por su parte, se esforzaron mucho por demorar la aprobación de los nombramientos de Trump para el Gabinete, minando aún más el funcionamiento de la administración. Cientos de posiciones de alto rango todavía esperan por candidatos.
Trump, al igual que todos los presidentes, quiere ganar. Sabe que debe ofrecer resultados que mejoren la vida de la gente. Afortunadamente para él, la expectativa de que brindará alivio con respecto a los controles regulatorios y los altos impuestos al capital de Obama, por ahora, ha animado a los mercados bursátiles y los demócratas parecen estar autodestruyéndose.
Si Trump pretende sacar plena ventaja de estas tendencias para impulsar su agenda de reforma, necesitará darle a su Gabinete un rol más importante en la política y mejorar la coordinación con el personal de la Casa Blanca. Y tendrá que virar su atención de coquetear con la controversia a impulsar sus políticas. De lo contrario, hasta sus seguidores empezarán a experimentar una fatiga de Trump.
(Michael J. Boskin is Professor of Economics at Stanford University and Senior Fellow at the Hoover Institution. He was Chairman of George H. W. Bush"s Council of Economic Advisers from 1989 to 1993, and headed the so-called Boskin Commission, a congressional advisory body that highlighted errors in )
– Verdades comerciales para trumpianos y defensores del Brexit (Project Syndicate – 6/3/17)
Londres.- Este es un golpe de realidad para los responsables de las políticas en Gran Bretaña y Estados Unidos, y para los muchos expertos que frecuentemente hacen comentarios sobre el comercio mundial sin entender sus realidades: los datos sobre las exportaciones e importaciones totales de Alemania en 2016 indican que su principal socio comercial ahora es China. Francia y Estados Unidos han sido relegados al segundo y tercer puesto.
Esta noticia no debería ser una sorpresa. Muchas veces he reflexionado que, en 2020, las empresas (y los responsables de las políticas) alemanas podrían preferir una unión monetaria con China que con Francia, considerando que el comercio germano-chino probablemente seguiría creciendo.
Y así sucedió, impulsado principalmente por las exportaciones chinas a Alemania. Sin embargo, las exportaciones alemanas a China también han venido aumentando. Más allá de una reciente desaceleración, Alemania pronto podría exportar más a China que a Francia, su vecino y socio crucial, y ya exporta más a China que a Italia. Para los exportadores alemanes, Francia y el Reino Unido son los únicos mercados nacionales europeos más grandes que China.
Los observadores experimentados del comercio internacional tienden a seguir dos reglas generales. Primero, el nivel de comercio entre dos países suele disminuir en la medida que aumenta la distancia geográfica entre ambos. Y, segundo, es probable que un país realice más comercio con países grandes que tienen una fuerte demanda doméstica, que con países más pequeños con una demanda débil.
Los últimos datos comerciales alemanes confirman ambas reglas, pero especialmente la segunda. Un país grande pero geográficamente distante es diferente no sólo en tamaño, sino también en características en comparación con uno más pequeño. Esto suele olvidarse en las discusiones sobre los acuerdos comerciales, especialmente en las atmósferas políticas cargadas como las que prevalecen actualmente en el Reino Unido y en Estados Unidos.
En el Reino Unido, la Cámara de los Comunes ya ha adoptado un proyecto de ley destinado a establecer un proceso para retirarse de la Unión Europea; pero la Cámara de los Lores ahora exige que el proyecto sea enmendado para proteger a los ciudadanos de la UE que viven en el Reino Unido. En mi pequeño aporte al debate maratónico de la Cámara de los Lores el mes pasado, sostuve que, aún si el Brexit no es el mayor desafío político-económico del Reino Unido hoy, probablemente exacerbe otros problemas, entre ellos un crecimiento de la productividad persistentemente bajo, programas educativos y de capacitación pobres y desigualdades geográficas.
Es más, advertí que el Reino Unido necesitará adoptar una estrategia más focalizada y ambiciosa hacia el comercio, no muy diferente de la de China o la India, si quiere que le vaya bien después del Brexit. Lamentablemente, la estrategia comercial post-Brexit del Reino Unido está siendo decidida por la política interna, a tal punto que es "patriota" centrarse en nuevos acuerdos comerciales con Australia, Canadá, Nueva Zelanda y otros países del Commonwealth, ignorando a la vez las duras realidades económicas.
Nueva Zelanda puede ser un país hermoso, pero no tiene una economía especialmente grande y está muy lejos del Reino Unido. Por cierto, a pesar de sus enormes problemas, la economía de Grecia sigue siendo más grande que la de Nueva Zelanda.
Muchos responsables de las políticas en el Reino Unido -y todos los miembros de la campaña a favor de "Irse"- ignoran los posibles costos de retirarse del mercado único de la UE. Pero este factor por sí solo exige una seria atención, considerando el tamaño del mercado único y la estrecha proximidad geográfica. Es muy importante que el Reino Unido mantenga fuertes vínculos comerciales con muchos estados miembro de la UE después del Brexit. Con ese objetivo, Gran Bretaña debería fortalecer sus exportaciones de servicios, un sector donde presuntamente todavía tiene una ventaja natural neta real.
Al mismo tiempo, el Reino Unido debería intentar con urgencia llevar su relación con China -o lo que el ex primer ministro británico David Cameron llamaba la "relación dorada"- a un nuevo nivel. Si existe un país con el cual el Reino Unido debería querer sellar un nuevo acuerdo comercial, sin duda es China. Durante mi breve paso por el gobierno británico, ayudé al entonces canciller George Osborne a persuadir a Cameron de que deberíamos aspirar a convertir a China en nuestro tercer mercado exportador más grande en el lapso de diez años. ¿El nuevo gobierno sigue considerando que esto es una prioridad?
Más allá de China, Gran Bretaña también necesita centrarse mucho más en sus lazos comerciales con la India, Indonesia y Nigeria, que tendrán una influencia significativa en la economía mundial y los patrones de comercio global en las próximas décadas.
En Estados Unidos, el presidente, Donald Trump, y sus asesores de política económica necesitan volver a centrarse en la realidad, especialmente en materia de comercio. Pueden empezar por estudiar los patrones comerciales de Alemania, especialmente en relación a China. Sin duda, China tiene un importante excedente comercial bilateral con Estados Unidos; pero también constituye un mercado exportador en expansión para las empresas estadounidenses. Y si las tendencias de los últimos 10-15 años continúan, China pronto podría suplantar a Canadá y a México como el mercado exportador más importante de Estados Unidos.
En tanto el ingreso de los hogares chinos siga aumentando, la demanda de algunos de los bienes y servicios más competitivos de Estados Unidos no hará más que crecer. Trump, en lugar de hablar tonterías sobre la manipulación china de su moneda, debería alentar a las fuerzas de mercado a reequilibrar el comercio bilateral.
Lo mismo se puede decir del déficit externo general de Estados Unidos. A menos que Estados Unidos pueda fomentar su tasa de ahorro en relación con sus necesidades internas de inversión, seguirá necesitando ingresos de capital extranjero. Y esto, a su vez, exigirá mantener un equilibrio comercial y de cuenta corriente.
Finalmente, al impulsar una renegociación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, Trump está asumiendo un riesgo similar al de los defensores del Brexit. A pesar de las recientes alzas de China, Canadá y México siguen siendo vecinos cercanos y socios comerciales cruciales. Al alterar potencialmente los patrones de importación con estos tres países, es muy probable que las políticas de Trump hagan subir los precios de las importaciones, poniendo en peligro así el crecimiento de las exportaciones estadounidenses.
(Jim O'Neill, a former chairman of Goldman Sachs Asset Management and former Commercial Secretary to the UK Treasury, is Honorary Professor of Economics at Manchester University and former Chairman of the Review on Antimicrobial Resistance)
– ¿Ha fallecido el internacionalismo liberal? (Project Syndicate – 6/3/17)
Medford.- Hace un siglo, el Presidente estadounidense Woodrow Wilson se debatía sobre si entrar en la Primera Guerra Mundial. Hacía solo un mes había ganado la reelección, en parte promoviendo una política de neutralidad que ahora se estaba preparando para abandonar, junto con el eslogan "Estados Unidos primero". Hoy, por primera vez en más de 80 años, un presidente lo retoma para promover una posición de política exterior directamente en contra de lo que abrazaba la doctrina Wilson.
Solo en 1919, una vez finalizada la guerra, Wilson definió su visión exterior como "un internacionalismo liberal" que apoyara la seguridad colectiva y la promoción de los mercados libres entre las democracias, regulada por un sistema de instituciones multinacionales dependiente, en último término, de los Estados Unidos. Aunque el Senado estadounidense rechazó al principio la visión de Wilson, en particular su apoyo a la Liga de las Naciones, Franklin D. Roosevelt resucitó el internacionalismo liberal después de 1933. Ha contribuido a dar forma a las políticas exteriores de la mayoría de los presidentes desde entonces hasta Trump.
El enfoque de "Estados Unidos primero" que Trump promueve tiene desdén por la OTAN, desprecio hacia la Unión Europea y ridiculiza el papel de liderazgo alemán en Europa. Rechaza además la apertura económica, con su retirada del acuerdo comercial de la Asociación Transpacífico y su llamado a renegociar el Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano. También ha prometido salirse del acuerdo climático de París.
A diferencia de Wilson, Trump no parece valorar el mantenimiento ni la profundización de los lazos con otras democracias. En su lugar, parece atraído por los líderes autoritarios (en especial, el Presidente ruso Vladimir Putin) y a menudo deja al margen a los líderes democráticos.
No hay duda de que, si Wilson estuviera vivo hoy, podría estar de acuerdo con Trump en algunos temas, aunque sus propuestas de soluciones serían muy diferentes. Por ejemplo, probablemente estaría de acuerdo con Trump sobre que el actual nivel de apertura de los mercados globales es excesivo. De hecho es problemático que los bancos y empresas estadounidenses puedan exportar capital, tecnología y empleos como deseen, con poca o ninguna consideración de los costes internos.
Pero la solución de Wilson probablemente se enfocaría en desarrollar e implementar mejores regulaciones a través de un proceso multilateral dominado por las democracias. De la misma manera, probablemente defendería una política fiscal dirigida a promover el bien común, con mayores impuestos sobre las empresas y los hogares más ricos financiando, por ejemplo, el desarrollo de infraestructura, educación de calidad y atención de salud universal.
En pocas palabras, Wilson apoyaría un programa más parecido al de la senadora demócrata Elizabeth Warren o el premio Nobel Joseph Stiglitz, con un sistema avanzado de bienestar social que permita una amplia prosperidad. Por el contrario, Trump defiende la reducción de impuestos para los ricos, y parece dispuesto a adoptar alguna forma de capitalismo de Estado – si no el capitalismo clientelista – a través de políticas proteccionistas e incentivos especiales para que las empresas vuelvan a fabricar en los EEUU.
Wilson podría estar de acuerdo con Trump en otro punto: no podemos asumir que la democracia es un valor universal con un atractivo universal. Al igual que Trump, Wilson probablemente evitaría las fórmulas idealistas de construcción de nación y estado que animaron la política exterior estadounidense bajo los presidentes George W. Bush y Barack Obama.
Pero aquí, también, las diferencias superan las similitudes. Trump ha decidido que los EEUU simplemente no debe molestarse con el resto del mundo, a menos que obtenga algo concreto a cambio. Wilson, por el contrario, quería difundir la democracia en aras de la paz mundial, pero de manera indirecta, trabajando a través de la Sociedad de las Naciones. Creía que las instituciones internacionales, el imperio de la ley, los valores comunes y una élite poseedora de una visión democrática podían garantizar la seguridad colectiva y la resolución pacífica de conflictos. Creía que en última instancia, lo que comenzaría como Pax Americana se convertiría en una Pax Democratica.
En esta visión radica también el "excepcionalismo" estadounidense. La afirmación no es simplemente que Estados Unidos es, como dijo Bill Clinton, la "nación indispensable", cuyo poder global la convierte en parte de todos los principales asuntos internacionales. Es también que Estados Unidos puede esperar la deferencia de otros estados, porque mira más allá de su estrecho interés propio para sostener un orden internacional que apoya la paz, la cooperación y la prosperidad, particularmente entre las democracias del mundo.
No todos los presidentes de Estados Unidos han seguido la pista de Wilson. Tres administraciones presidenciales hicieron caso omiso de la promesa del internacionalismo liberal, desde la elección de Warren G. Harding en 1920 hasta que FDR asumió el poder en 1933. Con Trump, se está apagando nuevamente. "A partir de este día, una nueva visión gobernará nuestra tierra", declaró Trump en su toma de mando. "A partir de este día, va a ser solo Estados Unidos primero".
Pero la visión de Wilson puede no ser tan fácil de anular. En el siglo XX, la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría impulsaron a los políticos estadounidenses a adoptar el internacionalismo liberal. Hoy, también, es probable que un mundo tumultuoso vindique su atractivo profundo y duradero.
(Tony Smith, Professor Emeritus of Political Science at Tufts University, is the author, most recently, of Why Wilson Matters: The Origins of American Liberal Internationalism and Its Crisis Today)
– El mal comprendido superávit comercial de Alemania (Project Syndicate – 7/3/17)
Berlín.- Ahora que el superávit de cuenta corriente de Alemania alcanzó la cifra récord de 270 000 millones de euros (285 000 millones de dólares), es decir, cerca de un 8,7% del PIB, el persistente debate sobre su modelo económico se intensificó. Los políticos de la eurozona y el gobierno de Donald Trump en Estados Unidos se culpan mutuamente por el desequilibrio económico, y unos y otros echan la culpa al euro.
El gobierno de Trump acusó a Alemania de exportar demasiado y de manipular el euro. Pero en realidad, el superávit comercial alemán tiene poco que ver con la moneda europea, convertida en un chivo expiatorio conveniente que desvía la atención de otros errores políticos.
Muchos alemanes ven la última oleada de críticas como señal de que el resto del mundo envidia el éxito de su país, y rechazan firmemente las acusaciones que dicen que Alemania intenta obtener una ventaja competitiva desleal. Señalan que Alemania no hace dumping ni promoción directa de las exportaciones, y que sus autoridades no siguen metas cambiarias.
Por el contrario, antes de la adopción del euro, Alemania mantuvo durante mucho tiempo una política de marco alemán fuerte, porque quería alentar a los exportadores alemanes a ser competitivos mediante la innovación en vez de la dependencia del tipo de cambio. Fue el aspecto central del modelo económico alemán después de la Segunda Guerra Mundial y la principal razón por la que su largo Wirtschaftswunder ("milagro económico") pudo sostenerse.
Las críticas al superávit comercial de Alemania adolecen de tres falacias. Para empezar, muchos de los críticos parecen convencidos de que es posible la manipulación sistemática de la balanza comercial por medio del tipo de cambio. Pero la integración de las cadenas de valor globales implica que las exportaciones industriales ahora incorporan muchos insumos importados, con lo que el efecto de variaciones del tipo de cambio sobre los precios internos y la balanza comercial es mucho menor que antes.
De hecho, el superávit comercial bilateral de Alemania con Estados Unidos se mantuvo casi constante a pesar de considerables oscilaciones de la paridad entre el euro y el dólar, que en 2011 llegó a ser de 1,60 dólares por euro, pero que más tarde se redujo hasta 1,04 dólares por euro. Alemania debe su éxito exportador no a la manipulación de la divisa, sino a su fuerte posición de mercado y al poder de fijación de precios de sus altamente especializadas empresas industriales líderes.
Una segunda falacia es la creencia de que los políticos y los bancos centrales realmente pueden determinar los tipos de cambio. En la mayoría de las economías avanzadas, el tipo de cambio no puede fijarse por decreto, sino que se determina endógenamente de acuerdo con la economía real subyacente y el estado del sistema financiero. Los mercados de divisas son demasiado "profundos" (voluminosos y resistentes a la manipulación) para que tenga sentido correr el riesgo de intervenir en ellos directamente; como descubrió hace unos años el Banco Nacional de Suiza cuando trató de detener la apreciación del franco. El Tesoro de los Estados Unidos no ha vuelto a intervenir en el mercado de divisas desde los noventa, y el Banco Central Europeo trató de intervenir una sola vez, muy brevemente, en 2000.
Quienes acusan a la Reserva Federal de los Estados Unidos y al BCE de aplicar políticas no convencionales para debilitar sus respectivas divisas pasan por alto el hecho de que el efecto de las variaciones del tipo de cambio sobre la inflación interna, las exportaciones y el crecimiento es limitado y efímero. Ambos bancos centrales se rigen por sus mandatos, no por una meta de tipo de cambio implícita o explícita.
Una tercera falacia (habitual en el lado alemán del debate) es la creencia en que la balanza de cuenta corriente de los países refleja la competitividad de sus exportaciones. En realidad, la balanza externa de los países depende de sus preferencias y decisiones en materia de ahorro e inversión intertemporales. Un fundamento económico como la demografía alemana por sí solo probablemente explique sólo unos tres puntos porcentuales (es decir, un tercio) de su superávit de cuenta corriente.
El significado de estas tres falacias es que el debate sobre el superávit externo de Alemania no debe centrarse en el tipo de cambio del euro o en las exportaciones alemanas. No es verdad que el euro esté demasiado barato, ni que Alemania exporte demasiado. El verdadero problema es que Alemania compra demasiado poco al extranjero, debido a una enorme subinversión.
Alemania tiene uno de los índices de inversión pública más bajos del mundo industrializado. Sus municipios, responsables de la mitad de toda la inversión pública, tienen en la actualidad proyectos de inversión no ejecutados por valor de 136 000 millones de euros (el 4,5% del PIB); sólo las escuelas alemanas necesitan 35 000 millones de euros más en reparaciones edilicias. Al mismo tiempo, falta inversión privada en el obsolescente stock de capital alemán, porque muchas empresas alemanas prefieren invertir fuera del país.
Este faltante es resultado de errores políticos, más concretamente, la aplicación de políticas proteccionistas en el sector de servicios no transables. El Fondo Monetario Internacional, la Comisión Europea y la OCDE llevan tiempo tratando de convencer a Alemania de desregular los servicios, poner límites a los intereses creados y estimular la competencia. Pero por ahora los salarios, la productividad y la inversión en el sector exportador alemán son mucho mayores que en el de servicios no transables.
El debate internacional sobre la cuenta corriente de Alemania debería centrarse en la implementación de medidas para liberalizar el sector servicios y eliminar otras barreras a la inversión. A tal fin, Alemania debería mejorar la infraestructura digital y de transporte; fortalecer los mecanismos de mercado para alentar un mayor desarrollo de las energías renovables; resolver el déficit de mano de obra calificada; modificar el sistema impositivo para incentivar más las inversiones; y reformar las regulaciones para reducir la incertidumbre.
Alemania es una potencia política y económica cada vez más importante en Europa y en la escena mundial. Pero hasta ahora, el mundo ha estado demasiado ocupado en un debate contraproducente sobre su superávit de cuenta corriente. Las críticas a la gran capacidad exportadora de Alemania y las acusaciones de manipulación cambiaria son tan erradas como la defensa que hace Alemania de su excesivo superávit. En última instancia, la mejor contribución que puede hacer Alemania a los intereses de todos (incluidos los propios) es reducir su superávit y con él, los dañinos desequilibrios económicos apenas ocultos bajo la superficie.
(Marcel Fratzscher, a former senior manager at the European Central Bank, is President of the think tank DIW Berlin and Professor of Macroeconomics and Finance at Humboldt University, Berlin)
– Anexo II:
"The Trump enigma" (según el "relato" que realizan prestigiosos intelectuales, en una de las publicaciones más influyentes de los Estados Unidos)
The populist surge challenging political establishments worldwide has now claimed the biggest prize of all. Project Syndicate commentators weigh the costs for America and the world.
Editors" Insight: a fortnightly review of the best thinking on current events and key trends.
– What Will Trump Do? (Project Syndicate – 13/11/16)
The global shock administered by Donald Trump"s election to the US presidency continues to reverberate. How will President-elect Trump represent those who put him in power – and how will his power affect America and the world?
All US presidents come to power -and exercise it- by assembling and sustaining a broad electoral coalition of voters with identifiable interests. Donald Trump is no exception. Trump"s stunning election victory, following a populist campaign that targeted US institutions, domestic and foreign policies, and especially elites, was powered by voters -overwhelmingly white, largely rural, and with only some or no postsecondary education- who feel alienated from a political establishment that has failed to address their interests.
So the question now, for the United States and the world, is how Trump intends to represent this electoral bloc. Part of the difficulty in answering it, as Project Syndicate"s contributors understand well, is Trump himself. "The US has never before had a president with no political or military experience, nor one who so routinely shirks the truth, embraces conspiracy theories, and contradicts himself," notes Harvard"s Jeffrey Frankel. But, arguably more important, much of what Trump has promised -on trade, taxation, health care, and much else- either would not improve his voters" economic wellbeing or would cause it to deteriorate further.
This paradox lies at the root of some unsettling scenarios. As Princeton University"s Jan-Werner Mueller points out, "[t]here is substantial evidence that low-income groups in the US have little to no influence on policy and go effectively unrepresented in Washington." But Trump"s claim to represent his voters is not based on "demanding a fairer system." Instead, says Mueller, Trump "tells the downtrodden that only they are the "real people,"" and that (as Trump put it during his campaign), "the other people don"t mean anything." By persuading his supporters "to view themselves as part of a white nationalist movement," Mueller argues, a "claim about identity is supposed to solve the problem that many people"s interests are neglected."
In this respect, Trump is hardly unique. As Mueller points out, framing representation in terms of the "symbolic construction" of the "real people," rather than in terms of a pluralist conception of equal citizenship under a shared constitution, is a hallmark of populism everywhere. In Hungary, Poland, Turkey, Venezuela, and elsewhere (even, to some extent, in the United Kingdom since June"s Brexit referendum), populist leaders have felt authorized by their claim to represent the "single authentic will" of a "single, homogeneous people" to erode constitutional and legal constraints on their power.
Can America avoid a similar fate? Project Syndicate contributors agree that the election"s outcome has badly tarnished America"s global image, and that Trump"s foreign policies are likely to imply serious risks for Asia, Europe, and Latin America. But there is reason to believe that his domestic policies will disappoint many of his supporters. That may tempt him to double down on identity politics, fueling division and possibly civil unrest. But it may also create an opportunity for his opponents to reshape the self-conception of those who voted for him.
Trump vs. the Constitution
Throughout their country"s history, most Americans have viewed the US Constitution as the ultimate guarantor of their freedoms. And, since the election, Trump"s opponents have indeed taken some comfort in the idea that the Constitution"s "checks and balances," as well as other constraints built into the US political system, might inhibit Trump"s more wayward impulses. The US Constitution, after all, ostensibly places real boundaries on the president"s freedom to maneuver. This is particularly true for domestic policy, because it is the US Congress that must allocate the funds needed to pay for any presidential initiative.
But the idea that the US Constitution will protect the country from a fate similar to that of Hungary and Poland, where populist leaders have politicized state institutions, may not be as rock solid as many Americans believe. As Columbia University"s Alfred Stepan points out, the Republicans already control both houses of Congress, and "checks and balances generated by the judicial branch are certainly in danger." This is partly because the Republicans "have a good chance of creating a conservative majority on the nine-member Supreme Court that could last for decades, especially if they win the presidency again in 2020."
And the Court "may continue to erode democratic checks, such as the campaign-finance limits that were dealt a devastating blow by the 2010 Citizens United decision." Likewise, with the Senate under Republican control, "Trump can now rapidly fill vacancies" on lower federal courts -which had risen to a half-century high during President Barack Obama"s second term, owing to Republican obstructionism- with "conservative judges who may well erode checks and balances further."
Nor is Stepan optimistic that state governments will provide a check on overweening federal power. "Republicans now control an all-time high of 68 out of the 99 state legislative chambers and 33 of the 50 governorships" of America"s 50 states, he notes, and this has serious consequences for the ultimate checks on government: effective political competition and free and fair elections. The state legislatures, after all, create the US House of Representatives legislative districts, which have already been gerrymandered to reinforce the Republicans" majority there.
Worse, the threat to America"s democracy is stalking its grassroots. As Stepan notes, "Since 2013, when another close Supreme Court decision gutted the Voting Rights Act, many, if not most, states with Republican majorities in both chambers have enacted laws and regulations that suppress voting" in non-white areas. A Republican Party that is almost entirely dependent on white voters -and increasingly dependent on white identity politics- is likely to continue on this path.
Goodbye to the West?
It is not only American democracy that is at risk, but also the geopolitical West constructed by the US in the years after World War II. And, as Oxford University Chancellor Chris Patten points out, that construction "long provided the foundation for the global order – probably the most successful such foundation ever created." Under US leadership, "the West built, shaped, and championed international institutions, cooperative arrangements, and common approaches to common problems," Patten says. And, by helping "to sustain peace and boost prosperity in much of the world, its approaches and principles attracted millions of followers."
Trump"s election, "threatens this entire system," Patten continues. If he "does in office what he promised to do during his crude and mendacious campaign, he could wreck a highly sophisticated creation, one that took several decades to develop and has benefited billions of people." After all, as Harvard"s Joseph Nye notes, throughout his election campaign, "Trump challenged the alliances and institutions that undergird the liberal world order." And, although, as Nye remarks, "he spelled out few specific policies," concepts and loyalties that have long been taken for granted, both by America"s allies and by its foes, no longer can be.
For starters, says Mark Leonard, Director of the European Council on Foreign Relations, "American guarantees are no longer reliable." And that is true worldwide. "In Europe, the Middle East, and Asia, Trump has made it clear that America will no longer play the role of policeman; instead, it will be a private security company open for hire." Not only has he "questioned whether he would defend Eastern European NATO members if they do not do more to defend themselves;" he has also suggested "that Saudi Arabia should pay for American security" and "has encouraged Japan and South Korea to obtain nuclear weapons."
Moreover, says Gareth Evans, former Australian foreign minister, given that he has "little or no hard knowledge of international affairs, Trump is relying on instincts that are all over the map." As a result, his rhetoric "combines contradictory "America first" isolationist rhetoric with muscular talk of "making America great again."" And Trump"s incoherence, Evans suggests, will not be compensated by his supposed business acumen (which he touted during his campaign). On the contrary, "while staking out impossibly extreme positions that you can readily abandon may work in negotiating property deals, it is not a sound basis for conducting foreign policy."
Evans is not optimistic. "Trump"s dangerous instincts may be bridled if he is capable of assembling an experienced and sophisticated team of foreign-policy advisers," he notes. "But this remains to be seen." In any case, the danger to global stability is compounded by the fact that, whatever remaining checks and balances Trump might face at home, in foreign affairs "the US Constitution grants him extraordinary personal power as Commander-in-Chief, if he chooses to exercise it."
Of course, some will benefit from the confusion that Trump is likely to sow. As former Swedish Prime Minister Carl Bildt puts it, "authoritarian rulers around the world" will no longer hear "harsh words from the US about their regimes" contempt for democracy, freedom, or human rights." On the contrary, the longstanding "goal of making the world safe for democracy will now be replaced by a policy of "America first," a sea-change in US foreign policy that is already likely arousing jubilation in Russian and Chinese halls of power."
Trumping the Global Order
So just what form will an "America First" foreign policy take? How Trump deals with Russia, Nye suggests, will be a telltale early sign of the seriousness of his foreign policy. "On the one hand, it is important to resist [Russian President Vladimir] Putin"s game-changing challenge to the post-1945 liberal order"s prohibition on the use of force by states to seize territory from their neighbors," as he has done in Georgia and Ukraine. "On the other hand," Nye says, "it is important to avoid completely isolating a country with which the US has overlapping interests in many areas: nuclear security, non-proliferation, anti-terrorism, the Arctic, and regional issues like Iran and Afghanistan."
Likewise, effective US leadership in Asia, which has become both the center of the world economy and the scene of growing friction between the world"s two most powerful countries -China and the US- requires a capacity for nuance that Trump has yet to reveal. America, says Evans, "undermines itself when it noisily asserts its regional primacy, while ignoring China"s legitimate demand for recognition as a joint leader in the current world order." At the same time, "when China overreaches, as it has done with its territorial assertions in the South China Sea, there does need to be pushback." And here, Evans notes, "a quiet but firm US role remains necessary and welcome."
Like Evans, the Vietnamese geostrategist Le Hong Hiep has little confidence in the US president-elect. As a result of Trump"s election, the "strategic rebalancing toward Asia that [US President Barack] Obama worked so hard to advance may be thrown into reverse, dealing a heavy blow to Asia and the US alike." Success depends largely on regional countries" participation in and support of the US-led regional security architecture. But, given that Trump may "focus overwhelmingly on domestic issues," he could well ignore "strategic engagement with ASEAN and its members," Hiep says, thereby "causing their relationships with the US to deteriorate."
And, like Bildt, Hiep believes that "China may welcome the election"s outcome." To be sure, Trump has accused China of "stealing American jobs – and even blamed it for creating the "hoax" of climate change." Nonetheless, "he may take a softer stance on China"s strategic expansionism in the region, especially in the South China Sea, than Obama did."
Others, too, appear to have glimpsed -at least initially- something positive in Trump"s victory. "Trump," says Palestinian analyst Daoud Kuttab, "attracted the support of the enraged and frustrated, and Palestinians feel even angrier and more hopeless than the working-class white Americans who supported him." More important, because "Trump is a political outsider, with few ties to [America"s] foreign-policy tradition or the interest groups that have shaped it," many Palestinians believe that "he could upend conventions that have often been damaging to Palestine, transforming the rules of the game."
But Kuttab pours cold water on this hope. "Israelis," he points out, "seem at least as hopeful that Trump"s presidency will tip the scales further in their favor." Trump has already strongly hinted that he will move the US embassy in Israel from Tel Aviv to Jerusalem – something all US presidents have refused to do for 49 years. And, given that "inciting hatred against Muslims was a staple of his campaign," there should be no "illusions that Trump will be the arbiter of fairness, much less a peacemaker, in the Israel-Palestine conflict."
Latin Americans haven"t the slightest expectation of fair, or even civil, treatment from Trump. In fact, says former Mexican foreign minister Jorge Castañeda, "Trump"s election is an unmitigated disaster for the region." Indeed, Castañeda calls Latin America the "one world region that cannot possibly adopt a forward-looking attitude."
Mexico has more reasons than most countries to distrust Trump, given his promise to "deport all six million undocumented Mexicans living and working in the US, and to force Mexico to pay for the construction of a wall on the US-Mexican border." Moreover, Trump has vowed to "renegotiate the North America Free Trade Agreement (NAFTA), scrap the Trans-Pacific Partnership (TPP), and discourage US companies from investing or creating jobs in Mexico."
But Trump"s proposals would adversely impact much of the region. "Every Central American country is a source of migration to the US, as are many Caribbean and South American countries," Castañeda notes. Likewise, "Honduras, Guatemala, El Salvador, Cuba, Haiti, the Dominican Republic, Ecuador, and Peru all have large populations of documented or undocumented nationals in the US, and they will all feel the effects of Trump"s policies, if they are enacted." Then there are "countries such as Chile, which negotiated the TPP in good faith with the US, Mexico, Peru, and Asian-Pacific countries," all of which "will now suffer the consequences of Trump"s protectionist stance." And NAFTA is not the only bilateral free-trade agreement -the US has some ten FTAs with Latin America countries- which Trump might target.
Trading Down
Such deals are particularly vulnerable because trade is the area where Trump"s "America first" foreign policy instincts meet his promise to bring high-paying manufacturing jobs back to America. Here he is likely to meet stiff resistance, not only from an increasingly self-confident China, but also from Mexico, whose leaders would not survive politically were they to cave in to an American president who has, says Castañeda, "dismissed Mexico"s national interests and maligned its people"s character."
But NYU"s Nouriel Roubini thinks that Trump, having "lived his entire life among other rich businessmen," will end up being more pragmatic. His "choice to run as a populist was tactical, and does not necessarily reflect deep-seated beliefs." Whereas a "radical populist Trump would scrap the TPP, repeal NAFTA, and impose high tariffs on Chinese imports," a pragmatic Trump will probably "try to tweak [NAFTA] as a nod to American blue-collar workers." Moreover, those who "bash China during their election campaigns" often "quickly realize once in office that cooperation is in their own interest." In fact, "even if a pragmatic Trump wanted to limit imports from China, his options would be constrained by a recent World Trade Organization ruling against "targeted dumping" tariffs on Chinese goods."
If Trump did press ahead with a protectionist agenda, he would meet resistance not only from America"s trade partners, but also from economic reality. The "case for tearing up free-trade agreements and aborting negotiations for new ones," Patten notes, "is premised on the belief that globalization is the reason for rising income inequality, which has left the American working class economically marooned." In reality, trade is no longer the culprit in displacing manufacturing jobs from the US.
Instead, Patten notes, the "sources of American workers" economic pain are technological innovation and tax-and-spend policies that favor the rich." And, unlike free trade, which has increased American households" purchasing power, "the current wave of technological innovation is not lifting all boats," notes Alex Friedman, CEO of GAM notes. "Even as the likes of Uber and Amazon, and, more fundamentally, robotics, add convenience, they do so by displacing working-class jobs and/or driving down wages."
But what today"s protectionists fail to acknowledge is that America is no longer competitive in industries like coal and steel – and shouldn"t try to be. For policymakers, Friedman notes, "the problem is that it may take a decade or longer before robotics and the like" diffuse sufficiently to "feed a broader rising tide that lifts all boats." But repealing free trade certainly would not help. Were Trump to do so, the jobs would not return, and import prices would rise, thereby reducing Americans" purchasing power – and thus, in Patten"s words, harming "the very people who voted for him."
Nobel laureate Joseph Stiglitz agrees. "Technology," he says, "has been advancing so fast that the number of jobs globally in manufacturing is declining." As a result, "there is no way that Trump can bring significant numbers of well-paying manufacturing jobs back to the US."
Where the Jobs Are
How, then, is Trump to satisfy his supporters? One possibility, of course, is an option that Obama had embraced – clean tech and green energy. What are needed, says Columbia University"s Jeffrey Sachs, are "massive investments in low-carbon energy systems, and an end to the construction of new coal-fired power plants." It needs similarly sized "investments in electric vehicles (and advanced batteries), together with a sharp reduction in internal combustion engine vehicles." Moreover, a "carbon tax," says Stiglitz, "would provide a welfare trifecta: higher growth as firms retrofit to reflect the increased costs of carbon dioxide emissions; a cleaner environment; and revenue that could be used to finance infrastructure and direct efforts to narrow America"s economic divide."
But as Stiglitz notes, "given Trump"s position as a climate change denier, he is unlikely to take advantage of this opportunity." Indeed, he is already staffing his transition team with similarly minded officials, and the Republican congressional caucus has deep ties to traditional oil and gas firms.
This implies that Trump is more likely to embrace large-scale infrastructure investment. British economic historian Robert Skidelsky notes that Trump has "promised an $800 billion-$1 trillion program of infrastructure investment, to be financed by bonds, as well as a massive corporate-tax cut, both aimed at creating 25 million new jobs and boosting growth."
Jim O"Neill, a former CEO of Goldman Sachs Asset Management and former British Treasury minister, sees little alternative to what Skidelsky calls "a modern form of Keynesian fiscal policy." As O"Neill puts it, "[w]ith monetary activism past its sell-by date, an active fiscal policy that includes stronger infrastructure spending is one of the only remaining options." At the same time, as eager as the Republicans are to slash taxes for the few, "policymakers cannot ignore the high levels of government debt across much of the developed world."
The same argument that is made for spending on infrastructure can be made for technology. "Shockingly for a country whose economic success is based on technological innovation," Stiglitz notes, "the GDP share of investment in basic research is lower today than it was a half-century ago." But it is hard to imagine Trump becoming the kind of technology cheerleader that Obama became during his presidency. His estrangement from the US technology sector, whose leaders overwhelmingly opposed his candidacy, is one factor. Nor does his stance on immigration bode well. As Roubini points out, one of Trump"s proposals would "limit visas for high-skill workers, which would deplete some of the tech sector"s dynamism."
Although Republicans have not favored large-scale government infrastructure spending since Dwight Eisenhower was president, they will most likely go along with it in exchange for tax cuts. This will undoubtedly result in some job creation. But, as Frankel points out, "income inequality will likely start widening again, despite striking improvements in median family income and the poverty rate last year." Moreover, "budget deficits will grow."
That presents a problem for Trump, given that he plans to finance infrastructure investment by issuing bonds. "Market participants," says Harvard"s Martin Feldstein, "are watching the [US Federal Reserve] to judge if and when the process of interest-rate normalization will begin." And "historical experience," says Feldstein, "implies that normalization would raise long-term interest rates by about two percentage points, precipitating substantial corrections in the prices of bonds, stocks, and commercial real estate."
This suggests an early clash between Trump and the Fed. Trump may try to bend the Fed to his will; but, as Roubini points out, there is one independent force that he will find impossible to control. "If he tries to pursue radical populist policies," building up massive debt without any plans to pay for it, the response from international markets "will be swift and punishing: stocks will plummet, the dollar will fall, investors will flee to US Treasury bonds, gold prices will spike, and so forth."
What Should the World Do?
Back in May, Bill Emmott, a former editor of The Economist, contemplating the prospect of a Trump presidency, argued that countries "must hope for the best but prepare for the worst." Above all, they must bolster "their alliances and friendships with one another, in anticipation of an "America First" rupture with old partnerships and the liberal international order that has prevailed since the 1940s."
That moment, Leonard argues, has now arrived. Europeans must "try to increase leverage over the US," whose new leader "is likely to resemble other strongmen presidents and treat weakness as an invitation to aggression." And, whereas "a divided Europe has little ability to influence the US," when "Europe has worked together -on privacy, competition policy, and taxation- it has dealt with the US from a position of strength." Guy Verhofstadt, a former Belgium prime minister who currently heads the Liberals in the European Parliament, goes further. "The EU can no longer wait to build its own European Defense Community and develop its own security strategy," he says. "Anything less will be insufficient to secure its territory."
With liberal democracy, as Verhofstadt puts it, "quickly becoming a resistance movement," his is a refrain now heard around the world. Australia, says Evans, "should have learned by now that the US, under administrations with far more prima facie credibility than Trump"s, is perfectly capable of making terrible mistakes, such as the wars in Vietnam and Iraq." Facing the prospect of "American blunders as bad as, or worse than, in the past," he says, "[w]e will have to make our own judgments about how to react to events, based on our own national interests."
Patten calls for a more robust diplomatic response as well, praising German Chancellor Angela Merkel"s response to Trump"s election, in which she upheld bilateral cooperation on the basis of shared "values of democracy, freedom, and respect for the law and the dignity of man, independent of origin, skin color, religion, gender, sexual orientation, or political views." That "eloquent and powerful" statement, says Patten, makes Merkel "one leader who seems to recognize how quickly the collapse of US leadership could bring about the end of the post-1945 global order." And, he adds, it "is precisely how all of America"s allies and friends should be responding."
What Should America Do?
All is not lost. Stepan is right that the traditional checks and balances of American politics are under severe threat. But, as Roubini reminds us, markets are not the only barrier if policies go off the rails. The executive branch of the US government that Trump commands "adheres to a decision-making process whereby relevant departments and agencies determine the risks and rewards of given scenarios, and then furnish the president with a limited menu of policy options from which to choose." Indeed, "given Trump"s inexperience, he will be all the more dependent on his advisers, just as former Presidents Ronald Reagan and George W. Bush were."
In addition, says Roubini, "Trump will also be pushed more to the center by Congress, with which he will have to work to pass any legislation." Trump"s election, after all, culminates his hostile takeover of the Republican Party, and now he will have to bring about a rapprochement with House Speaker Paul Ryan and Senate Republican leaders, who, Roubini notes, "have more mainstream GOP views than Trump on trade, migration, and budget deficits." Moreover, "the Democratic minority in the Senate will be able to filibuster any radical reforms that Trump proposes, especially if they touch the third rail of American politics: Social Security and Medicare."
Likewise, notwithstanding Stepan"s well-founded fears, institutions can fight back against populist subversion, as we have seen in the British High Court"s recent decision upholding the authority of Parliament to scrutinize and vote on the government"s decision to trigger the UK"s exit from the European Union. No one can be certain -least of all Trump- that all of the conservative members of the Supreme Court will march in lock step with his abasement of US democracy. His proposal to ban Muslim immigrants, Frankel notes, "would be struck down even by a right-wing Supreme Court."
There is also the constraint of constitutionally protected citizen action, already seen in well-attended anti-Trump demonstrations held around the country in the days since the election. Protests are likely to continue, suggests IE Business School"s Lucy Marcus, in the wake of "a surge in hate crimes, including an alarming number of incidents being reported at schools and on college campuses." If Trump "hopes to be anything remotely close to a responsible leader," Marcus says, "he must move urgently to address the deep divisions that he so enthusiastically fueled during his campaign." Equally important, "community leaders must not allow their constituents to be manipulated or goaded into behavior that risks dangerous knock-on effects."
The long-term challenge posed by Trump, however, is to find the means to decouple white identity politics, in which the Republican Party has become deeply invested, from economic grievance. As Mueller argues, members of "today"s Trumpenproletariat are not forever lost to democracy, as Clinton suggested when she called them "irredeemable."" Mueller quotes George Orwell: "If you want to make an enemy of a man, tell him that his ills are incurable." Instead, anti-populists must "focus on new ways to appeal to the interests of Trump supporters, while resolutely defending the rights of minorities who feel threatened by Trump"s agenda."
Skidelsky agrees: "it is economics, not culture," he says, "that strikes at the heart of legitimacy." In other words, "it is when the rewards of economic progress accrue mainly to the already wealthy that the disjunction between minority and majority cultural values becomes seriously destabilizing."
Trump ruthlessly exploited that disjunction, and, in doing so, "obviously made a successful claim to represent people," says Mueller. "But representation is never simply a mechanical response to pre-existing demands," he notes. Instead, "claims to represent citizens also shape their self-conception," which is why it is now "crucial to move that self-conception away from white identity politics and back to the realm of interests."
Whatever happens, Americans should be mindful of what they have lost -perhaps forever- by electing Trump. His victory has "deeply undermined the soft power the US used to enjoy," says Shashi Tharoor, chairman of the Indian parliament"s foreign affairs committee, by bringing "to the fore tendencies the world never used to associate with the US – resentment and xenophobia, hostility to immigrants and refugees, pessimism and selfishness." In the world"s eyes, "fear has trumped hope as the currency of American politics," laments Tharoor. And in the world"s eyes, "America will never be the same again."
America"s president-elect has done little to assuage growing anxiety, both at home and abroad, since his victory. Project Syndicate contributors explain why the fear is justified.
Editors" Insight: a fortnightly review of the best thinking on current events and key trends.
– Waiting for Trump (Project Syndicate – 25/11/16)
As Donald Trump"s inauguration looms, fear is growing by the day, both at home and abroad. The reason is not that America"s president-elect regards unpredictability as a virtue; it is that much of the world knows his type all too well.
Like the tramps in Samuel Beckett"s play Waiting for Godot, Americans and people around the world are nervously anticipating Donald Trump"s looming presidency. Of course, unlike Godot, Trump will arrive, and everyone knows when. But, like the stranded Vladimir and Estragon, emotions are running high and changing at dizzying speed, alternating between fear, resignation, black humor, and desperation for any ray of hope in the words and actions of the president-elect.
Indeed, as with Beckett"s play, the meaning of the public display that Trump has made of forging his administration is hard to pin down. "Speculation about Trump"s likely foreign and domestic policies is rampant, but little if any of it is meaningful", says Richard Haass of the Council on Foreign Relations. "Campaigning and governing are two very different activities, and there is no reason to assume that how he conducted the former will dictate how he approaches the latter".
Haass is probably right, but the fact is that, aside from some softening of Trump"s rhetoric, signs of hope have been almost non-existent in the transition so far. Yes, Trump has backed away -at least for now- from his threat to appoint a special federal prosecutor to investigate his opponent, Hillary Clinton. But that decision followed a string of alarming appointments: Steve Bannon, former CEO of the extremist Breitbart News and an avatar of America"s "alt-right" white nationalists, as senior counselor and chief strategist; Senator Jeff Sessions, whose racist comments led a Republican-controlled Senate to deny him a federal judgeship 30 years ago, as Attorney General; and General Michael Flynn, who believes that the United States is in a "world war" with militant Islam and that America is under threat from Sharia law, as national security adviser. With avowed hardliners in such key positions, fear about the incoming Trump administration has been increasing by the day.
As Project Syndicate columnists reckon with the coming Trump presidency, they have begun to assess its likely political and economic implications. But, regardless of whether Trump follows through on his key campaign promises, one thing is already certain, says Bill Emmott, a former editor of The Economist: "no one should underestimate the next US president". Comparing Trump to Silvio Berlusconi, Emmott points out that in the last 22 years, Italy"s business mogul-cum-politician "has won three general elections and served as prime minister for nine years". Those who "continue to predict his imminent downfall, assuming that he will last only four years in the White House, if he is not impeached before that", should take note.
Understanding Trumponomics
The key difference between Trump and Berlusconi, says Emmott, is that Trump "does have an agenda, however hard to read." Adair Turner, Chairman of the Institute for New Economic Thinking, agrees. "What President Trump will actually do is in many policy areas unknowable," Turner says. "But in the case of economic policy, one thing is clear – fiscal policy will be loosened". And, though "(t)he exact form of the stimulus will likely be inefficient and regressive," he argues, "the direction of the policy shift -from monetary to fiscal stimulus- makes sense".
It certainly makes political sense, says Nobel laureate economist Robert Shiller, who believes that Trump"s imperative is to satisfy his core voters, those with "average and stagnating incomes and low levels of education". But the truth is that his planned tax cuts for the wealthy and big boost in infrastructure spending (based, as Turner notes, on investment tax credits) "are unlikely to shift economic power to those who have been relatively less successful". In fact, Shiller warns, "entrepreneurs may develop even more clever ways to replace jobs with computers and robots, and protectionism may generate retaliation by trading partners, political instability and, ultimately, possibly even hot wars".
So far, however, investors seem to be taking "Trumponomics" in stride. "Markets", says NYU"s Nouriel Roubini, "will give Trump the benefit of the doubt, for now". Judging by the surge in the dollar"s exchange rate since the election, that is an understatement. As the University of California at Santa Barbara"s Benjamin Cohen points out, "capital inflows have pushed up the dollar"s value to levels not seen in more than a decade", making it "seem that markets are registering a massive vote of confidence in the president-elect".
But, Cohen cautions, "(s)hort-term exchange-rate movements are no way to judge a currency"s underlying strength". For now, markets are responding to Trump"s vow to "enact deep tax cuts and ramp up spending on decaying infrastructure and America"s supposedly "depleted" military", which "will boost near-term economic growth, and inevitably push interest rates up". Not surprisingly, with "attractive investment returns" in short supply globally, "a prospective Trump boom has drawn funds to Wall Street, in turn increasing demand for the dollar".
The question is, for how long? As Cohen acknowledges, "a country that issues an internationally favored currency can generally exert influence over others, and has a distinct economic advantage". Similarly, Princeton"s Harold James points out that, because the US "has historically been the global safe haven in times of economic uncertainty, it may be less affected than other countries by political unpredictability". He notes that even in the aftermath of "the 2008 financial crisis -a crisis that unambiguously originated in the US- the safe-haven effect caused the dollar to strengthen as capital inflows rose". But, as Cohen emphasizes, the dollar"s privileged position is not immutable. If Trump "pursues his protectionist promise to put "America first"", he argues, "investors and central banks could gradually be impelled to find alternative reserves for their spare billions".
This suggests that "even if Trump"s policies", as Cohen puts it, "turn out to be disastrous", faith in the dollar won"t collapse nearly as quickly as faith in the pound since the United Kingdom"s Brexit referendum in June. "A big country like the US can generally impose the costs of its unpredictability on other countries", James explains, whereas "smaller countries, such as the UK, tend to face more immediate costs". Jim O"Neill, a former commercial secretary to the UK Treasury and former CEO of Goldman Sachs Asset Management, attributes the steep fall in the pound"s value to the "market"s pessimism about the UK economy"s supply-side outlook and future productivity growth". The "pound"s weakness, notwithstanding its potential cyclical benefits," O"Neill argues, "reflects a risk premium on the UK, owing to its tricky EU exit path and other policy uncertainties".
Such uncertainties are likely to become even more pronounced in the US, partly because Trump is, as Turner says, "impulsive and occasionally vindictive". As Cohen reminds us, "Trump already set off alarm bells during the campaign with careless remarks about trying to renegotiate US debt by buying it back from creditors at a discount". He adds that "(n)o statement could be better crafted to provoke a retreat from the greenback". Equally important, America"s economic fundamentals are likely to weaken. As Trump"s tax cuts and spending increases push up US debt, and as manufacturing jobs fail to reappear, "America"s dollar liabilities could reach a tipping point at any time", beyond which "skittish investors, seeking an alternative store of value, precipitate an irreversible downward spiral" for the dollar. In this scenario, as "more currencies" – above all, China"s renminbi- "become competitive, the dollar"s unique advantages will erode, as will America"s privileged position", resulting in "a long, slow bleeding out" for the US economy.
Toward a Trump Tower Accord?
That bleeding will be most evident in America"s trade deficit, argues former Morgan Stanley Asia chairman and current Yale senior lecturer Stephen Roach. Trump"s plan "to restore growth via deficit spending in a country with a chronic shortfall of saving", says Roach, "points to a further compression in national saving, making a widening of an already outsize trade gap all but inevitable". In fact, this "dynamic unmasks the Achilles" heel of Trumponomics," he notes, because Trump"s promise of protectionism "collides head-on with America"s inescapable reliance on foreign saving and trade deficits to sustain economic growth".
Here, says Roach, "creative accounting, long a staple of supply-side economics, has never been more imaginative" than that evident in the statistical legerdemain underpinning the Trump team"s forecast of "a massive improvement in the overall trade balance over the next decade". As Roach points out, getting "tough on trade", as Trump promises to do, "at a time when national saving is about to come under ever-greater pressure simply doesn"t add up". Indeed, "the most conservative estimates of the federal budget deficit suggest that the already depressed net national saving rate could re-enter negative territory at some point in the 2018-2019 period". And that, in turn, "would put renewed pressure on the current-account and trade deficits, making it extremely difficult to reverse the loss of jobs and income that politicians are quick to blame on America"s trading partners".
Certainly, current trends in world trade are not going to come to Trump"s rescue. As the University of California at Berkeley"s Barry Eichengreen argues, trade "fell by nearly 1% in the second quarter" of this year, owing to a sharp fall in investment spending and "China"s economic deceleration". Moreover, lower Chinese growth rates reflect structural, not cyclical, factors: because "the phase of catch-up growth is over for China", says Eichengreen, this crucial "engine of global trade will slow". At the same time, "efficiency in shipping is unlikely to continue to improve faster than efficiency in the production of what is being shipped". As a result, "unpacking" global supply chains, something Trump has promised to do with automotive production between US car manufacturers and their plants in Mexico, "will reach the point of diminishing returns".
Given the likelihood of deterioration in the US trade balance, argue Andrew Sheng and Xiao Geng of the University of Hong Kong, "policies that will strengthen the dollar considerably", such as debt-financed infrastructure spending, "could prove highly problematic". As the exchange rate appreciates, "the value of US holdings of foreign assets will decline in dollar terms, while the country"s liabilities will continue to grow, owing to sustained fiscal and current-account deficits", raising the "very real risk of capital-flow reversal".
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