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¿Las políticas de Trump perjudican o benefician a la Unión Europea? (Parte II) (página 4)




Enviado por Ricardo Lomoro



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11

El Occidente geopolítico del que hablamos (en inglés, West) no debe confundirse con el Occidente histórico (Occident). Si bien la cultura, la normatividad y la religión predominante del primero se originan mayormente en el segundo, con el tiempo el West evolucionó para convertirse en otra cosa. El carácter básico del Occident se formó en el transcurso de los siglos sobre la base de la cultura mediterránea (aunque partes de Europa al norte de los Alpes hicieron importantes aportes a su desarrollo). El West, en cambio, es transatlántico, y es hijo del siglo XX.

La Primera Guerra Mundial comenzó siendo un conflicto europeo entre las Potencias Centrales y la Entente de Gran Bretaña, Francia y Rusia; apenas en 1917 se convirtió en una auténtica guerra mundial, con el ingreso de Estados Unidos a la contienda. Es entonces que comienza a tomar forma lo que hoy llamamos Occidente.

Puede decirse que su certificado de nacimiento se extendió durante la Segunda Guerra Mundial. En agosto de 1941, después de que la Alemania nazi invadió la Unión Soviética, el primer ministro británico, Winston Churchill, y el presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt, se encontraron en un buque de guerra frente a la costa de Newfoundland y firmaron la Carta del Atlántico. Acuerdo que más tarde se convirtió en la OTAN, el organismo que durante cuatro décadas permitió a una alianza de democracias independientes con valores compartidos y economías de mercado hacer frente a la amenaza soviética, y que protegió a Europa hasta el día de hoy.

En un sentido más fundamental, el Occidente geopolítico se basó en el compromiso de Estados Unidos de salir en defensa de sus aliados. El orden occidental no puede existir sin que Estados Unidos desempeñe este papel crucial (al que quizá ahora renuncie con Trump). Por eso el futuro de Occidente mismo está en juego.

Nadie sabe a ciencia cierta lo que significará la elección de Trump para la democracia estadounidense, ni lo que hará cuando asuma el cargo. Pero podemos ir haciendo dos supuestos razonables. En primer lugar, que su gobierno alterará seriamente la política exterior e interna de los Estados Unidos. Trump obtuvo la presidencia burlándose de casi todas las reglas no escritas de la política estadounidense. No sólo le ganó a Hillary Clinton, también derrotó al aparato republicano. Nada indica que el 20 de enero renunciará a esta estrategia victoriosa de un día para el otro.

También es razonable suponer que Trump mantendrá firmemente su promesa de "hacer a Estados Unidos grande otra vez"; será la base de su presidencia, pase lo que pase. El ex presidente Ronald Reagan hizo la misma promesa, pero fue cuando Estados Unidos, todavía trabado en la Guerra Fría, podía adoptar una postura imperial. Así pues, Reagan inició un proceso de rearme de tal escala que a la larga provocó el derrumbe de la Unión Soviética; y sentó las bases para un auge económico estadounidense mediante un aumento masivo de la deuda nacional.

Trump no puede permitirse la estrategia imperial. Por el contrario, durante la campaña se prodigó en críticas a las guerras sin sentido de su país en Medio Oriente; y sus partidarios no quieren otra cosa para Estados Unidos que la renuncia al liderazgo global y la retirada del mundo. En su transición hacia el nacionalismo aislacionista, Estados Unidos seguirá siendo el país más poderoso del mundo por amplio margen; pero ya no garantizará la seguridad de los países de Occidente ni defenderá un orden internacional basado en el libre comercio y la globalización.

La única duda ahora es cuán veloces serán los cambios en la política estadounidense, y cuán radicales. Trump ya prometió descartar el Acuerdo Transpacífico, que Estados Unidos iba a firmar con otros once países, decisión que (tal vez no lo sepa) equivale a un regalo a China. Y puede que le haga también otro regalo: reducir la presencia estadounidense en el mar de China meridional. Pronto Beijing puede verse convertido en el nuevo garante del libre comercio internacional (y probablemente, nuevo líder mundial en la lucha contra el cambio climático).

En relación con la guerra en Siria, tal vez Trump se limite a entregar ese país devastado al presidente ruso Vladimir Putin y a Irán. En sentido práctico, esto desbarataría el equilibrio de poder en Medio Oriente, con serias consecuencias para todo el mundo; en sentido moral, sería una cruel traición a la oposición siria y una bendición para el presidente sirio Bashar al-Assad.

Y si Trump se inclina ante Putin en Medio Oriente, ¿qué hará en relación con Ucrania, Europa del este y el Cáucaso? ¿Se avecina acaso una Conferencia de Yalta 2.0 para reconocer la nueva esfera de influencia de facto de Putin?

El nuevo rumbo que trazará Trump para Estados Unidos ya es discernible; sólo ignoramos a qué velocidad irá el barco. Mucho dependerá de la oposición (demócrata y republicana por igual) que Trump encuentre en el Congreso de los Estados Unidos, y de la resistencia de la mayoría de estadounidenses que no votaron por él.

Pero no abriguemos ilusiones: Europa está demasiado débil y dividida para ocupar el lugar estratégico de Estados Unidos, y sin el liderazgo de este país, Occidente no puede sobrevivir. Lo más probable es que el mundo occidental tal como lo conocieron las generaciones actuales perecerá ante nuestros ojos.

¿Y después, qué? Es indudable que China se prepara para ocupar el lugar de Estados Unidos. Y en Europa, las criptas del nacionalismo se han abierto, y llegará el día en que los fantasmas que encerraban corran otra vez libres por el continente y por el mundo.

(Joschka Fischer was German Foreign Minister and Vice Chancellor from 1998-2005, a term marked by Germany's strong support for NATO's intervention in Kosovo in 1999, followed by its opposition to the war in Iraq. Fischer entered electoral politics after participating in the anti-establishment protest…)

– ¿Traerá Trump una bonanza económica? (Project Syndicate – 7/12/16)

Cambridge.- ¿Será posible que tras años de hibernación, la economía estadounidense se despierte y tenga un regreso triunfal de aquí a un par de años? Si sumamos la firme decisión del gobierno republicano entrante de reflacionar una economía que ya está cerca del pleno empleo, la posibilidad de que las restricciones al comercio internacional prometidas empujen al alza los precios de bienes que hoy compiten con las importaciones, y un probable ataque a la independencia del banco central, es casi seguro que habrá más inflación (probablemente, superior al 3% en algunos momentos). Y puede ser que el crecimiento de la producción también nos dé una sorpresa y llegue tal vez al 4%, aunque sea transitoriamente.

¿Imposible, dice usted? Todo lo contrario.

La economía ya parece estar creciendo a un ritmo del 3% anual. Y hasta los más firmes oponentes de las políticas económicas del presidente electo Trump tendrán que admitir que son decididamente promercado (con la notable excepción de su postura en comercio internacional).

Pensemos en el tema de las regulaciones. La presidencia de Barack Obama trajo consigo un importante crecimiento de la regulación laboral y de la legislación medioambiental. Y eso sin contar la enorme sombra que el Obamacare proyecta sobre el sistema sanitario, que por sí solo equivale al 17% de la economía. No digo que derogar las normas de la era Obama mejorará el bienestar del estadounidense medio. Ni remotamente. Pero las empresas saltarán de la alegría. Tal vez tanto que se decidan a empezar en serio a invertir otra vez. El aumento de la confianza ya es palpable.

Después tenemos la perspectiva de un estímulo a gran escala, que incluirá una enorme ampliación (muy necesaria) del gasto en infraestructura. (Es previsible que Trump logre forzar a la oposición en el Congreso a que apruebe un aumento del déficit.) Desde la crisis financiera de 2008, economistas de todo el espectro político han propuesto aprovechar los bajísimos tipos de interés para financiar la inversión en infraestructura productiva, incluso a costa de un mayor endeudamiento. Los proyectos de alta rentabilidad se pagan solos.

Mucho más controvertido es el plan de Trump de implementar grandes rebajas impositivas que beneficiarán desproporcionadamente a los ricos. Es verdad que poner dinero en los bolsillos de los ahorristas ricos no parece tan eficaz como dárselo a los pobres que viven al día. En una frase memorable, Hillary Clinton habló de una "economía del derrame inflada (trumped up)". Pero Trumped up o no, las rebajas impositivas pueden ser muy buenas para la confianza empresarial.

No hay modo de saber cuánta deuda adicional generará el programa de estímulo de Trump, pero las estimaciones que hablan de cinco billones de dólares en diez años (un aumento del 25%) parecen cortas. Muchos analistas económicos de izquierda, que se pasaron los ocho años de Obama insistiendo en que para Estados Unidos tomar deuda no supone ningún riesgo, ahora advierten que un aumento de la deuda bajo el gobierno de Trump será la antesala de un Armagedón financiero. Su hipocresía es asombrosa, incluso si ahora están más cerca de tener razón.

Tampoco es fácil saber cuánto crecerán la producción y la inflación con las políticas de Trump. Cuanto más cerca esté la economía estadounidense de la plena capacidad, más inflación habrá. Si la productividad estadounidense realmente se derrumbó tanto como creen muchos académicos, es probable que un estímulo adicional eleve los precios mucho más que la producción: la demanda no inducirá más oferta.

Por otra parte, si es verdad que la economía estadounidense tiene cantidades masivas de recursos subutilizados y ociosos, el efecto de las políticas de Trump sobre el crecimiento puede ser considerable. En jerga keynesiana, a la política fiscal todavía le queda un gran multiplicador. Es fácil olvidar que la principal pieza faltante de la recuperación global es la inversión empresarial, y si esta por fin empieza a moverse, es factible un aumento marcado de la producción y la productividad.

Los enamorados de la idea del "estancamiento secular" dirán que un aumento del crecimiento con Trump es casi imposible. Pero si uno cree (como yo) que el lento crecimiento de los últimos ocho años se debió ante todo al arrastre de deudas y temores desde la crisis de 2008, no es tan absurdo suponer que la normalización puede estar mucho más cerca de lo que pensamos. Después de todo, hasta ahora casi todas las crisis financieras en algún momento se terminaron.

Es verdad que todo esto que digo es según una visión optimista de la economía de Trump. Si el nuevo gobierno resultara errático e incompetente (posibilidad real), el desánimo pronto reemplazará a la confianza. Pero ojo con los expertos que aseguran que Trump traerá una catástrofe económica. La víspera de la elección, el columnista del New York Times Paul Krugman insistió claramente en que una victoria de Trump provocaría un derrumbe del mercado accionario, sin recuperación a la vista. Los inversores que confiaron en sus predicciones perdieron un montón de dinero.

A riesgo de caer en hipérbole, es bueno recordar que no hace falta ser un buen tipo para poner una economía en marcha. En muchos aspectos, Alemania tuvo tanto éxito como Estados Unidos en el uso del estímulo para sacar la economía de la Gran Depresión.

Sí, subsiste la posibilidad de que todo termine muy mal. El mundo es un lugar peligroso. Si el crecimiento global se derrumba, el de Estados Unidos puede salir muy perjudicado. Pero es mucho más probable que tras años de lentitud, la economía estadounidense esté por fin lista para acelerar un poco, aunque sea por un tiempo.

(Kenneth Rogoff, Professor of Economics and Public Policy at Harvard University and recipient of the 2011 Deutsche Bank Prize in Financial Economics, was the chief economist of the International Monetary Fund from 2001 to 2003. The co-author of This Time is Different: Eight Centuries of Financial Fol…)

– No hay que llorar por la muerte de los acuerdos comerciales (Project Syndicate – 8/12/16)

Cambridge.- Las siete décadas que transcurrieron desde el fin de la Segunda Guerra Mundial fueron una era de acuerdos comerciales. Las principales economías del mundo estuvieron en un estado perpetuo de negociaciones sobre comercio y concluyeron dos acuerdos multilaterales importantes a nivel global: el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT por su sigla en inglés) y el tratado que estableció la Organización Mundial de Comercio. Por otra parte, se firmaron más de 500 acuerdos comerciales bilaterales y regionales -la gran mayoría de ellos desde que la OMC reemplazó al GATT en 1995.

Las revueltas populistas de 2016 casi con certeza pondrán fin a esta actividad frenética de firma de acuerdos. Si bien los países en desarrollo pueden aspirar a implementar acuerdos comerciales más pequeños, los dos principales acuerdos sobre la mesa, el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP por su sigla en inglés) y la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión (ATCI), están prácticamente muertos luego de la elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos.

No deberíamos lamentar su muerte.

¿Qué propósito sirven realmente los acuerdos comerciales? La respuesta parecería obvia: los países negocian acuerdos comerciales para alcanzar un comercio más libre. Pero la realidad es considerablemente más compleja. No es sólo que los acuerdos comerciales de hoy se extienden a muchas otras áreas de políticas, como la salud y las regulaciones sobre seguridad, las patentes y los derechos de propiedad intelectual, las regulaciones para cuentas de capital y los derechos de los inversores. Tampoco resulta claro si realmente tienen mucho que ver con el libre comercio.

La argumentación económica estándar para el comercio es doméstica. Habrá ganadores y perdedores, pero la liberalización comercial agranda el tamaño de la torta económica en casa. El comercio es bueno para nosotros y deberíamos eliminar cualquier impedimento por nuestro propio bien -no para ayudar a otros países-. De modo que el comercio abierto no requiere ningún cosmopolitanismo; sólo precisa los ajustes domésticos necesarios para asegurar que todos los grupos (o por lo menos los políticamente poderosos) puedan participar en los beneficios generales.

Para las economías que son pequeñas en los mercados mundiales, la historia termina aquí. No tienen ninguna necesidad de acuerdos comerciales, porque el libre comercio, por empezar, los favorece (y no tienen poder de negociación frente a los países más grandes).

Los economistas ven una justificación para los acuerdos comerciales para los países grandes porque esos países pueden manipular sus términos de comercio -los precios mundiales de los bienes que exportan e importan-. Por ejemplo, al imponer un arancel a las importaciones, digamos, de acero, Estados Unidos puede reducir los precios a los que los productores chinos pueden vender sus productos. O, al gravar las exportaciones de aviones, Estados Unidos puede aumentar los precios que los extranjeros tienen que pagar. Un acuerdo comercial que prohíba estas políticas proteccionistas puede ser útil para todos los países porque, de no existir, todos podrían terminar colectivamente perjudicados.

Pero es difícil cuadrar este razonamiento con lo que sucede con los acuerdos comerciales reales. Aunque Estados Unidos imponga aranceles a las importaciones de acero chino (y muchos otros productos), el motivo no parece ser reducir el precio mundial del acero. Librado a sus propios medios, Estados Unidos preferiría subsidiar las exportaciones de Boeing -como lo ha hecho a menudo- que gravarlas. Por cierto, las reglas de la OMC prohíben los subsidios a las exportaciones -que, en términos económicos, son políticas que benefician a todos- sin aplicar restricciones directas a los impuestos a las exportaciones.

De manera que la economía no nos ayuda mucho a entender los acuerdos comerciales. La política parece un camino más alentador: las políticas comerciales de Estados Unidos en materia de acero y aviones probablemente encuentren una mejor explicación en el deseo de los responsables de las políticas de ayudar a esas industrias específicas -que tienen una fuerte presencia lobista en Washington- que en sus consecuencias económicas generales.

Los acuerdos comerciales, suelen decir quienes los proponen, pueden ayudar a controlar este tipo de políticas ineficientes haciendo que a los gobiernos les resulte más difícil dispensar favores especiales a industrias con conexiones políticas. Pero este argumento tiene un punto ciego. Si las políticas comerciales están esencialmente diseñadas por el lobby político, ¿acaso las negociaciones de comercio internacional no estarían también a merced de estos mismos lobbies? ¿Y pueden las reglas comerciales redactadas por una combinación de lobbies domésticos y extranjeros, en lugar de sólo lobbies domésticos, garantizar un mejor resultado?

Sin duda, los lobbies domésticos tal vez no obtengan todo lo que quieren cuando tienen que lidiar con lobbies extranjeros. Una vez más, los intereses comunes entre los grupos industriales de diferentes países pueden derivar en políticas que consagran la captación de renta a nivel global.

Cuando los acuerdos comerciales giraban en gran medida en torno de los aranceles a las importaciones, el intercambio negociado de acceso a los mercados en general producía menores barreras a las importaciones -un ejemplo de los beneficios de los lobbies que actúan como contrapesos mutuos-. Pero también existen muchos ejemplos de connivencia internacional entre intereses especiales. La prohibición de la OMC a los subsidios a las exportaciones no tiene una explicación económica real, como ya dije anteriormente. Las reglas sobre anti-dumping también son explícitamente proteccionistas en su intención.

Estos casos perversos han proliferado más recientemente. Los acuerdos comerciales más nuevos incorporan reglas sobre "propiedad intelectual", flujos de capital y protecciones a la inversión que están esencialmente destinadas a generar y preservar las ganancias de las instituciones financieras y las empresas multinacionales a expensas de otros objetivos políticos legítimos. Estas reglas ofrecen protecciones especiales a los inversores extranjeros que suelen entrar en conflicto con regulaciones sobre salud pública o medio ambiente. Hacen que a los países en desarrollo les resulte más difícil acceder a la tecnología, gestionar los flujos de capital volátiles y diversificar sus economías a través de políticas industriales.

Las políticas comerciales impulsadas por un lobby político e intereses especiales domésticos son políticas proteccionistas. Pueden tener consecuencias proteccionistas, pero ese no es su motivo. Reflejan asimetrías de poder y fallas políticas al interior de las sociedades. Los acuerdos comerciales internacionales pueden contribuir sólo de manera limitada a remediar estas fallas políticas domésticas, y a veces las agravan. Para abordar las políticas proteccionistas hace falta mejorar la gobernancia doméstica, no establecer reglas internacionales.

Tengamos esto en mente cuando lamentamos la muerte de la era de los acuerdos comerciales. Si administramos bien nuestras propias economías, los nuevos acuerdos comerciales serán esencialmente redundantes.

(Dani Rodrik is Professor of International Political Economy at Harvard University"s John F. Kennedy School of Government. He is the author of The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy and, most recently, Economics Rules: The Rights and Wrongs of the Dismal Science)

– La geopolítica del populismo (Project Syndicate – 9/12/16)

Singapur.- La gran pregunta a la que se enfrentan ahora mismo los países asiáticos es qué enseñanza extraer de la victoria de Donald Trump en la elección presidencial estadounidense y del referendo por el Brexit (en el que los votantes británicos eligieron abandonar la Unión Europea). Por desgracia, la respuesta no se está buscando en el lugar correcto: el cambio geopolítico.

En vez de eso, han prevalecido las explicaciones económicas. Una dice que la globalización, a pesar de mejorar el bienestar general, también desplaza trabajadores e industrias y aumenta la disparidad de ingresos, lo que crea electorados inquietos como los que apoyaron el Brexit y a Trump. Otra asegura que han sido los avances tecnológicos, más que la globalización, los que agravaron las desigualdades económicas y generaron las condiciones de la conmoción política en los países desarrollados.

En cualquier caso, las autoridades de los países emergentes han identificado la desigualdad como un problema fundamental, y coinciden en buscar iniciativas para mejorar la movilidad social y evitar que la globalización y las nuevas tecnologías desplacen a sus clases medias y trabajadoras, y abran el camino a versiones propias de Trump y el Brexit. Para los países asiáticos, la receta política es clara: cuidar a las poblaciones desfavorecidas y ofrecer capacitación y nuevas oportunidades de empleo a los trabajadores desplazados.

Es evidente que todas las sociedades deben velar por sus miembros más pobres y maximizar la movilidad social, sin dejar de recompensar el emprendedorismo y alentar a las personas para que se esfuercen en mejorar su suerte. Pero concentrarse en esas políticas no resolverá el distanciamiento entre la gente y los gobiernos que subyace al ascenso de los populistas, porque su causa raíz no es la desigualdad, sino la sensación de pérdida de control.

Incluso si los países eliminaran las diferencias internas de ingresos y riqueza, y aseguraran la movilidad social para todos sus ciudadanos, las fuerzas que hoy impulsan el descontento popular en todo el mundo subsistirían. Pensemos en Estados Unidos, donde la explicación basada en la desigualdad pone el acento en los varones blancos de clase trabajadora con menos educación y de más edad que perdieron su trabajo. Muchos adjudican la victoria de Trump a este grupo de votantes emblemáticos, pero lo cierto es que su incidencia en el resultado de la elección fue menos de lo que se cree.

Según las encuestas a boca de urna, Trump obtuvo votos del 53% de los varones blancos con título universitario y del 52% de las mujeres blancas (sólo 43% del segundo grupo apoyó a Clinton); del 47% de los estadounidenses blancos de entre 18 y 29 años de edad, contra 43% para Clinton; y del 48% de los graduados universitarios blancos en general contra el 45% para Clinton. Estos votantes no encajan en el estereotipo en torno al cual gira la explicación económica del resultado electoral.

En tanto, más de la mitad del 36% de los estadounidenses que ganan menos de 50 000 dólares al año votó por Clinton, y del otro 64% de los votantes, 49% y 47% eligieron a Trump y a Clinton, respectivamente. Es decir, los pobres fueron más favorables a Clinton, y los ricos a Trump. Contra la explicación popular, Trump no debe su victoria a los que tienen más miedo de caerse del sistema económico.

Se dio algo similar en el referendo británico por el Brexit, en el que los partidarios de abandonar la UE culparon a sus normas supuestamente gravosas y a sus exorbitantes cuotas societarias de frenar la economía británica. Esto tiene muy poco que ver con combatir la desigualdad económica y la exclusión; y es revelador el dato de que las mayores donaciones a la campaña por el Brexit salieron de empresarios ricos.

Además, el sentimiento popular que contribuyó a la victoria del Brexit no se origina en la desigualdad de ingresos o el rechazo al "1%" más rico, sino en la rabia de votantes pobres marginados contra otros pobres marginados (en particular, los inmigrantes), no contra los ricos. La alcaldía de Londres informó que en las seis semanas posteriores al referendo, los crímenes de odio aumentaron un 64% respecto de las seis semanas previas. Es decir que si bien la igualdad de ingresos puede haber sido parte del ruido de fondo de la campaña por el Brexit, no fue lo más importante que tenían en mente los que votaron por dejar la UE.

Lo que une a los simpatizantes de Trump y del Brexit no es la rabia por ser excluidos de los beneficios de la globalización, sino una incómoda sensación generalizada de que ya no controlan sus destinos. El aumento de la desigualdad de ingresos puede contribuir a este malestar, pero también hay otros factores, lo que explica por qué la inquietud abarca a personas de todos los niveles de ingresos. Durante los severos experimentos socialistas de la posguerra en Europa del este, muchas personas sintieron una pérdida de control, lo mismo que muchos chinos durante la Revolución Cultural; y en estas sociedades la desigualdad de ingresos visible era mínima.

Paradójicamente, es posible que los simpatizantes del Brexit y de Trump perciban los efectos de la globalización porque la desigualdad general en realidad disminuyó. El efecto más grande de la globalización fue sacar a cientos de millones de personas de la pobreza en los países emergentes. En los años noventa, el PIB combinado de estos países (a tipos de cambio de mercado) apenas llegaba a la tercera parte del PIB combinado de los países del G7. En 2016, esa divergencia había casi desaparecido.

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La presión inédita sobre el orden mundial no se debe al aumento de la desigualdad de ingresos dentro de cada país sino a la baja desigualdad de ingresos en el nivel internacional. Hay cada vez más diferencia entre lo que los países de Occidente pueden proveer y lo que las economías emergentes demandan. El poder del eje transatlántico que antes gobernaba el mundo se está yendo, y en los países otrora dominantes, tanto las élites políticas como los ciudadanos de a pie sienten esa pérdida de control.

Trump y el Brexit atrajeron a los votantes con la promesa de que las potencias transatlánticas pueden reafirmar su control en el contexto de un orden mundial que cambia a pasos agigantados. Pero el ascenso geopolítico de las economías emergentes, especialmente en Asia, obliga a encontrar un nuevo equilibrio para ese orden, ya que de lo contrario la inestabilidad global se mantendrá. Eliminar la divergencia de ingresos puede ayudar a los pobres, pero en los países desarrollados, no calmará sus temores.

(Danny Quah is Li Ka Shing Professor of Economics at the Lee Kuan Yew School of Public Policy at the National University of Singapore. He is the author of The Global Economy's Shifting Centre of Gravity. Kishore Mahbubani, Dean of the Lee Kuan Yew School of Public Policy at the National University of Singapore, is the author of The Great Convergence: Asia, the West, and the Logic of One World. He was selected as one of Prospect magazine"s top 50 world thinkers in 2014)

– Crecer sin el liderazgo de EEUU (El Economista – 12/12/16)

La elección de Donald Trump fue recibida en todo el mundo con un desconcierto y un miedo justificables. Su victoria, tras una campaña electoral viciada y carente de datos, puso por los suelos la imagen de la democracia norteamericana. Pero, si bien Trump es impulsivo y ocasionalmente vengativo, una mezcla potencialmente fatal en un mundo ya frágil, su elección debería ser un incentivo para cuestionar ideas fallidas y avanzar más allá de una dependencia excesiva del liderazgo global inevitablemente imperfecto de Estados Unidos.

En muchas áreas políticas, lo que Trump hará en verdad es imposible de saber: allí reside el riesgo. Pero, en el caso de la política económica, hay una cosa que es clara: la política fiscal será más relajada. La forma exacta de sus estímulos probablemente resulte ineficiente y regresiva: los grandes recortes impositivos para los ricos exacerbarán la desigualdad que ayudó a atizar el éxito de Trump. Y sus planes de gasto en infraestructuras tal vez sólo tengan un impacto limitado.

Pero la razón de ser de un cambio de políticas así, que pasa de los estímulos monetarios a los propios de la expansión fiscal, tiene sentido. En todas las economías desarrolladas, la combinación de medidas prevaleciente en los últimos seis años (ajuste fiscal y condiciones monetarias excesivamente laxas) ha resultado en un crecimiento mediocre del ingreso medio pero en grandes aumentos de la riqueza para los que ya eran ricos. Si el estímulo fiscal de Trump provoca una reformulación de este tipo de políticas en otras partes, el resultado podría ser beneficioso.

Por otra parte, en materia de política comercial, los riesgos probablemente sean menores de lo que parecen a primera vista. Si Trump en verdad cumpliera con sus promesas de campaña de revisar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte e impusiera aranceles a muchas importaciones chinas, podría llevar la economía mundial de un crecimiento insatisfactorio a una depresión absoluta. Pero es más factible que una versión pragmática del Estados Unidos primero, centrada en lograr una reelección en 2020, se traduzca en algunas medidas esencialmente simbólicas (como aranceles antidumping sobre algunas importaciones de acero chinas) y el abandono de otras iniciativas de liberalización comercial como el Acuerdo Transpacífico y la Asociación Transatlántica para el Comercio y la Inversión.

Si hasta ahí llega el proteccionismo de Trump, cualquier perjuicio a la economía global que resulte de ello será menor. Si bien la liberalización comercial de 1950 a 2000 ayudó a impulsar el crecimiento global, los beneficios marginales de una mayor liberalización son pequeños. En verdad, el foco de la política debería haberse centrado hace por lo menos diez años en las consecuencias distributivas adversas que pueden resultar de la globalización. Si la elección de Trump promueve una estrategia más reflexiva en torno de la liberalización comercial, puede ofrecer algún beneficio también en esta área.

De modo que el impacto de la elección de Trump en Estados Unidos y la economía global puede ser ligeramente positivo, al menos en el corto plazo. Lo que debería preocuparnos mucho más es el potencial impacto de su gobierno en la política global y en el medioambiente. Otros países tendrán que ofrecer el liderazgo que Estados Unidos no ofrezca, y hacerle frente a Washington cuando sea necesario.

Son pocos los comentarios de campaña de Trump que se pueden describir como reveladores y justos, pero estuvo acertado cuando sugirió que Europa no puede depender de que Estados Unidos la defienda si sigue mostrándose reacia a hacer una contribución más justa a la capacidad militar. La primera potencia mundial gasta cerca del 4 por ciento del PIB en defensa y responde por cerca del 70 por ciento del gasto militar total de todos los miembros de la OTAN. La mayoría de los países europeos no cumplen con el objetivo del 2 por ciento del PIB de la Alianza para gasto de defensa, pero siguen esperando que Estados Unidos ofrezca garantías de seguridad contra, por ejemplo, el aventurismo ruso. Un compromiso creíble por parte del Reino Unido, Francia y Alemania para aumentar el gasto en defensa, no sólo al 2 sino al 3 por ciento del PIB al menos reduciría el peligroso desequilibro en el núcleo de la OTAN.

La promesa de Trump de desarticular el acuerdo con Irán, en cambio, es una amenaza irresponsable y peligrosa para la paz mundial, que no haría más que fortalecer la postura de los líderes iraníes de línea dura. Pero éste no fue un acuerdo entre Estados Unidos e Irán; fue negociado por seis potencias líderes y respaldado por las Naciones Unidas. Esas potencias deberían dejar claro que no volverán a imponer sanciones y que cualquier intento por parte de Estados Unidos de imponer su voluntad a través de otros medios (por ejemplo, usando los sistemas de compensación en dólares como una herramienta de política exterior) sería contrarrestado por una acción coordinada. En el caso particular del Reino Unido, esto puede exigir la voluntad de disentir frontalmente con la política exterior norteamericana de una manera que algunos devotos de la llamada "relación especial" encontrarán incómoda.

En cuanto al cambio climático, la elección de un hombre que asegura estar seguro de que el calentamiento global es un engaño de los chinos, creado para perjudicar los negocios norteamericanos es claramente una mala noticia. Pero el ímpetu global para abordar el cambio climático puede y debe mantenerse. La caída en picado del precio de las energías renovables impulsará la inversión comercial en energía de bajo consumo de carbono, sin importar lo que haga Estados Unidos. Es más, el compromiso cada vez más fuerte de China para limitar y luego reducir sus emisiones es más importante que cualquier retroceso norteamericano, y la capacidad de Alemania de combinar un sorprendente éxito exportador con un rápido crecimiento de las energías renovables demuestra lo absurdo del argumento de que fortalecer una economía de bajo consumo de carbono amenaza la competitividad.

En Estados Unidos también las políticas en Estados concretos como California impulsarán el progreso tecnológico, más allá de la estrategia del Gobierno federal. Y la constante acumulación de pruebas incontrovertibles de que el calentamiento global es real puede lentamente alinear el equilibrio de la opinión pública estadounidense, y tal vez hasta la propia opinión de Trump, con la clara mayoría de los norteamericanos que creen que el cambio climático es un problema importante. El resto del mundo debería redoblar su compromiso con el acuerdo del cambio climático de París de 2015: la política sobre cambio climático no tiene que depender de lo que un presidente norteamericano actualmente diga que piensa.

Sería un error ignorar los peligros de la presidencia de Trump, y la incertidumbre sobre lo que hará, en sí misma, ya convirtió al mundo en un lugar más riesgoso, sin duda. Para los líderes políticos del mundo, la primera respuesta debe ser construir un orden mundial que sea menos dependiente del liderazgo norteamericano y menos vulnerable a los antojos de las elecciones en Estados Unidos.

(Artículo de Adair Turner para Project Syndicate)

Italia supone una gran amenaza para el euro y para la Unión Europea (Expansión – FT – 13/12/16)

(Por Wolfgang Münchau – Financial Times)

La incapacidad de distinguir lo probable de lo deseable ha sido la tragedia de 2016.

Esto es especialmente evidente en el debate sobre el futuro de Italia en la eurozona. Los optimistas dicen que podrá salir del paso y que los poderes establecidos siempre podrán modificar el sistema electoral para evitar la victoria de un partido extremista.

¿De verdad? No lo creo. A finales de noviembre, la diferencia económica entre Alemania e Italia era mayor que en el apogeo de la crisis en 2012. El superávit de Alemania era de 754.000 millones de euros, mientras que el déficit de Italia era de 359.000 millones. La mayor parte de la diferencia se debe a una salida en silencio de capital de los bancos.

La falta de sostenibilidad no implica necesariamente la salida del euro. Puede que la voluntad política se imponga a las necesidades económicas o que lo insostenible llegue a ser sostenible. Pero para que suceda esto e Italia permanezca en el euro tendría que cumplirse al menos una de las cinco condiciones siguientes.

1. La diferencia entre Italia y Alemania tendría que disminuir considerablemente. Para ello Italia tendría que llevar a cabo reformas económicas, reducir los impuestos e invertir en tecnologías que aumenten la productividad. Alemania tendría que tener un mayor déficit fiscal.

2. Los países del norte de Europa tendrían que aceptar grandes transferencias fiscales al sur.

3. La UE tendría que crear un organismo con facultades para subir los impuestos con el fin de transferir ingresos de los países de renta alta a los de renta baja.

4. El BCE tendría que financiar las deudas pública y privada italianas indefinidamente.

5. El gobierno de Italia tendría que apoyar siempre la permanencia en el euro.

El problema es que es extremadamente improbable que alguna se cumpla. Las reformas económicas de Matteo Renzi han sido insignificantes y ahora no hay un gobierno reformista a la vista. Y no creo que Alemania rescate a la eurozona ni que algún país del norte acepte grandes transferencias fiscales o una unión política.

Por otra parte, el plan de relajación cuantitativa del BCE no será suficiente para financiar al país de forma indefinida, especialmente porque su magnitud es pequeña en relación con la deuda italiana.

Además, de los tres grandes partidos italianos, sólo el de Renzi está a favor del euro. Aunque puede que resurja y gane las próximas elecciones, no podrá permanecer indefinidamente en el poder. Llegará un día en que Italia estará dirigida por un partido que esté a favor de salir del euro.

Si Italia quiere quedarse en el euro, tendrá que advertir a Alemania y a los otros países del norte de Europa que la eurozona se encuentra en una senda de autodestrucción a menos que haya un cambio de parámetros y que tendrán que elegir entre la unión política o la salida de Italia del euro. Esto último daría lugar al mayor impago de la historia y el sistema bancario alemán podría hundirse.

– La guerra comercial en ciernes de Trump (Project Syndicate – 26/12/16)

New Haven.- Durante su campaña, el presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, utilizó el comercio exterior como un pararrayos en su supuesta defensa de la atormentada clase media norteamericana. No es una táctica poco frecuente para los candidatos en cualquiera de los extremos del espectro político. Lo que es inusual es que Trump no haya moderado su tono anti-comercio desde su victoria. Por el contrario, subió la apuesta e hizo una serie de disparos tempranos de advertencia en lo que podría convertirse en una declaración de guerra comercial declarada a nivel global, con consecuencias desastrosas para Estados Unidos y el resto del mundo.

Consideremos las decisiones clave que tomó Trump en materia de colaboradores. El empresario industrial Wilbur Ross, el designado secretario de Comercio, ha sido explícito en su deseo de derogar los acuerdos comerciales "tontos" de Estados Unidos. Peter Navarro, profesor de Economía de la Universidad de California en Irvine, será el director del Consejo Nacional del Comercio -una nueva área de toma de decisiones políticas de la Casa Blanca que funcionará a la par del Consejo de Seguridad Nacional y del Consejo Económico Nacional-. Navarro es uno de los halcones más extremos contra China en Estados Unidos. Los títulos de sus dos libros más recientes -Muerte por China (2011) y El tigre agazapado: lo que el militarismo de China significa para el mundo (2015)- dicen mucho sobre sus prejuicios amarillistas.

Ross y Navarro también fueron coautores de un informe de posición sobre la política económica publicado en el sitio web de la campaña de Trump que puso a prueba cualquier semejanza de credibilidad. Ahora tendrán la oportunidad de llevar sus ideas a la práctica. Y, por cierto, el proceso ya comenzó.

Trump dejó en claro que retirará de inmediato a Estados Unidos del Acuerdo Transpacífico (TPP por su sigla en inglés) -en sintonía con las críticas de Ross de los acuerdos comerciales de Estados Unidos-. Y su actitud descarada de desafiar la política de 40 años "Una sola China" al hablar directamente con la presidenta taiwanesa Tsai Ing-wen -para no mencionar sus subsiguientes mensajes contra China por Twitter- deja pocas dudas de que su administración seguirá los consejos de Navarro and pondrá en la mira al socio comercial más importante y más fuerte de Estados Unidos.

Por supuesto, Trump, que se define a sí mismo como un negociador magistral, tal vez sólo esté usando un tono firme, para advertirle a China y al mundo que Estados Unidos ahora está dispuesto a operar desde una posición de fuerza en la arena del comercio exterior. Un comentario inicial audaz, dice el argumento, ablanda al adversario para un resultado final más apetecible.

Pero aunque esta firmeza sin duda funcionó muy bien con los votantes, no pasa una prueba de realidad esencial: el gran déficit comercial de Estados Unidos -una manifestación visible de su bajo nivel de ahorro– pone en tela de juicio la noción misma de poderío económico. Un déficit de ahorro doméstico significativo, como el que hoy aflige a Estados Unidos, explica el apetito insaciable de Estados Unidos por un superávit de ahorro del exterior, que a su vez engendra su déficit crónico de cuenta corriente y un déficit comercial masivo.

Los negociadores que intentan abordar este problema macroeconómico de un país a la vez no tienen chances de salir airosos: Estados Unidos registró déficits comerciales con 101 países en 2015. No puede haber una reparación bilateral para un problema multilateral. Es como el proverbio del niño holandés que tapó un agujero con el dedo para detener una fuga de agua en un dique. A menos que se resuelva el origen del problema -una escasez de ahorros que probablemente empeore frente a la ampliación inevitable de los déficits presupuestarios federales por parte de Trump-, los déficits de cuenta corriente y comercial de Estados Unidos no harán más que crecer. Estrujar a China simplemente desviaría el desequilibrio comercial a otros países -muy probablemente a productores de costos más elevados, lo que efectivamente aumentaría los precios de los alimentos extranjeros que se les venden a las familias norteamericanas en aprietos.

Pero la historia no termina ahí. La administración Trump está jugando con munición de guerra, lo que tiene implicancias profundas y globales. En ninguna otra parte esto es más evidente que en la posible respuesta china a la nueva demostración de fuerza de Estados Unidos. El equipo de Trump desestima la reacción de China frente a sus amenazas -cree que Estados Unidos no tiene nada que perder y todo para ganar.

Desafortunadamente, tal vez no sea el caso. Nos guste o no, Estados Unidos y China están atrapados en una relación económica codependiente. Es cierto, China depende de la demanda estadounidense para sus exportaciones, pero Estados Unidos también depende de China: los chinos son dueños de más de 1,5 billones de dólares en títulos del Tesoro de Estados Unidos y otros activos en dólares de Estados Unidos. Es más, China es el tercer mercado exportador más grande de Estados Unidos (después de Canadá y México) y el que se está expandiendo a pasos más acelerados -algo difícilmente inconsecuente para una economía estadounidense ávida de crecimiento-. Es tonto pensar que Estados Unidos tiene todas las cartas en esta relación económica bilateral.

La codependencia es una conexión muy reactiva. Si un socio cambia los términos del acuerdo, el otro probablemente responda del mismo modo. Si Estados Unidos ataca a China -algo que Trump, Navarro y Ross han predicado durante mucho tiempo y ahora parecen estar llevando a la práctica-, también debe enfrentar las consecuencias. En el frente económico, eso implica la posibilidad de aranceles recíprocos a las exportaciones de Estados Unidos a China, así como potenciales ramificaciones para las compras chinas de títulos del Tesoro. Y otros países -estrechamente asociados con China a través de cadenas de suministro globales- bien podrían imponer sus propios aranceles compensatorios.

Las guerras comerciales globales son raras. Pero, al igual que los conflictos militares, suelen comenzar con escaramuzas o malentendidos accidentales. Hace más de 85 años, el senador estadounidense Reed Smoot y el representante Willis Hawley dispararon el tiro inicial al patrocinar la Ley de Aranceles de 1930. Eso condujo a una guerra comercial global catastrófica, que para muchos transformó una recesión importante en la Gran Depresión.

Es el colmo de la locura ignorar las lecciones de la historia. Para la economía estadounidense proclive al déficit y carente de ahorros de hoy, hará falta mucho más que vapulear a China para que Estados Unidos vuelva a ser grande. Convertir el comercio en un arma de destrucción económica masiva podría ser un error de proporciones épicas en materia de políticas.

(Stephen S. Roach, former Chairman of Morgan Stanley Asia and the firm's chief economist, is a senior fellow at Yale University's Jackson Institute of Global Affairs and a senior lecturer at Yale's School of Management. He is the author of Unbalanced: The Codependency of America and China)

– La peor idea de Donald Trump: poner barreras al comercio internacional (The Wall Street Journal – 26/12/16)

Nuevas restricciones diezmarían las cadenas globales de suministro, con impacto en la producción en todo el mundo

(Por Gene Epstein, Especial de Barron"s)

Los fantasmas de Reed Smoot y Willis Hawley acechan la presidencia de Donald J. Trump aún antes de que comience. Para evitar el riesgo de una recesión, se requiere urgentemente una especie de exorcismo.

El senador Smoot y el representante Hawley copatrocinaron la infame Ley de Aranceles de 1930, que elevó las tarifas a las importaciones a niveles récord. Otros países respondieron del mismo modo y se desató una guerra comercial mundial. El comercio exterior de Estados Unidos cayó 40%, contribuyendo a hundir la economía en la Gran Depresión. Más de 1.000 economistas enviaron una petición al entonces presidente Herbert Hoover instándole a vetar la ley, argumentando correctamente que "dañaría a la gran mayoría de nuestros ciudadanos". No tuvieron éxito.

Ecos de Hawley y Smoot resuenan en las palabras de Trump. Incluso antes de pisar la Oficina Oval, el presidente electo ha matado el Acuerdo Transpacífico, acordado por 12 países, y ha condenado el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, o Nafta, con el flojo argumento de que cuesta empleos en EEUU.

Evocando aún más a Smoot y Hawley, Trump ha insistido en imponer aranceles de 35% y 45%, respectivamente, sobre las importaciones de México y China, las mayores fuentes de importación de EEUU en términos de dólares. Dichas tarifas, dice Dan Ikenson, experto en comercio de Cato Institute, "serían devastadoras para las economías estadounidense y global y destruirían el sistema de comercio internacional". El resultado sería una recesión mundial y el derrumbe de las bolsas.

Como señala Ikenson, cualquier intento de la Casa Blanca de subir agresivamente los aranceles será resistido por un Congreso dominado por republicanos, que tradicionalmente han apoyado la liberalización del comercio. Una resistencia aún mayor provendría de intereses empresariales cuyas cadenas de suministro globales dependen de bajas barreras comerciales. A diferencia de los días de Smoot-Hawley, cuando las importaciones eran principalmente productos finales vendidos a los consumidores, la mitad de las importaciones de EEUU son hoy productos intermedios vendidos a las empresas, dice Ikenson. Las importaciones baratas ayudan a que sea rentable para estas operar y dar trabajo a los estadounidenses.

Monografias.com

Igualmente, los sectores de servicios, como el turismo, el entretenimiento y la gestión financiera, tienen un interés en el enorme superávit comercial que genera EEUU en estas industrias. Los empresarios que se benefician del comercio exterior probablemente harán oír sus voces.

Un aumento de los aranceles no sólo provocaría una reducción de las importaciones de EEUU. Si el país importa menos, los extranjeros tendrán menos dólares disponibles para comprar productos estadounidenses. Peor aún, otros países podrían subir sus aranceles, lo que desencadenaría una guerra comercial, repitiendo el efecto de Smoot-Hawley.

"En todo país", escribió Adam Smith en La riqueza de las naciones, "ha sido, es y será, el interés de todo el cuerpo social comprar los artículos necesarios de quienes los venden más barato. La proposición es tan evidente que parecería ridículo el trabajo de probarla". Esta proposición evidente no estaría en cuestionamiento, agregaba Smith, "si no se hubiese puesto jamás en tela de juicio si la interesada "sofistería" de manufactureros y comerciantes no hubiese confundido con tal argucia el sentido común de todo el género humano".

El comercio exterior de EEUU siguió el libreto de Smith. El comercio de bienes estuvo aproximadamente en equilibrio entre las décadas de 1950 y 1980, pero empezó a entrar en déficit cuando la mano de obra barata del extranjero comenzó a desplazar al más costoso trabajo nacional. El proceso se aceleró con los avances tecnológicos y los acuerdos comerciales impulsados en los años 50 y 60 por el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) y desde 1995 por su entidad sucesora, la Organización Mundial del Comercio. Otros factores fueron el fin de la Guerra Fría, que hizo posible emplear a trabajadores de los antiguos países comunistas, el Nafta de 1994, y el ingreso de China a la OMC en 2001. Desde ese año, casi 80% del crecimiento del déficit comercial de EEUU en bienes puede atribuirse a la creciente disparidad con China.

Para EEUU, el resultado de este proceso ha sido una bonanza de productos baratos para consumidores y empresas. El exceso de dólares ganados por aquellos que le venden más mercancías de las que le compran vuelve mayormente a EEUU como compras de acciones y bonos o como inversión directa.

Otro efecto de la globalización para EEUU ha sido el creciente superávit en servicios. Cuando el candidato Trump citó un "déficit comercial" de "casi US$ 800.000 millones" en el "último año solamente", se refería básicamente al déficit comercial en bienes, no a la balanza total de bienes y servicios. En los últimos cuatro trimestres, EEUU tuvo un déficit comercial de mercancías de US$ 763.000 millones, que fue en parte compensado por un superávit en el comercio de servicios de US$ 268.000 millones, con lo que el déficit total del comercio exterior rondó los US$ 500.000 millones.

Durante el actual ciclo expansivo en EEUU, el déficit comercial de bienes y servicios promedió 3% del Producto Interno Bruto, frente a 5,1% en la expansión de 2002-2007. El déficit de mercancías citado por Trump ha caído de 5,6% del PIB durante la expansión de 2002-2007 a 4,2% en la actual expansión. Estas son verdades incómodas para aquellos que se suscriben al mito de que los déficits comerciales pueden desacelerar el crecimiento.

Los proteccionistas parecen olvidar que, si bien muchos estadounidenses son trabajadores, todos son consumidores, y que el objetivo central de cualquier economía de mercado es atender las necesidades de los consumidores. Como candidato, Trump declaró que la globalización ha traído "nada más que pobreza". Sin embargo, para las decenas de millones de consumidores que compran en Wal-Mart -un enorme vendedor de importaciones baratas- la globalización no ha traído nada más que enriquecimiento, aunque los clientes de Wal-Mart probablemente no sean conscientes de ello. Sus 1,5 millones de empleados también salen ganando.

Si bien Adam Smith tenía razón en que "todo el cuerpo social" se beneficia del libre comercio, ello no es cierto para quienes pierden su trabajo debido a la competencia extranjera. Estos trabajadores desplazados merecen un trato compasivo y ayuda en caso necesario. No obstante, darles un trato especial sería ignorar injustamente al más de 95% de quienes pierden su trabajo como resultado de la competencia dentro de EEUU.

Entre 2001 y 2013, la competencia externa en el comercio de mercancías provocó la destrucción de 4 millones de puestos de trabajo en EEUU, unos 333.000 empleos por año. Eso suena como mucho, pero es sólo 2,7% de los 12,5 millones de empleos que se perdieron cada año en el sector privado durante ese lapso, según la Oficina de Estadísticas Laborales. (Durante el mismo período, el sector privado de EEUU creó un promedio anual de 12,8 millones de empleos).

Desde 2013, las pérdidas de empleo han disminuido y su creación ha aumentado. En los tres años transcurridos hasta marzo de 2016, anualmente se perdieron unos 10,3 millones de puestos de trabajo y se crearon otros 12,7 millones. Incluso suponiendo que los empleos anuales perdidos por la competencia extranjera hayan aumentado a 400.000, eso sigue siendo menos de 4% de los 10,3 millones empleos que se destruyen por año en EEUU.

Muchos de esos empleos fueron eliminados por la automatización o la disminución de la cuota de mercado de las industrias. La automatización es la razón por la que la participación de la industria manufacturera en el empleo cayó de máximo pico de 32,5% en 1947 a 21,6% en 1979, mucho antes de que entrara en escena la mano de obra barata del extranjero.

Los proteccionistas a menudo invocan los elevados aranceles que EEUU tuvo en el pasado como prueba de que tales gravámenes son necesarios para el desarrollo. Es cierto que EEUU tuvo altos aranceles en el siglo XIX, pero el resto del argumento no lo es. De hecho, este país es un buen ejemplo de cómo el libre comercio alimenta el crecimiento económico.

Los detractores olvidan que en el siglo XIX EEUU era una vasta zona de libre comercio. Los proteccionistas de entonces no pudieron impedir que la industria textil del Sur suplantara a la del Norte o, un poco más tarde, que la industria automotriz de Detroit destruyera el negocio de los coches a caballo. La destrucción creativa que el libre comercio ayudó a desencadenar estimuló el desarrollo económico. Los aranceles, impulsados por los intereses especiales, fueron un obstáculo más que compensado por el libre comercio interno.

EEUU sigue siendo una de las zonas de libre comercio más grandes del mundo, medida en función del valor en dólares de los bienes y servicios que atraviesan las líneas estatales. Afortunadamente, los proteccionistas que quieren restringir el comercio con Canadá y México no han instado a que Nueva York deje de comerciar con California.

Una fuente de empleo interno generada por el comercio internacional proviene de la inversión extranjera. Un déficit comercial con el resto del mundo de US$ 500.000 millones significa que el equivalente de esa suma debe ir a alguna parte. Como dijimos, la mayor parte de esos dólares vuelve a EEUU como compras de acciones y bonos o como inversión directa. En 2015, la nueva inversión extranjera directa superó los US$ 300.000 millones.

El índice de libertad económica del Instituto Fraser mide la relación entre apertura comercial y prosperidad económica en una escala de 0 a 10; una calificación alta significa "aranceles bajos, fácil despacho y administración eficiente de aduanas, una moneda libremente convertible y pocos controles" sobre el movimiento de capital.

Si los proteccionistas tienen razón, entonces este índice debería relacionar la apertura comercial con "nada más que pobreza", según Trump. Lo contrario es cierto. Los países con mayor apertura tienen ingresos per cápita sustancialmente más altos y un crecimiento económico más rápido que los otros. La proporción de ingresos obtenidos por el 10% más pobre de la población de un país no tiene relación con la apertura al comercio. Y los ingresos del 10% más pobre en los países con mayor apertura al comercio son más de 11 veces más altos que los de los países con la menor apertura.

EEUU figura en el cuartil superior durante el período de 1990 a 2014, pero sólo debido a las cifras relativamente altas de 1990 a 2000. Desde 2000, el índice de libertad de comercio de EEUU ha caído, tanto durante el gobierno de George W. Bush como el de Barack Obama.

En 2014, EEUU tuvo una puntuación de 7,56. Entre los 159 países contabilizados por el índice, EEUU ocupó el 60º lugar, lo que significa que ha caído al segundo cuartil. Entre sus principales socios comerciales, está por delante de China (6,78), al mismo nivel que México (7,48) y Japón (7,67), y un poco por detrás de Canadá (7,83).

Y aunque está muy por delante de países como Argentina (3,44), Irán (2,97), India (5,56), Pakistán (5,81), Rusia (5,84) y Venezuela (3,13), está por detrás de Chile (8,35), Dinamarca (8,51), Finlandia (8,16), Irlanda (8,73), Nueva Zelanda (8,65), Suecia (8,32), Reino Unido (8,28) y más de 50 países.

EE.UU. tiene 14 acuerdos de liberalización comercial con 20 países y es miembro de larga data de la OMC, pero la presión de intereses sectoriales ha conseguido que muchos de sus productos estén exentos de esos tratados. Si el presidente electo Trump quiere renegociar los acuerdos comerciales, renunciar a esas exenciones sería un buen punto de partida.

(Gene Epstein es el editor de Economía del semanario Barron"s)

– Acostumbrarse a un mundo multipolar (Project Syndicate – 29/12/16)

Nueva York.- La política exterior estadounidense está en una encrucijada. Desde su nacimiento en 1789, Estados Unidos siempre fue una potencia en expansión. En el siglo XIX se abrió camino a través de Norteamérica, y en la segunda mitad del siglo XX obtuvo el predominio mundial. Pero ahora, frente al ascenso de China, el dinamismo de la India, el crecimiento poblacional y la activación económica en África, la negativa de Rusia a inclinarse ante sus deseos, su propia incapacidad de controlar lo que sucede en Medio Oriente y la determinación de América latina de ser libre de su hegemonía de facto, el poder de Estados Unidos encontró su límite.

Se abren ante Estados Unidos dos caminos: uno es la cooperación internacional. El otro, responder a la frustración de las ambiciones con una explosión de militarismo. El futuro de Estados Unidos, y el del mundo, dependen de esta elección.

La cooperación internacional es doblemente vital. Sólo la cooperación puede engendrar paz y evitar una nueva carrera armamentista (inútil, peligrosa y, en definitiva, exorbitantemente costosa), que esta vez incluirá armas cibernéticas, espaciales y nucleares de próxima generación. Y sólo la cooperación permitirá a la humanidad enfrentar una serie de desafíos planetarios urgentes, que incluyen la destrucción de la biodiversidad, el envenenamiento de los océanos y la amenaza que supone el calentamiento global para el suministro de alimentos, las vastas zonas áridas y las densamente pobladas regiones costeras del mundo.

Pero la cooperación internacional implica voluntad de alcanzar acuerdos con otros países, no la mera imposición de exigencias unilaterales. Y Estados Unidos está acostumbrado a exigir, no a negociar acuerdos. Cuando un estado considera que el predominio es su destino (como ocurrió con la antigua Roma, el "Reino del Medio" chino hace siglos, el Imperio Británico entre 1750 y 1950, y Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial), la búsqueda de acuerdos no suele formar parte de su vocabulario político. Como expresó sucintamente el expresidente George Bush (hijo): "Los que no están con nosotros, están contra nosotros".

No sorprende que a Estados Unidos le cueste aceptar los claros límites que el mundo le presenta. Después de la Guerra Fría, esperaba que Rusia se adaptara al nuevo orden, pero el presidente Vladimir Putin no accedió. Y en vez de crear estabilidad según los deseos de Estados Unidos, sus guerras (declaradas y encubiertas) en Afganistán, Irak, Siria, Libia, Sudán del Sur y otras partes iniciaron un incendio que hoy se extiende por todo Medio Oriente y el norte de África.

Se suponía que China mostraría gratitud y deferencia a los Estados Unidos por el derecho de recuperarse de 150 años de maltratos por parte de las potencias imperiales occidentales y Japón. En vez de eso, China tiene el tupé de pensar que es una potencia asiática con responsabilidades propias.

Hay una razón fundamental para estos límites. Al terminar la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos era la única gran potencia que la guerra no había destruido. Iba a la cabeza del mundo en ciencia, tecnología e infraestructura. Representaba tal vez el 30% de la economía mundial y estaba a la vanguardia en todas las tecnologías avanzadas. Organizó el orden internacional de posguerra: las Naciones Unidas, las instituciones de Bretton Woods, el Plan Marshall, la reconstrucción de Japón, etc.

Al amparo de ese orden, el resto del mundo logró cerrar gran parte de la inmensa brecha tecnológica, educativa y de infraestructura que lo separaba de Estados Unidos. Como dicen los economistas, el crecimiento global ha sido "convergente", es decir, los países más pobres se fueron poniendo a la par de los más ricos. La proporción que Estados Unidos representa de la economía mundial disminuyó más o menos a la mitad (hoy es alrededor del 16%). La economía de China hoy es más grande en términos absolutos que la de Estados Unidos (aunque en cifras per cápita, solamente es su cuarta parte).

Esta convergencia no fue una maniobra artera contra Estados Unidos o a costa suya. Fue una cuestión de economía básica: la paz, el comercio internacional y el flujo mundial de ideas dan a los países más pobres ocasión de progresar. Esta tendencia merece nuestro aplauso, no nuestro rechazo.

Pero cuando la mentalidad del líder mundial es de dominio, el resultado del crecimiento convergente le parecerá amenazante; así lo ven muchos "estrategas de seguridad" estadounidenses. De pronto, el libre comercio por el que tanto abogó Estados Unidos parece una terrible amenaza a la continuidad de su dominio. Los agoreros proclaman la necesidad de cerrarse al ingreso de bienes y empresas chinos, con el argumento de que el comercio internacional es en sí mismo causa de debilitamiento de la supremacía estadounidense.

Uno de mis excolegas en Harvard e importante diplomático estadounidense, Robert Blackwill, y un exasesor del Departamento de Estado, Ashley Tellis, expresaron su inquietud en un informe publicado el año pasado. Según señalan, Estados Unidos siempre siguió una estrategia general "centrada en obtener y conservar un poder predominante sobre diversos rivales"; y "la primacía debería seguir siendo el objetivo central de la estrategia general de Estados Unidos en el siglo XXI". Pero "el ascenso de China ya ha creado desafíos geopolíticos, militares, económicos e ideológicos al poder de Estados Unidos, a sus aliados y al orden internacional dominado por Estados Unidos. El avance futuro de China, aunque tenga altibajos, afectará todavía más los intereses nacionales de Estados Unidos".

Postura con la que coincide Peter Navarro, recién designado asesor en temas de comercio internacional por el presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump. El año pasado, refiriéndose a Estados Unidos y sus aliados, escribió: "Cada vez que compramos productos hechos en China, estamos ayudando como consumidores a financiar el desarrollo militar chino, que puede terminar usado en contra de nuestros países".

Con sólo el 4,4% de la población del planeta y una cuota cada vez menor de la producción mundial, Estados Unidos puede tratar de aferrarse a la ilusión de dominio global, mediante una nueva carrera armamentista y políticas comerciales proteccionistas. Si lo hace, unirá a todo el mundo contra su arrogancia y su nueva amenaza militar. Más temprano que tarde, Estados Unidos provocará su propia ruina, en un ejemplo clásico de "hybris imperial".

El único camino sensato que puede tomar Estados Unidos es una cooperación global vigorosa y abierta que permita hacer realidad el potencial de la ciencia y la tecnología del siglo XXI para eliminar la pobreza, la enfermedad y los peligros medioambientales. Un mundo multipolar puede ser estable, próspero y seguro. El ascenso de una diversidad de potencias regionales no es una amenaza para los Estados Unidos, sino una oportunidad de lograr una nueva era de prosperidad y modelos constructivos de solución de problemas.

(Jeffrey D. Sachs, Professor of Sustainable Development, Professor of Health Policy and Management, and Director of the Earth Institute at Columbia University, is also Director of the UN Sustainable Development Solutions Network. His books include The End of Poverty, Common Wealth…)

– "Estados Unidos primero": y conflicto mundial después (Project Syndicate – 2/1/17)

Nueva York.- La elección de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos no sólo es muestra del creciente rechazo populista a la globalización. También puede implicar el fin de la Pax Americana: el orden internacional de libre comercio y seguridad compartida que Estados Unidos y sus aliados construyeron después de la Segunda Guerra Mundial.

Ese orden liderado por Estados Unidos hizo posibles 70 años de prosperidad, sobre la base de regímenes promercado de liberalización del comercio, aumento de la movilidad del capital y políticas de bienestar social adecuadas, y con el respaldo de las garantías de seguridad provistas por Estados Unidos en Europa, Medio Oriente y Asia, a través de la OTAN y otras alianzas.

Pero es posible que Trump implemente políticas populistas, antiglobalizadoras y proteccionistas que obstaculicen el comercio internacional y restrinjan el movimiento de la mano de obra y el capital. Y respecto de las garantías de seguridad, ya las puso en duda, al insinuar que obligará a sus aliados a pagar más por los gastos de su defensa. Si Trump cree realmente en aquello de poner a "Estados Unidos primero", su gobierno cambiará la estrategia geopolítica de Estados Unidos por una de aislacionismo, unilateralismo y búsqueda exclusiva de los intereses nacionales dentro de sus fronteras.

Cuando Estados Unidos aplicó políticas similares en los años veinte y treinta, ayudó a sembrar las semillas de la Segunda Guerra Mundial. El proteccionismo (a partir del arancel Smoot-Hawley, que afectó a miles de bienes importados) generó represalias en la forma de guerras comerciales y de divisas, que empeoraron la Gran Depresión. Peor aún, el aislacionismo estadounidense (basado en la falsa creencia de que los dos océanos que rodean a Estados Unidos lo mantendrían a salvo) permitió a la Alemania nazi y al Japón imperial lanzar una guerra agresiva y amenazar a todo el mundo. El ataque a Pearl Harbor en diciembre de 1941 obligó finalmente a los Estados Unidos a ver la realidad.

Hoy también, un vuelco de Estados Unidos al aislacionismo y a la búsqueda de intereses estrictamente nacionales puede llevar a un conflicto mundial. Incluso sin tener en cuenta la posibilidad de su desvinculación de Europa, la Unión Europea y la eurozona ya parecen estar en un proceso de desintegración, particularmente después del resultado del referendo de junio por el Brexit en el Reino Unido y el fracaso del referendo italiano sobre reformas constitucionales en diciembre. Además, en 2017, puede ocurrir que partidos populistas y antieuropeístas radicales de derecha e izquierda lleguen al poder en Francia e Italia, y tal vez en otras partes de Europa.

Sin un involucramiento activo de Estados Unidos en Europa, su lugar lo ocupará una Rusia agresivamente revanchista. El Kremlin ya desafía a Estados Unidos y a la UE en Ucrania, Siria, el Báltico y los Balcanes, y puede aprovechar la amenaza de colapso que se cierne sobre la UE para reafirmar su influencia en los países que antes integraban el bloque soviético y apoyar movimientos prorrusos dentro de Europa. Una pérdida gradual del paraguas de seguridad estadounidense sobre Europa no beneficiaría a nadie tanto como al presidente ruso Vladimir Putin.

Las propuestas de Trump también amenazan con agravar la situación en Medio Oriente. Ha dicho que hará a Estados Unidos energéticamente independiente, lo que implica abandonar los intereses estadounidenses en la región y aumentar su dependencia respecto de combustibles fósiles de producción local que contribuyen al calentamiento global. Y mantiene su posición de que el Islam en sí es un peligro (en vez de sólo el Islam militante radical). Esta idea, compartida por el futuro asesor de seguridad nacional, general Michael Flynn, refuerza la narrativa de choque de civilizaciones promovida por el islamismo militante.

Al mismo tiempo, es probable que la estrategia de Trump de poner a "Estados Unidos primero" agrave las viejas guerras de sunitas contra shiitas que Arabia Saudita e Irán libran por intermediarios. Y si Estados Unidos ya no protegerá la seguridad de sus aliados sunitas, puede ocurrir que todas las potencias regionales (entre ellas Irán, Arabia Saudita, Turquía y Egipto) decidan que el único modo de protegerse a sí mismas es obtener armas nucleares, lo que será antesala de un conflicto incluso más letal.

En Asia, la primacía económica y militar de los Estados Unidos permitió décadas de estabilidad; pero ahora una China en ascenso desafía el statu quo. El "giro" estratégico del presidente Barack Obama en dirección a Asia dependía ante todo de la aprobación del Acuerdo Transpacífico, que Trump prometió anular ni bien asuma el cargo. Al mismo tiempo, China está fortaleciendo rápidamente sus vínculos económicos en Asia, el Pacífico y América latina, por medio de la política de "un cinturón, una ruta", el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, el Nuevo Banco de Desarrollo (antes llamado "banco de los BRICS") y su propia propuesta de libre comercio regional en reemplazo del ATP.

Si Estados Unidos abandona a aliados asiáticos como Filipinas, Corea del Sur y Taiwán, a esos países no les quedará más alternativa que postrarse ante China; y otros aliados de Estados Unidos, como Japón y la India, pueden verse obligados a militarizarse y retar a China abiertamente. De modo que una retirada estadounidense de la región puede terminar provocando un conflicto militar en ella.

Como en los años treinta, cuando las políticas proteccionistas y aislacionistas de Estados Unidos obstaculizaron el crecimiento económico mundial y el comercio internacional, y crearon las condiciones para que potencias revisionistas en ascenso iniciaran una guerra mundial, iniciativas políticas similares pueden sentar las bases para que nuevas potencias desafíen y debiliten el orden internacional liderado por Estados Unidos. Un gobierno de Trump aislacionista puede ver los anchos mares al este y al oeste, y creer que la ambición creciente de potencias como Rusia, China e Irán no plantea una amenaza directa al territorio nacional.

Pero Estados Unidos sigue siendo una potencia económica y financiera mundial en un mundo profundamente interconectado. Si no se pone límites a aquellos países, en algún momento serán capaces de amenazar los intereses económicos y de seguridad centrales de los Estados Unidos (dentro y fuera de su territorio), sobre todo si amplían sus capacidades nucleares y ciberbélicas. Es historia bien conocida: el proteccionismo, el aislacionismo y las políticas de poner a "Estados Unidos primero" son una receta para el desastre económico y militar.

(Nouriel Roubini, a professor at NYU"s Stern School of Business and Chairman of Roubini Macro Associates, was Senior Economist for International Affairs in the White House's Council of Economic Advisers during the Clinton Administration. He has worked for the International Monetary Fund…)

– El abandono del progreso (Project Syndicate – 2/1/17)

París.- A Margaret Thatcher y a Ronald Reagan se los recuerda por la revolución de laissez-faire que lanzaron a comienzos de los años 1980. Hicieron campaña y ganaron en base a la promesa de que el capitalismo de libre mercado generaría crecimiento e impulsaría la prosperidad. En 2016, Nigel Farage, el entonces líder del Partido de la Independencia del Reino Unido (UKIP por su sigla en inglés) e ideólogo del Brexit, y Donald Trump, el presidente electo de Estados Unidos, hicieron campaña y ganaron en base a una premisa muy diferente: la nostalgia. De manera eficaz, prometieron "recuperar el control" y "hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande" -en otras palabras, volver atrás el reloj.

Como observó Mark Lilla de la Universidad de Columbia, el Reino Unido y Estados Unidos no son los únicos en experimentar un renacer reaccionario. En muchos países avanzados y emergentes, el pasado de repente parece ser mucho más atractivo que el futuro. En Francia, Marine Le Pen, la candidata de la derecha nacionalista en la próxima elección presidencial, apela explícitamente a la era en la que el gobierno francés controlaba las fronteras, protegía la industria y administraba la moneda. Esas soluciones funcionaron en los años 1960, sostiene la líder del Frente Nacional, de manera que si se las implementa hoy se podría recuperar la prosperidad.

Obviamente, esos llamamientos han tocado una fibra sensible de los electorados en todo Occidente. El principal factor detrás de este cambio en las actitudes públicas es que muchos ciudadanos han perdido la fe en el progreso. Ya no creen que el futuro les traerá una mejora material y que sus hijos vayan a tener una vida mejor que la suya. Miran para atrás porque tienen miedo de mirar hacia adelante.

El progreso ha perdido su brillo por varias razones. La primera es una década de desempeño económico deplorable: para cualquiera que tenga menos de 30 años, especialmente en Europa, la realidad hoy es la recesión y el estancamiento. El daño provocado por la crisis financiera ha sido pesado. Es más, el ritmo de las alzas de la productividad en los países avanzados (y, en gran medida, en los países emergentes) sigue siendo lamentablemente bajo. En consecuencia, son pocos los incrementos de ingresos que se pueden distribuir -mucho menos en las sociedades que envejecen, donde es menos la gente que trabaja y donde los que no trabajan viven más-. Esta realidad lúgubre puede no durar (no todos los economistas coinciden en que perdure); pero a los ciudadanos no hay que culparlos por tomar la realidad al pie de la letra.

La segunda razón por la cual el progreso ha perdido credibilidad es que la revolución digital amenaza con perjudicar a la clase media que constituyó la columna vertebral de las sociedades de posguerra de las economías avanzadas del mundo. En tanto el progreso tecnológico fue destruyendo los empleos no calificados, la respuesta política directa fue la educación. La robotización y la inteligencia artificial están destruyendo los empleos medianamente calificados, lo que deriva en un mercado laboral polarizado, con una creación de empleos en ambos extremos de la distribución salarial. Para aquellos cuyas capacidades han perdido valor y cuyos empleos están amenazados por la automatización, esto escasamente puede considerarse "progreso".

Una tercera razón, relacionada, es la distribución inmensamente sesgada de las alzas de ingresos nacionales que prevalece en muchos países. El progreso social se basaba en la promesa de que los beneficios del avance tecnológico y económico se compartirían. Pero la reciente investigación reveladora de Raj Chetty y sus colegas demuestra que mientras el 90% de los adultos estadounidenses nacidos a comienzos de los años 1940 ganaba más que sus padres, esta proporción ha declinado marcadamente desde entonces, al 50% para los nacidos en la mitad de la década de 1980. Sólo una cuarta parte de esta caída se debe a un crecimiento económico más lento; el resto hay que atribuirlo a una distribución de ingresos cada vez más desigual. Cuando la desigualdad alcanza esas proporciones, erosiona la base misma del contrato social. Es imposible hablar de progreso general cuando los niños tienen una posibilidad pareja de estar peor que sus padres.

La cuarta razón es que la nueva desigualdad tiene una dimensión espacial políticamente destacada. Las personas educadas y profesionalmente exitosas cada vez más se casan entre sí y viven cerca unas de otras, principalmente en zonas o pequeñas ciudades prósperas. Los que quedan afuera también se casan entre sí y viven cerca unos de otros, principalmente en áreas o pequeñas ciudades pobres. El resultado, sostienen Mark Muro y Sifan Liu de la Brookings Institution, es que los condados estadounidenses ganados por Trump representan apenas el 36% del PIB, mientras que los ganados por Hillary Clinton representan el 64%. La gigantesca desigualdad espacial crea grandes comunidades de personas sin futuro, donde la aspiración prevaleciente sólo puede ser volver atrás el reloj.

La fe en el progreso fue una cláusula clave del contrato político y social de las décadas de posguerra. Siempre fue parte del ADN de la izquierda; pero la derecha también se lo apropió. Después de lo que sucedió en 2016, el apoyo a un concepto forjado en el Iluminismo ya no puede darse por sentado.

Para cualquiera que crea que el progreso debería seguir siendo la brújula que guía a las sociedades en el siglo XXI, la prioridad es redefinirlo en el contexto actual y redactar la correspondiente agenda política.

Aún si se dejan de lado otras dimensiones importantes de la cuestión -como el miedo a la globalización, las crecientes dudas éticas sobre las tecnologías contemporáneas y los temores respecto de las consecuencias ambientales del crecimiento-, redefinir el progreso es un desafío de una magnitud abrumadora. Esto en parte se debe a que una agenda sensata debe encarar simultáneamente sus dimensiones macroeconómicas, educativas, distributivas y espaciales. También es porque las soluciones de ayer pertenecen al pasado: un compacto social diseñado para un contexto de alto crecimiento y de progreso tecnológico igualador no ayudará a resolver los problemas de un mundo de bajo crecimiento y de una innovación tecnológica que causa divisiones.

En resumen, la justicia social no es algo a tener en cuenta exclusivamente en contextos donde todo marcha viento en popa. Durante varias décadas, el crecimiento ha servido como sustituto de políticas sensatas de cohesión social. Lo que las sociedades avanzadas ahora necesitan son compactos sociales que sean resilientes a los cambios demográficos, a las alteraciones tecnológicas y a las sacudidas económicas.

En 2008, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, hizo campaña en base a la "esperanza" y "el cambio en el que podemos creer". La respuesta sustancial frente al renacer reaccionario debe ser darle contenido a esta promesa esencialmente incumplida.

(Jean Pisani-Ferry is a professor at the Hertie School of Governance (Berlin) and Sciences Po (Paris). He currently serves as Commissioner-General of France Stratégie, a public policy advisory institution)

– ¿La UE puede sobrevivir al populismo? (Project Syndicate – 4/1/17)

Bruselas.- Otro año, otra amenaza a la supervivencia de la Unión Europea. La buena noticia es que la mayor ruptura de 2016, el voto de Gran Bretaña para abandonar la UE, parece manejable. La mala noticia es que tanto Francia como Italia enfrentan la perspectiva de que los populistas lleguen al poder este año. Lo que suceda en cualquiera de estos países podría decretar el fin de la UE.

La UE recientemente se ha convertido en el blanco principal de los populistas. El fenómeno prosperó en primer lugar en Grecia, cuando el partido de izquierda Syriza llegó al poder en enero de 2015. Pero Syriza no pretendía retirar a Grecia de la UE; más bien, quería un mejor acuerdo con los acreedores del país, que habían impuesto medidas de austeridad devastadoras a los ciudadanos griegos.

La estrategia de Syriza en gran medida reflejaba la voluntad del pueblo. En un referendo de junio de 2015, los votantes rechazaron abrumadoramente un acuerdo propuesto por los acreedores de Grecia que habría significado una austeridad aún mayor. Sin embargo, la aceptación por parte del gobierno de un acuerdo esencialmente inalterado recibió un amplio apoyo pocos días después. Los votantes griegos entendieron que no valía la pena dejar de ser miembro de la eurozona a cambio de conseguir términos mejores.

Sin duda, no todos consideraban que pertenecer a la UE merecía el sacrificio. Pero había un aire de practicidad en la crítica popular de la UE, que en gran medida se centraba en lo que hacía la UE, especialmente en el ámbito económico. Es por ese motivo que estas críticas han sido más sonoras en los países más afectados por la crisis del euro, o que enfrentaron austeridad o, más recientemente, que sintieron que los acuerdos comerciales los dejaron afuera.

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