¿Las políticas de Trump perjudican o benefician a la Unión Europea? (Parte II) (página 2)
– Preparar a Asia para Trump (Project Syndicate – 12/11/16)
Canberra.- Independientemente de que el Presidente electo de EEUU, Donald Trump, se comporte mejor una vez esté en el cargo que como lo hizo en la campaña, la autoridad global de su país ya se ha visto afectada, y no en menor medida entre sus aliados y socios en Asia.
No será fácil para Trump ejercer el poder blando (liderar con el ejemplo democrático y moral), considerando su desprecio por la verdad, la argumentación racional, la decencia humana básica y las diferencias raciales, religiosas y de género, por no mencionar el hecho de que en realidad la mayoría de los votantes no lo eligió. Y si se trata de ejercer el poder duro (hacer lo que sea necesario para enfrentar los retos graves a la paz y la seguridad), poco se podrá confiar en su criterio, puesto que casi cada una de sus declaraciones de campaña era tremendamente contradictoria o bien directamente alarmante.
Para mantener la seguridad, la estabilidad y la prosperidad en Asia se necesita un ambiente de colaboración en que los países aseguren sus intereses nacionales mediante asociaciones (no rivalidades) y comercien libremente entre sí. Lo único que permite confiar en Trump en este frente es que puede que en realidad no haga lo que dijo que iba a hacer, como iniciar una guerra comercial con China, abandonar los compromisos de sus alianzas y apoyar las armas nucleares en Japón y Corea del Sur.
Con conocimientos escasos o nulos sobre asuntos internacionales, Trump confía en sus muy dispersos instintos. Combina la retórica aislacionista del "Estados Unidos primero" con la enérgica oratoria del "volver a hacer grande a EEUU". Puede que plantear extremos imposibles funcione en las negociaciones inmobiliarias, pero no es una base sólida para hacer política exterior.
Se puede poner rienda a los peligrosos instintos de Trump si es capaz de rodearse de un equipo experimentado y sofisticado de asesores en política exterior. Pero habrá que ver si eso ocurre, y la Constitución de EEUU le otorga un extraordinario poder personal como Comandante en Jefe, si opta por ejercerlo.
El liderazgo estadounidense en Asia es una espada de dos filos. Las ruidosas declaraciones sobre la continuidad de su primacía son contraproducentes. Es necesario reconocer la legítima demanda de China de ser aceptada como un cohacedor de reglas y no solo un país que las deba seguir. Pero incluso si China se extralimita, como lo ha hecho con sus pretensiones territoriales en el Mar del Sur de China, no hay necesidad de contraatacar. En ese frente es necesario y bienvenido un papel tranquilo pero firme por parte de Estados Unidos.
Poco después de que el ex Presidente Bill Clinton dejara el cargo, le escuché decir en privado (aunque nunca en público) que Estados Unidos podía escoger usar su "gran e inigualable poder económico y militar para intentar mantenerse a perpetuidad a la cabeza del mundo". Sin embargo, una mejor opción sería "tratar de crear un mundo en el que nos sintamos cómodos cuando ya no estemos a la cabeza". Ese tipo de palabras parece ser anatema para cualquiera que tenga un alto cargo en Estados Unidos, al menos públicamente. Pero es lo que Asia quiere escuchar.
Para Australia y otros aliados y socios de EEUU en la región, esta elección presidencial deja en claro que ya no podemos esperar (suponiendo que alguna vez pudimos) dar por sentado que Estados Unidos lidere de manera coherente y sensata. Tenemos que hacerlo nosotros mismos y colaborar más, dependiendo menos de EEUU.
Probablemente Trump sienta mayor simpatía instintiva por Australia que por muchos otros de los aliados de Estados Unidos. Se percibe que nos hacemos cargo de nuestra parte de la alianza, y no en menor medida por haber luchado junto a ellos en cada una de sus guerras en el exterior (para mejor o peor) en los últimos cien años. Y, como cohabitantes del mundo anglosajón, estamos en la zona de comodidad de Trump. Pero Australia no se sentirá nada de cómoda si la dinámica regional general pierde el rumbo.
Para ahora deberíamos haber aprendido ya que Estados Unidos, bajo administraciones con mucha mayor credibilidad inicial que la de Trump, es perfectamente capaz de cometer terribles errores, como las guerras de Vietnam e Irak. Tenemos que prepararnos para desatinos tan grandes o peores que los del pasado. Tendremos que juzgar por nosotros mismos cómo reaccionar a los acontecimientos, basándonos en nuestros propios intereses nacionales.
Esto no quiere decir que Australia deba abandonar su alianza con EEUU, sino que tendremos que ser más escépticos de las políticas y medidas estadounidenses que en las últimas décadas. Australia debe hacerse más deliberadamente independiente y dar una prioridad mucho mayor a desarrollar vínculos comerciales y de seguridad más estrechos con Japón, Corea del Sur, India y, especialmente, Indonesia, nuestro inmenso vecino.
Nadie debería ceder si China se extralimita y Australia debe colaborar más que nunca con nuestros vecinos asiáticos para asegurarnos de que no lo haga. Pero también hemos de reconocer la legitimidad de las aspiraciones de nueva gran potencia de China y abordarla de manera no confrontacional. Todos nos beneficiaremos de un marco de seguridad regional basado en el respeto y la reciprocidad mutuos, no en menor medida al enfrentar amenazas regionales como las provocaciones nucleares de Corea del Norte.
Solo podemos esperar que Trump despeje nuestros peores temores cuando se desempeñe en el cargo. Pero, mientras tanto, las autoridades australianas y de otros países de la región deberíamos seguir un sencillo mantra: más depender de nosotros mismos. Más Asia. Menos Estados Unidos.
(Gareth Evans, former Foreign Minister of Australia (1988-1996) and President of the International Crisis Group (2000-2009), is currently Chancellor of the Australian National University. He co-chairs the New York-based Global Center for the Responsibility to Protect and the Canberra-based Center for )
– ¿Será posible controlar a Trump? (Project Syndicate – 12/11/16)
Nueva York.- ¿Cómo afectó la elección de 2016 en Estados Unidos (que dio al Partido Republicano el control de la presidencia, el Senado y la Cámara de Representantes) al tan aclamado sistema de controles y contrapesos establecido por la constitución del país? En mi opinión, prácticamente lo anuló.
Los controles y contrapesos dependientes del poder judicial están en riesgo. Lo único que puede impedir a los republicanos cubrir la vacante de la Suprema Corte que no dejaron llenar a Barack Obama es que el Partido Demócrata apele al uso continuo del "filibusterismo legislativo" (maniobras dilatorias legales para impedir la votación de leyes). Y es posible que la edad de los miembros de la Suprema Corte abra pronto nuevas vacantes, que en la actualidad son ocupadas por jueces liberales y de centro. De modo que los republicanos cuentan con buenas chances de crear una mayoría conservadora entre los nueve miembros de la Suprema Corte que podría durar décadas, especialmente si en 2020 el partido vuelve a ganar la presidencia.
Esa mayoría puede debilitar los controles democráticos, por ejemplo los límites a la financiación de campañas, a los que el fallo en el caso Citizens United de 2010 asestó un golpe devastador. Por una mayoría de 5 a 4, la Corte decidió que las corporaciones son "asociaciones de individuos" y que, por tanto, limitar cuánto dinero pueden aportar a campañas políticas supone una violación de su derecho a la libertad de expresión conforme a la Primera Enmienda constitucional.
El obstruccionismo republicano en el Senado también puso en riesgo otros niveles del sistema judicial federal. Durante el segundo período del presidente Barack Obama, el ritmo de designación de nuevos ocupantes para cubrir vacantes en los tribunales de distrito y circuito estadounidenses se redujo a un mínimo en 50 años. Ahora Trump puede llenar rápidamente esas vacantes con jueces conservadores que acaso debiliten más el sistema de controles y contrapesos.
El poder de los estados para controlar al presidente tampoco salió indemne. Dados los nuevos alineamientos partidarios en ese nivel (los republicanos ahora controlan un récord de 68 de las 99 cámaras legislativas de los estados y 33 de las 50 gobernaciones), la posibilidad de enfrentamientos con el gobierno federal está sustancialmente reducida.
Esto trae consecuencias a largo plazo. Desde 2013, cuando otra decisión de la Suprema Corte por estrecho margen dejó sin efecto práctico la Ley de Derecho al Voto de 1965, que prohíbe la discriminación electoral de las minorías, muchos o casi todos los estados con mayoría republicana en ambas cámaras aprobaron leyes y regulaciones que buscan suprimir su voto por diversos medios, por ejemplo: reducir la cantidad de sitios de votación en áreas donde predominan; exigir a los votantes una identificación con foto (por ejemplo, licencia de conducir), que muchos de sus miembros no poseen; y eliminar la posibilidad de registrarse el mismo día de la elección y de votar en domingo, dos alternativas muy populares entre las minorías.
Un tribunal federal de apelaciones anuló una ley de este tipo aprobada en Carolina del Norte, porque suprimía la participación electoral de los afroamericanos con "precisión casi quirúrgica". Pero si los republicanos designan más jueces, estos contrapesos se volverán más escasos. Y si la supresión de votantes ayuda a los republicanos a obtener control de cada vez más legislaturas estatales, podrían aprobarse más leyes similares.
Hay algún motivo de esperanza: la fuente última de controles y contrapesos es la constitución estadounidense, que es de todas las constituciones democráticas la más difícil de cambiar. Enmendarla por la vía normal exige, entre otras cosas, una mayoría cualificada de dos tercios en la Cámara de Representantes y en el Senado, donde los republicanos no tienen ni remotamente ese nivel de dominio.
La otra vía para la enmienda constitucional es que dos tercios de las legislaturas estatales (34 de los 50 estados) voten para exigir al Congreso la celebración de una convención constituyente, que esta proponga la enmienda y que luego sea ratificada por tres cuartas partes de las legislaturas o convenciones estatales. Jamás en la historia de los Estados Unidos se aprobó una enmienda por este mecanismo. Pero a pesar de que para hacer un intento creíble los republicanos necesitarían obtener el control de al menos tres o cuatro legislaturas más, esta posibilidad debería ser más preocupante de lo que parece.
De no haber una enmienda, Estados Unidos está protegido contra algunas de las promesas de campaña más escandalosas de Trump. Propuestas como restringir la inmigración sobre la base de la religión son inconstitucionales. Y otras propuestas dañinas pueden bloquearlas los demócratas apelando al "filibusterismo" en el Senado, donde los republicanos no tienen los 60 votos necesarios para impedírselo.
Es verdad que al comienzo de la sesión 2017-2018 del Senado se podrían modificar las normas procedimentales para impedir el filibusterismo, pero los líderes republicanos deberían pensar que en el futuro pueden estar en la oposición y ser ellos los que quieran apelar a esas maniobras. Si aun así decidieran esa jugada, reducirían considerablemente el poder de oposición de los demócratas durante los próximos años.
En política exterior, Estados Unidos nunca puso muchas restricciones a su presidente, aunque pueden aplicarse aquí algunas limitaciones externas. Por ejemplo, Trump no puede cumplir de inmediato su promesa de abandonar el acuerdo climático de París, un tratado internacional que todos los firmantes están obligados a respetar por al menos cuatro años. Pero podría debilitarlo, por ejemplo indicando a países como la India que Estados Unidos no cumplirá sus compromisos.
En política interna, Trump tendrá amplio margen de acción. Lo más vulnerable es la Ley de Atención Médica Accesible (Obamacare), que dio cobertura a 20 millones de ciudadanos que antes no tenían seguro médico. También están en riesgo las reformas financieras de la ley Dodd-Frank de 2010, que busca controlar a bancos y otras instituciones financieras "demasiado grandes para quebrar".
Los ciudadanos preocupados que quieran restablecer los controles y contrapesos en Estados Unidos tienen ante sí tres tareas urgentes. En primer lugar, deben comenzar a sentar las bases para ganar al menos tres escaños más en el Senado en 2018. En segundo lugar, deben actuar para impedir que los republicanos obtengan el control de tres cuartos de las legislaturas de los estados, lo que les permitiría tratar de enmendar la constitución. Y en tercer lugar, deben movilizar a más conciudadanos para que rechacen políticas y tácticas de corte autoritario y apoyen alternativas democráticas más inclusivas.
La existencia de alternativas convincentes es el control más importante contra los políticos populistas con tendencias autoritarias que obtienen el poder por las urnas. Llegada la próxima elección presidencial, puede ser que los votantes estadounidenses, como sus homólogos británicos que votaron por el Brexit, estén arrepentidos de su decisión. Pero no será suficiente: hay que crear alternativas atractivas y creíbles.
(Alfred Stepan is Professor of Government at Columbia University)
– ¿Hay salvación para el capitalismo global? (El Economista – 12/11/16)
(Por Alexander Friedman)
La política del desasosiego económico ha puesto a los electores del Reino Unido y de Estados Unidos en manos de los populistas. Si tan solo, tal como dice la creencia popular, las economías hubieran recuperado un PIB y un crecimiento de la productividad más normal, hubiera mejorado la vida de un mayor número de personas, hubiera decrecido el sentimiento antisistema y la política hubiera recuperado también la normalidad, entonces el capitalismo, la globalización y la democracia hubieran continuado avanzando inexorablemente.
Pero este pensamiento refleja la extrapolación de un período enormemente descarriado de la historia. Este período ha quedado atrás, y no es probable que las fuerzas que lo sostuvieron sean capaces de restablecerlo en un futuro próximo. La innovación tecnológica y la demografía soplan ahora en contra del crecimiento, no lo favorecen en absoluto, y la ingeniería financiera ya no es la solución.
El aberrante período histórico son los ciento y pico de años siguientes a la Guerra Civil estadounidense, durante los cuales los avances conseguidos en los ámbitos de la energía, la electrificación, las telecomunicaciones y el transporte remodelaron principalmente a las sociedades. El número de vidas humanas aumentó considerablemente su productividad y la expectativa de vida experimentó un aumento espectacular. Entre 1800 y 1900, la población mundial creció en más del 50 por ciento y en los siguientes 50 años se duplicó largamente con un crecimiento de las economías mucho más rápido que en los siglos anteriores. A finales de los años 70, el crecimiento empezó a ralentizarse en muchas de las economías occidentales, y el presidente estadounidense Ronald Reagan y el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, marcaron el inicio de un ciclo de deuda que sobrecargó la actividad. Estados Unidos, hasta entonces un acreedor neto para el mundo, se convirtió en un prestatario neto, con China y otros mercados emergentes beneficiándose del alza del déficit comercial de Estados Unidos. El apalancamiento financiero impulsó el crecimiento mundial durante prácticamente otros 30 años más.
La crisis mundial de 2008 comportó el inesperado final de la era de la ingeniería financiera. Pero a los políticos no les gusta que el crecimiento baje, y los bancos centrales agotaron todas sus herramientas en intentar estimular la actividad económica a pesar de la escasa demanda existente. Con una cada vez menor rentabilidad de los activos tradicionales de renta fija, los inversores se apiñaron en torno a todo tipo de activos de riesgo provocando así la subida de su precio; los ricos se hicieron más ricos y la clase media se fue quedando cada vez más rezagada. Debido a que la economía real continuó estancándose, surgió un populismo enojado que desembocó en el Brexit y en la elección del presidente Trump. Por consiguiente, los banqueros centrales han resucitado el crecimiento económico y las fuerzas de la demografía y de la innovación han vuelto al combate. El envejecimiento de la población de las economías avanzadas tira cada vez más de las redes de la seguridad social. China también está envejeciendo. La mayor parte del crecimiento demográfico actual (y futuro) corresponde a África, continente en el que la productividad global no consigue alcanzar el aumento que se experimenta en otros lugares.
Además, la actual oleada de innovación tecnológica no beneficia a todos por igual. Aunque los casos de Uber y Amazon, y lo que es más importante, la robótica, suponen una mayor comodidad, lo hacen sustituyendo los puestos de trabajo de la clase trabajadora o reduciendo los salarios.
Esto es típico del proceso de destrucción creativa descrito, como es sabido, por Joseph Schumpeter como el sirviente del crecimiento en las economías capitalistas. La primera oleada de innovaciones revolucionarias beneficia sobre todo a unos pocos emprendedores. Luego llega una oleada de sustitución a medida que la tecnología se adapta a las industrias existentes. Hace tres décadas, era Walmart la que usaba ordenadores y logística para acabar con las pequeñas tiendas familiares; hoy, es Amazon la que está echándose encima de Walmart.
La tercera oleada es la difusión generalizada de la innovación de maneras que elevan la producción global y el nivel de vida. Eso requiere mucho más tiempo. O, como advirtió el economista laureado con el Nobel Robert Solow en 1987, "la era de los ordenadores se puede observar en todas partes menos en las estadísticas de productividad".
Robert Gordon, de la Northwestern University, ha defendido que el impacto económico de las innovaciones actuales no está a la altura del de las tuberías o la electricidad. Quizás es así, o puede ser que estemos en una fase temprana del ciclo schumpeteriano de innovación (enriqueciendo a unos pocos) y destrucción (creando ansiedad en los sectores vulnerables). Tarde o temprano, es probable que la productividad media y los ingresos reales se beneficien a medida que las tecnologías de vanguardia permitan nuevos tipos de crecimiento. El problema es que puede que tenga que pasar una década o más hasta que la robótica y similares nutran una marea creciente y más amplia que eleve todos los barcos. Y que sea Schumpeter o Gordon el que tenga razón es irrelevante para los políticos que se enfrentan a votantes enfadados cuyo nivel de vida ha bajado. Hoy, sus electores hartos rechazan la globalización; mañana, puede que se conviertan en luditas.
La cuestión ahora es si un cambio en el enfoque de las políticas monetarias no convencionales a la gestión keynesiana de la demanda puede ser la solución. Está ampliamente aceptado que la política monetaria es una fuerza del pasado en EEUU y Europa y que el estímulo y la expansión fiscal -por ejemplo, mediante recortes de impuestos y gasto en infraestructuras- deben tomar el relevo. Pero esto requiere sistemas políticos estables que puedan sostener estrategias fiscales a largo plazo. Los acontecimientos recientes, especialmente en Europa, sugieren que tales estrategias serán difíciles de aplicar.
En EEUU, la victoria de Trump, acompañada de las mayorías republicanas en ambas cámaras del Congreso, prepara el camino a recortes de impuestos y un aumento del gasto en defensa. La bomba parece dispuesta para ser cebada. Pero es probable que la expansión fiscal encuentre la resistencia de la política monetaria cuando la Fed reanude su normalización de los tipos de interés.
Aun así, la esperanza es que un crecimiento más rápido de EEUU y la subida de los salarios sofoquen la rebelión populista de los votantes. La responsabilidad, irónicamente, seguirá estando en la Fed y en que haga lo correcto -es decir, normalizar los tipos de interés con extrema cautela, al tiempo que permite que aumente la proporción de las rentas del trabajo en el PIB, incluso si eso requiere cierto exceso de inflación.
Parafraseando a Dylan Thomas, los que creemos en los mercados no deberíamos entrar dócilmente en la noche populista. Deberíamos luchar contra la muerte de la luz del capitalismo global con todas las herramientas que podamos reunir. La ralentización del crecimiento y la reacción política actuales no son una nueva normalidad. Más bien, recuerdan a una vieja normalidad, experimentada por última vez en la década de 1930. Sea cual sea el camino adecuado para que avance la economía global, sabemos que no puede significar un retorno al aislacionismo y el proteccionismo de aquella era.
(Alexander Friedman is Chief Executive Officer of GAM. He has also served as Global Chief Investment Officer of UBS, Chief Financial Officer of the Bill & Melinda Gates Foundation, and a White House fellow during the Clinton Administration)
– Trump obliga a Europa a coger las riendas de su destino (El Español – 15/11/16)
(Por Guy Verhofstadt)
La victoria de Donald Trump ha puesto de manifiesto una realidad inevitable: a partir de ahora, los proeuropeos tendrán que luchar solos. El nuevo inquilino de la Casa Blanca nunca ha escondido sus intenciones diplomáticas: el aislacionismo y la vuelta a la doctrina Monroe ("América para los americanos") marcarán su mandato.
Estados Unidos se retira, los problemas de seguridad y defensa a los que nos enfrentamos persisten y la UE debe hacer de la necesidad virtud. Lo cierto es que, visto el panorama desde nuestra orilla del Atlántico, no hay mal que por bien no venga. Europa podrá ahora hacerse dueña de su destino. A ella le corresponde proteger los valores de la democracia liberal, la política comercial y, sobre todo, hacerse cargo de su defensa.
A corto plazo, el mayor riesgo que entraña la llegada al poder del magnate americano es que Rusia llene el vacío estratégico europeo, ahora huérfano de los americanos. De hecho, Putin ya maquina con Erdogan. Aunque desconocemos el contenido de sus conversaciones, estoy casi seguro de que no tratan sobre cómo convertirse en socio prioritario de la UE ni en el mejor amigo de los pueblos sirio y kurdo. Ya no solo asistimos a la manifiesta impotencia de la UE a la hora de reaccionar a lo que ocurre más allá de sus fronteras, sino que además se ha desvanecido el seguro a todo riesgo que ofrecía Estados Unidos para proteger nuestro continente.
El Consejo Europeo ya ha extendido una invitación a Donald Trump para que venga a Bruselas una vez sea oficialmente investido. Espero que los 28 Estados miembros estén preparados para enfrentarse a la franqueza con la que Trump habla. En otras palabras, interpreto esta invitación como el signo de una reflexión muy profunda sobre el desafío que Trump les ha lanzado con la amenaza de retirarse de la OTAN si los Estados miembros no aumentan su gasto militar.
Por eso, la UE no puede permitirse el lujo de esperar para poner en marcha una Comunidad Europea de defensa ni para desarrollar su propia estrategia de seguridad. Debería empezar expandiendo sus relaciones bilaterales y regionales, fortaleciéndolas y uniéndolas bajo el paraguas de una capacidad militar europea, dado que la presidencia de Trump supondrá el mayor giro geopolítico de las últimas décadas y pondrá la integridad europea en juego. Europa ya no podrá contar con Estados Unidos para resolver sus problemas, algo a lo que estábamos todos muy acostumbrados. A partir de ahora, Europa tiene que ser capaz de garantizar su propia seguridad.
Otro campo en el que los europeos debemos empezar a tomar la iniciativa es el comercial. La elección de Trump abre nuevas posibilidades. Es cierto que el tratado comercial transatlántico (TTIP) ya se ha declarado víctima del neoproteccionismo del presidente electo. Sin embargo, la UE no es ni proteccionista ni ingenua y debería prepararse para el momento en el que China desvíe las mercancías que ya no podrá colocar en el mercado americano.
La UE podría beneficiarse también de la desintegración del tratado de libre comercio de América del Norte (Canadá, EEUU y México). El Tratado con Canadá (CETA) podría servir de modelo. Es el momento de acelerar las conversaciones y desempolvar el acuerdo comercial con México, donde la UE es ya el segundo inversor después de EEUU, y de relanzar las negociaciones con Mercosur.
Por todo ello, la elección de Trump como presidente de los Estados Unidos es una llamada de atención a todos los líderes europeos. Y una llamada a la acción. Nuestras prioridades están lejos de ser las suyas. Por eso, los europeos tenemos que permanecer unidos y trabajar juntos para hacer frente a los grandes desafíos que nos acechan. Es hora de espabilarse y dejar las diferencias internas de lado.
No siempre lo peor es cierto, pero Donald Trump ha alarmado enormemente a la comunidad internacional durante su campaña. Causa especial preocupación su reticente adhesión a los principios de la democracia liberal y del Estado de Derecho, que Europa y Estados Unidos tan orgullosamente han compartido y difundido por el mundo.
En un momento en el que los regímenes autoritarios se refuerzan, la Unión Europea tiene la responsabilidad de preservar esta herencia. Dos grandes Estados miembros celebran elecciones en 2017, Francia y Alemania, además de Los Países Bajos. Los tres sufren la amenaza de fuerzas populistas. Estoy seguro de que los ciudadanos de estos tres Estados me darán la razón: la sabiduría y la razón siguen existiendo en Occidente.
(Guy Verhofstadt, exprimer ministro de Bélgica, preside el Grupo Liberal y Demócrata del Parlamento Europeo)
– Conversaciones honestas sobre comercio (Project Syndicate – 15/11/16)
Cambridge.- ¿Los economistas son en parte responsables de la abrumadora victoria de Donald Trump en la elección presidencial de Estados Unidos? Aunque no hubieran podido frenar a Trump, los economistas habrían tenido un mayor impacto en el debate público si se hubieran ceñido más a la enseñanza de su disciplina, en lugar de aliarse con los promotores de la globalización.
Cuando mi libro ¿La globalización ha ido demasiado lejos? fue a imprenta hace casi dos décadas, me puse en contacto con un economista muy conocido para pedirle que escribiera un comentario en la contratapa. En el libro yo decía que, en ausencia de una respuesta gubernamental más concertada, un exceso de globalización agravaría las divisiones sociales, exacerbaría los problemas de distribución y minaría los acuerdos sociales domésticos -argumentos que, desde entonces, se han vuelto moneda corriente.
El economista puso reparos. Dijo que, en realidad, no estaba en desacuerdo con ninguno de los análisis, pero que tenía miedo de que mi libro ofreciera "munición para los bárbaros". Los proteccionistas se servirían de los argumentos del libro sobre los aspectos negativos de la globalización para justificar su agenda estrecha y egoísta.
Es una reacción que todavía recibo de mis colegas economistas. Uno de ellos levantó la mano dubitativamente luego de una conversación y preguntó: ¿no te preocupa que se haga abuso de tus argumentos y terminen favoreciendo a los demagogos y populistas que estás denunciando?
Siempre existe el riesgo de que aquellos con quienes disentimos se apropien de nuestros argumentos en el debate público. Pero nunca entendí por qué muchos economistas creen que esto implica tener que torcer nuestro razonamiento sobre el comercio en una dirección determinada. La premisa implícita parece ser que sólo hay bárbaros en uno de los lados del debate comercial. Aparentemente, aquellos que se quejan de las reglas de la Organización Mundial de Comercio o de los acuerdos comerciales son proteccionistas desagradables, mientras que quienes los respaldan siempre están del lado de los ángeles.
En verdad, muchos entusiastas del comercio también están motivados por sus propias agendas estrechas y egoístas. Las compañías farmacéuticas que defienden reglas sobre patentes más estrictas, los bancos que presionan por un acceso sin restricciones a los mercados extranjeros o las multinacionales que solicitan tribunales de arbitraje especiales no tienen una mayor consideración por el interés público que los proteccionistas. De manera que cuando los economistas matizan sus argumentos, en efecto están favoreciendo a un grupo de bárbaros por sobre otro.
Ya hace mucho tiempo que existe una regla tácita de compromiso público para los economistas según la cual deben defender el comercio y no reparar demasiado en la letra chica. Esto ha generado una situación curiosa. Los modelos estándar de comercio con los cuales trabajan los economistas normalmente tienen fuertes efectos distributivos: las pérdidas de ingresos de ciertos grupos de productores o categorías de trabajadores son la otra cara de los "réditos del comercio". Y los economistas hace mucho que saben que las fallas del mercado -incluidos el mal funcionamiento de los mercados laborales, las imperfecciones del mercado de crédito, las externalidades del conocimiento o ambientales y los monopolios- pueden interferir en la obtención de esos réditos.
También saben que los beneficios económicos de los acuerdos comerciales que atraviesan las fronteras para dar forma a regulaciones domésticas -como sucede con el endurecimiento de las reglas sobre patentes o la coordinación de los requerimientos de salud y seguridad- son esencialmente ambiguos.
Sin embargo, se puede contar con que los economistas repitan como loros las maravillas de la ventaja comparativa y del libre comercio cada vez que se hable de acuerdos comerciales. Recurrentemente han minimizado los temores en materia distributiva, aunque hoy resulte evidente que el impacto distributivo de, por ejemplo, el Acuerdo de Libre Comercio de América del Norte o el ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio fueron importantes para las comunidades más directamente afectadas en Estados Unidos. Sobreestimaron la magnitud de las ganancias agregadas a partir de los acuerdos comerciales, aunque esas ganancias han sido relativamente pequeñas desde por lo menos los años 1990. Han respaldado la propaganda que retrata los acuerdos comerciales de hoy como "acuerdos de libre comercio", aunque Adam Smith y David Ricardo se revolcarían en sus tumbas si leyeran el Acuerdo Transpacífico.
Esta reticencia a ser honestos respecto del comercio les ha costado a los economistas su credibilidad ante la población. Peor aún, ha alimentado los argumentos de sus oponentes. La incapacidad de los economistas de ofrecer un panorama completo sobre el comercio, con todas las distinciones y advertencias necesarias, ha hecho que resultara más fácil embadurnar al comercio, muchas veces equivocadamente, con todo tipo de efectos adversos.
Por ejemplo, a pesar de todo lo que puede haber contribuido el comercio a la creciente desigualdad, es sólo un factor que contribuye a esa tendencia amplia -y, con toda probabilidad, un factor menor, comparado con la tecnología-. Si los economistas hubieran sido más directos respecto del lado negativo del comercio, podrían haber tenido mayor credibilidad como actores honestos en este debate.
De la misma manera, podríamos haber tenido una discusión pública más informada sobre el dumping social si los economistas hubieran estado dispuestos a admitir que las importaciones provenientes de países donde los derechos laborales no están protegidos efectivamente plantean cuestiones serias sobre la justicia distributiva. Se podría haber hecho una distinción entre aquellos casos donde los salarios bajos en países pobres reflejan una baja productividad y aquellos casos donde se registran violaciones genuinas de los derechos. Y el grueso del comercio que no plantea este tipo de temores podría haber estado mejor aislado de las acusaciones de "comercio injusto".
Del mismo modo, si los economistas hubieran escuchado a sus críticos que advertían sobre la manipulación de la moneda, los desequilibrios comerciales y las pérdidas de empleos, en lugar de apegarse a modelos que ignoraban esos problemas, podrían haber estado en una mejor posición para contrarrestar los argumentos exagerados sobre el impacto adverso de los acuerdos comerciales en el empleo.
En resumen, si los economistas hubieran manifestado públicamente los reparos, incertidumbres y escepticismo de la sala de seminarios, podrían haberse convertido en mejores defensores de la economía mundial. Desafortunadamente, su celo a la hora de defender el comercio de sus enemigos resultó contraproducente. Si los demagogos con sus comentarios absurdos sobre el comercio hoy están siendo escuchados -y, en Estados Unidos y otras partes, están ganando poder- al menos parte de la culpa debería recaer sobre los impulsores académicos del comercio.
(Dani Rodrik is Professor of International Political Economy at Harvard University"s John F. Kennedy School of Government. He is the author of The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy and, most recently, Economics Rules: The Rights and Wrongs of the Dismal Science)
– Las falsas promesas de Donald Trump a sus partidarios (Expansión – FT – 17/11/16)
(Por Martin Wolf – Financial Times)
¿Beneficiará Donald Trump a la encolerizada clase obrera blanca que lo llevó a la Casa Blanca? Para responder esta pregunta conviene examinar sus planes y los deseos de los congresistas republicanos.
También hay que pensar en cómo estos planes pueden afectar a la economía mundial. La conclusión es clara: algunas personas se beneficiarán, pero la clase obrera blanca no estará entre ellas. Desde hace tiempo, los republicanos han estado alimentando una rabia que no es fácil de apaciguar. Y Trump ha llevado esta estrategia en nuevas direcciones.
Lo único cierto es que habrá enormes y permanentes recortes fiscales. En este aspecto Trump y los miembros del Partido Republicano del Congreso están de acuerdo. El plan revisado de Trump reduciría los impuestos a las rentas individuales un 33% y el impuesto de sociedades un 15%. También eliminaría el impuesto de sucesión. Los contribuyentes de rentas más altas, el 0,1% de la población, cuyos ingresos superan los 3,7 millones de dólares, recibirían un recorte medio de más del 14% de los ingresos después de impuestos. En cambio, los impuestos del 20% de la población con ingresos más bajos caerían una media del 0,8% de los ingresos gravados. Los que tienen, recibirán más.
Trump -aunque quizás no los congresistas republicanos- también tiene previsto aumentar el gasto en infraestructuras. Aunque esto es deseable, hubiera tenido aún más sentido si los republicanos hubieran apoyado este programa durante la Gran Recesión. Pero tal y como lo señala Lawrence Summers, el ex secretario del Tesoro de EEUU, el plan de Trump depende sobre todo de la inversión privada.
De las experiencias en otros países se deduce que esto a menudo conduce a la explotación de los contribuyentes y a la imposibilidad de poner en práctica inversiones públicas que brindan altos beneficios sociales pero que tienen una escasa rentabilidad comercial.
El efecto neto de estos planes sería un significativo aumento de los déficits fiscales. Los cálculos realizados por el Centro de Política Tributaria (TPC, por sus siglas en inglés) del grupo de investigación de Brookings sugieren que para 2020 el déficit aumentaría un 1 % con respecto al PIB. Con las previsiones actuales como referencia, y haciendo caso omiso de cualquier gasto adicional, esto significaría un déficit de alrededor del 5,5% del PIB en 2020. De forma acumulativa, el aumento de la deuda federal para 2026 podría ascender al 25% del PIB.
Los republicanos del Congreso como Paul Ryan seguramente exigirían recortes que igualaran a los del gasto. El gasto federal anual se encuentra cerca del 20% del PIB.
La factura en materia de salud, de subsidios para personas con bajos ingresos, de la seguridad social, de defensa y de intereses netos ascendió al 88% de estos desembolsos en 2015.
La eliminación del gasto en todas las demás partidas -un error garrafal- simplemente reduciría a la mitad el futuro déficit. En resumen, la lógica del plan conduce a enormes aumentos de la deuda federal en relación con el PIB o a pronunciados recortes del gasto en programas de los que dependen los partidarios de Trump.
Sin embargo, el aumento previsto de los déficits fiscales estadounidenses sería expansivo, aunque la concentración de los recortes en los más ricos limitaría este efecto. De cualquier manera, un significativo aumento en el déficit fiscal de EEUU aceleraría la decisión de aumentar los tipos de interés a corto plazo en EEUU.
No es probable que Trump vaya a quejarse por este hecho ya que él mismo ha arremetido contra la política de bajos tipos de la Reserva Federal. Sin embargo, como lo señala Desmond Lachman del American Enterprise Institute, la economía mundial es frágil. Una rápida subida de los tipos de interés estadounidenses podría contribuir a su desestabilización.
Además, la combinación de relajación fiscal con endurecimiento monetario desembocaría en un dólar más fuerte y en un aumento del déficit por cuenta corriente a medio plazo.
EEUU volvería a considerarse el comprador global de último recurso, ayudando así a los mercantilistas estructurales del mundo: China, Alemania y Japón. Un dólar fuerte y unos crecientes déficits externos, como a principios de los años ochenta, aumentarían la presión proteccionista; el gobierno de Ronald Reagan fue bastante proteccionista durante su primer mandato. La decisión de lanzar la Ronda de Uruguay de negociaciones comerciales multilaterales para liberalizar el comercio mundial fue la respuesta que generó esta política.
Esta vez, sin embargo, un dólar fuerte reforzaría la orientación del Gobierno de Trump hacia el proteccionismo. Pero la protección contra las importaciones aumentaría aún más el valor de la moneda, trasladando el ajuste a los sectores no protegidos, sobre todo a los exportadores competitivos. En definitiva, un dólar fuerte debilitaría al sector manufacturero al que Trump intenta ayudar.
Una probable solución sería convencer a la Fed de que ralentizara el endurecimiento de su política monetaria. El mandato de Janet Yellen como presidenta de la Fed finaliza en 2018. Trump podría pedir a su sucesor que haga lo posible por obtener un crecimiento del 4%, como ha prometido. La última vez que se logró este crecimiento en un período de cinco años fue antes de la crisis financiera de 2000, lo que representa una preocupante advertencia.
Si la Fed intenta lograr este objetivo, podría provocar inflación e inestabilidad financiera o, seguramente, ambas. En todo esto parece haber pocos beneficios, si existe siquiera alguno, para los partidarios de Trump pertenecientes a la clase obrera.
El presidente electo también ha prometido eliminar el ObamaCare y la mayoría de las regulaciones de los sectores medioambiental y financiero. Cuesta trabajo imaginar que estas políticas puedan favorecer de algún modo las perspectivas de la clase trabajadora. Los miembros de esta clase serán más susceptibles de recibir una peor cobertura médica, de respirar un aire más contaminante y de ser víctimas de un comportamiento más agresivo por parte de las entidades financieras y, en el peor de los casos, incluso de otra crisis financiera.
El proteccionismo tampoco ayudará a la mayoría de sus partidarios. Muchos dependen de los bienes importados baratos. Y muchos se verían gravemente afectados por los terribles resultados de una guerra comercial global.
Mientras tanto, el rápido aumento de la productividad provocaría una constante caída en la cuota que representa el sector manufacturero en el mercado laboral de EEUU, a pesar de la protección.
Trump promete multiplicar el gasto en infraestructuras, recortes de impuestos, proteccionismo, recortes en el gasto federal y un proceso radical de desregulación. Un significativo aumento del gasto en infraestructura ayudaría a los trabajadores en el campo de la construcción. Pero casi ningún otro aspecto de estos planes ayudaría a la clase obrera. En general, su programa puede generar un breve crecimiento económico. Pero las consecuencias a largo plazo probablemente serán desalentadoras, y no menos para sus enojados, pero engañados, partidarios. La próxima vez, es probable que su enfado sea aún mayor. Las posibles consecuencias de ese escenario son aterradoras.
– Hay que rehacer la UE para resolver las desavenencias (Expansión – FT – 18/11/16)
(Por Nicolas Sarkozy – Financial Times)
Europa no tiene que hacer reformas para atraer a Reino Unido, sino porque su futuro y supervivencia depende de ello.
El 23 de junio, el pueblo británico decidió abandonar la UE. Lamento que lo hiciesen porque pienso que Reino Unido forma parte de Europa. No se me ocurre nada peor que su decisión pueda no ser respetada.
Las negociaciones políticas en ciernes serán difíciles, y los tecnicismos asociados complejos. El Artículo 50, el mecanismo para abandonar la UE, da un periodo de dos años para llegar a un acuerdo, que de no alcanzarse resultaría en una salida automática. La pregunta es si Reino Unido y sus 27 naciones socias tendrán el tiempo suficiente para alcanzar un acuerdo mutuamente satisfactorio que consagre la mayoría de los lazos que ya comparten, o si se verán forzados a una ruptura mucho más severa. Nadie conoce la respuesta aún.
Lo que me parece incuestionable, no obstante, es que estas conversaciones tienen que ofrecer resultados coherentes. Nadie puede estar dentro y fuera al mismo tiempo, o disfrutar de privilegios sin responsabilidades. Esto no es una represalia: es simple lógica. Ningún gobierno europeo podría aceptar darle a Reino Unido acceso al mercado único si Londres no acata normas, obligaciones y concesiones, incluido el libre movimiento de ciudadanos europeos, a cambio.
El respeto de la elección del pueblo británico también implica el reconocimiento de que sus dudas sobre el proyecto europeo no pueden achacarse a una estrechez de miras o por su idiosincrasia. Otras naciones europeas podrían haber votado en el mismo sentido si se les hubiera dado la posibilidad, simplemente porque el distanciamiento entre Europa y sus ciudadanos es más grande que nunca.
Y la única manera de proceder para los europeos en nuestro mundo globalizado, donde la competencia es cada vez más feroz, los desafíos cada vez más complejos y las amenazas más numerosas, es permanecer unidos. Europa sigue siendo una idea profundamente moderna, pero el proyecto europeo tal y como lo conocemos ha envejecido. Por eso creo que Europa necesita una revisión, así como reformas.
En primer lugar, esto implica reconocer finalmente que hay más de una Europa. La Europa del euro y la Europa de la unión de 27 miembros, por ejemplo, siguen caminos distintos.
La Europa del euro tiene que profundizar su integración, bajo un gobierno económico sólido, de una vez por todas. Las bases para ello se asentaron durante la crisis de 2010-2011, cuando se creó el Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) y empezaron las cumbres de la eurozona. Esta Europa tiene que avanzar, proporcionando un liderazgo más permanente para sus cumbres de la eurozona, estableciendo una secretaría central que actúe como Tesoro de Europa, y convirtiendo el MEDE en un fondo monetario europeo pleno.
La otra Europa, la unión de 27 miembros, debería volver a sus funciones originales -garantizando que el mercado interno opere con fluidez y centrándose en no más de 10 asuntos de verdadera importancia estratégica- como la política agrícola e industrial para estimular el crecimiento; la política de investigación, que tiene que ser más audaz; la política de competencia, que tiene que ser menos dogmática; y la política comercial fundamentada en la reciprocidad. Todo lo demás es mejor dejarlo en manos de los Estados miembros.
Esta Europa ampliada también tiene que revisar las prerrogativas de la Comisión, para prevenir que ignore a los legisladores europeos y nacionales, y que asfixie unilateralmente a nuestros emprendedores y a nuestros ciudadanos con las restricciones técnicas que les impone.
Finalmente, Europa necesita una nueva política de inmigración. Necesita un nuevo Schengen, políticas de inmigración y asilo compartidas, y leyes laborales coherentes sobre los extranjeros para poner fin a la explotación de los trabajadores. Los extranjeros no deberían recibir beneficios no contributivos hasta que hayan completado un periodo de residencia de cinco años. Tenemos que proteger eficazmente las fronteras de Europa. Tenemos que unir fuerzas para enviar a los que han entrado de forma ilegal de vuelta a sus países de origen. Tenemos que incluir la cooperación entre nuestras prioridades en política exterior para detener la inmigración ilegal. A los países que se nieguen a cooperar se les debería denegar la ayuda de la UE. Esto tiene que combinarse con un "plan Marshall" europeo para África.
Entretanto, pienso que deberíamos dejar en suspenso las nuevas incorporaciones, incluso en el caso de los países con fundamentos para unirse, como los estados balcánicos. Y, como ya he dicho anteriormente, me opongo categóricamente a la adhesión de Turquía.
Una vez que Europa culmine sus ajustes, les corresponderá a los líderes británicos decidir si consultan a sus ciudadanos sobre la incorporación de nuevo a la unión. La elección será del pueblo británico, y sólo de ellos. Europa no tiene que hacer reformas con la esperanza de atraer de nuevo a Reino Unido: tiene que aplicar reformas porque su futuro y su supervivencia dependen de ello; porque la reforma es tan urgente como vital.
– Lo que significa la victoria de Trump para Europa del este (Project Syndicate – 18/11/16)
Varsovia.- El imperio del liberalismo económico en Occidente está conduciendo a la desaparición del liberalismo político. Una creciente cantidad de países clave no están experimentando elecciones sino plebiscitos sobre la democracia liberal -plebiscitos decididos por los votos de quienes han salido perdiendo con la democracia liberal-. En Estados Unidos, la elección de Donald Trump como presidente es un castigo a un establishment que desoyó las demandas de las protestas del movimiento Occupy Wall Street en 2011.
El próximo desafío del establishment será resistir en Italia, donde un referendo constitucional el 4 de diciembre podría decidir el destino del primer ministro italiano, Matteo Renzi. Esa votación será un preludio de la elección presidencial de Francia en la primavera, donde una victoria a favor de Marine Le Pen, del Frente Nacional de extrema derecha, casi con certeza traería aparejado el colapso de la Unión Europea, sino de todo el Occidente geopolítico.
Más allá de cómo resulten esas votaciones, el Brexit y Trump demuestran que la democracia liberal ha dejado de ser el canon de la política occidental. Y esto tiene implicancias de amplio alcance. ¿Cómo pueden los "estados pendulares" como Polonia alcanzar una democracia liberal ahora que el punto de referencia occidental ha desaparecido? Europa del este nunca ha salido beneficiada cuando las condiciones políticas en Occidente se han deteriorado.
Trump no es sólo un niño de mal genio que juega con fósforos nucleares; también es peligrosamente ambicioso y sus propuestas en el terreno de la política exterior podrían deshacer alianzas cruciales y desestabilizar el orden internacional. Por supuesto, nadie -ni siquiera el propio Trump- sabe si cumplirá con sus promesas de campaña. Pero ése es precisamente el punto: los gobiernos impredecibles son malos para la geopolítica global. Para Polonia y otros países de Europa del este, cuya independencia y democracia se basan en el statu quo global actual, puede ser una cuestión de vida o muerte.
Trump no se equivoca respecto de una cosa: Estados Unidos no puede permitirse promover la democracia en el exterior. Estados Unidos no puede vigilar los derechos humanos o el progreso de los principios democráticos liberales más allá de sus fronteras. Si el dinero invertido en todas las intervenciones norteamericanas en el exterior hubiera sido destinado a promover la prosperidad fronteras para adentro, la candidatura de Trump nunca habría ganado impulso.
Por el contrario, los norteamericanos han sido bombardeados durante décadas con informes sobre el estancamiento salarial, la caída de los ingresos de los hogares y la creciente desigualdad -todo mientras oían hablar del costo de 3 billones de dólares para la guerra en Irak-. Trump es el castigo demorado del establishment.
Para Trump, no existe ninguna contradicción entre el aislacionismo y la promesa de "Hacer que Estados Unidos sea grande otra vez". Lo más indicado para Estados Unidos sería no hablar en nombre de los intereses globales sino de los propios, y dejar de querer imponer la democracia en todo el mundo. Compartirá más influencia con Rusia y China, pero se sentará a la mesa siendo el jugador más fuerte, centrado en su propia prosperidad. ¿Acaso eso no suena razonable? Aislacionismo igual a prosperidad.
Aún si esta lógica fracasa, y Trump efectivamente causa una recesión, Estados Unidos puede hacerle frente, de la misma manera que el Reino Unido puede permitirse el Brexit. Estados Unidos sobrevivirá a las pérdidas financieras; por cierto, estará a salvo. No es casual que los inversores nerviosos se estén inclinando masivamente por el dólar, aunque lo que los ha puesto nerviosos sea la elección de Trump.
Desde un punto de vista geopolítico, Estados Unidos y el Reino Unido son países insulares con armas nucleares. Su idioma se utiliza en todo el mundo. No importa lo que haga Trump, Estados Unidos seguirá siendo el productor más importante de nuevas tecnologías, cultura de masas y energía, y seguirá teniendo la mayor cantidad de premios Nobel, las mejores universidades del mundo y la sociedad más diversa de Occidente. Si deja de inmiscuirse en conflictos externos, seguirá teniendo amigos en todo el mundo.
El mayor perdedor de las elecciones estadounidenses es la UE, que tiene conflictos internos y no es capaz de afrontar las crisis económica, demográfica y de refugiados. El resultado de la victoria de Trump podría ser algo parecido al Concierto de Europa, que estabilizó al continente entre 1815 y la Primera Guerra Mundial. Pero ese sistema excluyó a muchos países, uno de los cuales era Polonia. En su calidad de creación incompleta y tecnocrática, la UE es un blanco ideal para los ataques populistas. Hasta el momento no ha logrado integrarse lo suficiente como para impedir su propio colapso, y su reacción ante el Brexit ha sido aplazar una decisión.
Mientras la pudiente Alemania no quiere echarles una mano a los países del sur de la UE, los países postcomunistas recientemente soberanos están rechazando refugiados y se niegan a solidarizarse con la Europa occidental. Mientras tanto, la UE es tan rica como Estados Unidos en general y, sin embargo, no tiene un ejército y depende enteramente de Estados Unidos para su defensa. ¿Por qué, uno se pregunta, hicieron falta múltiples desastres transatlánticos para que la UE tomara conciencia de que debe ocuparse de su propia seguridad?
La influencia rusa implicará el retiro de la OTAN de Europa del este. Puede que Europa occidental también quiera retirarse, aprovechando la ocasión para deshacerse de vecinos cada vez más onerosos como Polonia que, a pesar de ser el mayor receptor de fondos de la UE, se opone a una mayor integración, no ha adoptado el euro, quiere quemar carbón y se pelea con Alemania, Francia y las instituciones gobernantes de la UE.
Frente a un desvanecimiento de la influencia occidental, los países de Europa del este probablemente profundicen sus lazos económicos y diplomáticos con Rusia. En Estonia, el Partido del Centro, pro-ruso, está por ingresar a la coalición gobernante. Y después de los países bálticos, será el turno de los países de Europa del este. Aquellos países que todavía no hayan abrazado al presidente ruso, Vladimir Putin, no tendrán otra alternativa que hacerlo.
Polonia no tiene nada que ganar con una alianza de ese tipo. Los polacos consideran sagradas sus fronteras actuales, no una maldición, como sucede en Hungría. Sólo un idiota político apostaría a una alianza con revisionistas como el primer ministro húngaro, Viktor Orbán. Lamentablemente, como indica a las claras la elección de Trump, una idiotez estrecha de miras está reemplazando con paso firme a la democracia liberal como la doctrina gobernante de la política occidental -y polaca- de hoy.
(Slawomir Sierakowski, founder of the Krytyka Polityczna movement, is Director of the Institute for Advanced Study in Warsaw)
– Europa contra las cuerdas (Project Syndicate – 18/11/16)
Madrid.- El 8 de noviembre, mientras se gestaba la victoria de Donald Trump, en simbólico contrapunto tenía lugar en Bruselas una conferencia conmemorativa del 80º aniversario del nacimiento de Václav Havel, primer presidente de la Checoslovaquia postcomunista y posteriormente de la República Checa. Su legado, ahora que el mundo se adentra en la era Trump, no podría revestir de mayor importancia, sobre todo para Europa.
Resulta complicado imaginar dos personalidades tan dispares como la de Havel y Trump. El primero, artista e intelectual que luchó toda su vida por la verdad y trabajó sin descanso para sacar lo mejor de sociedades e individuos. El segundo, ególatra charlatán que ha alcanzado el poder a través de la manipulación de las emociones más primarias de las personas.
Los valores de Havel tienen mucho en común con los que, tras la Segunda Guerra mundial, guiaron la creación del orden liberal mundial, catalizador de niveles de paz y prosperidad sin precedentes. Sin embargo, la elección de Trump apunta a que Estados Unidos dejará de ejercer de valedor de esos principios, y desde luego abandonará su papel de líder en el mantenimiento del orden internacional.
Surge un vacío estratégico de liderazgo en el orden mundial liberal y con ello la oportunidad -y la necesidad- de que un nuevo actor lo ocupe. Podría -debería- ser el momento de Europa, en el pasado inspiración y actor destacado: en ningún otro lugar como en su suelo han arraigado tan hondo los ideales y principios de este orden. Pero, en estos momentos, la UE carece de la firmeza y la visión que la crítica situación requiere.
Sin embargo, procede recordar los hitos, siquiera los más recientes, del compromiso europeo: la Unión Europea ha sido actor preponderante del Acuerdo sobre el Clima alcanzado en París en junio pasado, tras haber mantenido en soledad internacional durante años la bandera del cambio climático; desempeñó un papel fundamental de inspiración, aliento y acompañamiento en la negociación y el acuerdo nuclear con Irán; y a muchos sorprendió la respuesta unitaria de los Estados miembro a la anexión ilegal de Crimea por Rusia. Pero la UE ha dejado también al descubierto sus carencias para liderar. Los ejemplos también abundan: la precedente conferencia del clima de Copenhague de 2009; la intervención en Libia; o la debacle actual de la crisis migratoria.
En definitiva, Europa juega bien en equipo transatlántico, pero no es el mejor capitán, y no por falta de intenciones. Ejemplo de ello fue la malograda Estrategia de Seguridad de la UE de 2003, que trató de situar a la UE en foco de poder global. Lleva razón Federica Mogherini cuando asevera, a la luz de la victoria de Trump, que la UE debe erigirse en "poder indispensable".
Este planteamiento rezuma convicción pero, como tan a menudo ocurre en Europa, realidad y retórica operan en planos muy distantes. La pobre acogida que ha tenido la convocatoria de una reunión de urgencia de ministros de exteriores a continuación de las elecciones en EEUU, nos recuerda con cierta dureza cuánto camino le queda por recorrer a Europa para ocupar la vacante que crearía la renuncia de Trump a asumir las responsabilidades de su país en el mantenimiento y salvaguardia del orden global.
Pero la UE carece de la perspectiva y la entereza necesarias para esta empresa. Erigirse en polo de influencia requiere magnetismo. A principios de los 2000, en pleno apogeo del proceso de ampliación de la UE, el continente tenía claramente poder de atracción. Las protestas de Euromaidán en 2013 clausuraron esta corriente, cuando jóvenes ucranianos arriesgaron la vida e incluso murieron en nombre del europeísmo de su país. Ahora que tanto UE como Estados miembros se encuentran en un estado de introspección autoflagelante, el poder de reclamo sencillamente ha desaparecido.
En pleno brexit y huérfana de equipo trasatlántico al que contribuir, la UE corre el peligro de desmoronarse. Y no es descartable que termine operando como plataforma de su inherente poder hegemónico: Alemania. Menudean los elementos que apuntan a ese escenario: así, afirmar que en Bruselas, hoy, no se avanza sin el visto bueno de Berlín no pasa de perogrullada, mientras las instituciones se contorsionan para acomodar la decisión unilateral de bienvenida a los refugiados de la canciller Merkel y el posterior acuerdo migratorio de la UE con Turquía, que Alemania encabezó.
El dominio de un único Estado sería problemático -por no decir trágico- para un proyecto de carácter supranacional como el nuestro, cincelado por el espíritu de la acción colectiva encaminada hacia el bien común, que Havel capitaneó. Presentes las muestras de solidaridad de una supremacía benigna, la idea de un Estado que se alce en cierre de nuestra construcción común colisiona con la base misma de la UE.
En la práctica y en un mundo crecientemente hobbesiano, la evidencia de poder en su sentido convencional resulta necesaria; y el difícil encaje del poder duro en la cultura alemana actual lastraría cualquier proyección internacional, tanto de este país, como del continente.
Los Estados miembro, así como la Unión, pueden -no hay duda- contribuir en este ámbito; y el esfuerzo sostenido para coordinar y dibujar las líneas de la defensa europea podría reforzarse. El acuerdo de las últimas semanas para avanzar en la cooperación en esta materia, adoptado por los Ministros de Exteriores y de Defensa de la UE, parece apuntar en esta dirección. Dejar este proceso al amparo de un liderazgo de facto de Alemania no es lo idóneo pero, dadas las circunstancias, podría ser la mejor alternativa.
En estos momentos, pensar en una solución óptima para Europa no es realista. Tal como señaló Havel, aferrarse al optimismo -la creencia de que las cosas saldrán bien- carece de sentido. Por el contrario, debemos abrazar la esperanza, la creencia de que las cosas acabarán teniendo sentido. Para ello, el camino pasa por ser sinceros con nosotros mismos y estudiar con sobriedad qué podemos y debemos hacer asegurando el cumplimiento de lo acordado.
Europa tiene el potencial para desempeñar un papel de liderazgo en el mundo, pero le falta la dedicación y confianza en sí misma necesarias. Es tiempo de reconocerlo, y enfrentarse al verdadero reto que atenaza al orden liberal mundial. Sólo entonces podremos vislumbrar de manera realista cómo preservar nuestros ideales e intereses frente a los desafíos del mundo. Este, creo, habría sido el mensaje de Havel, hoy.
(Ana Palacio, a former Spanish foreign minister and former Senior Vice President of the World Bank, is a member of the Spanish Council of State, a visiting lecturer at Georgetown University, and a member of the World Economic Forum's Global Agenda Council on the United States)
– Causas del rechazo a la globalización: más allá de la desigualdad y la xenofobia (Real Instituto Elcano – ARI 81/2016 – 22/11/2016
(Por Miguel Otero Iglesias y Federico Steinberg)
Tema
Los autores analizan las razones que explican el creciente descontento con la globalización y el establishment liberal en las democracias avanzadas.
Resumen
En este trabajo planteamos cinco hipótesis que explican el apoyo a partidos y movimientos anti-establishment y anti-globalización. A la percepción dominante de que el declive económico de las clases medias y la creciente xenofobia imperante en Occidente explican la victoria de Donald Trump en EEUU, el Brexit o el auge del Frente Nacional en Francia, ente otros, añadimos otras tres causas: la mala digestión que grandes capas de la población están haciendo del cambio tecnológico, la crisis del Estado del Bienestar y el creciente desencanto con la democracia representativa.
Análisis
Hace décadas que existe un consenso entre las principales fuerzas políticas de EEUU y Europa en torno a la idea de que la apertura económica es positiva. Así, de forma paulatina, se han ido liberalizando los flujos de comercio e inversión y, en menor medida, de trabajadores. Gracias a este orden liberal, las sociedades occidentales se han vuelto más prósperas, más abiertas y más cosmopolitas. Aunque la apertura económica generaba perdedores, la mayoría de los votantes estaban dispuestos a aceptar un mayor nivel de globalización. Podían, como consumidores, adquirir productos más baratos de países como China y, además, entendían que el Estado del Bienestar les protegería de forma suficiente si, transitoriamente, caían del lado de los perdedores (en economía política esto se llama la "hipótesis de la compensación", según la cual los países más abiertos tienden a tener Estados más grandes y que redistribuyen más). Los países en desarrollo, por su parte, también se han venido beneficiando de la globalización económica exportando productos al rico mercado transatlántico (que cada vez es más abierto) y enviando remesas desde Occidente a sus países de origen. El invento parecía funcionar.
Sin embargo, en los últimos años, y muy especialmente desde la crisis financiera global y la crisis de la zona euro, los defensores de estas políticas (social-demócratas, demócrata-cristianos y liberales) se encuentran cada vez más acorralados electoralmente por nuevos partidos extremistas que abogan, en mayor o menor medida, por el cierre de fronteras, tanto al comercio como a la inmigración. En su mayoría se trata de partidos de extrema derecha (aunque también los hay de extrema izquierda), que reivindican la recuperación de la soberanía nacional que sienten que han perdido a manos de los mercados globales, de una disfuncional UE o de unas políticas migratorias que consideran demasiado liberales. "Recuperar el control del país" es un eslogan que comparten Trump en EEUU, los partidarios más nacionalistas del Brexit en el Reino Unido y el Frente Nacional francés. Todos ellos aspiran a conseguirlo reduciendo el comercio internacional y expulsando a los inmigrantes. Sus mensajes proteccionistas, nacionalistas y xenófobos, pretenden dar soluciones simples a cuestiones complejas, y están atrayendo a cada vez más votantes desencantados con la marcha de sus sociedades.
En las siguientes páginas planteamos cinco hipótesis que explican el apoyo a estos nuevos partidos. A la idea de que el declive económico de las clases medias y la creciente xenofobia imperante en Occidente explican la victoria de Donald Trump en EEUU, el Brexit o el auge del Frente Nacional en Francia, ente otros, añadimos otras tres: la mala digestión que grandes capas de la población están haciendo del cambio tecnológico; la crisis del Estado del Bienestar; y el creciente desencanto con la democracia representativa.
Declive económico y xenofobia
En general, los expertos y medios de comunicación se centran en dos hipótesis (no necesariamente contradictorias) para explicar por qué el electorado está apoyando con cada vez más intensidad a los nuevos partidos y movimientos anti-establishment. Por una parte, tenemos a quienes sostienen que la revuelta populista se alimenta de votantes de clase media y baja que ven como sus ingresos están estancados y que están convencidos de que sus hijos vivirán peor que ellos. Como ha demostrado Branko Milanovic (véase el Gráfico 1), estos son los perdedores de la globalización. Se trata en su mayoría de trabajadores poco cualificados de los países occidentales, que no se están pudiendo adaptar a la nueva realidad económica y tecnológica global y que, al perder sus empleos por la competencia de los productos de países con salarios bajos y ver cómo el Estado del Bienestar no les ayuda lo suficiente, optan por dar su apoyo a quienes prometen protegerlos cerrando las fronteras. Esta hipótesis explicaría por qué, por ejemplo, el Frente Nacional francés se nutre cada vez más de votantes socialistas, de clase trabajadora o incluso de clase media, desencantados con las políticas económicas de Hollande, o por qué muchos trabajadores en paro o mal pagados de zonas en declive industrial, tradicionalmente laboristas, apoyaron el Brexit con la esperanza de que una Gran Bretaña fuera de la UE y con mayor margen de maniobra político podría protegerlos mejor de la competencia exterior.
La segunda hipótesis, también plausible, es que los votantes no se están yendo a la derecha por cuestiones económicas, sino por elementos identitarios y culturales. Así, el racismo y la xenofobia latentes que siempre han existido en Occidente (pero cuyas expresiones eran políticamente incorrectas desde el final de la Segunda Guerra Mundial) estarían saliendo del armario debido al impacto social y cultural del aumento de la inmigración de las últimas décadas. Los votantes apoyarían así a partidos con líderes fuertes (cuyos postulados rozan el autoritarismo, como vemos en el caso de Orbán en Hungría) que ofrecen recetas para proteger la "identidad nacional" y frenar el proceso de cambio y disolución de los valores y la cultura tradicionales que la apertura y el multiculturalismo han traído. El miedo a los ataques terroristas de grupos islámicos extremistas facilita este discurso porque permite concentrar el odio al extranjero en el inmigrante de origen musulmán (que se mezcla con el debate sobre los refugiados en Europa) colocando a la seguridad en el centro del debate político, algo que no sucedía desde hace mucho tiempo en Europa. Así, los líderes fuertes y con ideas simples y claras (con discursos como el "nosotros contra ellos") seducen al votante temeroso, alimentando la ilusión de que la respuesta a sus miedos pasa por colocar a un padre protector al frente del gobierno, cuyo máximo exponente sería Putin en Rusia, figura a la que tanto Trump como Le Pen dicen admirar.
Por el momento, existe evidencia empírica para corroborar ambas hipótesis. En un reciente estudio, la consultora Mckinsey mostraba que entre 2005 y 2014, la renta real en los países avanzados se había estancado o había caído para más del 65% de los hogares, unos 540 millones de personas. Asimismo, varios estudios demuestran que aquellas regiones de EEUU que importan más productos de China tienden a desindustrializarse más rápido, generando bolsas de desempleados que, lejos de encontrar trabajo rápidamente en otros sectores, se ven excluidos del mercado laboral de forma permanente. Además, son precisamente esas zonas las que tienden a votar a políticos más radicales y con propuestas más proteccionistas.
Por otra parte, otros estudios han demostrado que los votantes de los partidos de extrema derecha en Europa y de Trump en EEUU, lejos de ser los perdedores de la globalización, son en su mayoría clases medias y altas blancas cada vez más abiertamente xenófobas. Así, según un estudio de comportamiento electoral en siete democracias europeas, el mejor predictor del voto de extrema derecha sería el apoyo a las políticas restrictivas contra la inmigración, no las preferencias económicas de centro-derecha o la desconfianza hacia los políticos en general o hacia las instituciones europeas en particular. Otro estudio demostró también que los hombres son más proclives a apoyar a estos partidos que las mujeres, aunque sean estas últimas quienes más perjudicadas se han visto por el aumento del libre comercio al ocupar en mayor medida empleos de salarios bajos.5
Para muchos, discernir cuál de las dos hipótesis es correcta es importante para poder diseñar políticas públicas que hagan frente al auge de los partidos anti-establishment que amenazan con revertir décadas de políticas económicas que han generado riqueza y prosperidad. Pero tal vez ambas hipótesis sean correctas, en cuyo caso habría que atajar las dos causas conjuntamente. Sin embargo, es posible que reducir el problema al declive económico, la desigualdad y la xenofobia sea demasiado reduccionista. La realidad es más compleja y hay otras razones que podrían explicar el rechazo a la globalización y orden liberal. A continuación las exploramos.
El impacto de las nuevas tecnologías
La robotización y la inteligencia artificial se presentan normalmente como grandes avances para nuestras sociedades. Aumentan la productividad y generan enormes oportunidades. El robot está presente en muchos sectores, desde la industria del automóvil y la aeronáutica hasta los astilleros. En el futuro conducirá por nosotros, cocinará y reparará averías en el hogar. El simple uso cotidiano del teléfono móvil ya nos ha liberado de muchos quebraderos de cabeza. Desde él, podemos chatear instantemente, realizar operaciones bancarias, ver un partido de fútbol o una película y saber cómo llegar lo más rápidamente posible a cualquier lugar. La llegada de Uber como sustituto del taxi convencional, así como otras aplicaciones, están transformando nuestra vida. Pero justamente este progreso, y lo rápido que avanza, asusta a mucha gente. En Nueva York el sindicato de conductores ya ha anunciado que va a luchar contra la implantación de coches sin conductor de Uber. Y el sector hotelero está inquieto ante el crecimiento de Airbnb.
La tecnología aumenta la productividad, pero también reduce empleo en el corto plazo, sobre todo el rutinario que no requiere de una alta cualificación. Esto lleva a muchos ciudadanos de clase obrera, pero también cada vez más de clase media, a mirar con desconfianza o incluso resistirse a la modernidad y los grandes cambios tecnológicos que promueve el orden liberal, como ya hiciera el movimiento ludita que abogaba por la destrucción de las máquinas durante la Revolución Industrial. Los robots ya no sustituyen sólo a los empleados en las cadenas de montaje, poco a poco están desplazando también a los trabajadores administrativos como las secretarias, los empleados de banca, los contables e incluso los abogados y los asesores financieros (véase el Gráfico 2).
Muchos millenials (nacidos entre 1980 y el 2000), por ejemplo, raramente van a la sucursal del banco y la gestión de la cartera de sus ahorros la hacen a través del logaritmo de un robo-advisor (es decir, a través de la pantalla del ordenador). Todo esto está creando una brecha tecnológica importante entre los profesionales más cualificados, que ven cómo sus ingresos suben y por lo tanto se encuentran cómodos en un mundo cada vez más competitivo, cosmopolita y globalizado, y los que no lo están. Esta división explica en parte por qué el medio rural haya votado a favor de Trump y el Brexit mientras que las grandes ciudades se hayan decantado por Hillary Clinton y la pertenencia del Reino Unido a la UE.
En este caso, el temor que se expresa en el voto de protesta no refleja tanto un rechazo a los empleos perdidos, sino el miedo a perder los empleos del futuro o a entrar en la categoría de los trabajadores pobres. Millones de votantes poco cualificados o del mundo rural sienten que el Estado no se preocupa suficientemente de ayudarles a subirse al tren de la modernidad. Cada vez hay una brecha formativa mayor. Los que se pueden permitir invertir en una educación que los prepare para el siglo XXI, tienen todas las de ganar. Quienes no puedan, tendrán cada vez más dificultades para encontrar trabajo y se quedarán en la cuneta, incluso si tienen un título universitario. Esto crea una enorme frustración y podría explicar el voto anti-sistema.
El Estado del Bienestar crea proteccionismo
Otra posible causa del descontento de una gran parte del electorado es la apuntada por Robert Gilpin en los años 80: que el progresivo aumento del Estado del Bienestar puede crear grupos de interés proteccionistas. Pensemos en los pensionistas. Otto von Bismarck introdujo el primer sistema de pensiones en 1881. Entonces, la gente se jubilaba a los 65 años porque la esperanza de vida en aquella época estaba justamente en los 65 años. Hoy, sin embargo, la jubilación se mantiene en los 65 años (o se ha subido a los 67), pero la esperanza de vida en la mayoría de los países desarrollados está en el entorno de los 80 años. En un mundo cada vez más competitivo y globalizado, ese nivel de gasto social es difícil de mantener. Habría que subir la edad de jubilación, aumentar los años de cotización o reducir el valor de las pensiones, pero la resistencia es enorme. En muchos países europeos la mayoría de la población considera las pensiones como un derecho adquirido irrenunciable. Para protegerlas, se plantea como solución levantar aranceles a los productos provenientes de Asia, introducir controles de capital para retener la riqueza dentro el país y aumentar los impuestos para sufragar el gasto social.
Otro grupo que se podría estar volviendo cada vez más proteccionista es el de los funcionarios. Hasta ahora, los trabajadores del sector público estaban mucho menos expuestos a la competencia foránea que los del sector privado, lo que permitía que sus salarios fueran relativamente altos. Sin embargo, una vez que la globalización de la actividad económica pasa del sector secundario de las manufacturas industriales al sector servicios, incluidos los servicios públicos, la competencia se va a notar también en el sector público. Y como los funcionarios tienen sindicatos más organizados, la resistencia a la liberalización tendrá a ser mayor. La reciente oposición al acuerdo de libre comercio entre EEUU y la UE (TTIP, por sus siglas en inglés) y al TISA (acuerdo plurilateral de liberalización de servicios negociado en el seno de la Organización Mundial del Comercio), que son acuerdos que buscan liberalizar servicios, se puede explicar desde este ángulo. Del mismo modo, la apertura del mercado de la contratación pública a proveedores extranjeros se ve como una amenaza porque se entiende que la tendencia a privatizar los servicios públicos puede empezar por concesiones de años limitados que actúen como caballos de Troya para privatizar completamente sectores como la educación, la sanidad y el agua.
Precisamente, los profesores -trabajadores- y estudiantes de la educación pública forman otro grupo de interés que se resiste cada vez más a la globalización. Los primeros no quieren verse expuestos a la competencia que hay en el sector privado. Y los segundos demandan educación pública, de calidad y apoyada con fondos públicos. Al igual que muchos pensionistas, consideran que se debe impedir la competencia en salarios con los países emergentes y retener vía control de capitales la generación de riqueza y su tributación para poder costear la educación pública. De nuevo, esta lógica explicaría el rechazo que se ve en muchas universidades a los tratados de libre comercio y servicios como el TTIP y el TISA. La sensación es que la globalización beneficia sobre todo a las clases altas del establishment porque pueden dar una mejor educación a sus hijos e integrarlos en la elite transnacional ganadora de la globalización. Pueden costearles una educación en Harvard o Berkeley en EEUU, Oxford, Cambridge y la London School of Economics en el Reino Unido o las Grandes Écoles en Francia, por poner solo algunos ejemplos, mientras que los hijos de las clases medias y medias-bajas se educan en universidades públicas con recursos menguantes.
La crisis de la democracia representativa
Finalmente, la quinta causa que puede explicar el rechazo al orden liberal es la creciente desconfianza que amplios grupos de la población tienen en las instituciones democráticas. Esto se debe a varios factores. Por un lado, en muchos países occidentales se ha desarrollado una especie de partitocracia, principalmente de los partidos de centro-izquierda y centro-derecha, que ha dominado excesivamente la vida política. Para muchos electores, este centro liberal se turna en el poder, pero sus políticas son muy parecidas. Además, existe cada vez más la sensación de que esta partitocracia está a merced de una plutocracia, formada por grandes intereses económicos, que se beneficia desproporcionadamente del funcionamiento del sistema. Esto hace que haya una falta de conexión y confianza entre las elites y el resto de la población. El principio de autoridad mismo está en entredicho. Muchos ciudadanos piensan que la clase política no los representa, que no tienen voz (ni altavoces para expresar sus ideas como lo hacen a través de las redes sociales) y además piensan que los expertos forman parte de esa elite que se beneficia del sistema actual, por lo que no ofrecen soluciones que vayan a favor de la mayoría.
Según esta hipótesis, la crisis financiera global de 2008 y su gestión posterior habrían tenido unos efectos sociales cuya dimensión solo estaríamos empezando a vislumbrar. La credibilidad de los expertos, sobre todo de los economistas, la profesión más influyente en el debate público, se ha visto dañada al no ser capaces de predecir la crisis. Acto seguido, la percepción de que el sistema político y judicial actual beneficia a las elites se habría visto confirmada cuando el contribuyente tuvo que rescatar a los bancos mientras que muy pocos de sus gestores han tenido que pagar por sus errores. Al contrario, la sensación de muchos votantes es que los altos directivos de la banca se han llevado unas compensaciones por jubilación anticipada de millones de dólares o euros, mientras que el trabajador común tiene que trabajar toda su vida y nunca podrá llegar a esas cifras. La reputación de los expertos se ha visto todavía más dañada después de la crisis. Muchos telespectadores o lectores de periódicos se dieron cuenta que los expertos no eran neutrales. Cada experto explicaba las causas de la crisis desde un ángulo muy distinto y aportaba soluciones en muchos casos contrapuestas. Unos pedían más estímulo fiscal, mientras que otros defendían la austeridad. Eso ha creado mucha confusión, al tiempo que ha deslegitimado el papel de los expertos. Para muchos, la sensación es que cada experto tiene su propia agenda, y que casi todos defienden el orden liberal porque les beneficia. Del mismo modo, se piensa que muchos de estos expertos, formados en las mejores universidades y por lo tanto muy distantes del ciudadano medio, tienen valores liberales en relación a la religión, el aborto, el matrimonio homosexual, la diversidad racial y la equidad de género que no son compartidos por gran parte de la población, sobre todo en EEUU.
La deslegitimación de los expertos y los tecnócratas es consecuencia de la falta de soluciones políticas a los problemas de nuestras sociedades. Durante mucho tiempo, los políticos se han escondido bajo el velo de las soluciones técnicas. Han acordado que los bancos centrales sean independientes y encabezados por tecnócratas protegidos del escrutinio público y democrático. También han delegado la negociación de tratados de libre comercio e inversiones a expertos y cedido soberanía a organizaciones internacionales coma la Organización Mundial de Comercio y el Fondo Monetario Internacional. En el caso de Europa, este traspaso de soberanía al Banco Central Europeo y la Comisión Europea (todavía muy distantes del votante) ha sido todavía mayor. Esta delegación funcionó bien mientras la economía y el empleo crecían. Pero con la llegada de la crisis, la autoridad y la legitimidad de los tecnócratas se ha empezado a cuestionar mucho más, sobre todo porque, a falta de una respuesta política, estos han acaparado cada vez más poder. Hasta el punto de que se puede decir que los políticos han dejado que los bancos centrales resolvieran la crisis con las inyecciones monetarias. Pero, lamentablemente, se está haciendo cada vez más evidente que sólo con política monetaria no se pueden resolver los problemas estructurales que tienen las sociedades desarrolladas.
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