Relatos negros y rojos sobre la esclavitud africana en la Isla de Cuba
- Bando de Gobernación y Policía de 1842
- El inconverso
- Lactancia esclava
- Trabajo extraordinario
- Los siete leoneses esclavos
- Liberalidad testamentaria de Jacinta Catalina
- Manumisión testamentaria
- El rigor de la pena
- Secuestro, tráfico y venta de negros africanos
- Bando de gobernación y policía
- Bibliografía
Bando de Gobernación y Policía de 1842
Gobernaba a la sazón en la península ibérica el hombre fuerte y liberal, General Baldomero Espartero (1792-1879), por aquel entonces regente de la niña reina Isabel II.
Cargado de entorches y títulos nobiliarios (Conde de Luchana, Duque de la Victoria y Príncipe de Vergara) y amigo de sus amigos (entre ellos el Capitán General de la Isla de Cuba, general Gerónimo Valdés), desde sus posiciones liberales, convinieron en que el segundo redactara para su ínsula, como vástago legal del Código Negro Carolino (este último fue promulgado por el rey Carlos IV, el 28 de febrero de 1789, ofrecimiento de España a la pérfida Albión, a escasos meses de la toma de la Bastilla) el reglamento, de corte humanista, para la vida esclava asentada en Cuba.
El Bando de Gobernación y Policía de la Isla de Cuba, fue dictado por el Excelentísimo Señor Don Gerónimo Valdés, Presidente, Gobernador y Capitán General de aquella.
Apareció en la Imprenta del Gobierno y Capitanía General de Su Majestad en La Habana, el14 de noviembre de 1842.
A propósito, este Gerónimo nada tenía que ver con sus homónimos, el padre de la iglesia Jerónimo (331-420), exégeta de las Sagradas Escrituras, y mucho menos con el piel roja apache, Jerónimo (1834-1909), jefe indio rapador de cueros cabelludos, azote de los caras pálidas que robaban sus tierras en las llanuras y quebradas norteamericanas de Arizona, Nevada y Nuevo México, quien fuera vencido en 1885.
A pesar de su crueldad, el indio salvaje fue más culto y humano que el representante visigodo de Hispania en estas latitudes.
No obstante, historiadores cubanos sostienen la generosidad y carácter progresista del Reglamento de Esclavos del Capitán General, pero también arguyen que, continuador de las regulaciones esclavistas plasmadas en las Ordenanzas de Cáceres, su texto fue simplemente letra muerta, incumplida por los amos esclavistas.
De ello dan fe estas reglas, llenas de odio al negro y de represión despiadada para con los díscolos y los cimarrones.
Podemos apreciarlas en todo su horror.
El inconverso
Nunca dejó de creer en el panteón negro africano.
En sus vicisitudes cotidianas siempre tuvo fe en Oláfi.
Caído en una redada de traficantes de esclavos en el corazón del continente negro, conducido a empujones, con otros muchos, a la costa occidental y, embarcado en las bodegas del bergantín Veloz, encadenado con los suyos, partió rumbo a Cuba.
Elegguá, el que abre caminos, le trazaba el suyo en una tierra desconocida.
Ifá le auguró otras penas en el nuevo derrotero. Pero siempre, resignado.
Hambrientos, malolientes, sudorosos por el calor tropical y el hacinamiento, la proa del bergantín hendía el Atlántico y los acercaba, cada vez más, a la mayor de las Antillas.
A la altura de Puerto Rico, el capitán del Veloz, con su catalejo, divisó en lontananza una bandera cristiana de barras rojas, azules y blancas que se entrecortaban.
Inquieto, apuró la marcha del bergantín.
La distancia entre ambas naves se acortaba más.
En las cercanía de las costas cubanas, la corbeta inglesa Perla, hizo varios disparos de advertencia.
Muchos bultos o negros bozales fueron arrojados al mar en busca de ligereza y mejor andar náutico de la nave perseguida.
Abundio continuaba en la bodega del bergantín, ahora un poco más desahogada de bultos.
Gracias a Ogún y a Changó, Abundio no fue lanzado al mar.
Al fin, el buque enrumbó la estrecha boca de la bahía de San Cristóbal de La Habana, y atracó en el muelle de Caballería.
La comisión de tratantes de esclavos, encabezada por don Leonardo de Gamboa y Ruiz, aguardaba a su capitán.
Todos calculaban las pérdidas económicas sufridas y sopesaban el subterfugio a emplear para burlar la inspección inglesa.
La feliz idea brotó en los negreros: vestirlos con bastas ropas y hacerlos pasar por ladinos o mestizos que embarcaron en Puerto Rico con destino a Cuba.
Así vestido, Abundio pisó tierra cubana; luego, vendido y transportado hasta la villa de la Santísima Trinidad.
Aquí fue incorporado a la dotación de esclavos de los Condes de Brunet, riquísimos hacendados de la región, cuyo patrimonio disponía de centenares de caballerías de caña de azúcar y varios ingenios azucareros.
Abundio cortaría muchas arrobas de esta gramínea.
Su carácter bonancible tendió relaciones amistosas con sus iguales y sus patronos.
Mujer le dieron y muchos hijos procreó.
Pero seguía fiel a sus creencias, nutridas de sus profundas raíces africanas.
En los primeros meses de su arribo a Trinidad, y con los progresos logrados en la lengua castellana, Abundio conoció de Cristo y del catolicismo.
Sus amos se empeñaron en convertirlo a la fe cristiana.
A él y a sus compañeros de servidumbre, la familia Brunet, mediante sus mayorales y capellanes, noche a noche, intentaban penetrar en sus recónditos pensamientos, hablándoles de Belén, de natividad, de la vida, crucifixión y resurrección del Mesías.
Lo ordenaba el artículo 2 del Reglamento de Esclavos, dictado por el capitán general don Gerónimo Valdés:
La instrucción (en principios de la religión Católica, Apostólica y Romana)a que se refiere el artículo anterior, deberá darse por las noches después de concluido el trabajo y acto continuo se le hará rezar el rosario o algunas otras oraciones devotas.
El adoctrinamiento católico no logró la conversión cristiana de Abundio, ni de los suyos.
Para agradar a los amos pero sin traicionar a los ancestros, su visión cosmogónica unitaria transmutó a unos en otros.
La Patrona de Cuba, la virgen de la Caridad del Cobre, se erigió en Ochún; o esta en aquella.
Nunca pudo comprender aquello de la Santísima Trinidad, a pesar de vivir en una tierra así bautizada.
Hasta su muerte y hasta nuestros días.
Lactancia esclava
Sus protuberantes glúteos y desmesurados pechos caídos, asemejaban a Calixto con una Venus oriental pero sus orígenes se hundían en el África central.
Ocupada en labores cafetaleras y domésticas en las estribaciones del macizo montañoso de Guamuhaya, no obstante, su prolífica condición le había prodigado tres hijos de padres diferentes, uno de ellos blanco, y en su vientre crecía el cuarto, fruto de los apremios desgarradores de un bozal recién ingresado en la dotación.
Al fin, la fuente placentaria se rasgó, los dolores arreciaron y una negra criaturilla atravesó el canal materno; su llanto, provocado por la comadrona con sus enérgicas palmadas en las nalgas del recién nacido, anunciaron el advenimiento de un miembro más de la dotación de esclavos de la Casa Valle, "el que más vale entre los que más valen".
Apenas el calostro materno de Calixto revitalizaba a su pequeño, cuando tuvo que regresar a la recogida del aromático grano cuya precoz maduración amenazaba con su pérdida, si manos expertas no lo arrancaban de sus arbustos.
Calixto hacía número entre los hábiles de esta faena.
El esclavillo quedó con una nodriza sustituta, de pechos casi secos, suplidos por cocciones de arroz y fruta bomba, a manera de complemento dietético infantil.
La desnutrición del neonato presagiaba su defunción.
El mayoral del cafetal solicitó del amo la aplicación del Bando de Gobernación y Policía del capitán general Valdés, a favor de la esclava Calixto.
Razones económicas lo aconsejaban: la recogedora de café podía ser sustituida por cualquier otra y, sobre todo, la recia estirpe del pequeño esclavo, anunciadora de un voluntarioso trabajador esclavo.
Con visión de futuro, el amo accedió.
El artículo 10 del Reglamento de Esclavos, era claro:
Si(los negros recién nacidos o pequeños, cuyas madres vayan a los trabajos de la finca) enfermasen durante la lactancia, deberán entonces ser alimentados a los pechos de sus mismas madres, separando a estas de las labores o tareas del campo, y aplicándolas a otras ocupaciones domésticas.
Calixto murió años después; su fértil vientre no alcanzó, ni siquiera, los beneficios de la llamada Ley de Vientres Libres de fecha 23 de junio de 1870, promulgada por las Cortes Constituyentes de la Nación española, en la cual, según proclamaba, "todos los hijos de madres esclavas que nazcan después de la publicación de esta ley, son declarados libres".
Trabajo extraordinario
Despiadado, el sol quemaba las espaldas desnudas de los esclavos.
La jornada matinal, más fresca, permitió avanzar notablemente en el corte de los campos de caña de azúcar.
Cercenados sus tallos herbáceos, los campos simulaban largas cicatrices que se extendían hasta el horizonte, cortados, de cuando en cuando, por carretas tiradas por bueyes, atestadas de gruesos trozos de caña, encaminándolos a los trapiches donde su dulce jugo se obtendría.
El sol caía y el cansancio se apreciaba en los negros cortadores de caña.
Ya llevaban unas buenas doce horas de corte.
Después de un breve descanso y la ingestión de algunas viandas hervidas, continúo la faena.
La noche, de luna llena, permitió prolongar los cortes de caña; el azúcar tenía buen precio en el mercado.
El látigo de los mayorales restalló sobre los negros rezagados en sumarse a los cortes.
La faena culminó después de pasada la media noche.
A las cinco de la mañana del siguiente día, la dotación volvería a los cañaverales.
El Reglamento de Esclavos, apéndice del Bando de Gobernación y Policía de la isla de Cuba, reguló, ochenta años antes que la Organización Internacional del Trabajo, el trabajo extraordinario.
Su artículo 12 ordenaba:
En tiempos ordinarios trabajarán los esclavos de nueve a diez horas diarias, arreglándose el amo del modo que mejor le parezca. En los ingenios durante la zafra ( ), serán diez y seis horas de trabajo ( ).
Huelga el comentario.
Los siete leoneses esclavos
I
El altivo negro Sengbe Pieh, agricultor de 26 años de edad, natural del Alto Mende en Sierra Leona, un día de fines de enero de 1839 se encaminaba a sus sembradíos cuando fue capturado por cuatro hombres en un ataque por sorpresa, se defendió como león arrinconado pero la superioridad numérica se impuso; le amarraron al cuello la mano derecha y, a empujones, lo llevaron a una aldea cercana, donde pasó tres días con un hombre llamado Mayagilalo, aparentemente el patrono de sus captores.
Sengbe era hijo de un jefe local, estaba casado y procreado un varón y dos hembras.
Mayagilalo, que tenía una deuda con el hijo del rey local Manna Siaka, le entregó en pago a Sengbe para que lo vendiera a los traficantes de esclavos, a manera de redención de aquella.
Luego de pasar un mes en el pueblo de Siaka, Sengbe fue llevado a Lomboko, isla cercana a Sulina, en la costa de las Gallinas, célebre centro de tráfico de esclavos, y vendido al negrero más rico de allí, el español Pedro Blanco, cuyas actividades habían enriquecido también al rey Siaka y quien había sido amigo y socio del otrora famoso negrero cubano, ya fallecido por esta fecha, Cándido de Gamboa y Ruiz, cuyo hijo Leonardo, en amores incestuosos con la hija mestiza de su padre, habida con negra esclava, había sido asesinado por un aprendiz de sastre, enamorado de la bella mulata, hecho que convulsionó la vida social de La Habana.
En Lomboko, Sengbe quedó cautivo con otros esclavos, mientras durante dos meses se les unían otros más a la espera de que los transportaran a través del Atlántico.
En pocas semanas, el número de naturales esclavizados aumentó considerablemente y un día, procedentes del interior del país, arribaron siete fornidos jóvenes, magullados y heridos, notoria evidencia de la resistencia que ofrecieron a sus captores; iban ensartados por sus cinturas y cuellos como cuentas de un collar.
La mayoría de los cautivos, originarios de diferentes etnias, procedían de la región del Mende, pero otros eran konos, sherbros, temnes, kissis, gbandis y lomas, y se los conocía como guerzes.
Algunos, que no hablaban mende, aprendieron el idioma durante su viaje forzado a través del país de los mendes y hacia la costa.
Muchísimos eran agricultores, pero se decía que otros eran cazadores y herreros, hecho sorprendente, porque en toda el África Occidental los herreros ocupaban en la sociedad una posición sagrada, y no podían ser esclavizados ni muertos, incluso en guerra; tales méritos sociales fueron olvidados por sus captores.
En marzo, en la isla de Lomboko, se los embarcó a todos en la goleta Tecora, émulo naval de la otrora embarcación el Veloz, de Cándido de Gamboa y Ruiz, y ya en junio recién llegada al muelle de Caballerías en el puerto de La Habana, en la colonia española de Cuba, después de haber realizado un terrible viaje trasatlántico, azotado por huracanes y ventiscas, pero lo peor, haber sufrido hacinamiento, hambre, sed, la muerte de algunos paisanos, cuyos cadáveres fueron arrojados al mar para comida de tiburones, y la fetidez de los negros sobrevivientes secuestrados, hundidos en la sentina de la goleta como bultos.
En una subasta de esclavos que siguió a un aviso público, un español nombrado José Ruiz y dueño de una plantación de cañas de azúcar, compró a Sengbe Pieh y a cuarenta y ocho de sus compañeros al precio de 450 duros por cabeza, para que trabajaran en su plantación de Santa María del Puerto del Príncipe, a unos 480 kilómetros al este de La Habana.
Pedro Montez, otro español traficante de negros que se dirigía al mismo puerto, compró siete jóvenes de entre 18 y 21 años de edad más cuatro niños, tres hembras y un varón, destinados a futura cría de esclavos.
El 26 de junio los esclavos africanos, a bordo de una goleta construida en Estados Unidos, cuyo nombre original era Friendship, luego devenido en el de Amistad, cuando el navío quedó matriculado como propiedad de un español, se enrumbaba hacia el naciente oriental cubano.
Aunque España había prohibido la importación de esclavos a sus territorios en 1820, los plantadores españoles José Ruiz y Pedro Montez, pudieron obtener permisos oficiales para transportar sus esclavos.
Contrataron el Amistad con su capitán y dueño del barco, Ramón Ferrer.
Además de los esclavos africanos y sus dueños españoles, la goleta llevaba una tripulación compuesta de su capitán, Ferrer; sus dos esclavos negros; Antonio, el grumete; Celestino, el cocinero, y dos marineros blancos.
El buque transportaba también una carga de platos, telas, joyas y varios artículos de lujo y mercancías comunes para ser vendidas en los puertos cubanos donde tocaran tierra. La carga estaba asegurada en 40.000 duros.
Ruiz, por su parte, previsor, aseguró sus esclavos en 20,000 duros, en tanto que Montez hizo lo mismo con los suyos por 13,000 duros.
El viaje a Puerto Príncipe, bojeando la costa norte cubana, se hacía normalmente en tres días hasta alcanzar el villorrio y puerto de Nuevitas, pero los vientos resultaron contrarios.
A los tres días de hacerse a la mar, el 30 de junio, el negro africano Sengbe Pieh, con un clavo suelto que había sacado de la cubierta del navío, rompió sus cadenas y las de sus compañeros.
Poco antes, habían sido azotados y maltratados y, en cierto momento, se les hizo creer que al llegar a su destino, se los sacrificaría para ser servidos como comida.
Sengbe Pieh se armó a sí mismo y a sus seguidores con los machetes cañeros que encontraron en la bodega. Luego los hizo subir a cubierta y tras un breve combate de armas blancas y de algún que otro disparo de mosquetón entre negros esclavos y blancos esclavistas, los primeros matan al capitán Ferrer y al cocinero Celestino e hieren levemente al español Montez.
En altruista gesto, a pesar de las graves ofensas inferidas a los de su condición, Sengbe les perdona la vida a Montez, a Ruiz y a Antonio, el grumete. Los esclavos amotinados habían perdido a dos de los suyos, muertos por el capitán Ferrer.
El grumete Antonio, aterrorizado por el sangriento encuentro, escapa del Amistad en un bote.
Sengbe ordenó a los españoles navegar hacia donde sale el sol, es decir, hacia el este, hacia África, hacia Sierra Leona, en pos del terruño, la familia y la recobrada libertad.
Por la noche, sin embargo, Montez, que tenía alguna experiencia como marino, se guió por las estrellas y navegó hacia el oeste, con la esperanza de mantenerse en aguas cubanas y hacer abortar el amotinamiento esclavo del Amistad.
Pero una inesperada tormenta empujaba el barco hacia el nordeste, aproximándolo a la costa atlántica estadounidense.
Apreciando el mal giro que sufrían sus planes, el esclavista Montez, aprovechando el silencio de la noche y el profundo sueño lleno de esperanzas de los negros amotinados, en contumacia con Ruiz, el esclavista negrero que permanecía escondido en la bodega, libera uno de los botes en tanto golpea en el cráneo, uno a uno, a los siete jóvenes esclavos recién comprados, los amordaza, ata sus muñecas y los arroja al mar, donde aguardaba por los bultos el contumaz traficante de almas; por último, es el propio Montez quien salta al agua y gana a nado el bote.
Amontonados los cuerpos de ébano, unos sobre otros en el estrecho bote, Montez y Ruiz empiezan a remar con desenfreno, poniendo buena distancia entre su embarcación y el Amistad; en el ínterin, Sengbe Pieh les vio alejarse del buque pero nada hizo.
Este instante separa los destinos de los siete negros esclavos que arriban a las costas cubanas en un pequeño bote y el de los que permanecen a bordo en el velero Amistad, guiados por el inspirador de los amotinados, Sengbe Pieh, los que al ser abordados en alta mar por el velero guardacostas norteamericano Washington, son conducidos a territorio norteño donde se les acusará de amotinamiento criminal, piratería y asesinato.
Las rompientes marinas encallaron la débil embarcación en las arenas; el viento continuó soplando con fuerza hacia el noroeste; el velamen del Amistad no se veía, envuelto en las densas nubes tormentosas.
A pesar de sus años, Montez y Ruiz saltaron animosos del bote, arrastraron, uno a uno, a los jóvenes leoneses, todavía amordazados y maniatados, sus oscuros rostros cubiertos por hilillos de sangre coagulada.
El bote se encontraba varado en la desembocadura del río Canímar, en la bahía de Matanzas.
Ruiz acudió en busca de auxilio; al poco rato, una cuadrilla de voluntarios del lugar le acompañaba de regreso; la jauría ladró desenfrenadamente al olfatear el fétido olor de los desgraciados negros esclavos.
Montez vendió sus esclavos a un plantador de la localidad matancera; recibió la suma que por los negros había pagado pero maldijo, entre dientes, a Sengbe Pieh por el descalabro monetario que había sufrido con la pérdida de los niños esclavos, ahora en la cubierta del Amistad, rumbo a la nación norteña; Ruiz le consoló, él lo había perdido todo.
Los siete esclavos leoneses engrosarían la dotación del ingenio Triunvirato; el futuro les depararía mucho cepo, grilletes, mazas, cadenas, azotes y prisión con apego a la ley esclavista, el Reglamento de Esclavos que en su artículo 41 disponía:
Los esclavos están obligados a obedecer y respetar como a padres de familia a sus dueños, mayordomos, mayorales y demás superiores, y a desempeñar las tareas y trabajos que se le señalasen, y el que faltare a alguna de estas obligaciones podrá, y deberá, ser castigado correccionalmente por el que haga de jefe en la finca, según la calidad del defecto, o exceso, con prisión, grillete, cadena, maza o cepo, donde se le pondrá por los pies, y nunca de cabeza, o con azotes que no podrán pasar del número de veinte y cinco.
Se alejaba el nuevo amo con su negra cordillera humana cuando volteó la cabeza y le pregunta a Montez cómo se llamaban los desgraciados, el vendedor le respondió:
Jesús, José, Juan, Judas, Marcos, Mateo y Pablo.
Calló. Una sonrisa afloró en sus labios, no sabía cómo se llamaban los infelices cautivos.
La mañana del 2 de julio de 1839 se abría paso en el levante; los siete leoneses ingresaban en un barracón de esclavos del ingenio Triunvirato.
II
El estallido rebelde de los negros esclavos del ingenio Triunvirato contra sus capataces, responsables directos de brutales maltratos, estaba por comenzar. Se alistaban machetes, cuchillos, guatacas y duras estacas de madera.
Los tambores repicaban sin cesar a manera de medios de enlace entre los diferentes barracones de los ingenios azucareros de la zona donde se hacinaban las dotaciones de esclavos; su repique se podía oír en el puerto de Matanzas, a tres leguas, en las noches quietas de noviembre.
Para los blancos esclavistas el sonido escuchado pasaba como un toque continuado de tambores, de un barracón de negros a otro, llamando a los ancestros africanos. Pero lo cierto fue que a las ocho de la noche del domingo 5 de noviembre de 1843, Eduardo, intérprete de la voz del tambor atabal avisaba a todos; los primeros en empuñar sus bastas armas blancas fueron los siete negros leoneses con nombres cristianos, y Carlota, la negra lucumí organizadora de la rebelión, mujer de dotes militares y audacia extraordinaria, secundada por Narciso y Felipe, esclavos lucumíes, más el gangá Manuel, ya tenían, como el vocero y los leoneses, bien templados sus machetes y otros útiles de trabajo, no para chapear sino para herir y matar.
A esa hora el objetivo no era el cañaveral sino el brutal administrador del ingenio, sus mayorales y lacayos. Fueron ellos quienes primero sintieron el filo de los aceros en sus carnes, y abatidos como fueron, les arrebataron las pistolas y escopetas, así como las armas de cualquier género de otros individuos blancos que las habían abandonado a toda carrera.
Hombres, mujeres y niños tomaron el camino de la rebeldía, desplazándose hacia ingenios cercanos para acrecentar sus fuerzas y aplastar a sus enemigos. Se enfrentaron a todos los que pretendieron oponérseles incluyendo una fuerza organizada por el capitán del partido de Sabanilla, y quemaron propiedades de los opresores.
Los repentinos éxitos de Triunvirato, proseguidos en Ácana, estimularon a los esclavos rebeldes a luchar por la libertad y continuaron con sus ataques sorpresivos en la zona, libertando a los siervos de los partidos de Santa Ana, Guanábana, Sabanilla del Encomendador, pertenecientes a los ingenios Concepción, San Lorenzo, San Miguel, San Rafael, y de cafetales y fincas ganaderas del entorno fluvial del Canímar.
El resuelto apoyo local a la sublevación estimuló aún más la feroz represalia de las autoridades españolas en Matanzas, desde el Gobernador y sus capitanes pedáneos, hasta los esclavistas, dueños de fincas e ingenios, y mayorales simples, contra los esclavos irredentos.
Las bien armadas y disciplinadas tropas del Gobernador seguían a la lucumí Carlota, al fula Eduardo, a los siete bravos leoneses y sus demás compañeros, y en un combate encarnizado, la diferencia de fuerzas, cantidad y calidad del armamento peninsular y esclavista, provocó la derrota de las fuerzas negras insurgentes.
Su principal organizadora, Carlota, fue apresada; viva la ataron a caballos que tiraron en sentido contrario hasta descuartizar su cuerpo.
Fermina, activa insurgente y colaboradora libertaria en el ingenio Ácana, quien había participado en una frustrada rebelión el 2 de agosto anterior y liberada de sus grillos el día del alzamiento, machete en mano había dado cuenta de varios esclavistas; por ello fue fusilada con cuatro lucumíes y tres gangás, en marzo de 1844.
Los siete negros con nombres cristianos, ensangrentados y exhaustos del combate, apenas heridos y contusionados, escaparon a la matanza de los vencedores, quienes con ciega furia y arrebato diabólico, se ensañaron con sus machetes en los cuerpos de los esclavos heridos o moribundos; los sobrevivientes fueron cruelmente sometidos a los cepos y los látigos.
III
Desbrozando con sus machetes chorreantes de sangre cuantos brazos, troncos, cuellos y cabezas se oponían a su desesperada fuga, los siete negros leoneses se abrían camino hacia el exterior de las alambradas que circundaban los barracones donde habían descargado sus primeros golpes mortales.
Ahora, en desbandada y perseguidos por fuerzas muy superiores en número y armamentos, los negros corrían para salvar sus vidas o venderlas a los esclavistas con el más alto precio de sangre que aquellos pudieran pagar.
A su vanguardia se hallaban Jesús y José muy seguidos de cerca por Juan, Judas, Marcos, Mateo y Pablo; por extraña paradoja recordaban al Mesías auxiliado de sus apóstoles pero, esta vez, no en misión evangélica sino en la de preservación de la vida; detrás, les seguían esclavos de las diferentes etnias que gracias a los negreros, hacinados en inmundos barracones, se habían sumado a la sublevación de la valerosa Carlota en pos de la libertad personal.
Fracasado el intento, fuera ya del ingenio, en consonancia con sus lazos raciales y culturales, los prófugos se internaban en las plantaciones cañeras inmediatas, luego, cual negro abanico, divididos en varillas, se difuminan en todas direcciones: el grupo de leoneses permanece unido.
En lo más profundo de un bosque de majaguas, los leoneses toman un descanso y se ponen a comer las cañas de azúcar que en el precipitado escape habían podido cortar.
Sentados en torno a Jesús, el líder natural del grupo, meditaban sobre las consecuencias de las acciones emprendidas, su partida sin retorno, so pena de la muerte y sin lugar de destino alguno, al desconocer la región donde se encontraban.
No más de cuatro días habían pasado del abortado alzamiento cuando, ante tanta suerte adversa, Jesús explicó a sus compañeros que la única opción era aproximarse a la costa no lejana, secuestrar una embarcación y darse a la mar; era preferible morir de sed en la alta mar que a manos de los mayorales y contramayorales de los trapiches cañeros.
Repuestas un tanto sus fuerzas, con la oscuridad de la noche avanzaron hasta las cercanías de un poblado llamado Macurijes, lo bordearon por lo más intrincado del bosquecillo y, siempre adelante, lograron llegar a una costa abrupta, colmada de las rocas conocidas como dientes de perro.
Como el nuevo día ya se anunciaba, decidieron esperar la noche e intentar el secuestro de alguna embarcación de los pescadores del lugar, entretanto se alojaban en una caverna abandonada buscando en ella refugio y algún alimento; y así fue, atraparon un majá, lo picaron con sus machetes en grandes ruedas de masas y las engulleron con rabiosa hambruna.
La suerte les acompañó; apenas las tinieblas de la noche se cerraban, en el horizonte marino se dibujó un barco de gran velamen y un pequeño bote que se aproximaba a la orilla; decididos, los siete leoneses aguardaron a que los dos hombres que venían en el bote desembarcaran y, cumpliendo con las instrucciones impartidas por Jesús, con ligereza de felinos, les cayeron encima, sin ocasionarles daño alguno.
Se trataba de dos ingleses quienes, advertidos de la sublevación de esclavos, acudían a investigar lo sucedido por órdenes del cónsul de su país, David Turnbull, radicado en La Habana; alegaron, además, que para cumplir con tal intención, contaban con la colaboración de un paisano suyo, infiltrado entre los hacendados esclavistas, apellidado Jones cuyos años de permanencia en Cuba y, particularmente, en la región, le habían granjeado la confianza del capitán pedáneo de la jurisdicción, el señor Carlos Hershey.
El testimonio de los siete negros leoneses fue suficiente para que los oficiales ingleses ponderaran en todo su horror lo sucedido en el ingenio Triunvirato y zonas aledañas.
De tal suerte, todos regresaron al velero británico y, ya en cubierta, los leoneses fueron atendidos por la marinería del buque, levaron anclas y se encaminaron hacia el mar abierto.
Poco después, entraban en puerto estadounidense y reembarcados a Sierra Leona: la heroica actuación de su compatriota Sengbe Pieh en los tribunales yankees, litigando a favor de la libertad de los suyos y la suya propia, facilitaron este retorno a la tierra natal de los siete bravos leoneses.
Por pura coincidencia, a esa misma hora, el capitán pedáneo de Macurijes, alarmado por lo que había sucedido recientemente en esos contornos jurisdiccionales, redactaba una carta a la más alta autoridad peninsular en la Isla de Cuba, el Capitán General Leopoldo O'Donnell y Jorís, Grande de España, Duque de Tetuán, Conde de Lucena y Vizconde de Aliaga, informándole de la conjura de negros esclavos e ingleses contra la monarquía española, su bravía participación personal en la lucha y sus desvelos en la preservación del orden administrativo y esclavista en la zona de Macurijes; también, por supuesto, conocedor de lo que disponía el Reglamento de Esclavos en sus artículos 38, 42 y, sobre todo, el 48, para conservar incólume su bien merecida fama de negrero y defensor a ultranza de la soberanía hispana sobre la colonia de Cuba.
Ganará la libertad, y además un premio de quinientos pesos, el esclavo que descubra cualquier conspiración tramada por otro de su clase, o por personas libres, para trastornar el orden público.Si los denunciadores fueren muchos y se presentaren a la vez a hacer la denuncia, o de una manera que no deje la menor duda de que el último o últimos que se hubieren presentado no podían tener idea de que la conspiración estaba ya denunciada, ganarán todos la libertad, y repartirán entre si, a prorrata, los quinientos pesos de la gratificación asignada.Cuando la denuncia tuviere por objeto revelar una confabulación, o el proyecto de algún atentado de esclavo u hombre libre contra el dueño, su mujer, hijo, padres, administrador o mayoral de finca, se recomienda al dueño el uso de la generosidad con el siervo o siervos que tan bien han llenado los deberes de fieles y buenos servidores, por lo mucho que les interesa ofrecer estímulos a la lealtad.
Cuando los esclavos cometieren excesos de mayor consideración, o algún delito para cuyo castigo o escarmiento no sean suficientes las penas correccionales de que habla el artículo anterior, serán asegurados y presentados a la justicia para que con audiencia de su amo, si no los entrega a la noxa, o con la del Síndico Procurador, si los entregase o no quisiese seguir el juicio, se proceda a lo que haya lugar en derecho, pero en el caso de que el dueño no haya desamparado o cedido a la noxa el esclavo, y este fuere condenado a la satisfacción de daños y menoscabos a un tercero, deberá responder el dueño de ellos, sin perjuicio de que al esclavo delincuente se le aplique la pena corporal o de otra clase que merezca el delito.
Los tenientes de gobernador, justicias y pedáneos cuidarán de la puntual observancia de este reglamento, y de sus omisiones o excesos serán inevitablemente responsables.
He aquí el texto de la susodicha epístola.
De la Capitanía de Macurijes.
Excelentísimo Señor:
Constantemente ocupado en indagar cuánto pueda interesar a la seguridad de esta Isla, un inglés nombrado Mr. Jones, ingeniero y maquinista de máquinas de vapor, a quien hace tiempo conozco por haber sentado la máquina de un ingenio del que soy condueño, y trabajado después en otros dentro y fuera de este partido y que me merece confianza porque, además de tener aquí a su esposa e hijos el día de la sublevación de los negros, se portó muy bien batiéndose a mi lado con una escopeta, y con mucha decisión y entusiasmo, me ha revelado con la mayor reserva y con la palabra que le he dado solemnemente, de que nunca se sabrá su nombre, que un paisano suyo (cuyo nombre no he podido lograr me descubra) ha dicho que en esa ciudad, en la casa de MY, que tiene un establecimiento que titulan los ingleses la Boarding House, en frente del costado de ese Palacio de Gobierno, en una casa en alto, a la que se entra por la tienda de un sastre, hay dos individuos procedentes y naturales de los Estados Unidos de América que visten como capellanes con casacas de paño negras, cuyos individuos por la conversación que le promovieron contra la esclavitud y el abuso de los castigos deseando el triunfo de los esclavos, pertenecen a los abolicionistas de los que cree son emisarios y que sonsacándolos por uno del mismo idioma cree muy fácil manifestar sus ideas y misión en esta Isla como empezaron a hacerlo con su amigo que por ser de contrarias ideas no quiso escucharlos, y amenazó con que daría parte a la autoridad.
Por ahora no he podido obtener otra noticia de Mr. Jones y con mucho trabajo y persuasión para con la confianza del secreto y el cebo de un premio pecuniario que le he ofrecido que estos conceptos me avizora de cuanto descubra, a lo que va a dedicarse con empeño pues dice es el tiempo de descubrir mejor que en los de moliendas.
Me apresuro a poner esta noticia en el superior conocimiento de Vuestra Excelencia por lo que pueda interesar, quedando pronto a hacerlo de cualesquiera revelación que obtenga de Mr. Jones al que no pierdo de vista o por cualquier otro conducto, para siempre estar vigilante y deseoso de ser útil al Gobierno.
Dios guíe a Vuestra Excelencia.
Macurijes 10 de noviembre de 1843.
Excelentísimo Señor Carlos Hershey
Capitán Pedáneo de esta Jurisdicción
Liberalidad testamentaria de Jacinta Catalina
La buena cristiana de Jacinta Catalina Burgos Salazar se sentía morir; el pecho le bajaba y subía a ritmo decreciente; el galeno comunicó a sus parientes que su fin se acercaba.
Conocedora ella misma de la terminación de sus días terrenales se preparó para su entrada en el paraíso, así suponía por el frecuente ejercicio de buenas acciones para con los suyos y los esclavos; también convocó al escribano público de la villa a fin de disponer entre los suyos el repartimiento de su vasto patrimonio.
De tal manera, en presencia de dicho funcionario, entre otras cláusulas testamentarias, dispuso lo que sigue:
(…) Que era su voluntad quedase libre desde el día de su fallecimiento la negra criolla María Juana, por la lealtad y amor con que le había servido, y que, además, se le diesen quinientos pesos con un fondo de cobre, la alquitara grande, una mesita de cedro y algunos otros de los muebles del servicio de la casa a voluntad del fedante, bien entendido que la referida esclava se le había de mantener sujeta y en recogimiento en la casa mortuoria, acompañando y sirviendo a Doña María Marqués del Valle, su prima hermana, hasta tomar estado con la anuencia y consentimiento del otorgante, en cuyo caso o llegando a la mayor edad de veinte y cinco años sería cuando le había de entregar la referida cantidad y no antes, sin que entretanto tuviese el otorgante obligación de satisfacerle rédito, ni algún otro interés; y en su nombre así lo declara.
Ítem: Le comunicó ser su voluntad que un colgadizo de su propiedad, situado en el Callejón del Pan, entre el de Francisca Pérez y la casa de Don Antonio del Río, lo poseyese durante su vida el moreno Francisco Manuel Burgos que fue su esclavo, con sus hijas Silvana, Cecilia y Fermina, sin poderlo enajenar ni gravar de modo alguno; y que por muerte del primero, lo gozasen en posesión y usufructo por partes iguales las nombradas sus hijas, heredándose de estas las que sobreviviesen a la que muriere sin sucesión, por legado que de él les hacía y, así mismo, de otro fondo y la alquitara pequeña que los nominados con la propia igualdad, y a cada una, una muda de ropa compuesta de saya, camisa, fustán y en su nombre así lo declara.
Ítem: Le comunicó ser su voluntad que su esclava María de la Caridad criolla, nacimiento bozal, Juana de las Mercedes y Trinidad lucumíes queden libres de esclavitud desde su fallecimiento pero con la condición de permanecer acompañando y sirviendo a la antedicha Doña María Marqués del Valle, su prima hermana, mientras viva, sin que con pretexto alguno puedan eximirse de esta obligación, y en su nombre así lo declara.
Ítem: Le comunicó ser su voluntad que los negros esclavos nombrados Pepe bozal y Pancracio criollo, quedasen libres desde su fallecimiento de esclavitud y servidumbre, otorgándoseles la correspondiente carta de libertad; y en su nombre así lo declara.
Ítem: Le comunicó ser su voluntad quedan también libres de esclavitud desde su fallecimiento los negros nombrados Maximino y Teodoro criollos y los parditos Vitalio y Mauricio, hijos de la negra María Juana, pero con la condición que hasta que cumplan veinte y cinco años, se mantengan el primero y los dos últimos en poder y servicio del otorgante, y el segundo en el del citado Antonio del Río, a fin de que los eduquen, enseñen y apliquen al oficio o trabajo con que después puedan vivir y mantenerse por sí solos; y en su nombre así lo declara.
Ítem: Le comunicó ser su voluntad que a la negra Isabela que fue su esclava se le entregasen de sus bienes doscientos pesos que le pagaban para que pudiese mejor proporcionarse su libertad; pero con la condición de que antes de adquirirla muriese dicha negra, volviendo esta cantidad al otorgante para distribuirla con el remanente que quedara del caudal, de modo que le comunicó, sin pretexto alguno recayeren en el dueño que fuere de aquella; y en su nombre así lo declara.
Yo, el escribano doy fe que conozco a la otorgante que estando a mi parecer en su entero acuerdo y cabal memoria, así lo dijo y no firmó por no saber y lo hizo a su ruego uno de los testigos, que fueron Don Antonio del Río, Don Alejandro Mondejo y Don Francisco Juan Montesinos, vecinos de esta villa de Remedios, aquí presentes.
Poco después la piadosa Jacinta Catalina Burgos Salazar entregó su alma al Supremo Hacedor, y desde entonces se encuentra en su cercanía, luego de cumplir con la ley de los hombres: Reglamento de Esclavos.
Artículo 40. También adquirirán los esclavos su libertad cuando se les otorgue por testamento, o de cualquier otro modo legalmente justificado, y procedente de motivo honesto o laudable.
Manumisión testamentaria
El rico hacendado Jacobo del Foyo, cuyo patrimonio inmueble se extendía a ambas orillas de los ríos Guaurabo y Yayabo, corrientes fluviales donde se asentaron las villas de la Santísima Trinidad y del Espíritu Santo, se sentía morir.
Sus abuelos y padres, oriundos de Vizcaya y venidos a este lado del Atlántico hacía más de una centuria, fomentaron las riquezas que hoy poseía Del Foyo, incrementadas por su propio esfuerzo.
Sus posesiones, enclavadas en feraces tierras surcadas de ríos y arroyos, próximas a la costa sur de la isla, fueron destinadas a los cultivos de caña de azúcar, café, frutales y árboles maderables, y, consecuentemente, prosperaron los trapiches azucareros, los secaderos de café, los aserríos y el trasiego de mercancías.
La fuerza de trabajo descansaba en los criollos del lugar y, sobre todo, en los centenares de esclavos que integraban su dotación.
Uno de estos infelices, llamado Donato, era el preferido de Del Foyo.
Casi nacidos el mismo día, la muerte de la madre del futuro hacendado hizo que se amamantara, al unísono, de los pechos de la madre de Donato.
Crecieron juntos, cazaron pájaros y jutías, nadaron en las mismas aguas de los cristalinos ríos, cabalgaron magníficos equinos, navegaron goletas en la ribera sur, asistieron a peleas de gallos; en fin, a pesar de las barreras raciales y sociales, parecían dos hermanos: uno blanco y otro negro.
Solo los separó la instrucción académica: Jacobo pasó a la capital de la colonia a cursar sus estudios secundarios, luego embarcó hacia la península donde en Zaragoza logró el título de licenciado en derecho civil y canónico; Donato, por su parte, apenas aprendió las primeras letras y las operaciones aritméticas más simples.
El reencuentro se produjo varios años después. La amistad se reanudó; cada cual siguió el curso de su vida bajo la impronta socialmente destinada.
Para sorpresa de todos, Jacobo enfermó de fiebre tifoidea.
Convertido en único dueño de sus vastos dominios, intuía su temprana muerte.
Como hombre de leyes y con apego a ellas, se dispuso a otorgar testamento.
Convocó al escribano público de la villa del Espíritu Santo, a tres testigos, según exigía el Código Civil español, todos hombres instruidos y domiciliados en la propia villa, y nombró albacea a otro amigo.
En una de las cláusulas finales del testamento abierto, dispuso que "sea libre mi fiel esclavo Donato, tras mi muerte, y entréguesele la suma de cien pesos para la atención de sus necesidades".
Cumplidas como fueron las formalidades del caso, Jacobo falleció una semana más tarde.
Donato, ejecutada la última voluntad de su amo, fue libre y recibió la suma consignada. No sabía qué hacer con su nueva condición.
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