-;En cierta ocasión buscaba oro cerca de la ciudad de Kusnetsk, en el río Tom. Lo había perdido todo, y con sólo cincuenta copecks en el bolsillo, esperaba el paso de una lancha. Por último, vi una almadía, formada por diez leños, que flotaba sobre la corriente. En la popa de la embarcación un hombre hacía té en un hornillo construido con piedras. El hombre gobernaba la almadía con ayuda de una larga escoba toscamente hecha. Como yo le saludé, dirigió la balsa a la orilla y entró en negociaciones conmigo. Iba a Tomsk, y me pidió un rublo por llevarme con él, pero cuando se convenció, registrándome todos los bolsillos, de que sólo tenía la mitad de la cantidad que me exigía, se avino a servirme por ese precio. Viajamos en el lanchón río abajo, y como estaba formado por troncos recién cortados, a los pocos días empezó a hundirse, de suerte que cuando entramos en Tomsk, el agua nos llegaba ya a la cintura. Los campesinos, desde los pueblos ribereños, nos miraban con asombro y se burlaban de nosotros, preguntándonos entre ruidosas carcajadas:
-;¿Dónde está su buque? ¿En qué navegan ustedes? Era fácil reírse desde la orilla de unos marineros como nosotros, que a cada rápido o brusco recodo del río corríamos el riesgo de irnos a pique, pues nos manteníamos a flote merced a nuestros sobrehumanos esfuerzos. La piel se nos desprendía de los pies, cuerpos y manos, a causa de la continua inmersión.
El patrón de la lancha, al divisar las cúpulas de las iglesias de Tomsk, dijo en tono lleno de desdén:
-;Le he llevado a usted barato por recorrer más de 350 millas.
La mayor parte del viaje transcurrió para mí procurando indagar por qué leyes físicas flotaba y maniobraba nuestra tosca almadía, puesto que hallaba justificadas a más no poder las preguntas que nos dirigían los labradores que nos veían pasar. Pero, en fin, lo principal fue que llegamos, y no la cantidad satisfecha por el transporte. Algunos días después me ocupé en el correo en registrar cartas, sin dejar de soñar en la riqueza, que tan esquiva se mostraba conmigo. A pesar de todo, no cejo en mi empeño, y tengo la convicción de que ganaré el oro a montones.
Dicho esto echó un cigarrillo, con indiferencia, y bebió con ademán de gran señor la leche que contenía mi cantimplora.
En otoño es frecuente encontrar tipos semejantes junto a los ríos de Siberia. Muchos de esos aventureros, atrevidos, dispuestos a todo, y soñadores al propio tiempo, sucumben en las selvas siberianas o en los remolinos de las corrientes, cuando no de fatiga o de hambre; pero otros les siguen indefectiblemente, atraídos por el brillo del oro, esa potencia contemporánea, a la que se consagran tantas energías, capacidades y abnegaciones.
En presencia de Dios
Por fin salimos de Barnaul luego de terminar no pocos complicados análisis químicos en el laboratorio de la Dirección de Minas.
Cruzamos en barco a la orilla derecha del Obi, yendo en dirección Sudeste a la ciudad de Biisk, donde se unen los dos ríos Katun y Biya, que salen de los glaciares del Altai para formar el caudaloso Obi. Biisk es una típica ciudad siberiana de 5.000 habitantes, pintorescamente situada al borde del Biya, corriente rápida, fría y de color esmeralda, que serpentea entre riberas rocosas, revestidas de espesos bosques. De Biisk fui a la ciudad de Kusnetsk del Tom, que entonces era un lugar solitario, que se ha convertido en el centro de una gran región industrial después del descubrimiento de inmensos filones de hulla y de mineral de hierro de alta graduación. Antes del advenimiento del Gobierno de los Soviets se había emprendido la construcción de importantes fábricas metalúrgicas y químicas, que, andando el tiempo, serán una inagotable fuente de riqueza para esa parte de Siberia.
Recogí algunas muestras de carbón y mineral, que entregué al profesor Zaleski para su colección, y en la vecindad de la población visité varias minas de oro muy medianas.
A mi regreso a Biisk supe que el profesor había sido llamado a Barnaul por teléfono y aproveché su ausencia para hacer unas cuantas excursiones por el Altai. Alquilé un caballo, me abastecí de municiones y víveres, y seguí la orilla del Katun hacia el Sur. El camino se abría paso sinuosamente entre pintorescos pinares y por un montañoso panorama, atravesando arroyos torrenciales y espumantes. Aquellos bosques eran magníficos, sin malezas ni herbazales que entorpeciesen la marcha; pero los pinos que los formaban se erguían gallardamente, y sus elevadas copas se inclinaban unas a las otras como si tuviesen que murmurarse algún misterio secreto.
Me detuve para comer en un lugarejo en el que no había personas mayores, porque todo el mundo se ocupaba en la siega del heno. Sólo los niños y los perros jugaban en su única calle. En una casa hallé a una pobre vieja, muy sorda, a la que expliqué por señas que deseaba comer.
-;No tengo leche ni pan, porque el amo ha cerrado la despensa; pero le freiré algún pescado -;me dijo.
-;¡Muy bien! -;exclamé-;; fríalo.
-;¡Pedro, Pedro! -;llamó la vieja asomándose a una ventana-;. ¡Oye! Ha llegado un huésped. Ve a coger unos peces.
-;¡Cómo! -;exclamé, protestando-;. ¿Tienen que pescarlos todavía? Entonces me moriré de hambre antes de que estén listos.
-;No, señor; estarán aquí inmediatamente -;contestó la mujer poniéndose a limpiar la sartén.
Pedro, chico de unos diez años, cogió un cenacho de forma oblonga, atado a una corta vara, y salió con él.
-;Espera un momento -;le grité-;. Iré contigo.
El muchacho me condujo a un arroyo estrecho y profundo, donde me señaló un sitio con una cascada artificial, que había hecho un hueco en el pedregoso suelo. Cuando el rapaz puso el cesto en el hoyo, como se pone un cucharón en una sopera, y lo retiró del agua, vi que a la vieja le sobraba la razón. En muy escasos minutos cogimos cinco grandes jairas o truchas asiáticas, suficientes para alimentar al más glotón de los aficionados a ese pescado, sin contar otros peces de menor tamaño. Media hora más tarde me di un festín, gracias a nuestra buena suerte, y bendije a la Providencia porque los ríos de Asia proporcionaban tan deliciosos manjares a los viajeros hambrientos.
Continué caminando a la largo del Katun, y la noche me sorprendió junto a una aldea insignificante que sólo tenía quince casas. Busqué la que me pareció más limpia que las demás y pedí en ella hospitalidad.
-;¡Entre! -;dijo su dueño, un labriego viejo, de aspecto grave-;. Tendrá usted compañía, porque otra persona, una señora, acaba de llegar de Ongudai.
Llevó mi caballo a la cuadra, y mientras, yo, con el maletín de cuero en la mano, penetré en una habitación en la que distinguí, a la luz de una lámpara humosa, a una mujer joven vestida de luto, de grandes ojos negros, mirada inteligente y cara triste.
La saludé con una inclinación de cabeza, y me respondió con una sonrisa cordial, que me incitó a entablar amistad con ella. Durante la cena, con los posaderos, hablamos y supe que era la mujer de un ingeniero, y que los dos habían venido a Ongudai, sitio sanísimo, de las montañas del Altai, muy frecuentado por los habitantes de Siberia occidental. Me sorprendió hallarla sola en un pueblo apartado del camino principal; pero la prudencia me impidió intervenir en asuntos que en modo alguno eran de mi incumbencia.
A punto de terminar nuestra cena, se abrió la puerta silenciosamente, y entró un hombre enjuto y alto. Tenía los ojos encendidos, y los cabellos largos y negros, que ya empezaban a blanquearle, caían sobre sus hombros. Usaba un hábito de sacerdote, y colgaba de su cuello, sujeto por una fuerte cadena de plata, un crucifijo del mismo metal.
Se adelantó hacia nosotros y se sentó a la mesa sin pronunciar una palabra. El respeto y el miedo brillaron en los ojos de los campesinos cuando se fijaron en el recién venido. Él se mantenía mudo e inmóvil. Observándole de reojo, noté que su mirada se cruzó repetidas veces con la triste y casi trágica de la mujer, quien de repente enrojeció para palidecer luego perceptiblemente, y por la espasmódica crispación de los finos dedos de ésta comprendí la agitación que se apoderaba de ella. El monje también permaneció con los dedos tan fuertemente entrelazados, que la sangre afluyó a sus manos coloreándoselas.
Algo ocurría en aquel cuarto y en aquel perdido aldeorrio; pero ¿qué? Mis aficiones literarias me obligaron a seguir allí para asistir al drama que presentía.
El sacerdote bebió una taza de té, se levantó, bendijo a los presentes y dijo con voz sorda, pero de modo significativo:
-;Mañana es domingo. Celebraré la misa. De nuevo miró penetrante e insistentemente a la extranjera, que continuaba sentada con la cabeza baja; alzó la mano para bendecirnos, hizo con un gesto rápido la señal de la cruz abarcando a toda la reunión, y salió cerrando con cuidado la puerta tras de sí.
El silencio invadió largo rato la habitación. Examiné atentamente a todas las personas que me rodeaban, y mi imaginación intentó bucear en sus almas, perdiéndose en suposiciones.
-;Ese cura es terrible-dijo por último el posadero lanzando un penoso suspiro.
-;¡Oh, sí, terrible -;repitieron las dos sencillas lugareñas-;; terrible!
-;Es un santo -;protestó la dama desconocida, con entonación vehemente que nos produjo sorpresa-;. Ese varón dice grandes verdades, y si son terribles, ¿no son nuestros pecados mucho más terribles aún?
Durante estas impetuosas frases, mi atención se dirigía a la ventana, donde se me figuró ver una sombra que apareció para desaparecer en seguida. A poco surgió de nuevo, y entonces vislumbré una cara pálida con ojos llenos de espanto.
-;Voy a echar un vistazo a mi caballo -;dije, y me fui.
Me escurrí con viveza hacia una esquina de la casa y miré en torno mío con precaución para ver un hombre bien vestido que, absorto en sus pensamientos, atisbaba por la ventana lo que ocurría en el interior de la habitación. Ya no me cupo duda de que algo muy grave iba a acontecer en aquel remoto rincón de la frondosa selva.
Volví a la casa y me dispuse a descansar. A través de un delgado tabique oí que la mujer del aspecto melancólico lloraba y rezaba largo rato, hasta que por fin me quedé dormido al son de sus fervientes y apasionadas plegarias a Dios, que concede la paz y el deseo de vivir.
Luego de levantarme a la mañana siguiente, bebí un poco de leche, y con el pretexto de cazar cogí una escopeta y salí.
Me escondí entre los matorrales de una ladera y aguardé.
No tardaron algunos hombres y mujeres en pasar frente a las casas, santiguándose devotamente, y se alejaron por un sendero que penetraba en el bosque. Pronto la mujer desconocida tomó la misma dirección. Cuando calculé que me llevaban bastante delantera me puse a seguirlos, devorado por la curiosidad.
Al cabo de andar dos millas, escuché de repente un ruido en la espesura y el sonido de unas pisadas. Preparé la escopeta.
-;¡No tire! -;exclamó una voz clara, y de la maleza surgió el hombre al que había visto espiando por la ventana la noche anterior. Le conocí sin vacilación por su ropa y su pulcra barba.
Me fijé en él escrutadoramente; él lo comprendió e inició con la cabeza un movimiento de desaliento.
-;No puedo decir nada; no puedo, no debo… Pero sé que va a ocurrir una gran desgracia.
Estimé que no tenía derecho a inmiscuirme en sus asuntos; pero reparando en su desesperación y sobresalto, le ofrecí un cigarrillo y le pregunté con indiferencia:
-;¿Adonde conduce esta senda?
Alzó los aterrorizados ojos y dijo:
-;A un pequeño skeet (capilla de sectarios), en la que celebran la misa. Bien; adiós -;concluyó, tornando a internarse en el fondo del bosque.
Mientras, el campo había emprendido una conversación en voz alta, atribulada y profética. El viento agitaba y conmovía las copas de los árboles. Una nube inmensa y cárdena, mensajera de la tormenta, surcaba con lentitud el encapotado cielo. Blancas nubecillas, desgarradas y plumosas, cambiaban continuamente de figura, precediendo, como heraldos, al amenazador nubarrón. Allá en el ramaje un gavilán chilló, al paso que sobre el bosque una bandada de cuervos revoloteaba lanzando desmayados graznidos.
El sendero que serpenteaba a través del bosque me condujo a un vasto cenagal cubierto de juncos y espadañas, en el que la tierra blanda cedía bajo mis pies y se ondulaba hasta el extremo de que las cañas próximas temblaban y se inclinaban a cada pisada mía. Comprendí que de allí en adelante no había más que un hondo y viscoso tremedal.
Anduve aún una hora, y por fin llegué a una despejada pradera bordeada de árboles. Al extremo de ella, precisamente enfrente de mí, vi una capillita hecha con troncos de alerces, ennegrecida por el tiempo y rematada por una pequeña cúpula sobre la que se alzaba una cruz. Algunos campesinos de otros pueblos entraban en ella a la sazón, y yo les imité. El interior estaba oscuro, y en él se apretujaban cincuenta personas y pico. Me coloqué en un rincón sombrío y me dispuse a no perder detalle de lo que viese. Cerca del único ventanuco había una mesa tosca con una cruz de metal y una Biblia en ella. En el rincón de la izquierda colgaba una imagen de Cristo, ahumada y negruzca, ante la cual ardían con llamitas oscilantes dos velas de cera puestas en sendos candelabros. Las lengüetas de fuego con sus altibajos de luz enviaban sombras y claridades a la superficie de la pintura, que representaba al Salvador del Mundo con su corona de espinas y su expresión de divino dolor. A veces los ojos del icono parecían adquirir realidad y la boca sonreír con expresión de conmiseración piadosa. Los aldeanos contemplaban extáticos el casi viviente rostro del Hijo de Dios, y postrándose de hinojos se santiguaban e inclinaban al suelo sus abatidas cabezas.
Ante la mesa se mantenía erguida e inmóvil, como esculpida en negro granito, la figura augusta del monje de los ojos ardidos y del rostro exangüe, que miraba con fijeza a la ventana y musitaba algo con sus descoloridos labios. No lejos de la mesa reparé que estaba de rodillas la mujer desconocida, clavada la vista en el suelo y sumida en intensa meditación.
De improviso, el sacerdote se volvió a la gente con rápido ademán, la recorrió con una mirada comprensiva y habló así con tono de dominador:
-;Veo con los ojos del espíritu que se aproxima Dios, el Creador del Mundo y de nuestras almas; Dios, la fuente de todo bien y felicidad; Dios, el Juez de las acciones humanas. Rogadle y pedidle con las voces de vuestras almas y con todo el fuego de vuestros corazones que descienda entre nosotros para vivir con forma carnal, y que se muestre a nosotros, redimiéndonos de nuestros pecados con su sola presencia.
Habiendo dicho esto se inclinó, hasta casi tocar el suelo, en una postura de súplica y remordimiento; extendió los brazos y salió por en medio de los fieles oyentes, que le abrieron paso con sumo respeto. Cuando atravesó entre ellos, se arrodillaron y comenzaron entusiastamente a entonar plegarias, humillando las frentes y clamando como sugestionados por algo sobrenatural.
-;¡Señor, apiádate! ¡Señor omnipotente, juzgador, protégenos! -;exclamó la recia voz del fraile desde fuera de las paredes de la ermita-;. ¡Acude a tu templo, donde tu rebaño quiere cumplir tu voluntad, cuando Tú entres en tu morada!
El gentío jadeaba de expectación y terror, y se doblegaban los cuerpos inundados de sudor frío. Como respondiendo a las exhortaciones del sacerdote, vino a nuestros oídos el clamor tembloroso y amedrentado de la Naturaleza, porque un fuerte viento comenzaba a agitar los árboles de la floresta. El rugido del trueno, todavía distante, se propagó por el aire y se estrelló en los muros de la capilla.
-;¡Aquí están tus siervos y esclavos, Señor! -;pronunció la más próxima voz del monje-;. Dispuestos se hallan a verter su sangre por los pecados del mundo, para lavar las manchas que mancillan la pureza de la tierra.
De nuevo el fragor de la tormenta vino a favor del viento reinante.
Transcurrido un instante apareció el iluminado apóstol. Entró en la capilla, retrocediendo, arrastrándose de rodillas, con la cara casi pegada al suelo y como si sostuviese a un ser invisible sobre su tendida mano. Traspuso la puerta de la ermita, sin que nadie osase mirarle, pues todos los asistentes se hallaban presos por la garra del más arrebatado e irresistible pavor deísta. Contemplé al monje, y vi que no había nada delante de él; admití que el viento, el trueno, la tempestad y el bosque colaboraban con su celo, complaciéndose en subrayar las palabras del hombre de los ojos fogosos, pero a la vez sentí que un miedo exasperante se adueñaba de mi voluntad y que mi cerebro se negaba a funcionar serena y lógicamente.
Busqué con la vista a la mujer enlutada. Proseguía arrodillada y no apartaba la mirada de la imagen de Cristo; en sus grandes y abiertos ojos, llenos de lágrimas, de esperanzas y de las angustias de la expectación, brillaba una fe tal, que me creí transportado a los primeros siglos del cristianismo y a alguna catacumba de la época de Nerón o Calígula, entre los que ansiaban arrojarse a la arena de los circos para ser despedazados por las fieras o para morir a manos de los crueles esclavos africanos.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por el monje, que se puso en pie de un salto, asemejándose a un gigante, Luego, agitando un brazo con desesperación, cayó de nuevo en tierra, volvió a levantarse, corrió a la mesa y se encaminó a la puerta. Por último, gritó ronco y desaforado:
-;¿Te vas? ¿Dejas a tus ovejas sumidas en el pecado y el crimen? No te separes de nosotros, Grande y Poderoso Señor. ¡Acepta nuestro sacrificio!
Una vez más cayó al suelo para volver a levantarse y para entrar en la capilla gritando sin aliento y con voz ahogada:
-;¡Sí, nos abandona, pueblo de Dios! El Creador y el Soberano nos desprecia. De nuevo el crimen, el pecado y las tinieblas reinarán en la tierra. ¡Con sangre, pedidle que vuelva! ¡Con sangre!… ¡Pronto!… ¡De prisa!…
La orden del monje penetraba en los arcanos de las almas, sojuzgaba y anonadaba la voluntad, hasta que, trocándose en un silbante farfullido, repitió:
-;¡De prisa!… ¡De prisa!…
Se oyeron lamentos, suspiros y sollozos en la baja y atestada estancia; se notó cierta conmoción en un rincón de ella, en el que los fieles, apretándose unos contra otros, permitieron que se adelantase al altar un mozo, robusto y simpático, quien tembloroso, pero resuelto, balbucía esta sola palabra:
-;¡Yo… yo… yo…!
Sobrevino lo que en modo alguno podía yo suponer. El campesino blandió un cuchillo de caza y se lo hundió en el pecho, desplomándose ensangrentado.
El sacerdote se irguió sobre el moribundo y exclamó con tono espantoso y avasallador:
-;¡Al suelo!… ¡Al suelo!… Ya está aquí… ¡El, el Gran Dios Misericordioso! ¡El Señor que ha aceptado esta sangre como redención de los pecados del mundo!
En aquel momento, exactamente cuando todo el auditorio se prosternaba subyugado, un resplandor cegador deslumbró mis ojos, y un terrorífico trueno sacudió el bosque; pareció que la ermita se derribaba; nos envolvió una nube de polvo, y los cristales del ventanuco se rompieron en mil pedazos.
Los despavoridos campesinos, creyendo implícitamente que aquel casual relámpago en la capilla era la verdadera manifestación de Dios, y no comprendiendo que el fraile se limitaba a utilizar los fenómenos vulgares de la Naturaleza para actuar en sus dormidas imaginaciones en apoyo de su propaganda suicida, se mantuvieron echados de bruces en el suelo, estremecidos y temerosos de mirar la cara de Dios, y de oír de nuevo sus llamamientos inexorables.
La primera que recobró la presencia de ánimo fue la mujer desconocida, quien, contemplando con terror al joven suicida y recogiéndose la falda para no mancharla en el charco de sangre, se deslizó con presteza entre los tumbados labriegos hasta que ganó la puerta, desde la que salió corriendo desaladamente, lívida, jadeante y pronunciando incoherentes frases.
Se dio cuenta el monje de la huida de la mujer, y acudió veloz a la puerta, pisando sin escrúpulos a los prosternados lugareños, para alcanzarla a los pocos pasos. Yo salí de la capilla detrás de él, con tiempo para ver cómo la sujetaba y la estrechaba entre sus brazos, cubriéndola de besos la boca, los ojos y el cuello. Con un impulso supremo y un alarido de desesperación, la mujer se desasió de su abrazo, le hizo retroceder de un violento empujón y corrió en dirección al bosque. El monje la siguió.
Corrí tras ellos para defender a la mujer. Cuando la espesura me cercó por completo, sentí que alguien me precedía entre la jungla, pero no pude saber quién era. En un recodo del sendero descubrí al fraile, que valiéndose de un atajo pretendía cortar el paso a la mujer, sin reparar en que había penetrado en el peligroso cenagal. De improviso oí su voz alterada y llena de espanto que gritaba:
-;¡Oh!… ¡oh!… ¡Socorro!…
Casi llegaba al sitio del que había salido el grito del monje, cuando bruscamente sonó un tiro. Hundiéndome en el lodo a cada pisada, proseguí andando con dificultad entre las plantas, y de súbito me detuve, petrificado.
Me hallaba frente a un prado revestido de musgo brillante y verde. Ya el fango chupaba al hombre hacia su abismo y en la superficie sólo se divisaba un rostro desencajado, de ojos que imploraban enloquecidos, y una frente manchada por la sangre que le brotaba de una herida en la cabeza. La fisonomía espectral desapareció en un momento y en su puesto sólo quedó un charquito de agua negruzca con algunas burbujas que alteraban la superficie. En la linde del tremedal estaba el desconocido a quien había sorprendido acechando por la ventana la noche antes y con el que cambié en el bosque unas breves palabras. Tenía una carabina en la mano y miraba con odio el paraje de negro fango que se destacaba de la verde y traidora alfombra que cubría el pantano. Levantó la cabeza y nuestras miradas se encontraron.
-;La sentencia ha sido terrible y severa, pero la voluntad del hombre le castigó! -;dijo con voz que pretendió en vano hacer firme.
Permanecimos callados un largo rato, absortos en nuestras reflexiones y confundidos en caos de sensaciones antagónicas. Comprendí que aquel sacerdote medio loco, fundador de una repugnante secta de suicidas; que aquel exhortador que exigía sangre de los fieles para borrar los pecados del mundo; que el perseguidor de la triste e interesante mujer que había sido esclavizada por su fuerza mística y su elocuencia, merecía la muerte; pero, sin embargo, sentí dudas. Para calmarlas, pregunté:
-;¿Y usted quién es?
-;Soy el marido de esa mujer -;fue la rotunda contestación.
La selva entera encogió su ser; me pareció notar la suspensión de toda la naturaleza; una tregua que, como una bestia cauta y tímida, se escondía por doquiera y aún más en la sima fangosa ataviada de verde musgo y de plantas acuáticas. Pió, entristecido, un pajarillo; graznó un cuervo; de un árbol roto por la tormenta se desgajó una gruesa rama, y de pronto el pantano habló con voces salvajes y cruelmente triunfadoras. Las ideas se agolpaban en mi cerebro; nació en él una decisión, que ganó fuerza y maduró al cabo.
Miré al hombre pensativo, de la expresión de odio, y le dije:
-;Tranquilícese: ni he visto ni sé nada.
Sin aguardar su respuesta me alejé de él, en busca de la vereda.
-;¡Gracias! -;fue la frase que llegó a mis oídos, envuelta en un suspiro de consuelo.
Caían las primeras gotas de un aguacero, cuando yo andaba de prisa por el sendero del bosque para regresar a mi hostal.
Aquel mismo día dejé la aldea, teatro de las hazañas de Esteban Klesuikoff, el sanguinario monje sectario fugado de algún monasterio. Dejé también detrás de mí a la mujer desconocida y a su vengador marido, todavía estremecido de odio, seguro de que jamás se interpondrían en mi camino.
Cuando me aparté de las últimas tapias del pueblo, del bosque y del pantano, surgieron infinidad de quejas silvestres que repetían una aflictiva cantinela:
-;¡Ay! ¡Ay!
Pero eran sólo el eco de los acontecimientos e impresiones de aquella trágica jornada.
La caza del oso y la maldición de un «chamán»
Después de los sucesos que he narrado, proseguí mi camino a lo largo del Katun, meditabundo y perturbado. Mil pensamientos opuestos y sentimientos contradictorios se adueñaban de mi imaginación.
Nada lograba desalojarlos de mi mente ni alegrarme el espíritu aunque el tiempo era espléndido y me rodeaba una naturaleza lozana que realzaba la magnificencia de un selvático paisaje. No probé bocado en todo el día y llegué a Ongudai al anochecer. Ongudai es un pueblo grande y pintoresco, situado en la ribera derecha del río. En sus cercanías el Katun era alimentado profusamente por rugidores y espumeantes torrentes montañosos, que saltaban por escalones de piedra directamente de las nieves eternas que coronan la cordillera principal del Gran Altai.
Había anochecido hacía tiempo cuando llegué y contemplé ante mí, al Sur, el pico de Byeluja con su elevado capacete teñido de carmesí por los últimos rayos del sol poniente.
Imperaban en Ongudai la animación y el bullicio, porque todo el mundo se hallaba en las calles admirando en el cálido silencio del crepúsculo el fascinador ocaso y a la Reina del majestuoso Altai, la sierra del Byeluja, con sus ropajes de tonalidades penumbrosas. Encontré a mis amigos de Barnaul y me fui a pasar la noche con ellos. A la mañana siguiente llegaron el ingeniero X y su mujer, que vivían casualmente en la casa inmediata a la de mis amigos. Cuando les conocí aquel mismo día, vi que no eran sino los dos principales protagonistas de la desgarradora tragedia del bosque, que en el seno del cual, y junto al alevoso pantano se había desarrollado, con todas las acerbas emociones que la furiosa Némesis se complació en producir, para que yo solo, salvo Dios y la Naturaleza, las presenciara.
Residí en Ongudai tres días que pasé cazando con el ingeniero Wolski y uno de los tártaros más cultos de la localidad. Cerca del pueblo las montañas empezaban a elevarse abruptamente hasta grandes alturas y comprendían muchas deliciosas praderas alpinas, en las que suelen encontrarse venados y su tradicional enemigo el jabalí. Subiendo por una de esas sierras, dimos con un prado revestido de fresca y jugosa hierba. Wolski estudió el paraje con atención, sirviéndose de sus gemelos, y pronto me llamó a su lado. Cuando estuve a su alcance, me tendió los prismáticos y me aconsejó que mirase en dirección de un espeso macizo de rododendros que limitaba por el Sur la vasta explanada. Contuve a duras penas un grito de alegría al descubrir un soberbio venado de grandes mogotes que pastaba tranquilamente en el tupido herbazal, a otro cerca de él, y a un tercero que mostraba su cornamenta entre los arbustos. Como nos separaban de esos animales una distancia de dos kilómetros largos, convinimos en aproximarnos a ellos para poder tirarles con probabilidades de éxito. Entonces principió la parte más difícil de la aventura, porque era necesario subir a una meseta más alta y desde ella, después de arrastrarse entre la maleza, a riesgo de arañarse la cara y las manos, y de hacerse la ropa jirones, acercarse con cautela al confiado rebaño; pero nos dimos tanta maña, que realizamos nuestro propósito sin que los ciervos notasen nuestra maniobra. La circunstancia de que el viento soplase de los animales hacia nosotros nos favoreció notablemente. Por último, cansados y ensangrentados, nos pusimos a medio kilómetro de nuestro objetivo, a una altura de veinte metros sobre ella. Les apuntamos con el mayor cuidado, apoyamos las carabinas en unas matas y disparamos simultáneamente. Los dos lanzamos exclamaciones de júbilo cuando comprobamos que nuestras balas habían dado en el blanco, tumbando en el campo a tres de los venados. Al cabo de un momento el que se escondía en el ramaje desapareció de repente y pudimos seguir su marcha por el movimiento de la vegetación entre la que se deslizaba. Era evidentemente que el animal iba tan malherido que no podía levantarse, y que por consiguiente le sería imposible apartarse mucho de allí. Buscando sobre las piedras y esquivando los mayores obstáculos, corrimos a nuestras víctimas. Dos estaban muertas y la tercera había desaparecido. Los arbustos tronchados y la hierba pisoteada indicaban claramente la dirección emprendida por el moribundo animal.
Hallamos además en el terreno grandes manchas de sangre; pero bruscamente se perdían todas las huellas. Nos miramos con asombro unos a otros, y el tártaro exclamó:
-;¿Qué habrá ocurrido? ¿Se lo habrá tragado la tierra?
Entonces Wolski se puso a registrar las cercanías y de repente le oímos decir:
-;¡Eh! ¡Miren ustedes a aquella pendiente!
Le obedecimos y lo comprendimos todo: por una empinada ladera trepaba con lentitud un corpulento oso que andaba con el ciervo a cuestas. No cabía duda de que también él había estado acechando a los ciervos y que, aprovechándose de nuestra buena puntería, no vaciló en echar la zarpa al más próximo, tirando de él para llevarle a un claro del monte, donde cargó con su presa para transportarla a su recóndita guarida.
-;¡Oh, demonio! -;gritó el tártaro-;. ¡Ojo con robarme lo mío! ¡Ya veremos si te atreves a disputármelo!
Echó a correr detrás del ladrón, saltando de peña en peña, de modo que hasta temblamos por su vida; pero aquel hijo de las montañas era tan ágil, fuerte y musculoso como una cabra, y ni tropezó ni se cayó. La distancia que mediaba entre él y el oso, entorpecido con su pesada carga, disminuía rápidamente. Por último, el perseguidor se detuvo a unos setecientos metros de la fiera, apuntó y tiró, sin conseguir más que herirla. Reanudó el tártaro la persecución y tiró otra vez a los trescientos metros de su enemigo. El oso se tambaleó y soltó al venado, gruñendo y arañando con rabia la hierba y la tierra. Se aproximó a él nuestro amigo el tártaro y le hizo un tercer y último disparo.
Tres venados y un oso, muerto éste de tan sorprendente manera, fueron los trofeos de la mañana. Invertimos el resto del día en ir a la aldea vecina para proporcionarnos caballos y un carro que transportase nuestro botín a Ongudai, donde entramos al caer de la tarde, sofocados y orgullosos de nuestra indiscutible victoria.
Partimos de Ongudai a la mañana siguiente. Al atravesar una aldea de tártaros negros o kara, nos detuvimos para cambiar de caballos. Junto al posadero había en la casa un hombrecillo flaco con la cara picada de viruelas. Tartamudeaba al hablar y nos suplicó que le diésemos un rublo y nos acompañaría a un sitio en el que le constaba se ocultaban tres jabalíes, uno de los cuales, muy grande y feroz, tenía asustada toda la comarca.
Le dijimos que era demasiado débil y viejo para esa cacería, de lo que él protestó, y para demostrarnos que nos sería útil, nos afirmó que olía a los jabalíes desde muy lejos. El posadero confirmó sus aseveraciones; pero a pesar de todo prescindimos de los servicios del viejo tártaro, dándole veinte copecks para que se consolase. Los rechazó con desdén y empezó a murmurar tartajeando:
-;¡Mal van a pasarlo… muy mal! Yo soy un brujo, un chaman, y todo lo veo y lo sé. Encontrarán jabalíes, uno… dos… tres; sí, tres; pero no matarán ninguno y tendrán una pérdida mucho mayor que un rublo… ya lo creo… mucho mayor.
Riendo, Wolski le repuso:
-;Bueno, vejete; si tropiezo con un jabalí será mío. Lo mataré aunque cinco chamanes y veinticinco cheitanes (diablos) se opongan a ello. Sé tirar. ¡Mira!
A continuación de expresarse así, se asomó a la ventana y apuntó a un pichón posado en la rama de un árbol. Disparó y el pichón cayó. El brujo no se dio por vencido. Sacó del bolsillo una piedra con ciertos signos y frotó con ella nuestras escopetas.
-;Veremos quién tiene razón -;murmuró, y refunfuñando enojado salió del cuarto.
Mientras, nos habían preparado los caballos y continuamos nuestra marcha hasta llegar a la desembocadura de un río llamado Shurmak, paraje en que abundaban las espesuras, no muy extensas, pero sí sumamente a propósito para guarida de los jabalíes, según nos lo enseñó un veterano cazador de Ongudai pocos días antes.
Abandonamos el carruaje y nos internamos en el monte. Tras de recorrer una considerable distancia, descubrimos de improviso un jabalí subiendo por una escabrosa cuesta. Nos apresuramos por aquella dirección y hallamos cortado el camino por un aguazal que no pudimos cruzar y que nos obligó a suspender la persecución. Luego, después de vagar sin objeto de un punto a otro del bosque, Wolski divisó dos jabatos bastante cerca de él. «Ya son míos!», pensó, según nos dijo más tarde. Hizo fuego; pero la bala se atascó en el cañón de la carabina y el gatillo de ésta saltó, pegándole e hiriéndole en una mandíbula. El dolor le desvaneció y yo acudí presuroso a socorrerle.
-;¡Maldito chamán! ¿Por qué le despreciamos y le negamos el rublo?
Desde entonces me he hecho supersticioso. Todos los cazadores lo son y yo no puedo eximirme de esa regla general. El que no lo es no merece el título de verdadero cazador, porque esa debilidad constituye parte integrante de un cierto tipo de cazadores de buena fe. Lo atribuyo a una recrudescencia del atavismo porque su destreza para la caza fue el factor dominante que elevó al hombre primitivo en la lucha con sus rivales de la selva, y el hombre primitivo, como fruto de la Naturaleza, tenía que ser forzosamente supersticioso.
Después de perder dos días en aquella malhadada aventura, maldita por el chamán, regresamos a Ongudai, avergonzados todos, y el ingeniero con la cara vendada. Allí encontré una carta del profesor Zaleski mandándome ir a Barnaul inmediatamente.
La novia nómada
Hallé al profesor muy enojado por haber recibido de Petrogrado la orden de visitar el lago Chany, próximo a la ciudad de Kainsk, centro de las aldeas fundadas por los nuevos colonos enviados a la región desde la Rusia europea. El Gobierno carecía de datos referentes al carácter del agua de ese inmenso lago y además remitió varias instrucciones que obligaban al profesor a cambiar su plan para visitar los lagos minerales cercanos al río Irtich y explorar las praderas pertenecientes a la Gran y Pequeña Horda Kirguisa a ambas orillas del noble río.
Como nuestro trabajo implicaba la necesidad de estudiar detenidamente toda clase de pequeños lagos sobre los que no existían informes fidedignos, decidimos acudir a los servicios de un guía, y convencidos de que ninguno nos sería tan útil como nuestro Sulimán, acordamos pasar por el Kulunda para recoger al fiel kirguiso.
Dimos con él en un campamento situado entre Barnaul y Kulunda, en el límite oriental de la pradera. Se alegró lo indecible al vernos, y aceptó gustoso nuestra proposición, entristeciéndose al saber que desde Kainsk nos dirigiríamos a Petrogrado. Nos pidió permiso por unas cuantas horas para arreglar unos asuntos y se fue. Volvió antes de la puesta del sol con un camello joven, que me ofreció ostentosamente como un regalo a su entrañable kunak que le había amputado el dedo pulgar. Me costó trabajo explicarle que no podía andar por la capital en aquella nave del desierto y que en Petrogrado espantaría a todos los caballos si me presentase en la Prospekt Newsky montado en él; pero al fin se dejó convencer.
Pasamos la noche en la aldea Kulunda y observé que Sulimán se había ausentado de nuevo. Pregunté al posadero si sabía dónde estaba y me dijo que el kirguiso se había ido con el camello. Sin embargo, cuando nos levantamos por la mañana, Sulimán en persona nos anunció que el carruaje estaba listo y los baúles y cajas colocados en él, por lo que podíamos partir cuando quisiésemos. Después del té de la mañana, emprendimos el viaje precedidos por Sulimán, que iba montado en un brioso caballo, y cerca del coche, al lado mío, cabalgaba un joven kirguiso, casi un niño, de cara hermosa y atezada y negros ojos, expresivos y soñadores. En el curso del día reparé que, obedeciendo las órdenes de Sulimán, el muchacho sólo me atendía y se cuidaba de mí. En efecto, me servía el té con esmero y ceremoniosamente, ponía la comida en mi plato, empaquetaba mis cosas, cepillaba mi ropa, me limpiaba el calzado y traía agua para beber y para lavarme.
Por la tarde, al prepararme la cama, colocó junto a ella un ramo de flores. Muy divertido, le pregunté si Sulimán era quien le aconsejaba mostrarse tan solícito y delicado.
-;Sí, amo-;me contestó con voz melodiosa-;, y lo hago con alegría ahora que soy su hanun de usted (primera mujer).
Quedé aturdido e inmediatamente me pinté el cuadro del desconsuelo de mi madre y de la chacota de mis amigos al conocer a mi primera mujer. La situación era en verdad crítica, pues no se me ocultaba que me sería más difícil rechazar la hanun que el camello.
Consulté al profesor, que apreció mi nueva aventura desde un punto de vista meramente superficial, y llamé a Sulimán para tantear con él el terreno.
-;¿Cómo debo interpretar las palabras de este niño? -;le pregunté con severidad.
-;¿Qué niño? -;contestó devolviéndome la pregunta y encogiéndose de hombros-;. Esta es Bibi la Mayor, mi hermana querida, a la que he recomendado que sea vuestra hanun, kunak, pues os la entrego como si fuese un camello, un caballo o un perro. Desde hoy Bibi la Mayor es vuestra esclava y de ella podéis disponer como os plazca. Tiene trece años y es la más bella de las mozas de nuestra tribu. ¡Uníos y sed eternamente felices!
Procuré disuadirle de su intención, antes de negarme rotundamente a aceptar su regalo; pero al oírme, Sulimán echó mano a su puñal y lució en sus ojos la cólera.
-;Eso es un agravio y un insulto a toda la tribu, kunak -;gritó fuera de sí-;, que sólo con sangre puede borrarse. Kunak, no haga eso: lleve a la muchacha a un lago y arrójela a él; estará en su derecho, porque mi hermana le pertenece en cuerpo y alma; pero no la rechace, no la rechace, kunak.
El kirguiso imploró, saludó, se postró de hinojos ante mí y desvarió, al tiempo que mi mujer adornó con flores los arreos de los caballos que iban a conducir por la pradera a su amo y marido.
No dormí en toda la noche, meditando en lo que podría hacer y lamentando que no hubiese cerca algún lago profundo para tirar a él al obstinado Sulimán y, libre de su furor, mandar a su tienda a la muchacha, regalándola como kalyur (obsequio de boda) unas cuantas libras de dulces de la confitería de la aldea.
¡Qué apuro, Dios mío! ¡Cómo me escaparía más tarde de Bibi la Mayor, la «tierna alondra de la pradera»!
Esta idea me apesadumbró durante todo el período de nuestros estudios en el lago Chany, en el que por cierto descubrimos un curioso fenómeno. El lago es salado y sin peces, con la extraordinaria excepción de una caleta o ensenada al Nordeste, que es de agua dulce, en la que abundan las carpas, tencas, sollos y percas. Además el lago está cubierto de tupidos cañaverales y rodeado de marjales, donde anidan los patos y los gansos salvajes, habiéndose desprendido de las bandadas emigrantes que distribuyen sus miembros a través de Siberia hasta las mismas costas del Océano Ártico. Solía ir de caza con frecuencia y mi hanun pretendía acompañarme; pero yo no se lo permití, con gran desesperación de Bibi e irritación de Sulimán.
Un día se reunió conmigo al volver a nuestra tienda con el morral cargado de patos, y quitándome éste de encima, me preguntó con su grata voz musical:
-;¿Sigue mi amo enfadado con su Bibi?
Adiviné que había llegado el momento de la conversación decisiva y resolví no perder la serenidad.
-;No estoy enfadado contigo, niña -;la dije riendo para disimular mi real turbación.
-;Ya no soy una niña, porque mi padre y mi hermano me han entregado a ti en matrimonio -;me respondió con un mohín de desagrado.
-;Debo decirte que no eres mi mujer: mi fe no me consiente, Bibi la Mayor, casarme con una mahometana.
-;Soy tu perra y tu esclava; rezaré a tu Dios cuando tú le reces -;me respondió entornando los lindos ojos.
Bibi había conquistado mi primera línea de defensa. Con toda el alma reclamaba de algún ser desconocido que me ayudase, pero nadie vino en mi auxilio, y para aumentar lo crítico de mi situación nos separaban tres millas del campamento.
Entretanto, la graciosa y provocativa doncella kirguisa caminaba a mi lado, respirando con fuerza. Lo encendido de su rostro era clara prueba de su emoción y de la firmeza de lo que tenía resuelto hacer.
-;Tu hanun te pregunta, amo, si te gusta. ¿No soy hermosa, ágil y fuerte? ¿Mi canto y baile no conmueve tu corazón, dueño mío? Contéstame, porque tu silencio me mata y lloro de noche sin cesar. Mira, mis ojos se enturbian por el llanto, especialmente el izquierdo. ¡Mira!
Se alzó de puntillas mirándome a la cara con sus «enturbiados» ojos, que ¡ay! brillaban como el limpio cristal herido por el sol.
La contemplé complacido y la acaricié los cabellos.
-;Sí, es verdad; tus ojos brillan como estrellas, bella Bibi -;dije.
-;¡Oh! -;exclamó ella palmoteando jubilosa, tirando mi morral al suelo-;; ¿luego mis ojos te gustan, amo de mi vida?
-;Mucho -;repuse incautamente, siguiendo mi costumbre de galantear a las mujeres, sobretodo si ellas me lo pedían.
-;¡Qué felicidad! -;gritó Bibi saltando como una cordera-;. ¿Me llevarás a la gran ciudad? ¿Seré tu hanun?
¡Dios mío! ¡Mahoma el Profeta! ¿Más preguntas incontestables? Callé; pero mi «esposa», ya tranquila y dichosa, se puso a charlar deliciosamente. Harto de mi problema y deseando distraerme la imaginación, me condujo a Petrogrado y me trasladó con la moza tártara a aquellos lugares, que indudablemente hubieran empañado el fulgor de la pradera en los ojos de mi hanun, a la que de repente tuve que dirigirme para prodigarla algunas frases de esperanza que estaba lejos de sentir. Me sustraje de mis reflexiones a tiempo para oiría decir:
-;Rechazar a una joven ofrecida como hanun es condenarla a una muerte cierta, porque todos la arrojarán de su lado y se verá obligada, para evitar las burlas y el menosprecio de su tribu, a suicidarse. ¡Esta es la costumbre centenaria de los kirguises! El único modo de que la muchacha se libre de tales humillaciones es que su hombre se vaya de manera que los ojos de la abandona da novia no le distingan en el instante que su caballo o carruaje parta. Entonces la joven desata sus cabellos y los lleva sueltos tres días, y transcurridos éstos se arranca tres de ellos y los lanza en la dirección por la que el hombre desapareció. Todo el recuerdo del que se fue se desvanece como se pierden en el aire los tres cabellos y la hanun torna a ser doncella, libre para casarse segunda vez.
Nos hallábamos a la vista de nuestra hoguera. Apresuré el paso para dar término a la conversación y a más comprometedoras preguntas.
«Irme de modo que los ojos de Bibi no me vean en el momento de partir». Esta idea no dejaba de acuciarme un segundo. ¿Pero cómo ponerla en ejecución? Por doquiera de la pradera me seguían las inquietas miradas de Sulimán y los dulces requerimientos de mi hanun. En forma alguna quería causar el menor daño a la enamorada moza, infligiéndola la pena de mi desvío; yo debía huir, tenía que huir de ella. Era la única solución. ¿Cómo?…
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