La imperfección como
terapia
Para penetrar a fondo en la problemática
condición del hombre hay que partir de su deliberada,
subrayo, deliberada ambición de pretender desunirse de su
finitud.
De hecho, la historia de la humanidad se estrena con una
preferencia del hombre por ser perfecto. El relato
bíblico, redactado, cuando aún no existían
los manuales psiquiátricos por sabios en los tiempos del
rey Salomón, documenta de manera poética pero
profunda, el primer trastorno ontológico-existencial del
hombre.
Indudablemente, el hombre no apareció en la
historia con la vocación de quedarse de brazos cruzados,
afanado en poner nombres a los animales del campo, a las aves del
cielo y a cada ser viviente (Gen. 2, 19) y, él, por su
parte, permanecer en un sueño profundo.
La vocación del hombre es la de vivir saltando de
un despertar a otro. Y que, en muchos casos, equivale a vivir
cruzando de infracción en infracción. De hecho, el
mismo relato subraya que fue creado a "imagen y semejanza de
Dios", es decir, con suficiente chispa como para decidir
sujetarse a un mandato o desatenderlo, como fue en el presente
caso.
Por lo general, el hombre no sintoniza con ninguna
prohibición. Para transgredir sólo necesita que le
impidan algo. El hombre no ignora que a través de sus
decisiones despabila su mente y alarga su conocimiento. Si
finalmente dio el paso hacía el "árbol del bien y
del mal" es porque carecía de ese conocimiento y lo
requería para vivir y para sobrevivir.
Pero resulta que el primer paso fue el equivocado, no
por haber incumplido la orden divina, sino por haber deliberado
desacertadamente, lo cual nos permite asumir que el errar es de
marca antropológica. Precisemos que hubiera sido
más beneficioso para la humanidad iniciar probando el
Árbol de la Vida y, seguidamente, degustar el Árbol
de la Ciencia del bien y del mal. Ambos eran agradables a la
vista y buenos para comer. Pero al hombre todavía le
faltaba astucia y a Dios, en cambio, le sobraba. He aquí
que dijo: "Miren que el hombre ha venido a ser como uno de
nosotros, pues se hizo juez de lo que es bueno y malo. No vaya
ahora alargar su mano y tome también del árbol de
la Vida. Pues al comer de este árbol vivirá para
siempre" (Gen. 3, 22). Dicho y hecho. En un abrir y cerrar
de ojos lo desalojaron del jardín.
No sabemos a ciencia cierta si el primer gesto de
afirmación humana, ateniéndonos a la
narración bíblica, fue equivocada o no desde el
punto de vista divino, pues nuestro punto de vista es muy
distante del suyo. La verdad es que nunca sabremos cuál
era la verdadera intención divina. Pese a que los
filósofos han hablado del mal como si fueran Dios, todos
sus argumentos de teodicea se van a la basura. Dios no se maneja
desde conceptos humanos. A este propósito, el salmista
arguye que "los pensamientos del Señor son
más altos que nuestros pensamientos, y sus caminos
son inescrutables". Así que incluso se puede sostener que
la prohibición fue una sutil sugerencia para que el hombre
no se sometiera ni siquiera a su Palabra.
Transgrediendo el hombre alcanzó su plena
libertad ya sea para adorar o para blasfemar. Y si desde su
primer despertar, el hombre topó con la serpiente que, por
supuesto, no estaba enrollada en un árbol, como la pinta
Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, sino cobijada en lo
más íntimo de su ser, es porque el hombre
está marcado por la capacidad de autodeterminarse. El
carácter decisional del hombre es de antes del desacato y
así se conservó durante y después del mismo.
La obediencia, igual que el amor, tiene que ser un acto gratuito
y quien no es libre de desobedecer o de dejar de amar, tampoco es
libre para obedecer o conservar una relación
amorosa.
Sin embargo, nos queda claro que en el momento en que
quebrantó el primer precepto trascendente, el hombre
estaba interesado en otro asunto. Le atraía más
indagar la naturaleza del bien y el mal que observar una
advertencia divina. Lo cual prueba que el primer paso fue
racional. Pudo más la curiosidad, el hambre de saber, que
el respeto a la autoridad. El Adán del Génesis es
el más rancio progenitor de Descartes quien pensando que
existía porque pensaba, llegó a plantear la duda
como método de investigación
A diferencia del Testamento cristiano, el Testamento
hebraico presenta un Dios partidario del ajusticiamiento. Un Ser
divino que no merece ni siquiera el calificativo de humano. Que
sin decir "agua va", propina castigos que sólo un
paranoico podría aplicar. La diferencia entre ambos
Testamentos es abismal. En tiempos del Nuevo, en vez de recibir
una túnica de piel como refiere el Gen. (3, 21)
Adán hubiera obtenido la mejor ropa, le hubieran colocado
un anillo en el dedo, zapatos en los pies y celebrado con
música y baile (Lc. 15, 22-24).
La Biblia hebraica no toma en cuenta que ese insurrecto,
hecho a imagen y semejanza divina, si bien tenía la pila
de conocer bien cargada, no así su chip neuronal que
aún carecía de un software para el manejo en
situaciones de apuros. Este programa lo conseguiría un
poco después, cuando se descubrió desnudo y
arrojado fuera del Edén. Mientras tanto, se limitó
a esconderse y a mal cubrirse "cociendo unas hojas de higuera"
(Gen. 3, 7).
Sin embargo, con el asunto de la transgresión no
entró el mal en el mundo como insistía el obispo de
Hipona. Entró el pecado, la desobediencia a Dios. El
Génesis no explica el mal en el mundo. El mal, por lo
menos en la versión de la mentira, ya circulaba libremente
por el paraíso. Otros mejor equipados que el hombre ya
habían desobedecido. En efecto, antes de que el hombre
desconociera el mandato divino, ya existía el Padre de la
mentira (Jn. 8, 44) que fue quien propuso la farsa más
descarada, afirmando, sin pudor alguno, que de ninguna manera
iban a morir, sino que serían como dioses.
El mal no entró en el mundo por el pecado sino
que – siguiendo una lógica implacablemente bíblica
– el pecado entró en el mundo por la capacidad de decidir
propia del hombre quien no siendo una marioneta movida por hilos
ni siquiera divinos, dispone del poder de instalar en la historia
un reino de violencia como el de Caín o una
civilización de la generosidad, como Abel.
El drama de nuestra imperfección ha sido
utilizado por los adversarios del despertar como
mecanismo de control de la conciencia. De hecho, el concepto de
Imperfección, por ser un concepto multidimensional, ha
servido para todos los usos. Para combatir a los infieles por
medio de las Cruzadas, para quemar herejes que no aceptaban los
dogmas establecidos, para colgar blasfemos o para prohibir las
ideas de librepensadores como pudo verse con el Tratado sobre
la tolerancia de Voltaire, escrito en 1773 e incluido por la
Jerarquía Católica, apenas tres años
después, en el Índice de los Libros
Prohibidos.
Si me permiten su atención por un par de minutos,
podemos repasar algunos de los innumerables sinónimos del
concepto de imperfección. Omitiremos, por supuesto,
aquellos sinónimos que podemos puntualizar en un idioma
mal hablado, en un escrito mal redactado o en un verbo mal
conjugado.
Imperfección puede decir lo peor desde el punto
de vista físico: deformidad, desfiguración,
anormalidad, monstruosidad, anomalía, aberración,
desproporción, deterioro. Igualmente puede significar
una actitud de cerrazón, ignorancia, obstinación o
un pensamiento alterado, distorsionado o una conducta meritoria
de castigo. Efectivamente, desde el punto de vista moral el
concepto de imperfección corre parejo a daño,
deterioro, falta, perjuicio, inconveniente, ruina, detrimento,
menoscabo, malogro, desgracia. También puede designar
vicio, corrupción, degeneración, perdición,
depravación, desvío, inmoralidad, insuficiencia,
lacra, sinvergonzonería.
En la teología moral, la imperfección
asume un carácter de pecado leve denominado "venial", que
si bien no rompe la relación de amistad con Dios,
menoscaba esa relación y, como las drogas encaminan a la
adicción, el pecado venial, tarde o temprano, arrastra al
pecado mortal. En caso de "pecado venial" se trata de culpa,
yerro, mancha, desliz, infracción, transgresión,
maldad, flaqueza, perversidad, vileza que amerita
expiación.
La palabra expiación suena muy fuerte. Es
preferible el sinónimo de purificación, la cual
requería la institución de un estadio sin
graderías para expiar pecados que sin ser mortales tampoco
pueden considerarse simples faltas. Y como el asunto era purgar
se le llamó purgatorio. El purgatorio fue creado, sacado
de la reflexión teológica, en el siglo VI por
Gregorio I, el Magno, monje y Padre de la Iglesia Latina,
bisnieto del Papa Feliz III, nieto del Papa Feliz IV (otros dicen
de Agapito I) y sobrino de dos tías monjas. Fue un
escritor prolífico, pero con semejante cadena religiosa,
es teológicamente lógico que terminara
ocupándose del purgatorio en vez de escribir un ameno
tratado sobre el Cielo y sus alrededores.
El purgatorio es un estadio transitorio para la higiene
espiritual, el lugar que posiblemente nos espera. Su razón
de ser es reunir por un sabático variable de siglos a
milenios a quienes habiendo muerto sin pecado mortal pero
con una sustanciosa dosis de pecados leves y no perdonados en
vida, deban purificarse en un laguito de fuego y azufre para
poder ser consentidos a la visión beatífica.
Lo del "laguito de fuego y azufre" no es una burla mordaz de mi
parte. En el Libro de las Revelaciones o Apocalipsis, cruel
manera de cerrar el Nuevo Testamento, en 21, 8, se
lee:
Pero a los cobardes, a los renegados, corrompidos,
asesinos, impuros, hechiceros e idólatras, en una palabra,
a todos los mentirosos, la herencia que les espera es el lago de
fuego y de azufre, o sea, la segunda muerte.
Si probablemente no todos calzamos con estas palabras
por cobardes, impuros, asesinos y hechiceros, ciertamente podemos
hacer olas en el laguito de fuego y azufre por idólatras
(del consumismo) y mentirosos.
Ahora bien, si esa es la suerte de quienes concurren en
el infierno, por analogía, a nosotros los buenos, pero no
por renegados, impuros, etc., sino sencillamente por mentirosos,
nos espera un inframundo menos ingrato. Normalmente, mientras no
se pruebe lo contrario, quien entra al Purgatorio tiene asegurada
la salida del mismo y la entrada al cielo. El castigo es
"temporal": es cuestión de siglos o
milenios.
La existencia de tantos sinónimos nada lisonjeros
para pormenorizar el sentido de la palabra imperfección no
habla bien de nuestra pertenencia a la raza humana, sino que
confirma el resentimiento del hombre hacia su propia falibilidad
y, básicamente, hacia su condición
finita.
Entonces, ¿en qué sentido ser imperfectos
puede calificarse como una marca del mal o del pecado y no como
condición propia del hecho de ser limitados? En
ningún sentido. Si "el límite, afirma
Aristóteles en su Filosofía Prima o
Metafísica, V, XVII, es la substancia o esencia
de cada ser", la imperfección es depositaria o contenedor
de esa sustancia y como tal, envoltura de mi dignidad.
A pesar de que la finitud problematiza todo y de
consecuencia, el hombre se manifiesta débil ante el deber
y pronto para correr riesgos como el hijo pródigo, la
condición limitada no lo exenta, en su facultad de
elección, de responsabilidad ética. La
opción o decisión no acaba con la adopción
de algo. Por ahí empieza. Decidir es generar consecuencias
y éstas están coloreadas por el bien o por el
mal.
La trabada relación del hombre con su
imperfección ontológica lo ha llevado a complicarlo
todo en su intento de querer arreglarlo todo. Despreciando su
natural contingencia, el hombre ha terminado creando una cultura
despreciativa de la vida. ¿Sería erróneo
entonces pensar que las catástrofes ocasionadas por el
hombre sean consecuencias lógicas del desprecio de su
finitud?
En realidad, la bondad del hombre permanece como un
misterio. Que el hongo atómico de Nagasaki e Hiroshima
haya dejado un saldo de más de 275. 000 muertos y miles de
afectados es comprensible si tenemos presente que el
trigésimo tercer presidente de los Estados Unidos, sin
estudios superiores, optó por la paz levantada sobre un
escombro de civiles inocentes en una nación que estaba por
firmar su rendición.
Por otra parte, que un hombrecillo increíblemente
estúpido, que siempre estuvo muerto en vida, de mirada
delirante y de gestos que alguien ha definido como de
epiléptico, haya exterminado 6 millones de judíos
es fácil de explicar. Ese hombre padecía de una
aguda ambición de control y dominio. Es lo que denominamos
"ansia de perfección". Aunque era adicto a
estupefacientes, fue presentado como Dios en 1934. Y como
sentía un dios, "se negaba a exhibir sus
debilidades"[1].
Puede que al día de hoy ya no existan horrores
que nos asombren. Pero que una mujercita enclenque, de noble
familia, haya abandonado la bonanza de su medio familiar para
dedicar su vida a recoger moribundos es un jeroglífico
humano. Igualmente, que la madre y los hermanos de un profeta
judío, itinerante, carismático, bondadoso, de
hablar hiperbólico, hayan querido encerrarlo en un
manicomio porque anunciaba un Reino de amor, es algo de
fácil entendimiento. Pero que ese mismo sujeto pidiera
perdón para quienes lo ejecutaban, es algo difícil
de concebir en todo el universo. Esto es lo que denomino el
escándalo humano.
El mal sin embargo no está anclado a lo
ontológico. Justamente, antes de que aconteciera el primer
atardecer y amanecer del primer día sexto de la historia,
un día antes de terminar su trabajo, vio Dios que todo
cuanto había hecho era muy bueno (Gen. 1,31). La
desobediencia no cambio esta bondad. Si en el hombre existe mala
levadura, como dice Rubén Darío es por vía
de sus decisiones influenciadas por la necesidad de control, de
poder sobre las cosas y los hombres, como si fuera divino. El
causar daño no es pues un premisa de la finitud, sino de
las elecciones y decisiones humanas. La finitud simplemente es
una condición de lo creado, pero el mal o el bien es
decisión de cada ser humano.
Mientras el mal puede concebirse como una
decisión moral, la imperfección en si misma
sólo puede concebirse como una consecuencia de la finitud,
la cual comporta privación o carencia de algo. Desde este
punto de vista, nada de lo que existe en el universo conocido
puede presentarse cabalmente completo. Hacer el hacer el mal no
es propiamente una imperfección, sino una elección.
El mal no indica carencia de algo, como decíamos, del
concepto de imperfección, sino que deja al desnudo el
poder de la elección. La posibilidad que se anida en el
ser del hombre de optar y decidir libremente y con conocimiento
de causa, de dañar en vez de hacer el bien.
La imperfección es demasiado humana. Es humana a
tal punto que el ser humano no puede alcanzar una forma perfecta
ni siquiera en la estupidez. No existe el perfecto idiota.
Cualquier idiota es imperfecto aunque lo niegue. Pues, si es
natural que todo lo que existe sea imperfecto (cualquier
teoría, cualquier planificación, deseo, pensamiento
o sentimiento), el corolario más cercano al hombre es que
su condición no puede esquivar el calificativo de "un
desastre perfecto".
Por una parte, el hombre se experimenta libre frente a
su destino, pero por otra, su destino es vivir forzado a ser
finito. De esta encrucijada ontológico-existencial nace
espontáneamente la pretensión de usar su libertad
para arreglarse y zafarse de este dilema, fuente de una dualidad
intermitente.
Veamos ahora cómo opera la dualidad, primero en
una escala trivial, sin particular importancia.
Quien hace dieta, por ejemplo, porque quiere bajar de
peso, pero no logra cumplir con su propósito y hace
trampas. Al final llega a sentirse abatido, aplastado,
aniquilado. Otro templo: un mujer guapa puede considerarse fea si
le sale una mancha o un grano en la cara. Pero el hecho es que
quien se considera feo, se verá horrible y quien se ve
horrible, se sentirá incomodo e iniciará una lucha
consigo mismo. Esta persona pierde de vista lo esencial: que en
ese momento su fealdad no es tanto física como mental.
Otro ejemplo: en China, adolescentitas que se ven gordas comen
parásitos para adelgazar.
El temor que domina en los tres casos anteriores es el
de no ser aceptados o queridos debido a lo que consideran como
imperfección. Y debido a esta consideración, muchas
personas, particularmente mujeres, se vuelven sádicas
contra sí mismas.
Pero, ¿qué tal si en vez de ocuparnos de
la dieta y de la fealdad física ocasionada por un grano,
una mancha o de unos supuestos kilos de más, nos
embarcamos en otra escala de problemas y hablamos de la verdadera
vida y no de los imperativos mediáticos que avasallan
nuestra sociedad?
Así, quienes sobrellevan, por ejemplo, relaciones
rotas, historias de educación malograda de los hijos,
decisiones descalabradas de sus padres, eventos de
desengaños, alcohólicos que no se recuperan,
personas que abandonan un estado religioso y se casan o casados
que se divorcian, que divorciados se vuelven a casar, proyectos
fracasados, esperanzas de vida frustradas, etc., tienden, en la
mayoría de los casos, a tratarse maquiavélicamente
y a culpabilizarse. ¿A qué se debe que en
semejantes casos y circunstancias dolorosas, nos juzgamos desde
el parámetro de la perfección, que es un concepto
metafísico inútil, insensato, desatinado, es decir,
contrario a todo lo que tiene sentido? ¿Por qué no
podemos reconciliarnos con nuestra condición falible?
¿A qué se debe que tengamos dificultades a ser lo
que somos y almacenemos expectativas y deberías
irrealizables? ¿Cómo se explica la tendencia a
maltratarnos a causa de nuestros errores, acusándonos,
culpándonos, desalentándonos, probando
vergüenza por habernos equivocado, fallado o errado?
¿Acaso recurriendo a la culpa nos enderezamos, corregimos,
mejoramos y nos superamos? ¿El error no significa que
básicamente podemos llegar a ser humanos a
condición de aceptarnos y que aceptarnos es la primera y,
tal vez, única condición para mejorar y, si
queremos plantearlo en otros términos, tomar conciencia de
nuestra humilde condición de creaturas y no de
Creador?
Un término hebreo que ha sido traducido como
pecado significa en realidad algo así como "errar el
blanco". La pregunta es si nuestras decisiones y opciones siempre
son capaces de "dar en el blanco". Esto es, ¿si podemos
ser titanes, firmes, constantes en el cumplimiento ético?
Es decir, ¿si la debilidad moral no está
también ligada a nuestra debilidad mental, cognitiva y
volitiva?
Si nuestra naturaleza está marcada por el
límite, ¿nuestra estrecha unión diaria a
Dios resolvería el asunto de nuestra debilidad moral? No
necesariamente. De hecho, que la Santa Sede, en un
desacostumbrado comunicado del 1º de mayo del 2010, haya
declarado a Marcial Maciel, –que Dios lo tenga en su reino
(aunque a prudente distancia), considerado por más de 50
años como un hombre de Dios perseguido por las fuerzas del
mal, haya sido calificado como un "criminal sin
escrúpulos" fundamenta la dificultad de "dar en el blanco"
aún teniendo a Dios a nuestra derecha, como Maestro de
Puntería.
El reconocimiento y la aceptación de nuestra
imperfección es la forma de mejorar
éticamente.
El problema del mal está también
enmarañado con el asunto de la finitud. San Pablo, en su
Carta a los Romanos escrita desde Corinto al filo de los 50
años de edad, aludiendo a una experiencia propia y
universal del ser humano y desde su propia interpretación
teológica, deja ver las contradicciones que resultan "de
la carne" pero que en una versión fenomenológica
pudiéramos derivar, sin prejuicio para los creyentes, de
la condición de finitud. Dice:
"Y ni siquiera entiendo lo que me pasa, porque no
hago el bien que quiero, sino, por el contrario, el mal que
detesto… Bien sé que en mí, o sea, en mi
carne, no habita el bien. Puedo querer el bien, pero no
realizarlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que
no quiero… Descubro entonces esta realidad: queriendo
hacer el bien, se me pone delante el mal que está en
mí (7:18-19).
Lo primero que resalta a una lectura
fenomenológica-existencial es la experiencia de una
irreconciliable división interior. Lo que califico como la
extraña y compleja problemática del mundo interior
del hombre. El autor plantea la escisión en
términos religiosos hebraicos manifestando la existencia
de un conflicto entre el "espíritu" y la "carne". En el
corazón de este conflicto, podemos decir en
términos fenomenológicos, se sitúa el
espacio de la dialéctica interna de las decisiones. En ese
complejo espacio en que las exigencias de la conciencia se
colisionan con las exigencias biologicistas, por una contienda de
apetitos entre un deseo de profundidad de tipo pulsional
y un deseo de altura de tipo existencial.
San Pablo, en cambio, desde su formación
ética de neo-estoico converso al cristianismo, expone el
conflicto en términos de dos leyes incompatibles: la Ley
de Dios y la ley de la carne que es la del pecado. El
apóstol (que en realidad no lo fue) concluye con lo que
parece el grito de quien se sentía dañado por su
realidad imperfecta:
"¡Desdichado de mí!
¿Quién me librara de mi mismo y de la muerte
que llevo en mí?… En resumen: soy esclavo a la vez de la
Ley de Dios, por mi mente, y de la ley del pecado, por la
carne".
Tan solo sus verdugos, que lo decapitaron 8 años
más tarde, se dispusieron a liberarlo, a través de
la muerte por decapitación, de la muerte que
deploraba.
La reverencia por la vida como tituló el
Dr. Albert Schweitzer, una de sus primeras conferencias,
permanece como un recóndito enigma. No sólo eso,
sino además, un enigma oculto en un arcano embalado en un
misterio.
La bondad humana debe ser objeto de fe y por supuesto de
dudas. La búsqueda de poder en el afán de ser
perfectos, acrecienta la posibilidad de dañar, de
estropear, de menospreciar, de ignorar la indigencia humana.
Paradójicamente, el hombre recurre ingenuamente al poder y
sus sucedáneos, la riqueza insolente, y el éxito
discriminador y soberbio, para enmendar su indigencia.
Nuestra finitud es potencialmente generadora de una
mística del mal. La historia está cuajada de
violencia. Un optimista que no tenga en cuenta el asunto de su
finitud pensara que el mundo no puede ir peor de lo que ya
está. Quien no cuida de la vida, quien en aras de la
perfección corporal rechaza sus arrugas físicas,
las defectuosidades genéticas, psicológicas,
raciales, propia y de sus semejantes, cualquiera que busca la
manera de arreglarse sin aceptar humildemente sus limitaciones y
los límites inherentes a la vida tiene a su alcance
notables posibilidades de despreciar la vida humana y de ser
destructivo.
Evitar las crisis, evitar tomar decisiones por temor a
fallar y a equivocarnos no equivale a perfeccionarnos, sino a
volvernos indecisos, a sentirnos inadecuados y, por ende, a
volvernos controladores para ajustarnos de nuestra
imperfecciones. De aquí que la TI ha planteado la
aplicación del concepto de límite, que pertenece en
específico al drama de todos los dramas del hombre, el de
su condición limitada, en el terreno de la psicoterapia.
Se trata de una reflexión filosófica y de una
práctica clinica finalizada a suscitar la compasión
del hombre por el hombre, pues, "comprender al hombre desde la
realidad del límite genera una actitud de profunda
compasión"[2]. Es en este metacontexto,
donde se coloca en definitiva la cuestión de la salud
emocional y mental del hombre. En rigor, en el hombre el
límite presenta una primera función que definiremos
constructiva, seguida de una función
terapeútica y creativa. El hombre no puede
construirse, recrearse y sanarse en términos humanos si no
abraza su ser limitado como tal.
Es claro que ante la tremenda y singular
problemática que hemos señalado, el hombre puede
desbandarse. No sólo arriesgar el sentido de su
existencia, sino sucederle algo peor como negarse a comprender,
es decir, aceptar, su existencia. A mi modo de ver, toda forma de
extravío de sí mismo tiene que ver con la
negación, la evasión o el rechazo del
límite. En todas las situaciones en que los seres humanos
se trastornan y entran en crisis hay una forma de conducirse que
no se acopla con la propia realidad existenial limitada, un
olvido o traspaso de los propios confines.
La Terapia de la imperfección se ocupa del "ansia
de perfección" que se manifiesta como rechazo de la propia
condición limitada, obstaculizando el proceso de
humanización. Sostiene que la búsqueda de la
perfección genera en el hombre una dinámica que
marca el inicio de un trastorno de auto-descarrilamiento de su
propia realidad falible, defectuosa, imperfecta, y por
consecuencia, suscita la incompatibilidad con el error, la falla
y el fracaso.
La dinámica de quien se mueve desde la
perspectiva perfeccionista, se caracteriza por un constante
sentimiento de inadecuación, acompañada de
rigidez, tanto emocional como reflexiva (sobre cómo
deberían suceder las cosas y sobre cómo
deberían ser las personas) y por la pretensión de
querer eliminar las fallas. Si pudiera el perfeccionista
buscaría "una forma perfecta para cometer un error", como
señala irónicamente Murphy"s
Law.
La Terapia de la imperfección define el "ansia de
perfección" o perfeccionismo, con el nombre de neurosis
de desorientación que se expresa como intermitente
sensación de inadecuación y necesidad
de estructrar la propia existencia.
Concluyo, ofreciendo un pensamiento entonado con la
teoría de la Terapia de la imperfección:
"La libertad más difícil de
conservar es la de equivocarse"
(Morris West).
Autor:
Dr. Ricardo
Peter[3]
[1] Victoria Robbins, La muerte de Hitler, p.
7, Ed. Promo Libro, Madrid, 2002
[2] Ricardo Peter, Honra tu límite, p.
20, BUAP, México, 2003.
[3] Doctor en Filosofía, Training en
Psicoanálisis, postgrado en Personal Counseling. Es el
creador de la Terapia de la Imperfección, método
psicoterapéutico de orientación
humanista-existencial para el tratamiento del trastorno del
perfeccionismo, sobre la cual tiene varios libros publicados en
Italia, España, Brasil, Argentina y México.