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La imperfección como terapia




Enviado por Ricardo Peter



    La imperfección como
    terapia

    Para penetrar a fondo en la problemática
    condición del hombre hay que partir de su deliberada,
    subrayo, deliberada ambición de pretender desunirse de su
    finitud.

    De hecho, la historia de la humanidad se estrena con una
    preferencia del hombre por ser perfecto. El relato
    bíblico, redactado, cuando aún no existían
    los manuales psiquiátricos por sabios en los tiempos del
    rey Salomón, documenta de manera poética pero
    profunda, el primer trastorno ontológico-existencial del
    hombre.

    Indudablemente, el hombre no apareció en la
    historia con la vocación de quedarse de brazos cruzados,
    afanado en poner nombres a los animales del campo, a las aves del
    cielo y a cada ser viviente (Gen. 2, 19) y, él, por su
    parte, permanecer en un sueño profundo.

    La vocación del hombre es la de vivir saltando de
    un despertar a otro. Y que, en muchos casos, equivale a vivir
    cruzando de infracción en infracción. De hecho, el
    mismo relato subraya que fue creado a "imagen y semejanza de
    Dios", es decir, con suficiente chispa como para decidir
    sujetarse a un mandato o desatenderlo, como fue en el presente
    caso.

    Por lo general, el hombre no sintoniza con ninguna
    prohibición. Para transgredir sólo necesita que le
    impidan algo. El hombre no ignora que a través de sus
    decisiones despabila su mente y alarga su conocimiento. Si
    finalmente dio el paso hacía el "árbol del bien y
    del mal" es porque carecía de ese conocimiento y lo
    requería para vivir y para sobrevivir.

    Pero resulta que el primer paso fue el equivocado, no
    por haber incumplido la orden divina, sino por haber deliberado
    desacertadamente, lo cual nos permite asumir que el errar es de
    marca antropológica. Precisemos que hubiera sido
    más beneficioso para la humanidad iniciar probando el
    Árbol de la Vida y, seguidamente, degustar el Árbol
    de la Ciencia del bien y del mal. Ambos eran agradables a la
    vista y buenos para comer. Pero al hombre todavía le
    faltaba astucia y a Dios, en cambio, le sobraba. He aquí
    que dijo: "Miren que el hombre ha venido a ser como uno de
    nosotros, pues se hizo juez de lo que es bueno y malo. No vaya
    ahora alargar su mano y tome también del árbol de
    la Vida. Pues al comer de este árbol vivirá para
    siempre"
    (Gen. 3, 22). Dicho y hecho. En un abrir y cerrar
    de ojos lo desalojaron del jardín.

    No sabemos a ciencia cierta si el primer gesto de
    afirmación humana, ateniéndonos a la
    narración bíblica, fue equivocada o no desde el
    punto de vista divino, pues nuestro punto de vista es muy
    distante del suyo. La verdad es que nunca sabremos cuál
    era la verdadera intención divina. Pese a que los
    filósofos han hablado del mal como si fueran Dios, todos
    sus argumentos de teodicea se van a la basura. Dios no se maneja
    desde conceptos humanos. A este propósito, el salmista
    arguye que "los pensamientos del Señor son
    más altos que nuestros pensamientos, y sus caminos
    son inescrutables". Así que incluso se puede sostener que
    la prohibición fue una sutil sugerencia para que el hombre
    no se sometiera ni siquiera a su Palabra.

    Transgrediendo el hombre alcanzó su plena
    libertad ya sea para adorar o para blasfemar. Y si desde su
    primer despertar, el hombre topó con la serpiente que, por
    supuesto, no estaba enrollada en un árbol, como la pinta
    Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, sino cobijada en lo
    más íntimo de su ser, es porque el hombre
    está marcado por la capacidad de autodeterminarse. El
    carácter decisional del hombre es de antes del desacato y
    así se conservó durante y después del mismo.
    La obediencia, igual que el amor, tiene que ser un acto gratuito
    y quien no es libre de desobedecer o de dejar de amar, tampoco es
    libre para obedecer o conservar una relación
    amorosa.

    Sin embargo, nos queda claro que en el momento en que
    quebrantó el primer precepto trascendente, el hombre
    estaba interesado en otro asunto. Le atraía más
    indagar la naturaleza del bien y el mal que observar una
    advertencia divina. Lo cual prueba que el primer paso fue
    racional. Pudo más la curiosidad, el hambre de saber, que
    el respeto a la autoridad. El Adán del Génesis es
    el más rancio progenitor de Descartes quien pensando que
    existía porque pensaba, llegó a plantear la duda
    como método de investigación

    A diferencia del Testamento cristiano, el Testamento
    hebraico presenta un Dios partidario del ajusticiamiento. Un Ser
    divino que no merece ni siquiera el calificativo de humano. Que
    sin decir "agua va", propina castigos que sólo un
    paranoico podría aplicar. La diferencia entre ambos
    Testamentos es abismal. En tiempos del Nuevo, en vez de recibir
    una túnica de piel como refiere el Gen. (3, 21)
    Adán hubiera obtenido la mejor ropa, le hubieran colocado
    un anillo en el dedo, zapatos en los pies y celebrado con
    música y baile (Lc. 15, 22-24).

    La Biblia hebraica no toma en cuenta que ese insurrecto,
    hecho a imagen y semejanza divina, si bien tenía la pila
    de conocer bien cargada, no así su chip neuronal que
    aún carecía de un software para el manejo en
    situaciones de apuros. Este programa lo conseguiría un
    poco después, cuando se descubrió desnudo y
    arrojado fuera del Edén. Mientras tanto, se limitó
    a esconderse y a mal cubrirse "cociendo unas hojas de higuera"
    (Gen. 3, 7).

    Sin embargo, con el asunto de la transgresión no
    entró el mal en el mundo como insistía el obispo de
    Hipona. Entró el pecado, la desobediencia a Dios. El
    Génesis no explica el mal en el mundo. El mal, por lo
    menos en la versión de la mentira, ya circulaba libremente
    por el paraíso. Otros mejor equipados que el hombre ya
    habían desobedecido. En efecto, antes de que el hombre
    desconociera el mandato divino, ya existía el Padre de la
    mentira (Jn. 8, 44) que fue quien propuso la farsa más
    descarada, afirmando, sin pudor alguno, que de ninguna manera
    iban a morir, sino que serían como dioses.

    El mal no entró en el mundo por el pecado sino
    que – siguiendo una lógica implacablemente bíblica
    – el pecado entró en el mundo por la capacidad de decidir
    propia del hombre quien no siendo una marioneta movida por hilos
    ni siquiera divinos, dispone del poder de instalar en la historia
    un reino de violencia como el de Caín o una
    civilización de la generosidad, como Abel.

    El drama de nuestra imperfección ha sido
    utilizado por los adversarios del despertar como
    mecanismo de control de la conciencia. De hecho, el concepto de
    Imperfección, por ser un concepto multidimensional, ha
    servido para todos los usos. Para combatir a los infieles por
    medio de las Cruzadas, para quemar herejes que no aceptaban los
    dogmas establecidos, para colgar blasfemos o para prohibir las
    ideas de librepensadores como pudo verse con el Tratado sobre
    la tolerancia
    de Voltaire, escrito en 1773 e incluido por la
    Jerarquía Católica, apenas tres años
    después, en el Índice de los Libros
    Prohibidos.

    Si me permiten su atención por un par de minutos,
    podemos repasar algunos de los innumerables sinónimos del
    concepto de imperfección. Omitiremos, por supuesto,
    aquellos sinónimos que podemos puntualizar en un idioma
    mal hablado, en un escrito mal redactado o en un verbo mal
    conjugado.

    Imperfección puede decir lo peor desde el punto
    de vista físico: deformidad, desfiguración,
    anormalidad, monstruosidad, anomalía, aberración,
    desproporción, deterioro. Igualmente puede significar
    una actitud de cerrazón, ignorancia, obstinación o
    un pensamiento alterado, distorsionado o una conducta meritoria
    de castigo. Efectivamente, desde el punto de vista moral el
    concepto de imperfección corre parejo a daño,
    deterioro, falta, perjuicio, inconveniente, ruina, detrimento,
    menoscabo, malogro, desgracia. También puede designar
    vicio, corrupción, degeneración, perdición,
    depravación, desvío, inmoralidad, insuficiencia,
    lacra, sinvergonzonería.

    En la teología moral, la imperfección
    asume un carácter de pecado leve denominado "venial", que
    si bien no rompe la relación de amistad con Dios,
    menoscaba esa relación y, como las drogas encaminan a la
    adicción, el pecado venial, tarde o temprano, arrastra al
    pecado mortal. En caso de "pecado venial" se trata de culpa,
    yerro, mancha, desliz, infracción, transgresión,
    maldad, flaqueza, perversidad, vileza que amerita
    expiación.

    La palabra expiación suena muy fuerte. Es
    preferible el sinónimo de purificación, la cual
    requería la institución de un estadio sin
    graderías para expiar pecados que sin ser mortales tampoco
    pueden considerarse simples faltas. Y como el asunto era purgar
    se le llamó purgatorio. El purgatorio fue creado, sacado
    de la reflexión teológica, en el siglo VI por
    Gregorio I, el Magno, monje y Padre de la Iglesia Latina,
    bisnieto del Papa Feliz III, nieto del Papa Feliz IV (otros dicen
    de Agapito I) y sobrino de dos tías monjas. Fue un
    escritor prolífico, pero con semejante cadena religiosa,
    es teológicamente lógico que terminara
    ocupándose del purgatorio en vez de escribir un ameno
    tratado sobre el Cielo y sus alrededores.

    El purgatorio es un estadio transitorio para la higiene
    espiritual, el lugar que posiblemente nos espera. Su razón
    de ser es reunir por un sabático variable de siglos a
    milenios a quienes habiendo muerto sin pecado mortal pero
    con una sustanciosa dosis de pecados leves y no perdonados en
    vida, deban purificarse en un laguito de fuego y azufre para
    poder ser consentidos a la visión beatífica.
    Lo del "laguito de fuego y azufre" no es una burla mordaz de mi
    parte. En el Libro de las Revelaciones o Apocalipsis, cruel
    manera de cerrar el Nuevo Testamento, en 21, 8, se
    lee:

    Pero a los cobardes, a los renegados, corrompidos,
    asesinos, impuros, hechiceros e idólatras, en una palabra,
    a todos los mentirosos, la herencia que les espera es el lago de
    fuego y de azufre, o sea, la segunda muerte.

    Si probablemente no todos calzamos con estas palabras
    por cobardes, impuros, asesinos y hechiceros, ciertamente podemos
    hacer olas en el laguito de fuego y azufre por idólatras
    (del consumismo) y mentirosos.

    Ahora bien, si esa es la suerte de quienes concurren en
    el infierno, por analogía, a nosotros los buenos, pero no
    por renegados, impuros, etc., sino sencillamente por mentirosos,
    nos espera un inframundo menos ingrato. Normalmente, mientras no
    se pruebe lo contrario, quien entra al Purgatorio tiene asegurada
    la salida del mismo y la entrada al cielo. El castigo es
    "temporal": es cuestión de siglos o
    milenios. 

    La existencia de tantos sinónimos nada lisonjeros
    para pormenorizar el sentido de la palabra imperfección no
    habla bien de nuestra pertenencia a la raza humana, sino que
    confirma el resentimiento del hombre hacia su propia falibilidad
    y, básicamente, hacia su condición
    finita.

    Entonces, ¿en qué sentido ser imperfectos
    puede calificarse como una marca del mal o del pecado y no como
    condición propia del hecho de ser limitados? En
    ningún sentido. Si "el límite, afirma
    Aristóteles en su Filosofía Prima o
    Metafísica, V, XVII, es la substancia o esencia
    de cada ser", la imperfección es depositaria o contenedor
    de esa sustancia y como tal, envoltura de mi dignidad.

    A pesar de que la finitud problematiza todo y de
    consecuencia, el hombre se manifiesta débil ante el deber
    y pronto para correr riesgos como el hijo pródigo, la
    condición limitada no lo exenta, en su facultad de
    elección, de responsabilidad ética. La
    opción o decisión no acaba con la adopción
    de algo. Por ahí empieza. Decidir es generar consecuencias
    y éstas están coloreadas por el bien o por el
    mal.

    La trabada relación del hombre con su
    imperfección ontológica lo ha llevado a complicarlo
    todo en su intento de querer arreglarlo todo. Despreciando su
    natural contingencia, el hombre ha terminado creando una cultura
    despreciativa de la vida. ¿Sería erróneo
    entonces pensar que las catástrofes ocasionadas por el
    hombre sean consecuencias lógicas del desprecio de su
    finitud?

    En realidad, la bondad del hombre permanece como un
    misterio. Que el hongo atómico de Nagasaki e Hiroshima
    haya dejado un saldo de más de 275. 000 muertos y miles de
    afectados es comprensible si tenemos presente que el
    trigésimo tercer presidente de los Estados Unidos, sin
    estudios superiores, optó por la paz levantada sobre un
    escombro de civiles inocentes en una nación que estaba por
    firmar su rendición.

    Por otra parte, que un hombrecillo increíblemente
    estúpido, que siempre estuvo muerto en vida, de mirada
    delirante y de gestos que alguien ha definido como de
    epiléptico, haya exterminado 6 millones de judíos
    es fácil de explicar. Ese hombre padecía de una
    aguda ambición de control y dominio. Es lo que denominamos
    "ansia de perfección". Aunque era adicto a
    estupefacientes, fue presentado como Dios en 1934. Y como
    sentía un dios, "se negaba a exhibir sus
    debilidades"[1].

    Puede que al día de hoy ya no existan horrores
    que nos asombren. Pero que una mujercita enclenque, de noble
    familia, haya abandonado la bonanza de su medio familiar para
    dedicar su vida a recoger moribundos es un jeroglífico
    humano. Igualmente, que la madre y los hermanos de un profeta
    judío, itinerante, carismático, bondadoso, de
    hablar hiperbólico, hayan querido encerrarlo en un
    manicomio porque anunciaba un Reino de amor, es algo de
    fácil entendimiento. Pero que ese mismo sujeto pidiera
    perdón para quienes lo ejecutaban, es algo difícil
    de concebir en todo el universo. Esto es lo que denomino el
    escándalo humano.

    El mal sin embargo no está anclado a lo
    ontológico. Justamente, antes de que aconteciera el primer
    atardecer y amanecer del primer día sexto de la historia,
    un día antes de terminar su trabajo, vio Dios que todo
    cuanto había hecho era muy bueno (Gen. 1,31). La
    desobediencia no cambio esta bondad. Si en el hombre existe mala
    levadura, como dice Rubén Darío es por vía
    de sus decisiones influenciadas por la necesidad de control, de
    poder sobre las cosas y los hombres, como si fuera divino. El
    causar daño no es pues un premisa de la finitud, sino de
    las elecciones y decisiones humanas. La finitud simplemente es
    una condición de lo creado, pero el mal o el bien es
    decisión de cada ser humano.

    Mientras el mal puede concebirse como una
    decisión moral, la imperfección en si misma
    sólo puede concebirse como una consecuencia de la finitud,
    la cual comporta privación o carencia de algo. Desde este
    punto de vista, nada de lo que existe en el universo conocido
    puede presentarse cabalmente completo. Hacer el hacer el mal no
    es propiamente una imperfección, sino una elección.
    El mal no indica carencia de algo, como decíamos, del
    concepto de imperfección, sino que deja al desnudo el
    poder de la elección. La posibilidad que se anida en el
    ser del hombre de optar y decidir libremente y con conocimiento
    de causa, de dañar en vez de hacer el bien.

    La imperfección es demasiado humana. Es humana a
    tal punto que el ser humano no puede alcanzar una forma perfecta
    ni siquiera en la estupidez. No existe el perfecto idiota.
    Cualquier idiota es imperfecto aunque lo niegue. Pues, si es
    natural que todo lo que existe sea imperfecto (cualquier
    teoría, cualquier planificación, deseo, pensamiento
    o sentimiento), el corolario más cercano al hombre es que
    su condición no puede esquivar el calificativo de "un
    desastre perfecto".

    Por una parte, el hombre se experimenta libre frente a
    su destino, pero por otra, su destino es vivir forzado a ser
    finito. De esta encrucijada ontológico-existencial nace
    espontáneamente la pretensión de usar su libertad
    para arreglarse y zafarse de este dilema, fuente de una dualidad
    intermitente.

    Veamos ahora cómo opera la dualidad, primero en
    una escala trivial, sin particular importancia.

    Quien hace dieta, por ejemplo, porque quiere bajar de
    peso, pero no logra cumplir con su propósito y hace
    trampas. Al final llega a sentirse abatido, aplastado,
    aniquilado. Otro templo: un mujer guapa puede considerarse fea si
    le sale una mancha o un grano en la cara. Pero el hecho es que
    quien se considera feo, se verá horrible y quien se ve
    horrible, se sentirá incomodo e iniciará una lucha
    consigo mismo. Esta persona pierde de vista lo esencial: que en
    ese momento su fealdad no es tanto física como mental.
    Otro ejemplo: en China, adolescentitas que se ven gordas comen
    parásitos para adelgazar.

    El temor que domina en los tres casos anteriores es el
    de no ser aceptados o queridos debido a lo que consideran como
    imperfección. Y debido a esta consideración, muchas
    personas, particularmente mujeres, se vuelven sádicas
    contra sí mismas.

    Pero, ¿qué tal si en vez de ocuparnos de
    la dieta y de la fealdad física ocasionada por un grano,
    una mancha o de unos supuestos kilos de más, nos
    embarcamos en otra escala de problemas y hablamos de la verdadera
    vida y no de los imperativos mediáticos que avasallan
    nuestra sociedad?

    Así, quienes sobrellevan, por ejemplo, relaciones
    rotas, historias de educación malograda de los hijos,
    decisiones descalabradas de sus padres, eventos de
    desengaños, alcohólicos que no se recuperan,
    personas que abandonan un estado religioso y se casan o casados
    que se divorcian, que divorciados se vuelven a casar, proyectos
    fracasados, esperanzas de vida frustradas, etc., tienden, en la
    mayoría de los casos, a tratarse maquiavélicamente
    y a culpabilizarse. ¿A qué se debe que en
    semejantes casos y circunstancias dolorosas, nos juzgamos desde
    el parámetro de la perfección, que es un concepto
    metafísico inútil, insensato, desatinado, es decir,
    contrario a todo lo que tiene sentido? ¿Por qué no
    podemos reconciliarnos con nuestra condición falible?
    ¿A qué se debe que tengamos dificultades a ser lo
    que somos y almacenemos expectativas y deberías
    irrealizables? ¿Cómo se explica la tendencia a
    maltratarnos a causa de nuestros errores, acusándonos,
    culpándonos, desalentándonos, probando
    vergüenza por habernos equivocado, fallado o errado?
    ¿Acaso recurriendo a la culpa nos enderezamos, corregimos,
    mejoramos y nos superamos? ¿El error no significa que
    básicamente podemos llegar a ser humanos a
    condición de aceptarnos y que aceptarnos es la primera y,
    tal vez, única condición para mejorar y, si
    queremos plantearlo en otros términos, tomar conciencia de
    nuestra humilde condición de creaturas y no de
    Creador?

    Un término hebreo que ha sido traducido como
    pecado significa en realidad algo así como "errar el
    blanco". La pregunta es si nuestras decisiones y opciones siempre
    son capaces de "dar en el blanco". Esto es, ¿si podemos
    ser titanes, firmes, constantes en el cumplimiento ético?
    Es decir, ¿si la debilidad moral no está
    también ligada a nuestra debilidad mental, cognitiva y
    volitiva?

    Si nuestra naturaleza está marcada por el
    límite, ¿nuestra estrecha unión diaria a
    Dios resolvería el asunto de nuestra debilidad moral? No
    necesariamente. De hecho, que la Santa Sede, en un
    desacostumbrado comunicado del 1º de mayo del 2010, haya
    declarado a Marcial Maciel, –que Dios lo tenga en su reino
    (aunque a prudente distancia), considerado por más de 50
    años como un hombre de Dios perseguido por las fuerzas del
    mal, haya sido calificado como un "criminal sin
    escrúpulos" fundamenta la dificultad de "dar en el blanco"
    aún teniendo a Dios a nuestra derecha, como Maestro de
    Puntería.

    El reconocimiento y la aceptación de nuestra
    imperfección es la forma de mejorar
    éticamente.

    El problema del mal está también
    enmarañado con el asunto de la finitud. San Pablo, en su
    Carta a los Romanos escrita desde Corinto al filo de los 50
    años de edad, aludiendo a una experiencia propia y
    universal del ser humano y desde su propia interpretación
    teológica, deja ver las contradicciones que resultan "de
    la carne" pero que en una versión fenomenológica
    pudiéramos derivar, sin prejuicio para los creyentes, de
    la condición de finitud. Dice:

    "Y ni siquiera entiendo lo que me pasa, porque no
    hago el bien que quiero, sino, por el contrario, el mal que
    detesto… Bien sé que en mí, o sea, en mi
    carne, no habita el bien. Puedo querer el bien, pero no
    realizarlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que
    no quiero… Descubro entonces esta realidad: queriendo
    hacer el bien, se me pone delante el mal que está en
    (7:18-19).

    Lo primero que resalta a una lectura
    fenomenológica-existencial es la experiencia de una
    irreconciliable división interior. Lo que califico como la
    extraña y compleja problemática del mundo interior
    del hombre. El autor plantea la escisión en
    términos religiosos hebraicos manifestando la existencia
    de un conflicto entre el "espíritu" y la "carne". En el
    corazón de este conflicto, podemos decir en
    términos fenomenológicos, se sitúa el
    espacio de la dialéctica interna de las decisiones. En ese
    complejo espacio en que las exigencias de la conciencia se
    colisionan con las exigencias biologicistas, por una contienda de
    apetitos entre un deseo de profundidad de tipo pulsional
    y un deseo de altura de tipo existencial.

    San Pablo, en cambio, desde su formación
    ética de neo-estoico converso al cristianismo, expone el
    conflicto en términos de dos leyes incompatibles: la Ley
    de Dios y la ley de la carne que es la del pecado. El
    apóstol (que en realidad no lo fue) concluye con lo que
    parece el grito de quien se sentía dañado por su
    realidad imperfecta:

    "¡Desdichado de mí!
    ¿Quién me librara de mi mismo y de la muerte
    que llevo en mí?… En resumen: soy esclavo a la vez de la
    Ley de Dios, por mi mente, y de la ley del pecado, por la
    carne".

    Tan solo sus verdugos, que lo decapitaron 8 años
    más tarde, se dispusieron a liberarlo, a través de
    la muerte por decapitación, de la muerte que
    deploraba.

    La reverencia por la vida como tituló el
    Dr. Albert Schweitzer, una de sus primeras conferencias,
    permanece como un recóndito enigma. No sólo eso,
    sino además, un enigma oculto en un arcano embalado en un
    misterio.

    La bondad humana debe ser objeto de fe y por supuesto de
    dudas. La búsqueda de poder en el afán de ser
    perfectos, acrecienta la posibilidad de dañar, de
    estropear, de menospreciar, de ignorar la indigencia humana.
    Paradójicamente, el hombre recurre ingenuamente al poder y
    sus sucedáneos, la riqueza insolente, y el éxito
    discriminador y soberbio, para enmendar su indigencia.

    Nuestra finitud es potencialmente generadora de una
    mística del mal. La historia está cuajada de
    violencia. Un optimista que no tenga en cuenta el asunto de su
    finitud pensara que el mundo no puede ir peor de lo que ya
    está. Quien no cuida de la vida, quien en aras de la
    perfección corporal rechaza sus arrugas físicas,
    las defectuosidades genéticas, psicológicas,
    raciales, propia y de sus semejantes, cualquiera que busca la
    manera de arreglarse sin aceptar humildemente sus limitaciones y
    los límites inherentes a la vida tiene a su alcance
    notables posibilidades de despreciar la vida humana y de ser
    destructivo.

    Evitar las crisis, evitar tomar decisiones por temor a
    fallar y a equivocarnos no equivale a perfeccionarnos, sino a
    volvernos indecisos, a sentirnos inadecuados y, por ende, a
    volvernos controladores para ajustarnos de nuestra
    imperfecciones. De aquí que la TI ha planteado la
    aplicación del concepto de límite, que pertenece en
    específico al drama de todos los dramas del hombre, el de
    su condición limitada, en el terreno de la psicoterapia.
    Se trata de una reflexión filosófica y de una
    práctica clinica finalizada a suscitar la compasión
    del hombre por el hombre, pues, "comprender al hombre desde la
    realidad del límite genera una actitud de profunda
    compasión"[2]. Es en este metacontexto,
    donde se coloca en definitiva la cuestión de la salud
    emocional y mental del hombre. En rigor, en el hombre el
    límite presenta una primera función que definiremos
    constructiva, seguida de una función
    terapeútica y creativa. El hombre no puede
    construirse, recrearse y sanarse en términos humanos si no
    abraza su ser limitado como tal.

    Es claro que ante la tremenda y singular
    problemática que hemos señalado, el hombre puede
    desbandarse. No sólo arriesgar el sentido de su
    existencia, sino sucederle algo peor como negarse a comprender,
    es decir, aceptar, su existencia. A mi modo de ver, toda forma de
    extravío de sí mismo tiene que ver con la
    negación, la evasión o el rechazo del
    límite. En todas las situaciones en que los seres humanos
    se trastornan y entran en crisis hay una forma de conducirse que
    no se acopla con la propia realidad existenial limitada, un
    olvido o traspaso de los propios confines.

    La Terapia de la imperfección se ocupa del "ansia
    de perfección" que se manifiesta como rechazo de la propia
    condición limitada, obstaculizando el proceso de
    humanización. Sostiene que la búsqueda de la
    perfección genera en el hombre una dinámica que
    marca el inicio de un trastorno de auto-descarrilamiento de su
    propia realidad falible, defectuosa, imperfecta, y por
    consecuencia, suscita la incompatibilidad con el error, la falla
    y el fracaso.

    La dinámica de quien se mueve desde la
    perspectiva perfeccionista, se caracteriza por un constante
    sentimiento de inadecuación, acompañada de
    rigidez, tanto emocional como reflexiva (sobre cómo
    deberían suceder las cosas y sobre cómo
    deberían ser las personas) y por la pretensión de
    querer eliminar las fallas. Si pudiera el perfeccionista
    buscaría "una forma perfecta para cometer un error", como
    señala irónicamente Murphy"s
    Law
    .

    La Terapia de la imperfección define el "ansia de
    perfección" o perfeccionismo, con el nombre de neurosis
    de desorientación
    que se expresa como intermitente
    sensación de inadecuación y necesidad
    de estructrar
    la propia existencia.

    Concluyo, ofreciendo un pensamiento entonado con la
    teoría de la Terapia de la imperfección:

    "La libertad más difícil de
    conservar es la de equivocarse"

    (Morris West).

     

     

    Autor:

    Dr. Ricardo
    Peter[3]

     

    [1] Victoria Robbins, La muerte de Hitler, p.
    7, Ed. Promo Libro, Madrid, 2002

    [2] Ricardo Peter, Honra tu límite, p.
    20, BUAP, México, 2003.

    [3] Doctor en Filosofía, Training en
    Psicoanálisis, postgrado en Personal Counseling. Es el
    creador de la Terapia de la Imperfección, método
    psicoterapéutico de orientación
    humanista-existencial para el tratamiento del trastorno del
    perfeccionismo, sobre la cual tiene varios libros publicados en
    Italia, España, Brasil, Argentina y México.

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