Asterión y el Laberinto del Eterno Retorno –
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Asterión y el Laberinto del
Eterno Retorno
-Lo creerás, Ariadna? – dijo Teseo -. El
minotauro apenas
se defendió.
La casa de Asterión, J.L.
Borges
Ya las mentes más poderosas de los más
lejanos millares de siglos, siguiendo las mismas líneas de
reiteración que llegaron a descubrir, lo habían
vislumbrado. Todo lo que veían ya había sucedido.
Se trataba de una repetición incesante y exacta, por
ciclos indetectables, del mundo y de la vida. Leyendas de
tradiciones eternamente virginales y predecesoras de aquellas que
para nuestra actualidad nos llegaban como originales de los
sapientes griegos, que nos las contaron como últimas
versiones, recopiladas y aparecidas y narradas miles de veces
antes de nuestros días, fueron acumuladas desde esas
presencias lejanas en segmentos y más segmentos de tiempos
vueltos a vivir dentro de un mismo mundo reinventado. Fueron
colocadas en multiplicaciones de retornos, sin rectificaciones,
como copias perfectamente calcadas que explicaban que hubo
siempre una historia paralela y no menos cierta alrededor de
todas las vidas y los mitos, sin que ninguno escapara, tal que el
de esta legendaria caverna que como ejemplo Borges quiso visitar
saltando en el tiempo.
Es la misma en que Asterión ha muerto en tantas
ocasiones dentro del laberinto que él mismo se
inventó. Igualmente se conocía que en ella, y en su
oscuridad, se dibujaban todas las rutas, de todas las rosas de
los vientos, en enredos incontables de galerías y
simuladas puertas (catorce veces catorce, con un producto
inverosímil de entradas y caminos, que es el número
secreto de Asterión, por nadie conocido, donde cada
catorce es un infinito contenedor en sí mismo de
innumerables series interminables, emulando y venciendo a las
posibilidades de posiciones de una partida de ajedrez sobre
móviles escaques, pero también a su vez jugadas
infinitas veces cada una de ellas. Que es equivalente a decir
estar repartiendo en el tablero del Universo escandalosas
posiciones y combinaciones donde peones y Reyes vagan por su
espacio, surcando el éter, guiados por una mano de Magia y
Sabiduría que un día inevitablemente las
repetirá una por una ante los magníficos jugadores,
sin importar el resultado de las partidas). Y que el Minotauro,
antiguo y redundante residente de los intestinos y recovecos que
han sido las entrañas del asombroso Laberinto, deambulando
también entre ellos como elemento fundamental de esas
tenebrosas galerías, ya en sus últimos días,
echado jadeante sobre las piedras que se borraban cubiertas de
humedad y de musgo verdoso en las noches de esas grutas, y sin la
energía que lo afamaba, ya estaba agotado y extralimitado
en el tedio de los siglos de tanto andar con sus carreras y
bramidos por los túneles y altares de la soledad de tales
telarañas intrincadas.
Hasta que un día, por la gracia de una inadecuada
e injusta Fatalidad, que quiso jugar con el destino por
demás invariable de la Bestia, sin medir la imposibilidad
y las consecuencias de tal acto, lo enloqueció al
permitirle salir al exterior para que viera el mar por vez
primera. Y que frente a tal grandeza abierta y móvil, ante
tanto espacio, el Minotauro imaginó despavorido que se
trataba de un laberinto circular y sin paredes que superaba al
suyo al juntar la infinitud del cielo con las aguas del
horizonte, inescrutable, gigantesco, abarcando el mundo por
encima de él y de su alrededor en todas direcciones. Y
entonces quiso ir a esa línea invariablemente lejana para
descifrar en cada paso que daba hacia dónde
conducía su infinita duplicidad de círculo y de
recta. Y se enloqueció aún más cuando vio
que ni un solo punto de esa línea, invariablemente
horizontal a su visión, se aproximaba a él por
más que avanzara en su búsqueda dentro del mar.
Sólo el asombro de no vislumbrar desbordes sino el
acostumbrado y terco movimiento del agua buscando esa horizontal
fue la respuesta que encontró. Y se admiró de pasmo
fulminante, con temor y con golpeante locura. Y se
devolvió, no queriendo ver más de aquella
maravilla, corriendo entre la gente que lo rechazaba. Y ya de
regreso en la cueva que era su claustro, desilusionado,
enajenado, próximo al colapso definitivo, una vez
más este monstruo perdió su molesta y escasa
razón. Y entonces, en su soledad renegada de
descubrimientos, rechazándolos, deambulando en su
ámbito como antes, ya no reconocía el principio ni
el fin de las cosas al no encontrar para él una
opción de aquel mágico círculo de mar y
cielo dentro de cada gruta ni dentro del total de corredores de
su escaso laberinto. Ni tan siquiera podía imaginarlos
para los que correspondían a las multiplicadas
galerías que tantas veces había recorrido con sus
pisadas y carreras retumbantes, en las que ahora también
andaba desorientado y dando tumbos. Le resultaban demasiado
sencillas. Y que recostado allí contra una piedra,
jadeante, lejos del brocal por el que se había regresado,
se lamentaba con bramidos y gritos lastimeros que volaban por
todos aquellos subterráneos donde ya no quería
seguir siendo inexpugnable como lo fue de siempre en su temido y
sangriento recinto de eternidad. Ahora despreciaba su mugriento
laberinto que sabía mezquino y de poca trascendencia
frente a las magnitudes del cielo y del mar. Después, ya
derrotado, en su aparte de renacer miles de veces, dando
traspiés, y con torpeza animal, se buscó más
adentro y se reconoció en sí mismo, y supo de su
debilidad y también de que ya no podía recordar
cuándo hubo de renunciar a los privilegios y poderes que
sus arcaicos dioses le otorgaran, desde un inicio que siempre
creyó absoluto e irrepetible, como los mismos dioses,
todos heredados de la acumulación de innumerables
antigüedades, con sus millones de veneraciones y blasfemias
surgiendo de las luchas infames entre esos dioses y sus iguales y
descendencias. Y que inclusive había echado abajo, y
pisoteado, y destruido, para levantarlos de nuevo en la
repetición inagotable de los hechos que no se pueden
diluir en un único pasado, por muy largo que sea, los
correspondientes altares de cada uno de esos dioses, quedando
él entonces, por voluntad propia, sin fe, sin futuro y sin
historia. Quedando aún más solo y huérfano
de empeños de escapatorias que nunca antes. Y entonces
supo la verdad de su aparente encierro. El mundo exterior, con su
gente monótona y sorprendida, y temerosa, y hostil ante lo
inexplicable, no le era afín. Y los había conocido,
débiles y asustadizos, pobres de invención, no
maravillados junto al mar circular e infinito del bello
horizonte. Y la luz de ese mundo tan incompatible le cegaba y
horrorizaba y le impelía a esconderse para también
huir de ellos. Igual que él los había despavorido
cuando al verle y sentirse indefensos ante lo inexplicable de su
estructura de bestia y persona, en un miedo mutuo de asombro,
corrieron espantados sin voltearse a mirarle aunque fuese una vez
más. Y que entonces, desanimado en abandono por la
conciencia de su absoluta soledad unitaria, y en un cansancio
casi total, despreciado, vencido de antemano sin enfrentamiento
alguno, hundido en un pozo de ocultamientos de toda posible
memoria, idiotizado, aunque vio venir la Muerte en la
determinación dibujada en los ojos ardientes del deseoso y
sediento Teseo, y en el brillo de la espada que empuñaba,
se dejó matar por éste sin pelear ni presentar
oposición alguna.
Fue un pasivo suicidio, sin defensas, sin siquiera un
ruego de protección y ayuda dirigido en un postrer bramido
de súplica y desamparo al mundo de sus dioses. Y que
Borges, al arribar, en el momento que haya sido, indagando con
sus olfateos y su imaginación entre el moho y el polvo de
la Historia, en realidad había llegado tarde al mentido
Laberinto de la mano de una adulterada Ariadna que tan
sólo portaba un simulacro del hilo original, que
constantemente se iba quebrando, y que por demás ya era
innecesario por inútil. Ésta no era sino una
caricatura horrenda de la consabida hija de Minos, dentro de otra
historia, que estaban repitiendo por un camino de trampas y
falsedades que en otra repetición le dictaban a Borges al
oído. En ella se carecía de ovillos bien enrollados
y de coronas luminosas con los que emprender cualquier imposible
y fingido regreso en aquel intento por hacer cumplir la ley al
estar bajo las circunstancias de un retorno forzado por la
imaginación y la fantasía de este gigantesco
escritor. Toda una parodia. Y destaca que posiblemente esta
Ariadna, con su olor de mujer, engatusó a Borges que
siempre estuvo carente del Amor y del beso, y melosa lo
engañó al no decirle que el Laberinto, por los
muchos años de esperarle, había estado y
permanecía clausurado y negado del sacrificio de los siete
mancebos y las siete doncellas que por períodos de siglos
alimentaron al mental engendro híbrido y maloliente que
identificaban como toro y que tampoco era tal. Los lapsos del
eterno regreso al mismo punto y a las mismas acciones, segundo
sobre segundo y con iguales circunstancias, fueron violentados, y
no podían ser predecibles para los personajes
improvisados. Y por contraídas eternidades ya nadie se
acercaba ni llamaba con gritos a la entrada de la gruta, quedando
aquel infierno deplorable entre tinieblas, sin testigos, como
otra infinita soledad que se hacía dueña del
espacio y del silencio entre las confusas galerías miles
de veces multiplicadas y agotadas. El escenario era tan falso
como ellos mismos, y como la endeble misión inventada que
el tiempo debilitaba y por instantes iba borrando como castigo a
su origen y lineamientos violentados para ser montados en escena.
Ninguno percibía ni podía tener conciencia de
memoria de las existencias anteriores que no concordaban con
estos supuestos hechos. Y por eso lo intentaron repetir en vano.
No se derramaba una gota de sangre como justificación del
afamado terror.
La casa de Asterión no era entonces otra cosa que
el manantial engendrador del tedio más negro. Y así
mismo, esta falaz impostora no le dijo tampoco a Borges que el
piso de la caverna era en ese momento de su advenimiento, al
igual que por un incontable tiempo de olvidos y temores, un
enjambre de arenas movedizas, lentas y pesadas, que sólo
comunicaban por sus bases a falsos portones y muros de
apariencias infranqueables de extremado grosor que a su vez eran
movedizos también. Obstáculos que ahora, en su
presencia, imposibilitaban la continuación y el acceso al
único pasillo que conducía al centro del Laberinto,
donde había vivido y dominado la Bestia, no
protegiéndose del mundo externo, sino resguardando su
íntimo secreto.
Todo lo presentado era una mentira y una trampa. Y
entonces, a la confusión de la ceguera, y a la lentitud
inestable de los pasos inválidos sobre suelos escurridizos
del visitante, se sumaban los trabajos que realizaron durante
siglos miles de albañiles de clausura deshaciendo y
sellando para siempre el sueño de Dédalo, teniendo
que hacerlo volteándose a cada instante, cuidándose
de la prohibida pero siempre posible aparición del
monstruo a sus espaldas. Mientras, continuaban derrumbando y
tapiando, y derrumbando y volviendo a tapiar. Y nunca dijeron
nada, se les tenía prohibida la palabra, ante la
mínima frase que se susurrara por los corredores el
Minotauro los aniquilaría. Y se sumaba igualmente el
milenario mentir de una pérfida, una Ariadna de trapo, que
a todo el que llegaba confundía. Y más que a todos
a Borges, con envidia, con saña, con desprecio, con la
peor intención, queriendo imponer una línea recta
donde el curso de la Historia era sinuoso y vago.
El encuentro era, desde el principio,
extemporáneo y falso. Y entonces las débiles
pisadas de ambos sobre la masa móvil y pastosa en que se
desplazaban, no originaban eco alguno dentro de aquel despojo
sordo y mudo de vacío y abandono. Las paredes y los
túneles no respondían ya con sus degradadas voces
de vientos y de ecos entre la mole y los meandros de sus
oscuridades, tragándose en sus sombras todos los murmullos
y los ruidos. Y así, ese Borges y esa sustituta quedaron
marchando como fantasmas mudos y sin destino por las
galerías de la imaginación. Y la visita pasaba
inadvertida. Pero como todo en todos los Universos, no aumentada
ni empequeñecida, también esta otra historia se
repetiría. Sólo que al andar por ese
preámbulo únicamente rodeaban ignorantes a las
piedras calladas y al encierro más deprimente mientras
creían que se abría una nueva historia que se
tendría que repetir a su vez.
Y la casa de Asterión, copia más que
generosa y complicada del arquetipo Cnosos, con sus supuestas
puertas y habitaciones en repeticiones infinitas que Borges
imaginó al internarse en las entrañas más
ocultas de Creta, en esa concienzuda búsqueda suya
escudriñando por los baúles de la Historia, en la
que creía, y abriendo para sí los paréntesis
del Tiempo, en el que no creía, ya no existía. Pero
él nunca lo supo. Y ciego total, la línea central
que guiaba a su propio estado interno lo llevó en sus
particulares catorce veces, sin excusas, en un viaje infructuoso
de escapes, hasta Ginebra y sus calles abigarradas para que la
imaginación descubriese en ellas miles de adoquinados
laberintos por donde circulaban automóviles y
tranvías. Y allí, en su amada ciudad, repetida
desde su niñez, el Minotauro mayor de todos los engendros,
con su infalible guadaña, cobró su venganza no
deseada sobre el generoso y sureño asesino de otro Teseo y
otro toro que él mismo se había inventado. Junto al
Ródano, a miles de millas y de años de la cultura
griega, y de su casa, y de la casa de Asterión, se
culminó esta historia que, contra todas las posibilidades,
nunca más se debiera repetir. Pero se repetirá, no
importando el tiempo, aunque demore miles de milenios en
presentarse y las nubes se entretejan y dibujen trillones de
laberintos y de sombras con sus vapores y sus claridades en el
cielo. A menos que haya que esperar más, para que, en
giros de otra ley que repitiéndose retardada domine y
reubique a los átomos y alternancias del Tiempo, y
entonces nuestro repugnante y lamentable y amado híbrido,
y Teseo, y Ariadna, y Borges, y nosotros, resucitemos en la
integración de nuestra materia y volvamos a estar
aquí junto con ellos en idénticas circunstancias
para leer de nuevo estas historias que equivocados siempre hemos
creído que fueron creadas por los griegos de hace unos
pocos años.
Y así, inerte ante el eterno retorno,
Heráclito, a orillas del mismo río, observando los
idénticos cambios en la corriente y en el agua,
tendrá que rectificar su ilustre sentencia y, al quitarse
las vestiduras para entrar al agua a refrescarse, no
tendrá más salida que volver a bañarse en el
mismo río. Las verdades que se han cincelado en las
paredes de las grutas de nuestros particulares laberintos pueden
llegar a ser paradójicas cuando intervienen los hachazos
del tiempo y el escrutinio inteligente de los hombres. Y como en
cada presencia en esas sucesiones de recurrencias se carece de
memoria y de conciencia de haber vivido todos nuestros hechos
cientos de veces con anterioridad, no podremos saber que antes
estuvimos allí, con el mismo cincel y con las mismas
manos, viviendo idénticas emociones mientras escribimos
las mismas frases sobre la inerte piedra de esa
laberíntica Eternidad que a su vez es nuestra gruta de
invariable paisaje. Tan sólo la imaginación de
algunos videntes, Platón y Nietzsche entre ellos, cuando
vuelvan, nos podrán dar un poco de luz sobre ese renacer
en el Eterno Retorno. Y será así, si es que alguna
vez ya antes había sido dada esa luz para que, al haber
sido, entonces tenga acceso a la corriente de ese eterno revivir
formando parte de un fragmento de otro retorno y se vuelva a
presentar. (Como todo misterio en que cualquier parte es igual al
todo, como los números infinitos y los infinitos
números que hay entre uno y otro, esto tampoco tiene fin).
Es el Círculo múltiple y envolvente que lo contiene
todo, como el lazo de miles de vueltas meridianas que
sintió el Minotauro girando sobre su cabeza cuando
quedó atónito frente al mar en aquel instante de
abuso y confusión en que quedó perdido ante lo
inexplicable.
Autor:
Luis B Martinez