UNO
NO ES QUE SUS RELACIONES SE PRODUZCAN O SE HAYAN PRODUCIDO EN
UNA ATMÓSFERA DE AMABILIDAD. CON BUENOS O
PEORES MOTIVOS, FREUD REPUDIABA A
LOS FILÓSOFOS.
Reconocerá un tanto a regañadientes su deuda con
Schopenhauer,
pero Nietzsche le
parecerá siempre "demasiado". ¿Demasiado
qué? ¿Próximo, lejano, poderoso, astuto,
errado, disolvente, envolvente? En un tono más
contemporizador, Jacques Lacan les lanzará guiños a
los filósofos de la Antigüedad.
Básicamente a ellos. Pero si lo hace es en primer lugar
porque aquella, la filosofía antigua, ha desaparecido. En la
época moderna no parece haber lugar para una
filosofía de tal calado. La filosofía
moderna se desliza hacia la(s) ciencia(s) y
resulta que el espacio cerrado a cierta sabiduría vital
tendrá que ser ocupado por otros dispositivos. Nada tan
"moderno" como el psicoanálisis nada tan mandado hacer para
reemplazar aquella sabiduría puesta a punto al menos desde
Sócrates
hasta los cínicos.
Disuelta en sus hijas, tan diligentes, la filosofía se
despierta un día simple asignatura. Simple, si bien en
diario peligro inminente. En los escenarios de la acción,
jugará el juego de la
ética.
Malamente. Si no hay "la" filosofía, más
pretenciosa y lastimeramente habrá "la" ética. Un
discurso
ético es inmediatamente sospechoso. ¿Y estos
qué se creen? ¿Santos? Lo ético
sería, no lo dudemos un instante, callarse la boca. Que es
lo que, con o sin autoridad,
hace el psicoanálisis. Éste toma el relevo de la
filosofía, sólo que de ella se queda nada
más con el talante original. Es éste, nos
confesará Lacan, no otro que la ironía. El
filósofo antiguo nunca se las da —por puro
pudor— de bien enterado. ¿Qué demonios
sé? Nada que en verdad importe. ¿Y tú?
¿Menos aun? La filosofía escurre por ese costado.
Es su modo de ser sabia.
Su modo, podría decirse así, de no dormirse, de
no dormirse en sus laureles. Si es que los hubiera. En el
diálogo
(socrático), la verdad simula ser verdad. La verdad es que
no se sabe (ni se sabrá) de qué verdad habla la
verdad. ¿Mi verdad? Es una verdad ridícula,
irrisoria. La verdad, no me sirve ni a mí. Pero es
poderosa si se la inoculo al que se ha detenido por un instante,
cortés o distraído, a hablarme. Sólo que en
ese trance finalmente se me olvida si él me ha inoculado
primero. ¿Su verdad? Si me digo que me importa, ya he
caído tontamente en su juego. La verdad es un intercambio,
un juego de manos, una transacción. Una transa, como se
dice en México.
Todos creemos salir ganando. Con lo cual, irónicamente, no
es tan servicial como se esperaría.
Así que, si hemos de creer a Lacan, el
psicoanálisis se hace cargo de esta tarea. La
filosofía no es la filosofía de la sospecha sino la
sospecha de la sospecha. Como los gatos, se la puede ver
corriendo en pos de su propia cola. Y es que la filosofía,
una vez cooptada por la institución universitaria, ha
caído en manos de la seriedad. Y de otras sevicias (y de
otras instituciones). ¿Qué significa esto?
Que se ha dejado caer, por fatiga o conveniencia, en su camastro
objetivo, en
su glorioso lecho de verdades científicas. Así ya
no es filosofía, ¿o sí? ¿Entonces, el
filósofo ha trocado el pupitre o la cátedra por el
diván? ¿Es ético este trueque? ¿Es
verdad?
Las prevenciones de Freud quizás estaban justificadas.
Los filósofos que conserven demasiadas suspicacias
respecto de su conversión en científicos
terminarán engrosando las filas de los psicoanalistas. El
psicoanálisis hace filosofía lo sepan o no y les
plazca o no a sus arúspices. Ahí acabará
todo. Esto podría explicar la terquedad de Freud: el
psicoanálisis es una Ciencia. Pues no lo es, Doctor, y se
antoja en exceso arriesgado esperar que esto ocurra algún
día: su distancia a la Ciencia
designa exactamente el cociente filosófico del
psicoanálisis. Irónico, ¿verdad?
Lo cual nos obliga a considerar el flanco
psicoanalítico de la filosofía misma.
Sócrates dejaba hablar a sus interlocutores. Sabía
de antemano la respuesta. A saber: confusión. El hablante
termina por hacerse un lío con sus propios datos, como
señalaba no sin sorna, milenios después,
Dostoievski. Déjelo hablar, al cabo nunca sabrá de
qué habla. Habla del hablar sin parar de hablar. Lacan no
hace otra cosa cuando traduce a Saussure (mezclándolo con
Heidegger):
para que algo signifique algo, ese algo ya significa siempre
algo. ¿Y la verdad? Esa es la verdad, punto.
La verdad no está sentadita esperando a que alguien muy
serio y muy atento (o muy ingenioso) la diga. Ella,
¿existe antes de que ese decirla llegue? No, la verdad es
un efecto del decir mismo. Igual que la vida: la hay desde su
límite. Antes, no. Un doblez. Pero un doblez sin origen.
O, para decirlo con los niños
desconstructores, un origen en perpetuo retroceso. No me queda
claro si esta "precesión de los simulacros" que un
día Baudrillard hiciera famosa se aplica al funcionamiento
del lenguaje tal
cual. Sin simulacro –sin el signo– no hay nada
verdadero para un ser que habla. Pero el signo nos aliena
íntegramente en su adelantarse. Se está prisionero
de un eterno quid pro quo. No amamos a una mujer, ni
siquiera a esta mujer pues es preciso estar enamorados primero de
su imagen, es
decir, de eso que ella, en sí misma, jamás
podría llegar a ser. Luego.
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