"Ninguna cosa muere que en mí no viva"
Salvatore Quasimodo
A la memoria de
Antonio Sánchez de Bustamante y Montoro
Siempre una traducción es un pretexto para retornar
sobre uno de los tantos "obreros de sueños", según
les llamara Salvatore Quasimodo, que aún alimentan, y
alimentarán por tiempo
indefinido el ansia de belleza y de verdad del hombre. Es a
la vez un guante lanzado al rostro, por propia voluntad para
colmo, y un reto provocado se acepta riendo y con temor. Goethe,
por su hermetismo esencial y su apariencia clara, con la
engañosa sencillez de la materia
prístina–la misma de los versos órficos o de los
sûtras de Patanjâli–suele rematar todo duelo con una
burla, un mentís no exento de dulzura a toda conjetura del
lector, el traductor y el investigador. Lo dulce empero del
diálogo
compensa el riesgo y el
posible sacrificio. Es así como, a través de seis
poemas,
intentaremos extraer conclusiones acerca de la concepción
goetheana sobre el hombre,
imagen
generada por la Aufklärung, y que, tras
recorrer un camino propio, adquiere validez perenne.
Quizás como glosa más que como ensayo
interpretativo, tómese este trabajo cuyo
núcleo es la poesía.
Definía J. Santayana a Goethe como "poeta
filósofo"(2), opinión con la que coinciden la mayor
parte de los estudiosos. Pero se trata además de una rara
y preciosa dimensión: la del hombre que alcanza el
dominio
profundo y coherente del pensamiento
sin perder la gracia y la frescura del verdadero poeta. La mano
que trazó los diálogos entre Fausto y el
"sorprendente hijo del caos", configuró también,
con ese ritmo misterioso de las leyendas, "La
copa del rey de Thule". En Goethe, lo poético y lo
conceptual no pueden desligarse. De acuerdo con el ideal
iluminista el hombre constituye una unidad de impulso creador y
necesidades instintivas, emotivas, estéticas,
cognoscitivas, inseparables por lo demás: cuerpo
espiritualizado, alma
corporeizada; nous que siente y piensa a través de su
cuerpo, materia animada por el soplo inmortal de la inteligencia,
órgano de su perpetuación.
Si la naturaleza es
una continua fuente de conocimiento,
y como objeto de la actividad humana, también de
renovación, hay que situar como fuente de tales
propiedades su recóndito misterio. El misterio no
constituía para Goethe una suerte de reino de lo
inaccesible, antitético en relación con el hombre,
al modo de la teología dogmática tradicional. Al
igual que los esóteras griegos, persas e hindúes,
concebía Goethe al misterio como parte de la vida;
ejemplos elocuentes son el West-östlicher Diwan,
inimitable homenaje a Hafez, el poema "La bayadera y el
dios",
que recoge las primeras impresiones decisivas de Europa en
torno al
hinduísmo–no se olvide que en el círculo de
Wieland conoció el joven Schopenhauer
al orientalista H. Mayer–, las enigmáticas
"Metamorfosis", llenas de símbolos y alusiones reproductoras del
lenguaje
hermético de la alquimia, que se enlazan
íntimamente con la encantadora simpleza de los poemas
amorosos tempranos o la vital sabiduría de la
"Elegía de Marienbad". Se cumple en su caso el viejo
principio de las cosmologías antiguas, que Nicolás
de Cusa formulara así: Todo está en
todo.
Cada objeto encierra entonces maravillosos secretos, prestos
unas veces a desvelarse ante el estudioso. Escurridizos otras,
como los propios sentimientos humanos, domeñables
sólo a través de sutiles, complejos métodos de
observación, experimentación,
procesamiento teórico. La naturaleza como misterio
equivalía en su caso a estar presto siempre a recibir una
sorpresa, a dudar de toda evidencia, a seguir con pasión y
rigor el hilo de su devenir. En el siglo XVII, Pascal
había enfrentado el espíritu geométrico y el
espíritu de sutilidad. En la segunda mitad del XVIII, en
vías de demostrarse lo quimérico del poder absoluto
de una razón "pura", Goethe, descollando entre sus
contemporáneos, declara inaceptable tal desdoblamiento,
pues racionalidad y sutilidad son modos de enfrentar una misma
realidad por un mismo espíritu.
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