- Pequeña nota de
Introducción. - Entre
extraños - La primera
enfermedad - Necesidad de
agua - El
crecimiento - Una
reivindicativa - La flor
crece y brota - Los botones
de nuestras flores.
MEMÓRIAS DE PADRES INTERESADOS
ENSAIO DE ETNOPSICOLOGIA DE LA INFANCIA
Pequeña nota
de Introducción.
Comencé a escribir este libro cuando
supe que mi hija adorada, Camila y Felix, nuestro yerno, iban a
ser papás. La pasión no resultó. Ben
nació el 10 de Mayo de 2008, vivió una hora y se
durmió para siempre. Otros vendrán, como sabemos,
pero Ben Iturra Ilsley será solo uno. Es la razón
por la cual hablo solo de la familia.
Todos los otros acontecimientos, están en otro libro
mío, Para Sempre, tricinco. Allende e Eu. El
amor a mi hija
y a mi yerno, el gran respeto que me
inspiran, me han llevado al silencio de la escrita, una vez
más. Es mi regalo y mi dádiva para Ben, que nos ve
desde la eternidad, libro que sus padres leerán
cuándo puedan o quieran. Lo escribí en Castellano, mi
tercera lengua, porque
siempre quise ser llamado por Ben y sus futuros hermanos, El
Abuelo.
Con todo amor y cariño para mi Camila, Felix y Ben, por
esa alegría de vivir en el medio de las más
desastrosas tristezas. Ben vive en las emociones de
ellos y de toda su familia. El hijo
no se ha ido, entró dentro de nosotros, como ya
habían entrado nuestras hijas Camila y Paula, nuestros
yernos Felix y Cristan y nuestros nietos Tomas Mauro, Maira Rose
y Ben.
1. -Día de
sol
Raramente hay sol en la Gran Bretaña. Raramente, porque
la isla tiene un permanente nublado que nos hace tiritar de
frío. El verano, es siempre con lluvia.Ese día de
Abril de 1975, era un día especial. Comenzaba la
primavera, o, talvez, la primavera estaba comenzada. La primavera
inglesa es siempre húmeda. Buscamos el sol al que los
latinos estamos habituados, para quedarnos sentados, calmamente,
bajo el primer rayo de luz que aparece.
Rayos de luz que podían ser de diversas maneras: los del
sol, y los del alma. Ese
Abril 4 de 1975, era el día de las dos luces. Mi alma
brillaba. Brillaba en el aeropuerto donde esperaba a mi familia,
la llegada de mi familia, después de una larga
separación. Cuando esperaba la llegada del avión
trasatlántico, esos que aterrizan siempre fuera de
Londres, en Gatwick, iba recordando. Recordaba el nacimiento de
nuestra primera hija. Esa heredera que siempre pensé
sería el hijo que siempre esperaba tener y que perdimos,
Diego. Recordaba como había prohibido a las mujeres de la
familia, que en los años 60 del Siglo XX, habitualmente
tejían las ropas que el bebé esperado iría a
usar para su nacimiento y sus primeros meses de vida. Era
también el tiempo en que
la distinción no era de género,
era sexual: había niños y
niñas. Hoy no es así. Todos los seres humanos somos
apenas personas. Sea el que fuera el deseo de sus afectos, y en
cualquier edad. Personas pequeñas, personas adultas,
personas que lloran, personas que, por causa de su edad, no
muestran su dolor en público. Y, en cuanto esperaba, iba
recordando.
El primer recuerdo, en esa mañana de sol de mi alma,
era que había prohibido en casa tejer ropas de color de rosa,
una de las variadas colores de las
camelias. Y reí sólo, porque había tres
personas, tres señoras a tejer todos los días: mi
suegra, mi cuñada y la madre de mis hijos, nueva y linda
en los años de nuestra juventud. Tan
linda, como en el día que me enamoré de ella. El
bebé que esperábamos era resultado de esa
unión apasionada. De esa unión que
transcurría en la intimidad de nuestra habitación,
en cualquier sitio. Sonreí al recordar esa pasión.
En la espera, me enamoré más, quedé
más apasionado y más desesperado porque el
avión nunca llegaba. El amor y la
pasión demoraban.
Mi pensamiento
voló para otro rincón de nuestro salón.
Todos sabían las horas en que el señor de la casa
aparecía. De mañana, temprano, me iba a la Universidad a
enseñar y pasaba el resto del día en mi oficina de
Abogado. Un día, aparecí antes, subí las
escalas hasta nuestro departamento, nuestra casa, en la calle que
lleva al mar, y observé que mi suegra rápidamente
escondía un bulto dentro de un paño blanco. Antes
de saludar, me aproximé a esa querida señora y
pregunté qué escondía. La respuesta fue, con
una sonrisa simpática: "nada, pues hombre, como
voy esconder cosas en tu casa", pero, curioso y casi como a
adivinar lo que ahí estaba, me apresuré a pegar en
el famoso bulto: un traje color de rosa. ¡Quedé
humillado!. Rápidamente dije, ¿no se recuerdan que
en esta casa no hay trajes color de rosa?, Si fuera azul o
blanco, otro gallo cantaría… Pero… rosado… mi
nuevo hijo, ¡ni piensen!. Estoy seguro que
nacerá un niño y se debe llamar Raúl, por
mí, por mi padre y por mi suegro. Sonreí en cuanto
recordaba. Eran los tiempos en que era imposible saber el
sexo del
bebé antes de verlo materialmente. Sonreí
aún más, al recordar el nacimiento de ese, para
mí, nuestro nuevo hijo. Mi mujer y yo
éramos muy modernos e hicimos juntos un curso para
preparar el parto y saber
relajar el cuerpo de mi mujer, que debe estar elástico
para dilatarse. El mío también. Debo confesar que
yo estaba lleno de miedo. Adoraba a mi mujer. No quería
que nada pudiera herirla, lo supiera o creyera ella o no. Era
más bien por eso que iba a los cursos, para
acompañarla. La mimé, fui más
cariñoso que nunca, la acariciaba, la besaba, besaba su
estómago, como quién besa al bebé, ese
secreto del Siglo XX… Hasta descuidé mis trabajos para
estar siempre con ella. Comenzaron los tormentos, sin embargo. El
de ella, que solo quería comer almendras y allá iba
yo a comprar las famosas almendras que hasta el día de
hoy, yo como. En nuestro país real, estos actos se llaman
antojos, es decir, yo quiero que, no me gusta tanto, me carga, y
otras ideas que aparecían en la cabeza de la mujer
embarazada que no tiene otra cosa para hacer que cuidar de
sí misma. Mi mujer, antes de nuestro matrimonio,
trabajaba y ganaba buen dinero,
más de lo que yo. Mi hábito era nunca cobrar a los
más pobres en mi buffet de Abogado, pero cargaba la mano
pesada cuando una persona de la
familia aparecía con un caso para investigar y
llevar a tribunal. Especialmente al hermano de mi abuela, la
madre de mi madre, que tenía más dinero que pelos
en la cabeza, y era muy… cabelludo. Ese Casto Carretero
Grajera-Molano. Ese amigo de su vecina Eugenia de Montijo,
Condesa de Teba en Badajoz, ese amigo de Isabel Wittelsbach, de
Austria o Hasburgo. Cada vez que aparecía, lo que yo le
cobraba, me ayudaba a pagar la renta del bufete. Y
aparecía mucho. Era el protector de la familia.
Quería que todos sus nietos, sobrinos nietos e hijos,
hicieran tanto dinero como él había hecho.
Página siguiente |