Lo trágico puede asumir dos formas fundamentales; la
primera y más reconocida proviene del enfrentamiento de
los esfuerzos humanos con fuerzas que frustran intentos y
aspiraciones por incompatibilidad, antagonismo o simple
incongruencia. A este género de
conflicto
pertenecen las situaciones de anagnórisis para el
héroe, los "descubrimientos" de ocultas claves que, de
seguirse, hubieran "evitado" o al menos aliviado la tragicidad de
las situaciones. En tal caso, es posible para el héroe la
re-conciliación con el poder
desafiado conscientemente o no, pues en el fondo de los males
sobrevenidos al héroe, yace la ignorancia en alguna de sus
formas, ya sea como desconocimiento o como falso saber, no
encaminado a lo recóndito sino a lo evidente y/o
aparencial.
Se producen así estados de "ceguera" que conducen al
choque con el poder representativo de la fatalidad. Esta ceguera
espiritual puede manifestarse como inocencia, desconocedora de
toda maquinación –tal es el caso de la Desdémona
de Shakespeare–o
como culpa ajena que se arrastra por herencia–la
estirpe de Edipo en su conjunto–, como hybris–el caso de Medea
o, en otro sentido, el de Macbeth–, como formas de justicia
conflictivas, en cuyo trasfondo pugnan fuerzas suprahumanas,
sobrenaturales o no–en Las Euménides–, como
pretensión de modificar la realidad a través del
solo poder individual humano–Hamlet o
Edipo.
El héroe trágico sucumbe o se doblega bajo el
peso de lo fatal y desconocido, y la única vía de
salvación sería el Deus ex machina, que convierte
al victimario en irremisible víctima
–así ocurre a Jasón en Medea–o torna la
tragedia en ciernes en comedia, como en Tartufo. El "percatarse a
tiempo"
salvaría del golpe de lo fatal, aunque éste
último suele emplear la ceguera como una de sus armas. En tal
caso sería posible al menos producir al cabo algún
bien a través de los males sobrevenidos, según se
observa en Edipo en Colono. El protagonista vive lo suficiente
para llegar a saber y comunicar a los demás el saber
adquirido mediante su palabra o su ejemplo, aunque haya de morir
o de purgar indefinidamente sus errores o los de su estirpe.
Puede argüirse lo problemático de la propia comunicación del saber, pero al menos se
lleva a cabo el intento, y el coro o algún testigo
importante en la tragedia griega–otros personajes lo sustituyen
en etapas posteriores–, que reciben una perdurable
lección mediante el sufrimiento de los héroes,
muestran que, pese a todo, algún bien se desprende del
intento.
La tragedia absoluta sobrevendría si la muerte o el
extremo sufrimiento de los héroes no dejaran huellas por
no llegar a ser conocidos ni apreciados por nadie. Tal hubiera
podido ser, fuera de los marcos del teatro, el caso
de Job, de no intervenir el propio Dios.
El héroe hubiera vivido en este caso para rumiar
calladamente su dolor, el cual no provocó espanto ni una
lección real a quienes lo conocieron, sino burlas y
reproches por pecados no cometidos, incluso exhortaciones a un
arrepentimiento improcedente.
Pero el libro
bíblico no fue escrito con propósitos "literarios".
En suma, en esta forma de lo trágico, un poder se enfrenta
con lo desconocido o mal conocido, y el re-conocimiento
constituye de por sí una suerte de re-conciliación
a través de la sabiduría adquirida, plena o
incipiente.
Hay otro tipo de conflicto trágico en el cual la
relación se invierte: hay en el héroe una serena
sabiduría que conduce a los actos por los cuales él
mismo habrá de sucumbir. Está a solas con su deber.
Se le ama o se le odia pero no se le comprende. Aun quienes
parecen hacerlo revelan en algún momento su saber a
medias–un modo del no-saber–y se retiran desconcertados, o
cometen errores que agudizan el conflicto.
La tragedia en este caso proviene de lo incomunicable del
saber y de la consiguiente soledad, en sufrir sin opción
las consecuencias de actuar en un mundo o medio dominado por la
"ceguera"(1).
En su aspecto humano–el confesional no afecta a todos los
hombres–, el sacrificio de Jesús nos sobrecoge por
el estado de
irremisible soledad en el que el intransferible cáliz lo
sume, por la absurda ceguera de sus verdugos. De nada sirve que
advierta a los discípulos que serán dispersados, a
Pedro que lo negará tres veces, ni las prédicas
donde describe su suplicio con antelación. El lo sabe y
por eso ruega al Padre el perdón para quienes, en cambio, no
saben lo que hacen. Es la doble condición de este supremo
héroe la que transforma en glorioso misterio la tragedia
por excelencia. Pero en el plano puramente humano, no existe
variación en el conflicto que afecta al héroe
trágico. Este podrá, como Sócrates,
asumir con inalterable ánimo los hechos o padecer al
apurar la copa como Antígona, pero siempre experimentará
en sí mismo y en su relación con el mundo
circundante las terribles consecuencias de un mal que no le
afecta: la ignorancia.
Ver claro donde otros no pueden constituye en este caso
quizás el elemento fundamental que acrecienta el dolor del
héroe. Job debe incluirse en este tipo de tragicidad. Su
sabiduría reside en este caso en su fe sin límites,
en la espera de la redención, enfrentada con la
visión superficial de su mujer y sus
amigos, que lo acusan de ocultar sus faltas.
Sócrates queda a solas con su daemon; Antígona con
sus ancestros; Job con Dios, pero los tres son "excluídos"
por igual del género humano, en una soledad esencial que
para los dos primeros es definitiva.
La actitud
socrática muestra la
"dimensión interior de la areté(2)", lo cual
creemos aplicable a Antígona. Uno y otra son condenados y
abandonados a la soledad absoluta que proviene de una misión
incompartible, por un medio ajeno a esta "virtud interior",
ignorante de la esencia de la virtud, la cual reduce a leyes y
fórmulas inventadas por los hombres. En este tipo de
tragedia se apela a los cimientos de la condición humana,
lo cual impide que el sufrimiento del héroe resulte
posible de detener o de aliviar siquiera. Sólo cabe
vivirlo.
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