LA PALABRA, COMO MEDIO DE
EVOLUCIÓN O REGRESIÓN
1.- El Evangelio de Juan comienza con una gran verdad:
"En el principio era el Verbo". Es decir, que el Verbo es el
comienzo de todo lo existente. Pero, ¿qué es el
Verbo? ¿qué se encierra en esa palabra
enigmática? Se encierra, simplemente, el sonido, la
vibración. Y nos está diciendo Juan que el Creador
de nuestro sistema
planetario, cuando decidió llevar a cabo Su
creación, acotó en el universo una
zona del mismo, la llenó con su vibración,
haciéndola así distinta de lo circundante y, con
ello, dio comienzo en ella a su personal labor
creativa. La vibración, pues, es la clave. La
vibración es lo que mueve la materia,
inerte por naturaleza, y
la obliga a adoptar formas, a constituir los diversos objetos o
seres que llenan el universo. Porque
cada vibración crea su propia forma. De ese modo, la vida
penetra en la materia y se convierte en espíritu, al
tiempo que la
materia, al ser compenetrada por aquélla, adopta una
forma. Son las dos polaridades de la creación en marcha,
influyéndose mutuamente y abriendo con esa
recíproca relación la puerta a la infinidad de
combinaciones que se manifiestan como objetos y seres
vivientes.
La vibración, pues, el sonido – porque toda
vibración produce sonido, al margen de que nos resulte
audible o no – produce siempre e inevitablemente un determinado
efecto sobre la materia. En ese sentido, pues, la
vibración es una energía creadora. Y lo que hay que
saber en cada caso es qué sonido hay que producir para dar
a lugar a qué efecto material. En eso estriba el secreto
de la magia, tanto blanca como negra, y de la creación de
los mundos y del universo todo. Siempre es el mismo proceso (como
arriba es abajo y como bajo es arriba): las dos polaridades de la
manifestación, vida y materia; la influencia de la vida,
convertida en vibración, sobre la materia;
conversión de la primera en espíritu y de la
segunda en forma; y permanente influencia recíproca para
elevar la materia hasta su identificación con la
vida.
2.- Por eso, el primer sentido que desarrollamos los
hombres, allá en el lejanísimo Período de
Saturno – cuyas condiciones se repitieron en la Época
Polar de la Cuarta Revolución
del actual Período Terrestre -, cuando éramos
simples minerales, fue el
sentido del oído.
Porque, para ir construyendo nuestros vehículos, hechos de
materia, necesitábamos escuchar la palabra oportuna,
percibir la vibración apropiada, con el fin de que la
materia se fuese adaptando a ella y dando lugar a la forma
deseada por el espíritu. Por eso la materia oye, todos los
objetos oyen, para poder ir
obedeciendo las órdenes que, desde los planos superiores –
recordemos los arquetipos que, permanentemente, están
modelando la realidad inferior -, se les imparten con el fin de
ir acondicionando sus formas, sus cuerpos, a las vibraciones que
perciben. Por eso la vida es
continuo cambio. Por
eso nada permanece estable. El oído, pues, nuestro primer
sentido, no sólo es capaz de percibir los sonidos
externos, del mundo físico, sino también los
internos, los que constituyen esas órdenes secretas de lo
alto que lo van construyendo y conservando todo y sosteniendo
todo y que, en ocultismo se denominan "la música de las
esferas", "la Lira de Apolo" o "la Voz del Silencio".
El siguiente sentido que desarrollamos fue el del tacto. Y
nació en el remoto Período Solar – cuyas
condiciones se repitieron durante la Época
Hiperbórea de la Cuarta revolución del actual
Período Terrestre – mientras fuimos vegetales. Y tuvo,
lógicamente, por fin, entablar una relación
más íntima y directa entre el espíritu
aprisionado por la materia y ésta. Fue la época de
la tierra
fundida y de la necesidad de huir del calor excesivo
mediante el órgano hoy llamado glándula pineal,
entonces externo y detector de la vibración
calórica. Hoy este sentido se ha extendido por toda la
superficie del cuerpo. Pero sigue percibiendo vibraciones y
sólo vibraciones, que nosotros llamamos tacto.
El tercer sentido que desarrolló el hombre fue
el de la vista, hecho que tuvo lugar en el Período Lunar y
se repitió durante la Época Lemúrica, en la
Cuarta Revolución del actual Período Terrestre. Y
tenía por finalidad incrementar el
conocimiento de la materia circundante por parte del
espíritu. Y sigue hoy día captando vibraciones, que
nosotros denominamos luz y colores.
El cuarto sentido, el del olfato, se desarrolló durante la
Época
Atlante. En la actual Época Aria, se está
desarrollando el sentido del gusto. Y en la próxima Sexta
Época, se desarrollará la intuición, que
hará ya posible, la
comunicación directa entre el espíritu y sus
vehículos, la percepción
por la Personalidad –
cuerpos físico, etérico y de deseos – de los
mensajes y órdenes del triple Espíritu – Divino, de
Vida y
Humano -, así como la percepción por éstos
de los acontecimientos de los tres mundos inferiores.
Pero, siempre, esos mensajes no serán más que
vibraciones. De una u otra clase o
frecuencia o ritmo o tono o longitud de onda. Pero vibraciones
que, como sabemos, influyen inevitablemente a la materia, siempre
susceptible de ser remodelada por una determinada clase de
vibración.
3.- La palabra, pues, el objeto de estudio de este trabajo no es
sino vibración. Un sonido. Algo que, como todas las
vibraciones, está destinado a producir un efecto en su
entorno material.
Pero, ¿cómo nació la palabra? ¿Era
necesario su nacimiento? El hombre, el
Espíritu Virginal que cada hombre es en realidad, es un
espíritu colectivo, con conciencia grupal
en su mundo original, el Mundo de los Espíritus Virginales
y que, por tanto, ha de evolucionar como un conjunto. Recordemos
en este sentido que el primer capítulo del Génesis,
al describir la Creación y referirse a su autor, no habla
de un Dios individual, sino de "los Elohim", es decir, un
espíritu grupal y, por tanto, un Dios grupal. Y nosotros
fuimos creados a imagen y
semejanza suya.
Cierto que para esa evolución, el plan divino
creador previó una etapa evolutiva individual,
independiente hasta cierto grado, pero confluyente luego, cuando
uno empieza a pretender hollar el Sendero, hacia un sendero
común, cada vez más estrecho, hasta alcanzar la
estrechez del filo de una navaja, y que acaba identificando a
cada uno con todos, sin perder, por supuesto, su propia
conciencia.
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