- Navegante
fúnebre - Mar
apocalíptico - Ribas
dialécticas - El hombre
total y fatal - El
descenso y caída - El dios
ausente - Misterio
y herejía sagrada - Bitácora
ritual y testamento profético - Testimonio: un
libro dentro de otro libro - Destino
de poeta - Itinerario de una
locura - Hacia los
montes fértiles - Fuente
11 de noviembre aniversario de su muerte
Del
averno a los montes fértiles
1. Navegante
fúnebre
Cuenta Jung, comentando el Ulises de Joyce, que un
tío anciano lo detuvo un día en la calle y le
preguntó:
– ¿Sabes cómo atormenta el diablo a
los réprobos? –Y continuó–, ¡los
hace esperar!
Treinta y tres años han transcurrido desde
el suicidio de Juan
Ojeda, ocurrido el 11 de noviembre del año 1974, autor de
un libro
trascendental, cual es Arte de navegar y
protagonista de una de las aventuras humanas más
extraordinarias en la poesía
de todos los tiempos
Veinticinco años se ha tenido que esperar para
ver publicado, en forma total, el libro Arte de Navegar, que Juan
Ojeda dejó estructurado meses antes de morir, el 11 de
noviembre de 1974.
Pero la cita de Jung también es pertinente al
evocar cuatro elementos que son esenciales en el libro Arte de
navegar que motiva las siguientes reflexiones: 1). Ulises,
símbolo de sabiduría. 2). El descenso al Hades, 3).
El mundo del tormento; y: 4). La reflexión sobre el
tiempo, la
espera y el tedio. Todos
ellos elementos sustantivos en la poesía de Juan
Ojeda.
Ningún personaje se menciona tantas veces en Arte
de Navegar –y más aún el ambiente donde
mora– como Caronte: "…el viejo blanco con antiguo pelo";
el "…anciano de precario pelo"; "…ese anciano de lanoso
rostro conduce vehemente / Tanta acritud, que la otra riba
configura falaz toda esperanza". Y con él, el trance de
navegación de su barca, siendo el símbolo de esa
navegación de donde deriva, en gran medida, el
título del libro.
Allí se ofrece, también, la
temática central y dominante de la obra, cual es la
condición humana, la historia moral del
Hombre puesta
en escena en el traspaso de las almas a través de dicho
río, todo a cargo de Caronte, quien repleta su barca con
la multitud interminable de almas que lloran –algunas a
gritos– por las aflicciones que ya padecen, y que
sufrirán aún más por los siglos de los
siglos. Mientras, como parte del castigo, ya las acosa el anhelo
incontenible de pasar a la otra orilla –donde las espera el
dolor tanto por los castigos que allí se infligen como por
dejar esta vida sencilla– mientras el barquero las aporrea
con el remo para acallar sus gemidos.
La poesía de Juan Ojeda tiene su escenario y su
centro en medio de esas aguas impías que llegan hasta la
embocadura del Hades, a orillas de cuyo foso arriba la barca del
anciano irritado, quien arroja a esa sepultura las almas de los
que alguna vez fueron vivos. El Aqueronte es frontera
infranqueable que divide la vida terrena del padecimiento
sempiterno. Y con él Juan pone en el tapete el juicio, la
condena y el pavor postrero; todo ello sumido en un paisaje de
niebla donde sólo hay horizontes difusos.
Caronte, en las conversaciones que tuve con Juan, con
quien fuimos amigos entrañables, ejerció siempre
para nosotros una fascinación subyugante. Él era el
navegante por antonomasia en su mitología personal, el
navegante símbolo, el que une mundos opuestos, aunque su
destino sea fatal y abominable. Es el nudo y creo que, en el
fondo, Juan era la encarnación de esa divinidad
descalabrada.
Es en las aguas de pesadilla, densas e insondables de
dicho río –lago en verdad por su anchura; de
ondas pardas y
negruzcas, profundas también por la pena que en ellas
cunde, donde estallan rojizos los relámpagos y se oye el
estallido y retumbar de los truenos, sólo interrumpidos
por los acompasados golpes de los remos del barquero– donde
Juan abisma su poesía; quizá por eso también
tan olvidada, pues se conoce al Aqueronte como el Río del
Olvido, porque quien se sumerge en sus aguas olvida en ellas
quién es y todos se olvidan de él o ella, para
siempre.
Siguiendo esta ruta o camino, Arte de
navegar es un descenso a la morada de los muertos, una
peregrinación por el mundo subterráneo y de los
infiernos, adonde Juan proyecta la realidad común y
corriente, es decir, la vida cotidiana, con sus grandezas pero
más con sus ausencias y miserias:
Yo siempre he morado en el
Infierno
Y de la vida sólo conozco
un rostro destrozado:
El rostro de la
niebla más dura que los sueños
inútiles.
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