La ciudad de Montevideo se apoya en el mar. Bueno, en el
río que nosotros, los uruguayos, llamamos mar. Y es usual
que, al transitar por su rambla, llevemos al hombro la alforja
con nuestras pequeñas grandes historias, mientras
observamos la playa y el mar a un lado y al otro parques y
edificaciones, en esta aldea del tiempo
lerdo.
En esta rambla singular podrán encontrarse los
más variados monumentos puestos de cara al mar y que dan,
además de lo particular que cada uno encierra, una
visión de la idiosincrasia de un pueblo abierto en lo
espiritual bien como en su identidad que
conserva una veta ácrata que torna en propio al visitante
que se allega a estas tierras.
Al recorrerla, y si se parte desde su inicio de la
costanera portuaria, al avanzar habrá de llegarse, unos
cuantos kilómetros después, a un pronunciado
recodo, de cara al mar, donde se halla el Memorial al Holocausto del
Pueblo Judío.
Es común el detenerse e ingresar al espacio verde
del Memorial, no sin transitar por un simbólico aunque
real y breve tramo de rieles, en recuerdo de los vagones que
transportaron a tantos y tantos seres humanos a su última
morada. Hacerlo, caminarlo, genera otro espacio y otro tiempo que
el hasta entonces recorrido. El silencio de los inocentes y hasta
el de nuestros más íntimos recuerdos, nos envuelve,
sobrecoge y prepara para el encuentro con la esencia misma de lo
humano, en su complejidad y contradicción: las miserias y
las grandezas del hombre.
Más allá de los durmientes dos pesados y
encontrados murallones invitan a traspasarlos por un
brevísimo puente de madera, a cuya
izquierda observamos, labradas en elevados granitos, frases
bíblicas y mensajes trascendentes. A nuestros pies, un
suelo
tachonado de adoquines no nos duele puesto que ya nuestra mente
comenzó un paseo por los aires, con el azul del cielo por
horizonte, sintiendo la levedad que proporciona un estado
espiritual especial, proclive a meditaciones allende lo material,
entendiendo por tal lo utilitario, pero cercanas a lo
dinámico de la vida en el humano.
Así, pues, uno se aviene, luego de respirar hondo
abriendo al máximo las narinas, a dejar que principie ese
proceso
reflexivo que le llevará a visitar las regiones más
hondas del corazón.
Pensar Auschwitz es también pensar desde lo
profundo del corazón, porque no hay cómo poder acceder
al horror si no es desde la cordialidad máxima, desde una
apertura serena y amplia que permita transitar por los gritos
ahogados y los rostros crispados, hasta llegar a la luz de cada una
de esas almas atormentadas, en su momento de vida, por el dolor
que debieron soportar, pero iluminadas por la grandeza en la
cercanía con la esencia misma de la vida, a la que
supieron acceder. No hay explicación para tanto dolor,
solamente hay la posibilidad de pensar en clave de amor, con
tonos de un pensar constructivo y semitonos de una pulsión
cordial, repito, que atempere el llanto y provoque la aurora de
una serena sonrisa.
Claro está, el mero pensar reflexivo no convierte
al hombre en humano y menos aun en trascendente.
Quien da curso a la conciencia
moral
podrá arribar a tal estadio en tanto esté en
armonía con el diapasón que ella resulta ser, al
sopesar la coherencia entre lo que la persona hace y
aquello que la persona tiene por recto y justo. La falta de
coherencia, la duplicidad e inmoralidad resultarán ser
elementos inarmónicos, dando paso al remordimiento al
constatar en el interior de su ser las miserias y bajezas que
el hombre
puede cometer, con extrema facilidad, si desoye la voz interior;
voz que está orientada por su conciencia moral.
Cuanto más cercanos estamos al otro, mayor
será el grado de compromiso con nuestra sociedad y su
mejor destino, el de todos.
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