La necesidad de satisfacer el deseo audiovisual es
propia del hombre de
todas las épocas. Pero, a partir de la expansión de
las tecnologías digitales, el desarrollo de
un nuevo régimen de visibilidad ha acentuado aquella
primaria necesidad. De alguna manera, el voyeurista
—aquel que padece el trastorno de observar compulsivamente
la vida erótica o sexual ajena— y el hombre de
la sociedad
actual como espectador pasivo en tanto sujeto
indiferente e inerte a los acontecimientos sociales, evidencian
los mismos síntomas: individuos que, con tendencias
adictivas, hallan satisfacción en el universo
ajeno, reemplazando la acción
por la mirada, la que ha dejado de ser un medio para constituirse
definitivamente en un fin.
Sentado frente a la pantalla, el sujeto
contemporáneo ha logrado al fin saciar su deseo visual,
potenciando el metabolismo de
la satisfacción escópica. Si el deseo de mirar
está implícito en la naturaleza del
hombre, el consumo de
imágenes que propone la era digital se ha
disparado al infinito: por todas partes, los medios
convocan a un espectador cada vez más complacido por
consumir a discreción.
Desde siempre, el hombre ha sentido la necesidad de
satisfacer su deseo audiovisual. Ya la modernidad
había generado la expansión del campo de la mirada,
derribando advertencias como la de San
Agustín sobre los placeres de la vista, la
"concupiscencia de los ojos", tendientes a instalar un
régimen de la mirada centrado en la imagen religiosa
y en el mundo como texto
divino.1
Pero el desarrollo de un nuevo régimen de la
visibilidad, a partir de las tecnologías digitales, ha
incentivado aquella necesidad primaria: el voyeurismo,
en tanto práctica que busca satisfacer la libido a
través de la observación de lo genital o la imagen
pornográfica, tiene su lugar como nunca antes en la era
digital. "Si el voyeurismo", dice Román
Gubern,2 " es una práctica antigua ya condenada
en el Génesis, en el pasaje en que Noé maldice la
estirpe de su hijo Cam porque éste vio sus genitales
mientras dormía, en la era mediática se ha
potenciado con los soportes de información —fotoquímicos,
electrónicos y digitales— que contienen
reproducciones vicariales de cuerpos desnudos y de actividades
sexuales".
El antiguo fisgón que disfrutaba de contemplar el
acto sexual ajeno, representado con la imagen
cinematográfica de la cerradura, se ha convertido en un
sujeto absorbido por la pantalla, como el propio sexo absorbe
al mirón: a distancia. Esa distancia constituye
la paradoja del sujeto-espectador de la posmodernidad:
en su afán por espiar intimidades ajenas, ese sujeto
—al propugnar el aislamiento y la distancia—
inmoviliza y excluye su propia intimidad.
Verdadero cultor de la vida íntima de los otros,
el voyeur contemporáneo, paralizado por la multiplicidad
de ofertas para satisfacer su propio deseo, parece naufragar
entre un autismo y un
erotismo virtuales, un placentero onanismo que ha perdido todo
punto de contacto con su propia intimidad. De alguna manera, el
hombre de la sociedad actual, devenido espectador
—porque ha dejado de ser partícipe y actor de los
acontecimientos sociales—, evidencia los mismos
síntomas que el clásico voyeur definido
por los tratados de
psiquiatría: un individuo que,
con tendencias adictivas, halla placer en el universo ajeno,
sustituyendo la acción por la mirada.
La mirada
furtiva
Catalogado como una parafilia, trastorno o
desviación sexual —inserto en las otrora llamadas
perversiones o aberraciones por la psiquiatría
clásica y el psicoanálisis— el voyeurismo
constituye una práctica provocada por la
erotización patológica de la mirada: la
existencia de una compulsión del voyeur (mirón) por
observar, como espectador pasivo, la vida sexual de los
demás. Precisamente su característica es la de
ocultarse para espiar a sus potenciales víctimas, que
suelen ser desconocidas o, al menos, no conscientes de su
presencia. Y constituye una desviación en tanto "los ojos
dejan de enriquecer la actividad sexual para convertirse en una
limitación, y cuando el mirar se erige en fin y
no en medio, negando otros fines, como la
penetración".3
El trastorno se gesta en la infancia, e
implica un desajuste en la maduración de los impulsos
sexuales: con la adolescencia y
la mayoría de edad, las pulsiones infantiles no logran
modificarse. Para el psicoanálisis, la angustia de
castración que trae implícita suele fijarse por
haber presenciado la escena primaria o el coito de los padres, o
contemplado los genitales de los adultos. Cuando miran el desnudo
o el coito de otros, tratan de asegurarse de que no hay peligro
de perder su pene, como castigo por la trasgresión,
repitiendo en calidad de
espectador las escenas temidas. Es decir, repiten la escena
traumática, con el deseo de ejercer un control sobre
él.4 Algunos sexólogos consideran
auténtico voyeurismo aquel que se practica a través
de un objeto intermedio: un catalejo, una cámara, el ojo
de una cerradura o la hendija de algún ventanal, vale
decir, algo que lo proteja como un escudo en la distancia y le
garantice el control sobre las víctimas, a las que, en lo
más profundo, odian y a las que nunca llegarán a
tocar, porque el voyeur es un tímido crónico que
jamás desea el coito o, como bien dice Henry Ey, "realiza
el más breve de los coitos: el
visual".
Precavido para no ser descubierto mientras espía,
pues ello interrumpe su placer y le provoca frustración y
angustia, el oteador suele llegar al orgasmo en pleno
avistamiento, o masturbarse luego con la evocación de las
imágenes observadas. Suele excitarle el riesgo, el
incógnito, y se expone en ciertos casos a ser pillado o
denunciado. De esta manera tipifica un comportamiento
sexual que algunos califican como furtivo y
marginal.5
La mirada, en esta era de la imagen, se ha desarrollado
más que ningún otro sentido y, a partir de ella,
cualquier individuo que disfruta de escenas de erotismo
podría tener algún rasgo voyeurista. Pero se
convierte en una patología cuando el mirar escenas
sexuales constituye el modo preferido o exclusivo de un
individuo para obtener placer. Esto le genera al voyeur serias
dificultades en los contactos personales y afectivos, y perturba
sus relaciones
laborales y sociales. La industria del
sexo prospera imparable a costa del goce ocular: cine, páginas
web, espectáculos en vivo, toda una serie de
modalidades y espacios montados para la inmensa fauna de adictos
que pulula en la sociedad consumista.
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