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Para la Real Academia Española,
canonizar significa declarar el Papa solemnemente
santo a un siervo de Dios ya beatificado.
Esta tarea, exclusiva del Vaticano, insume un proceso tan
largo y complejo como muchos no imaginan, sin incluir el tiempo que
demora la comprobación de los milagros necesarios para que
el candidato a la santificación alcance la
nominación máxima de la autoridad
suprema de Roma.
En efecto, un santo es un modelo que
Dios ofrece a los hombres. Y, como tal, no es tarea fácil
demostrar que un hombre o una
mujer de carne y
hueso contenga no sólo las mínimas falencias, sino
también un atributo extraordinario al género
humano: la realización de milagros.
"Podríamos denominar santos –dice el
prólogo a la legislación canónica, renovada
en 19831– a aquellos que, habiendo abrazado la fe
cristiana y recibido el bautismo, viven y mueren en gracia de
Dios. Esto implicaría ausencia de pecados
mortales, aunque no de pecados veniales e
imperfecciones múltiples".
Pensemos, por contrapartida, qué
mecanismos actúan en el proceso de
canonización de figuras –reales o hasta
imaginarias- a las que la tradición oral, no siempre
respetuosa de la ortodoxia romana, adjudica la realización
de verdaderos milagros, y hacia las que multitudes rinden un
culto esperanzado, militante, auténtico y
fervoroso.
El pueblo realiza canonizaciones y genera devociones con
la esperanza de que nuevos y a veces efímeros santos oigan
sus desamparados ruegos. "La religiosidad popular los crea
con rapidez, a veces sobre la base de un solo y dudoso milagro, y
con la misma facilidad suele librarlos al olvido, a menos que
arraiguen en el imaginario social, convirtiéndose en
mito, y consolidando un rito".2
Hablar del intrincado proceso de canonización
oficial y de su relación con el mucho más
espontáneo y flexible proceso de canonización
popular, implica apuntar nuevamente al ámbito de las
creencias consideradas como oficiales respecto de aquellas
–cuestionadas por la Institución oficial en materia
religiosa, la Iglesia– que
son excluidas o marginadas.
Pero antes de aventurarnos en los mecanismos de
elección de seres consagrados a los altares, intentaremos
sondear algo más en torno a la
condición superior a la que son elevados esos seres. En
suma, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de lo
santo?
Lo santo. Su
manifestación.
"Dios está
presente,
calle todo en nosotros
y humíllese íntimamente
ante El"
Tersteegens
¿Por qué la imagen de un
santo provoca –al menos, en los creyentes- una
sensación de misterio, de veneración, de
adoración, de distancia inalcanzable, pero también
de esperanza y de temor? ¿Por qué, ante la sola
presencia de una estampa, foto o cuadro determinado de un
venerable, muchos hombres y mujeres oran, imploran, suplican, con
profunda emoción y llenos de fe, extasiados ante su
imagen? ¿Cómo se explica ese fervor, esa
manifestación de un sentimiento de adoración y
asombro?
Siguiendo a Rudolf Otto3, diremos que lo
santo es una categoría que nace exclusivamente en la
esfera religiosa, y que contiene un elemento singular que se
sustrae a la razón, por lo que es completamente
inaccesible a la comprensión por conceptos. Asimismo,
cuando aplicamos el término santo en un sentido
moral –significando, por ejemplo, la bondad
perfecta- convengamos que ese sentido tampoco es el estricto:
"Santo incluye, sin duda, todo eso; pero además contiene,
aun para nuestro sentimiento, algo más: un excedente de
significación –explica Otto-; (…) pero como
nuestro sentimiento actual de la lengua
incorpora sin duda lo moral a lo
santo, será conveniente inventar una palabra destinada a
designar lo santo menos su componente moral, y
menos cualquier otro componente racional".
Por eso propone el término numinoso
–al que ya hemos hecho mención- como una
categoría peculiar, explicativa y valorativa;
término que no puede enseñarse, aunque sí
"suscitarse, sugerirse, despertarse, como en definitiva ocurre
con cuanto procede del espíritu". Otto acuña el
concepto de
mysterium tremendum para designar a ese objeto numinoso;
cuando se refiere al adjetivo tremendo hace alusión
al temor –tremor-, pero no en el sentido conocido de
aterrorizarse; se trata de un terror de íntimo espanto,
que nada de lo creado, ni aun lo más amenazador y
prepotente, puede inspirar. "Ninguna de las especies del miedo
natural puede convertirse, por simple incremento, en pavor
numinoso".4
Ahora, ese sentimiento numinoso, si bien se distancia
del pavor y del espanto, conserva algo del primigenio carácter demoníaco. Aún
cuando la creencia en demonios se ha elevado, desde mucho tiempo
atrás, a la forma de creencia en dioses, siempre conservan
los dioses –por cuanto son númenes– algo de
su primer carácter fantasmal.
En las religiones actuales, en las
figuras de sus dioses, aquel componente pavoroso se apacigua y
ennoblece. Es mas, otro elemento o propiedad del
numen es la ira: en las religiones
primigenias, esta cólera
divina no implicaba precisamente aminoración de santidad,
sino la expresión natural de ella, un elemento
esencial de lo santo.
En efecto, esta ira –que con error se
acostumbra a llamar natural cuando, en realidad, es antinatural,
es decir, numinosa– es un componente de la
santidad, e implica lo tremendo, aunque
interpretado mediante una ingenua analogía con un
sentimiento humano ordinario.
Hemos hablado de lo tremendo, pero ¿y el
misterio? Ambos conceptos implican dos aspectos del
numen; pero el misterio –de mirum, que
equivale a asombrarse, sorprenderse– significa
solamente lo extraño, lo que no se comprende y no se
explica. El misterio religioso,
"el auténtico mirum es lo
heterogéneo en absoluto, lo thateron,
alienum, lo extraño y chocante, lo que se sale
resueltamente del círculo de lo consuetudinario, familiar,
íntimo, oponiéndose a ello y, por lo tanto, colma
el ánimo de intenso asombro (…) El objeto realmente
misterioso es inaprehensible e incomprensible, no solo porque mi
conocimiento
tiene respecto a él límites
infranqueables, sino además porque tropiezo con algo
absolutamente heterogéneo, que por su género y su
esencia es inconmensurable con mi esencia, y que por esta
razón me hace retroceder espantado".5
Pero, ¿de qué forma se manifiesta lo
santo? Ante todo, digamos que no es lo mismo tener idea de
‘lo santo’ que percibirlo y descubrirlo como algo
operante, que se presenta en fenómenos. Lo suprasensible
puede aparecerse en ciertos acontecimientos, hechos y personas,
pero ¿de qué manera se lo reconoce? Otto llama
facultad divinatoria o de divinación a
aquella capacidad de conocer y reconocer de hecho lo santo,
cuando se presenta en fenómenos. "El santo no se
enseña a sí mismo como tal, sino que es
sentido de esa manera por los otros. Y de estas emociones, a
menudo groseras y engañadoras, pero siempre intensas y
profundas, nacen las comunidades religiosas".6
El siguiente ejemplo es esclarecedor y se refiere al
primer reconocimiento del Mesías (Jesús) por Pedro;
éste le dijo: "Esto no te lo reveló carne
ni sangre, mas mi
padre que está en los cielos". El reconocimiento de
Pedro acerca de que Jesús era el Mesías, es decir,
el ser numinoso por excelencia, no había
sido sugerido por ninguna autoridad, sino hallado por sí
mismo. Es decir, que fue un verdadero descubrimiento
nacido de la impresión producida por
Jesús.
A esto, Otto lo llama "predisposición necesaria
para sentir la emoción de lo santo". A su vez, tener
impresión ante alguien significa descubrir y
reconocer en él una significación peculiar,
sentirse presa de él, rendirse ante él.
"¿Cómo en nosotros –prosigue el autor- tan
distanciados de la acción
viva de Cristo puede, ante ella, despertarse la intuición
divinatoria, la intuición religiosa? ¿Cómo
podemos todavía experimentar la emoción de ver en
ella lo santo manifestándose? Evidentemente, no por modo
demostrativo, por pruebas; no
conforme a una regla ni según conceptos. No podemos
indicar ningún carácter conceptual en esta forma:
‘Si concurren los elementos X e Y tiene lugar una
revelación’. Precisamente por eso hablamos de
divinación, de comprensión intuitiva.
Pero sí podemos experimentar esa emoción de
ver manifiesto lo santo por modo puramente contemplativo cuando
el alma, frente
al objeto, se abre de par en par y se entrega a la pura
impresión".7
Sin embargo, Rudolf Otto sostiene que esa facultad
divinatoria sólo la poseen determinados hombres "a quienes
les ha sido dado el espíritu con una forma y una vida
más elevada"; sólo esos espíritus superiores
tienen, según su afirmación, la capacidad de
conocer y reconocer lo santo. Todas las intuiciones generadas en
el hombre
común –para éste autor- son
exteriorizaciones, tentativas de expresión del
sentimiento: "sólo ciertas naturalezas tienen in
actu esta facultad divinatoria; sólo ellas reciben y
sustentan la impresión de lo
supracósmico".
Interpretamos que esa capacidad, ese estado
superior, puede –en potencia–
poseerlo cualquier humano, pero que en algunos –los
más dotados- se ha desarrollado la capacidad de
creación y revelación de lo numinoso. Solamente
espíritus como el apóstol Pedro –para
proseguir con el ejemplo dado por Otto- poseerían el
don divinatorio, esa facultad extraordinaria de captar una
impresión reveladora.
Más allá de todo esto, sin embargo,
cualquiera de nosotros puede experimentar esa
emoción que causa el manifestarse lo santo,
a través de nuestra impresión de ello, es decir,
del descubrir y reconocer esa significación
peculiar, eso numinoso, ese excedente emocional que no
tiene analogía con lo racional, sino que es una
categoría a priori de aquel espíritu
racional.
Y esa emoción puede transmutarse en
veneración y fervor religioso, es decir, en
devoción o manifestación externa de esos
sentimientos.
Tanto la religión
institucional como la religiosidad popular seleccionan
modelos de personas, seres de virtudes ejemplares, como
espejo para que el mundo los mire, los admire y los venere (Es
que santo, en rigor, es aquello perfecto, puro y limpio de toda
culpa. Vale decir que sólo debería aplicarse a
Dios, a un Espíritu Supremo o una Energía
Superior).
Pero esos modelos –más cercanos al
hombre que Dios, o cualquiera de las otras entidades supremas-
por tratarse de seres que vivieron, sufrieron, gozaron y murieron
al igual que el resto de las personas, tienen el valor agregado
de tornarse vidas ejemplares para que el hombre
común –a través de la identificación,
la imitación de sus virtudes y actos- pueda tender un
puente al Supremo.
Por eso, hay ciertos rasgos característicos de la
santidad que la proponen como modelo de contemplación y
exaltación del amor y la fe:
la sencillez, imperturbabilidad y paz, la humildad, la confianza
en Dios (o la Suprema Potencia); "en el rostro del santo se lee
la resignación, cuando está atribulado; la
humildad, cuando es ensalzado; la dulzura, cuando ejercita el
celo; la magnanimidad, cuando es odiado".8
Hay muchos modelos de
hombres y mujeres ejemplares; sólo algunos llegan a ser
venerados (canonizados por la Iglesia o el pueblo). Por
eso vale aquí, más que nunca, reiterar la cita de
Rudolf Otto:
"El santo no se enseña a sí mismo
como tal, sino que es sentido de esa manera por los otros.
Y de esas emociones a menudo groseras y engañadoras, pero
siempre intensas y profundas, nacen las comunidades
religiosas".
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