- El paso del
signo - La incitación de lo
oscuro - La lucha
por la domesticidad - La
ruptura heideggeriana - Lo
sagrado profanado - La verdad
de la mentira - La
asunción hermenéutica del
arte - Más
allá de la estética - En la luz
del misterio - Emplazar
al emplazamiento - Notas
1 El
paso del signo
La belleza será convulsiva o no
será.
André Breton,
Nadja
Es posible comprobar que, desde Pitágoras hasta
Hegel, el
arte
sólo logra alcanzar, en lo fundamental, un valor
"propedéutico", siempre subordinado a la religión, a la
filosofía, a la política, a la moral, a la
economía
o, en su límite, a la "psicología".
Ciertamente: Kant ha elevado
la experiencia estética a una altura nunca antes conocida.
Ha "liberado" al arte de su esclavitud
respecto de lo corporal-sensible considerándolo un objeto
dotado de la suficiente "pureza" como para entrar de lleno en el
reino de la especulación filosófica. Con ello ha
hecho de la estética un campo esencialmente
autónomo, y de la obra de arte un objeto digno de la
más noble consideración. No obstante, la
posibilidad de experimentar la belleza permanece, en
última instancia, sujeta a otra cosa: a la percepción
de la ley moral que, sacándonos de nosotros mismos,
nos devuelve, por su observancia, a la esencia de lo comunitario.
La belleza sigue siendo signo de otra cosa; lo bello, en
el edificio crítico kantiano, es "símbolo de la
moralidad".
En el sistema de Hegel,
el arte no significa —o no equivale a— que seamos
"morales", sino que, en el fondo, pertenecemos al
absoluto. Arte, religión y filosofía comparten
esa sabiduría suprema. Pero tampoco la comparten en el
mismo plano: corresponde a la filosofía extraer del
arte la verdad, hacer pasar esa verdad por el corredor que
lleva de lo implícito a lo explícito, elevar la
imperfecta inmediatez de la percepción sensible hasta la
perfección del concepto. El arte
cede su sitio a la estética: la obra se realiza fuera de
sí misma, se encuentra sólo en el discurso
—en el logos— que suscita. El arte,
según Hegel, es el lugar del pasado…
Dos grandiosas —y, en apariencia, generosas—
tentativas de pensar el arte, de traer el fragor de su
irrupción a la paz y a la legalidad del
concepto, de traducir su fuerza
inmediata en la meditada persuasión del discurso.
Tentativas que, a pesar de todo, terminan enfeudando al
arte en el juego de la
filosofía y poniéndolo, como todo lo demás,
a su servicio.
Tentativas frontalmente opuestas a la apuesta genealógica
de Nietzsche,
para quien el arte exige mucho menos una "traducción" que un pensamiento
propio.
La "metafísica
de artista", según expresión del propio Nietzsche,
es cualquier cosa salvo una "alegoría" de las obras de
arte. Y si se trata de pensar el arte sin acabar
aplastándolo con —o reemplazándolo por—
el concepto, la estrategia debe
cambiar de modo radical. En primer lugar, reformulando de
un extremo al otro la "teoría
del fenómeno". La apariencia no es lo contrario de
la verdad, sino su expresión. Lo que aparece
—la superficie— tiene una profundidad
metafísica[1].
El arte es, para Nietzsche, una religión de la
apariencia: "Si la verdad", acota François Warin, "es
mujer, si en el
fondo de la apariencia no hay sino apariencia, entonces, por
oposición al resentimiento de la metafísica que
transgrede, sacrifica o lleva a la muerte a
toda apariencia, por oposición a la fría
pasión del conocimiento,
al tiránico gusto de la certeza, el arte se manifiesta
esencialmente como aquello que brinda su asentimiento a la
apariencia, como aquello que la consagra, la santifica como
santifica la mentira afirmando la vida como poder de
ilusión, glorificando el mundo como error"[2].
Entre Platón
y Homero, Nietzsche
toma partido, sin vacilar un instante, por el poeta.
Es la alternativa entre la pesadez y la ligereza, entre
la profundidad mórbida y la superficialidad
danzarina.
En segundo lugar, haciendo de la
afirmación del arte una afirmación
ateológica y ateleológica. El libre juego de las
facultades ha de ser radicalizado hasta hacer del mundo mismo
el espacio del juego y de lo libre. El mundo es absolutamente
indiferente a nuestras exigencias morales: está siempre
más allá del bien y del mal. El arte no
quiere imponer sus constricciones, no quiere "conocer" ni quiere
"dirigir": sólo quiere que las cosas, todas y cada una de
ellas, puedan ser. El arte deja de copiar el mundo
—o de sintonizar con el transmundo— para convertirse
en modelo para la vida. El arte nos hace entrar en un
estado de
suspensión del mundo, en un estado de reversión o
interrupción de las estrategias que
necesitamos desarrollar para que las cosas lleguen a ser
un mundo — objetos dóciles para un sujeto bien
amaestrado.
En tercer lugar, al contrario de la
operación practicada por Schopenhauer,
es necesario remitir el arte a la voluntad de poder (que,
según se verá, se halla en el otro extremo de la
voluntad de dominio). El arte, para Nietzsche, es la
fuerza antinihilista por excelencia, es la voluntad de
fiesta que estimula sin cesar a la vida. Frente a la
religión, que gira en torno a la
devoción, el arte incita a la
creación. No es posible, en suma, seguir pensando
el arte en términos de armonía o adecuación
(de lo inteligible con lo sensible, de lo interior con lo
exterior, de la idea con la materia,
etc.). El arte, para Nietzsche, es agónico, en el
justo sentido de que gira sobre sí mismo
interrogándose sin cesar, siempre irónico, sobre su
propia imposibilidad.
El arte no nos salva si no es abismándonos en la
ausencia de salvación.
2 La
incitación de lo oscuro
Somos una planta, mas
no terrestre, sino celeste.
Platón,
Timeo
La visión nietzscheana del mundo griego se aparta
de toda transacción o idealización (también
de toda esterilización académico-erudita). Ha
percibido con toda su fuerza que la famosa "serenidad" griega se
levanta sobre un fondo de horror que Nietzsche enseguida
asocia con las furias, con las madres devoradoras. La
belleza se yergue, graciosamente, a un paso de la
devastación. El arte apolíneo es la conquista de la
claridad a partir de unas tinieblas constitutivas: es la
afirmación de una voluntad de distinción frente al
"asiatismo" que de cualquier forma continuará marcando
—y persiguiendo— al mundo griego. El texto de El
nacimiento de la tragedia está escrito desde ese doble
movimiento
merced al cual los griegos se arrancan de un subsuelo
dionisíaco quedando sin embargo fascinados por su
contemplación.
La experiencia griega enseña a Nietzsche que el
arte sólo encuentra su sentido en el juego de la
representación de la muerte,
allí donde es posible experimentar toda la fragilidad y la
vulnerabilidad de la vida. Hay arte sólo cuando se
muestra el
inminente momento de la quiebra, cuando comprendemos que
todo está a punto de disolverse, cuando la muerte
parece que nos alcanza con su mirada sin ojos y su llamada
silenciosa. La obra de arte acaricia ese instante,
demorándose en su borde, trazando su distancia. Es una
mirada herida por la violencia de
la noche, hecha para soportar lo insoportable —
pero sin enmascararlo, sino exhibiéndolo, "dejando aflorar
la inminencia del horror", dice Warin, "mas bajo la apariencia de
la seducción"[3].
Por el arte nos aproximamos a la destrucción y al
caos sin sucumbir —del todo— a su
vértigo.
Para Nietzsche, la obra de arte es esa delgada
línea, esa fisura que conecta-y-separa la fuerza
dionisíaca con y de la forma apolínea. Un equilibrio
asaz precario. La tragedia griega transita en ese límite,
esforzándose por no caer a uno o a otro lado. Es el
discurso en el momento en que el discurso parece desfallecer o
estar de sobra, la calma en el corazón de
la catástrofe, la afirmación de la vida en el colmo
de su inanidad. Si es arte, la línea aún no
se ha quebrado: ni la figura desprovista de ese horror ni la
fuerza despojada de su forma pueden cristalizar en la obra de
arte. Dionisos es inasequible, la muerte no tiene una forma
"propia" según la cual podría ser representada, la
noche nunca puede verse.
El arte no es la fuerza en sí misma
— sólo es su más fiel
desviación.
Si Hegel piensa la muerte como poder de
negación, no es casual que se detenga en y lleve a sus
últimas consecuencias —en filosofía tanto
como en política— el símbolo del Crucificado.
Se trata, como todo buen cristiano sabe, de la imagen que
representa no sólo la muerte, sino la muerte de la
muerte. El hombre-Dios
se ha asomado al más allá — y ha
vuelto, resplandeciente de (nueva) vida. La metáfora que
subyace a la experiencia nietzscheana no podría,
evidentemente, remitir a esa misma señal; no es posible
ni vencer ni dominar a la muerte, y esta asunción se
pone en juego, de modo privilegiado, en la figura de Orfeo. Orfeo
ha intentado mirar la noche y sólo ha sabido de la
irreparable pérdida. La experiencia del abismo no se busca
para practicar un escape. La —imposible— experiencia
de la muerte no se abre para soñar el fin de la muerte,
sino para mostrar que, sin ella, la vida pierde todo su
significado.
Sin ella, la vida puede ser
calumniada[4].
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