"Las hogueras ríen dentro de la pasión
de la noche. Noche que rezuma tenues gotas. Y el viento llega. De
su cuerpo volátil emergen decenas de brazos de aire. Que se unen
y giran. Y dentro del torbellino, en la proximidad del fuego,
bajo la lluvia y sobre la tierra,
baila el hombre y
la mujer. Un
sudor lento barniza la piel de los
danzarines. Relámpagos de voces ancestrales restallan en
su aliento. Divinidades de fuerza y
calor eligen a
los seres que bailan como un cielo encarnado. Donde danzar,
tronar y suspirar. Los antiguos dioses bailan en los bailarines.
En los humanos que danzan retumba un poder
superior, extraño. Que inventa la alborada y la plena
exuberancia de las selvas.
Para las culturas milenarias, en la danza el
hombre se une
con lo sagrado. Bailar con veneración es divinizarse. Ese
fervor místico y danzante se manifiesta en célebres
cultos que ligan el baile con el anhelo de trascendencia: es el
caso de los derviches persas, de los pueblos africanos, de la
danza hindú, árabe, balinesa o de los indios
norteamericanos de la ghost dance. Numerosos relumbres de la
unión de la danza con lo divino…"
Esteban Ierardo, "El poder de la
danza"
Al arte
Paleolítico le corresponde el período que abarca
desde el 30 000 al 9 500, 20 000 años aproximadamente.
Tanto el Paleolítico Inferior como el Superior,
contenían un hombre nómade, no productor; es decir,
que no modificaba la naturaleza,
sino que tomaba de ella los elementos para la
supervivencia.
El arte Paleolítico hecha luz sobre las
creencias religiosas de este período. Y es a partir de
éste que arte y religión se
conectaron dejando en las cavernas pintadas la evidencia de esta
unión. Los animales que se
ven en estas cavernas serían producto del
ojo minucioso del cazador; acostumbrado a observarlos durante
días. Esto nos da una idea de lo dura y hostil que era la
vida del hombre prehistórico y como la actividad
artística tenía una estrecha relación con su
lucha frente a la vida. Teniendo en cuenta que estos hombres
vivían entre veinte y treinta años es evidente que
no disponían de tiempo libre
como para volcarse al goce del arte por el arte mismo.
Prueba de esto es también el hecho de que las
pinturas paleolíticas se encuentran en lugares poco
accesibles y con escasa o nula iluminación. Un ejemplo de esto es la cueva
del Tuc d’ Audobert, donde para entrar es preciso cruzar
los el río Volp (de setenta metros de ancho) y entrar en
un vestíbulo surcado por otras corrientes de agua; a 160
metros de la entrada comienza un estrecho acantilado que bordea
amplias salas pobladas de estalactitas, en la última se
encuentra un agujero de doce metros de longitud, primero recto y
después helicoide muy estrecho, así se llega a una
sala estrecha y baja con algunas pinturas.
En el fondo, tras romper varias estalactitas, la sala se
angosta de nuevo y se convierte en un corredor que debe
atravesarse por encima de una cornisa de arcilla resbaladiza, con
huellas de garras de osos y unos trazos sinuosos marcados por los
hombres. Tras otro paso que no permite permanecer de pie, se
desemboca en el sancta sanctorum, donde se encontraron unas
bellas figuras de bisonte moldeadas en barro y huellas de talones
humanos (al parecer con cierto ritmo, se cree que podría
ser la representación de una danza).
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