- Prepara también tu
corazón para el dolor, pobre
Catalina - Quizá
estas circunstancias nos aclaren algo de la conducta de su
hijo - Destaca
Enrique. Y a su lado destaca la princesa española por su
belleza y su encanto - No le
va a resultar todo bien al innoble Felipe: le quedan meses de
vida - Y en
éstas estamos cuando en abril de 1509 muere Enrique VII
de Inglaterra - Y
mientras todos lo celebran, el principito
muere - Y la
más alta, tras la del rey, es la de la
reina
Sola, sumida en la tristeza, y posiblemente envenenada,
murió en 1536 Catalina, princesa de Aragón y
legítima reina de Inglaterra. Uno
de esos destinos el suyo que ponen dolor en el alma de
quienes lo conocen.
De los cinco hijos de Isabel y Fernando queda en casa la
pequeña Catalina: la primogénita, Isabel, ha
muerto; Juana está casada en Flandes y María en
Portugal, tras los pasos, esposo incluido, de su hermana Isabel.
Y el único varón, Juan, heredero de las
Españas, es muerto también. Así Catalina es
ahora el único consuelo de la reina, y por ello mimada y
adorada.
Había nacido el 16 de diciembre de 1485, en
Alcalá de Henares. Se la llamó Catalina por su
bisabuela materna, una Lancaster que reinó en Castilla
como esposa de Enrique III. Su educación fue
esmeradísima: caza, cetrería, historia, heráldica,
música,
latín casi como segunda lengua. No
habrá en toda Europa princesa
mejor preparada en todos los campos.
PREPARA TAMBIÉN TU
CORAZÓN PARA EL DOLOR, POBRE CATALINA.
Sus padres mantienen los reinos que han
unificado y pretenden la expansión: la unión con
Portugal por contratos
matrimoniales; el dominio sobre
Italia para
asegurar las coronas de Nápoles y Sicilia y erigir una
barrera contra los ataques de turcos y piratas; y la alianza con
Inglaterra para poner freno al poder ya
amenazante de Francia. Y
éste era el papel encomendado a la pequeña princesa
de Aragón.
Es rey de Inglaterra por aquel entonces Enrique VII,
hombre activo
y violento que todo lo somete al interés
del Estado. Es,
como su consuegro Fernando, lento en la maduración de sus
planes: siete años tardan en elaborar el contrato
matrimonial entre Arturo y Catalina. Tampoco corría prisa:
los príncipes son niños
aún, sobre todo Arturo. Pero lo que había que dejar
bien claro era el montante económico, gastos y
ganancias, de cada rey; la repercusión del enlace en los
demás países, y la seguridad de que
tanto Inglaterra como España
seguían libres e independientes una de otra.
Pero es el destino el único autorizado a rubricar
los tratados, los
firme quien los firme. Y el destino de Catalina, que
dejará el sol de Granada
para vivir entre las brumas del Támesis, no es en absoluto
envidiable. Un día de mayo, la princesa se despide para
siempre de su madre y de su tierra, que
entonces los viajes no son
los de hoy, y con un séquito de 60
personas se dirige a La Coruña, donde embarcarán.
Van con ella aristócratas, príncipes de la Iglesia, y una
terrible dama de compañía, doña Elvira
Manuel, hermana del infante escritor don Juan Manuel, gran
enemigo del rey Fernando, por lo que no parece que vaya a ser muy
amiga de la princesa.
Una vez zarpan, muy pronto han de regresar; el mar,
más compasivo que los humanos, no deja marchar a la
niña. Por segunda vez se repite el hecho. A la tercera, el
mar cede, y un día la embajada española llega a los
blancos acantilados de Albión.
En octubre de 1501 llegan a Plymouth, donde son
grandísimas las fiestas. Hasta llegar a Westminster, la
simpatía del pueblo se desborda a su paso. Catalina sabe
hacerse querer.
Avisado el rey de la llegada de su esposa, pues ya lo
era por poderes, corre a su encuentro. Y se enamora a primera
vista. Como su madre, Catalina es de buen porte, graciosa, rubia
dorada y de claros ojos. El esposo es más joven,
más frágil, y hermoso como un efebo.
Digamos también algo sobre las relaciones entre
Enrique VII y su esposa Elizabeth de York. Se había casado
con ella para poner fin a la rivalidad entre las casas de York y
Lancaster, pero se coronó antes, y no coronó a
Elizabeth hasta que no hubo más remedio. El pueblo
celebró la boda más que la coronación del
rey, lo cual no le sentó demasiado bien; y fue marido muy
infiel, porque, dicen las crónicas de sir Francis Bacon,
su aversión a la casa de York llegó hasta su
lecho.
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