- De la "seguridad
democrática" a la militarización de la
sociedad - Las herramientas
gubernamentales de la seguridad
democrática - La nueva
formulación de la política de seguridad
democrática - Del dicho al
hecho - No hay política de
paz - La política social
y la defensa del ciudadano: la guerra
social - Bibliografía
- Notas
La situación colombiana se caracteriza por la
presencia de un grave conflicto
armado interno, múltiples formas de violencia, el
narcotráfico y la existencia de un Estado
pequeño, pobre y débil. Además, su economía atraviesa
por una fuerte fase recesiva que, entre otros efectos, ha
provocado un sensible aumento de la
pobreza.
Como resultado del conflicto armado, el país
atraviesa por una grave crisis
humanitaria que se manifiesta en los 2.900.000 desplazados, los
3.500 secuestros anuales, dos desapariciones forzadas por
día y los 8 mil homicidios
anuales por causas político-sociales.
Junto con esto, tiene una de las más altas tasas
de criminalidad en el mundo, un poco más de 60 homicidios
por cada 100 mil habitantes, y en los últimos años
atravesó por un acelerado proceso de
desinstitucionalización. El Estado se
ha revelado incapaz de cumplir adecuadamente con dos de sus
funciones
básicas: justicia y
seguridad. La
complejidad de la situación colombiana ha dado origen en
los medios
académicos a una nueva categoría,
"colombianización", con la cual se pretende, como lo
señala Eduardo Pizarro, describir una situación en
la cual la presencia de múltiples formas de violencia y la
incapacidad del Estado para garantizar un mínimo de orden
y seguridad derivan en un acentuado proceso de erosión
institucional.
En una situación como la colombiana se entiende
por qué la seguridad es uno de los problemas
más sentidos por la población, así no sea el más
grave. De allí que ésta se haya convertido en uno
de los objetivos
centrales de las políticas
del presidente Alvaro Uribe, que inició su gobierno en
agosto de 2002.
Pero el problema no es nuevo, aunque es ahora más
severo que nunca antes. La búsqueda de la seguridad ha
sido uno de los objetivos de las políticas públicas
desde hace décadas. En 1978, durante la
administración Turbay Ayala (1978-1982) se
expidió un controvertido Estatuto de Seguridad que le
otorgó a las Fuerzas Armadas funciones judiciales y
consagró una serie de disposiciones que abrieron la
compuerta para la violación de los derechos humanos
mediante las detenciones arbitrarias, las torturas y la
represión selectiva. La lucha contra el Estatuto de
Seguridad y las políticas represivas que lo
acompañaron dieron origen al movimiento por
la defensa de los derechos humanos (1).
Conviene aclarar que a lo largo del siglo XX, y amparados en la
antigua Constitución de 1886, los gobiernos
recurrieron a la figura del estado de sitio, con lo cual
dispusieron de facultades extraordinarias para dictar normas de
excepción que limitaron ampliamente algunos derechos
fundamentales. Durante décadas, desde la década del
cuarenta, el estado de sitio fue lo "normal", y la
situación de excepcionalidad se mantuvo de forma casi
permanente, lo cual por una parte limitó las posibilidades
de expresión de los conflictos
sociales, económicos y políticos, y por otra parte
instituyó políticas represivas basadas en
disposiciones extraordinarias para encarar las situaciones de
conflicto propias del desarrollo de
la vida política de la sociedad.
En 1991, gracias a un inédito proceso
constituyente ligado a las exitosas negociaciones de paz entre el
gobierno y la guerrilla del M19, fue posible la abolición
de la Constitución de 1886 y la adopción
de una nueva que consagró el estado social de derecho y la
democracia participativa. En la Asamblea que adoptó la
nueva Constitución participaron por primera vez sectores
tradicionalmente excluidos de la vida política nacional
tales como las minorías políticas, los
indígenas, los afrocolombianos, las mujeres, e incluso ex
guerrilleros incorporados mediante los acuerdos de paz a la vida
política legal. La Constitución del ‘91
eliminó la figura del estado de sitio, y a cambio de ella
consagró la del ‘estado de conmoción’,
de carácter temporal, a la cual se debe
recurrir cuando emerjan factores que amenazan la democracia y el
estado social de derecho. Este fue un avance significativo para
dotar a la democracia colombiana de instrumentos de
excepción para afrontar las amenazas que surgieran contra
ella. La búsqueda de la seguridad ha planteado desde hace
décadas el dilema entre la construcción de un orden democrático
y la construcción de un orden autoritario. Estas son dos
visiones contrapuestas de organización de la sociedad, como
también de la construcción del orden. En una
democracia el orden público y la seguridad descansan en el
ciudadano, sus libertades, derechos y deberes, y son ellos en
última instancia los que definen las funciones y
políticas públicas para garantizar el orden y la
seguridad. En un Estado autoritario el énfasis es puesto
en la defensa de las instituciones
estatales, sobre el supuesto de que ellas encarnan el bien
común. Debemos decir que la Constitución del
‘91 optó claramente por la construcción de un
orden democrático. De ahí el carácter
temporal de los estados de conmoción y su finalidad:
defender la democracia y el estado social de derecho.
En la coyuntura actual ha adquirido relevancia el dilema
entre la construcción de un orden democrático y la
construcción de un orden autoritario, dada la complejidad
y gravedad de la situación y la política de
restablecimiento de la autoridad
pregonada por el presidente Uribe. Nos encontramos en una
guerra en
escalamiento, con las violencias política y común
desbordadas e interactuando, un gran poder del
narcotráfico que ha penetrado diferentes esferas de la
sociedad, y elevados niveles de impunidad.
A este complejo panorama se suma la fuerte
recesión por la que atraviesa la economía desde
1998, que interrumpió el continuado crecimiento de la
economía colombiana durante la segunda mitad del siglo XX.
El modelo
económico de corte neoliberal y la recesión a
él asociada han provocado el agravamiento de la
situación de pobreza y
exclusión. Hoy los niveles de pobreza son los de quince
años atrás, y los indicadores de
desarrollo
humano se han deteriorado. La tasa de desempleo
llegó al 18% a fines de 2002, aunque en los últimos
meses ha descendido. La inequidad se ha acentuado, y lo grave es
que ha venido aumentando de manera sostenida en las dos
últimas décadas, tanto en los períodos de
crecimiento de la economía como en los de decrecimiento.
El problema no es que la economía crezca o no: el problema
es el modelo de desarrollo. Y ante esta situación, en
lugar de plantearse un cambio en el modelo, lo que la nueva
administración se ha propuesto es un severo
ajuste para restablecer los equilibrios macroeconómicos y
superar el déficit de las finanzas
públicas mediante la reducción del gasto
público (con la excepción del gasto en
Defensa), reforma laboral
regresiva, reforma pensional, y reforma tributaria basada
fundamentalmente en el aumento y la extensión del IVA. Con este
conjunto de medidas se ha afectado negativamente la capacidad de
consumo de los
sectores medios y populares y se han agudizado las tensiones
sociales.
DE LA "SEGURIDAD
DEMOCRÁTICA" A LA MILITARIZACIÓN DE LA
SOCIEDAD
El actual presidente ha enfatizado la necesidad de
restaurar la autoridad y garantizar la seguridad
democrática, para "que no asesinen al sindicalista ni
secuestren al empresario".
En declaraciones a un periodista mexicano señaló
que no pretende "instaurar un Estado policíaco ni una
versión de la doctrina de seguridad nacional para marcar a
los marxistas. Lo que buscamos es una política de
seguridad democrática". Ya en el Manifiesto
Democrático (2) señaló que la "la seguridad
será democrática. Para proteger a todos, al
trabajador, al empresario, al campesino, al
sindicalista, al maestro, frente a cualquier agresor". Y para
lograr ese objetivo se
propuso enaltecer la profesión de soldado y
policía, incrementar el pie de fuerza y
además convertirse en "el primer soldado de la nación"
(3). Destaco de la concepción de seguridad del actual
presidente dos aspectos: su carácter democrático
parece residir en el hecho de ser una seguridad para todos, y su
naturaleza es
esencialmente militar y policiva.
No hay ninguna duda sobre la importancia que la
seguridad tiene para la existencia y funcionamiento de la
sociedad. Es más, puede afirmarse que ésta es un
valor fundante
de la sociedad que se encuentra en el origen mismo del derecho en
la medida en que éste es, como dice Sigmund Freud
(1982), "el poder de una comunidad"
ejercido en oposición a "la violencia del único",
o, expresado en otros términos, es la fuerza de todos
contra uno. Sin seguridad y derecho no es posible el desarrollo
de la convivencia ni la existencia de la justicia, elementos
indispensables para el funcionamiento pacífico de las
sociedades.
Seguridad y derecho nos remiten entonces a la existencia de
reglas que sirven para regular las relaciones
interpersonales así como las relaciones entre las
personas y el Estado. Presupone un pacto social, fundante del
orden legítimo y sobre la base del cual opera la autoridad
del gobernante.
Pero una concepción moderna de seguridad, de
seguridad para el ciudadano, es de carácter
multidimensional: no se reduce a lo militar y policivo solamente.
La seguridad para el ciudadano es un bien público, se
fundamenta en una cultura de la
convivencia basada en la solidaridad, el
respeto a las
diferencias, la tolerancia, y en
la garantía de acceso a las riquezas de la sociedad que
hacen posible la existencia en condiciones de bienestar. Esto es,
debe garantizar las posibilidades de desarrollo humano, social y
económico a partir de criterios de justicia social y
equidad
distributiva, y para ello es indispensable que se desarrolle en
el marco de una democracia integral –económica,
social, política– incluyente. Existe pues una
relación intrínseca entre seguridad y democracia
que hace que éstas interactúen y estén
mutuamente condicionadas en su existencia: la seguridad es un
elemento esencial para la democracia, la democracia es esencial
para la seguridad en una sociedad. El fortalecimiento de la
seguridad no debe ir en detrimento de la democracia. La
profundización de la democracia no atenta contra la
seguridad. Y entiéndase bien que plantear lo que podemos
llamar seguridad democrática en esta forma integral no
excluye, sino que por el contrario supone, el ejercicio de la
capacidad coercitiva del Estado para garantizar la vigencia de
los derechos y el respeto a la ley. No es
cuestión exclusivamente de "restablecer el ejercicio de la
autoridad" como con tanta vehemencia insiste el presidente
Uribe.
LAS HERRAMIENTAS
GUBERNAMENTALES DE LA SEGURIDAD DEMOCRÁTICA
El presidente Uribe se ha caracterizado durante los
primeros meses de su gestión
por la aplicación rigurosa de muchos de los puntos
enunciados en su Manifiesto Democrático. Además de
ser una prueba de coherencia entre lo ofrecido durante la
campaña electoral y lo realizado en el ejercicio
gubernamental, ha sido un factor positivo para que la sociedad
recupere la confianza, la credibilidad en el gobernante, en un
país tanto tiempo
escéptico respecto del ejercicio de la política. Es
evidente que en materia de
seguridad el presidente está cumpliendo lo que
prometió.
Veamos algunas de sus promesas y sus ejecuciones.
Prometió en su Manifiesto la creación de una Red de Informantes:
"Todos apoyaremos a la fuerza pública, básicamente
con información. Empezaremos con un
millón de ciudadanos. Sin paramilitarismo. Con frentes
locales de seguridad en los barrios y el comercio.
Redes de
vigilantes en carreteras y campos. Todos coordinados por la
fuerza pública que, con esta ayuda, será más
eficaz y totalmente transparente. Un millón de buenos
ciudadanos, amantes de la tranquilidad y promotores de la
convivencia" (4.)
La red de informantes
está operando. Se estima que ha desbordado ampliamente el
millón de lo que el presidente llamara "buenos ciudadanos"
y, a juzgar por indicadores tales como los comunicados de las
fuerzas militares y de policía en sus operaciones
contra la insurgencia, parte de los éxitos reportados
obedecen a la eficacia de lo
que ahora se llama "red de cooperantes". El establecimiento de
esta red de informantes generó críticas por parte
de algunos sectores, especialmente organizaciones de
derechos humanos, organizaciones sindicales, de indígenas,
de mujeres e iniciativas de paz. Sobre el sentido de esas
críticas volveré más adelante.
Prometió "Concertar con transportadores y taxistas para
vincularlos a la seguridad de calles y carreteras. Cada carretera
tendrá un coronel del Ejército o de la
Policía responsable de su seguridad" (5). Este es un punto
particularmente sensible para muchos sectores de Colombia. En la
creciente degradación del conflicto colombiano, las
guerrillas han recurrido en los últimos años al
establecimiento de retenes ilegales en muchas de las carreteras
del país y procedido a secuestrar masivamente a centenares
de personas. Esta práctica, violatoria del derecho
internacional humanitario, ha generado una fuerte
sensación de inseguridad y
estimulado en algunos sectores una conducta que
podríamos denominar "auto-secuestro", pues
muchas personas se abstienen de salir de las ciudades o de
transitar algunas carreteras por temor a caer en lo que el humor
colombiano ha llamado "pescas milagrosas". El presidente
cumplió su promesa y, aunque se sabe poco de la
concertación con transportadores, lo cierto es que
estableció un programa llamado
"Vive Colombia, viaja por ella" orientado a recuperar las
carreteras mediante fuerte presencia de la fuerza pública
para garantizar en oportunidades especiales, como es el caso de
los "puentes" (6), el libre tránsito por algunas
carreteras. Son días en los cuales salen de algunas
ciudades caravanas de vehículos escoltados por militares y
policías. El resultado ha sido una manifiesta
reactivación de la circulación en muchas de las
carreteras del país.
También prometió pagar los informes que
recibiera de la ciudadanía. En efecto, el Manifiesto
Democrático dice "El lunes será el
‘Día de la Recompensa’ que pagará el
Gobierno a los ciudadanos que en la semana anterior hubieran
ayudado a la fuerza pública a evitar un acto terrorista y
capturar al responsable. A liberar un secuestrado y capturar al
secuestrador. Se respetará la reserva de identidad y se
exigirá visto bueno de las autoridades
competentes".
Este programa, inicialmente promocionado a través
de la
televisión, fue duramente criticado por diversos
sectores por sus implicaciones éticas, hasta el punto que
se suspendió su promoción televisiva pero se mantuvo su
ejecución. El sistema de
recompensas por informes va en contra del principio de
solidaridad en el cual debe basarse la cooperación libre y
espontánea entre el ciudadano y las autoridades. La
críticas que se han formulado a estas tres medidas
gubernamentales parten de reconocer que nos encontramos en un
contexto de guerra interna en la que hay partes en conflicto
–la fuerza pública, los grupos
paramilitares y las organizaciones insurgentes–, lo que
obliga a reconocer la distinción consagrada por el derecho
internacional humanitario entre combatientes y no combatientes,
al respeto a la población civil y a su derecho a no
involucrarse en el conflicto. Estas medidas involucran a la
población civil en el conflicto, la hacen "tomar partido"
y la convierten de facto en "objetivo militar". Además
acentúan los procesos de
desgarramiento del tejido social al fundamentar las relaciones
interpersonales en la sospecha al próximo, instituyen la
desconfianza en las relaciones interpersonales en lugar de
fomentar la solidaridad, y hacen del interés
por la recompensa el fundamento de la cooperación con las
autoridades, destruyendo así el principio de responsabilidad ciudadana Además de
éstas que he llamado herramientas, el Manifiesto
Democrático contiene otras propuestas: "Un país sin
droga. Apoyar
y mejorar el Plan Colombia.
Que incluya interceptación aérea para que no salgan
aviones con coca y regresen con armas.
Pediré la extensión del Plan para evitar el
terrorismo, el
secuestro, las masacres, las tomas de municipios". Consecuente
con esta posición, el presidente ha solicitado la
continuación y ampliación de la "ayuda"
norteamericana, ha intensificado de manera significativa el
programa de fumigaciones aéreas de altos costos para la
población y el medio ambiente
y, aunque proponía acuerdos con decenas de miles de
familias para la erradicación de la coca, éstos no
se han celebrado. Se mantiene así la equivocada
política de fumigaciones y se fortalece la injerencia de
Estados
Unidos. Un primer balance de la intensificación de las
fumigaciones señala una reducción significativa de
cultivos en el Putumayo, y en general en el área
cultivada. Son sin embargo numerosos los reclamos de las
comunidades, incluso de gobiernos departamentales, por los
efectos nocivos de las fumigaciones para los campesinos. El
gobierno se ha propuesto avanzar en la profesionalización de las fuerzas armadas y
aumentar el pie de fuerza del ejército en 30 mil hombres.
Creó una nueva modalidad de soldados, los llamados
"soldados campesinos", que se incorporan al Ejército sin
desvincularse de sus comunidades. Esta medida tiene implicaciones
preocupantes porque liga a las familias al conflicto, dado que
los "soldados campesinos" no residen en cuarteles sino que lo
siguen haciendo en sus propios hogares. Es una manera más
barata y más rápida de incrementar la fuerza
pública, pero que va en detrimento del objetivo de su
profesionalización.
Adicionalmente, el gobierno recurrió a la
declaratoria del Estado de Conmoción Interior como
respuesta a los graves atentados realizados por las guerrillas de
las FARC-EP el
día de la toma de posesión del nuevo presidente. En
uso de las facultades que le confiere el estado de
conmoción, el presidente expidió dos decretos. Uno
de ellos creó un impuesto del 1,2%
sobre el patrimonio
líquido de los contribuyentes obligados a declarar renta,
gravamen con el que recaudó alrededor de 2,5 billones de
pesos destinados a financiar el mayor gasto militar que demanda la
política de reingeniería y crecimiento de las fuerzas
armadas. Mediante el otro decreto le confirió funciones
judiciales a la fuerza pública, autorizó
allanamientos y capturas sin orden judicial, instituyó la
posibilidad de la detención sobre la base de sospechas de
que se tiene la intención de cometer un delito, y se
agilizaron los trámites para la interceptación de
comunicaciones
telefónicas. En aplicación de este decreto se
crearon zonas de rehabilitación y consolidación en
Arauca y el Sur de Bolívar,
que quedaron bajo control militar y
en las cuales se restringen aún más derechos como
el de movilización, amén de que se establece la
posibilidad de expulsión de extranjeros, como ya se ha
venido practicando.
Como se colige de su contenido, este último
decreto se dirige más contra la población civil que
contra los grupos armados ilegales, y recorta derechos
fundamentales de los ciudadanos invocando su defensa. Al fin y al
cabo, los derechos y libertades que se limitan son los de los
ciudadanos que desarrollan sus actividades en el campo legal, y
no los de quienes por su accionar están de hecho en la
ilegalidad y con las armas en la mano. Es un decreto que
además fue declarado parcialmente inexequible por la Corte
Constitucional en lo relativo a la atribución de funciones
judiciales a las fuerzas armadas y en la vigencia de las zonas de
rehabilitación y consolidación. Todas estas medidas
y programas han
tenido por efecto una creciente militarización de la vida
nacional que se trasluce en las frecuentes intervenciones del
presidente ante las fuerzas militares invocando la
abnegación y patriotismo de lo soldados para salvar a la
patria de la amenaza del terrorismo. Las redes de informantes,
los "soldados campesinos", son otras tantas medidas que tienden a
involucrar a la población civil en el conflicto,
contribuyen a la polarización de la sociedad y alimentan
el clima favorable a
la guerra que se ha dado desde la ruptura de los diálogos
entre el gobierno nacional y las FARC-EP el 20 de febrero de
2002.
LA NUEVA FORMULACIÓN
DE LA POLÍTICA DE SEGURIDAD
DEMOCRÁTICA
En las bases del Plan Nacional de Desarrollo se
encuentra una formulación más elaborada de la
política de seguridad del gobierno. Allí se afirma
que la "Seguridad Democrática comprende el ejercicio de
una autoridad efectiva, que sigue las reglas, contiene y disuade
a los violentos y está comprometida con el respeto a los
derechos humanos y la protección y promoción de
los valores,
la pluralidad y las instituciones democráticas. Así
entendida, la Seguridad Democrática trasciende el concepto
tradicional de seguridad ligado exclusivamente a la capacidad del
Estado para coartar y penalizar a aquellos individuos que
transgreden las normas de convivencia en sociedad. En
última instancia, la política de Seguridad
Democrática busca la construcción de un orden
social que proteja y beneficie a los ciudadanos en sus diferentes
espacios y ámbitos, asegure la viabilidad de la democracia
y afiance la legitimidad del Estado" (DNP, 2003).
Esta política se desagrega en una serie de
programas específicos. Primero, el control del territorio
y la defensa de la soberanía nacional, que comprende el
fortalecimiento de la fuerza pública, la inteligencia y
la capacidad disuasiva; promoción de la cooperación
ciudadana a través de las redes de cooperantes y el
programa de recompensas; protección a la infraestructura
económica; seguridad urbana; seguridad vial y
comunicaciones para la seguridad democrática. Segundo, el
combate al problema de las drogas
ilícitas y al crimen
organizado. Tercero, el fortalecimiento del servicio de
justicia. Cuarto, el desarrollo de zonas deprimidas y de
conflicto con programas productivos, desarrollo de
infraestructura, fortalecimiento institucional y comunitario y
programas de desarrollo y paz. Quinto, la protección y
promoción de los derechos humanos y del derecho
internacional humanitario. Sexto, el fortalecimiento de la
convivencia y los valores. Y por
último, la dimensión internacional, que comprende
relaciones bilaterales y multilaterales y cooperación
entre otros programas.
En esa misma dirección se desarrolla el documento del
Ministerio de Defensa Política de Defensa y Seguridad
Democrática (2003), en cuya elaboración final se
recogen observaciones y críticas hechas por diversos
sectores a su versión inicial. Este documento reafirma que
la seguridad depende de la capacidad de la fuerza pública
para ejercer la coerción, así como de la capacidad
del gobierno para cumplir con las obligaciones
constitucionales del Estado, de la pronta administración de justicia y del Congreso
para legislar sobre seguridad. Es decir, la seguridad depende del
adecuado funcionamiento del Estado y se entiende "como la
protección del ciudadano y de la democracia por parte del
Estado, con la cooperación solidaria y el compromiso de
toda la sociedad" (ibidem). Este enunciado es conceptualmente
mucho más acertado. Y aunque no alcanza el carácter
de una concepción integral de la seguridad, va más
allá del simple "restablecimiento de la autoridad" y del
ejercicio de la función
coercitiva por parte del Estado. Ahora bien,
¿cuáles son las amenazas a la seguridad de las
cuales es necesario proteger al ciudadano y a la democracia?
Según el mismo documento, estas amenazas son por orden el
terrorismo, el negocio de las drogas
ilícitas, las finanzas
ilícitas, el tráfico de armas, municiones y
explosivos, el secuestro y la extorsión, y el homicidio.
Terrorismo y narcotráfico son los dos ejes articuladores
de las otras amenazas, más bien efecto de las anteriores.
Con su estrategia de
seguridad democrática el gobierno pretende recuperar la
gobernabilidad democrática, cambiar la correlación
de fuerzas con la guerrilla (cfr. Pizarro, 2003) y desmontar el
narcotráfico atacando los cultivos y las finanzas
ilícitas. Aunque no descarta la posibilidad de negociación con las guerrillas con
mediación internacional, es claro que no existe una
política de paz basada en la solución negociada. La
paz, de alcanzarse, será por la vía de la
confrontación y la derrota de las guerrillas.
Asumiendo la lógica
de la política de seguridad formulada por el gobierno,
¿es pertinente preguntarse si con ella se trata
efectivamente de la protección del ciudadano y de la
democracia? Veamos.
Según el gobierno, la primera de las amenazas
contra los ciudadanos y la democracia es el terrorismo. Pero
¿qué entiende éste por terrorismo?
Después de los hechos del 11 de septiembre,
‘terrorismo’ se ha convertido en un concepto
"valija", que se utiliza abusivamente para caracterizar cualquier
hecho de violencia que ocurre en la sociedad. Es precisamente
así como lo define el Manifiesto Democrático de
Álvaro Uribe: "hoy violencia política y terrorismo
son idénticos. Cualquier acto de violencia por razones
políticas o ideológicas es terrorismo" (7).
Consecuente con este planteamiento, para el presidente Uribe las
organizaciones guerrilleras son organizaciones terroristas
articuladas al narcotráfico, por lo que no se puede hablar
de conflicto interno armado. "Aquí no hay un conflicto",
ha afirmado reiteradamente; lo que hay son unas bandas
terroristas contra el Estado y la sociedad. De esta
posición se derivan varias consecuencias. La primera de
ellas es que no se puede hablar de partes en el conflicto, de
actores del conflicto. Se trata de la lucha del Estado contra
organizaciones de delincuentes. La segunda es que no puede haber
"neutralidad" de ningún sector. Se está del lado
del Estado, o del lado de los delincuentes y terroristas.
Finalmente, no cabe la distinción entre combatientes y
población no combatiente, como claramente lo sostuvo el
presidente ante las ONGs de derechos humanos e iniciativas de paz
que se reunieron con él en el mes de junio de 2003. Por
eso la exigencia de que la población toda se comprometa
con el Estado y sus fuerzas armadas en la lucha contra el
terrorismo. Desconocer la distinción entre combatientes y
no combatientes es eliminar de cuajo la base sobre la que se
sustenta la aplicación del derecho internacional
humanitario, y en particular sus normas de protección a la
población no combatiente. A juicio del presidente, lo que
le compete a la población es cerrar filas en torno a las
fuerzas armadas y cooperar con ellas para derrotar al
terrorismo.
Esta concepción explica por qué, con el
pretexto de ganarle la batalla al terrorismo, se intenta
desmontar algunas de las conquistas democráticas
más importantes consagradas en la Constitución de
1991. El gobierno se ha comprometido con un ambicioso proyecto de
reforma constitucional y legal que busca desmontar la acción
de tutela, reducir
competencias
de la Corte Constitucional, modificar el equilibrio
entre los poderes públicos a favor del Ejecutivo, y sacar
adelante un nuevo estatuto antiterrorista. La acción de
tutela fue establecida por el Constituyente de 1991 y
rápidamente se convirtió en uno de los instrumentos
básicos de defensa de los derechos fundamentales,
incluidos los derechos económicos, sociales y culturales.
De las más de 800 mil tutelas que se han interpuesto desde
su creación, alrededor del 80% ha versado sobre derechos
económicos y sociales en materias como salud, educación, vivienda y
trabajo, entre
otros. Son justamente las tutelas sobre derechos
económicos y sociales las que el gobierno propone
eliminar, así como "esterilizarlas" para que las
sentencias no produzcan efectos económicos sobre los
presupuestos
locales, territoriales o nacionales. Ante la crisis del sistema
de justicia, las altas tasas de impunidad y el precario
funcionamiento de las instituciones, la tutela se ha convertido
en el instrumento más importante de que dispone el
ciudadano común y corriente para que se ejerza justicia en
el país. La Constitución de 1991 debilitó el
régimen presidencialista imperante en Colombia y
buscó establecer un sano equilibrio entre los poderes
públicos, para lo cual, entre otras medidas, creó
la Corte Constitucional como la institución garante del
respeto y aplicación de la Constitución y el
Consejo Superior de la Judicatura para garantizar una manejo
administrativo autónomo de la rema judicial. La Corte
Constitucional ha proferido sentencias de gran valor en defensa
de los principios
constitucionales, que muchas veces han obligado a rectificar
políticas públicas que iban en contravía de
los derechos establecidos por la Constitución. La reforma
constitucional propuesta por el gobierno busca reformar la Corte
y debilitar el principio de control de constitucionalidad, como
en el caso de los decretos de Conmoción Interior, sobre
los cuales ejercería un control meramente procedimental.
Propone además la supresión del Consejo Superior de
la Judicatura y en su lugar crear un organismo con presencia del
Ministerio del Interior y de Justicia, con lo que debilita la
autonomía de la rama judicial. Se trata de romper el
equilibrio entre los poderes públicos a favor del
ejecutivo y volver a esa especie de "monarquía constitucional" que se
había establecido en virtud de la Constitución de
1886.
Por último, el gobierno presentó, y
está a punto de ser aprobado por el Congreso, un proyecto
de ley de estatuto antiterrorista que revive las normas que en el
pasado la Corte Constitucional declaró inexequibles. De
nuevo aspira a otorgar funciones de policía a las fuerzas
militares, en abierta oposición a las recomendaciones que
en la materia ha hecho la Oficina del Alto
Comisionado de las Naciones Unidas
para los Derechos Humanos (2003): "…insta [al Gobierno y
al Congreso] a no introducir en el ordenamiento jurídico
colombiano normas que faculten a los miembros de las fuerzas
militares para ejercer funciones de policía judicial, ni
otras que sean incompatibles con la independencia
de la justicia".
Con la reforma a la tutela y a la Corte Constitucional
se desmontarían dos de las más importantes
conquistas democráticas consagradas en la
Constitución de 1991. Y con el estatuto antiterrorista se
limitarán severamente derechos fundamentales para dar paso
a una creciente militarización en el ejercicio de la
coerción estatal. Son las instituciones
democráticas las afectadas con estos proyectos que
tienden a fortalecer los rasgos autoritarios del régimen
político colombiano. Si la política de seguridad se
orienta a la defensa y viabilidad de la democracia, los pasos que
está dando el gobierno nos conducen en dirección
contraria. Desconocer la condición de no combatientes de
la inmensa mayoría de los colombianos y pretender
volverlos informantes de las fuerza pública en una
situación de guerra interna no es la forma más
adecuada de defensa de los ciudadanos. El énfasis
está en lo militar y se manifiesta en la voluntad por
sacar adelante estas reformas por parte del gobierno, con la
ausencia de una política de paz y de una política
social orientada a mejorar las condiciones de existencia de
los sectores más desfavorecidos de la sociedad.
A diferencia del presidente Pastrana (1998-2002), que
hizo de la política de paz negociada su programa bandera y
al mismo tiempo avanzó en la reestructuración y
fortalecimiento de las fuerzas armadas, el presidente Uribe no
tiene una política de paz, aún cuando no descarte
una negociación con las guerrillas (cfr. Pizarro, 2003).
En los hechos su programa de seguridad democrática se
orienta al fortalecimiento de las fuerzas militares y de
policía y al involucramiento de la población civil
en el conflicto a través de los mecanismos de
información y cooperación con la fuerza
pública, es decir, a la profundización e
intensificación de la guerra con el propósito de
derrotar a las guerrillas. "O negocian o los derrotamos", afirma,
y ha planteado la posibilidad de la negociación con las
guerrillas, a las que llama terroristas, sobre la base del cese
de hostilidades y de una negociación orientada
exclusivamente a su desmovilización apoyada en la
mediación de las Naciones Unidas. Se niega de plano a
aceptar la posibilidad de una agenda de discusiones sobre
reformas económicas, políticas y sociales tal como
fue acordada en el pasado con las FARC-EP en San Vicente del
Caguán durante la administración Pastrana, o como
fue propuesta por el ELN para la realización de la
Convención Nacional por la Democracia. Puede decirse que
la política del gobierno en este campo es la
rendición de las guerrillas y su incorporación a la
vida legal.
Pero si el gobierno carece de una política de
paz, lo mismo puede decirse de las guerrillas. Las FARC-EP han
amenazado con extender la guerra a las ciudades, exigen el canje
de prisioneros y demandan el despeje de dos departamentos,
Caquetá y Putumayo, para iniciar negociaciones sobre la
base de una agenda similar a la acordada en San Vicente del
Caguán. Por su parte, el ELN, que sostuvo inicialmente
conversaciones con la oficina del Alto Comisionado para la Paz,
ha señalado que no es posible negociar con un gobierno que
sostiene una política de guerra y en lo económico y
social afecta los intereses de los sectores populares. Tal como
están planteadas las cosas no parecen existir
posibilidades de avanzar en la solución negociada del
conflicto durante este gobierno. Para expresarlo en otros
términos, los tiempos son de confrontación entre
las guerrillas y el gobierno, y es previsible que marchemos hacia
una intensificación de la confrontación. De hecho,
en el primer semestre del presente año las acciones se
han incrementado, aunque la magnitud de cada uno de los
enfrentamientos es menor. Pero si la perspectiva con las
guerrillas es de confrontación, con los grupos
paramilitares, especialmente con los liderados por las
Autodefensas Unidas de Colombia –AUC–comandadas por
Carlos Castaño, es de negociación. Desde el inicio
se abrió esta posibilidad cuando este sector del
paramilitarismo manifestó su disposición a negociar
con un gobierno que tenía una política de seguridad
capaz de enfrentar la amenaza insurgente. Castaño
reconoció que dado el compromiso de las fuerzas armadas
para recuperar el territorio y derrotar la insurgencia, "ellos
sobraban", ya que su función había sido la de
llenar los vacíos que dejaba la acción de la fuerza
pública en la lucha contra la insurgencia.
Estas negociaciones avanzan y plantean no pocos
problemas. ¿Qué tipo de negociación y con
quién, si los paramilitares siempre se han declarado
defensores del Estado? ¿Con quién la tregua que han
planteado? ¿Con las Fuerzas Armadas? Si ellos no combaten
a las fuerzas armadas sino a la insurgencia, y asesinan
pobladores indefensos considerados auxiliares de la guerrilla.
¿Se los puede considerar delincuentes políticos
para que puedan ser beneficiados con amnistías o indultos,
si no están en rebelión contra el Estado?
¿Cómo hacer con la solicitud de extradición
de algunos de sus dirigentes por parte de Estados Unidos?
¿Cómo hacer para resolver la cuestión del
narcotráfico ligado al paramilitarismo? No es fácil
para el gobierno el camino de esta negociación, y diversos
sectores, nacionales y extranjeros, han planteado que cualquier
negociación de los paramilitares no puede dejar en la
impunidad los crímenes de guerra y lesa humanidad que han
cometido, que se requiere develar y desmontar el aparato de
relaciones con sectores del Estado, de las fuerzas armadas y de
la sociedad que los ha apoyado, y que en todo caso no se puede
dejar de lado la verdad, la justicia y la reparación a las
víctimas. El balance entre justicia e impunidad, inherente
a toda negociación de paz, adquiere en este caso una
significación especial por dos aspectos: porque sienta un
precedente para una futura y eventual negociación con las
guerrillas, y porque la comunidad y la justicia internacionales
estarán atentas a este proceso.
LA POLÍTICA SOCIAL Y
LA DEFENSA DEL CIUDADANO: LA GUERRA SOCIAL
Al hacer un balance de su gestión el presidente
Uribe reconoce que el gran déficit que presenta es lo
social. Y aunque considero que el déficit comprende otros
aspectos, estimo que el presidente tiene razón al aceptar
que su gobierno no ha avanzado en lo social. Al paso que se
impone una concepción militarista de la seguridad, el
gobierno adelanta simultáneamente lo que se puede
considerar una "guerra social". La política social ha
girado en torno a tres ejes. La reforma laboral, que
flexibilizó aún más la relación
laboral, debilitó la contratación a término
fijo y propició el trabajo
temporal. Además se orientó a reducir costos
laborales para los empresarios, recortando los ingresos de los
trabajadores al eliminar horas extra mediante la
ampliación de la jornada laboral diurna y la
supresión de los recargos dominicales. Redujo igualmente
las indemnizaciones por despidos injustos, estimulando de esa
manera la inestabilidad laboral. El resultado esperado de esta
reducción de costos laborales era el aumento del empleo, lo que
no se ha logrado. Pero sí se logró reducir de
manera sensible el ingreso de los trabajadores más pobres.
El otro eje es la política pensional. Siguiendo el modelo
chileno se redujeron los montos de las pensiones y se aumentaron
los tiempos de cotización y la edad de jubilación.
Avanza además un proyecto para gravar las pensiones. Estas
medidas afectan a la población de más bajos
ingresos: el 80% de las pensiones en Colombia están por
debajo de dos salarios
mínimos. Por último, la reforma tributaria basada
en el aumento y extensión de IVA, impuesto esencialmente
regresivo y que afecta proporcionalmente más a los
sectores de más bajos ingresos. Adicionalmente, el
gobierno se ha comprometido con un referendo que
incluye entre sus puntos la congelación por dos
años de los sueldos de los trabajadores al servicio del
Estado. Esta "guerra social" ha agravado la situación de
los sectores medios y populares. Se sostienen y acentúan
las tendencias al aumento de la inequidad, la pobreza y la
indigencia. Hasta el influyente diario El Tiempo, el más
importante del país, sostiene que "las cifras en este
frente –que tiene que ver con nuestra guerra– son
bien inquietantes. La tasa de pobreza –una de las
más altas del Continente– es de 67%. La inequidad en
la distribución del ingreso crece. Las grandes
ciudades se parecen cada vez más a privilegiados jardines
rodeados de desérticos cinturones de miseria. De los 12,2
millones de campesinos, 10,6 millones son pobres y 176 mil
niños
entre los 7 y 11 años trabajan, muchos en condiciones
infrahumanas. La inversión social ha venido en picada a
partir de 1997. La cantidad de pobres volvió a niveles de
1994 y los índices de violencia
intrafamiliar van en aumento, al tiempo que crecen enfermedades como el
sarampión, la tos ferina, la malaria y el dengue. La
cobertura escolar entre el 30% más pobre de la
población ha bajado" (El Tiempo, 2003).
Pero no se puede desconocer que, a pesar de esta
situación, y a juzgar por las encuestas de
los grandes medios de
comunicación, el gobierno de Uribe goza de una gran
popularidad, sobre todo entre sectores altos y medios de la
población. Además, ha logrado, a base de alianzas,
formar mayorías en el Congreso para sacar sin mayores
contratiempos su plataforma legislativa. Sin duda el cansancio
con la guerra y con los abusos de guerrillas y paramilitares ha
llevado a amplios sectores de la sociedad a saludar como
positivas las medidas de seguridad en el campo policivo y
militar, y por esa vía neutralizar parcialmente a los
sectores inconformes con la política social. Tal vez eso
ayuda a explicar por qué ha sido tan débil la
respuesta a las medidas que en lo social ha adoptado el
gobierno.
Pero no todo es aceptación. El movimiento
sindical, liderado por el sector de los trabajadores del Estado,
se ha revelado contra una política social que le ha
declarado la "guerra social" a los trabajadores y se orienta a
cargar los costos de la recesión y del desequilibrio
macroeconómico sobre sus espaldas. Tres paros nacionales
de los trabajadores estatales desde que se inició la nueva
administración así lo atestiguan. La
confrontación entre los trabajadores y el gobierno apenas
comienza a insinuarse. CONCLUSIÓN Como se desprende de
este enunciado y análisis de la política de seguridad
democrática impulsada por el gobierno de Alvaro Uribe
Vélez, es claro que se trata de una concepción
unidimensional de la seguridad, que enfatiza en lo militar y
policivo y deja de lado las dimensiones que tienen que ver con
una política verdaderamente democrática que debe
garantizar una seguridad integral –seguridad
social, en salud, alimentaria, ambiental, etc.- que haga
posible el bienestar de la población. Estamos en un
proceso de militarización de la sociedad y de
subordinación de las libertades a la necesidad del
fortalecimiento de las instituciones del Estado. Poco dicen estas
medidas de la necesidad de profundas reformas a unas fuerzas
armadas que aún siguen cuestionadas por las violaciones a
los derechos humanos, en las que algunos sectores están
sindicados por complicidad activa o pasiva con los grupos
paramilitares y en las que todavía se producen
escándalos como resultado de la corrupción
inducida por el narcotráfico. Se plantea la necesidad de
fortalecer la justicia al paso que se proponen reformas
orientadas a debilitar las instituciones que funcionan, como la
tutela, para alterar el equilibrio entre las ramas del poder
público limitando las funciones de control constitucional
de la Corte Constitucional, o reducir la autonomía de la
rama judicial para fortalecer el poder del Ejecutivo. Son
insuficientes los programas orientados a la relegitimación
del Estado y de sus instituciones para que su poder se funde en
la confianza ciudadana y no simplemente en la capacidad
represiva.
En lo económico y social, los costos de la
recesión y de los desequilibrios macroeconómicos
pretenden cargarse en proporción apreciable sobre los
trabajadores y la clase media,
agravando las condiciones de pobreza e inequidad. El paraguas
político que constituye el respaldo con que cuenta el
gobierno puede debilitarse si no logra en el mediano plazo
resultados contundentes en la lucha contrainsurgente, y si no
reduce los niveles de violencia, recupera la economía y
reduce la pobreza. El año 2003 puede ser decisivo para el
futuro de este experimento que escala la guerra
y profundiza el fracasado recetario del FMI en nombre de
la seguridad de los ciudadanos y su mejor-estar. Es un año
de prueba para la sociedad colombiana, que debe optar entre un
sendero que se insinúa con claros rasgos autoritarios o
reencontrar el camino de la construcción
democrática y la justicia social.
- DNP-Departamento Nacional de Planeación 2003 "Brindar seguridad
democrática", en Plan Nacional de Desarrollo 2002-2006
(Bogotá: DNP) Cap. I: 16. El Tiempo (Bogotá) 7 de
agosto, 1-14. Editorial. - Freud, Sigmund 1982 Por qué la guerra
(Buenos
Aires: Amorrortu) Obras Completas. - Ministerio de Defensa 2003 Política de Defensa
y Seguridad Democrática (Bogotá) junio. Documento
de la Presidencia de la República. - Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas
para los Derechos Humanos 2003 Recomendaciones para Colombia
2003 (Bogotá) marzo. - Pizarro L., Eduardo 2003 Hacia un nuevo enfoque: la
política de seguridad democrática de
Álvaro Uribe Vélez (Bogotá).
1. Desde esa época se creó el
Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos,
y Colombia atrajo la atención de la comunidad internacional y en
particular de las organizaciones de derechos humanos. El
deterioro de la situación de derechos humanos condujo a la
creación, durante la administración de Virgilio
Barco (1986-1990), de una Consejería Presidencial para los
Derechos Humanos. A pesar de que desde entonces los diferentes
gobiernos se han declarado comprometidos con la defensa de los
derechos humanos, la situación no ha cesado de
agravarse.
2. Manifiesto Democrático. 100 puntos
Álvaro Uribe Vélez, Cap. 1. "La Colombia que
quiero" es el documento de campaña que recoge la propuesta
de programa de gobierno formulada por Uribe.
3. Para una mejor comprensión de la
concepción de seguridad democrática propuesta por
Álvaro Uribe, transcribo los puntos correspondientes del
Manifiesto Democrático: "28. Enalteceré la
profesión de soldado y policía. Que la comunidad
los valore y respete. Que ellos se esmeren por merecer respeto y
admiración. Que reciban formación técnica y
su esfuerzo sea premiado con becas de estudio y altas
calificaciones. Con más policías y soldados nuestra
fuerza pública sufrirá menos bajas, será
más respetada y el pueblo vivirá más
tranquilo". "30. El Presidente dirigirá el orden
público como corresponde en una sociedad
democrática en la cual la fuerza pública respeta a
los gobernantes de elección popular. En la
Gobernación de Antioquia fui el primer policía del
Departamento. En la Presidencia seré el primer soldado de
la Nación,
dedicado día y noche a recuperar la tranquilidad de todos
los colombianos. Al final de esa Gobernación el secuestro
había descendido en 60%, las carreteras eran transitables
y el homicidio había bajado 20%. Los empresarios pudieron
volver a trabajar en Urabá, regresó la tranquilidad
para los trabajadores y cesaron las masacres".
4. Punto 38 del Manifiesto
Democrático.
5. Punto 39 del Manifiesto
Democrático.
6. En Colombia se llama "puentes" a los fines de semana
que enlazan con un día festivo los lunes o
viernes.
7. Ver Manifiesto Democrático.
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encuentra bajo licencia Creative Commons
Jaime Zuluaga Nieto (*)
(*) Profesor
Emérito Universidad
Nacional de Colombia. Miembro Comité Directivo de
CLACSO.