Chiapas: nuevos movimientos sociales y nuevos tipos de conflictos
- Rasgos del marco
internacional - Nuevos
conflictos - Chiapas: novedades acerca
del actor social y el conflicto - Planteamiento del
problema de caracterización - En Chiapas, un nuevo tipo
de conflicto - Rasgos de
definición del conflicto - Características
del conflicto - La paz como reto y tarea
de los movimientos sociales - Notas
RASGOS DEL MARCO
INTERNACIONAL
Desde el 11 de septiembre de 2001 la hegemonía
integral del gobierno y la
economía
norteamericanas pesan de una nueva manera en el mundo, reduciendo
los márgenes en que las soberanías nacionales
puedan generar alternativas. Los reclamos por un nuevo orden
internacional, el fortalecimiento del derecho
internacional y de las instituciones
multilaterales para garantizar justicia y
equilibrio,
han quedado rebasados por una nueva situación que
replantea todo.
La guerra es
ahora una realidad más visible, pues se refiere ya no
sólo a las docenas de conflictos
armados internos que proliferan por el mundo, sino a una nueva
forma de combate frontal y no convencional contra los diferentes
usando la coartada del terrorismo.
Esta "nueva guerra" involucra en nuevas formas a los estados y a
las alianzas del primer mundo, y está íntimamente
ligada al despliegue de mecanismos políticos y financieros
que consoliden los intereses de los poderosos. En este marco se
han agudizado las resistencias y
tensiones, acrecentado las diferencias, ahondado las
polarizaciones y diversificando los conflictos sociales. Hoy por
hoy la lucha principal de los afectados se ha trasladado al
terreno de los derechos humanos,
la cultura, la
economía solidaria y la defensa de los recursos
naturales. Allí es donde se resiste. La resistencia se ha
convertido en estrategia y
germen de las alternativas que generan los pueblos empobrecidos
frente al neoliberalismo. Es a partir del rescate de la
identidad y
autonomía que se pretende redefinir el sentido de la
globalización. La resistencia recurre, se fundamenta y
alimenta de las propias raíces, sobre todo cuando el reto
no es adaptarse para sobrevivir, sino defenderse para
transformar. A partir del rescate de la identidad, de la
recuperación y defensa de la cultura, del fortalecimiento
de la lucha por los derechos humanos
individuales y colectivos, así como de la
generación de nuevas formas democráticas de
participación en los asuntos públicos, se han
encontrado las maneras de resistir y de sembrar alternativas a la
matriz
dominante. Por ello, detrás de la defensa de identidades,
autonomías o alternativas, lo que se ha fortalecido y
revitalizado es la lucha por la dignidad. En
mi opinión, este enfoque es fundamental para entender
actualmente a los movimientos sociales, los nuevos conflictos
armados y el tipo de paz a construir. La paz es otra vez, con
más urgencia y claridad, una prioritaria tarea mundial.
Pero ¿cuál tipo de paz? La paz es hoy
también un concepto
polarizado que se disputa. Mientras para unos es la
imposición y control de una
fuerza y su
proyecto sobre
otros, en la lógica
de los pueblos y de la solución a los problemas
estructurales de injusticia, la paz es la construcción de condiciones de equidad que
resuelvan las causas y no sólo ofrezcan salidas a los
efectos y actores de los conflictos armados. La paz es un asunto
de justicia, no sólo de fuerzas.
La globalización enmarca y replantea, renueva
o redimensiona a los viejos conflictos armados. Además,
genera un nuevo tipo de conflictos. En todos los casos se
requieren nuevos conceptos y criterios para comprenderlos y para
resolver sus causas. Observando el tipo de movimientos y luchas
sociales que se están presentando en el mundo, y
más concretamente recorriendo los diversos conflictos
armados internos, puede afirmarse que, si bien guardan entre
sí enormes diferencias y peculiaridades, no dejan de tener
constantes y elementos comunes para explicarlos y resolverlos.
Los retos de la guerra y de la paz también se han
globalizado.
La paz no es más un problema local del
país donde explota militarmente algún conflicto. La
paz no es más la búsqueda de salidas políticas
particulares para los actores militares o armados, sino la
construcción de vías políticas ampliamente
participativas para resolver las causas estructurales y
políticas que explican que los excluidos sean base social
de una rebelión armada. La paz no es la mera ausencia de
rebeliones o el mantenimiento
formal de la estabilidad política, sino la
solución a los conflictos de fondo que se generan por la
injusticia de una sociedad.
El verdadero conflicto, cuyas causas deben ser eje de la
paz, está detrás y debajo del conflicto armado
concreto, y
sus fronteras no son las nacionales. Tampoco la génesis y
lógica de la violencia es
solamente local, pues el uso de la fuerza se alimenta globalmente
como derecho e industria de
los poderosos. Aunque se exprese a través de conflictos
internos, la paz es un problema central y articulado de la agenda
mundial. Junto con viejos conflictos, activos aunque
enraizados en etapas nacionales y mundiales que ya pasaron, ha
aparecido también un nuevo tipo de conflictos, que ya no
se refieren exclusivamente a problemáticas de nacionalidad,
territorio, independencia
o poder, ni
solamente a la generación de condiciones revolucionarias
para cambios nacionales. Estos nuevos conflictos, como el de
Chiapas, se
explican: por la problemática nacional, en el marco de la
globalización neoliberal; por la problemática
política, aunque no esté en juego la toma
armada del poder; por la interacción de un nuevo tipo de actores y
movimientos, tanto civiles como políticos; por el impulso
de las viejas y nuevas causas nacionales, referidas a derechos
colectivos, identidades culturales, crisis
estructurales y nuevas metodologías y concepciones de la
práctica política; y por la búsqueda de
alternativas a los modelos
globales dominantes. Las grandes causas trascienden y aglutinan
de diversas maneras a sus múltiples actores concretos,
configurándose así procesos
plurales y democratizadores que reclaman el reconocimiento de
identidades, autonomías y culturas como rasgos de nuevos
estados y proyectos de
nación,
en cuyo diseño
se realiza la difícil disputa económica y social.
Respecto de estos nuevos conflictos, más complejos, en
varios niveles desde lo local hasta lo global, y que abarcan
elementos culturales, junto a los políticos,
económicos y sociales, me temo que los actores
latinoamericanos de la paz no hemos logrado suficiente
claridad.
No se trata de promover o defender las vías
armadas, sino de reconocer que ante los conflictos objetivos
ellas son aún viables mediante otras formas. Frente a este
reto y riesgo, tampoco
hemos valorado ni retomado cabalmente todas las lecciones y
dolores de procesos previos, ni hemos reencontrado las causas y
soluciones
políticas comunes. En todo caso, viejos, renovados y
nuevos conflictos en América
Latina y el Caribe demuestran que, a pesar de la extrema
pobreza y la
exclusión, y después del inicio de la
polarización y la violencia, el principal tipo de luchas y
el factor principal que desencadena las rebeliones armadas sigue
siendo de carácter político. Por ello,
también la política sigue siendo la clave
constructora de una solución negociada y procesual. Una
salida política rápida limitada a los actores
militares ya no es suficiente, pues la paz requiere que la
política se desarrolle como un proceso de
largo plazo que permita impulsar las tendencias de la
reconciliación y la participación de otros actores
en la disputa por los cambios de fondo relacionados con las
diversas causas del conflicto.
La paz es un proceso mucho más largo y
complicado, cuya verdadera solución habrá de
lograrse en tanto se convierta en un proceso de
transformación nacional. Por ello, la pregunta por la
solidez de la paz –basada en la democracia, la
justicia y los derechos humanos– lleva a una respuesta en
términos de Estado y de
maduración de la sociedad misma. Así, para los
nuevos conflictos, los organismos movilizados y concientes de la
sociedad, con todas sus diversidades, son necesarios para dar
rumbo y confluencia a los rasgos políticos, sociales y
culturales que requieren la democracia, la justicia y la paz.
Además, la participación civil es necesaria para
detener las tendencias a la polarización y la violencia,
que vive la sociedad por detrás y debajo del conflicto
armado, impulsando en cambio las
tendencias a la tolerancia y al
diálogo.
No cabe duda de que como realidad y concepto la sociedad civil es
compleja en sí misma. No obstante, en tanto
expresión orgánica de la sociedad amplia, sus
organismos conforman un mosaico de voluntades, actores y procesos
sociales y ciudadanos que viven una natural diversidad, desde la
que es posible impulsar la voluntad política necesaria
para realizar los cambios que resuelvan realmente las causas del
conflicto. No se trata de sustituir a las partes o a la sociedad
política, pero tampoco de limitar el papel civil al
acompañamiento o la solidaridad. Al
tomar posición en torno de la paz a
construir, los movimientos y organismos sociales y civiles
podrán desarrollar su interlocución, pero
también consolidarán su autonomía respecto
de las partes. Así, serán actores con voz propia,
propositiva y comprometida, mientras la paz sea una tarea y
proceso propio.
Por todo lo anterior, es necesario entender el
carácter, diagnóstico, estatus y actores de este
nuevo tipo y carácter de los conflictos, a fin de lograr
claridad sobre las concepciones, estrategias y
procesos de paz y de negociación adecuados para resolver sus
causas, incluyendo la problemática de la
globalización, la democratización y la
regeneración de las dimensiones éticas y
culturales.
CHIAPAS: NOVEDADES ACERCA DEL
ACTOR SOCIAL Y EL CONFLICTO
El conflicto mexicano es representativo de los nuevos
conflictos mundiales y latinoamericanos, no tanto por que el
Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN)
sea un movimiento
indígena armado distinto en sus planteamientos a las
vanguardias armadas de Cuba o
Centroamérica: es sabido que el EZLN no se presenta a
sí mismo como quien ha de gobernar al país, ni
siquiera plantea el programa
alternativo en torno al cual luchar, sino que llama a un espacio
común de generación de consensos y alternativas de
donde surjan potentes propuestas civiles nacionales.
Además, los zapatistas no están convocando a una
insurrección general por la vía de las armas, sino a
impulsar la articulación política necesaria para
crear las condiciones de cambio sustantivo. El zapatismo es un
actor político-militar novedoso porque, siendo un
movimiento indígena armado, sus planteamientos
están más allá de ellos mismos y sus
derechos como pueblos indígenas, recogiendo una amplia
gama de agendas y demandas de los movimientos sociales nacionales
y mundiales. El conflicto planteado por los indígenas no
se limita a la problemática indígena como tal,
aunque ciertamente existe. Sin embargo, los reclamos
indígenas por el reconocimiento de su carácter de
pueblos y culturas plenos tampoco están planteando un
rompimiento nacional, a diferencia de los llamados conflictos
étnicos tipo ex Yugoslavia, sino una transformación
de Estado y sociedad que les dé su lugar y permita su
aporte como actores civiles específicos. En el fondo, la
novedad la definen las causas del conflicto mexicano, que se
refieren, a partir del reconocimiento de los pueblos indios, a la
necesidad de cambios en el Estado, la
sociedad y sus modelos económico, político y
cultural, entendidos como alternativa ante la
globalización. El actor no hace al conflicto, sino que
éste en su gravedad genera las condiciones del actor
armado. Constatamos por tanto que se trata de un tipo de
conflicto repetible y multiplicable que puede expresarse a
través de diversos movimientos sociales y nuevas formas de
lucha armada.
Así, dado el agravamiento de tensiones que
generan las actuales hegemonías, debe asumirse que el
conflicto chiapaneco representa un tipo de conflictos armados que
se pueden reproducir en múltiples lugares y actores en las
actuales circunstancias del mundo, y particularmente en América
Latina y el Caribe. Ciertamente está cerrada la vía
revolucionaria de las armas para tomar directamente el poder e
implementar un programa radical de cambios. Sin embargo,
habrá que reconocer que la exclusión y la crisis
política no han cerrado la viabilidad, expectativas o
condiciones de posibilidad para que los movimientos sociales
sostengan otro tipo de movimientos armados. No estamos ante la
llamada guerrilla clásica, sino ante la puerta que ha
quedado abierta para que los excluidos, desde su dignidad y
retaguardia, impulsen mediante cuerpos y acciones
armadas algunas condiciones de defensa, articulación y
movilización política que consideran que de otra
manera no lograrían.
PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA DE
CARACTERIZACIÓN
La opción por una salida política al
conflicto que atienda desde su raíz las causas y los
efectos generados desde 1994 requiere como primer paso la
comprensión de su naturaleza y
de la situación actual, estableciendo el tipo de
confrontación, sus motivaciones profundas, actores, las
lógicas que determinan su desarrollo y
sus amenazas implícitas. La consideración realista
y plena de este conjunto de factores que caracterizan al
conflicto es una condición necesaria para avanzar con
mayor claridad, justeza y certeza en la identificación de
las vías de solución.
Durante el curso del conflicto se ha dado una fuerte
disputa por su diagnóstico y caracterización, en la
que las partes han asumido posiciones cada vez más
cerradas y divergentes, las que también se reflejan en sus
diferentes concepciones de negociación y de la paz a
construir. La disputa ha sido tan fuerte que puso en crisis la
negociación iniciada, y después al conjunto del
proceso.
En términos formales, se había logrado una
convergencia básica de caracterización que
permitió el inicio de los esfuerzos más serios
aunque truncos de negociación, el de los llamados
Diálogos de Catedral entre febrero y marzo de 1994, y el
de la Mesa de San Andrés, del 9 de abril de 1995 hasta su
suspensión en enero de 1997. La concepción oficial
y vigente sobre el conflicto, su regulación y su
solución, es lo que se establece en la Ley para el
Diálogo, la Conciliación y la Paz Digna en Chiapas,
aprobada el 11 de marzo de 1995 como marco jurídico
propiciatorio, en cuyo Artículo 1º se reconoce la
existencia de un "conflicto armado", sin abundar en su
definición, pero reconociendo su naturaleza
político-militar. Esta ley establece que el EZLN como
actor armado es una organización de ciudadanos mexicanos,
mayoritariamente indígenas, que se inconformó por
diversas causas. Aunque se le coloca en una dimensión
estatal, se asume que sus causas, y por tanto las soluciones
necesarias, son de orden político, social, cultural y
económico.
Sin embargo, el gobierno lo califica como "un conflicto
de naturaleza política local que ya superó la fase
de confrontación armada". Sostiene que su dimensión
es regional e involucra múltiples actores locales, que
obedece a una grave situación histórica de
carencias sociales y marginación de las comunidades
indígenas, así como a una intensa conflictividad
extra, intra e inter-comunitaria derivada de motivos religiosos,
ideológicos y políticos. Su estrategia se establece
entonces en el impulso de programas de
gasto social y de mecanismos de concertación comunitaria
para atender la problemática local. Asimismo, explica la
presencia militar como una garantía necesaria para
asegurar el orden público, vigilar la frontera,
combatir al narcotráfico y garantizar la seguridad
nacional en tanto existe una declaración de guerra. En
este marco, el conflicto con el EZLN es sólo uno de los
componentes del problema.
Para el EZLN, en cambio, se trata de un conflicto armado
que ha derivado en una guerra de exterminio, dirigida contra las
formas de vida y reproducción comunitarias y que opera bajo
la forma de una guerra de baja intensidad, desde una
visión de Estado que mantiene la lógica militar
como factor dominante para imponer su solución. Frente a
ésta, el movimiento zapatista define una estrategia de
resistencia y de acumulación política de fuerzas,
dirigiendo su discurso y
acciones contra las fuentes de
legitimidad del Estado. Sostiene que sus causas son estructurales
y nacionales, y que para resolverlas se requiere de una profunda
transformación del Estado y del modelo
económico. Enfatiza la lucha por los derechos
indígenas como elemento identitario fundamental del
movimiento. Las diferencias son abismales. Además, el
conflicto no es estático y ha vivido diversas etapas y
transformaciones. Por ello, se hace necesario que otras fuerzas o
propuestas distintas de las partes sean capaces de restablecer la
convergencia en torno de una caracterización procesual
básica para sustentar nuevos esfuerzos de
negociación y de paz.
En esta búsqueda de opciones se vuelve la vista a
las experiencias en otros países y a las referencias del
derecho internacional, que en otros casos ha dinamizado el
proceso a partir de establecer el estatus de los conflictos. Se
sabe que el gobierno mexicano se ha negado desde el principio a
incorporar los criterios e instrumentos del derecho
internacional, en buena parte por su negativa a aceptar las
implicaciones del conflicto y reconocer la beligerancia del EZLN.
El Protocolo II de
los Convenios de Ginebra define desde 1977 como conflicto armado
interno a "todo conflicto que se desarrolle en el territorio de
un Estado, entre sus fuerzas armadas y fuerzas armadas disidentes
o grupos armados
organizados, que bajo la dirección de un mando responsable, ejerzan
sobre una parte de dicho territorio un control tal que les
permita realizar operaciones
militares sostenidas y concertadas, y aplicar el derecho
internacional establecido para este tipo de conflicto". Si bien
hay elementos de esta definición internacional que se
ajustan a Chiapas y otros se han transformado en el curso del
conflicto, no se recogen algunos rasgos distintivos derivados de
su carácter de nuevo tipo de conflicto. En una etapa
inicial el conflicto surge y se expresa correspondiendo con estos
parámetros, operando prácticamente la lógica
internacional para establecer el cese al fuego y las "zonas
grises" de seguridad protegidas por el Comité
Internacional de la Cruz Roja (CICR). Muy pronto la
situación evoluciona hacia una rebelión social
constreñida a un territorio y controlada militarmente, que
bajo una situación de tregua indefinida, sin acciones
bélicas o enfrentamientos militares directos, y a pesar de
la aparición de nuevas formas de violencia local y
paramilitar, adquirió su mayor fuerza e impacto en la
incidencia política de alcance nacional e internacional.
Luego de casi siete años, la trayectoria del conflicto ha
ido revelando causas e incorporando dimensiones, actores e
intereses, lo que hace cada vez más difícil su
comprensión y su solución.
Este desarrollo cada vez más complejo del proceso
requiere construir una visión común del conflicto,
identificando sus rasgos, etapas y dinámicas que lo
determinan y definen. Este apartado recoge los elementos que se
aportaron en este sentido.
EN CHIAPAS, UN NUEVO TIPO DE
CONFLICTO
Aunque existe una percepción
generalizada de que el conflicto entre el EZLN y el gobierno
corresponde a un nuevo tipo de conflicto armado, se constata que
no existe hasta hoy un marco
teórico–metodológico que adecuadamente
tipifique o categorice a esta nueva generación de
conflictos. Por lo tanto, una tarea que se desprende de este
reconocimiento es la necesidad de abundar en el análisis y sistematización de sus
elementos característicos, con el fin de entender y
definir correctamente su naturaleza. Se presentan a
continuación los principales elementos o rasgos en
análisis y reflexión.
RASGOS DE DEFINICIÓN
DEL CONFLICTO
El conflicto en Chiapas puede caracterizarse como un
conflicto armado interno de nuevo tipo, con base en los rasgos
novedosos de definición vistos desde las causas y los
actores en juego que se enuncian a continuación. La fuerza
y peso del actor no se dan en función de
su acción
y capacidad militar, aunque la preservan, sino de la justeza de
sus causas y el consenso social en torno a éstas. Desde su
surgimiento, el gran poder referencial y comunicativo del actor
insurgente permite ubicarlo de manera distinta a los actores
armados de otros procesos.
La magnitud, rapidez y amplitud de la
articulación de esfuerzos y adhesiones en torno del
reconocimiento de las causas justas del conflicto, así
como la exigencia nacional del cese al fuego para buscar una
vía de solución política, constituyen
elementos novedosos de participación social para la
configuración de las correlaciones, agendas y actores del
proceso.
En varios niveles, las causas se reconocen de
carácter, alcance y solución histórica y
nacional, en agudización enmarcada por la
globalización. Se combinan diversas causas a partir de
aquellas que se fundan en una problemática estructural de
diversa naturaleza (económica, social, política y
cultural), integrando las demandas y propuestas de otros actores
a lo largo del proceso, e incluyendo los efectos de la violencia
que se suman en el propio curso del conflicto.
En torno del conflicto se expresa la disputa central por
la legitimidad y transformación de las distintas
dimensiones de la vida nacional: económica,
política, social, cultural y militar. Sin embargo, el
actor no plantea la destrucción del Estado, sino la
transformación de éste a través de una
profunda reforma política, jurídica, institucional
y cultural. El actor tampoco se asume en la pugna por el poder
político como vanguardia y
portador del nuevo Estado, sino como el vehículo
articulador de las aspiraciones y las exigencias sociales y
políticas de distintos sectores nacionales.
La acción y discurso del movimiento rebelde
asumen e integran distintos elementos: identidad,
autonomía y reclamos indígenas, resistencia a la
conflictividad local, propuesta civil nacional, y crítica
internacional. Así, incorporan diversos elementos
identitarios que se expresan desde un movimiento indígena
armado que es parte impulsora de un movimiento político
amplio.
Su proyecto y discurso sostienen elementos
utópicos, pero también contienen propuestas de
corte reformista para avanzar hacia la consecución de
cambios sustantivos. Colocan como ejes de referencia la lucha por
la dignidad, la inclusión, los derechos, particularmente
de los pueblos indígenas, así como el rechazo al
neoliberalismo, logrando incidir de manera significativa en el
ámbito internacional.
Sus estrategias implican elementos originales y
novedosos que se distinguen de los conflictos tradicionales en
América Latina, en tanto han evitado la
confrontación armada, optando por una estrategia de
resistencia y de acumulación de fuerzas para privilegiar
su acción en la esfera política y de opinión
pública.
Sobre las características del conflicto se han
formulado diversos aportes y elementos de análisis. Se
trata de un conflicto multidimensional y multicausal.
Desde su inicio, y a lo largo de varias etapas, el
conflicto se manifiesta y se disputa en distintas esferas:
política, social, económica, cultural y militar,
con profundos impactos en cada una de ellas. Si bien su
carácter multidimensional es claro, el factor militar
predomina aún, sobre todo cuando ha sido el eje central
sobre el que se han definido las condiciones, estrategias y
posibilidades de acción de la parte gubernamental en los
otros ámbitos. No obstante que para la mayoría de
actores y analistas sociales es la lógica militar la que
define la concepción y estrategia del Estado, algunos
matizan ahora que aunque la lógica militar predomina,
actúa determinada por la lógica política. En
todo caso, se considera que al garantizar el control territorial
y la destrucción del tejido comunitario, el
ejército administra y canaliza la violencia
–acelerando problemáticas locales y la
paramilitarización– para producir la
correlación político-social que da base al
diseño de las estrategias gubernamentales para las
diversas disputas relacionadas con el conflicto, incluidas la
negociación, la incidencia en la opinión
pública o la diplomacia.
El conflicto incorpora los contenidos de la lucha social
y política de diversos ámbitos –comunitario,
municipal, regional, estatal, nacional e incluso
internacional– siendo uno de sus rasgos más
significativos la capacidad de engarzar esos diferentes
ámbitos y contenidos en la expresión de los
problemas y las alternativas frente a los mismos.
La naturaleza específica del movimiento armado
tiene una raíz histórica en anteriores rebeliones
chiapanecas que, a pesar de no tener clara la concepción
de lo indígena, habían asumido este componente como
parte vital de su identidad y demandas. El conflicto expresa
también la crisis de un sistema regional
de dominio basado
en la estructura
agraria, el aplastamiento cultural, la pobreza
extrema y el predominio de instituciones políticas
autoritarias, represivas y excluyentes. Frente a ello, el
conflicto expresa la reconstitución étnica y el
desarrollo de los actores emergentes que se configuran desde
diversos procesos organizativos y de conciencia para
defenderse de los grupos locales integrados a las cadenas del
poder político y económico. En esta
dimensión se ubica una intensa pugna por las reglas de
convivencia política y social, por la tierra, por
los recursos
públicos, por el ejercicio de derechos sociales y
culturales, así como por el acceso a la justicia, la educación y el
desarrollo.
De igual manera el conflicto expresa la
problemática nacional, producto de un
sistema profundamente desigual e injusto. Hace visible y
sensible, para el conjunto de la sociedad mexicana, la
situación económica y política de los
pueblos indígenas y de otros sectores excluidos. Al
asumirse ésta como intolerable, se logra un amplio
consenso social en torno a las causas. En este sentido, se
alcanza desde el primer momento una proyección y dinámica nacional que vincula agendas y
actores en torno a la necesidad de impulsar transformaciones de
fondo que resuelvan esta condición de exclusión
política, económica y cultural.
En el vínculo de lo local y lo nacional es
importante reconocer el hecho de que la oligarquía
chiapaneca está fuertemente imbricada con sectores de la
clase
política nacional. Dicha alianza no permite pensar en una
solución que prescinda de cambios que afecten las bases
del apoyo político y del control sobre recursos que son
pieza del enclave de poder político y económico
regional. En este sentido, aún los problemas locales del
conflicto tienen un impacto de carácter nacional en la
medida en que están ligados a intereses
estratégicos nacionales. Una solución real del
conflicto tendría que asumir por lo menos el sacrificio
del bloque conservador que se ha articulado en torno a un sistema
regional de dominio útil a grupos de poder
económico y político del país.
Por otro lado, el zapatismo insiste siempre en que el
conflicto tiene también raíz en el neoliberalismo y
sus implicaciones políticas, éticas,
económicas y culturales, afirmando que la creciente
dependencia económica y política del Estado
mexicano refleja el peso y control del modelo dominante mundial,
al que debe confrontarse. Al hacerlo desde sus muy especiales
capacidades discursivas y de comunicación, el zapatismo pudo convertirse
rápidamente en una representación simbólica
de esta lucha y en un referente para quienes desde otros
países cuestionan los impactos de este modelo y plantean
nuevas alternativas frente al mismo. Por ello, ha generado
numerosos procesos de empatía y solidaridad en el
ámbito internacional, sobre todo entre movimientos
políticos y civiles del propio primer mundo.
El conflicto es multicausal porque expresa un
diversificado conjunto de factores de distinta naturaleza y nivel
que logran una integralidad de causas de carácter
estructural. Ello hace que sea difícil definir al
conflicto mexicano, pues no sólo se refiere a la
problemática nacional sino que está inscrito de
frente a la globalización y el neoliberalismo. De acuerdo
a algunas de las tipologías que se han elaborado para
caracterizar a los nuevos conflictos en el mundo en
función de sus causas, se pueden ubicar cinco tipos de
conflictos que se corresponden y se combinan en el caso mexicano,
según se detalla a continuación: – Conflicto de
legitimidad: tiene como causa la crisis de legitimidad y
representación del régimen. Surge como consecuencia
de la crisis de legitimidad del Estado y de la ausencia de
participación y representación políticas en
las decisiones públicas y en la distribución del bienestar. Se ubica frente
a un sistema
político autoritario y excluyente, carente de espacios
para la expresión e interlocución de actores
políticos y sociales no institucionales, que vive una
profunda crisis de credibilidad y representación. Plantea
un cuestionamiento ético profundo a la estructura y
dinámica institucional, así como a la ausencia de
un proyecto colectivo sustentado en el bien común. Se
establece como disputa por la responsabilidad y el derecho moral de
gobernar para los excluidos.
– Conflicto por el fracaso del Estado: tiene como
causas las condiciones económicas y sociales
profundamente desiguales y excluyentes para la mayoría
de la población, así como la
débil capacidad de respuesta social del Estado. Se trata
de un conflicto estructural que tiene como base las relaciones
de poder económico y político, cuyos rasgos de
dominación, polarización y exclusión se
han profundizado cada vez más. Esta situación
constituye la base objetiva para el surgimiento del conflicto y
de su amplio respaldo social. Los conflictos de este tipo han
sido clasificados bajo distintas denominaciones, y a ellos
corresponde una gran cantidad de las guerras
internas que hoy vive el mundo: conflicto por la incapacidad
del Estado, provocado por la ausencia de un ejercicio
gubernamental socialmente efectivo y la incapacidad de
proporcionar una seguridad humana mínima para todos los
individuos y comunidades (pobreza, ausencia de estructuras
estatales, proliferación de armas ligeras); conflicto de
carácter socioeconómico, por la ausencia de
democracia e igualdad en
la distribución de tierra,
recursos, servicios y
beneficios; conflicto de desarrollo, como consecuencia del
abismo integral entre los ricos y las mayorías
empobrecidas.
– Conflicto por identidad: tiene sus causas en la
defensa de las identidades sociales y culturales de sectores
excluidos de la población, que exigen tener un lugar
digno en la sociedad. Como consecuencia de la búsqueda
de la protección de la propia identidad, en sus
raíces hay diferencias étnicas y
culturales.
– Conflicto por la formación del Estado:
implica a regiones o naciones situadas en el territorio de un
Estado que luchan para lograr un mayor grado de
autonomía o una secesión. Dado que la etnicidad,
la identidad comunitaria y la religión juegan un
papel importante en este tipo de conflictos, se les llama
también conflictos étnicos o culturales. Esta
última caracterización, aunque la secesión
no se corresponde con los planteamientos zapatistas, ha sido
uno de los recursos argumentales del gobierno federal para
sustentar su incumplimiento a los Acuerdos de San Andrés
y el desmantelamiento de los municipios autónomos
zapatistas. Igualmente, estos argumentos fueron retomados por
el Congreso para aprobar una Reforma Constitucional que no
recoge los acuerdos firmados. Por el otro lado, el zapatismo y
los movimientos indígenas plantean una Reforma de Estado
que redistribuya el poder político en el conjunto del
territorio nacional y en las diferentes instancias de poder
público, en la que las autonomías implican la
fórmula de integración mediante el establecimiento
de una nueva relación entre el Estado los pueblos
indígenas y la sociedad en el marco del Estado nacional.
Se sitúa aquí uno de los elementos centrales no
resueltos del debate en
torno al carácter de las causas y las rutas de
solución.
– Conflicto contra la globalización o contra el
neoliberalismo, como se entiende a aquellas luchas y actores
referidos y articulados a la exigencia de cambios en los
modelos mundiales dominantes. En suma, el conflicto que vive
México en Chiapas asume diversos tipos de
causas y características que no se corresponden con la
tipología tradicional ni en cuanto a la base objetiva
que explica el surgimiento del conflicto ni en las exigencias
planteadas a lo largo de la contienda. Sus planteamientos se
refieren pues a la necesaria modificación de las
relaciones de poder económico, político, social y
cultural que hoy prevalecen en el país con esquemas
profundamente desiguales e injustos impulsados por la
globalización neoliberal, en que desde la vía de
las armas se participa en la disputa por la legitimidad y la
exigencia de una reforma del Estado para el pleno ejercicio de
derechos individuales y colectivos, enarbolando la dignidad y
la inclusión como los ejes orientadores del cambio
necesario.
Por su tipo actor el zapatismo se ha definido como una
rebelión o sublevación
étnica-política-social. El EZLN es actor de nuevo
tipo que representa un complejo sistema de causas, identidades y
medios con
formas de movimiento político/militar–movimiento
social/indígena– y movimiento político de
proyecto alternativo, determinado recíprocamente entre las
condiciones que generan al actor y el proceso que lo va
redefiniendo en el curso del conflicto. El zapatismo no tiene un
solo carácter. Dado su origen multicausal, ha ido
adquiriendo diversos elementos identitarios. Es un nuevo modelo
de proceso revolucionario que cruza y pasa por encima de la
división clasista y de los gestores del bienestar
inmediato, asumiendo un proyecto utópico que construye una
gran cantidad de puentes y puntos de convergencia. Tiene una
visión nacional y mundial que engarza lo local con lo
global e incorpora la dimensión de lo moral y lo
ético como un aspecto central, planteando desde ahí
una disputa por la razón histórica, cultural y
moral.
Su identidad se va configurando centralmente por lo
indígena, que si bien tiene sus peculiaridades, se da en
el marco de una ola continental de movimientos indígenas
que reclaman su ciudadanía con base en sus derechos como
pueblos.
De igual manera, el zapatismo se fue convirtiendo en un
vehículo -reflejo, transmisión, símbolo- que
expresa y articula diversas acciones y propuestas de sectores
sociales y civiles, reconociendo en la sociedad civil un papel y
peso significativo en la solución de las causas y del
conflicto armado mismo. Estratégicamente el EZLN aparece
como un movimiento diferente: no es guerrilla tradicional, no
tiene un discurso marxista ortodoxo, surge como una
combinación muy novedosa por sus planteamientos
revolucionarios e indígenas y por su posición de
optar muy pronto por la salida política. No plantea la
destrucción, sino la transformación del Estado. El
uso de las armas tiene un sentido político, y su eje no es
la victoria militar o la toma del poder, sino la dignidad
entendida como la lucha por los derechos sociales, la defensa de
la identidad, la justicia y sobre todo la dignidad. La violencia
que oponen al régimen se dirige más a desarticular
los factores de la violencia estructural del sistema que a la
aniquilación física del
adversario. Ha convertido su representación
simbólica y capacidades mediáticas en pieza
fundamental de la disputa por la legitimidad entre el Estado y el
movimiento.
El EZLN reconoce en su propia definición la
existencia de tres movimientos que conforman uno solo: un
movimiento político-militar, un movimiento
social-indígena y un movimiento civil zapatista, mucho
más amplio, que incluye a grandes sectores de la sociedad
civil en la perspectiva de los cambios necesarios en el
país y en el mundo. Estos movimientos no se sustituyen
entre sí, sino que se complementan y sintetizan,
enfatizando alguno de los distintos elementos identitarios de
acuerdo a las situaciones cambiantes del proceso.
De acuerdo con el tipo de confrontación, el
conflicto se determina por una lógica de poder que
enfrenta dos concepciones y proyectos de nación.
La manera en que las partes han acumulado y utilizado sus
recursos políticos y de fuerza ha sido distinta en las
diferentes etapas y fases del proceso.
Las estrategias de confrontación, si bien abarcan
distintas dimensiones sociales y políticas, tienen dos
ejes centrales y constantes: la disputa nacional por el consenso
social y la razón moral respecto a las causas, el
carácter y alcance de las soluciones que se demandan y
requieren; y la permanencia y dinámica de los aparatos
duros del Estado para presionar al acotamiento
político-militar del conflicto.
Estas dos variables han
sido fundamentales en el desarrollo de otros terrenos de
confrontación: en la contienda política por
representación e incidencia en las distintas coyunturas
del proceso; en los diversos procesos de diálogo y
negociación; en el ámbito de la opinión
pública nacional e internacional; en las tareas de
solidaridad y ayuda humanitaria; y en los esfuerzos por mantener
un clima de respeto a los
derechos humanos y a la justicia.
Si bien la dimensión bélica ha sido el
factor constante y el elemento determinante en el curso del
conflicto, el centro primario de la confrontación ha sido
la intensa pugna entre el Estado y el movimiento zapatista por la
legitimidad. Ello ha evitado que el conflicto derive en nuevos
enfrentamientos armados directos, pues iniciar abiertamente
hostilidades tendría un alto costo
político para ambas partes. Se plantea que el Estado no ha
formulado un diagnóstico completo y realista del
conflicto, del movimiento zapatista, de la problemática y
aspiraciones que éste articula y sintetiza, ni ha
construido una visión de solución final, y que esta
carencia determina el resultado limitado y luego el fracaso del
proceso de diálogo y negociación en sus distintos
intentos. En tanto no asume el carácter estructural del
conflicto, la dimensión nacional y profunda de sus causas,
y la capacidad referencial del EZLN para diversos sectores de la
sociedad mexicana y particularmente para los pueblos
indígenas, el gobierno federal ha optado por un esquema de
achicamiento y de desgaste, procurando imponer soluciones a
partir de sus diversas estructuras de poder, particularmente el
uso de la fuerza. La pretensión gubernamental de tratar al
conflicto como un problema regional, de carácter
político-social e incluso religioso, cuyas motivaciones
obedecen a deficiencias en la distribución del bienestar y
de los mecanismos de interlocución, mantiene al proceso en
una ruta que sólo ha hecho más complejas y
difíciles las posibilidades de una solución
verdadera.
El rápido viraje estratégico del EZLN
hacia la ponderación de la lucha política e
ideológica, dentro y fuera de los marcos políticos
institucionales de cambio y manteniendo una resistencia armada
sin enfrentamientos bélicos en los territorios bajo su
influencia, así como el fortalecimiento de su capacidad
discursiva y de comunicación contra las fuentes de
legitimidad del Estado, establecen una disputa no sólo en
términos de causas y proyectos, sino de modos de
confrontación y vías de solución.
Resaltamos algunos de los aspectos centrales que forman
parte del debate acerca del carácter del
conflicto.
Respecto del estatus militar y tipo de guerra, aunque
hay consenso en cuanto al hecho de que el 1 de enero de 1994 se
reveló en Chiapas la existencia de un conflicto armado
interno de nuevo tipo, se abren diversas posturas acerca del
actual estatus militar, las etapas y la manera en que ha operado
la lógica militar. Aunque la mayoría de los
analistas y actores civiles cercanos al conflicto consideran que
todavía hay un estado de guerra, existen diferencias
respecto a su caracterización y magnitud. Así,
existen diversas definiciones de la situación: guerra de
baja intensidad, guerra contra-insurgente, guerra de
ocupación, guerra de exterminio, guerra irregular,
genocidio, etc.
En todo caso, los puntos de mayor convergencia se
encuentran en la identificación de los medios y efectos de
la estrategia militar. Ésta se reconoce por el proceso
intensivo y extensivo de militarización; por la creciente
paramilitarización que hoy actúa impunemente y
abarca grandes zonas del estado; por la represión
policíaca, tanto selectiva como masiva, dirigida
particularmente contra bases civiles del zapatismo, del
perredismo y de organizaciones
sociales independientes; por el desmantelamiento de las
condiciones sociales y económicas de las comunidades
indígenas en tanto se consideran espacios de sustento y
reproducción del movimiento. Esta estrategia tiene una
expresión muy importante en la disputa por el territorio y
las diversas maneras en que se asume el control del
mismo.
Los costos humanos se
van dando en términos de importantes procesos de
polarización y desplazamiento social, un alto nivel de
conflictividad y tensión local, la ruptura del tejido
social, la diversificación de la violencia y la
creación de la inseguridad y
del miedo mediante hostigamiento, persecución,
retén, aprehensión y, en suma, pérdida de
condiciones y vidas humanas.
Se coincide de manera general en que la visión
reduccionista del conflicto determina la selección
de objetivos y medios estratégicos del Estado, y por tanto
su incapacidad para construir hasta ahora una solución
política de largo plazo, depositando en sus componentes de
fuerza militar, paramilitar y policíaca la lógica
de solución, completada en la fragmentación del
conflicto y la aplicación de programas focales de gasto
social.
Finalmente, como hemos señalado, la
mayoría de actores sociales y civiles piensan que lo
militar ha sido el eje de la estrategia gubernamental orientada
al control coercitivo y al acotamiento político del
conflicto, desde donde se pretende establecer condiciones para
imponer una salida que evite transformaciones sociales,
económicas y políticas de fondo, reduciendo al
máximo los costos al Estado. Sin embargo, otra interpretación reconoce que sí
existe el conflicto armado, y aún una guerra sui generis,
pero considera que ha pesado más lo civil y
político por encima de lo militar. Queda establecido este
debate de fondo.
Respecto de las dimensiones, implicaciones y actores
sociales del conflicto, en la trayectoria del conflicto y proceso
de paz se han planteado diversas coyunturas y ámbitos de
confrontación política.
En la percepción de amplios sectores nacionales,
desde el inicio del conflicto el EZLN logra constituirse como
representación simbólica de múltiples
elementos de descontento social, centralmente de los derechos
indígenas, cuya rebelión descubre para la sociedad
entera la situación de miseria y exclusión de los
pueblos indios, así como de la pobreza estructural de
millones de mexicanos, en ese momento oculta por el TLC y el
triunfalismo gubernamental. Este impacto inicial propició
un sentimiento de simpatía en la sociedad nacional, que
ante la probada injusticia asumió el imperativo moral de
corregirla y resolverla, llegando incluso a justificar como
inevitable al propio alzamiento armado.
Entonces, la correlación de fuerzas sociales y
políticas tomó cuerpo en torno al tipo de
solución, es decir, por una salida pacífica y
pactada que atendiera las causas y evitara la continuación
del enfrentamiento armado. Diversos movimientos sociales se
adhieren al actor y sus causas, aunque el elemento catalizador
más amplio fue la necesidad de detener la guerra y de
generar un proceso serio de negociación.
Este consenso social que legitimó causas y
exigió soluciones mediante el diálogo se
convirtió en el eje fundamental de una solución
política, y por tanto en un elemento estratégico de
disputa entre las partes. Esto explica que tanto el gobierno
federal como el EZLN trasladaran sus visiones, expectativas y
recursos estratégicos a la conquista del consenso social,
dando lugar a una confrontación política compleja
que se ha reflejado en la opinión pública, la
colaboración internacional, las elecciones, las
políticas de alianzas y relaciones, la acción
local, etcétera. Las partes han disputado política
y socialmente este consenso pero con muy distintas actitudes
militares. Mientras que el EZLN frenó su actividad militar
y convirtió sus armas en signo de dignidad y resistencia,
el gobierno federal continuó, diversificó y
amplificó la acción de las fuerzas armadas para
desgastar al zapatismo, reducir la simpatía nacional a sus
reclamos, y construir el tipo de solución limitada que
actualmente ofrece.
En un proceso tendiente a la acumulación de
fuerzas en torno a la agenda y la vía de solución,
el EZLN ha lanzado distintas convocatorias para constituir una
gran alianza nacional; iniciativas para impulsar una
organización amplia de carácter civil; foros
temáticos nacionales e internacionales para discutir la
postura de negociación hacia el proyecto de cambio
necesario; y como propuestas a los movimientos indígenas,
sociales o académicos, intelectuales,
comunicadores y personalidades a fin de fortalecer el sustento
del proyecto y la legitimidad de su movimiento.
El gobierno ha disputado en todos los terrenos una mayor
base social, opinión pública y apoyos
internacionales, generando sus propias alianzas a todo nivel
mediante el uso de una amplia gama de recursos que van desde la
creación de nuevos interlocutores sobre la
problemática, la distribución de fondos
públicos en las comunidades y diversas campañas
publicitarias, hasta la intensa información, cabildeo y diplomacia
internacional.
En cuanto a la lucha por el poder político y las
contiendas electorales, el EZLN asume una postura
estratégica que rechaza su participación directa en
la pugna por los espacios institucionales de
representación política y el ejercicio del
gobierno, promoviendo la conformación de los municipios
autónomos y otras estructuras de representación
local alternativas. Ante la redefinición constante de sus
relaciones y alianzas, en este transcurso se han dado encuentros
y desencuentros del zapatismo con actores políticos,
sociales y civiles afines.
A lo largo del conflicto se han incorporado nuevos
actores e intereses y se han generado conflictos secundarios y
tensiones que lo hacen cada vez más difícil de
abordar. La cuestión agraria, la distribución de
recursos públicos, la conformación del mapa
gubernamental en Chiapas tanto en el ejercicio del poder
público local como en las legislaturas, la
recomposición de representaciones e interlocuciones, la
polarización comunitaria, las víctimas del
conflicto, las nuevas modalidades de la violencia, son algunos de
los elementos que se agregan y disputan, haciendo cada vez
más compleja la situación y la construcción
del proceso de paz.
Esta confrontación expresa la lucha por las
condiciones de sobrevivencia y reproducción,
básicamente por el territorio, pero también por
otros intereses económicos y políticos, entre una
oligarquía local que se resiste a perder privilegios, y
los actores civiles y sociales emergentes, que han elevado
substantivamente sus aspiraciones y exigencias.
En suma, el conflicto asume rasgos que establecen su
carácter político-militar, y por tanto su
tratamiento y visión tiene que considerar una
solución que defina una salida política
también a lo militar, en tanto esta lógica ha
determinado el curso del proceso, producido los mayores
obstáculos a una solución negociada, y provocado
altos costos humanos y sociales.
El conflicto tiene por sus causas y reivindicaciones un
carácter estructural, que implica profundos cambios
jurídicos, institucionales, económicos,
políticos y culturales de definición nacional. Por
tanto, el diseño de vías y soluciones
políticas debe contemplar las transformaciones
estructurales necesarias que respondan a estas causas y
motivaciones.
Su dimensión es nacional en tanto la
expresión de los problemas, demandas y consensos tiene un
alcance nacional. Si bien su expresión orgánica y
militar está acotada localmente, su nivel de impacto y
adhesión social se distribuye en todo el territorio del
país.
La identidad, discurso y estrategias del actor armado lo
definen como un movimiento diferente al de otros actores
insurgentes, estableciendo marcos de confrontación con
peso y modalidades distintas a otros conflictos y procesos. De
igual manera su relación con sectores civiles, sociales y
políticos del país plantea un nuevo tipo de
alianzas y métodos
que lo constituyen en un actor referencial para múltiples
actores y propuestas.
En este sentido se plantea que se trata de un conflicto
armado interno de nuevo tipo, y bajo esta concepción se
hace necesario abundar en el diagnóstico que nos permita
replantear las tareas estratégicas para la paz.
En suma, la disyuntiva del caso mexicano es
dramática. Atrincherado en los viejos esquemas
contrainsurgentes y el derecho del poder para defender un modelo
dominante, el actual Estado mexicano no quiere entender que se
requiere adelantar la búsqueda de opciones
políticas de fondo, comenzando por el reconocimiento a los
pueblos indígenas y sus derechos colectivos, y propiciando
la amplia participación de otros actores políticos
y sociales. Si lo importante es la causa y el sujeto social en
rebelión, y no el tamaño del accionar militar que
la levanta, Chiapas es importante no sólo por su
número de muertos, sino por sus graves rasgos e
implicaciones para conflictos similares. El proceso mexicano es
relevante exactamente por la disputa para vincular la paz con las
agendas sociales, particularmente desde los pueblos
indígenas en los marcos de la transición
política y la economía global.
LA PAZ COMO RETO Y TAREA DE
LOS MOVIMIENTOS SOCIALES
Toda concepción de la negociación y de la
paz responde a una previa caracterización y
diagnóstico. Por ello, el nuevo tipo de conflictos no
puede ser comprendido ni resuelto en la lógica de los
conflictos orientados a la toma armada del poder.
Simplificando, en muy diversos procesos
explícitos de paz se han desarrollado dos grandes etapas:
una primera de lógica militar en la que las partes
construían escenarios deseables a partir de medir
frontalmente sus capacidades militares; y una segunda en
lógica de negociación política que
cosecharía lo ganado militarmente, y que se podría
abrir en la medida en que se agotara, madurara o empatara la
lógica y etapa militar, es decir, una vez que para las
partes la negociación política fuera ya la mejor
vía para resolver favorablemente el conflicto. Sin
embargo, la racionalidad de los nuevos conflictos no radica en
las estrategias de confrontación, sino en sus causas. Por
ello, la clave de su solución no puede ni debe estar en
que se midan hasta agotarse las capacidades militares. Las causas
no pueden depender del tamaño del actor militar que se
levante, ni la negociación política debe quedar
atrapada en la medición coyuntural de fuerzas y
correlaciones. Esta es una limitación grave para la paz,
sobre todo cuando en medio de la crisis de las estructuras y
sociedades
políticas los gobiernos y ejércitos nacionales como
parte del conflicto actúan en lógica autoritaria de
Estado desplegando su fuerza de manera desproporcionada. De otra
manera, los estados democráticos habrían de
promover en vez de obstaculizar los cambios necesarios, asumiendo
que las causas justas y los movimientos sociales son materia y
sujeto principal de paz. Más allá de las partes del
conflicto armado, las claves están en las causas,
pre-militares, y en los actores y procesos necesarios para
resolverlas dentro de un proceso de construcción de nuevas
condiciones políticas, post-militares. Además, se
ha visto que, aún contando con acuerdos, los cambios
más difíciles se definirán y
disputarán en los terrenos de la lucha política
institucional y legal, por lo que los procesos de paz y de
negociación no deben diseñarse solamente como
expresión de las capacidades militares de las partes, o
sea del presente hacia el pasado, sino en función de esa
nueva etapa de confrontación política en la que se
define realmente el peso y grado de cambio que el país
pueda vivir contando con la voluntad y los acuerdos de las
partes. Por tanto, la naturaleza y solución de los nuevos
conflictos armados están relacionadas con la
solución a la crisis de las sociedades políticas, y
están por tanto vinculadas a la participación y
propuestas de los movimientos y actores sociales y civiles como
actores plenos de la paz, como lo son ya de la democracia, los
derechos humanos y la justicia.
Si para los nuevos conflictos armados lo importante es
la causa y no el tamaño militar, entonces los actores de
la solución no son sólo los de la guerra, sino
todos aquellos actores políticos, económicos,
sociales, eclesiales, etc. necesarios para resolver precisamente
las causas del conflicto. Así, los nuevos conflictos
implican nuevas dinámicas y corresponsabilidades
políticas, pues en adelante no se requerirá de
tomar las armas en la medida en que la política sea
vía eficaz de transformaciones. El problema es que al
estar en crisis las sociedades políticas en
términos de su débil credibilidad y
representatividad, y siendo los actuales partidos
políticos factores del modelo político a
transformar, corresponderá a los movimientos y actores
sociales y civiles la tarea de propiciar los elementos de una
estrategia de paz con democracia, más allá de lo
que pueda surgir de la disputa y equilibrio entre las partes
armadas o los partidos.
Las nuevas concepciones, estrategias y
metodologías para el impulso del proceso de paz tienen
como reto particular el lograr la gradual formación e
incorporación de todos los movimientos y actores sociales
y civiles, y con ellos de todas las fuerzas políticas,
económicas y sociales necesarias para construir un nuevo
Estado pluriétnico y pluricultural capaz de un nuevo pacto
político, económico y social.
Existe una enorme serie de retos teóricos y
conceptuales, estratégicos y programáticos. El
punto está en cómo vincular a la paz con las otras
agendas y actores sociales y políticos que procuran la
justicia. Los movimientos sociales, por su identidad,
carácter y vínculo con las causas, son de nuevo hoy
la fuerza de alternativa y articulación.
1. Agradezco al Consejo Latinoamericano de Ciencias
Sociales la
organización de este importante seminario
regional en el que participé a partir del trabajo de paz
en México, y particularmente con base en mi labor como
Secretario Ejecutivo de la desaparecida Comisión Nacional
de Intermediación, combinando reflexiones generales y
nacionales.
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Miguel Álvarez
Gándara*
* Director de SERAPAZ, México.