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Historia de la Iglesia: un breve resumen




Enviado por Agustin Fabra



  1. Presentación
  2. La Iglesia
    primitiva
  3. El edicto de
    Milán
  4. Del siglo XII al
    siglo XV
  5. Del siglo XVI al
    siglo XIX
  6. El siglo
    XX

Presentación

El presente es un estudio generalizado sobre la historia
de la Iglesia desde su inicio, cuyo objetivo es dar un enfoque
breve, aunque lo más amplio posible dentro de dicha
brevedad histórica, sobre las vicisitudes
históricas a través de los siglos, desde su
fundación en los primeros albores del cristianismo hasta
finales del siglo XX.

La Iglesia
primitiva

Desde un punto de vista teológico, la Iglesia fue
fundada el primer Viernes Santo, aunque en realidad no se
fundó en un solo acto, sino paso a paso. El proceso
fundacional empieza ya cuando Cristo llamó a los
apóstoles, prosigue con la designación de pedro
como piedra fundamental de la Iglesia, sigue con la
instauración de los sacramentos, y llega a su
consumación cuando los apóstoles, después de
la Resurrección, empiezan a poner en marcha los mandatos
del Maestro.

A partir de la época apostólica observamos
como el mapa se va llenando con los nombres de nuevas comunidades
de fieles, hasta que a finales del siglo III apenas queda en todo
el Imperio Romano una sola ciudad importante en la que no se
encuentren cristianos.

Como es lógico, en toda nueva corriente aparecen,
además de los favorecedores, los inconformes y los
detractores. Así ocurrió en el siglo I con los
gnósticos que, en lugar de ser una secta separada del
cristianismo, era una corriente espiritual dentro de la Iglesia,
quienes tenían la penosa impresión de que el
cristianismo era demasiado superficial y simplista, en lugar de
considerarla como realmente era: un complejo de verdades
inmutables y reveladas. Ellos prefirieron elaborar su propia
filosofía, adecuándola a lo que los
gnósticos llaman un conocimiento más
profundo
. Los predicadores gnósticos fueron
excomulgados por los primeros papas, y el movimiento
perdió impulso definitivamente en el siglo III gracias a
la demostración de que la doctrina cristiana era de
carácter revelado.

Pero el primer cisma grave de la iglesia primitiva
acaeció después de la muerte del Papa Ceferino en
el año 217, siendo su promotor Hipólito, quien
estaba considerado como el mejor teólogo de la iglesia
cristiana de aquella época.

El Papa Calixto invitó a Hipólito a
justificarse sobre un punto doctrinal y, al negarse a ello, fue
excomulgado. Hipólito entonces organizó una
comunidad rival y acusó al papado de relajación
moral. El cisma siguió después del martirio del
papa Calixto y continuó bajo el papado de sus sucesores,
Urbano y Ponciano. Al fin Hipólito se reconcilió
con el Papa Ponciano en el año 235 a raíz del
destierro de ambos a Cerdeña, ordenado por el emperador
romano Maximino el Tracio, motivado precisamente por la pugna
entre ambos personajes.

Los tres primeros siglos de la historia de la Iglesia
reciben a menudo el nombre de época de las
persecuciones
y también el de época de los
mártires
. Así como hasta el siglo III las
persecuciones eran individuales, al igual que las sentencias, en
el siglo III son los emperadores quienes desencadenaron
persecuciones en masa para aplacar así los sentimientos
hostiles del pueblo.

Las principales persecuciones dentro del siglo III
fueron ordenadas por los propios gobernantes, tales como
Séptimo Severo (202) prohibiendo conversiones al
cristianismo, Máximo el Tracio (235) contra los obispos,
Decio (250) contra los sospechosos de ser cristianos, y Valeriano
(258) contra los obispos y toda reunión
cristiana.

El caso de Diocleciano fue muy curioso, puesto que
después de permitir por más de cuarenta años
la propagación del cristianismo, se dejó convencer
en el 303 por el emperador romano Galerio para iniciar una gran
persecución. Sin embargo en el 311, antes de su muerte, el
propio Galerio ordenó suspender la persecución y
devolver los bienes confiscados a la iglesia cristiana. De hecho,
cuando Constantino subió al trono del Imperio Occidental
después de la división del Imperio Romano en
Oriente y occidente a finales del siglo III, la
persecución ya había finalizado.

Lo que sí hizo Constantino fue imprimir un giro a
la política imperial en el sentido de hacerla favorable a
los cristianos, y de conceder a la Iglesia su privilegiada
situación dentro del Imperio, lo cual excluyó para
siempre toda posibilidad de que resucitaran las leyes de
persecución. Esto realmente es lo que convierte a
Constantino en el verdadero liberador de la Iglesia.

Poco después de emitir el edicto favorable a los
cristianos, Galerio murió y su sucesor, Licinio, quien
gobernaba el imperio oriental, lo menospreció y
continuó la persecución en sus dominios. Al
contrario hizo Constantino, quien veló para que en el
Imperio Occidental los cristianos gozaran de libertad absoluta de
culto.

De esta forma ocurrió que mientras en el Imperio
Occidental florecía el cristianismo, en el Imperio
Oriental proseguían las persecuciones contra los
cristianos.

El edicto de
Milán

En el año 313, Constantino se reunió en
Milán con el emperador Licinio. Por medio de lo que se
conoce como el "Edicto de Milán" ambos se pusieron de
acuerdo para extender la libertad religiosa a todo el Imperio.
Sus conclusiones fueron publicadas en todo el Imperio y
reñían el carácter de una declaración
de libertad religiosa, tanto para los cristianos como para los
paganos.

Pero Licinio traicionó su palabra y de nuevo
persiguió a la Iglesia dentro de sus dominios orientales.
Por ello Constantino le declaró la guerra y le
venció en el año 323, uniendo así el Imperio
bajo un solo emperador. Después de esta victoria
Constantino se declaró cristiano y expresó su deseo
de que todos sus súbditos se convirtieran al
cristianismo.

En esta época la religión no era una
opción demasiado personal; lo normal era que el
súbdito siguiera la religión de su emperador, por
lo cual hubo miles de bautizados, pero sin una conversión
auténtica y profunda, sin convicción ni compromiso.
Ello originó que la Iglesia se viera inundada por una gran
masa sin formación, cuyo gran número
debilitó la vida intensa que había tenido la
Iglesia; restó compromiso a los cristianos y dio la idea
de que ser cristiano era sólo practicar algunos actos y
ritos religiosos, preocupándose más por cuestiones
externas, tales como ritos, leyes, templos, etc., pero sin
ninguna convicción íntima y espiritual.

Esta nueva situación empezó a elevar la
escala de posiciones dentro de la Iglesia, por lo que el Papa
llegó a ser una especie de emperador espiritual,
mientras que Constantino era el emperador terrenal. Esta
dualidad de emperadores planteó el problema de la
relación iglesia-estado ya que había que dirimir a
quién le correspondía la autoridad, y quién
debía estar sujeto al otro.

En la misma época surgieron varias
herejías, o sea, doctrinas erróneas, tales como el
arrianismo, que negaba la divinidad de Jesús; el
monofisismo, que negaba que en Jesús pudieran
coexistir dos naturalezas, la humana y la divina; y el
monotelismo, que negaba que en Jesús pudiera
haber dos voluntades, la humana y la divina.

Estas herejías dieron al Emperador Constantino el
motivo para involucrarse en los asuntos internos de la Iglesia,
incluso en la propia doctrina, interesado ante todo por mantener
la paz en la Iglesia. A tal fin convocó el Concilio de
Nicea en el año 325 con el propósito de combatir el
arrianismo, como consecuencia de lo cual Arrio y otros dos
obispos libios fieles suyos fueron excomulgados. En este mismo
Concilio se instituyó el Credo, aun cuando se
amplió posteriormente en el primer Concilio de
Constantinopla, en el año 381 de nuestra era.

A pesar del interés de Constantino por mantener
incólume el espíritu del cristianismo, no deseaba
regentar la Iglesia; era demasiada alta la opinión que de
ella tenía y sólo quería ser su
bienhechor.

Constantino murió el año 337 y le
sucedió su hijo Constancio, más inclinado hacia el
arrianismo que hacia el cristianismo. Constancio murió el
361 siendo sucedido por Juliano, quien promulgó una serie
de disposiciones hostiles hacia los cristianos. Después de
cortos períodos gobernados por sus sucesores, en el 379 el
poder recayó finalmente en Teodosio, cristiano practicante
y convencido, quien en el año 380 convocó el primer
gran Concilio de Constantinopla, por medio del cual se
erradicó definitivamente el arrianismo de los
límites del Imperio, y se completó además el
Credo de Nicea.

Pero también este Concilio provocó
distanciamientos dentro de la Iglesia, algunos de ellos ya
iniciados desde Nicea, como es el caso del monofisismo mencionado
anteriormente. Este movimiento era ya fuerte en oriente, por eso
cada condena por herejía significaba un mayor
distanciamiento entre Oriente y Roma. El papa excomulgaba a un
obispo, y éste excomulgaba al Papa. Y así se
sucedían condenas, cárceles y destierros en ambos
lados, según el emperador fuera monofisita o
cristiano.

A fines del siglo V la mitad de Oriente era hereje
(monofisita) y la otra mitad, aunque con la fe católica,
era cismática; separada de Roma. Definitivamente Oriente
estaba perdido para la Iglesia Católica romana. Sin
embargo, en medio de toda esa confusión de teorías,
teologías y luchas de poder, floreció la vida
monacal, que ya había iniciado su caminata a finales del
siglo IV.

También destacan de manera admirable los Santos
Padres de la Iglesia, cuyas enseñanzas difícilmente
podrán ser superadas. Su labor consistió
principalmente en explicar el pensamiento cristiano con un
lenguaje exacto y científico, que redujera la posibilidad
de errores de interpretación. Podemos mencionar entre
ellos a San Atanasio, San Juan Crisóstomo, San Ambrosio,
San Jerónimo y San Agustín. Los grandes Padres de
la Iglesia crearon una nueva cultura, transformando
orgánicamente la milenaria cultura clásica en
cultura cristiana.

Pero la Iglesia iba a empezar a sumergirse en un
tenebroso túnel a causa del proceso conocido como la
invasión de los bárbaros. Eran pueblos
nómadas, caracterizados por su falta de cultura y por su
salvajismo. A ellos se debe la desmembración del Imperio
en miles de Principados y jurisdicciones. Con ello la Iglesia,
que había sido eminentemente urbana, debía volverse
rural e iniciar su inserción en el mundo
occidental.

Pero mientras tanto, los concilios se sucedían.
En el año 431 se convocó el Concilio de
Éfeso, donde se confirmó que María es la
Madre de Dios y no solo de Jesucristo. En 451 se convocó
el Concilio de Calcedonia en donde se decidió que Cristo
es verdadero Dios y verdadero Hombre. En 553 se celebró el
segundo Concilio de Constantinopla, de donde surgió la
discutible condenación de autores
cristológicos.

A partir del nacimiento del Islamismo, fundado por
Mahoma, y su posterior expansión por medio de sus
conquistas a partir del 662, el cristianismo perdió
terreno, agravado ello por la división que ya
existía entre la Iglesia Católica de habla latina y
la Bizantina de habla griega.

El sexto concilio ecuménico, el tercero de
Constantinopla, celebrado el año 680, dictó que
Cristo tiene voluntad humana y libre, declarando como anatema al
Patriarca Sergio y al Papa Honorio, ya entonces fallecidos. El
año 787, en el segundo Concilio de Nicea, se aprobó
el culto a las imágenes, dando fin con ello a la
iconoclastia iniciada el 726 por el Emperador León III el
Isáurico, quien prohibió el culto a las
imágenes.

Cuando los francos expulsaron a los bárbaros,
entregaron al Papa los territorios recuperados, con lo cual
éste se convirtió también en emperador
terrenal, además de serlo también espiritual. Ello
trajo graves consecuencias para la vida de la Iglesia:
surgió la aristocracia clerical. Esta situación se
prolongó hasta que en navidad del 800 el Papa León
III coronó como Emperador a Carlomagno y se sometió
a él, mientras que el Emperador instituía como
líder espiritual de sus dominios al Papa. Pero Carlomagno
se guardó la prerrogativa de efectuar el nombramiento de
obispos y del propio Papa. Fue un siglo lleno de
escándalos, nepotismo, abusos de poder e incluso de
asesinatos de papas.

El año 869 se celebró el cuarto Concilio
de Constantinopla, donde se logró la deposición de
Focio, patriarca de Constantinopla, declarando ilegítima
la elección de Focio e instalando nuevamente en su trono
al Patriarca Ignacio. En este mismo concilio se
añadió la frase y del Hijo al Credo
original, logrando con ello una ruptura entre la iglesia romana y
la oriental, ya que estos últimos no aceptaban dicha
ampliación al Credo de Nicea.

El problema del cismo resurgió nuevamente con el
patriarca Miguel Cerulario, quien mandó cerrar las
iglesias latinas de Constantinopla y expulsó a los monjes
que no quisieron acomodarse al rito griego. Roma excomulgó
al mismo tiempo a Cerulario en el año 1054, y este cisma
prosigue actualmente. Desde entonces existe la Iglesia
Católica Romana y la Iglesia Griega Ortodoxa.

Sin embargo en todo este período de
relajación surge una corriente reformista que empieza a
buscar la conversión de la curia romana y la
renovación espiritual de toda la Iglesia. Ello
surgió principalmente de entre los monjes de la
Abadía de Cluny, quienes apoyaban al Papa. Ellos lucharon
contra la usurpación de las funciones eclesiásticas
por parte de los laicos, el mal ejemplo de vida de los
sacerdotes, y la compra de cargos religiosos.

En 1059 se promulgó una ley según la cual
el Papa sería elegido solamente por los cardenales. El
impulsor de estas reformas fue el monje Hildebrando, quien
después fue elegido Papa con el nombre de Gregorio
VII.

Del siglo XII al
siglo XV

Si algo nos permite medir la distancia que nos separa
espiritualmente de la Edad media son las Cruzadas. Aun cuando el
fin era el de la reconquista de los lugares santos en manos de
los árabes, es necesario aplicar una gran reserva, tanto
en el elogio como en la censura de su proceder.

A pesar de que las Cruzadas se iniciaron en la segunda
mitad del siglo XI, su mayor intensidad se cobró en pleno
siglo XII cuando, después de recobrada Jerusalén,
Constantinopla cayó en el año 1203. Pero
también en ese mismo siglo el cristianismo volvió a
perder sus territorios y plazas capturadas durante las Cruzadas,
ya que 1261 trajo el fin del imperio latino al caer de nuevo
Constantinopla y, de ahí hasta mediada la segunda mitad
del siglo XIV, fueron perdiéndose una por una todas las
plazas arrebatadas a los árabes, hasta llegar a la
pérdida de Acre en 1291.

Las causas del fracaso fueron muchas y muy variadas,
pero entre ellas hay que destacar el que los papas y gobernantes
de aquella época infraestimaron con mucho las dificultades
de la empresa. Aun cuando las cruzadas se iniciaron bajo un
aspecto puramente religioso, al prolongarse por más tiempo
del previsto los fines perseguidos se desplazaron del campo
religioso al político, desvaneciéndose con ello el
interés y la comprensión de las masas.

Pero si solo enjuiciamos a las cruzadas por sus derrotas
y sus fracasos, obraremos mal. Fruto posiblemente del
último fracaso, la pérdida de Acre, nació la
Orden Teutónica, que fue la que continuó la Cruzada
contra los árabes entre los pueblos occidentales que aun
estaban bajo el dominio islámico. Tal es el caso de
España, que pasó así de la reconquista a la
conquista.

Pero también dentro de este siglo se sucedieron
los problemas, aciertos, cismas y concordatos dentro de la
Iglesia Católica. Así como en el año de 1123
se puso fin a la lucha por las investiduras por medio del
Concordato de Worms, el año siguiente, 1124, trajo un
nuevo cisma al enfrentarse en Roma las familias Frangipani y
Pierleoni. Cada una de ellas tenía un candidato al papado,
y cada una lo eligió como Papa: Inocencio II y Anacleto
II. Al final, actuando como árbitro San Bernardo de
Clairvaux, y después de muchas vicisitudes, Inocencio II
fue reconocido como Papa.

Pero los concilios ecuménicos prosiguieron. En
1139 en Letrán se condenaron los vicios
eclesiásticos, como la simonía. En 1179,
también en Letrán, se dictaron las normas para la
elección de Papa. Igualmente en Letrán, en el
último Concilio de la serie celebrada en esa ciudad, se
reguló la creación de nuevas órdenes
religiosas, se establecieron sacramentos y se condenaron
herejías. Este último Concilio fue el más
brillante de todas las asambleas de la Edad Media, no sólo
por el número de los asistentes (más de 1,300),
sino porque ahí se dictaron los decretos de mayor
trascendencia.

En Letrán se condenaron las herejías de
los albigenses y valdenses, así como las confusas ideas
del abad Joaquín de Fiore. Contra los albigenses se
definió la doctrina del sacramento del altar, la
transubstanciación, y se declaró obligatoria la
comunión pascual. La fundación de nuevas
órdenes pasó a depender de la Santa
Sede.

En 1245 se celebró un nuevo concilio, el primero
en Lyon, en donde se acordó la excomunión para el
emperador Federico II, debido a sus continuas persecuciones
contra el papado, especialmente en contra de la persona de
Inocencio IV. Parece ser que momentos antes de su muerte,
Federico II se arrepintió de su actitud y fue absuelto por
Apulio, arzobispo de Palermo.

En 1274 se convocó nuevamente en Lyon otro
concilio, en el transcurso del cual se ordenaron varios
sacramentos y se regularon diversas actividades
eclesiásticas.

En 1307, después de lograrse un consenso entre
facciones de obispos leales o no al rey francés Felipe el
Hermoso, subió al papado Bertrando de Got, quien
adoptó el nombre de Clemente V, trasladándose a
residir a Aviñón, Francia. Si bien este Papa
garantizó al rey francés su no intromisión
en los asuntos terrenales, aquel le exigió la
supresión de la Orden de los Templarios dado que,
según el rey, la Orden practicaba la idolatría y se
les atribuían otros crímenes. No obstante el
verdadero afán del rey era el de apropiarse de los muchos
bienes templarios y de no tener que regresarles fuertes sumas de
dinero que Felipe el Hermoso adeudaba al Temple en concepto de
préstamos, para lo cual precisaba que el papa disolviera
la Orden.

Finalmente esto ocurrió en el Concilio de Vienne
en 1311 y el Gran Maestre templario, Jacobo de Molay, fue
condenado a morir en la hoguera. Este ha sido desde entonces uno
de los mayores escándalos de toda la historia
eclesiástica y un gran error en la memoria de Clemente V,
quien posteriormente se arrepintió de haber accedido a las
pretensiones del rey francés, aún que ello no se
supo hasta hace pocos años.

Tanto Jacques de Molay como la organización
templaria fueron posteriormente absueltos por el propio Clemente
V, aunque ya Jacques de Molay ya había fallecido en la
hoguera. La doctora italiana Bárbara Frale encontró
a mediados del siglo XX lo que se le ha denominado el pergamino
de Chinon en un monasterio francés del mismo nombre. Dicho
documento contiene la absolución impartida por el Papa
Clemente V al último Gran Maestre de la Orden del Temple,
el fraile Jacques de Molay, y a los demás jefes de la
Orden, reconociendo el propio Papa que las confesiones de los
templarios eran falsas, ya que habían sido obtenidas por
la Inquisición bajo tortura.

El Vaticano posee una copia autenticada del
pergamino de Chinon, con la referencia Archivum
Arcis Armarium D218
, y también posee el pergamino
original con la referencia D217.

La Santa Sede permaneció en Aviñón
durante setenta años, hasta que en 1377 el Papado
regresó a Roma, debido principalmente a los esfuerzos
realizados por Santa Catalina de Siena.

Pero Gregorio XI sólo vivió catorce meses
en Roma. A su muerte los cardenales se vieron forzados a elegir
un papa italiano, resultando como tal Urbano VI. Pero ya una vez
fuera de Italia, los cardenales expresaron que habían sido
obligados a votar por un papa italiano, con lo que declararon
anulada la votación y procedieron a elegir a Clemente VII,
instalándolo nuevamente en Aviñón. Esta
dualidad papal duró cuarenta años.

Para resolver el cisma hubo una reunión en Pisa
en el año de 1409, en donde se eligió a Alejandro
V, pero los otros dos papas no renunciaron, con lo cual eran ya
tres los papas en funciones. Entonces se celebró el
Concilio de Constanza en 1414, convocado por el Emperador
Segismundo, en donde se unificó nuevamente el papado y se
eligió como Papa a Martín V, dándose
así por finalizado el gran cisma.

Pero es en esa época cuando surge con toda su
fuerza creadora e innovadora en Renacimiento y el Humanismo,
principalmente desde mediados del siglo VV hasta la mitad del
siglo XVI, produciéndose con ello una serie de cambios
sociales y económicos que sin duda alguna influyeron
también en la Iglesia.

Fue una época mercantilista con un nuevo
tráfico mundial, una era de grandes innovaciones
técnicas y un agrandado regreso a la antigüedad
clásica, prerrogativa del Humanismo. Fue el final
definitivo de la Edad Media y el ingreso en la Edad Moderna. En
todo este proceso la Iglesia, a pesar de la crisis que
representó este tremendo cambio, salió más
pura, brillante y espiritualizada de lo que era al
principio.

Desde 1431 hasta 1437 se celebró el último
concilio del siglo XV, el cual se inició en Basilea y
continuó después en Ferrara y en Florencia, tanto
por motivos políticos como económicos. En este
Concilio se obtuvo el decisivo triunfo del papado sobre la
autoridad de las asambleas ecuménicas. Fruto de este
Concilio fue la posterior y sucesiva unión con iglesias
orientales menores, tales como los armenios (1439), jacobitas
monofisitas de Egipto (1441), jacobitas de Siria oriental (1444)
y con los caldeos nestorianos (1445).

Pero los basileos no quisieron someterse al éxito
de la parte del Concilio de Ferrara y Florencia y se declararon
en cisma, nombrando con ello un antipapa, Félix V. este
cisma finalizó en 1444 al llegar a un acuerdo
político Alfonso de Aragón con el Papa Eugenio IV
por el que éste concedía a Alfonso, con
carácter hereditario, la investidura del Reino de
Nápoles.

Del siglo XVI al
siglo XIX

Ya desde el siglo XV Alemania había ocupado un
lugar preponderante dentro del escenario histórico de la
época y, consecuentemente, dentro también de la
historia eclesial. Pero fu en el siglo XVI cuando incide con
más fuerza dentro de estos ambientes con hechos que
marcarán en el futuro una huella indeleble, y que
acarrearán diversas consecuencias.

En el siglo XVI se producen una serie de cambios en la
estructura social y económica que agudizan los problemas
religiosos. Se dan serios conflictos entre el clero y los laicos.
Los primeros oprimían al pueblo, con lo cual éste
perdió la confianza en la Iglesia Católica, e
incluso empezó a dudar de sus
enseñanzas.

Por ello el 31 de octubre de 1517 un teólogo
agustino de la Universidad de Wittenberg, Martín Lutero,
colocó en la puerta de la Iglesia noventa y cinco
proposiciones con el fin de abrir un debate sobre puntos
doctrinales, y plantear las reformas que él consideraba
necesarias en la Iglesia. El deseo de Martín Lutero no era
el de dividir a la Iglesia, sino reformarla. En 1519 se
mostró abiertamente en contra de las enseñanzas de
la Iglesia Católica, por lo que en 1521 fue excomulgado.
Pero el Emperador Carlos V lo protegió ante la Santa Sede
y convirtió el luteranismo en la religión del
estado.

A medida que el luteranismo se extendía y cobraba
fuerza por el norte de Europa, surgieron nuevas figuras que lo
reforzaron, lo asimilaron a su conducta o bien lo tomaron como
base para establecer distintas versiones o sectas. El movimiento
protestante había empezado y no tardó en
propagarse. Surgieron Zwinglio y Calvino en Suiza.

En Inglaterra, Enrique VIII, que al principio
había combatido a Lutero, se separó también
de Roma por intereses personales debido a sus múltiples
matrimonios. Había nacido la Iglesia Anglicana, cuya
cabeza era el propio rey de Inglaterra. En Estados Unidos se la
conoce como Iglesia Episcopal. Su teología es una mezcla
de luteranismo, calvinismo y catolicismo, aunque su liturgia y
estructura eclesiástica es más católica que
protestante.

Entre 1512 y 1517 se celebró el V Concilio de
Letrán en búsqueda de una reforma, aun cuando no
dio el resultado esperado.

Pero sobrevino en este siglo lo que se denomina la
Restauración, a partir de la formación de un estado
feudal de tipo medieval en un estado territorial. Fernando de
Aragón e Isabel de Castilla, llamados los Reyes
Católicos, convirtieron España en una gran potencia
mundial, tanto en lo político como en lo militar,
propiciando a su vez el auge religioso. El siglo XVI fue
pródigo en figuras religiosas, tanto en teólogos de
renombre como en santos españoles. Entre los primeros cabe
destacar a Francisco de Vitoria, Melchor Cano, Bartolomé
de Medina, Luis Molina y Francisco Suárez. Dio
también escritores ascéticos como Luis de Granada y
Alfonso Rodríguez.

Pero ante todo en aquella época España fue
tierra de santos. Ignacio de Loyola (1556), Francisco Javier
(1552), Teresa de Jesús (1582), Juan de la Cruz (1591),
Pedro de Alcántara (1562), Pascual Bailón (1592),
Tomás de Villanueva (1555), Francisco de Borja (1572) y
Juan de Ávila (1569).

Sin embargo aquella fue también una época
difícil en cuanto a las relaciones entre el catolicismo
español y algunas comunidades, especialmente la comunidad
judía, debido a las conversiones judeocristianas, unas
reales y otras ficticias, ya que estos últimos
seguían con sus ritos tradicionales judíos a
espaldas de la Iglesia Católica.

El dominico sevillano Alonso de Ojeda convenció a
finales del siglo XV a la reina Isabel, durante la estancia de
ésta en Sevilla entre 1477 y 1478, acerca de la existencia
de prácticas judaizantes entre los conversos andaluces.
Para descubrir y acabar con los falsos conversos, los reyes
Católicos decidieron que se introdujera la
Inquisición en Castilla, pidiendo para ello al Papa su
consentimiento. El 1 de noviembre de 1478 el Papa Sixto IV
promulgó la bula Exigit sinceras devotionis
affectus
por la que quedaba constituida la
Inquisición para la Corona de Castilla, y según la
cual el nombramiento de los inquisidores era competencia
exclusiva de los monarcas, aun cuando todos deberían
pertenecer a la Orden dominica.

El 17 de octubre de 1483 el mismo Papa nombró
Inquisidor General a Tomás de Torquemada, con lo cual la
Inquisición se convirtió en la única
institución con autoridad en todos los reinos de la
monarquía española, y en un útil mecanismo
para servir en todos ellos a los intereses de la
Corona.

La Inquisición fu definitivamente abolida el 15
de julio de 1834 mediante un Real Decreto firmado por la regente
María Cristina de Borbón, durante la minoría
de edad de Isabel II, y con el visto bueno del Presidente del
Consejo de Ministros, Francisco Martínez de la
Rosa.

La Inquisición, cuyo título real era la
Santa Inquisición, resultó ser una mancha negra en
la historia española, con sus casi cuatro siglos de
existencia.

Entre 1545 y 1563 se reunió la Iglesia en el
Concilio Ecuménico de Trento, convocado por el Papa Pablo
III. En este Concilio se delimitó el nuevo estilo de la
Iglesia con la reforma y la contrarreforma. Entre otros temas, en
Trento se decidió la doctrina católica sobre los
sacramentos en general y sobre el bautismo en particular; se
promulgó el decreto sobre la doctrina del pecado original
y sobre el canon de la Sagrada Escritura; se aprobaron decretos
dogmáticos sobre la Eucaristía y el sacramento de
la penitencia. El Concilio de Trento finalizó bajo el
papado de Pío IV y en él se promulgó el
decreto de la comunión bajo las dos especies, el decreto
dogmático sobre el sacrificio de la Misa y la
celebración del culto, así como decretos sobre el
orden sagrado y la fundación de seminarios.

El Concilio de Trento aportó claridad y limpieza
a la vida religiosa, pero jamás infundió un nuevo
espíritu a ese modo de vida.

La Guerra de los Treinta Años influyó
decisivamente en los cambios políticos que se dieron en
Europa en el siglo XVII y principios del XVIII. Quizás la
principal influencia fue el auge del catolicismo en Francia,
mientras que menguaba en España. En esa época las
principales figuras políticas fueron cardenales, como es
el caso de Klesl (canciller del Emperador Matías de
Alemania), Nidhard (ministro de Felipe IV de España),
Alberoni (ministro con Felipe V de España), Mazarino (bajo
Luis XIV en Francia) y, con toda probabilidad el más
famoso por su poder absoluto durante el reinado de Luis XIII de
Francia, el Cardenal Richelieu. Ya antes en España, en el
transcurso del reinado de los Reyes Católicos a finales
del siglo XV y principios del XVI, había tenido
preponderancia política el Cardenal Cisneros.

Fue por esa época cuando se declaró la
guerra contra los jesuitas. Empezó en 1759 en Portugal,
extendiéndose luego por Francia en 1764, España e
Italia en 1767. Los jesuitas fueron expulsados de todos estos
países por oponerse a la voluntad de los gobernantes
acerca de que fuese el propio rey quien nombrara obispos y
cardenales. Increíblemente el Papa Clemente XIV, influido
por esos gobernantes, suprimió de la Iglesia la
Compañía de Jesús el 21 de julio de
1773.

Pero con el fin del siglo XVIII terminaba también
la época barroca, que se había iniciado en el 1605.
A partir de la revolución francesa de 1789 empezaron a
desmoronarse muchas monarquías, incluido el reino terrenal
del Papa. En esta época del liberalismo el Papa Pío
VI fue encarcelado, se destruyeron conventos y catedrales, se
confiscaron los bienes de la Iglesia y se persiguió y
asesinó a sacerdotes y religiosos. Esta
purificación dolorosa marcó parte del siglo XIX,
pero permitió también un renacer de la verdadera
vida cristiana al quedar la Iglesia libre de la esclavitud de los
reyes y de los estados. Al fin, en 1814, el Papa Pío VII
devolvía la legalidad a la Compañía de
Jesús.

El 8 de diciembre de 1869 el Papa Pío IX
convocó el primer concilio ecuménico en el
Vaticano, el Concilio Vaticano I. En él se definió
la primacía universal del Papa y la infalibilidad de su
magisterio en casos concretos y limitados.

En el terreno político, en el siglo XX se
repitió el mismo juego: en cuanto subía al poder un
gobierno radicalmente liberal se confiscaban los bienes de la
Iglesia, se expulsaba a los religiosos y se limitaba la libertad
de enseñanza. Si luego subía un gobierno más
moderado, la Santa Sede, a cambio generalmente de algunas
concesiones, concluye un concordato que luego viene a ser
conculcado por el próximo gobierno liberal. Y así
sucesivamente.

El siglo
XX

La época que va desde 1914, fecha del comienzo de
la Primera Guerra Mundial, hasta el final de siglo, es demasiado
corta para que pueda ser considerada como un período
histórico con sustantividad propia, pero sí puede
constituir la introducción a un nuevo
período.

A pesar de que Europa ha perdido su papel conductor del
mundo y el orden mundial se ha alterado sustancialmente, la
Iglesia Católica es el único organismo social en
todo el mundo que ha quedado inalterado.

El siglo XX ha estado plagado de persecuciones y
matanzas masivas. La de los armenios (1908-1918), en
México (1915-1934), en España (1931-1939), y
siguió hasta fines de siglo en países
latinoamericanos, como en el caso de Nicaragua, Cuba y El
Salvador; países asiáticos como China, Vietnam y
Corea; e incluso en Europa, como es el caso de Yugoeslavia. Pero
hay que hacer una mención especial a las persecuciones
decretadas por el nacionalsocialismo por medio de Hitler a partir
de 1933 en la Alemania nazi contra judíos, jesuitas y
masones, donde además se incitaba abiertamente a la gente
a separarse de la Iglesia, a menudo ejerciendo una intensa
presión moral.

Asimismo hay que mencionar el nacimiento del comunismo
en Rusia en 1918 y las persecuciones religiosas que ello
motivó al declararse oficialmente ateo el nuevo
régimen ruso, práctica empleada también por
Fidel Castro al implantar el socialismo de corte comunista en
Cuba, lo cual propició también una tenaz
persecución religiosa.

El Papa Pío XI promulgó casi al mismo
tiempo dos encíclicas, la primera condenando el
nacionalsocialismo (1937) y al año siguiente otra dirigida
contra el comunismo (1938). A esto se unió Pío XII
en una alocución radiofónica en 1952 condenando el
comunismo chino implantado por Mao-Tse-Tung, y alertando sobre
las consecuencias que estas persecuciones religiosas
llevarían consigo.

Pero la Iglesia Católica cobró nuevas y
decisivas orientaciones en la década de los sesenta a
raíz de la ascensión al papado por parte de Juan
XXIII, para quien lo urgente a afrontar no eran tanto los
problemas políticos, sino los pastorales. Fueron
años de gran vitalidad intraeclesial, pero también
de fuertes tensiones surgidas principalmente al enfrentar el reto
del proceso de secularización de la Iglesia
Católica.

Juan XXIII convocó e inauguró en 1962 el
Concilio Vaticano II, que fue clausurado en 1965 por su sucesor a
la muerte de éste, el Papa Pablo VI. En este Concilio, el
último de la historia hasta el día de hoy, se
recuperaron las ideas del primer milenio y se reinauguró
el capítulo de la vida conciliar de la Iglesia. La
totalidad de las cuestiones tratadas en dicho Concilio pueden
dividirse en tres grandes grupos: la idea fundamental que la
Iglesia tiene de sí misma, la vida interna de la Iglesia y
la misión externa de la Iglesia.

Fruto del Concilio Vaticano II fue la
constitución sobre la liturgia, la constitución
dogmática sobre la Iglesia y sobre la revelación
divina, los documentos sobre libertad religiosa y las religiones
no cristianas, el sacerdocio ministerial, la
evangelización en el mundo, la catequesis, la penitencia y
reconciliación y, por último, el tema de la familia
cristiana en toda su amplitud.

El Concilio Vaticano II cambió trascendentalmente
la fisonomía de la Iglesia Católica y la
convirtió en más participativa al integrar a los
laicos en su tarea evangelizadora.

Después del corto papado de Juan Pablo I, quien
falleció a los treinta días de haber sido elegido
Papa, surgió el papado de Karol Józef Wojtyla,
más conocido como Juan Pablo II, quien fungió como
Papa de la Iglesia Católica entre 1978 y 2005.

Juan Pablo II se convirtió en el primer papa
polaco en la historia, y en uno de los pocos que en los
últimos siglos no habían nacido en Italia. Su
pontificado de 26 años ha sido el tercero más largo
en la historia de la Iglesia Católica, después del
de San Pedro, que duró alrededor de 36 años, y el
de Pío IX, con 31 años de
duración.

Juan Pablo II ha sido reconocido como uno de los
líderes más influyentes del siglo XX,
recordándosele especialmente por haber sido uno de los
principales símbolos del anticomunismo y por su lucha
contra la expansión del marxismo, así como por la
significativa mejora de las relaciones de la Iglesia
católica con el judaísmo, el islam, la Iglesia
Ortodoxa oriental y la Iglesia Anglicana.

Durante el papado de Juan Pablo II surgió en el
seno de la Iglesia una nueva corriente teológica en
Latinoamérica, la Teología de la Liberación.
Sus iniciadores y miembros destacados fueron los sacerdotes
Gustavo Gutiérrez Merino (peruano), Leonardo Boff
(brasileño), Camilo Torres Restrepo (sacerdote guerrillero
colombiano) y Manuel Pérez Martínez
(español). Uno de los máximos exponentes de esta
teología, el jesuita Ignacio Ellacuría,
murió asesinado en El Salvador, al igual que el Padre
Múgica.

Las ideas fundamentales de la teología de la
Liberación se basaban en la opción preferencial por
los pobres y en eliminar la explotación, la pobreza y la
injusticia humana. A la vista de dichos planteamientos, el Papa
Juan Pablo II solicitó a la Congregación para la
Doctrina de la Fe dos estudios sobre dicho movimiento, uno en
1984 y otro en 1986. En dichos documentos se argumentaba
básicamente que a pesar del compromiso radical de la
Iglesia Católica por los pobres, la disposición de
la Teología de la Liberación era la de aceptar
postulados de origen y carácter marxista, por lo cual el
Vaticano no autorizó su funcionamiento, quedando por lo
tanto este movimiento excluido del seno de la Iglesia.

El Papa Juan Pablo II falleció el 2 de abril del
2005 y sus últimas palabras fueron en polaco, su idioma
natal: "Pozwólcie mi isé do domu Ojca",
que en español significa: "Déjenme ir a la casa
de mi Padre
". Juan Pablo II hablaba correctamente italiano,
francés, alemán, inglés, español,
portugués, ucraniano, ruso, croata, esperanto, griego
antiguo y latín, además de su lengua natal, el
polaco.

La Iglesia del final del siglo XX y de principios del
siglo XXI nos deja la imagen de la voluntad del Apóstol
Pablo: predicar la fe cristiana en todo el mundo y mostrar el
camino de la salvación al mayor número posible de
personas. Esta Iglesia actual está ocupada en llevar a la
práctica el mandato del Señor: "Id y enseñad
a todas las gentes, y bautizadlas en el nombre del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo".

 

 

Autor:

Agustin Fabra

 

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