Acerca de los inicios del cristianismo –
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Acerca de los inicios del
cristianismo
He visto a Roma caer y a Egipto morir, y a
Jesús de Nazaret expirar sin saber que en su nombre iba a
nacer una secta de poder, traficantes de ilusión,
mercaderes de almas rotas.
José María
Hernández Gil
Excluyendo los evangelios [canónicos,
apócrifos y gnósticos], en la literatura del siglo
i contemporánea a Jesús de Nazaret, apenas hay
referencias a su actividad en Israel. Pese a sus muchas
enseñanzas y supuestos milagros asombrosos, Jesús
es mencionado sólo por un historiador judío, Flavio
Josefo, y dos romanos, Tácito y Suetonio.
La obra «Antigüedades judaicas»
[95 d.C.; libro xx, cap. ix, sec. i, 200] de Flavio Josefo cita:
"[El sumo sacerdote Anano] convocó a los jueces del
Sanedrín y trajo ante ellos a un hombre llamado Jacobo
[Santiago], el hermano de Jesús a quien llaman el Cristo,
y a otros".
Tácito [«Annales», libro xv,
44; 117 d.C.] relata: "Cristo, el fundador del nombre,
había sufrido la pena de muerte en el reinado de Tiberio,
sentenciado por el procurador Poncio Pilato, y la perniciosa
superstición se detuvo momentáneamente, pero
surgió de nuevo, no solamente en Judea, donde
comenzó aquella enfermedad, sino en la capital misma
[Roma]".
En «Las vidas de los doce
Césares» [121 d.C.; libro v, cap. xxv], Suetonio
escribió: "Porque en Roma los judíos
constantemente causaban disturbios por instigación de
Crestus [Cristo], él [Claudio] los expulsó de la
ciudad".
Eso es todo; pero estos cronistas no aportan nada
significativo acerca de Jesús como «hijo de
Dios», y han servido únicamente para demostrar su
existencia. Es evidente que la falta de más reseñas
históricas [de autores no cristianos] indica que
Jesús de Nazaret tuvo relativamente muy poca influencia en
su época entre sus coterráneos.
Las religiones cristianas afirman que los
discípulos de Jesús [que creyeron en él, no
como un profeta más, sino como hijo de Dios] instituyeron
su doctrina, empleando como punta de lanza el
«milagro» de la resurrección y bajo la premisa
de ser la realización de lo que Dios había
prometido a Abraham, Isaac y Jacob [patriarcas muy queridos para
el pueblo hebreo]. Según la Iglesia, la fuerza del mensaje
cristiano se debió especialmente a la actividad misionera
de Pablo de Tarso [c. 10-62 d.C.], quien logró su
difusión entre los pueblos partidarios de Roma; de este
modo, el cristianismo como religión llegó tanto a
los judíos como a los no judíos.
La historia ha sido testigo fehaciente de que los
primeros tiempos del cristianismo fueron muy duros; la adversidad
amenazaba su permanencia. Pese a estar sometidos a una
persecución que ponía en riesgo sus vidas, aquellos
hombres nunca claudicaron en la defensa de su «fe».
Basándose en esto, muchos defensores de la biblia
argumentan que lo hacían porque el mensaje de Jesús
y su resurrección no eran mitos, sino realidades
concretas.
La terrible represión es narrada por el autor de
uno de los libros del nuevo testamento de la biblia.
"Mientras estaban hablando al pueblo, se les presentaron los
sacerdotes, el jefe de la guardia del Templo y los saduceos,
molestos porque enseñaban al pueblo y anunciaban en
Jesús la resurrección de los muertos. Les echaron
mano y les pusieron en la cárcel" [Hechos
4,1-3]; "Echaron mano de los apóstoles y los
metieron en la cárcel pública" [Hechos
5,17-18]; "Se desató una gran persecución
contra la iglesia que estaba en Jerusalén, y todos fueron
esparcidos por las regiones de Judea y Samaria" [Hechos
8,1]; "En aquel tiempo, el rey Herodes echó mano
de algunos de la iglesia para maltratarlos" [Hechos
12,1]; "Los presentaron a los magistrados y dijeron:
Estos hombres alborotan nuestra ciudad; son judíos y
predican unas costumbres que nosotros, por ser romanos, no
podemos aceptar ni practicar… Los magistrados les hicieron
arrancar los vestidos y mandaron azotarles con varas… Los
echaron a la cárcel y mandaron al carcelero que los
guardase con todo cuidado. Éste, al recibir tal orden, los
metió en el calabozo interior y sujetó sus pies en
el cepo" [Hechos 16,20-24]; "Claudio había
ordenado que todos los judíos fueran expulsados de
Roma" [Hechos 18,2].
El declarar que difícilmente alguien
arriesgaría su vida por un mito tiene mucha lógica.
En este sentido, se cree que la fe en el evangelio de Jesucristo
fue el motor que impulsó a los muchos mártires que
murieron en cárceles o en el coliseo romano, a hacer
prevalecer al cristianismo, aún bajo la atroz
represión en su contra. No obstante, pocas veces se
considera el contexto político de la sociedad
contemporánea de Jesús, ansiosa de libertad y de
profecías esperanzadoras.
Las razones para que nunca declinara la defensa del
cristianismo nada tienen que ver con la fe en las obras de un
«Mesías hijo de Dios». El cristianismo, como
religión de estado, surgió más por las
pretensiones de emancipación de la opresión del
yugo romano, que por la fe de sus seguidores y mártires.
En tiempos de los emperadores Augusto, Tiberio, Calígula,
Claudio, Nerón y la dinastía de los Flavios
[periodo que abarca desde 27 a.C. hasta 96 d.C.], Israel estaba
bajo el yugo de Roma y la venida de un Mesías o Salvador
era ansiosamente esperada por los hebreos.
Pero cuando llegó Jesús al mundo y
predicó su mensaje entre las gentes de Israel, no fue
exactamente lo que esperaban los judíos nacionalistas [que
ansiaban un líder que los guíe en una
rebelión armada] y por eso muchos lo rechazaron. No
obstante, otros judíos sí aceptaron la doctrina de
Jesús, la cual tuvo un gran impacto en su propuesta de una
sociedad igualitaria, basada en «el amor de los unos con
los otros». Numerosos grupos vieron en esto un modo
pacifista de que terminase la opresión romana y
defendieron el mensaje del nazareno bajo esta consigna [ahora
romanos y judíos serían «iguales»].
Para estos judíos, Jesús efectivamente
representó el Mesías y Cristo prometido por las
escrituras religiosas hebreas.
El concepto de liberación cambió y una
revuelta pasiva parecía un método más
idóneo de poner fin a la dictadura de Roma, pues llegar
una victoria armada se veía muy difícil de
alcanzar.
Después de la destrucción de
Jerusalén, núcleo del mensaje liberador cristiano,
en el 70 d.C. y de la caída de la fortaleza de Masada en
el 73 d.C., que ahogó el último intento de
rebelión armada judía, la hegemonía romana
vio en el cristianismo una amenaza [la creencia en Jesús
como Mesías era incompatible con la veneración al
emperador como deidad], y se dedicó a reprimirlo
violentamente.
No obstante, la opresión hacia el cristianismo
creó el efecto inverso al que se pretendía, pues
aunque una gran cantidad de gente fue sometida a
persecución, la nueva religión no pudo ser
erradicada; por el contrario, fue reuniendo cada vez más
partidarios. Eventualmente, los sectores gubernativos intuyeron
que ganarían poder acaparando aquella masa humana; y
así se estableció la iglesia romana, erigida
supuestamente sobre la figura de Pedro, el apóstol, cuyos
primeros «sucesores» fueron Lino [67-69 d.C.],
Anacleto [79-92 d.C.] y Clemente I [92-101 d.C.]. Este
último sugirió, en el 100 d.C., la
supremacía de Roma como eje de organización de la
iglesia cristiana.
Bajo la influencia de Roma, la primitiva iglesia
cristiana adoptó y modeló la figura divina de
Jesús bajo la sombra de los dioses solares de la
época, en especial del dios persa Mitra, cuyo culto
[procedente del siglo vi a.C.] influyó en el cristianismo,
llegando a Roma en el 68 a.C.]. Varias similitudes
sospechosamente intrigantes se presentan comparando las
«vidas» de Mitra y de Cristo: Mitra nació el
25 de diciembre en una cueva, donde lo visitaron unos pastores;
unos magos fueron a obsequiarle ofrendas, interpretando en las
estrellas su nacimiento; Mitra ayunó en el desierto
durante 40 días; tuvo 12 compañeros o
discípulos; realizó milagros y dejó muchas
enseñanzas; se le llamó «buen pastor»,
«camino, verdad y luz», «redentor»,
«verbo», «salvador»; estableció la
«cena de comunión» cuando dijo: "Quien no
coma de mi cuerpo ni beba de mi sangre, haciéndose uno
conmigo y yo con él, no se salvará" [Avesta,
yast 10]; como el «gran toro del sol», Mitra se
sacrificó a sí mismo por la paz del mundo;
después de morir, resucitó a los tres
días.
En tiempos del emperador Vespasiano [69-79 d.C.] los
escritos biográficos que narraban la vida de Jesús
de Nazaret [conocidos comúnmente como
«evangelios»] empezaron a ser reescritos,
interpolados, modificados y adaptados a doctrinas que retocaban
la figura de Jesús de Nazaret para hacerla más
parecida a Mitra y a otros dioses «solares» o
«redentores», tales como: Atis de Frigia, Osiris y
Horus de Egipto, Krishna de la India. Todos ellos nacieron de una
virgen, murieron y resucitaron. Varias manos anónimas
intervinieron en esta labor, cuyo objetivo fue divinizar las
cualidades humanas que tuvo el verdadero Jesús nazareno.
¡Inventaron un «Dios» a partir de un hombre!
Los textos biográficos originales del siglo i
desaparecieron bajo la persecución de la jerarquía
imperial romana [actualmente no existe ningún original de
los evangelios cristianos anterior al siglo iv].
El emperador Trajano [98-117 d.C.] patrocinó la
religión mitraica y declaró el domingo
[«día del Señor»] como día santo
dedicado a Mitra. El mitraísmo y el cristianismo
convivieron como dos religiones coexistentes en el imperio
romano; ambas creencias tenían varias similitudes, por
ejemplo, en las ideas de humildad y amor fraternal, bautismo con
agua, rito de comunión, y la creencia en la inmortalidad
del alma, el juicio final y la resurrección.
Con el objetivo de establecer el cristianismo como
única religión de estado, Constantino el Grande
[306-337 d.C.], adorador de Mitra, terminaría fusionando
ambas doctrinas. Resultaba más fácil hacerlo de
este modo, pues los seguidores de Cristo eran más
activistas que los de Mitra.
En el 325 d.C. Constantino convocó el Concilio de
Nicea, donde la religión romana
«decretó» la naturaleza divina de
Jesús. El emperador hizo grandes regalos y donaciones a
los obispos y funcionarios de la Iglesia, obteniendo con ello la
institución de un cristianismo, basado en la
religión mitraica, con Jesús [o Jesucristo]
convertido en Dios, redentor de la humanidad, además de la
misma estructura clerical propia del mitraísmo; y
Constantino pasaría a la historia supuestamente como
«el primer emperador romano convertido al
cristianismo».
Sin embargo, en el imperio de Constantino aún se
concedía la libertad de culto y en ciertas esferas se
seguía profesando la religión mitraica. Como esto
significaba la pérdida de la «unidad» del
imperio cristiano, que buscaba una hegemonía que gobierne
sobre las masas, el mitraísmo fue erradicado de forma
violenta, quemados sus libros, derribados sus templos, y
proscrito por edicto imperial de Teodosio en el 390
d.C.
La iglesia de Roma se convirtió en la
única entidad autorizada para develar la imagen
distorsionada del nazareno [convertido en hijo de Dios] a los
seguidores del cristianismo. Con sus múltiples escritos,
Agustín de Hipona [entre 386-427 d.C.] fue el principal
artífice que promovió este Cristo inventado y su
religión clerical. En el 451 d.C. León I reclama
para sí mismo una autoridad especial sobre los
demás obispos, autoridad respaldada por el Concilio de
Calcedonia y por los escritos de Gelasio I [484 d.C.], que
influirían en la formación del Derecho
Canónico por el cual se regiría la Santa Iglesia
Católica, Apostólica y Romana.
En lo sucesivo la Iglesia romana cambió la
dirección, tomó el control de la biblia y del
mensaje de Jesús. Y de esta manera prevaleció
captando un gran poder político que duró desde el
siglo iv hasta la Edad Media. Fue entonces, cuando el
autoritarismo de la Iglesia indignó a la sociedad y se
produjeron los primeros intentos de Reforma en 1377 por John
Wycliffe, y posteriormente en 1517 por Martín Lutero [dos
de los más importantes reformadores]. Sin embargo, ya
nadie recordaba los orígenes mitológicos de Cristo,
y era unánimemente aceptada su naturaleza
divina.
Las nuevas iglesias que se fundaron, siguieron usando al
Cristo divino [no al Jesús verdadero, el hombre, el
nazareno] en su búsqueda de la «verdad». Para
estas iglesias fue necesario conseguir el dominio de las masas,
siendo este el único modo de sobreponerse a la acreditada
Iglesia romana. De esta manera la religión cristiana, en
cualquiera de sus variantes [católica, copta, ortodoxa,
luterana, anglicana, episcopal, metodista, bautista, pentecostal,
congregacional, presbiteriana, protestante] logró la gran
influencia que aún perdura. Y hay muchos a quienes no
conviene que cambie la situación, pues, de una forma u
otra, toda religión significa lucro para las
iglesias.
«Stultorum infinitus est numerus»: «El
número de los tontos es infinito». Los regentes
cristianos [asumiendo que haya algunos honestos que no tienen ese
afán de lucro] se han enfocado en la sola misión de
difundir una «verdad» basada en las enseñanzas
de Jesucristo y en su presunto sacrificio por la humanidad. Pero
han olvidado que, en sus inicios, la iglesia primitiva se
erigió a partir de un inventado «hijo de
Dios». Por lo tanto [aunque lector, no concuerdes con
esto], el mensaje cristiano basado en el ministerio de
Jesús en la Tierra, aunque bien intencionado, en el fondo
es vacío.
Las nociones de amor, justicia y paz deben sobrevenir
por simple y llana lógica humana, y no necesitan de una fe
ciega en un redentor o en las creencias de una
religión.
Autor:
Ing. Allan AAA