David Federico Strauss dio el nombre de "religión del
porvenir" a un idealismo que
se basa en la negación de una creencia religiosa
sobrenatural. Se parece al ateo del cuento que
exclamaba: "¡Por Dios, yo soy ateo!" (Max Nordau, Las
mentiras convencionales de la civilización (1884),
tomo I, p. 50).
Los ateos han intentado desde siempre reclamar para sí
la fe del panteísmo. Strauss y yo, junto con todos los
demás panteístas, les decimos: ¡Ea!
¡Fuera de nuestro camino, que nos caen más
simpáticos los teístas que ustedes!
La unión de la humanidad no será suficientemente
extensa ni sólidamente organizada hasta que cada individuo
pueda recurrir en las necesidades presentes con una absoluta
confianza y de una manera instintiva a sus semejantes, y no a
poderes sobrenaturales incomprensibles (ibíd., p.
70).
Cuando una persona le pide a
Dios que sane a otra persona, y ésta termina
sanándose, ha ocurrido una de estas dos cosas: a) el
enfermo se curó porque tenía naturalmente que
curarse, aunque nadie hubiese rezado por su salud; o b) el deseo del
orador, bajo la forma de energía conciencial,
influyó en el estado
patológico del enfermo y contribuyó a
sanarlo[1]En ninguno de estos dos casos
existió milagro alguno, no se quebró ninguna
ley natural,
por lo que la teoría
del determinismo universal sigue tan bien parada como siempre
ante tales acontecimientos que, en nuestra ignorancia, solemos
calificar de sobrenaturales.
La ciencia
histórica nos ha enseñado de qué modo se
formó la Biblia; sabemos que se da ese nombre a una
colección de escritos tan diferentes de origen, de
carácter y contenido como lo sería
una obra que encerrarse, por ejemplo, el poema de
Nibelungen, un código
de procedimiento
civil, los discursos de
Mirabeau, las poesías
de Heine y un método
zoológico, impreso todo ello confusamente y al azar y
reunido en un volumen (pp.
78-9).
¿Por qué será que quienes se ponen a
investigar en serio el contenido de la Biblia, como Strauss,
Renan o el mismo Nordau (judío, pero no tan
dogmático como sus paisanos), terminan renegando de su fe
en ella? ¿Será porque la Biblia es más un
libro de
cuentos que de
revelaciones?
En la inmensa mayoría de los casos, cualquier monarca
es más bien inferior que superior al término medio
de la inteligencia
humana (p. 96).
Se podría incluir aquí también a la
inmensa mayoría de los representantes de los diferentes
poderes ejecutivos, legislativos, judiciales y
eclesiásticos del mundo actual.
Se pretende que el instinto de igualdad es en
los franceses muy particularmente poderoso. Esto no les ha
impedido, sin embargo, elevar sobre las ruinas de su antigua
nobleza otra nueva, que efectivamente no tiene títulos ni
escudos, pero que posee todos los atributos esenciales de una
aristocracia, y cuyos abuelos, por terrible ironía de la
historia, fueron
precisamente los más despiadados fanáticos
igualitarios de la gran revolución
(p. 163).
Este párrafo
se lo dedico a mi hermano mayor, partidario (en teoría) de
las revoluciones políticas
y violentas y singular admirador de la revolución
francesa. Sigue Nordau en el párrafo siguiente:
Paso por alto, porque salta a la vista, de los regicidas de la
Convención, de aquellos con los que formó Bonaparte
su aristocracia imperial sobre el modelo de la
nobleza histórica. Me refiero a las familias en las que
son hereditarias la influencia política y la
riqueza, a partir de la gran revolución, sólo
porque sus abuelos jugaron en ella un papel más o menos
importante. Buscad los nombres de los que hace cuatro
generaciones han gobernado la Francia como
senadores, ministros, diputados o altos funcionarios, y os
admiraréis de encontrar en ellos muchos apellidos que
datan de 1789. Así, los Carnot, los Cambon, los Andrieux,
los Brisson, los Besson, los Perier, los Arago, etc., han fundado
dinastías políticas de gran importancia; pero los
que conocen a los actuales propietarios de estos nombres, saben
que solamente a ellos deben la posición que en el Estado
ocupan.
¡Cuánta razón tenía Nordau cuando
decía que las revoluciones no revolucionan nada, como no
sea la jerarquía política de las personas!
Los actos violentos son casi siempre efectos de la
pasión, y ésta escapa por completo a la acción
de nuestras leyes
prohibitivas (p. 191).
Esto es algo tan cierto como ignorado por la mayoría de
los leguleyos, quienes pretenden suprimir el delito en base a
prohibiciones y amenazas en vez de procurar la sublimación
de las pasiones humanas. Se me dirá que prohibir y
reprimir es algo sencillo mientras que sublimar pasiones es algo
bastante complicado, a lo que responderé que sí.
Siga entonces cada cual en lo suyo, diputados y jueces
prohibiendo y castigando, y nosotros intentando sublimar y
sublimarnos a pesar de lo (placenteramente) complicados que nos
resultan estos asuntos.
Verdad es que, en nuestra cultura
moderna, la duración media de la vida del individuo es
más larga, su salud está mejor protegida, es
más elevado el nivel de la moralidad
general, la vida social más tranquila, la violencia
más rara que en el estado de barbarie, mientras no
proviene de criminales incorregibles; sólo que el
mérito de esto no lo tiene la burocracia ni los
reglamentos, sino que es la consecuencia natural de un grado
superior y de la mayor moderación de los hombres (p.
198).
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