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LAMPO; El Perro Ferroviario




Enviado por romulo



    Nadie sabía de dónde había venido.
    Saltó de un vagón de carga en Campiglia Marittima y
    estableció su domicilio en la estación ferroviaria.
    Al poco tiempo
    conocía en todos sus detalles los horarios. Entonces
    comenzó a subir a los trenes y a viajar por toda la costa
    occidental de Italia, con
    enlaces de ida y vuelta tanto en la línea principal como
    en las ramales, por su propia cuenta y con el aplomo de un
    pasajero que ha comprado su boleto. En ocho años de
    peregrinaciones, Lampo ("Relámpago") adquirió
    celebridad. Pero si bien era amigo de todos los ferroviarios, el
    corazón
    del can pertenecía a un solo hombre y a su
    familia, a la
    casa de los cuales volvía al cabo de cada
    jornada.

    El presente es un afectuoso tributo a ese perro
    excepcional: un relato de la vida real digno de contarse entre
    las fábulas
    clásicas.

    Índice

    Pasajero
    cotidiano


    Nacido para
    viajar

    Exilio
    "Nunca
    mas"

    ¡Celebridad!
    El
    anciano

    Años de
    jubilación

    Lo vi por primera vez un día de agosto. La
    estación ferroviaria de Campiglia Marittima, donde yo iba
    a trabajar todos los días, era un horno; el aire estaba
    impregnado por el olor acre de brea quemada. En derredor nuestro,
    los inmensos campos de trigo recién cortado reflejaban los
    rayos del sol como un espejo dorado.

    Se hacía difícil respirar en la taquilla.
    Solté hastiado mi pluma y me dirigí a la puerta.
    Uno de los muchos trenes de carga que a diario llegan a Campiglia
    para desenganchar o llenar vagones vacíos con mineral de
    hierro, estaba
    entrando. Mientras curioseaba sin objeto; vi que algo
    saltó de uno de los carros de carga: un perro.

    Al principio me pareció un animal muy ordinario,
    de raza indefinida, de tamaño regular y pelaje más
    bien largo, blanco con manchas de color
    castaño rojizo. Olfateo el aire, se
    estiró perezoso, miró a derecha e izquierda como
    para orientarse, y caminó hasta la fuente de agua
    pública donde aplaco una sed bien notoria y
    explicable.

    Volví a mi oficina y
    reanudé mi trabajo. Momentos después,
    apareció frente a mí un par de ojos implorantes.
    "!Hola!", saludé.
    "¿Qué haces aquí?" Por el tono de mi voz
    comprendió que era bienvenido y comenzó a menear la
    cola, a ladrar y a restregar su hocico contra mi pierna.
    Así fue como nos conocimos.

    Acto seguido estableció residencia. Se
    acurrucó bajo la mesa y, tras un bostezo, se echó a
    dormir. Todavía estaba dormido cuando yo, terminado mi
    turno, tomé el tren de retorno a mi casa en Piombino,
    lugar situado a unos 15 kilómetros al oeste de Campiglia
    Marittima, en un promontorio con vista al mar Tirreno.

    Cuando llegué a la estación al día
    siguiente, aún dormía. Pero no bien hubo
    despertado, me tributó una bienvenida tan alborozada que
    me costó calmarlo. Me sorprendió encontrarlo
    allí todavía. Mis compañeros
    comentarían más tarde que no pudieron deshacerse de
    él.

    Desde aquel día del verano de 1953, se
    convirtió en mi sombra. Me seguía a todas partes,
    incluso al restaurante donde yo solía comer; en ese mismo
    sitio ordenaba para él un buen tazón de
    sopa.

    Se hizo amigo de todos los trabajadores ferroviarios y
    de cuanta persona le
    mostrara interés.
    Puesto que había aparecido en nuestras vidas de una manera
    tan inesperada, decidimos llamarlo Lampo:
    "Relámpago".

    Lampo pasaba sus días en Campiglia observando la
    carga y descarga de trenes, y mirando trabajar a los
    guardavías, empleados del correo, policías del
    ferrocarril y despachadores. Visitaba con frecuencia las
    oficinas; ahí intercambiaba saludos con los empleados y,
    de vez en cuando, realizaba cortas siestas. A mediodía iba
    a la cantina a conseguir un par de bocados.

    Cuando el tiempo era bueno,
    se tendía en una de las plataformas para disfrutar del sol
    y observar el presuroso movimiento de
    pasajeros. Pero su lugar predilecto era mi oficina: la
    taquilla. Cuando, al terminar mi trabajo cada día yo
    tomaba el tren de regreso a Piombino, me costaba mucho persuadir
    a Lampo para que no me siguiera. Una vez cerradas las puertas y,
    habiendo partido el tren de la estación, Lampo
    corría un largo trecho junto al convoy hasta que,
    convencido de la futilidad de su esfuerzo, retornaba triste a
    Campiglia. De buena gana le habría comprado un billete
    especial para llevarlo a presentar con mi esposa Mina y con mi
    hija Mirna, quien tenía entonces cuatro años; sin
    embargo, dado que yo no era el dueño legal, no me
    podía tomar esa libertad. El
    can, empero, encontré la solución. Un buen
    día disfrutaba yo del paisaje rural, en un atardecer de
    fines del otoño, cuando me percaté que él
    estaba acostado a mis pies en el compartimiento del tren como si
    fuera la cosa más natural del mundo. Levantó la
    cabeza y me miró con expresión
    satisfecha.

    "¿Cómo diablos conseguiste subir?", lo
    reprendí. Salí al pasillo para ver si el inspector
    andaba cerca. Tomé luego al perro por el pescuezo, lo
    metí bajo el asiento y puse mis piernas delante suyo para
    mantenerlo oculto. Por fortuna era un viaje corto y el guarda no
    se dio cuenta de nada.

    Cuando llegamos, me siguió a casa; esta se
    hallaba a escasos metros de la estación. Al abrir la
    puerta, mi hija vino corriendo a saludarnos. ";

    Este es el pequeño Lampo! ", exclamó
    jubilosa, sin perder tiempo en hacer que él se sintiera
    aceptado.

    A la hora de la cena, fue el invitado de honor y el
    centro de la atención. Meneaba la cola antes de cada
    sabroso bocado, haciéndonos saber que se sentía muy
    a gusto con nosotros. Pero después de comer, no
    hacía más que mirar con ansiedad la puerta. Cuando
    al fin la vio entreabierta se precipitó afuera, salto la
    cerca del frente y desapareció. No volví a verlo
    hasta el día siguiente, en Campiglia. Observando la calma
    y dignidad de cualquier otro pasajero con boleto pagado,
    había tomado el tren de retorno a la morada de su selección.

    Pasajero cotidiano

    LAMPO sabía para entonces que mi turno vespertino
    terminaba a las 9 de la noche, hora en que por lo general yo
    tomaba el tren de regreso a Piombino; por esta razón
    él me esperaba siempre en la Plataforma numero
    cuatro.

    Al verme movía su cola, contemplándome con
    ojos expectantes. Cuando yo estaba seguro de que el
    inspector no lo vería, le daba la señal;
    subía entonces al tren y de inmediato se arrastraba debajo
    del asiento para no salir hasta el final del viaje. Pasaba un
    rato. con mi familia; hasta
    las 10:30, hora en que trotaba hasta la estación para
    abordar el ultimo tren de vuelta, a las 10:40.

    No obstante, Lampo no se limitaba al paseo nocturno.
    Todos los trenes, ya sea de mañana o tarde, eran para
    él una invitación abierta para viajar de ida y
    regreso a Piombino. Cuando llegaba, visitaba a mi esposa e hija,
    a quienes acompañaba en sus salidas. En realidad
    llegó a ser su escolta permanente, sobre todo para Mirna.
    Cada mañana, el fiel perro ascendía al tren de las
    7:20 en Campiglia para estar puntual en nuestra casa a las 8 y
    poder, de ese
    modo, acompañar a la niña al jardín de
    infantes. Hecho esto, tomaba un tren de regreso a Campiglia, tan
    sólo para volver a Piombino a las 11:30 y aguardar en el
    portal del jardín de infantes con el fin de
    acompañar a Mirna de vuelta a casa.

    Así fue como Lampo, en la mejor tradición
    del viajero, se aprendió el horario exacto de todos los
    trenes que iban y venían entre Campiglia y
    Piombino.

    Debería explicar que la línea de Piombino
    es un ramal que conecta con Campiglia: una activa estación
    de la línea norte-sur que une a Roma y
    Turín. En Campiglia hay numerosas vías para dar
    paso a los trenes de diversa velocidad:
    locales, rápidos, expresos y de carga. Todos los trenes
    que van a Piombino, salen de la Plataforma número cuatro;
    sin embargo, por razones técnicas,
    algunas veces son desviados a otra plataforma: como consecuencia
    de uno de esos cambios, Lampo se equivocó en una
    ocasión al abordar. De seguro
    advirtió su error tan pronto como el tren hubo partido;
    así bajó en la primera parada: San Vincenzo, y en
    seguida subió al primer convoy que llegó en la
    dirección opuesta, con el objeto de
    regresar a Campiglia. Lo vimos retornar y nos reímos.
    Jamás volvió a cometer aquel error. Había
    aprendido otro importante detalle del servicio
    ferroviario.

    Por las tardes, mientras yo me ocupaba de mi trabajo en
    la oficina, Lampo dormitaba en su rincón predilecto cerca
    del radiador. Pero a eso de las 3 se despertaba al instante,
    enderezaba las orejas, abría la puerta con el hocico y
    salía para regresar 10 minutos después,
    relamiéndose con aire satisfecho.

    Otra breve siesta, y el proceso se
    repetía. Una vez más retornaba, con
    expresión de contento, a gozar un largo
    sueño.

    La curiosidad me hizo seguirlo un día. Lampo se
    dirigió presuroso a la Plataforma número uno;
    ahí se detenía el expreso Turín-Roma. El perro
    troto hasta el coche-comedor. Allí aguardé sentado.
    Imagínense mi sorpresa cuando vi aparecer en la ventanilla
    de la cocina a un sonriente cocinero que le arrojó
    huesos y
    trozos de carne. Lampo devoro todo aquello y volvió a mi
    oficina.

    Diez minutos después salió de nuevo; ahora
    con rumbo a la Plataforma número dos, donde estaba por
    entrar el expreso Roma-Turín. Se detuvo
    a ladrar junto a la ventanilla del coche-comedor. Otro cocinero
    de gorro blanco le sirvió una segunda opípara
    comida.

    Un día le arrojaron una caja con sobras distintas
    de las habituales. Olfateo aquello y comprobé que no era
    carne sino cáscaras de naranja. Ofendido hasta la
    médula, digirió por un rato la mortificación
    que le aquejaba y retorno con ánimo huraño a la
    oficina.

    Los relatos de sus hazañas no tardaron en
    propagarse, y Lampo pasó a ser tema de conversación
    en todo el sistema
    ferroviario. Los viajeros que venían a la estación
    para esperar un tren, o quienes estaban de paso por allí,
    habiendo preguntado por el diligente perro de Campiglia, quedaban
    asombrados por su agudo comportamiento. Lo buscaban, le hablaban y tomaban
    fotografías. El pequeño desheredado, hasta
    hacía poco tiempo desconocido y abandonado, avanzaba a
    grandes pasos en el mundo.

    También demostró ser un perro excepcional
    en otros sentidos.

    Cierto día me hallaba con mi familia en una playa
    cerca de Piombino, cuando sentí en la espalda el roce de
    algo caliente y mojado. Al girar, para gran sorpresa mía,
    encontré a Lampo meneando la cola. ¿Cómo
    había llegado allí? Era muy probable que hubiera
    partido de Campiglia en el tren de costumbre, y al no
    encontrarnos en casa nos siguiera hasta la playa guiado por su
    instinto.

    Como haya sido, lo cierto es que se divirtió en
    grande permaneciendo con nosotros hasta el fin de la temporada.
    Le gustaba nadar horas y horas, revolcarse en la arena, dejarse
    mecer por las olas en un pequeño bote de caucho. Sin
    embargo, de vez en cuando lo vi subir al sitio más alto de
    la costa y contemplar el mar a la distancia. Había una
    actitud
    extraña en su conducta: la
    ansiosa inquietud de quien espera.

    Buenas conexiones

    PLAYA, estación ferroviaria, una familia. •
    Cualquier otro perro habría estado
    satisfecho por completo con esa vida. Pero no Lampo, puesto que
    no era un perro ordinario.

    En ocasiones se mostraba inquieto en especial, y pasaba
    por alto sus siestas habituales para inspeccionar los trenes de
    pasajeros que se detenían en la estación. Trotaba
    de un extremo a otro de la plataforma, examinaba el tren entero
    desde la locomotora hasta el último vagón, y
    regresaba a los vagones centrales donde los pasajeros se asomaban
    por las ventanillas. Trepaba al tope de una de las escalerillas
    listo para saltar en cuanto el tren comenzara a moverse, y
    permanecía contemplándolo hasta perderlo de vista.
    ¿Tramaba acaso algo nuevo?

    Estábamos entonces en pleno invierno. En las
    plataformas los pasajeros, envueltos en abrigos, golpeaban el
    suelo con los
    pies y se frotaban las manos para entrar en calor mientras
    esperaban sus trenes. Lampo aguardó un poco alejado,
    observándolos con expresión indiferente, mientras
    llegaba el expreso Roma-Génova con un largo silbido y se
    detenía en la Plataforma número dos. Algunos
    viajantes descendieron, otros subieron, un empleado dio la
    señal y el tren continuó su marcha. Los
    recién llegados se dirigieron a la salida; y la Plataforma
    dos quedó desierta.

    Tuve la sensación de algo extraño y
    busqué a Lampo. No había señales de
    él. Supe que esa vez había abordado, el tren para
    marcharse. A fin de asegurarme, busqué por toda la
    estación; pero fue inútil, tan inútil como
    tratar de impedir que alguien abordara el tren.

    Un torrente de pensamientos cruzó por mi mente.
    ¿ A dónde iría a parar? El tren
    rápido en el que iba, haría su primera parada en
    Liorna, unos 70 kilómetros al norte; después en
    Pisa, La Spezia y Génova. ¿ Cómo
    podría ser capaz de realizar trasbordos que lo trajeran de
    vuelta a Campiglia?. Llamé a todas las estaciones en la
    línea con terminal en Génova, para rogar a mis
    colegas que se mantuvieran alertas. Pasaron varias horas; todas
    las respuestas que recibí fueron: ni rastro de
    Lampo.

    Al caer la noche, descendió una densa niebla. De
    trecho en trecho se podían distinguir las luces opacas de
    los semáforos y de las locomotoras detenidas. Por doquier
    se escuchaban los silbatos estridentes y los gritos de los
    guardagujas al pasar de una vía a otra, mientras
    balanceaban sus linternas con movimientos
    rítmicos.

    —Si aparece Lampo llámame en seguida a
    Piombino —supliqué a

    un compañero al abordar mi tren.

    —Así lo haré —me
    contestó el encargado de la estación, al tiempo que
    daba al maquinista la señal de salida con su
    bastón.

    Mi humor disto de ser bueno aquella noche. Cada vez que
    Mirna me preguntaba por el perro yo intentaba cambiar de
    tema.

    Aún no salía del baño a la
    mañana siguiente, cuando escuché a mi esposa decir:
    "Bájate, Lampo; sabes que no debes subir a las sillas".
    Corrí a la cocina y con la boca llena de pasta
    dentífrica dije:

    —¿Cuándo llegó?
    ¿Cuánto hace que está
    aquí?

    —Desde las 8, como de costumbre
    —respondió mi esposa—. Estaba frente a la
    puerta, esperando a Mirna para acompañarla al
    jardín de infantes. ¿ Qué tiene eso de
    particular?

    —Pues que nuestro amigo subió ayer a un
    tren que lo llevó quién sabe dónde
    —repuse enojado—. Y no sé cómo demonios
    lograste volver —lo increpé apuntándole con
    el cepillo de dientes.

    Con el hocico contra el piso, el perro me miró
    con ojos atemorizados y con movimientos casi imperceptibles de su
    cola.

    Puesto que aquella era una hermosa tarde de sol,
    decidí dar a mi familia un paseo en automóvil.
    Lampo permaneció un poco alejado en actitud
    compungida; era claro que deseaba hacer las paces conmigo.
    "Arriba, viejo pillo", ordené mientras le abría la
    puerta del auto con una exagerada reverencia. No esperé a
    que le repitiera la invitación. De un salto estuvo
    adentro, entre mi esposa y mi hija.

    —Me pregunto a dónde fue en este tren
    —comentó mi esposa.

    —No tengo la menor idea. Me enteré que
    llegó a Campiglia a las 7:30 de la mañana en un
    tren retrasado, y alcanzó la conexión para
    Piombino.

    Nacido para viajar

    SONÓ EL teléfono en mi oficina y una voz me
    dijo:

    —Tu perro ha estado
    aquí en Civitavecchia desde esta mañana.
    ¿Quieres que lo enviemos de regreso en el próximo
    tren?

    —No es necesario, gracias. Tomará un tren
    de vuelta cuando le venga en gana. Además
    —agregué riendo—, a Lampo no le gusta recibir
    ayuda.

    En aquel tiempo no pasaba un día sin que
    recibiera noticias de la presencia de Lampo en esta o aquella
    estación. No me habría sorprendido que lo hubiesen
    visto paseándose por el hielo del polo norte. Lampo era ya
    un esclavo de la fascinación de los viajes en
    ferrocarril. Comenzó con trayectos cortos, y
    terminó por visitar casi todas las estaciones dentro de un
    radio de 300
    kilómetros. Cualquier tren local, directo o rápido,
    le venía bien con excepción de los convoyes de
    carga (incómodos y monótonos) y los expresos que no
    hacían paradas en Campiglia.

    Lo veía subir al tren Génova-Roma con la
    calma del viajero experimentado; y a las pocas horas me
    informaban por teléfono de su presencia en la capital. Esa
    noche saltó del rápido Roma-Turín, se
    desperezó, esperé que el tren reanudase la marcha,
    cruzó al otro lado de la estación con los pasajeros
    y, tras empujar con el hocico la puerta de mi oficina hasta
    abrirla, me saludó con alegres
    movimientos de cola. Luego visitó de prisa las otras
    oficinas como para informar a todo el mundo que, aunque
    había estado en Roma, allí lo tenían de
    regreso.

    Como era natural, todo aquello resultaba motivo de
    constantes polémicas en las que intervenían el jefe
    de estación, los guardafrenos, los guardagujas, los
    policías del ferrocarril, el gerente del
    bar y encargada del puesto de revistas. Aun así, nadie fue
    capaz de encontrar una explicación lógica
    a los viajes de
    Lampo.

    ¿Cómo lograba acertar siempre en el tren
    de regreso a Campiglia? Algunos conjeturaron que debió
    haber aprendido a leer los carteles indicadores,
    como "Roma-Turín" o "Génova-Roma", adheridos a los
    coches. Otros pensaron que sabría contar y reconocer los
    números de las plataformas cuando escuchaba por los
    altavoces los anuncios de partidas de trenes. Todos se esforzaban
    por aportar un comentario ingenioso al debate.

    En lo que a mí respecta, atribuía a la
    casualidad su retorno de los primeros viajes. Al cabo de un
    tiempo, debió descubrir que para volver era necesario
    tomar un tren que corriese en dirección opuesta la que había
    venido. Pero, ¿cómo explicar el hecho de que, en
    algunas ocasiones, Lampo bajara de un coche de segunda clase
    procedente de Florencia, que está en un afluente de la
    línea principal, y que veces fuera visto en estaciones
    secundarias? ¿ Era acaso que también había
    aprendido los horarios de las líneas de
    entronque?

    A medida que ganaba en experiencia, los viajes del perro
    se hicieron cada vez más frecuentes complicados y
    misteriosos. Pero su punto de retorno era siempre Campiglia.
    Hasta se dio el lujo de partir en un tren con rumbo al sur y
    regresar por el norte. Debió haber bajado en Grosseto,
    Civitavecchia o Roma; luego habrá abordado por error un
    expreso que no se detuvo en Campiglia sino que lo llevó
    hasta Liorna, donde subió a un tren en dirección
    opuesta.

    También aquello ocurrió una sola vez
    —nunca repitió un error—, y de allí en
    adelante evité los expresos. Nos vimos obligados a
    convenir que estaba dotado de un sexto sentido. Este animal
    había nacido para viajar.

    Si algunos trabajadores ferroviarios estaban dispuestos
    a festejar los viajes de Lampo y a cerrar los ojos ante ellos,
    otros no. No es que fueran malos o mezquinos, pero un perro
    suelto en un tren puede resultar peligroso. Si mordía a un
    pasajero, por ejemplo, ¿quién libraría a los
    guardas de su responsabilidad? Con parte del personal en
    contra de él, la cuestión se hizo más
    difícil para Lampo. Eludiendo a todos subía
    furtivamente a los trenes y se escondía como un pasajero
    clandestino. Si lo echaban de un vagón, obedecía
    como resignado, pero inmediatamente se introducía en el de
    atrás. Era un problema para el personal de los
    trenes. Los empleados comprensivos, influidos por los otros,
    comenzaron a impedirle que subiera a los convoyes. Era el momento
    de tomar medidas drásticas. Para poner fin a su
    vagabundeo, lo llevé a Piombino, a que viviera con
    nosotros.

    Exilio

    Lo cuidamos, lo mimamos y lo divertimos, con la
    esperanza de que la distracción le haría
    extrañar menos los trenes. Si aparecía por
    allí, los ferroviarios de Piombino tenían
    órdenes de impedirle subir a los trenes que iban a
    Campiglia.

    Mientras yo me encontraba en el trabajo,
    Lampo pasaba el tiempo placenteramente entretenido en su vieja
    ocupación: acompañar a Mirna a la escuela, y a mi
    esposa a sus compras diarias.
    También disfrutaba de largas siestas en el
    diván.

    Puesto que se sabía nacido para viajar, a menudo
    puse mi automóvil a su disposición: actitud que
    él aceptaba con gran entusiasmo. Antes que pudiera abrirle
    la portezuela, saltaba por la ventanilla

    —rasguñando de paso la pintura
    hacia la comodidad del asiento delantero, quedando listo para
    gozar del paseo.

    En sus momentos de caminante, exploré cada
    rincón de Piombino. Su sitio predilecto era la Piazza
    Bovio, orgullo de la ciudad, situada en el extremo del
    promontorio que da frente a la isla de Elba hacia el sudoeste.
    Allí pasaba varias horas cada día, contemplando el
    mar.

    Pero de ninguna manera había olvidado Lampo a la
    estación de Campiglia, a sus amigos y sus trenes. Por el
    contrario, consideraba su ausencia como vacación forzosa,
    la cual debía soportar con la esperanza de que concluyera
    pronto. Varias veces fue a la estación del pueblo,
    confiado en poder abordar
    furtivamente un tren a Campiglia. Sobre todo por las noches,
    cuando escuchaba el silbato y el sonido de un tren
    en la distancia, se mostraba inquieto y rascaba la puerta del
    frente. A pesar de su mirada implorante, nosotros nos mantuvimos
    inflexibles.

    Todo el personal de la estación de Campiglia lo
    extrañaba; lo mismo los niños
    que los pasajeros. Los cocineros de los coches-comedor,
    acostumbrados a verlo esperar por ellos en las plataformas,
    protestaron a gritos.

    Cuando deduje que las aguas agitadas se habían
    calmado, me di por vencido. Continuar el exilio de Lampo en
    Piombino habría sido arriesgado. Hasta la paciencia de un
    perro tiene límites, y
    la suya estaba a punto de agotarse.

    Un día lo dejamos solo en la estación de
    Piombino. Eludió a los empleados; se acercó con
    aire indiferente a un tren, subió sin ser molestado y,
    cuando el convoy se puso en marcha, volvió a ser
    libre.

    De vuelta a Campiglia, a sus amigos de la
    estación, a su cama y a los coches-comedor, Lampo fue otro
    perro. La lección había tenido en apariencia
    algún efecto. Dejó de subir a los trenes por el
    simple gusto de viajar, y limité el uso de estos al
    mínimo necesario para cumplir con sus compromisos en
    Piombino. Conseguí, además, disuadirlo de que me
    acompañara a casa. Restringido a dos cortos viajes por
    día en una pequeña línea provincial de
    importancia secundaria, se hallaría menos propenso a
    meterse en dificultades.

    Su regreso llenó de alegría al personal de
    la estación, al que Lampo dedicó más tiempo
    observando su trabajo.

    Pero un día de cielo plomizo y llovizna
    agobiadora, Lampo anduvo nervioso. Recorrió inquieto la
    estación de un lado a otro, sin poder quedarse tranquilo
    en un sitio. En la Plataforma número cuatro estaba listo
    para salir el tren de las 15:40 horas con destino a
    Piombíno. El perro troto fuera de la vista del empleado y
    abordo el convoy.

    Descendió con precisión de autómata
    en la estación Populonia (entre Campiglia y Piombino), y
    espero a que el tren reanudase la marcha. En la otra plataforma
    estaba detenido un convoy con destino opuesto. No bien oyó
    el silbato del jefe de la estación dando al maquinista la
    señal de prepararse para salir, Lampo cruzó las
    vías y trato de saltar al tren de Campiglia. Pero calculo
    mal y al cerrarse las puertas automáticas quedó con
    la cabeza y parte del cuerpo adentro, y las patas traseras y la
    cola afuera. Por suerte esas puertas tienen un borde de caucho
    que atenúa la presión no
    obstante, el pobre animal aulló como si estuviese
    agonizando.

    Los pasajeros quisieron ayudarlo pero no supieron
    cómo. No podían arrastrarlo hacia el interior con
    las puertas cerradas. Por fortuna llegó a la carrera el
    inspector, quien hizo funcionar la señal de emergencia. El
    maquinista detuvo en el acto el tren, las puertas se abrieron y
    Lampo quedó tendido en el piso como una bolsa de papas.
    Estiró las patas, se mordisqueo la piel,
    examinó sus costados para cerciorarse de que no faltaba
    nada y, tras dedicar una mirada de consternación a los
    pasajeros —que ahora reían tranquilizados por el
    final del percance—, buscó refugio debajo del
    asiento más cercano.

    Cerca de allí estaba parado un hombre alto de
    aspecto autoritario. El individuo, que vestía un abrigo
    gris y gorra negra de banda ancha,
    llamó con un gesto al inspector e intercambié unas
    pocas palabras con él; luego, sacó papel y
    lápiz de un bolsillo y comenzó a
    escribir.

    "EL viejo quiere hablar con usted", me notificó
    un mensajero.

    Nuestro jefe de estación, un hombre bajo y gordo
    de 58 años, estaba siempre acicalado. Su desconcertante
    minuciosidad se reflejaba en la pulcritud de su oficina; libros,
    ficheros y la correspondencia: todo ordenado con escrupulosa
    precisión.—Debes deshacerte del
    perro—observó—. No puede estar más en
    la estación.

    —Pero, ¿ por qué esta
    decisión repentina? —pregunté molesto
    ¿Es que hizo algo indebido?

    —Que yo sepa, no. Pero podría ocurrir, y
    como responsable del buen funcionamiento de este lugar

    quiero prevenir problemas.
    Además, muchos inspectores me han presentado quejas por la
    libertad de
    que goza el perro en los trenes. De manera que o te desprendes de
    él o llamaré al perrero, y lamentaría tener
    que hacerlo.

    De regreso en mi oficina, me puse a meditar en el
    difícil y penoso problema; en tanto Lampo, ajeno a la
    crisis,
    dormía con placidez en su rincón. Podía
    llevarlo otra vez a casa. Pero me pregunté si, a pesar de
    su afecto por mi familia, no tendríamos que mantenerlo
    atado día y noche en el jardín para retenerlo.
    Había nacido para ser libre. ¿Cómo
    podría dejarlo encerrado lejos de sus amigos, de su
    estación, de sus trenes?

    Hablé del asunto con los otros empleados de la
    estación y decidimos alejarlo de nosotros en la misma
    forma en que había venido: poniéndolo en un tren
    con el destino más distante posible.

    Un tren vacío estaba por salir sin paradas hacia
    el sur. El guardafrenos de relevo me aseguré que
    abandonaría al perro bastante lejos, en campo abierto, sin
    estaciones en las proximidades.

    Todos estuvimos presentes para despedirlo. Desde el
    vagón de carga, Lampo nos miró con ojos tristes e
    implorantes. Cuando sonó el silbato de la locomotora
    cerramos las puertas del vagón y el tren comenzó a
    moverse. Lo seguimos en silencio con la vista hasta que se
    perdió en el horizonte.

    Apenas habían trascurrido algunas horas cuando ya
    todos extrañábamos a Lampo como si se hubiese
    marchado desde hacía mucho. Pero un par de días
    más tarde vi al mismo guardafrenos descender de un
    tren.

    "Tuvimos un tiempo horrible", comenté. "La
    tormenta había dañado un puente. Entre Anzio y
    Nettuno; tuvimos que detenernos, y he aquí que el perro
    saltó. Se fue corriendo por los campos".

    Regresamos a nuestras oficinas sin decir nada. "Tan
    sólo 300 kilómetros de aquí", apunté.
    "Lo veremos en cuestión de horas".

    No estaba equivocado. Lampo no tardó en bajar de
    un tren rápido procedente de Roma, y se apresuro a
    saludarnos.

    Esa noche lo pusimos en un rápido con destino a
    Nápoles. Pero en esa ocasión tomamos todas las
    precauciones posibles. Lo encerramos en la jaula para perros ubicada en
    el vagón de equipaje; además, el inspector nos
    prometió que en Nápoles lo trasbordaría a
    otro tren rápido con destino más al sur.

    "Nunca más"

    LAMPO se había ido hacía cinco meses.
    Todavía mi atención se desviaba a menudo de mi trabajo
    al rincón donde solía dormir. En cuanto llegaba a
    casa por las noches, Mirna me preguntaba:

    —¿Ha regresado, papito?

    —Todavía no, Mirna… pero volverá
    —le contestaba yo.

    No me animaba a decirle por el momento la
    verdad.

    Al cabo de un tiempo cesó de preguntar. Yo
    pensé que había olvidado a Lampo; pero una noche,
    al pasar por su cuarto, escuché el murmullo de la voz de
    Mirna elevando una plegaria: "Querida Virgen María.
    Tú que eres tan buena a protege a Lampo, cuida que
    esté bien y ayúdalo a dar con el camino de
    regreso".

    Más tarde cuando ya estaba profundamente dormida,
    la arropé mientras susurraba: "Te conseguiré otro
    perro para ayudarte a olvidarlo".

    El invierno había terminado: los almendros y
    durazneros de los campos cercanos a la estación estaban en
    flor. Las primeras golondrinas aparecieron en el cielo para
    anunciar la primavera.

    La llegada de la temporada florida nos alegro un poco a
    todos; empero, en la estación parecía faltar algo.
    Cuando los viajeros querían saber del perro les
    decíamos con tristeza: "Ya no está aquí.
    Escapó". A menudo, los cocineros de los coches-comedor se
    asomaban por las ventanillas para llamarlo. Nos encogíamos
    de hombros y les decíamos malhumorados: "No pierdan el
    tiempo. No anda ya por aquí. Se ha marchado".

    Todos nos sentíamos culpables.

    Hasta el jefe de la estación se mostraba apenado.
    Cada vez que, en una conversación, surgía el tema
    del perro, él daba la vuelta y se alejaba de
    allí.

    Un día en el que yo estaba saturado de trabajo y
    mal humor, escuché un repentino bullicio. Antes que
    pudiera moverme, uno de mis compañeros abrió la
    puerta y exclamó: "¡Ven a ver!"

    Sorprendido y dominado por la curiosidad, salí de
    inmediato. Frente a mí, estaba parado un perro muy flaco
    que meneaba la cola con lentitud y me miraba con ojos
    todavía brillantes a pesar del dolor reflejado en ellos.
    Parecía un fantasma. Abrumado por la emoción, lo
    alcé en mis brazos. Apenas pude murmurar: "¡Lampo,
    querido Lampo! ¡Nunca volveré a alejarte de
    nosotros!

    Como si hubiese entendido, me lamió la cara
    varías veces. Lo devolví al suelo y
    enjugué las lágrimas que había tratado de
    contener.

    Todo el mundo dejó el trabajo por
    un momento y vino a saludarlo. La estación resono con
    gritos de júbilo: "¡Lampo ha vuelto! ¡Lampo ha
    vuelto!" No tardó en formarse un gentío alrededor
    del perro. Algunos repetían su nombre. Otros lo
    acariciaban y palmeaban.

    Lampo parecía encantado. El grupo
    abrió entonces paso al jefe de la estación; este se
    agachó y palmeó al perro, antes de expresar con
    emoción mal disimulada:—Cuídenlo para que se
    reponga. Aquí se queda.

    — Yo me encargo, jefe —respondí con
    entusiasmo. Me era imposible apartar mi vista de Lampo.
    Noté que andaba con dificultad y que tenia las plantas de las
    patas hinchadas con grietas, tintas en sangre. Su pelo,
    antes blanco y denso, estaba ahora sucio y grisáceo, con
    algunos lugares raleados que revelaban manchas rojizas en su
    piel. Sus
    costillas sobresalían lastimosamente de su cuerpo
    macilento. Traía en el cuello —magullado, hinchado y
    sembrado de coágulos de sangre— un
    collar de alambre del cual pendía un corto trozo de
    cuerda. Le quité el collar, y llevé al perro en
    brazos a mi oficina. Le dimos un tazón de leche
    caliente; lo bebió con avidez pero muy despacio. Al
    parecer le causaba dolor tragar. De tiempo en tiempo se
    detenía, se volvía hacia mí y agitaba alegre
    su cola. Cuando terminó la leche quiso
    salir. Recorrió renqueando todas las oficinas que le eran
    tan caras y saludó a sus amigos con movimientos de rabo.
    Luego se acurrucó en su rincón favorito y
    cayó en un profundo sueño. Pero era un sueño
    agitado. Su cuerpo no cesó de temblar. ¡Pobre
    Lampo!
    pensé. ¡Cuántas penurias
    habrás sufrido!
    Cuando finalicé mi turno
    él aún dormía; yo subí a mi tren para
    Piombino silbando feliz. Mi esposa e hija me esperaban en la
    estación; apenas descendí, Mirna exclamó
    rebosante de felicidad:—Ha vuelto Lampo, papá,
    ¿no es cierto? Los ferroviarios del pueblo le
    habían dado la noticia. Cuando llegué a la
    estación de Campiglia a la mañana
    siguiente.

    Lampo trató de levantarse en cuanto me vio pero
    no pudo. Sólo meneé la cola. "Está de veras
    mal", comenté un guardagujas. "No conseguimos hacerle
    comer ni un solo bocado".

    Lo acaricié murmurando: "Querido Lampo, lo
    siento. Yo fui quien te puso en el tren que te alejé;
    pero, créeme: no quise hacerlo sino que fui obligado".
    Como si comprendiera, el perro dejó escapar un
    débil quejido. "Olvida lo pasado. Trata de comer y de
    reponerte. Nunca volveré a separarte de nosotros", le
    repetí. Lampo se incorporo y traté en vano de beber
    la leche del tazón. Esto me preocupo.

    Al llegar los trenes con coches-comedor, el perro
    trató de levantarse. Pero estaba demasiado débil y
    se dio por vencido.

    Esa noche lo llevé a casa conmigo. Mirna
    solté el llanto al verlo. Al día siguiente, el
    veterinario de Piombino me explicó: "No sólo ha
    sufrido muchísimo, sino que ha contraído una
    infección intestinal. Es irremediable. Sólo
    vivirá unas pocas horas más".

    En casa lo vimos pararse con dificultad y caminar
    despacio hasta la puerta. Me di cuenta de que quería salir
    y tomar el tren de regreso a la estación.

    Saqué mi auto del garaje. Mirna y mi esposa
    acariciaron llorando al animal cuando partía con él
    a Campiglia. Lo acosté con cuidado en mi oficina, lo
    acaricié y, con voz entrecortada por la emoción, me
    despedí del animal: "Adiós, Lampo.
    Perdóname".

    Antes de cerrar la puerta me volví para mirarlo,
    y en sus ojo brillantes observé un mensaje de gratitud por
    haber podido retornar a su reino por última
    vez.

    Al subir al tren a la mañana siguiente,
    escudriñé los rostros de personal nocturno, en
    espera de malas noticias. Pero nadie dijo una sola palabra.., eso
    me dio algo de esperanza. Al llegar a Campiglia, corrí a
    mi oficina, abrí cor aprensión y lentitud la
    puerta: Lampo me esperaba de pie. Corrí al bar en busca de
    una taza de leche caliente: él la bebió con avidez,
    Quizá lo peor había pasado.

    La llegada del tren rápido disipo por completo
    nuestros temores. Apenas lo oyó, alzó las orejas y
    enfilo hacia el coche-comedor. Todos lo seguimos y, para nuestra
    alegría, vimos cómo devoraba un buen pedazo de
    carne arrojado por uno de los cocineros.

    Se había salvado. Su viaje de la noche pasada no
    había sido el último. Iba a recorrer muchos
    kilómetros más en tren: aún había
    mucha gente y un montón de cosas por conocer.

    Recuperado por completo, Lampo volvió a ser el
    anterior perro de fina estampa. Reanudo sus hábitos
    despreocupados y, por supuesto, sus viajes. Ya sin inhibiciones,
    deambulaba ahora casi por doquier. Momentos después de
    descender de un tren, subía a otro. Pero no por eso
    dejó de atender sus obligaciones:
    cada mañana aparecía exacto en nuestra casa, para
    acompañar a Mirna a la escuela primaria.
    Y al anochecer, tomaba conmigo el tren a Piombino.

    ¿Dónde había estado todos aquellos
    meses? El inspector que lo había protegido lo
    entregó, en Nápoles, a un colega cuyo tren
    partió con rumbo a Batí, en la costa oriental de
    Italia. Ese
    colega informó que el perro había saltado fuera del
    tren en la estación de Barletta, en la costa del
    Adriático, a 686 kilómetros de
    Campiglia.

    Recuerdo que un maquinista que venía del sur me
    conto que un día, al entrar en la estación de
    Reggio Calabría con un tren de carga, había visto
    deambular a Lampo fuera del edificio de pasajeros. Cuando detuvo
    su máquina, se apresuré a buscarlo, pero el perro
    había desaparecido. Estaba seguro de que era
    Lampo.

    Aquello agregaría otros 500 kilómetros al
    viaje del perro, y sumaria un total de 1.200 en una
    dirección. Lampo había viajado desde la costa del
    Tirreno a la del Adriático, y de allí al sudoeste,
    para volver a cruzar la península hasta la punta de la
    bota italiana.

    Jamás sabremos cuántos kilómetros
    recorrió o cuántos trenes abordo antes de dar con
    los requeridos para su regreso. El alambre que rodeaba su cuello
    y el pedazo de cordel adherido a él, sugieren que en
    algún momento de su deambular fue atrapado por un
    labriego. Había logrado cortar la cuerda con los dientes y
    escapar. Conseguir alimento debió haber sido
    difícil. Quién sabe lo que comió el pobre
    animal.

    Eso fue todo cuanto pude reconstruir de su odisea, e
    incluso ese cuadro fragmentario requirió una buena parte
    de imaginación. Pero Lampo ya tenía sus miras
    puestas en el futuro.

    ¡Celebridad!

    COMENZAMOS a recibir una llamada telefónica tras
    otra provenientes de estaciones ferroviarias cercanas y
    distantes. Todos querían conocer detalles del regreso de
    Lampo. Además tuvimos que dar seguridad a todos
    de que nunca más volveríamos a enviarlo lejos de
    nosotros.

    Cada vez que llegaba un tren, no faltaban pasajeros que
    se asomaban a las ventanillas para preguntarnos con tono
    incrédulo acerca de la famosa reaparición del
    perro. Los niños,
    admirados y cariñosos, venían en bandadas para
    rodearlo y acariciarlo. Lampo parecía entender y
    divertirse con todas esas demostraciones de afecto.

    Si antes hubo algún ferroviario que no
    simpatizaba mucho con él, el mismo trataba ahora de ser su
    amigo. Pero fiel al dicho: "Me quiebro pero no me doblo", el can
    recibía las atenciones de ciertas personas con calculada
    indiferencia o en ocasiones con un gruñido, para dejar
    constancia de que no olvidaba.

    Muchas cosas cambiaron. Guardatrenes que siempre
    habían tratado de impedirle que subiera, fueron entonces
    más indulgentes. Lo mismo ocurría con los,
    maquinistas y vigilantes. A pesar de esta tolerancia, Lampo
    no abandonó su costumbre de ocultarse debajo de los
    asientos.

    Con el trascurso del tiempo, su popularidad
    creció más y más. La Corporación
    Italiana de Radiodifusión le dedicó un programa de
    radio. Los
    periódicos comenzaron a publicar artículos acerca
    de él; las notas iban acompañadas por
    fotografías y títulos como Lampo el perro
    ferroviario, Lampo el perro viajero, Lampo el perro expreso
    o
    Lampo, el perro prodigio.

    El paso de los años también le dejaba su
    huella. No obstante, antes de su "jubilación", quedaba un
    diamante más —el más preciado de todos—
    por engarzar en su collar de celebridad. En noviembre de
    1958, la Corporación Italiana de
    Radiodifusión hizo saber que deseaba filmar a Lampo para
    un programa de
    televisión.

    A la semana siguiente nos comunicaron por
    teléfono que el permiso de las autoridades ferroviarias
    había sido obtenido y que los técnicos de la
    televisión estarían con nosotros dos
    días más tarde antes de las 9 de la mañana.
    Debíamos procurar que el perro estuviese allí, y
    que no decidiese emprender uno de sus viajes.

    El primer día pudimos mantenerlo ahí; pero
    en la víspera del gran día eludió por un
    instante nuestra "vigilancia especial" y se metió en un
    tren rápido con destino a Roma, dejándonos en la
    desesperación. Nos comunicamos con cada estación de
    la línea, y les dimos un mensaje: "Si ven a Lampo por
    allí deténganlo, con vida si es posible, y
    envíenlo de regreso a Campiglia en el primer tren". Mas no
    hubo señales de él. Al caer la noche
    habíamos perdido las esperanzas de ver a Lampo en la
    televisión.

    A la mañana siguiente fui temprano a Campiglia.
    Era mi día libre, pero quería estar allí. En
    la estación se había congregado una turba de
    curiosos para presenciar la filmación. Una campana anuncio
    la inminente llegada del tren que traía a la gente de
    televisión. Sólo faltaba el
    protagonista. Entró entonces un tren que venía de
    Grosseto. De uno de los vagones descendió Lampo.
    Caminó hacia nosotros con alegres movimientos de su cola y
    con una expresión curiosa e irónica en la
    mirada.

    A las 8 estuvimos todos allí. Mientras preparaban
    las cámaras los técnicos pidieron detalles de los
    hábitos del perro. Yo les sugerí que se limitaran a
    seguirlo. Manifeste que estaría preparado para intervenir
    en caso de necesidad.

    Así se filmé Lampo el perro
    viajero.
    Gracias a ese documental, la fama del perro se
    propagaría por toda Italia y más allá de sus
    fronteras. Varias semanas después recibí una
    carta de mi
    tía desde San Francisco (California), junto con recortes
    de periódicos acerca Lampo. También llegó un
    paquete de bizcochos por correo aéreo desde Buffalo, en
    el estado
    norteamericano de Nueva
    York
    .

    El
    anciano

    EL TREN se detuvo en la Plataforma uno; se abrieron las
    puertas; algunos pasajeros descendieron, otros embarcaron. El
    ruido que
    hacían los cargadores con sus carretillas repletas de
    maletas, los gritos del muchacho que vendía refrescos y de
    la mujer del
    puesto de diarios: todo era ahogado por la resonancia de un
    altavoz que repetía: "Campiglia
    Maríttima…"

    Lampo estaba parado en medio de toda aquella
    confusión, con la mirada fija y las orejas alzadas, atento
    a los movimientos del cocinero en el coche-comedor. Pero el hombre
    estaba ocupado y no le presto atención.

    Yo observaba divertido la escena cuando sentí que
    me tiraban de la manga del saco.

    —¿Puede usted decirme cuándo sale un
    tren para Liorna?

    —A las 5 de la tarde, de la Plataforma
    número dos —contesté—. Exactamente
    dentro de dos horas.

    Era un anciano delgado de unos 75 años, quien
    vestía un deshilachado saco de algodón azul
    demasiado grande para él. Entre el ancho sombrero de paja
    calado por encima de sus orejas y la barba blanca, era posible
    distinguir un par de pequeños ojos negros y una nariz
    aguileña algo violácea. En sus manos curtidas
    sostenía una maltrecha valija de fibra, atada con una
    gruesa cuerda de cáñamo. Me llamaron la
    atención su aspecto estrafalario y su fuerte acento
    liornés.

    —¡Ay de mí! Me quedé dormido y
    no bajé en Liorna. ¿Que no me aflija dice usted?
    ¡Cómo diablos no voy a afligirme si tengo que gastar
    ahora más dinero para el
    boleto!

    Mientras gritaba, sus inquietos ojos recorrieron cada
    detalle de la estación, hasta quedar fijos en el
    perro.

    El tren se puso en movimiento y
    Lampo troto junto al coche-comedor, todavía esperanzado en
    recibir su porción de comida. El anciano se echó a
    correr hacia el perro, arrastrando con él su descomunal
    maleta. El tren fue acelerando y Lampo se detuvo para seguirlo
    con la vista. El hombre dio
    alcance al animal y le dijo algo. El perro se volvió,
    levantó las orejas, lo estudió por un momento y
    comenzó a dar círculos alrededor de él sin
    dejar de olfatearlo.

    El viejo volvió a hablarle. De pronto vi a Lampo
    agitar la cola, saltar y poner sus patas delanteras en las
    rodillas del hombre, frotar su hocico contra sus pantalones y
    gruñir con excitación. El anciano lo acaricio,
    declarándole con voz entrecortada: "¡Viejo tunante!
    Y yo creí que estabas muerto o quién sabe
    dónde".

    Me acerqué para indagar si conocía a ese
    perro.

    —¡Oh, sí! —me
    contestó—. Es Bigheri, el norteamericano. Y
    después que el barco de Estados Unidos
    zarpo fue mío. ¡Eh, Bigheri!,

    ¿recuerdas lo alterado que estabas, y cómo
    durante días después de haber partido tu barco
    permaneciste en el muelle mirando al mar?

    —¿Mirando al mar? —repetí con
    voz trémula. –

    —Así fue. Esperaba que el barco volviese
    para recogerlo, pero no vino. ¡Ah, Bigheri, cómo te
    buscaron los marinos! En especial aquel alto y delgado que te
    buscó por toda la bahía. Pero el capitán dio
    la orden de zarpar y eso fue el fin, ¿eh,
    Bigheri?

    El viejo acariciaba al perro; este lo contemplaba con
    embeleso.

    —No debiste haber desembarcado aquel día
    pero lo hiciste, como todo marinero, con la idea de disfrutar
    alguna aventurilla.

    —¿ Está usted seguro de que era un
    barco norteamericano? —le pregunté.

    —He sido cuidador del puerto durante años,
    y he visto atracar y zarpar tantos barcos que puedo reconocerlos
    a mucha distancia —me confesó; luego volvió a
    dirigirse al perro—: Mi cobertizo no era un palacio, pero
    te traté bien y nos hicimos compañía uno al
    otro. Hasta que desapareciste. Te busqué durante varios
    días. Me dijeron que te habían visto vagar cerca de
    la estación. Fui pronto allí pero no te
    encontré.

    —En efecto, estuvo en la estación
    —apunté yo para completar el relato—. Pero
    estaba a punto de ser capturado por el perrero; y para evitarlo,
    uno de los cargadores lo puso en el tren que lo trajo
    aquí.

    Para celebrar la ocasión invité al anciano
    a beber un vaso de vino en el bar. Nos sentamos a una mesa bajo
    la glicina. Una suave brisa agitaba los racimos de violetas que
    impregnaban el aire con su perfume. Lampo se durmió a los
    pies del hombrecillo. Le conté las hazañas del
    perro y su vida en Campiglia.

    —Es un animal muy inteligente—anoté,
    antes de agregar—: Me gustaría tenerlo de nuevo.
    Comprendo que ustedes los ferroviarios quedarán apenados
    si él viene conmigo; pero yo estoy viejo, y solo: el perro
    me podría hacer compañía. No supe qué
    decir. Sentía lástima por el anciano y no deseaba
    decepcionarlo. Miré mi reloj.

    —Su tren sale dentro de diez minutos, será
    mejor prepararse.

    Se puso de pie de un salto, bebió con un
    chasquido otro vaso de vino y enfilé hacia la Plataforma
    dos.

    —¡Maldición! Tengo que comprar de
    nuevo un boleto —recordó
    deteniéndose.

    Fui a la boletería y le traje un billete de ida a
    Liorna.

    —Tómelo, es un obsequio de
    Lampo.

    Sonrió tendiéndome su mano.

    —Muchas gracias, señor. Si alguna vez viene
    a Liorna no deje de verme. Pregunte por Beppe… apodado
    "Poncino". Todo el mundo me conoce.

    Lo ayudé a subir al tren con su maleta. Lampo lo
    siguió sin vacilar y se acostó a sus pies. El
    anciano me dirigió una mirada implorante.

    —Dejemos que el perro decida—propuse—.
    Si no quiere quedarse no se preocupe, él sabrá
    encontrar el camino de regreso.

    Cuando el tren se puso en marcha, volví a mi
    oficina, perdido en mis pensamientos. Uno en particular: ahora
    sabía por qué cuando lo llevaba a la playa
    contemplaba tanto el mar.

    Cuatro días después, Lampo retorné
    a Campiglia. Pero parecía triste, como si le pesara haber
    dejado solo al anciano. Estoy seguro de que esa era la
    razón por la que, de vez en cuando, iba a
    visitarlo.

    Años de
    jubilación

    Habían trascurrido siete largos veranos desde que
    conocimos a Lampo. Muchas cosas había ocurrido y cambiado
    en ese período. En las oficinas de la estación de
    Campiglia, el viejo telégrafo fue remplazado por el
    teléfono. Los trenes eran más veloces. La tercera
    clase fue eliminada, y los coches eran más espaciosos y
    cómodos. Las desgarbadas gorras con forros gruesos se
    desecharon en favor de prendas más livianas en las que la
    jerarquía era indicada en forma menos ostentosa. Los
    campos de la comarca, algunos sembrados con maíz,
    otros con viñas, eran los de siempre, al igual que la
    estación.

    Bajo el alero estaba el mismo puesto de diarios y
    revistas recientemente pintado de verde, pero la anciana que lo
    atendió durante muchos años había muerto. El
    jefe de la estación iba a jubilarse en pocos meses. A
    Lampo podía vérsele en la plataforma, entre la
    primera y segunda vías; echado, disfrutando adormilado de
    la suave brisa. De vez en cuando levantaba de golpe la cabeza
    para espantar las moscas.

    Estaba ya viejo y achacoso. Su aspecto no era ya tan
    animado; su manto de pelo blanco raleaba y se había
    tornado opaco. Los viajes ya no lo atraían. Le faltaba
    fuerza para el
    ajetreo de los trenes. Su vigor restante lo reservaba para las
    visitas a mi familia en Piombino. Ya no iba a Liorna para visitar
    a Beppe, apodado Poncino; quizá porque no lo
    encontró la última vez que estuvo allí.
    Más tarde supe que el anciano había
    muerto.

    Regresé a mi oficina para continuar mi trabajo
    aunque aquel calor invitaba
    a otra cosa. El tiempo no había pasado de largo para
    mí como lo atestiguaban unas pocas hebras de plata en mis
    sienes. Tal vez las insignias de mi gorra compensaban todos
    aquellos raudos años trascurridos.

    Mirna creció una enormidad. Le encantaban los
    perros y Lampo
    seguía siendo su favorito. Dado que sus visitas a Piombino
    se hicieron cada vez más espaciadas, tenía que
    llevarla a Campiglia para verlo. Ella me había pedido un
    perro propio; yo le había prometido uno, pero sólo
    cuando Lampo no estuviese ya con nosotros.

    Habíamos convenido una excepción para el
    "jubilado" Lampo: podía quedarse en Campiglia hasta el
    fin, rodeado por el ruido de los
    trenes, los murmullos y los gritos de los pasajeros del vendedor
    de diarios, del hombre de los refrescos; podía disfrutar
    de la compañía de sus amigos, los ferroviarios.
    ¡Había conocido a tantos! A no dudar, aún
    recordaba sus antiguos saltos a las carretillas llenas de
    paquetes para observar la carga y descarga. Todo aquello
    confundido tras las siluetas del jefe de estación y del
    señalero, quienes, en una noche estrellada o bajo una
    lluvia copiosa iban enfundados en sus largos impermeables negros
    con capuchón, debía evocar para él una
    imagen
    fantasmal.

    Había llegado la noche y mi turno
    concluía. Lampo me esperaba junto al tren, agitando su
    cola. Trepé los escalones y me volví para observar
    cómo se esforzaba por seguirme. Abandonó jadeante
    el esfuerzo y me miró con ojos implorantes. Lo tomé
    de una pata y lo ayudé a subir.

    Con expresión satisfecha se instalé en el
    asiento frente al mío. Con el hocico apoyado en el
    vidrio se puso
    a contemplar la oscuridad exterior, interrumpida de trecho en
    trecho por las luces de alguna casa, y a la distancia los racimos
    de lamparillas de las aldeas diseminadas en las colinas. Al cabo
    de un rato, se acostó en el asiento y durmió
    profundamente. Media hora después se oyó el croar
    del altavoz:

    "Piombino, terminal de la línea". Descendí
    del tren y anduve hasta mi casa seguido al trote por
    Lampo.

    AQUEL otoño e invierno fueron un período
    duro. Pero llegó una nueva primavera. Los cargadores y el
    muchacho de los refrescos se afanaban por acondicionar sus
    vehículos para la temporada de viajes. Cambiamos nuestros
    uniformes gruesos por los livianos, los policías
    ferroviarios trocaron el azul por el blanco y los canteros de
    calas, geranios y hortensias florecieron para dar la bienvenida a
    los turistas de paso por nuestra estación.

    La llegada del tiempo cálido fue benéfica
    para Lampo. Su apetito mejoro, como lo demostraba la mayor
    frecuencia de sus visitas a los coches-comedor. Más
    todavía, volvió a viajar un poco: señal
    inequívoca de vigor y alegría de vivir. Y tras unos
    pocos baños de agua y
    jabón, su pelaje recuperé la blancura y el
    esplendor de otros tiempos. Por las noches volvió a
    esperar con puntualidad para acompañarme de regreso a
    casa.

    Ocurrió en una hermosa noche cálida, el 22
    de julio de 1961. Mi tren iba a salir en 15 minutos; yo me
    preparaba, cuando escuché un rumor de voces y
    exclamaciones provenientes de la oficina del personal.
    Corrí para ver qué pasaba y fui recibido por un
    grupo de
    rostros consternados. El jefe de señalización, en
    extremo pálido, me informó con
    emoción:

    —Lampo ha muerto. Lo atropellé un
    tren.

    Sentí un nudo en la garganta. Quise salir, pero
    algo me retuvo; sin decir nada, como aturdido, miré por la
    ventana. Empleados del ferrocarril y pasajeros corrían
    hacia la Plataforma número tres, donde un gentío
    rodeaba la locomotora. En medio del grupo, el maquinista se
    llevó varias veces las manos a la cara para cubrirse los
    ojos.

    —El jefe de la estación, informado, ordeno
    que enterraran al perro al pie de la acacia —me aviso un
    compañero—. Pero no quiere salir de su oficina para
    verlo. Le falta valor.

    Salí y caminé hacia mi tren, que estaba
    por salir. Al cruzar la senda para peatones miré
    mecánicamente a la izquierda. A la distancia, entre las
    ruedas de la locomotora y los rieles, distinguí una
    inmóvil forma blanca. No quise verlo de cerca. Tampoco yo
    me atrevía. Lampo había encontrado la muerte
    cuando iba a esperarme.

    —Cualquiera podría pensar que fue uno de
    nosotros el atropellado por el tren —comento un
    señalizador.

    —El era uno de nosotros —le corregí
    al subir el tren.

    Mi familia me esperaba en la estación de
    Piombino. La expresión de mi esposa me reveló que
    ya ¿conocía la mala nueva? ? Pero Mirna miré
    detrás de mí, como esperase ver algo.—Lampo
    ha emprendido un largo viaje. Te compraré ahora ese perro
    de lanas —prometí, tomándole una mano para
    caminar hasta casa.

    El pueblo entero estaba iluminado por la Luna. En el
    cielo tachonado de luces parpadeantes, una centella cruzó
    rauda el firmamento. Al verla, Mirna exclamó: "; Una
    estrella, fugaz, papito . . . podemos formular un deseo!"
    Pensé en uno, aun cuando sabía que jamás iba
    a realizarse. De todos modos volví la cabeza y sólo
    por un instante creí haber visto a Lampo que trotaba feliz
    atrás de nosotros.

    UNA ESTATUA de tamaño natural de Lampo, el perro
    viajero, fue erigida en la estación de Campiglia Marittima
    en marzo de 1962. Los viajeros que pasan por allí
    todavía pueden verla. N. DE LA R.

    CONDENSADO DE "LAMPO, IL CANE VIAGGIATORE" © 1962
    POR ALDO GARZANTI

     

     

    Autor:

    Rodrigo Muñoz Fuentes
    romulo[arroba]col3.telecom.com.co

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