Nadie sabía de dónde había venido.
Saltó de un vagón de carga en Campiglia Marittima y
estableció su domicilio en la estación ferroviaria.
Al poco tiempo
conocía en todos sus detalles los horarios. Entonces
comenzó a subir a los trenes y a viajar por toda la costa
occidental de Italia, con
enlaces de ida y vuelta tanto en la línea principal como
en las ramales, por su propia cuenta y con el aplomo de un
pasajero que ha comprado su boleto. En ocho años de
peregrinaciones, Lampo ("Relámpago") adquirió
celebridad. Pero si bien era amigo de todos los ferroviarios, el
corazón
del can pertenecía a un solo hombre y a su
familia, a la
casa de los cuales volvía al cabo de cada
jornada.
El presente es un afectuoso tributo a ese perro
excepcional: un relato de la vida real digno de contarse entre
las fábulas
clásicas.
Índice
Pasajero
cotidiano
Nacido para
viajar
Exilio
"Nunca
mas"
¡Celebridad!
El
anciano
Años de
jubilación
Lo vi por primera vez un día de agosto. La
estación ferroviaria de Campiglia Marittima, donde yo iba
a trabajar todos los días, era un horno; el aire estaba
impregnado por el olor acre de brea quemada. En derredor nuestro,
los inmensos campos de trigo recién cortado reflejaban los
rayos del sol como un espejo dorado.
Se hacía difícil respirar en la taquilla.
Solté hastiado mi pluma y me dirigí a la puerta.
Uno de los muchos trenes de carga que a diario llegan a Campiglia
para desenganchar o llenar vagones vacíos con mineral de
hierro, estaba
entrando. Mientras curioseaba sin objeto; vi que algo
saltó de uno de los carros de carga: un perro.
Al principio me pareció un animal muy ordinario,
de raza indefinida, de tamaño regular y pelaje más
bien largo, blanco con manchas de color
castaño rojizo. Olfateo el aire, se
estiró perezoso, miró a derecha e izquierda como
para orientarse, y caminó hasta la fuente de agua
pública donde aplaco una sed bien notoria y
explicable.
Volví a mi oficina y
reanudé mi trabajo. Momentos después,
apareció frente a mí un par de ojos implorantes.
"!Hola!", saludé.
"¿Qué haces aquí?" Por el tono de mi voz
comprendió que era bienvenido y comenzó a menear la
cola, a ladrar y a restregar su hocico contra mi pierna.
Así fue como nos conocimos.
Acto seguido estableció residencia. Se
acurrucó bajo la mesa y, tras un bostezo, se echó a
dormir. Todavía estaba dormido cuando yo, terminado mi
turno, tomé el tren de retorno a mi casa en Piombino,
lugar situado a unos 15 kilómetros al oeste de Campiglia
Marittima, en un promontorio con vista al mar Tirreno.
Cuando llegué a la estación al día
siguiente, aún dormía. Pero no bien hubo
despertado, me tributó una bienvenida tan alborozada que
me costó calmarlo. Me sorprendió encontrarlo
allí todavía. Mis compañeros
comentarían más tarde que no pudieron deshacerse de
él.
Desde aquel día del verano de 1953, se
convirtió en mi sombra. Me seguía a todas partes,
incluso al restaurante donde yo solía comer; en ese mismo
sitio ordenaba para él un buen tazón de
sopa.
Se hizo amigo de todos los trabajadores ferroviarios y
de cuanta persona le
mostrara interés.
Puesto que había aparecido en nuestras vidas de una manera
tan inesperada, decidimos llamarlo Lampo:
"Relámpago".
Lampo pasaba sus días en Campiglia observando la
carga y descarga de trenes, y mirando trabajar a los
guardavías, empleados del correo, policías del
ferrocarril y despachadores. Visitaba con frecuencia las
oficinas; ahí intercambiaba saludos con los empleados y,
de vez en cuando, realizaba cortas siestas. A mediodía iba
a la cantina a conseguir un par de bocados.
Cuando el tiempo era bueno,
se tendía en una de las plataformas para disfrutar del sol
y observar el presuroso movimiento de
pasajeros. Pero su lugar predilecto era mi oficina: la
taquilla. Cuando, al terminar mi trabajo cada día yo
tomaba el tren de regreso a Piombino, me costaba mucho persuadir
a Lampo para que no me siguiera. Una vez cerradas las puertas y,
habiendo partido el tren de la estación, Lampo
corría un largo trecho junto al convoy hasta que,
convencido de la futilidad de su esfuerzo, retornaba triste a
Campiglia. De buena gana le habría comprado un billete
especial para llevarlo a presentar con mi esposa Mina y con mi
hija Mirna, quien tenía entonces cuatro años; sin
embargo, dado que yo no era el dueño legal, no me
podía tomar esa libertad. El
can, empero, encontré la solución. Un buen
día disfrutaba yo del paisaje rural, en un atardecer de
fines del otoño, cuando me percaté que él
estaba acostado a mis pies en el compartimiento del tren como si
fuera la cosa más natural del mundo. Levantó la
cabeza y me miró con expresión
satisfecha.
"¿Cómo diablos conseguiste subir?", lo
reprendí. Salí al pasillo para ver si el inspector
andaba cerca. Tomé luego al perro por el pescuezo, lo
metí bajo el asiento y puse mis piernas delante suyo para
mantenerlo oculto. Por fortuna era un viaje corto y el guarda no
se dio cuenta de nada.
Cuando llegamos, me siguió a casa; esta se
hallaba a escasos metros de la estación. Al abrir la
puerta, mi hija vino corriendo a saludarnos. ";
Este es el pequeño Lampo! ", exclamó
jubilosa, sin perder tiempo en hacer que él se sintiera
aceptado.
A la hora de la cena, fue el invitado de honor y el
centro de la atención. Meneaba la cola antes de cada
sabroso bocado, haciéndonos saber que se sentía muy
a gusto con nosotros. Pero después de comer, no
hacía más que mirar con ansiedad la puerta. Cuando
al fin la vio entreabierta se precipitó afuera, salto la
cerca del frente y desapareció. No volví a verlo
hasta el día siguiente, en Campiglia. Observando la calma
y dignidad de cualquier otro pasajero con boleto pagado,
había tomado el tren de retorno a la morada de su selección.
LAMPO sabía para entonces que mi turno vespertino
terminaba a las 9 de la noche, hora en que por lo general yo
tomaba el tren de regreso a Piombino; por esta razón
él me esperaba siempre en la Plataforma numero
cuatro.
Al verme movía su cola, contemplándome con
ojos expectantes. Cuando yo estaba seguro de que el
inspector no lo vería, le daba la señal;
subía entonces al tren y de inmediato se arrastraba debajo
del asiento para no salir hasta el final del viaje. Pasaba un
rato. con mi familia; hasta
las 10:30, hora en que trotaba hasta la estación para
abordar el ultimo tren de vuelta, a las 10:40.
No obstante, Lampo no se limitaba al paseo nocturno.
Todos los trenes, ya sea de mañana o tarde, eran para
él una invitación abierta para viajar de ida y
regreso a Piombino. Cuando llegaba, visitaba a mi esposa e hija,
a quienes acompañaba en sus salidas. En realidad
llegó a ser su escolta permanente, sobre todo para Mirna.
Cada mañana, el fiel perro ascendía al tren de las
7:20 en Campiglia para estar puntual en nuestra casa a las 8 y
poder, de ese
modo, acompañar a la niña al jardín de
infantes. Hecho esto, tomaba un tren de regreso a Campiglia, tan
sólo para volver a Piombino a las 11:30 y aguardar en el
portal del jardín de infantes con el fin de
acompañar a Mirna de vuelta a casa.
Así fue como Lampo, en la mejor tradición
del viajero, se aprendió el horario exacto de todos los
trenes que iban y venían entre Campiglia y
Piombino.
Debería explicar que la línea de Piombino
es un ramal que conecta con Campiglia: una activa estación
de la línea norte-sur que une a Roma y
Turín. En Campiglia hay numerosas vías para dar
paso a los trenes de diversa velocidad:
locales, rápidos, expresos y de carga. Todos los trenes
que van a Piombino, salen de la Plataforma número cuatro;
sin embargo, por razones técnicas,
algunas veces son desviados a otra plataforma: como consecuencia
de uno de esos cambios, Lampo se equivocó en una
ocasión al abordar. De seguro
advirtió su error tan pronto como el tren hubo partido;
así bajó en la primera parada: San Vincenzo, y en
seguida subió al primer convoy que llegó en la
dirección opuesta, con el objeto de
regresar a Campiglia. Lo vimos retornar y nos reímos.
Jamás volvió a cometer aquel error. Había
aprendido otro importante detalle del servicio
ferroviario.
Por las tardes, mientras yo me ocupaba de mi trabajo en
la oficina, Lampo dormitaba en su rincón predilecto cerca
del radiador. Pero a eso de las 3 se despertaba al instante,
enderezaba las orejas, abría la puerta con el hocico y
salía para regresar 10 minutos después,
relamiéndose con aire satisfecho.
Otra breve siesta, y el proceso se
repetía. Una vez más retornaba, con
expresión de contento, a gozar un largo
sueño.
La curiosidad me hizo seguirlo un día. Lampo se
dirigió presuroso a la Plataforma número uno;
ahí se detenía el expreso Turín-Roma. El perro
troto hasta el coche-comedor. Allí aguardé sentado.
Imagínense mi sorpresa cuando vi aparecer en la ventanilla
de la cocina a un sonriente cocinero que le arrojó
huesos y
trozos de carne. Lampo devoro todo aquello y volvió a mi
oficina.
Diez minutos después salió de nuevo; ahora
con rumbo a la Plataforma número dos, donde estaba por
entrar el expreso Roma-Turín. Se detuvo
a ladrar junto a la ventanilla del coche-comedor. Otro cocinero
de gorro blanco le sirvió una segunda opípara
comida.
Un día le arrojaron una caja con sobras distintas
de las habituales. Olfateo aquello y comprobé que no era
carne sino cáscaras de naranja. Ofendido hasta la
médula, digirió por un rato la mortificación
que le aquejaba y retorno con ánimo huraño a la
oficina.
Los relatos de sus hazañas no tardaron en
propagarse, y Lampo pasó a ser tema de conversación
en todo el sistema
ferroviario. Los viajeros que venían a la estación
para esperar un tren, o quienes estaban de paso por allí,
habiendo preguntado por el diligente perro de Campiglia, quedaban
asombrados por su agudo comportamiento. Lo buscaban, le hablaban y tomaban
fotografías. El pequeño desheredado, hasta
hacía poco tiempo desconocido y abandonado, avanzaba a
grandes pasos en el mundo.
También demostró ser un perro excepcional
en otros sentidos.
Cierto día me hallaba con mi familia en una playa
cerca de Piombino, cuando sentí en la espalda el roce de
algo caliente y mojado. Al girar, para gran sorpresa mía,
encontré a Lampo meneando la cola. ¿Cómo
había llegado allí? Era muy probable que hubiera
partido de Campiglia en el tren de costumbre, y al no
encontrarnos en casa nos siguiera hasta la playa guiado por su
instinto.
Como haya sido, lo cierto es que se divirtió en
grande permaneciendo con nosotros hasta el fin de la temporada.
Le gustaba nadar horas y horas, revolcarse en la arena, dejarse
mecer por las olas en un pequeño bote de caucho. Sin
embargo, de vez en cuando lo vi subir al sitio más alto de
la costa y contemplar el mar a la distancia. Había una
actitud
extraña en su conducta: la
ansiosa inquietud de quien espera.
PLAYA, estación ferroviaria, una familia. •
Cualquier otro perro habría estado
satisfecho por completo con esa vida. Pero no Lampo, puesto que
no era un perro ordinario.
En ocasiones se mostraba inquieto en especial, y pasaba
por alto sus siestas habituales para inspeccionar los trenes de
pasajeros que se detenían en la estación. Trotaba
de un extremo a otro de la plataforma, examinaba el tren entero
desde la locomotora hasta el último vagón, y
regresaba a los vagones centrales donde los pasajeros se asomaban
por las ventanillas. Trepaba al tope de una de las escalerillas
listo para saltar en cuanto el tren comenzara a moverse, y
permanecía contemplándolo hasta perderlo de vista.
¿Tramaba acaso algo nuevo?
Estábamos entonces en pleno invierno. En las
plataformas los pasajeros, envueltos en abrigos, golpeaban el
suelo con los
pies y se frotaban las manos para entrar en calor mientras
esperaban sus trenes. Lampo aguardó un poco alejado,
observándolos con expresión indiferente, mientras
llegaba el expreso Roma-Génova con un largo silbido y se
detenía en la Plataforma número dos. Algunos
viajantes descendieron, otros subieron, un empleado dio la
señal y el tren continuó su marcha. Los
recién llegados se dirigieron a la salida; y la Plataforma
dos quedó desierta.
Tuve la sensación de algo extraño y
busqué a Lampo. No había señales de
él. Supe que esa vez había abordado, el tren para
marcharse. A fin de asegurarme, busqué por toda la
estación; pero fue inútil, tan inútil como
tratar de impedir que alguien abordara el tren.
Un torrente de pensamientos cruzó por mi mente.
¿ A dónde iría a parar? El tren
rápido en el que iba, haría su primera parada en
Liorna, unos 70 kilómetros al norte; después en
Pisa, La Spezia y Génova. ¿ Cómo
podría ser capaz de realizar trasbordos que lo trajeran de
vuelta a Campiglia?. Llamé a todas las estaciones en la
línea con terminal en Génova, para rogar a mis
colegas que se mantuvieran alertas. Pasaron varias horas; todas
las respuestas que recibí fueron: ni rastro de
Lampo.
Al caer la noche, descendió una densa niebla. De
trecho en trecho se podían distinguir las luces opacas de
los semáforos y de las locomotoras detenidas. Por doquier
se escuchaban los silbatos estridentes y los gritos de los
guardagujas al pasar de una vía a otra, mientras
balanceaban sus linternas con movimientos
rítmicos.
—Si aparece Lampo llámame en seguida a
Piombino —supliqué a
un compañero al abordar mi tren.
—Así lo haré —me
contestó el encargado de la estación, al tiempo que
daba al maquinista la señal de salida con su
bastón.
Mi humor disto de ser bueno aquella noche. Cada vez que
Mirna me preguntaba por el perro yo intentaba cambiar de
tema.
Aún no salía del baño a la
mañana siguiente, cuando escuché a mi esposa decir:
"Bájate, Lampo; sabes que no debes subir a las sillas".
Corrí a la cocina y con la boca llena de pasta
dentífrica dije:
—¿Cuándo llegó?
¿Cuánto hace que está
aquí?
—Desde las 8, como de costumbre
—respondió mi esposa—. Estaba frente a la
puerta, esperando a Mirna para acompañarla al
jardín de infantes. ¿ Qué tiene eso de
particular?
—Pues que nuestro amigo subió ayer a un
tren que lo llevó quién sabe dónde
—repuse enojado—. Y no sé cómo demonios
lograste volver —lo increpé apuntándole con
el cepillo de dientes.
Con el hocico contra el piso, el perro me miró
con ojos atemorizados y con movimientos casi imperceptibles de su
cola.
Puesto que aquella era una hermosa tarde de sol,
decidí dar a mi familia un paseo en automóvil.
Lampo permaneció un poco alejado en actitud
compungida; era claro que deseaba hacer las paces conmigo.
"Arriba, viejo pillo", ordené mientras le abría la
puerta del auto con una exagerada reverencia. No esperé a
que le repitiera la invitación. De un salto estuvo
adentro, entre mi esposa y mi hija.
—Me pregunto a dónde fue en este tren
—comentó mi esposa.
—No tengo la menor idea. Me enteré que
llegó a Campiglia a las 7:30 de la mañana en un
tren retrasado, y alcanzó la conexión para
Piombino.
SONÓ EL teléfono en mi oficina y una voz me
dijo:
—Tu perro ha estado
aquí en Civitavecchia desde esta mañana.
¿Quieres que lo enviemos de regreso en el próximo
tren?
—No es necesario, gracias. Tomará un tren
de vuelta cuando le venga en gana. Además
—agregué riendo—, a Lampo no le gusta recibir
ayuda.
En aquel tiempo no pasaba un día sin que
recibiera noticias de la presencia de Lampo en esta o aquella
estación. No me habría sorprendido que lo hubiesen
visto paseándose por el hielo del polo norte. Lampo era ya
un esclavo de la fascinación de los viajes en
ferrocarril. Comenzó con trayectos cortos, y
terminó por visitar casi todas las estaciones dentro de un
radio de 300
kilómetros. Cualquier tren local, directo o rápido,
le venía bien con excepción de los convoyes de
carga (incómodos y monótonos) y los expresos que no
hacían paradas en Campiglia.
Lo veía subir al tren Génova-Roma con la
calma del viajero experimentado; y a las pocas horas me
informaban por teléfono de su presencia en la capital. Esa
noche saltó del rápido Roma-Turín, se
desperezó, esperé que el tren reanudase la marcha,
cruzó al otro lado de la estación con los pasajeros
y, tras empujar con el hocico la puerta de mi oficina hasta
abrirla, me saludó con alegres
movimientos de cola. Luego visitó de prisa las otras
oficinas como para informar a todo el mundo que, aunque
había estado en Roma, allí lo tenían de
regreso.
Como era natural, todo aquello resultaba motivo de
constantes polémicas en las que intervenían el jefe
de estación, los guardafrenos, los guardagujas, los
policías del ferrocarril, el gerente del
bar y encargada del puesto de revistas. Aun así, nadie fue
capaz de encontrar una explicación lógica
a los viajes de
Lampo.
¿Cómo lograba acertar siempre en el tren
de regreso a Campiglia? Algunos conjeturaron que debió
haber aprendido a leer los carteles indicadores,
como "Roma-Turín" o "Génova-Roma", adheridos a los
coches. Otros pensaron que sabría contar y reconocer los
números de las plataformas cuando escuchaba por los
altavoces los anuncios de partidas de trenes. Todos se esforzaban
por aportar un comentario ingenioso al debate.
En lo que a mí respecta, atribuía a la
casualidad su retorno de los primeros viajes. Al cabo de un
tiempo, debió descubrir que para volver era necesario
tomar un tren que corriese en dirección opuesta la que había
venido. Pero, ¿cómo explicar el hecho de que, en
algunas ocasiones, Lampo bajara de un coche de segunda clase
procedente de Florencia, que está en un afluente de la
línea principal, y que veces fuera visto en estaciones
secundarias? ¿ Era acaso que también había
aprendido los horarios de las líneas de
entronque?
A medida que ganaba en experiencia, los viajes del perro
se hicieron cada vez más frecuentes complicados y
misteriosos. Pero su punto de retorno era siempre Campiglia.
Hasta se dio el lujo de partir en un tren con rumbo al sur y
regresar por el norte. Debió haber bajado en Grosseto,
Civitavecchia o Roma; luego habrá abordado por error un
expreso que no se detuvo en Campiglia sino que lo llevó
hasta Liorna, donde subió a un tren en dirección
opuesta.
También aquello ocurrió una sola vez
—nunca repitió un error—, y de allí en
adelante evité los expresos. Nos vimos obligados a
convenir que estaba dotado de un sexto sentido. Este animal
había nacido para viajar.
Si algunos trabajadores ferroviarios estaban dispuestos
a festejar los viajes de Lampo y a cerrar los ojos ante ellos,
otros no. No es que fueran malos o mezquinos, pero un perro
suelto en un tren puede resultar peligroso. Si mordía a un
pasajero, por ejemplo, ¿quién libraría a los
guardas de su responsabilidad? Con parte del personal en
contra de él, la cuestión se hizo más
difícil para Lampo. Eludiendo a todos subía
furtivamente a los trenes y se escondía como un pasajero
clandestino. Si lo echaban de un vagón, obedecía
como resignado, pero inmediatamente se introducía en el de
atrás. Era un problema para el personal de los
trenes. Los empleados comprensivos, influidos por los otros,
comenzaron a impedirle que subiera a los convoyes. Era el momento
de tomar medidas drásticas. Para poner fin a su
vagabundeo, lo llevé a Piombino, a que viviera con
nosotros.
Lo cuidamos, lo mimamos y lo divertimos, con la
esperanza de que la distracción le haría
extrañar menos los trenes. Si aparecía por
allí, los ferroviarios de Piombino tenían
órdenes de impedirle subir a los trenes que iban a
Campiglia.
Mientras yo me encontraba en el trabajo,
Lampo pasaba el tiempo placenteramente entretenido en su vieja
ocupación: acompañar a Mirna a la escuela, y a mi
esposa a sus compras diarias.
También disfrutaba de largas siestas en el
diván.
Puesto que se sabía nacido para viajar, a menudo
puse mi automóvil a su disposición: actitud que
él aceptaba con gran entusiasmo. Antes que pudiera abrirle
la portezuela, saltaba por la ventanilla
—rasguñando de paso la pintura—
hacia la comodidad del asiento delantero, quedando listo para
gozar del paseo.
En sus momentos de caminante, exploré cada
rincón de Piombino. Su sitio predilecto era la Piazza
Bovio, orgullo de la ciudad, situada en el extremo del
promontorio que da frente a la isla de Elba hacia el sudoeste.
Allí pasaba varias horas cada día, contemplando el
mar.
Pero de ninguna manera había olvidado Lampo a la
estación de Campiglia, a sus amigos y sus trenes. Por el
contrario, consideraba su ausencia como vacación forzosa,
la cual debía soportar con la esperanza de que concluyera
pronto. Varias veces fue a la estación del pueblo,
confiado en poder abordar
furtivamente un tren a Campiglia. Sobre todo por las noches,
cuando escuchaba el silbato y el sonido de un tren
en la distancia, se mostraba inquieto y rascaba la puerta del
frente. A pesar de su mirada implorante, nosotros nos mantuvimos
inflexibles.
Todo el personal de la estación de Campiglia lo
extrañaba; lo mismo los niños
que los pasajeros. Los cocineros de los coches-comedor,
acostumbrados a verlo esperar por ellos en las plataformas,
protestaron a gritos.
Cuando deduje que las aguas agitadas se habían
calmado, me di por vencido. Continuar el exilio de Lampo en
Piombino habría sido arriesgado. Hasta la paciencia de un
perro tiene límites, y
la suya estaba a punto de agotarse.
Un día lo dejamos solo en la estación de
Piombino. Eludió a los empleados; se acercó con
aire indiferente a un tren, subió sin ser molestado y,
cuando el convoy se puso en marcha, volvió a ser
libre.
De vuelta a Campiglia, a sus amigos de la
estación, a su cama y a los coches-comedor, Lampo fue otro
perro. La lección había tenido en apariencia
algún efecto. Dejó de subir a los trenes por el
simple gusto de viajar, y limité el uso de estos al
mínimo necesario para cumplir con sus compromisos en
Piombino. Conseguí, además, disuadirlo de que me
acompañara a casa. Restringido a dos cortos viajes por
día en una pequeña línea provincial de
importancia secundaria, se hallaría menos propenso a
meterse en dificultades.
Su regreso llenó de alegría al personal de
la estación, al que Lampo dedicó más tiempo
observando su trabajo.
Pero un día de cielo plomizo y llovizna
agobiadora, Lampo anduvo nervioso. Recorrió inquieto la
estación de un lado a otro, sin poder quedarse tranquilo
en un sitio. En la Plataforma número cuatro estaba listo
para salir el tren de las 15:40 horas con destino a
Piombíno. El perro troto fuera de la vista del empleado y
abordo el convoy.
Descendió con precisión de autómata
en la estación Populonia (entre Campiglia y Piombino), y
espero a que el tren reanudase la marcha. En la otra plataforma
estaba detenido un convoy con destino opuesto. No bien oyó
el silbato del jefe de la estación dando al maquinista la
señal de prepararse para salir, Lampo cruzó las
vías y trato de saltar al tren de Campiglia. Pero calculo
mal y al cerrarse las puertas automáticas quedó con
la cabeza y parte del cuerpo adentro, y las patas traseras y la
cola afuera. Por suerte esas puertas tienen un borde de caucho
que atenúa la presión no
obstante, el pobre animal aulló como si estuviese
agonizando.
Los pasajeros quisieron ayudarlo pero no supieron
cómo. No podían arrastrarlo hacia el interior con
las puertas cerradas. Por fortuna llegó a la carrera el
inspector, quien hizo funcionar la señal de emergencia. El
maquinista detuvo en el acto el tren, las puertas se abrieron y
Lampo quedó tendido en el piso como una bolsa de papas.
Estiró las patas, se mordisqueo la piel,
examinó sus costados para cerciorarse de que no faltaba
nada y, tras dedicar una mirada de consternación a los
pasajeros —que ahora reían tranquilizados por el
final del percance—, buscó refugio debajo del
asiento más cercano.
Cerca de allí estaba parado un hombre alto de
aspecto autoritario. El individuo, que vestía un abrigo
gris y gorra negra de banda ancha,
llamó con un gesto al inspector e intercambié unas
pocas palabras con él; luego, sacó papel y
lápiz de un bolsillo y comenzó a
escribir.
"EL viejo quiere hablar con usted", me notificó
un mensajero.
Nuestro jefe de estación, un hombre bajo y gordo
de 58 años, estaba siempre acicalado. Su desconcertante
minuciosidad se reflejaba en la pulcritud de su oficina; libros,
ficheros y la correspondencia: todo ordenado con escrupulosa
precisión.—Debes deshacerte del
perro—observó—. No puede estar más en
la estación.
—Pero, ¿ por qué esta
decisión repentina? —pregunté molesto
¿Es que hizo algo indebido?
—Que yo sepa, no. Pero podría ocurrir, y
como responsable del buen funcionamiento de este lugar
quiero prevenir problemas.
Además, muchos inspectores me han presentado quejas por la
libertad de
que goza el perro en los trenes. De manera que o te desprendes de
él o llamaré al perrero, y lamentaría tener
que hacerlo.
De regreso en mi oficina, me puse a meditar en el
difícil y penoso problema; en tanto Lampo, ajeno a la
crisis,
dormía con placidez en su rincón. Podía
llevarlo otra vez a casa. Pero me pregunté si, a pesar de
su afecto por mi familia, no tendríamos que mantenerlo
atado día y noche en el jardín para retenerlo.
Había nacido para ser libre. ¿Cómo
podría dejarlo encerrado lejos de sus amigos, de su
estación, de sus trenes?
Hablé del asunto con los otros empleados de la
estación y decidimos alejarlo de nosotros en la misma
forma en que había venido: poniéndolo en un tren
con el destino más distante posible.
Un tren vacío estaba por salir sin paradas hacia
el sur. El guardafrenos de relevo me aseguré que
abandonaría al perro bastante lejos, en campo abierto, sin
estaciones en las proximidades.
Todos estuvimos presentes para despedirlo. Desde el
vagón de carga, Lampo nos miró con ojos tristes e
implorantes. Cuando sonó el silbato de la locomotora
cerramos las puertas del vagón y el tren comenzó a
moverse. Lo seguimos en silencio con la vista hasta que se
perdió en el horizonte.
Apenas habían trascurrido algunas horas cuando ya
todos extrañábamos a Lampo como si se hubiese
marchado desde hacía mucho. Pero un par de días
más tarde vi al mismo guardafrenos descender de un
tren.
"Tuvimos un tiempo horrible", comenté. "La
tormenta había dañado un puente. Entre Anzio y
Nettuno; tuvimos que detenernos, y he aquí que el perro
saltó. Se fue corriendo por los campos".
Regresamos a nuestras oficinas sin decir nada. "Tan
sólo 300 kilómetros de aquí", apunté.
"Lo veremos en cuestión de horas".
No estaba equivocado. Lampo no tardó en bajar de
un tren rápido procedente de Roma, y se apresuro a
saludarnos.
Esa noche lo pusimos en un rápido con destino a
Nápoles. Pero en esa ocasión tomamos todas las
precauciones posibles. Lo encerramos en la jaula para perros ubicada en
el vagón de equipaje; además, el inspector nos
prometió que en Nápoles lo trasbordaría a
otro tren rápido con destino más al sur.
LAMPO se había ido hacía cinco meses.
Todavía mi atención se desviaba a menudo de mi trabajo
al rincón donde solía dormir. En cuanto llegaba a
casa por las noches, Mirna me preguntaba:
—¿Ha regresado, papito?
—Todavía no, Mirna… pero volverá
—le contestaba yo.
No me animaba a decirle por el momento la
verdad.
Al cabo de un tiempo cesó de preguntar. Yo
pensé que había olvidado a Lampo; pero una noche,
al pasar por su cuarto, escuché el murmullo de la voz de
Mirna elevando una plegaria: "Querida Virgen María.
Tú que eres tan buena a protege a Lampo, cuida que
esté bien y ayúdalo a dar con el camino de
regreso".
Más tarde cuando ya estaba profundamente dormida,
la arropé mientras susurraba: "Te conseguiré otro
perro para ayudarte a olvidarlo".
El invierno había terminado: los almendros y
durazneros de los campos cercanos a la estación estaban en
flor. Las primeras golondrinas aparecieron en el cielo para
anunciar la primavera.
La llegada de la temporada florida nos alegro un poco a
todos; empero, en la estación parecía faltar algo.
Cuando los viajeros querían saber del perro les
decíamos con tristeza: "Ya no está aquí.
Escapó". A menudo, los cocineros de los coches-comedor se
asomaban por las ventanillas para llamarlo. Nos encogíamos
de hombros y les decíamos malhumorados: "No pierdan el
tiempo. No anda ya por aquí. Se ha marchado".
Todos nos sentíamos culpables.
Hasta el jefe de la estación se mostraba apenado.
Cada vez que, en una conversación, surgía el tema
del perro, él daba la vuelta y se alejaba de
allí.
Un día en el que yo estaba saturado de trabajo y
mal humor, escuché un repentino bullicio. Antes que
pudiera moverme, uno de mis compañeros abrió la
puerta y exclamó: "¡Ven a ver!"
Sorprendido y dominado por la curiosidad, salí de
inmediato. Frente a mí, estaba parado un perro muy flaco
que meneaba la cola con lentitud y me miraba con ojos
todavía brillantes a pesar del dolor reflejado en ellos.
Parecía un fantasma. Abrumado por la emoción, lo
alcé en mis brazos. Apenas pude murmurar: "¡Lampo,
querido Lampo! ¡Nunca volveré a alejarte de
nosotros!
Como si hubiese entendido, me lamió la cara
varías veces. Lo devolví al suelo y
enjugué las lágrimas que había tratado de
contener.
Todo el mundo dejó el trabajo por
un momento y vino a saludarlo. La estación resono con
gritos de júbilo: "¡Lampo ha vuelto! ¡Lampo ha
vuelto!" No tardó en formarse un gentío alrededor
del perro. Algunos repetían su nombre. Otros lo
acariciaban y palmeaban.
Lampo parecía encantado. El grupo
abrió entonces paso al jefe de la estación; este se
agachó y palmeó al perro, antes de expresar con
emoción mal disimulada:—Cuídenlo para que se
reponga. Aquí se queda.
— Yo me encargo, jefe —respondí con
entusiasmo. Me era imposible apartar mi vista de Lampo.
Noté que andaba con dificultad y que tenia las plantas de las
patas hinchadas con grietas, tintas en sangre. Su pelo,
antes blanco y denso, estaba ahora sucio y grisáceo, con
algunos lugares raleados que revelaban manchas rojizas en su
piel. Sus
costillas sobresalían lastimosamente de su cuerpo
macilento. Traía en el cuello —magullado, hinchado y
sembrado de coágulos de sangre— un
collar de alambre del cual pendía un corto trozo de
cuerda. Le quité el collar, y llevé al perro en
brazos a mi oficina. Le dimos un tazón de leche
caliente; lo bebió con avidez pero muy despacio. Al
parecer le causaba dolor tragar. De tiempo en tiempo se
detenía, se volvía hacia mí y agitaba alegre
su cola. Cuando terminó la leche quiso
salir. Recorrió renqueando todas las oficinas que le eran
tan caras y saludó a sus amigos con movimientos de rabo.
Luego se acurrucó en su rincón favorito y
cayó en un profundo sueño. Pero era un sueño
agitado. Su cuerpo no cesó de temblar. ¡Pobre
Lampo! pensé. ¡Cuántas penurias
habrás sufrido! Cuando finalicé mi turno
él aún dormía; yo subí a mi tren para
Piombino silbando feliz. Mi esposa e hija me esperaban en la
estación; apenas descendí, Mirna exclamó
rebosante de felicidad:—Ha vuelto Lampo, papá,
¿no es cierto? Los ferroviarios del pueblo le
habían dado la noticia. Cuando llegué a la
estación de Campiglia a la mañana
siguiente.
Lampo trató de levantarse en cuanto me vio pero
no pudo. Sólo meneé la cola. "Está de veras
mal", comenté un guardagujas. "No conseguimos hacerle
comer ni un solo bocado".
Lo acaricié murmurando: "Querido Lampo, lo
siento. Yo fui quien te puso en el tren que te alejé;
pero, créeme: no quise hacerlo sino que fui obligado".
Como si comprendiera, el perro dejó escapar un
débil quejido. "Olvida lo pasado. Trata de comer y de
reponerte. Nunca volveré a separarte de nosotros", le
repetí. Lampo se incorporo y traté en vano de beber
la leche del tazón. Esto me preocupo.
Al llegar los trenes con coches-comedor, el perro
trató de levantarse. Pero estaba demasiado débil y
se dio por vencido.
Esa noche lo llevé a casa conmigo. Mirna
solté el llanto al verlo. Al día siguiente, el
veterinario de Piombino me explicó: "No sólo ha
sufrido muchísimo, sino que ha contraído una
infección intestinal. Es irremediable. Sólo
vivirá unas pocas horas más".
En casa lo vimos pararse con dificultad y caminar
despacio hasta la puerta. Me di cuenta de que quería salir
y tomar el tren de regreso a la estación.
Saqué mi auto del garaje. Mirna y mi esposa
acariciaron llorando al animal cuando partía con él
a Campiglia. Lo acosté con cuidado en mi oficina, lo
acaricié y, con voz entrecortada por la emoción, me
despedí del animal: "Adiós, Lampo.
Perdóname".
Antes de cerrar la puerta me volví para mirarlo,
y en sus ojo brillantes observé un mensaje de gratitud por
haber podido retornar a su reino por última
vez.
Al subir al tren a la mañana siguiente,
escudriñé los rostros de personal nocturno, en
espera de malas noticias. Pero nadie dijo una sola palabra.., eso
me dio algo de esperanza. Al llegar a Campiglia, corrí a
mi oficina, abrí cor aprensión y lentitud la
puerta: Lampo me esperaba de pie. Corrí al bar en busca de
una taza de leche caliente: él la bebió con avidez,
Quizá lo peor había pasado.
La llegada del tren rápido disipo por completo
nuestros temores. Apenas lo oyó, alzó las orejas y
enfilo hacia el coche-comedor. Todos lo seguimos y, para nuestra
alegría, vimos cómo devoraba un buen pedazo de
carne arrojado por uno de los cocineros.
Se había salvado. Su viaje de la noche pasada no
había sido el último. Iba a recorrer muchos
kilómetros más en tren: aún había
mucha gente y un montón de cosas por conocer.
Recuperado por completo, Lampo volvió a ser el
anterior perro de fina estampa. Reanudo sus hábitos
despreocupados y, por supuesto, sus viajes. Ya sin inhibiciones,
deambulaba ahora casi por doquier. Momentos después de
descender de un tren, subía a otro. Pero no por eso
dejó de atender sus obligaciones:
cada mañana aparecía exacto en nuestra casa, para
acompañar a Mirna a la escuela primaria.
Y al anochecer, tomaba conmigo el tren a Piombino.
¿Dónde había estado todos aquellos
meses? El inspector que lo había protegido lo
entregó, en Nápoles, a un colega cuyo tren
partió con rumbo a Batí, en la costa oriental de
Italia. Ese
colega informó que el perro había saltado fuera del
tren en la estación de Barletta, en la costa del
Adriático, a 686 kilómetros de
Campiglia.
Recuerdo que un maquinista que venía del sur me
conto que un día, al entrar en la estación de
Reggio Calabría con un tren de carga, había visto
deambular a Lampo fuera del edificio de pasajeros. Cuando detuvo
su máquina, se apresuré a buscarlo, pero el perro
había desaparecido. Estaba seguro de que era
Lampo.
Aquello agregaría otros 500 kilómetros al
viaje del perro, y sumaria un total de 1.200 en una
dirección. Lampo había viajado desde la costa del
Tirreno a la del Adriático, y de allí al sudoeste,
para volver a cruzar la península hasta la punta de la
bota italiana.
Jamás sabremos cuántos kilómetros
recorrió o cuántos trenes abordo antes de dar con
los requeridos para su regreso. El alambre que rodeaba su cuello
y el pedazo de cordel adherido a él, sugieren que en
algún momento de su deambular fue atrapado por un
labriego. Había logrado cortar la cuerda con los dientes y
escapar. Conseguir alimento debió haber sido
difícil. Quién sabe lo que comió el pobre
animal.
Eso fue todo cuanto pude reconstruir de su odisea, e
incluso ese cuadro fragmentario requirió una buena parte
de imaginación. Pero Lampo ya tenía sus miras
puestas en el futuro.
COMENZAMOS a recibir una llamada telefónica tras
otra provenientes de estaciones ferroviarias cercanas y
distantes. Todos querían conocer detalles del regreso de
Lampo. Además tuvimos que dar seguridad a todos
de que nunca más volveríamos a enviarlo lejos de
nosotros.
Cada vez que llegaba un tren, no faltaban pasajeros que
se asomaban a las ventanillas para preguntarnos con tono
incrédulo acerca de la famosa reaparición del
perro. Los niños,
admirados y cariñosos, venían en bandadas para
rodearlo y acariciarlo. Lampo parecía entender y
divertirse con todas esas demostraciones de afecto.
Si antes hubo algún ferroviario que no
simpatizaba mucho con él, el mismo trataba ahora de ser su
amigo. Pero fiel al dicho: "Me quiebro pero no me doblo", el can
recibía las atenciones de ciertas personas con calculada
indiferencia o en ocasiones con un gruñido, para dejar
constancia de que no olvidaba.
Muchas cosas cambiaron. Guardatrenes que siempre
habían tratado de impedirle que subiera, fueron entonces
más indulgentes. Lo mismo ocurría con los,
maquinistas y vigilantes. A pesar de esta tolerancia, Lampo
no abandonó su costumbre de ocultarse debajo de los
asientos.
Con el trascurso del tiempo, su popularidad
creció más y más. La Corporación
Italiana de Radiodifusión le dedicó un programa de
radio. Los
periódicos comenzaron a publicar artículos acerca
de él; las notas iban acompañadas por
fotografías y títulos como Lampo el perro
ferroviario, Lampo el perro viajero, Lampo el perro expreso o
Lampo, el perro prodigio.
El paso de los años también le dejaba su
huella. No obstante, antes de su "jubilación", quedaba un
diamante más —el más preciado de todos—
por engarzar en su collar de celebridad. En noviembre de
1958, la Corporación Italiana de
Radiodifusión hizo saber que deseaba filmar a Lampo para
un programa de
televisión.
A la semana siguiente nos comunicaron por
teléfono que el permiso de las autoridades ferroviarias
había sido obtenido y que los técnicos de la
televisión estarían con nosotros dos
días más tarde antes de las 9 de la mañana.
Debíamos procurar que el perro estuviese allí, y
que no decidiese emprender uno de sus viajes.
El primer día pudimos mantenerlo ahí; pero
en la víspera del gran día eludió por un
instante nuestra "vigilancia especial" y se metió en un
tren rápido con destino a Roma, dejándonos en la
desesperación. Nos comunicamos con cada estación de
la línea, y les dimos un mensaje: "Si ven a Lampo por
allí deténganlo, con vida si es posible, y
envíenlo de regreso a Campiglia en el primer tren". Mas no
hubo señales de él. Al caer la noche
habíamos perdido las esperanzas de ver a Lampo en la
televisión.
A la mañana siguiente fui temprano a Campiglia.
Era mi día libre, pero quería estar allí. En
la estación se había congregado una turba de
curiosos para presenciar la filmación. Una campana anuncio
la inminente llegada del tren que traía a la gente de
televisión. Sólo faltaba el
protagonista. Entró entonces un tren que venía de
Grosseto. De uno de los vagones descendió Lampo.
Caminó hacia nosotros con alegres movimientos de su cola y
con una expresión curiosa e irónica en la
mirada.
A las 8 estuvimos todos allí. Mientras preparaban
las cámaras los técnicos pidieron detalles de los
hábitos del perro. Yo les sugerí que se limitaran a
seguirlo. Manifeste que estaría preparado para intervenir
en caso de necesidad.
Así se filmé Lampo el perro
viajero. Gracias a ese documental, la fama del perro se
propagaría por toda Italia y más allá de sus
fronteras. Varias semanas después recibí una
carta de mi
tía desde San Francisco (California), junto con recortes
de periódicos acerca Lampo. También llegó un
paquete de bizcochos por correo aéreo desde Buffalo, en
el estado
norteamericano de Nueva
York.
EL TREN se detuvo en la Plataforma uno; se abrieron las
puertas; algunos pasajeros descendieron, otros embarcaron. El
ruido que
hacían los cargadores con sus carretillas repletas de
maletas, los gritos del muchacho que vendía refrescos y de
la mujer del
puesto de diarios: todo era ahogado por la resonancia de un
altavoz que repetía: "Campiglia
Maríttima…"
Lampo estaba parado en medio de toda aquella
confusión, con la mirada fija y las orejas alzadas, atento
a los movimientos del cocinero en el coche-comedor. Pero el hombre
estaba ocupado y no le presto atención.
Yo observaba divertido la escena cuando sentí que
me tiraban de la manga del saco.
—¿Puede usted decirme cuándo sale un
tren para Liorna?
—A las 5 de la tarde, de la Plataforma
número dos —contesté—. Exactamente
dentro de dos horas.
Era un anciano delgado de unos 75 años, quien
vestía un deshilachado saco de algodón azul
demasiado grande para él. Entre el ancho sombrero de paja
calado por encima de sus orejas y la barba blanca, era posible
distinguir un par de pequeños ojos negros y una nariz
aguileña algo violácea. En sus manos curtidas
sostenía una maltrecha valija de fibra, atada con una
gruesa cuerda de cáñamo. Me llamaron la
atención su aspecto estrafalario y su fuerte acento
liornés.
—¡Ay de mí! Me quedé dormido y
no bajé en Liorna. ¿Que no me aflija dice usted?
¡Cómo diablos no voy a afligirme si tengo que gastar
ahora más dinero para el
boleto!
Mientras gritaba, sus inquietos ojos recorrieron cada
detalle de la estación, hasta quedar fijos en el
perro.
El tren se puso en movimiento y
Lampo troto junto al coche-comedor, todavía esperanzado en
recibir su porción de comida. El anciano se echó a
correr hacia el perro, arrastrando con él su descomunal
maleta. El tren fue acelerando y Lampo se detuvo para seguirlo
con la vista. El hombre dio
alcance al animal y le dijo algo. El perro se volvió,
levantó las orejas, lo estudió por un momento y
comenzó a dar círculos alrededor de él sin
dejar de olfatearlo.
El viejo volvió a hablarle. De pronto vi a Lampo
agitar la cola, saltar y poner sus patas delanteras en las
rodillas del hombre, frotar su hocico contra sus pantalones y
gruñir con excitación. El anciano lo acaricio,
declarándole con voz entrecortada: "¡Viejo tunante!
Y yo creí que estabas muerto o quién sabe
dónde".
Me acerqué para indagar si conocía a ese
perro.
—¡Oh, sí! —me
contestó—. Es Bigheri, el norteamericano. Y
después que el barco de Estados Unidos
zarpo fue mío. ¡Eh, Bigheri!,
¿recuerdas lo alterado que estabas, y cómo
durante días después de haber partido tu barco
permaneciste en el muelle mirando al mar?
—¿Mirando al mar? —repetí con
voz trémula. –
—Así fue. Esperaba que el barco volviese
para recogerlo, pero no vino. ¡Ah, Bigheri, cómo te
buscaron los marinos! En especial aquel alto y delgado que te
buscó por toda la bahía. Pero el capitán dio
la orden de zarpar y eso fue el fin, ¿eh,
Bigheri?
El viejo acariciaba al perro; este lo contemplaba con
embeleso.
—No debiste haber desembarcado aquel día
pero lo hiciste, como todo marinero, con la idea de disfrutar
alguna aventurilla.
—¿ Está usted seguro de que era un
barco norteamericano? —le pregunté.
—He sido cuidador del puerto durante años,
y he visto atracar y zarpar tantos barcos que puedo reconocerlos
a mucha distancia —me confesó; luego volvió a
dirigirse al perro—: Mi cobertizo no era un palacio, pero
te traté bien y nos hicimos compañía uno al
otro. Hasta que desapareciste. Te busqué durante varios
días. Me dijeron que te habían visto vagar cerca de
la estación. Fui pronto allí pero no te
encontré.
—En efecto, estuvo en la estación
—apunté yo para completar el relato—. Pero
estaba a punto de ser capturado por el perrero; y para evitarlo,
uno de los cargadores lo puso en el tren que lo trajo
aquí.
Para celebrar la ocasión invité al anciano
a beber un vaso de vino en el bar. Nos sentamos a una mesa bajo
la glicina. Una suave brisa agitaba los racimos de violetas que
impregnaban el aire con su perfume. Lampo se durmió a los
pies del hombrecillo. Le conté las hazañas del
perro y su vida en Campiglia.
—Es un animal muy inteligente—anoté,
antes de agregar—: Me gustaría tenerlo de nuevo.
Comprendo que ustedes los ferroviarios quedarán apenados
si él viene conmigo; pero yo estoy viejo, y solo: el perro
me podría hacer compañía. No supe qué
decir. Sentía lástima por el anciano y no deseaba
decepcionarlo. Miré mi reloj.
—Su tren sale dentro de diez minutos, será
mejor prepararse.
Se puso de pie de un salto, bebió con un
chasquido otro vaso de vino y enfilé hacia la Plataforma
dos.
—¡Maldición! Tengo que comprar de
nuevo un boleto —recordó
deteniéndose.
Fui a la boletería y le traje un billete de ida a
Liorna.
—Tómelo, es un obsequio de
Lampo.
Sonrió tendiéndome su mano.
—Muchas gracias, señor. Si alguna vez viene
a Liorna no deje de verme. Pregunte por Beppe… apodado
"Poncino". Todo el mundo me conoce.
Lo ayudé a subir al tren con su maleta. Lampo lo
siguió sin vacilar y se acostó a sus pies. El
anciano me dirigió una mirada implorante.
—Dejemos que el perro decida—propuse—.
Si no quiere quedarse no se preocupe, él sabrá
encontrar el camino de regreso.
Cuando el tren se puso en marcha, volví a mi
oficina, perdido en mis pensamientos. Uno en particular: ahora
sabía por qué cuando lo llevaba a la playa
contemplaba tanto el mar.
Cuatro días después, Lampo retorné
a Campiglia. Pero parecía triste, como si le pesara haber
dejado solo al anciano. Estoy seguro de que esa era la
razón por la que, de vez en cuando, iba a
visitarlo.
Habían trascurrido siete largos veranos desde que
conocimos a Lampo. Muchas cosas había ocurrido y cambiado
en ese período. En las oficinas de la estación de
Campiglia, el viejo telégrafo fue remplazado por el
teléfono. Los trenes eran más veloces. La tercera
clase fue eliminada, y los coches eran más espaciosos y
cómodos. Las desgarbadas gorras con forros gruesos se
desecharon en favor de prendas más livianas en las que la
jerarquía era indicada en forma menos ostentosa. Los
campos de la comarca, algunos sembrados con maíz,
otros con viñas, eran los de siempre, al igual que la
estación.
Bajo el alero estaba el mismo puesto de diarios y
revistas recientemente pintado de verde, pero la anciana que lo
atendió durante muchos años había muerto. El
jefe de la estación iba a jubilarse en pocos meses. A
Lampo podía vérsele en la plataforma, entre la
primera y segunda vías; echado, disfrutando adormilado de
la suave brisa. De vez en cuando levantaba de golpe la cabeza
para espantar las moscas.
Estaba ya viejo y achacoso. Su aspecto no era ya tan
animado; su manto de pelo blanco raleaba y se había
tornado opaco. Los viajes ya no lo atraían. Le faltaba
fuerza para el
ajetreo de los trenes. Su vigor restante lo reservaba para las
visitas a mi familia en Piombino. Ya no iba a Liorna para visitar
a Beppe, apodado Poncino; quizá porque no lo
encontró la última vez que estuvo allí.
Más tarde supe que el anciano había
muerto.
Regresé a mi oficina para continuar mi trabajo
aunque aquel calor invitaba
a otra cosa. El tiempo no había pasado de largo para
mí como lo atestiguaban unas pocas hebras de plata en mis
sienes. Tal vez las insignias de mi gorra compensaban todos
aquellos raudos años trascurridos.
Mirna creció una enormidad. Le encantaban los
perros y Lampo
seguía siendo su favorito. Dado que sus visitas a Piombino
se hicieron cada vez más espaciadas, tenía que
llevarla a Campiglia para verlo. Ella me había pedido un
perro propio; yo le había prometido uno, pero sólo
cuando Lampo no estuviese ya con nosotros.
Habíamos convenido una excepción para el
"jubilado" Lampo: podía quedarse en Campiglia hasta el
fin, rodeado por el ruido de los
trenes, los murmullos y los gritos de los pasajeros del vendedor
de diarios, del hombre de los refrescos; podía disfrutar
de la compañía de sus amigos, los ferroviarios.
¡Había conocido a tantos! A no dudar, aún
recordaba sus antiguos saltos a las carretillas llenas de
paquetes para observar la carga y descarga. Todo aquello
confundido tras las siluetas del jefe de estación y del
señalero, quienes, en una noche estrellada o bajo una
lluvia copiosa iban enfundados en sus largos impermeables negros
con capuchón, debía evocar para él una
imagen
fantasmal.
Había llegado la noche y mi turno
concluía. Lampo me esperaba junto al tren, agitando su
cola. Trepé los escalones y me volví para observar
cómo se esforzaba por seguirme. Abandonó jadeante
el esfuerzo y me miró con ojos implorantes. Lo tomé
de una pata y lo ayudé a subir.
Con expresión satisfecha se instalé en el
asiento frente al mío. Con el hocico apoyado en el
vidrio se puso
a contemplar la oscuridad exterior, interrumpida de trecho en
trecho por las luces de alguna casa, y a la distancia los racimos
de lamparillas de las aldeas diseminadas en las colinas. Al cabo
de un rato, se acostó en el asiento y durmió
profundamente. Media hora después se oyó el croar
del altavoz:
"Piombino, terminal de la línea". Descendí
del tren y anduve hasta mi casa seguido al trote por
Lampo.
AQUEL otoño e invierno fueron un período
duro. Pero llegó una nueva primavera. Los cargadores y el
muchacho de los refrescos se afanaban por acondicionar sus
vehículos para la temporada de viajes. Cambiamos nuestros
uniformes gruesos por los livianos, los policías
ferroviarios trocaron el azul por el blanco y los canteros de
calas, geranios y hortensias florecieron para dar la bienvenida a
los turistas de paso por nuestra estación.
La llegada del tiempo cálido fue benéfica
para Lampo. Su apetito mejoro, como lo demostraba la mayor
frecuencia de sus visitas a los coches-comedor. Más
todavía, volvió a viajar un poco: señal
inequívoca de vigor y alegría de vivir. Y tras unos
pocos baños de agua y
jabón, su pelaje recuperé la blancura y el
esplendor de otros tiempos. Por las noches volvió a
esperar con puntualidad para acompañarme de regreso a
casa.
Ocurrió en una hermosa noche cálida, el 22
de julio de 1961. Mi tren iba a salir en 15 minutos; yo me
preparaba, cuando escuché un rumor de voces y
exclamaciones provenientes de la oficina del personal.
Corrí para ver qué pasaba y fui recibido por un
grupo de
rostros consternados. El jefe de señalización, en
extremo pálido, me informó con
emoción:
—Lampo ha muerto. Lo atropellé un
tren.
Sentí un nudo en la garganta. Quise salir, pero
algo me retuvo; sin decir nada, como aturdido, miré por la
ventana. Empleados del ferrocarril y pasajeros corrían
hacia la Plataforma número tres, donde un gentío
rodeaba la locomotora. En medio del grupo, el maquinista se
llevó varias veces las manos a la cara para cubrirse los
ojos.
—El jefe de la estación, informado, ordeno
que enterraran al perro al pie de la acacia —me aviso un
compañero—. Pero no quiere salir de su oficina para
verlo. Le falta valor.
Salí y caminé hacia mi tren, que estaba
por salir. Al cruzar la senda para peatones miré
mecánicamente a la izquierda. A la distancia, entre las
ruedas de la locomotora y los rieles, distinguí una
inmóvil forma blanca. No quise verlo de cerca. Tampoco yo
me atrevía. Lampo había encontrado la muerte
cuando iba a esperarme.
—Cualquiera podría pensar que fue uno de
nosotros el atropellado por el tren —comento un
señalizador.
—El era uno de nosotros —le corregí
al subir el tren.
Mi familia me esperaba en la estación de
Piombino. La expresión de mi esposa me reveló que
ya ¿conocía la mala nueva? ? Pero Mirna miré
detrás de mí, como esperase ver algo.—Lampo
ha emprendido un largo viaje. Te compraré ahora ese perro
de lanas —prometí, tomándole una mano para
caminar hasta casa.
El pueblo entero estaba iluminado por la Luna. En el
cielo tachonado de luces parpadeantes, una centella cruzó
rauda el firmamento. Al verla, Mirna exclamó: "; Una
estrella, fugaz, papito . . . podemos formular un deseo!"
Pensé en uno, aun cuando sabía que jamás iba
a realizarse. De todos modos volví la cabeza y sólo
por un instante creí haber visto a Lampo que trotaba feliz
atrás de nosotros.
UNA ESTATUA de tamaño natural de Lampo, el perro
viajero, fue erigida en la estación de Campiglia Marittima
en marzo de 1962. Los viajeros que pasan por allí
todavía pueden verla. N. DE LA R.
CONDENSADO DE "LAMPO, IL CANE VIAGGIATORE" © 1962
POR ALDO GARZANTI
Autor:
Rodrigo Muñoz Fuentes
romulo[arroba]col3.telecom.com.co