Indice
1.
Introducción
2. Historia De La
Inquisición
3. La Inquisición
española
4. La Inquisición
hispanoamericana
1. Introducción
Indiscutiblemente el Tribunal del Santo Oficio de la
Inquisición ha sido una de las instituciones
más debatidas y peor comprendidas de todos los tiempos.
Intereses de carácter
político, cuando no religioso, han dado lugar a una serie
de prejuicios que impiden obtener una imagen clara y
objetiva sobre esta institución. Numerosos estudiosos
contemporáneos, desde diferentes ópticas,
utilizando la abundante documentación que se conserva en diferentes
archivos del
mundo, han reducido los márgenes de la discusión,
desvirtuando por completo la leyenda negra creada en torno al Santo
Oficio por los enemigos de España y
de la Iglesia
Católica. Para analizar esta institución debemos
hacerlo teniendo siempre en cuenta que fue fruto de una
época en que la intolerancia –política, religiosa,
etc.- era el común denominador no sólo en España y
sus colonias sino también en los países
protestantes, musulmanes, etc. En dicho contexto la
Inquisición fue una de las formas en que la intolerancia
se institucionaliza.
En nuestra ciudad capital, la
Ciudad de los Reyes, estuvo la sede de uno de los tribunales
inquisitoriales; sin embargo, poco es lo que comúnmente se
conoce sobre sus motivaciones, procedimientos,
objetivos y
limitaciones. Debemos advertir al lector que se inicia en el tema
que debe diferenciar dos instituciones
que, más allá de sus similitudes, resultan
distintas: la Inquisición medieval y la Inquisición
española. Ambas se debieron a causas diferentes, poseyendo
atribuciones y procedimientos
distintos. Una de las principales diferencias es el carácter
mixto -estatal y eclesiástico- de la segunda, que
implicaba su dependencia de la corona. El Tribunal de Lima, por
su parte, no constituyó sino un distrito de esta
última, rigiéndose por su respectiva normatividad.
Por ello, su existencia fue paralela al dominio
hispano.
Inquisición medieval
La Inquisición surgió lentamente como un
instrumento destinado a la defensa de la fe y de la sociedad
amenazada por la acción de los herejes. Herejía es
por definición el error en materia de fe
sostenido con pertinacia. La Iglesia vio en
los herejes un grave peligro para su propia existencia y, sobre
todo, para la salvación de las almas de los creyentes, los
que podrían ser confundidos con sus enseñanzas.
Además, los herejes atentaban contra la Iglesia, el Estado, el
orden público y las autoridades constituidas. En
consecuencia, los reales alcances del delito de
herejía se explican no sólo por factores
estrictamente teológicos sino también por factores
políticos, sociales, jurídicos y económicos;
sin esa consideración no tendríamos una
visión clara de su significación.
Desde los comienzos del cristianismo
se presentaron los primeros grupos
heréticos. Algunos pretendían que la ley judaica era
necesaria para la salvación de las almas; otros no
atribuían a la Segunda Persona de la
Santísima Trinidad sino un carácter divino inferior
al de Dios Padre (subordinacianos) o una divinidad por adopción
(adopcionistas); hubo, asimismo, quienes no distinguían a
las Personas de la Santísima Trinidad, no viendo en ellas
sino modos diferentes de la misma divinidad (modalistas). Los
gnósticos, por su parte, constituyeron otra forma de
herejía: afirmaban poseer conocimientos profundos
inaccesibles a la gente común. A su turno, los partidarios
de Montano pretendían la inminencia de la venida de Cristo
y se preparaban para ella; los milenaristas sostenían que
entre el fin del mundo y el juicio final, nuestro Señor
Jesucristo volvería a la Tierra a
pasar mil años con los escogidos.
Durante la cuarta y quinta centuria nuevas
herejías turbaron la tranquilidad de la Iglesia y de la
sociedad
cristiana. Dos de ellas centraron sus ataques en la
Santísima Trinidad (el arrianismo y el macedonismo);
mientras otras lo hicieron en la encarnación de Cristo
(los pelagianistas y los semi-pelagianistas). A finales del siglo
XII surgieron en Europa dos nuevos
grupos de
herejes particularmente violentos: cátaros y valdenses.
Los cátaros rechazaban los ritos católicos y los
sacramentos, dedicando sus mayores esfuerzos a una prédica
y práctica totalmente anticatólica, la que
incluyó numerosos hechos de sangre; entre
ellos, el asesinato del nuncio papal. En cuanto a los valdenses,
el iniciador de su movimiento fue
Pedro Valdo, acaudalado comerciante de Lyon quien, después
de hacerse traducir los evangelios, buscó vivir conforme a
sus enseñanzas: vendió sus bienes,
dejó a su familia y se
dedicó a predicar (1170). Sus discípulos
también eran conocidos como los pobres de Lyon.
Sostenían los valdenses el derecho de las mujeres y los
laicos a predicar; negaban el valor de la
misa, las ofrendas y las
plegarias por los muertos; algunos, inclusive, discutían
la existencia del purgatorio y predicaban la ineficacia de ir a
rezar a los templos. Al parecer, por sus ataques a las
propiedades de la Iglesia, atrajeron la opinión favorable
de mucha gente, logrando expandirse por toda Europa.
La represión inicial de los herejes estuvo a
cargo del poder civil,
el cual se veía amenazado por la inestabilidad generada
por las revueltas. Por dicha razón las autoridades laicas,
antes de la existencia de la Inquisición, en
aplicación de las normas del
Derecho
Romano, disponían la pena de hoguera, en razón
de que la herejía era conceptuada como un delito contra
Dios y contra el Estado y
debía ser castigada con igual rigurosidad que los
demás delitos de lesa
majestad.
Ante la rápida expansión lograda por los
albigenses y, en menor grado, por los valdenses, se precisaba
uniformar la legislación de los diferentes reinos
cristianos, por lo cual diversas autoridades solicitaron el apoyo
de los pontífices. Lucio III dispuso, en el Concilio de
Verona (1184), que los obispos realizasen inquisición en
los sitios en los que se sospechase la presencia de herejes.
Así se dio nombre al Tribunal de la Fe. Pero esto no fue
suficiente. Inocencio III hizo esfuerzos notables, con el apoyo
de los monarcas y nobles católicos, para llamar a los
herejes paternalmente al arrepentimiento; fracasados estos
intentos se convocó a una cruzada en su contra
(1209-1229). La victoria militar de las huestes católicas
se consolidó con la actuación inquisitorial. En la
mayor parte de Europa occidental surgieron tribunales
inquisitoriales dependientes de los obispos respectivos. La
incansable actividad desempeñada por la Orden de Frailes
Predicadores (los dominicos) contra los herejes así como
la mejor preparación de sus miembros y su organización internacional -que escapaba a
las limitaciones territoriales de las diócesis- hizo que
se les delegara la mayor parte de las labores
inquisitoriales.
Originalmente, la Inquisición no era un tribunal
permanente; constituía más bien una
atribución de los obispos en el ámbito de sus
diócesis; sin embargo, lo recargado de su labor
impedía que se dedicaran a tales tareas. Por ello, los
papas designaron inquisidores pontificios quienes ejercían
sus funciones ante
indicios de la existencia de grupos de herejes para una
determinada zona. Antes de actuar, publicaban un edicto de gracia
-especie de indulto general- que otorgaba el perdón a
todos los que voluntariamente se presentasen a confesar sus
culpas y se arrepintieran de su conducta
herética. Vencido el plazo, comenzaban a realizar los
respectivos procesos. A
los inquisidores sólo les correspondía la
aplicación de sanciones espirituales, tales como el rezo
de oraciones, la realización de ayunos, ordenar la
colocación de sambenitos y, la peor de todas, la
excomunión de los pertinaces. Estos últimos eran
entregados a las autoridades civiles para que les aplicasen las
sanciones dispuestas por los respectivos monarcas: la
confiscación de sus bienes y la
quema en hoguera. Cabe precisarse que fueron pocas las personas
condenadas a esta última sanción.
Recordemos que, por entonces, el fundamento de la
sociedad y del Estado era la
religión,
la cual constituía la base del ordenamiento
político y jurídico. En una sociedad que se
preciaba de cristiana, donde la Revelación tenía
carácter divino, esta venía a ser la ley social
fundamental cuya violación entrañaba un grave
delito. En un Estado católico, el
príncipe estaba obligado a proteger la única
religión
verdadera. De dicha obligación dimanaba el derecho de dar
leyes penales
contra los perturbadores del orden y la unidad religiosos y, por
eso mismo, del orden público. Como consecuencia de este
entrecruzamiento de motivaciones religiosas y políticas
las pugnas entre católicos y herejes se daban en ambos
terrenos -contra la Iglesia y las autoridades establecidas-
constituyendo, de hecho, no solamente actos subversivos sino
verdaderas guerras
civiles. Cabe destacar que en la época que nos ocupa, era
normal que los laicos fueran más rígidos que los
propios clérigos en el castigo de los herejes ya que estos
eran repudiados por la gente común y corriente. A su
turno, el Papa se mostraba mucho más indulgente que el
clero local, que solía ser impulsado por los fieles a un
mayor rigor.
La organización de la Inquisición
medieval no fue la obra de un solo papa sino la resultante de un
largo proceso,
iniciado durante la gestión
de Lucio III, continuado en el pontificado de Inocencio III y
culminado por Gregorio IX quien, a través de tres
diferentes bulas -entre los años 1231 y 1233- le dio su
estructuración definitiva. La Inquisición fue, al
igual que la mayor parte de las instituciones de la Edad Media, el
producto de
una práctica inicialmente restringida y, luego,
gradualmente extendida y perfeccionada.
La actual España, a inicios del siglo VIII,
estaba constituida por los pueblos visigodos, mayoritariamente
católicos y, asimismo, por diversos grupos religiosos,
entre los cuales cabe destacar la presencia de la mayor comunidad
judía del mundo. Dichos pueblos coexistían en medio
de una reconocida libertad
religiosa, sin más limitaciones que algunos incidentes
esporádicos. Como es sabido, el año 711 se produjo
la invasión musulmana a la Península
Ibérica. Dicha invasión tuvo, a un mismo tiempo,
carácter religioso, político, social y
económico. La conquista, el dogmatismo, la intolerancia,
el fanatismo y los abusos de los musulmanes hicieron surgir los
odios y la intolerancia religiosos. Los católicos, por su
parte, no renunciaron a su fe, se refugiaron en el norte de la
Península Ibérica, en el llamado Reino de Asturias
y desde allí se enfrentaron a los invasores musulmanes en
una larga y cruenta guerra que,
con intervalos de paz, duró desde el año 711 hasta
1492 en que, con la toma de la ciudad de Granada, cayó el
último baluarte moro en España. Fácil es
comprender que la intolerancia religiosa fue el común
denominador de la época, que cada persona
veía en las otras de diferente creencia a un enemigo de
Dios y del Rey, con las que estaba en una lucha constante por la
sobrevivencia y el dominio absoluto
de los territorios.
Causas
Explicada brevemente la compleja trama que se teje en este
período, superando los simplismos unilaterales, podemos
agregar entre las principales causas las siguientes:
La "amenaza judía"
Indiscutiblemente la causa más importante que directamente
motivó la creación del Tribunal hispano fue la
denominada "amenaza judía". Las graves crisis
económicas que sacudieron Europa durante los siglos XIV y
XV, a las cuales contribuyeron las pestes y epidemias que
originaron una caída demográfica sin precedentes,
condujeron al empobrecimiento masivo de la población y a restricciones
económicas de la corona. En medio de la crisis, los
únicos que consolidaban sus posiciones económicas
eran los prestamistas y los arrendatarios de los tributos
reales, oficios virtualmente monopolizados por los judíos.
Estos practicamente se habían convertido en dueños
de las finanzas
hispanas. Una de las razones de tal situación era el hecho
de que los préstamos con intereses se consideraban
moralmente cuestionables por estar incursos en el pecado de
usura, mientras que los judíos los consideraban
perfectamente lícitos. Además, se les cuestionaba
por la
administración que realizaban del cobro de los
tributos
reales -oficio de por sí poco comprendido en todas las
épocas- responsabilizándoseles por su falta de
transparencia en el manejo de las cargas impuestas por los
soberanos. Por si fuera poco, los judíos eran vistos como
un Estado dentro del Estado pues, antes que buenos y leales
súbditos de la corona eran, por sobre todo, judíos:
una nación
sin territorio y, por ende, en busca de uno propio.
Estas razones y las diferencias religiosas alimentaron
el antisemitismo, el cual surge así como una
expresión de la animadversión a una
burguesía que se enriquecía en medio de la pobreza
generalizada; el resentimiento con los cobradores deshonestos de
impuestos y el
odio a los usureros. En ese contexto, se produjeron diversos
sucesos y protestas antijudías que echaban la culpa de
todos los males de la época a la benevolencia de las
autoridades para con el "pueblo deicida" por lo cual
supuestamente Dios castigaba a la población.
Por su parte, los judíos también
protagonizaron algunos sucesos sangrientos contra los
católicos, lo cual contribuyó a exacerbar los
ánimos. Adicionalmente, a fin de ascender en la
pirámide social y lograr posiciones reservadas a los
católicos o por evitar los prejuicios y las restricciones
en su contra, muchos judíos se convirtieron falsamente al
cristianismo
recibiendo el bautismo y participando externamente de su culto
mientras, en privado y casi públicamente, seguían
con sus anteriores prácticas religiosas. Esta conducta dual
hizo que se ganaran las iras de los verdaderos cristianos que
veían a los judeoconversos alcanzar las más altas
dignidades y cargos de la sociedad, el Estado y la
propia Iglesia -constituyéndose en una especie de
infiltrados- con la finalidad de conquistar el poder e
imponer en beneficio propio su religión y su
organización política, social y
económica.
Al ser establecida la Inquisición, durante los
primeros años de su existencia se encargó
principalmente de controlar a los judeoconversos ya que, para que
alguien fuese procesado tenía que haberse hecho, libre y
voluntariamente, católico. Sin embargo, la
situación de los conversos se complicó pues se
veían presionados por sus familiares y allegados
judíos para que retornasen a su antigua religión y,
al hacerlo, incurrían en apostasía y, por ende, se
sujetaban al control de la
Inquisición. Después de haber fracasado todos los
intentos de los monarcas por asimilar a los judíos
pacíficamente, terminaron por decretar la expulsión
de todos aquellos que no se convirtiesen al cristianismo. Por
entonces -desde mucho tiempo antes- el
antisemitismo era un sentimiento común en la mayor parte
de Europa. Así, antes que de España, los
judíos habían sido expulsados de Inglaterra,
Francia y
otros reinos; además, habían sido víctimas
de crueles matanzas y persecuciones en Alemania.
La afirmación del poder real y el surgimiento de
España
En la Edad Media, se
explicaba el origen y el sustento del poder político como
una consecuencia directa de la voluntad divina. La
religión era el sustento de la sociedad y del Estado,
la moral era
la base del ordenamiento jurídico. Las luchas religiosas
solían darse alimentadas por pugnas políticas.
Así, las autoridades católicas veían en cada
musulmán o judío, no sólo un hombre de otra
religión sino también un conspirador potencial
contra su poder, contra el régimen y sus fundamentos,
contra la paz social y la tranquilidad pública; por ende,
un enemigo político. Además, este supuesto
doctrinal se veía confirmado por hechos históricos:
la invasión y los continuos ataques de los musulmanes; las
alianzas entre estos y los judíos contra los Reyes
Católicos; el apoyo de los moriscos a los ataques
musulmanes contra las costas de Andalucía; las
conspiraciones de los moros para propiciar una invasión
turca a la Península Ibérica, etc.
Por otro lado, durante la reconquista en la
Península Ibérica se formaron dos grandes reinos
católicos: Castilla y Aragón. Isabel de Castilla se
casó con Fernando, príncipe heredero de la corona
de Aragón; cinco años después, Isabel se
convirtió en Reina de Castilla y, en otro lapso igual,
Fernando fue coronado como Rey de Aragón. El matrimonio de
ambos no originó la unificación de España
porque ambos reinos seguían siendo independientes el uno
del otro. Isabel y Fernando concibieron el proyecto de
centralizar en ellos el poder político, anteriormente
disperso en la nobleza, llevando, a la postre, a la a
unión de sus coronas en un solo Estado. Para ello, entre
sus primeras medidas, procedieron a crear cinco consejos reales,
uno de los cuales fue el Consejo de la Suprema y General
Inquisición. Esta es la primera institución que con
un solo jefe común -el Inquisidor General- para ambos
reinos, tuvo bajo su poder toda España y sus colonias.
Así, los reyes emplearon la unificación espiritual
con una finalidad claramente política: la unidad
española. De esta manera nació España,
forjada en la milenaria lucha contra los infieles, consolidada en
las pugnas contra los judaizantes, alimentada en las guerras con
los protestantes, confirmada en la vasta tarea de evangelizar
todo un nuevo mundo; baluarte de la Fe Católica; siempre
defensora de la cristiandad y de la fidelidad a la Iglesia,
siempre devota.
Creación
La Inquisición española fue creada, previa
autorización del Papa Sixto IV, por los Reyes
Católicos en 1478. Dos años después
inició sus acciones en la
ciudad de Sevilla para expandirse posteriormente por el resto de
España y sus colonias. Por aquel entonces, la monarquía española, para centralizar
y organizar su poder, tenía constituidos cinco consejos
reales: Castilla, Aragón, Hacienda, Estado y el de la
Suprema y General Inquisición. La corona empleó a
este último como un organismo de control social,
dirigiendo sus esfuerzos tanto a la defensa de la fe y la
moral
pública y privada, así como a la de la fidelidad a
los monarcas y la paz social
Procedimientos
Cuando una persona era denunciada ante el Santo Oficio por
algún delito que estuviera comprendido en sus competencias este
iniciaba la respectiva investigación. El Tribunal tenía
competencia sobre
los siguientes tipos de delitos:
1. Contra la fe y la religión: herejía,
apostasía, blasfemia, etc.
2. Contra la moral y las
buenas costumbres: bigamia, supersticiones (brujería,
adivinación, etc.).
3. Contra la dignidad del sacerdocio y de los votos sagrados:
decir misa sin estar ordenado; hacerse pasar como religioso o
sacerdote sin serlo; solicitar favores sexuales a las devotas
durante el acto de confesión, etc.
4. Contra el Santo Oficio: en este rubro se consideraba toda
actividad que en alguna forma impidiese o dificultase las labores
del tribunal así como aquellas que atentasen contra sus
integrantes.
5. El Tribunal actuaba asimismo como censor. Mientras que las
autoridades civiles ejercían la censura previa a la
publicación de cualquier escrito, la Inquisición
ejercía la censura posterior. La realizaba a través
de dos modalidades: la purgación o la
prohibición.
Se pedía al denunciante que aportase pruebas u
otros testimonios que avalasen sus declaraciones. De existir al
menos tres realizados por personas honorables y que no tuviesen
ninguna animadversión contra el denunciado, se daba inicio
al proceso, para
lo cual detenían a este. Las denuncias eran cuidadosamente
revisadas por los inquisidores, quienes disponían investigaciones
complementarias. Generalmente consultaban el caso con los
calificadores -especie de asesores con los que contaba el
Tribunal- quienes hacían el papel de
instancia previa al inicio del proceso inquisitorial y su fallo
podía dar lugar a archivar el expediente. En este caso,
quedaban la denuncia y lo actuado en una especie de
suspensión indefinida, que podría ser resuelta en
el futuro, ante una nueva denuncia o reiteración de las
anteriores así como en el caso de la presentación
de pruebas o
testimonios adicionales.
Los calificadores eran designados entre expertos en
materia
teológica y jurídica; generalmente, eran
autoridades eclesiásticas del más alto nivel o
catedráticos especialistas en el tema. La opinión
de ellos era tomada como de gran valor pero, al
decidir, primaba el criterio de los inquisidores. Después
de reunidas las pruebas, el encausado era apresado y conducido a
las cárceles secretas de la Inquisición, en las
cuales se le solicitaba en forma reiterada que se arrepintiese y
confesase el motivo de su detención. Asimismo, se le
incomunicaba completamente, no permitiéndosele
ningún tipo de visitas, ni siquiera la de sus familiares
más cercanos. A los detenidos se les proveía de una
ración alimenticia adecuada -superior a la de las
prisiones comunes de la época- en la que se incluía
carne, leche, frutas
y vinos. Si el procesado tenía recursos
económicos se le deducía el valor de sus alimentos de sus
bienes, los cuales eran secuestrados; en caso contrario, su
costo era asumido
por el Tribunal.
Se exigía al reo guardar total reserva de los
hechos sucedidos durante su permanencia en las instalaciones
inquisitoriales. Su habitual aislamiento sólo era
interrumpido por los funcionarios del Tribunal quienes, cada
cierto tiempo, lo visitaban para persuadirlo a confesar sus
culpas. El motivo de la insistencia en la confesión
voluntaria se originaba en que el Tribunal no buscaba la
sanción del hereje sino su salvación. Para ello,
era fundamental el arrepentimiento del procesado, lo que se
manifestaría en su predisposición a confesar los
hechos que habían dado origen al proceso. En los casos en
que los reos se autoinculpaban las sanciones solían ser
benignas; en la mayoría de dichos casos las acciones
culminarían en el pago de alguna multa o en escuchar,
vestido de penitente, misa en la Iglesia mayor; en realizar
peregrinaciones, rezar algunas oraciones, etc. Si existían
pruebas -entre ellas tres testigos por lo menos- pero el reo no
reconocía las faltas que se le atribuían o si
había cometido perjurio en sus declaraciones,
después de haber utilizado sin resultado todos los
mecanismos posibles para obtener su confesión, previas
advertencias del caso, se le podía aplicar tormento, en
conformidad con los procedimientos de los tribunales civiles de
la época.
El Tribunal tenía entre sus atribuciones la
capacidad de confiscar las propiedades de los acusados. El
secuestro de
bienes era dispuesto por los inquisidores al iniciarse el
proceso, quienes, en los casos más graves -siempre y
cuando se demostrase la culpabilidad del reo-, podían
ordenar su confiscación. El dinero
captado no ingresaba en el patrimonio de
la Iglesia sino de la monarquía y se destinaba a financiar las
acciones del propio Tribunal. Durante los primeros años de
su funcionamiento la Inquisición española tuvo una
ingente cantidad de recursos pero, al
menos desde el siglo XVIII, no eran suficientes para cubrir sus
propios gastos. Esto la
llevó a recurrir constantemente al apoyo de la
corona.
fdEl proceso se realizaba en el mayor secreto posible y
tanto los procesados como sus acusadores y los propios
funcionarios y servidores del
Santo Oficio se veían obligados a no revelar nada de lo
sucedido. En caso de que violasen esta prohibición se les
trataba con una severidad similar a la usada con los herejes.
Este secreto absoluto de los procedimientos inquisitoriales fue
uno de los orígenes de la muy extendida leyenda negra
sobre el Santo Oficio ya que la población solía
inventar las historias más inverosímiles sobre el
mismo, las que eran transmitidas de generación en
generación. Estos cuentos eran
enriquecidos por los añadidos que hacía cada nuevo
narrador, cuando las refería a sus amistades de mayor
confianza o a sus familiares cercanos. La gente buscaba, a
través de sus conjeturas, entender el funcionamiento y
fines de tan misterioso Tribunal, ante el cual habían
visto comparecer a algunos de sus allegados y a otras
personalidades de la época.
Los juicios no tenían una duración
predeterminada y consistían en una serie de audiencias a
las cuales se sometía al procesado con la intención
de llegar a determinar sus responsabilidades. Los acusados eran
llevados a la llamada sala de audiencias, en las cuales
encontrarían a los inquisidores y al fiscal. Este
sólo acusaba al sospechoso en términos
genéricos, sin precisar en ningún momento hechos o
circunstancias que le hicieran conocer la identidad de
sus acusadores. Se hacía así para evitar
posteriores represalias contra los testigos. Si los inquisidores
consideraban necesaria la utilización de instrumentos de
tortura para el esclarecimiento de los hechos, fracasadas las
reconvenciones al reo para que confesase, dispondrían,
mediante la respectiva sentencia, su sometimiento a la
cuestión de tormento. Entre los instrumentos de tortura
utilizados por la Inquisisición los principales
fueron:
La garrucha: consistía en sujetar al reo con los
brazos en la espalda, mediante una soga movida por una garrucha y
subirlo lentamente. Cuando se encontraba a determinada altura se
le soltaba de manera brusca, deteniéndolo abruptamente
antes de que tocase el piso. El dolor producido en ese momento
era mucho mayor que el originado por la subida.
El potro: colocaban al preso sobre una mesa,
amarrándole sus extremidades con sogas unidas a una rueda.
Esta, al ser girada poco a poco, las iba estirando en sentido
contrario, causando un terrible dolor. En la época era el
instrumento de tortura más empleado en el
mundo.
El castigo del agua: estando
el procesado totalmente inmovilizado sobre una mesa de madera le
colocaban una toca o un trapo en la boca deslizándolos, en
cada caso, hasta la garganta. Luego el verdugo procedía a
echar agua
lentamente, produciendo al preso la sensación de
ahogo.
La persona que utilizaba estos instrumentos de tortura
era el verdugo, trabajador rentado del Tribunal. En numerosas
ocasiones se usaba al mismo verdugo de los tribunales civiles.
Sólo podían ingresar a la cámara de
tormentos, además del verdugo, los inquisidores, los
alguaciles, el notario, el médico y el procesado. Al
contrario de lo que generalmente se cree, la Inquisición
no inventó la tortura como parte del procedimiento
jurídico ni tampoco era el único tribunal que la
utilizaba. Su uso era genérico a todos los tribunales de
la época. Al respecto, podemos sostener que era más
benigna en su empleo que los
tribunales civiles porque, a diferencia de aquellos, sólo
en casos excepcionales la autorizaba, el tiempo de
duración máxima del tormento era una hora y cuarto,
estaba prohibido producir derramamiento de sangre o el
mutilamiento de algún miembro y el médico junto con
los propios inquisidores -para evitar los abusos de los verdugos-
supervisaban su aplicación.
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