(1803-1839)
Nacido en Santiago de Cuba, con
Heredia se inaugura una historia literaria de
reconocidos méritos.
Considerado como nuestro Primer Poeta nacional y como
uno de los iniciadores de la escuela
romántica en América, el Cantor del Niágara,
sufrió en carne propia las vejaciones del colonialismo
español
que lo llevaron al destierro, donde se extinguió su
frágil corazón
cuando sólo tenía 36 años de
edad.
Autor de Poesías
(1825), de numerosas traducciones y de obras teatrales,
según Cintio Vitier en Heredia "el paisaje […] es
una cierta unidad estética y sentimental creada por el
alma [y en
él] la palma, doncella de los campos […]
cuajó como cifra de la isla".
NIAGARA
Templad mi lira, dádmela, que siento
En mi alma estremecida y agitada
Arder la inspiración. ¡Oh!
¡Cuánto tiempo
En tinieblas pasó, sin que mi frente
Brillase con su luz…!
Niágara undoso,
Tu sublime terror sólo podría
Tornarse el don divino, que ensañada
Me robó del dolor la mano
impía.
Torrente prodigioso, calma, calla
Tu trueno aterrador: disipa un tanto
Las tinieblas que en torno te
circundan;
Déjame contemplar tu faz serena,
Y de entusiasmo ardiente mi alma llena.
Yo digno soy de contemplarte: siempre
Lo común y mezquino desdeñando,
Ansié por lo pacífico y
sublime.
Al despeñarse el huracán
furioso,
Al retumbar sobre mi frente el rayo,
Palpitando gocé: vi al Oceano
Azotado por austro proceloso,
Combatir mi bajel, y ante mis plantas
Vórtice hirviendo abrir, y amé el
peligro.
Más del mar la fiereza
En mi alma no produjo
La profunda impresión que tu grandeza.
Sereno corres, majestuoso; y luego
En ásperos peñascos
quebrantado,
Te abalanzas violento, arrebatado,
Como el destino irresistible y ciego.
¿Qué voz humana describir
podría
De la sirte rugiente
La aterradora faz? El alma mía
En vago pensamiento se
confunde
Al mirar esa férvida corriente,
Que en vano quiere la turbada vista
En su vuelo seguir al borde oscuro
Del precipicio altísimo: mil olas,
Cual pensamiento rápidas pasando,
Chocan, y se enfurecen
Y otras mil y oras mil ya las alcanzan,
Y entre espuma y fragor desaparecen.
¡Ved! ¡Llegan, saltan! El abismo
horrendo
Devora los torrentes despeñados:
Crúzanse en él mil iris, y
asordados
Vuelven los bosques el fragor tremendo.
En las rígidas peñas
Rómpese el agua:
vaporosa nube
Con clásica fuerza
Llena el abismo en torbellino sube,
Gira en torno, y al éter
Luminosa pirámide levanta,
Y por sobe los montes que le cercan
Al solitario cazador espanta.
Mas ¿qué en ti busca mi anhelante
vista
Con inútil afán? ¿Por qué no
miro
Alrededor de tu caverna inmensa
Las palmas ¡ay! las palmas deliciosas,
Que en las llanuras de mi ardiente paria
Nacen del sol a la sonrisa, y crecen,
Y al soplo de las brisas del Océano,
Bajo un cielo purísimo se mecen?
Este recuerdo a mi pesar me viene….
Nada ¡oh Niágara! falta a tu
destino
Ni otra corona que el agreste pino
A tu terrible majestad conviene.
La palma, y mirto, y delicada rosa,
Muelle placer inspiren y ocio blando
En frívolo jardín: a ti la
suerte
Guardó más digno objeto, más
sublime.
El alma libre, generosa, fuerte,
Viene, te ve, se asombra,
El mezquino deleite menosprecia,
Y aun se siente elevar cuando te nombra.
¡Omnipotente Dios! En otros climas
Vi monstruos execrables,
Blasfemando tu nombre sacrosanto,
Sembrar error y fanatismo impío,
Los campos inundar en sangre y
llanto,
de hermanos atizar la infanda guerra,
Y desolar frenéticos la
tierra.
Vilos, y el pecho se inflamó a su
vista
En grave indignación. Por otra parte
Vi mentidos filósofos, que osaban
Escrutar tus misterios,
ultrajarte,
Y de impiedad al lamentable abismo
A los míseros hombres arrastraban.
Por eso te buscó mi débil mente
En la sublime soledad: ahora
Entera se abre a ti; tu mano siente
En esta inmensidad que me circunda,
Y tu profunda voz hiere mi seno
De este raudal en el eterno trueno.
¡Asombroso torrente!
¡Cómo tu vista el ánimo
enajena,
Y de terror y admiración me llena!
¿Dó tu origen está?
¿Quién fertiliza
Por tantos siglos tu inexhausta fuente?
¿Qué poderosa mano
Hace que al recibirte
No rebose en la tierra el
Océano?
Abrió el Señor su mano
omnipotente;
Cubrió tu faz de nubes agitadas,
Dio su voz a tus aguas despeñadas,
Y ornó con su arco tu terrible frente.
¡Ciego, profundo, infatigable corres,
Como el torrente oscuro de los siglos
En insondable eternidad…! ¡Al
hombre
Huyen así las ilusiones gratas,
Los florecientes días,
Y despierta al dolor…! ¡Ay!
agostada
Yace mi juventud; mi
faz, marchita;
Y la profunda pena que me agita
Ruga mi frente, de dolor nublada.
Nunca tanto sentí como este día
Mi soledad y mísero abandono
Y lamentable
desamor…¿Podría
En edad borrascosa
Sin amor ser
feliz? ¡Oh! ¡si una hermosa
Mi cariño fijase,
Y de este abismo al borde turbulento
Mi vago pensamiento
Y ardiente admiración
acompañase!
¡Cómo gozara, viéndola
cubrirse
De leve palidez, y ser más bella
En su dulce terror, y sonreírse
Al sostenerla mis amantes brazos…!
¡Delirios de virtud…! ¡Ay!
¡Desterrado,
Sin patria, sin amores,
Sólo miro ante mí llanto y
dolores!
¡Niágara poderoso!
¡Adiós! ¡adiós! Dentro de
pocos años
Ya devorado hará al tumba fría
A tu débil cantor. ¡Duren mis
versos
Cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso
Viéndote algún viajero,
Dar un suspiro a la memoria
mía!
Y al abismarse Febo en occidente,
Feliz yo vuele do el Señor me llama,
Y al escuchar los ecos de mi fama,
Alce en las nubes la radiosa frente.
Junio de 1824.
José Martí
Pérez
(La Habana, 1853-Dos Ríos,
1895)
En Martí
se resumen las mayores aspiraciones de la Isla del siglo
XIX.
Poeta excepcional, novelista, dramaturgo, orador por
naturaleza,
perio-dista, pensador; el Delegado del Partido Revolucionario
Cubano concibió una obra impresionante que lo sitúa
entre los creadores más trascen-dentales de las letras
hispanoamericanas.
Entrañable conocedor del continente,
padeció desde la adolescencia
la tortura del presidio por oponerse a la metrópoli, y
dedicó su vida a or-ganizar la Revolución
que, en 1895 sufriría el golpe de su muerte.
Considerado como el gran precursor del modernismo en
nuestras tierras, Martí
revolucionó el pensamiento de su época y
mostró un sinnúmero de posibilidades para el futuro
americano.
Publicó: El presidio político en
Cuba (1871) Ismaelillo (1882); Versos
sencillos (1891), entre otros.
CANTO DE OTOÑO
Bien; ¡ya lo sé! La Muerte
está sentada
A mis umbrales: cautelosa viene,
Porque sus llantos y su amor no
apronten
En mi defensa, cuando lejos
viven
Padres e hijo. Al retornar
ceñudo
De mi estéril labor, triste y
oscura,
Con que a mi casa del invierno
abrigo,
De pie sobre las hojas
amarillas,
En la mano fatal la flor del
sueño,
La negra toca en alas rematada,
Ávido el rostro, trémulo la
miro
Cada tarde aguardándome a mi
puerta.
¡En mi hijo pienso, y de la dama
oscura
Huyo sin fuerzas, devorado el
pecho
De un frenético amor!
¡Mujer
más bella
No hay que la Muerte! ¡Por un beso
suyo
Bosques espesos de laureles
varios,
Y las adelfas del amor, y el
gozo
De remembrarme mis niñeces
diera!
… Pienso en aquel a quien mi amor
culpable
Trajo a vivir, y, sollozando,
esquivo
De mi amada los brazos; mas ya
gozo
De la aurora perenne el bien seguro.
¡Oh, vida, adiós! Quien va a
morir, va muerto.
¡Oh, duelos con la sombra! ¡Oh,
pobladores
Ocultos del espacio! ¡Oh,
formidables
Gigantes que a los vivos
azorados
Mueven, dirigen, postran,
precipitan!
¡Oh, cónclave de jueces,
blandos sólo
A la virtud, que en nube
tenebrosa,
En grueso manto de oro
recogidos,
Y duros como peña, aguardan
torvos
A que al volver de la batalla
rindan
-Como el frutal sus frutos—
De sus obras de paz los hombres
cuentan,
De sus divinas alas!… ¡De los
nuevos
Árboles que sembraron, de las
tristes
Lágrimas que enjugaron, de las
fosas
Que a los tigres y víboras
abrieron,
Y de las fortalezas eminentes
Que al amor de los hombres
levantaron!
¡Ésta es la dama, el rey, la
patria, el premio
Apetecido, la arrogante mora
Que a su brusco señor cautiva
espera
Llorando en la desierta
barbacana!
Éste el santo Salem, éste el
Sepulcro
De los hombres modernos. ¡No se
vierta
Más sangre que la propia! ¡No
se bata
Sino al que odie al amor!
¡Únjanse presto
Soldados del amor los hombres
todos!
¡La tierra entera marcha a la
conquista
De este rey y señor, que guarda el
cielo!
… ¡Viles! El que es traidor a
sus deberes,
Muere como un traidor, del golpe
propio
De su arma ociosa el pecho
atravesado!
¡Ved que no acaba el drama de la
vida
En esta parte oscura! ¡Ved que
luego
Tras la losa de mármol o la
blanda
Cortina de humo y césped se
reanuda
El drama portentoso! ¡y ved, oh
viles,
Que los buenos, los tristes, los
burlados,
Serán en la otra parte
burladores!
Otros de lirio y sangre se
alimenten:
¡Yo no! i yo no! Los lóbregos
espacios
Rasgué desde mi infancia con
los tristes
Penetradores ojos: el misterio
En una hora feliz de sueño
acaso
De los jueces así, y amé la
vida
Porque del doloroso mal me salva
De volverla a vivir. Alegremente
El peso eché del infortunio al
hombro:
Porque el que en huelga y
regocijo vive
Y huye el dolor, y esquiva las
sabrosas
Penas de la virtud, irá
confuso
Del frío y torvo juez a la
sentencia,
Cual soldado cobarde que en
herrumbre
Dejó las nobles armas; iy los
jueces
No en su dosel lo ampararán, no en
brazos
Lo encumbrarán, mas lo
echarán altivos
A odiar, a amar y batallar de
nuevo
En la fogosa sofocante arena!
¡Oh! ¿qué mortal que se
asomó a la vida
Vivir de nuevo quiere?
Puede ansiosa
La Muerte, pues, de pie en las hojas
secas,
Esperarme a mi umbral con cada
turbia
Tarde de Otoño, y silenciosa
puede
Irme tejiendo con helados copos
Mi manto funeral.
No di al olvido
Las armas del amor: no de otra
púrpura
Vestí que de mi sangre. Abre los
brazos,
Listo estoy, madre Muerte: ¡al juez
me lleva!
¡Hijo!… ¿Qué imagen miro?
¡qué llorosa
Visión rompe la sombra, y
blandamente
Como con luz de estrella la
ilumina?
¡Hijo!… ¡qué me
demandan tus abiertos
Brazos? ¿A qué descubres tu
afligido
Pecho? ¿Por qué me muestras
tus desnudos
Pies, aún no heridos, y las blancas
manos
Vuelves a mí, tristísimo
gimiendo?…
¡Cesa! ¡calla! ¡reposa!
¡vive! ¡El padre
No ha de morir hasta que a la ardua
lucha
Rico de todas armas lance al
hijo!
iVen, oh mi hijuelo, y que tus alas
blancas
De los abrazos de la Muerte
oscura
Y de su manto funeral me libren!
Nueva York, 1882
Julián del
Casal
(LA HABANA, 1863-1893)
Como una sombra terriblemente apresurada y triste,
transcurrió la vida de autor de Hojas al viento
(1890) y Nieve (1892), la voz más alta del
modernismo en Cuba, un habanero frágil que entabló
amistad con aquel
nicaragüense precoz y luminoso que se llamó Rubén
Darío.
La poesía
de Casal, espíritu vibrante y abatido, trascendió
las ninfas, vírgenes y princesas mallarmeanas o las
cuitadas y malévolas flores de Baudelaire,
con su alma nihilista pero dueña irrevocable de la
posteridad.
De él escribió Lezama, en su famosa "Oda a
Julián del Casal" que "su tos alegre sigue ordenando el
ritmo de nuestra crecida vegetal/ al extenderse dormido" y
José Martí: "¡En verdad que es tiempo de
acabar! Ya Julián del casal acabó, joven y triste.
Quedan sus versos. La América lo quiere, por fino y
sincero. Las mujeres lo lloran."
NIHILISMO
Voz inefable que a mi estancia llega
en medio de las sombras de la noche,
por arrastrarme hacia la vida brega
con las dulces cadencias del reproche.
Yo la escucho vibrar en mis oídos,
como al pie de olorosa enredadera
los gorjeos que salen de los nidos
indiferente escucha herida fiera.
¿A qué llamarme al campo del
combate
con la promesa de futuros bienes,
si ya mi corazón por nada late
ni oigo la idea martillar mis sienes?
Reservad los laureles de la fama
para aquellos que fueron mis hermanos;
yo, cual fruto caído de la rama,
aguardo los famélicos gusanos.
Nadie extrañe mis ásperas
querellas:
mi vida, atormentada de rigores,
es un cielo que nunca tuvo estrellas,
es un árbol que nunca tuvo flores.
De todo lo que he amado en este mundo
guardo, como perenne recompensa,
dentro del corazón, tedio
profundo,
dentro del pensamiento, sombra densa.
Amor, patria, familia, gloria,
rango,
sueños de calurosa fantasía,
cual nelumbios abiertos entre el fango
sólo vivisteis en mi alma un
día.
Hacia país desconocido abordo
por el embozo del desdén cubierto:
para todo gemido estoy ya sordo,
para toda sonrisa estoy ya muerto.
Siempre el destino mi labor humilla
o en males deja mi ambición trocada:
donde arroja mi mano una semilla
brota luego una flor emponzoñada.
Ni en retornar la vista hacia el pasado
goce encuentra mi espíritu abatido:
yo no quiero gozar como he gozado,
yo no quiero sufrir como he sufrido.
Nada del porvenir a mi alma asombra
y nada del presente juzgo bueno;
si miro al horizonte, todo es sombra,
si me inclina a la tierra, todo es cieno.
Y nunca alcanzaré en mi desventura
lo que un día mi alma ansiosa quiso:
después de atravesar la selva oscura
Beatriz no ha de mostrarme el Paraíso.
Ansias de aniquilarme sólo siento
o de vivir en mi eternal pobreza
con mi fiel compañero, el descontento,
y mi pálida novia, la tristeza.
Publicado en 1893.
Emilio Ballagas
(Camagüey, l908—La Habana,
l954)
Escasos poetas nuestros han concebido una obra tan
sincera como el camagüeyano Emilio Ballagas.
A pesar de que hoy advertimos en su poesía
vericuetos frágiles vinculados con la evolución de su pensamiento –que no
fue del todo coherente en relación con sus inclinaciones
temáticas-, nadie puede excluir de las antologías
de poesía "moderna" del siglo XX, al autor de Sabor
eterno (1939).
Incansable buscador de perfecciones, hasta en sus versos
amatorios emergen la tristeza y el pesimismo de quien estaba
condenado a a la ebriedad de un sueño del que no
podría evadirse jamás.
Dueño de una sustancial bibliografía en la que se
incluyen: Júbilo y fuga (1931); Blancolvido
(1932); Cuaderno de poesía negra (1934); Nuestra
Señora del Mar (1943), Cielo en rehenes
(1951), entre otros; Ballagas conoció y dominó las
estrofas tradicionales y publicó numerosos
artículos y ensayos en
revistas cubanas y extranjeras.
NOCTURNO Y ELEGÍA
Si pregunta por mí, traza en el suelo
una cruz de silencio y de ceniza
sobre el impuro nombre que padezco.
Si pegunta por mí, di que me he muerto
y que me pudro bajo las hormigas.
Dile que soy la rama de un naranjo,
la sencilla veleta de una torre.
No le digas que lloro todavía
acariciando el hueco de su ausencia
donde su ciega estatua quedó impresa
siempre al acecho de que el cuerpo vuelva.
La carne es un laurel que canta y sufre
y yo en vano esperé bajo su sombra.
Ya es tarde. Soy un mudo pececillo.
Si pregunta por mí dale estos ojos,
estas grises palabras, estos dedos;
y la gota de sangre en el pañuelo.
Dile que me he perdido, que me he vuelto
una oscura perdiz, un falso anillo
a una orilla de juncos olvidados:
dile que voy del azafrán al lirio.
Dile que quise perpetuar sus labios,
habitar el palacio de su frente.
Navegar una noche en sus cabellos.
Aprender el color de sus
pupilas
y apagarse en su pecho suavemente,
nocturnamente hundido, aletargado
en un rumor de venas y sordina.
Ahora no puedo ver aunque suplique
el cuerpo que vestí de mi
cariño.
Me he vuelto una rosada caracola,
me quedé fijo, roto, desprendido.
Y si dudáis de mí creed al
viento,
mirad al norte, preguntad al cielo.
Y os dirán si os espero o si
anochezco.
¡Ah! Si pregunta dile lo que sabes.
De mí hablarán un día los
olivos
cuando yo sea el ojo de la luna,
impar sobre la frente de la noche,
adivinando conchas de la arena,
el ruiseñor suspenso de un lucero
y el hipnótico amor de las mareas.
Es verdad que estoy triste, pero tengo
sembrada una sonrisa en el tomillo,
otra sonrisa la escondí en Saturno
y he perdido la otra no sé
dónde.
Mejor será que espere a medianoche,
al extraviado olor de los jazmines,
y a la vigilia del tejado, fría.
No me recuerdes su entregada sangre
ni que yo puse espinas y gusanos
a morder su amistad de nube y brisa.
No soy el ogro que escupió en agua
ni el que un cansado amor paga en monedas.
¡No soy el que frecuenta aquella casa
presidida por una sanguijuela!
(Allí se va con un ramo de lirios
a que lo estruje un ángel de alas
turbias.)
No soy el que traiciona a las palomas,
a los niños,
a las constelaciones…
Soy una verde voz desamparada
que su inocencia busca y solicita
con dulce silbo de pastor herido.
Soy un árbol, la punta de una aguja,
un alto gesto ecuestre en equilibrio;
la golondrina en cruz, el aceitado
vuelo de un búho, el susto de una
ardilla.
Soy todo, menos eso que dibuja
un índice con cieno en las paredes
de los burdeles y los cementerios.
Todo, menos aquello que se oculta
bajo una seca máscara de esparto.
Todo, menos la carne que procura
voluptuosos anillos de serpiente
ciñendo en espiral viscosa y lenta.
Soy lo que me destines, lo que inventes
para enterrar mi llanto en la neblina.
Si pregunta por mí, dile que habito
en la hoja del acanto y de la acacia.
O dile, si prefieres, que me he muerto.
Dale el suspiro mío, mi
pañuelo;
mi fantasma en la nave del espejo.
Tal vez me llore en el laurel o busque
mi recuerdo en la forma de una estrella.
José Lezama
Lima
(La Habana, 1910-Id.,
1976)
Entre las de los intelectuales
cubanos del siglo XX la obra de Leza-ma es la que mejor recoge
los aportes de la cultura
universal.
Según palabras del ensayista Jorge Luis Arcos, el
poeta "comprende a la poesía como una unidad superior,
según su estética trascen-dentalista, y
según la capacidad religadota –analógica y
anagógica- de la imagen poética". Creó un
sistema
poético del mundo para, de este modo, "acceder a una
comprensión unitaria, totalizadora, del uni-verso, que
aunara lo mismo lo conocido y lo desconocido, lo inma-nente y lo
intrascendente, el fenómeno y la esencia".
Entre los libros
más importantes que publicó Lezama se
encuentran:
Muerte de Narciso (1937); (Enemigo rumor
(1941); Dador (1960); Paradiso (1966) y La
cantidad hechizada (1970).
MUERTE DE NARCISO
Dánae teje el tiempo dorado por el
Nilo,
envolviendo los labios que pasaban
entre labios y vuelos desligados.
la mano o el labio o el pájaro
nevaban.
Era el círculo en nieve que se
abría.
Mano era sin sangre la seda que borraba
la perfección que muere de rodillas
y en su celo se esconde y se divierte.
Vertical desde el mármol no miraba
la frente que se abría en loto
húmedo.
En chillido sin fin se abría la
floresta
al airado redoble en flecha y muerte.
¿No se apresura tal vez su fría
mirada
sobre la garza real y el frío tan
débil
del poniente, grito que ayuda la fuga
del dormir, llama fría y lengua
alfilereada?
Rostro absoluto, firmeza mentida del espejo.
El espejo se olvidas del sonido y de la
noche
y su puerta al cambiante pontífice
entreabre.
Máscara y río, grito de los
sueños.
Frío muerto y cabellera desterrada del
aire
que la crea, del aire que le
miente son
de vida arrastrada a la nube y a la abierta
boca negada en sangre que se mueve.
Ascendiendo en el pecho solo blanda,
olvidada por un aliento que olvida y
desentraña.
Olvidado papel, fresco agujero al
corazón
saltante se apresura y la sonrisa al caracol.
La mano que por el aire líneas
impulsaba,
seca, sonrisas caminando por la nieve.
Ahora llevaba el oído al
caracol, el caracol
enterrando firme oído en la seda del
estanque.
Granizados toronjiles y ríos de velamen
congelados,
aguardan la señal de una mustia hoja de
oro,
alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan
hirvientes.
Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya
ascendiendo.
Ya el otoño recorre las islas no cuidadas,
guarnecidas
islas y aislada paloma muda entre dos hojas
enterradas.
El río en la suma de sus ojos
anunciaba
lo que pesa la luna e sus espaldas y el aliento que
en
halo convertía.
Antorchas como peces, flaco
garzón trabaja noche y cielo,
arco y cestillo y sierpes encendidos, carámbano y
lebrel.
Pluma morada, no mojada, pez mirándome,
sepulcro.
Ecuestres faisanes ya no advierten mano sin eco, pulso
desdoblado:
los dedos en inmóvil calendario y el
hastío e su tronco cejijunto.
Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que
mira
por espaldas que nunca me preguntan, en
veneno
que nunca se pervierte y en su escudo ni potros ni
faisanes.
Como se derrama la ausencia en la flecha que se
aísla
y como la fresa respira hilando su cristal,
así el otoño en que su labio muere,
así el granizo
en blando espejo destroza la mirada que le
ciñe,
que le miente la pluma por los labios, laberinto y
halago
le recorre junto a la fuente que humedece el
sueño.
La ausencia, el espejo ya en el cabello que en la
playa
extiende y al aislado cabello pregunta y se
divierte.
Fronda leve vierte la ascensión que
asume.
¿No es la curva corintia traición de
confitados mirabeles;
que el espejo reúne o navega, ciego
desterrado?
¿Ya se siente temblar el pájaro en mano
terrenal?
ya sólo cae el pájaro, la mano que la
cárcel mueve,
los dioses hundidos entre la piedra, el carbunclo, y la
doncella.
Si la ausencia pregunta con la nieve
desmayada,
forma en la pluma, no círculos que la pulpa
abandona
sumergida.
Triste recorre –curva ceñida en ceniciento
airón-
el espacio que manos desalojan, timbre
ausente
y avivado azafrán, tiernos redobles sus
extremos.
Convocados se agitan los durmientes, fruncen las
olas
batiendo en torno de ajedrez
dormido, su insepulta tiara.
Su insepulta madera blanda
el frío pico del hirviente cisne.
Reluce muelle: falsos diamantes; pluma cambiante:
terso
atlas.
Verdes chillidos: juegan las olas, blanda muerte el
relámpago
en sus venas.
Ahogadas cintas mudo al labio las ofrece.
Orientales cestillos cuelan agua de
luna.
Los más dormidos son los que más se
apresuran,
se entierran, pluma en el grito, silbo enmascarado,
entre
frentes y garfios.
Estirado mármol como un río que curva o
aprisiona
los labios destrozados, pero los ciegos no
oscilan.
Espirales de heroicos tenores caen en el pecho de una
paloma
y allí se agitan hasta relucir como flechas en su
abrigo de noche.
Una flecha destaca, una espalda se ausenta.
Relámpago es violeta si alfiler en la nieve y
terco rostro.
Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha
cerrada.
Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil
desgajado en la nube
que es espejo.
Frescas las valvas de la noche y límite airado de
las conchas
en su cárcel sin sed se destacan los
brazos,
no preguntan corales en estrías de abejas y en
secretos
confusos despiertan recordando curvos brazos y engaste
de la frente.
Desde ayer las preguntas se divierten o se
cierran
al impulso de frutos polvorosos o de islas donde
acampan
los tesoros que la rabia esparce, adula o
reconviene.
Los donceles trabajan en las nueces y el surtidor de
frente
a su sonido
en la llama fabrica sus raíces y su
mansión de gritos soterrados.
Si se aleja, recta abeja, el espejo destroza el
río mudo.
Si se hunde, media sirena al fuego, las hilachas que
surcan el invierno
tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua
polvorienta.
Cuerpo del sonido el enjambre que mudos pinos
claman,
despertando el oleaje en lisas llamaradas y vuelos
sosegados,
guiados por la paloma que sin ojos chilla,
que sin clavel la frente espejo es de ondas, no
recuerdos.
Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no siempre
ardido
el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el cielo
apuntalado.
Los corceles si nieve o si cobre guiados
por miradas la súplica
destilan o más firmes recurvan a la mudez primera
ya sin cielo.
La nieve que en los sistros no penetra,
arguye
en hojas, recta destroza vidrio en el
oído,
nidos blancos, en su centro ya encienden tibios los
corales,
huidos los donceles en sus ciervos de hastío, en
sus bosques rosados.
Convierten si coral y doncel rizo las voces, nieve
los caminos,
donde el cuerpo sonoro se mece con los pinos, delgado
cabecea.
Mas esforzado pino, ya columna de humo tan
aguado
que canario es su aguja y surtidor en viento
desrizado.
Narciso, Narciso. Las astas del ciervo
asesinado
son peces, son llamas, son flautas, son dedos
mordisqueados.
Narciso, Narciso. Los cabellos guiando florentinos
reptan perfiles,
labios sus rutas, llamas tristes las olas mordiendo sus
caderas.
Pez del frío verde el aire en el espejo sin
estrías, racimo
de palomas
ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha y de
los cisnes.
Garza divaga, concha en la ola, nube en el
desgaire,
espuma colgaba de los ojos, gota marmórea y dulce
plinto
no ofreciendo.
Chillidos frustrados en la nieve, el secreto en geranio
convertido.
La blancura seda es ascendiendo en labio
derramada,
abre un olvido en las islas, espadas y pestañas
vienen
a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral
de tierra y roca impura.
Húmedos labios no e la concha que busca recto
hilo,
esclavos del perfil y del velamen secos el aire
muerden
al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol de
cal salada,
busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del
sonido.
Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el
oído.
Si se sienta en su borde o en su frente el
centurión pulsa
en su costado.
Si declama penetran en la mirada y se fruncen las letras
en el sueño.
Ola de aire envuelve secreto albino, piel
arponeada,
que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del
silencio.
Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas
y hojas lloviznadas .
Chorro de abejas increadas muerden la estela,
pídenle el costado.
así el espejo averiguó callado, así
Narciso en pleamar fugó sin alas.
1937
Virgilio
Piñera
(Cárdenas, 1912-La Habana,
1979)
Dramaturgo, narrador, poeta; Virgilio Piñera fue
una de las figuras principales del Grupo
Orígenes.
Nacido en Matanzas, se estableció en La Habana en
1938 y fundó, en 1942, la revista
Poeta.
Viajó por América del Sur, Estados Unidos y
Europa.
Su obra, incisiva e irónica como su carácter, recoge títulos como:
Las furias (1941); El conflicto
(1942); Poesía y prosa (1944); La carne de
René (1952); Cuentos fríos (1956);
Aire frío (1959); Teatro completo
(1960), entre otros.
En 1968 obtuvo el Premio Casa de las Américas con
su pieza teatral Dos viejos pánicos.
Es considerado como el padre de los dramaturgos cubanos.
"Creador de talla universal, con una peculiar concepción
del hombre y su
mundo, en posesión de una cultura vasta, de portentosa
imaginación y aguzado sentido del humor", según
Cintio Vitier.
El sujeto lírico de Virgilio Piñera ofrece
una profunda visión de lo cu-bano.
LA ISLA EN PESO
La maldita circunstancia del agua por todas
partes
me obliga a sentarme en la mesa del café.
Si no pensara que el agua me rodea como un
cáncer
hubiera podido dormir a pierna suelta.
Mientras los muchachos se despojaban de sus ropas para
nadar
doce personas morían en un cuarto por
comprensión.
Cuando a la madrugada la pordiosera resbala en el
agua
en el preciso momento en que se lava uno de sus
pezones,
me acostumbro al hedor del puerto,
me acostumbro a la misma mujer que invariablemente
masturba,
noche a noche, al soldado de guardia en medio del
sueño de
los peces
Una taza de café no puede alejar mi idea
fija,
en otro tiempo yo vivía
adánicamente.
¿Qué trajo la
metamorfosis?
La eterna miseria que es el acto de recordar.
Si tú pudieras formar de nuevo aquellas
combinaciones,
devolviéndome el país sin el
agua,
me la bebería toda para escupir al
cielo.
Pero he visto la música detenida en
las caderas,
he visto a las negras bailando con vasos de ron en sus
cabezas.
Hay que saltar del lecho con la firme
convicción
de que tus dientes han crecido,
de que tu corazón te saldrá por la
boca.
Aún flota en los arrecifes el uniforme del
marinero ahogado.
Hay que saltar del lecho y buscar la vena mayor del mar
para desangrarlo.
Me he puesto a pescar esponjas
frenéticamente,
esos seres milagrosos que pueden desalojar hasta la
última gota de
agua
y vivir secamente.
Esta noche he llorado al conocer a una
anciana
que ha vivido ciento ocho años rodeada de agua
por todas partes.
Hay que morder, hay que gritar, hay que
arañar.
El perfume de la piña puede detener un
pájaro.
Los once mulatos se disputaban el fruto,
los once mulatos fálicos murieron en la orilla de
la playa.
He dado las últimas instrucciones.
Todos nos hemos desnudado.
Llegué cuando daban un vaso de aguardiente a la
virgen bárbara,
cuando regaban ron por el suelo y los pies
parecían lanzas,
justamente cuando un cuerpo en el lecho podría
parecer impúdico,
justamente en el momento en que nadie cree en
Dios.
Los primeros acordes y la antigüedad de este
mundo:
hieráticamente una negra y una blanca y el
líquido al saltar.
Para ponerme triste me huelo debajo de los
brazos.
Es en este país donde no hay animales
salvajes.
Pienso en los caballos de los conquistadores cubriendo
las yeguas,
Pienso en el desconocido son del
areíto
desaparecido para toda la eternidad,
ciertamente debo esforzarme a fin de poner en
claro
el primer contacto carnal en este país, y el
primer muerto.
Todos se ponen serios cuando el timbal abre la danza.
Solamente el europeo leía las meditaciones
cartesianas.
El baile y la isla rodeada de agua por todas
partes:
plumas de flamencos, espinas de pargo, ramos de
albahaca, semillas
de aguacate.
La nueva solemnidad de esta isla.
¡País mío, tan joven, no sabes
definir!
¿Quién puede reír sobre esta roca
fúnebre de los sacrificios de gallos?
Los dulces ñáñigos bajan sus
puñales acompasadamente.
Como una guanábana un corazón puede ser
traspasado sin cometer
crimen,
sin embargo el bello aire se aleja de los
palmares.
Una mano en el tres puede traer todo el
siniestro color de los caimitos
más lustrosos que un espejo en el
relente,
sin embargo el bello aire se aleja de los
palmares,
si hundieras los dedos en su pulpa creerías en la
música.
Mi madre fue picada por un alacrán cuando estaba
embarazada.
¿Quién puede reír sobre esta roca
de los sacrificios de gallos?
¿Quién se tiene a sí mismo cuando
las claves chocan?
¿Quién desdeña ahogarse en la
indefinible llamarada del flamboyán?
La sangre adolescente bebemos en las pulidas
jícaras.
Ahora no pasa un tigre sino su descripción.
Las blancas dentaduras perforando la noche,
y también los famélicos dientes de los
chinos esperando el desayuno
después de la doctrina cristiana.
Todavía puede esta gente salvarse del
cielo,
pues al compás de los himnos las doncellas agitan
diestramente
los falos de los hombres.
La impetuosa ola invade el extenso salón de las
genuflexiones.
Nadie piensa en implorar, en dar gracias, en
agradecer,
testimoniar.
La santidad se desinfla en una carcajada.
Sean los caóticos símbolos del amor los primeros que
palpe,
afortunadamente desconocemos la voluptuosidad y la
caricia francesa,
desconocemos el perfecto gozador y la mujer
pulpo,
desconocemos los espejos estratégicos,
no sabemos llevar la sífilis
con la reposada elegancia de un cisne,
desconocemos que muy pronto vamos a practicar estas
mortales
elegancias.
Los cuerpos en la misteriosa llovizna
tropical,
en la llovizna diurna, en la llovizna nocturna, siempre
en la llovizna,
los cuerpos abriendo sus millones de ojos,
los cuerpos, dominados por la luz, se
repliegan
ante el asesinato de la piel,
los cuerpos, devorando oleadas de luz, revientan como
girasoles
de fuego
encima de las aguas estáticas,
los cuerpos, en las aguas, como carbones apagados
derivan hacia
mar.
Es la confusión, es el terror, es la
abundancia,
es la virginidad que comienza a perderse.
Los mangos podridos en el lecho del río ofuscan
mi razón,
y escalo el árbol más alto para caer como
un fruto.
Nada podría detener este cuerpo destinado a los
cascos
de los caballos
turbadoramente cogido entre la poesía y el
sol.
Escolto bravamente el corazón
traspasado,
clavo el estilete más agudo en la nuca de los
durmientes.
El trópico salta y su chorro invade mi
cabeza
pegada duramente contra la costra de la
noche.
La piedad original de las auríferas
arenas
ahoga sonoramente las yeguas
españolas,
la tromba desordena las crines más
oblicuas.
No puedo mirar con estos ojos dilatados.
Nadie sabe mirar, contemplar, desnudar un
cuerpo.
Es la espantosa confusión de una mano en lo
verde,
los estranguladores viajando en la franja del
iris.
No sabría poblar de miradas el solitario curso
del amor.
Me detengo en ciertas palabras tradicionales:
el aguacero, la siesta, el cañaveral, el tabaco,
con cierto ademán, apenas si
onomatopéyicamente,
titánicamente paso por encima de su
música,
y digo: el agua, el mediodía, el azúcar,
el humo.
Yo combino:
el aguacero pega en el lomo de los caballos,
la siesta atada a la cola de un caballo,
el cañaveral devorando a los caballos,
los caballos perdiéndose sigilosamente
en la peligrosa emanación del tabaco,
el último gesto de los siboneyes mientras el humo
pasa por la horquilla
como la carreta de la muerte,
el último ademán de los
siboneyes,
y cavo esta tierra para encontrar los ídolos y
hacerme una historia.
Los pueblos y sus historias en boca de todo el
pueblo.
De pronto, el galeón cargado de oro se mete en la
boca
de uno de los narradores,
y Cadmo, desdentado, se pone a tocar el
bongó.
La vieja tristeza de Cadmo y su perdido
prestigio:
en una isla tropical los últimos glóbulos
rojos de un dragón
tiñen con imperial dignidad el
manto de una decadencia.
Las historias eternas frente a la historia de una vez
del sol,
las eternas historias de estas tierras paridoras de
bufones y cotorras,
las eternas historias de los negros que
fueron,
y de los blancos que no fueron,
o al revés o como os parezca mejor,
las eternas historias blancas, negras, amarillas, rojas,
azules,
—toda la gama cromática reventando encima
de mi cabeza
en llamas—
la eterna historia de la cínica sonrisa del
europeo
llegado para apretar las tetas de mi madre.
El horroroso paseo circular,
el tenebroso juego de los
pies sobre la arena circular,
el envenado movimiento del
talón que rehuye el abanico del erizo,
los siniestros manglares, como un cinturón
canceroso,
dan vuelta a la isla,
los manglares y la fétida arena
aprietan los riñones de los moradores de la
isla.
Sólo se eleva un flamenco
absolutamente.
¡Nadie puede salir, nadie puede salir!
La vida del embudo y encima la nata de la
rabia.
Nadie puede salir:
el tiburón más diminuto rehusaría
transportar un cuerpo intacto.
Nadie puede salir:
una uva caleta cae en la frente de la criolla
que se abanica lánguidamente en una
mecedora,
y "nadie puede salir" termina espantosamente en el
choque
de las claves.
Cada hombre comiendo fragmentos de la isla,
cada hombre devorando los frutos, las piedras y el
excremento
nutridor,
cada hombre mordiendo el sitio dejado por su
sombra,
cada hombre lanzando dentelladas en el vacío
donde el sol
se acostumbra,
cada hombre, abriendo su boca como una cisterna, embalsa
el agua
del mar, pero como el caballo del barón de
Munchausen,
la arroja patéticamente por su cuarto
trasero,
cada hombre en el rencoroso trabajo de
recortar
los bordes de la isla más bella del
mundo,
cada hombre tratando de echar a andar a la bestia
cruzada
de cocuyos.
Pero la bestia es perezosa como un bello
macho
y terca como una hembra primitiva.
Verdad es que la bestia atraviesa diariamente los cuatro
momentos
caóticos,
los cuatro momentos en que se la puede
contemplar
—con la cabeza metida entre sus patas—
escrutando el horizonte
con su ojo atroz,
los cuatro momentos en que se abre el
cáncer:
madrugada, mediodía, crepúsculo y
noche.
Las primeras gotas de una lluvia áspera golpean
su espalda
hasta que la piel toma la resonancia de dos maracas
pulsadas
diestramente.
En este momento, como una sábana o como un
pabellón de tregua,
podría
desplegarse un agradable misterio,
pero la avalancha de verdes lujuriosos ahoga los mojados
sones,
y la monotonía invade el envolvente túnel
de las hojas.
El rastro luminoso de un sueño mal
parido,
un carnaval que empieza con el canto del
gallo,
la neblina cubriendo con su helado disfraz el
escándalo de la sabana,
cada palma derramándose insolentemente en un
verde juego
de aguas,
perforan, con un triángulo incandescente, el
pecho de los primeros
aguadores,
y la columna de agua lanza sus vapores a la cara del sol
cosida
por un gallo.
Es la hora terrible.
Los devoradores de neblina se evaporan
hacia la parte más baja de la
ciénaga,
y un caimán los pasa dulcemente a ojo.
Es la hora terrible.
La última salida de la luz de Yara
empuja a los caballos contra el fango.
Es la hora terrible.
Como un bólido la espantosa gallina
cae,
y todo el mundo toma su café.
¿Pero qué puede el sol en un pueblo tan
triste?
Las faenas del día se enroscan al cuello de los
hombres
mientras la leche cae
desesperadamente.
¿Qué puede el sol en un pueblo tan
triste?
Con un lujo mortal los macheteros abren grandes claros
en el monte,
la tristísimo iguana salta barrocamente en un
caño de sangre,
los macheteros, introduciendo cargas de claridad, se
van
ensombreciendo
hasta adquirir el tinte de un subterráneo
egipcio.
¿Quién puede esperar clemencia en esta
hora?
Confusamente un pueblo escapa de su propia
piel
adormeciéndose con la claridad,
la fulminante droga que
puede iniciar un sueño mortal
en los bellos ojos de hombres y mujeres,
en los inmensos y tenebrosos ojos de estas
gentes
por los cuales la piel entra a no sé qué
extraños ritos.
La piel, en esta hora, se extiende como un
arrecife
y muerde su propia limitación,
la piel se pone a gritar como una loca, como una puerca
cebada,
la piel trata de tapar su claridad con pencas de
palma,
con yaguas traídas distraídamente por el
viento,
la piel se tapa furiosamente con cotorras y
pitahayas,
absurdamente se tapa con sombrías hojas de
tabaco
y con restos de leyendas
tenebrosas,
y cuando la piel no es sino una bola oscura,
la espantosa gallina pone un huevo
blanquísimo.
¡Hay que tapar! ¡Hay que tapar!
Pero la claridad avanza, invade
perversamente, oblicuamente,
perpendicularmente,
la claridad es una enorme ventosa que chupa la
sombra,
y las manos van lentamente hacia los ojos.
Los secretos más inconfesables son
dichos:
la claridad mueve las lenguas,
la claridad mueve los brazos,
la claridad se precipita sobre un frutero de
guayabas,
la claridad se precipita sobre los negros y los
blancos,
la claridad se golpea a sí misma,
va de uno a otro lado convulsivamente,
empieza a estallar, a reventar, a rajarse,
la claridad empieza a parir claridad.
Son las doce del día.
Todo un pueblo puede morir de luz como morir de
peste.
Al mediodía el monte se puebla de hamacas
invisibles,
y, echados, los hombres semejan hojas a la deriva
sobre
aguas metálicas.
En esta hora nadie sabría pronunciar el nombre
más querido,
ni levantar una mano para acariciar un seno;
en esta hora del cáncer un extranjero llegado de
playas remotas
preguntaría inútilmente qué
proyectos
tenemos
o cuántos hombres mueren de enfermedades tropicales en
esta isla.
Nadie lo escucharía: las palmas de las manos
vueltas hacia arriba,
los oídos obturados por el tapón de la
somnolencia,
los poros tapiados por la cera de un fastidio
elegante
y la mortal deglución de las glorias
pasadas.
¿Dónde encontrar en este cielo sin nubes
el trueno
cuyo estampido raje, de arriba abajo, el tímpano
de los durmientes?
¿Qué concha paleolítica
reventaría con su bronco cuerno
el tímpano de los durmientes?
Los hombres-conchas, los hombres-macaos, los
hombres-túneles.
¡Pueblo mío, tan joven, no sabes
ordenar!
Pueblo mío, divinamente retórico, no sabes
relatar!
Como la luz o la infancia aún no tienes un
rostro.
De pronto el mediodía se pone en
marcha,
se pone en marcha dentro de sí mismo,
el mediodía estático se mueve, se
balancea,
el mediodía empieza a elevarse
flatulentamente,
sus costuras amenazan reventar,
el mediodía sin cultura, sin gravedad, sin
tragedia,
el mediodía orinando hacia arriba,
orinando en sentido inverso a la gran orinada
de Gargantúa en las torres de Notre
Dame,
y todas esas historias, leídas por un
isleño que no sabe
lo que es un cosmos resuelto.
Pero el mediodía se resuelve en crepúsculo
y el mundo se perfila.
Al la luz del crepúsculo una hoja de yagruma
ordena su terciopelo,
su color plateado del envés es el primer
espejo.
La bestia lo mira con su ojo atroz.
En este trance la pupila se dilata, se extiende, como
mundo se perfila,
hasta aprehender la hoja.
Entonces la bestia recorre con su ojo las formas
sembradas en su lomo
y los hombres tirados contra su pecho.
Es la hora única para mirar la realidad en esta
tierra.
No una mujer y un hombre frente a frente,
sino el contorno de una mujer y un hombre frente a
frente,
entran ingrávidos en el
amor,
de tal modo que Newton huye
avergonzado.
Una guinea chilla para indicar el
ángelus:
abrus precatorius, anona myristica, anona
palustris.
Una letanía vegetal sin trasmundo se
eleva
frente a los arcos floridos del amor:
Eugenia aromática, eugenia fragrans, eugenia
plicatula.
El paraíso y el infierno estallan y sólo
queda la tierra:
Picus religiosa, ficus nitida, ficus
suffocans.
La tierra produciendo por los siglos de los
siglos:
panicum colonum, panicum sanguinale, panicum
maximum.
El recuerdo de una poesía natural, no codificada,
me viene a los labios:
Árbol del poeta, árbol del amor,
árbol del seso.
Una poesía exclusivamente de la boca como la
saliva:
Flor de calentura, flor de cera, flor de la
Y.
Una poesía microscópica:
Lágrimas de Job, lágrimas de
Júpiter, lágrimas de amor.
Pero la noche se cierra sobre la poesía y las
formas se esfuman.
En esta isla lo primero que la noche hace es despertar
el olfato:
Todas las aletas de todas las narices azotan el
aire
buscando una flor invisible;
la noche se pone a moler millares de
pétalos,
la noche se cruza de paralelos y meridianos de
olor,
los cuerpos se encuentran en el olor,
se reconocen en este olor único que nuestra noche
sabe provocar;
el olor lleva la batuta de las cosas que pasan por la
noche,
el olor entra en el baile, se aprieta contra el
güiro,
el olor sale por la boca de los instrumentos
musicales,
se posa en el pie de los bailadores,
el corro de los presentes devora cantidades de
olor,
abre la puerta y las parejas se suman a la
noche.
La noche es un mango, es una piña, es un
jazmín,
la noche es un árbol frente a otro sin mover sus
ramas,
la noche es un insulto perfumado en la mejilla de la
bestia;
una noche esterilizada, una noche sin almas en
pena,
sin memoria, sin
historia, una noche antillana;
una noche interrumpida por el europeo,
el inevitable personaje de paso que deja su cagada
ilustre,
a lo sumo, quinientos años, un suspiro en el
rodar de la noche
antillana,
una excrecencia vencida por el olor de la noche
antillana.
No importa que sea una procesión, una
conga,
una comparsa, un desfile.
La noche invade con su olor y todos quieren
copular.
El olor sabe arrancar las máscaras de la
civilización,
sabe que el hombre y la
mujer se encontrarán sin falta en el platanal.
¡Musa paradisíaca, ampara a los
amantes!
No hay que ganar el cielo para gozarlo,
dos cuerpos en el platanal valen tanto como la primera
pareja,
la odiosa pareja que sirvió para marcar la
separación.
¡Musa paradisíaca, ampara a los
amantes!
No queremos potencias celestiales sino presencias
terrestres,
que la tierra nos ampare, que nos ampare el
deseo,
felizmente no llevamos el cielo en la masa de la
sangre,
sólo sentimos su realidad
física
por la
comunicación de la lluvia al golpear nuestras
cabezas.
Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una
realidad,
un pueblo se hace y se deshace dejando los
testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca
perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes,
golpeando sus riñones,
un pueblo desciende resuelto en enormes postas de
abono,
sintiendo como el agua lo rodea por todas
partes,
más abajo, más abajo, y el mar picando en
sus espaldas;
un pueblo permanece junto a su bestia en la hora de
partir,
aullando en el mar, devorando frutas, sacrificando
animales,
siempre más abajo, hasta saber el peso de su
isla,
el peso de una isla en el amor de un pueblo.
l943
Gastón
Baquero
(Banes, l916—Madrid,
l997)
Nació en Banes, antigua provincia de
Oriente.
Participó junto a Lezama, Eliseo Diego, Cintio
Vitier, Fina García Marruz, Virgilio Piñera, entre
otros, en uno de los más trascendentales momentos
poéticos que conoció la literatura del
siglo XX: el protagonizado por el Grupo Orígenes
(1944-1956).
Autor de Poemas (1942); Saúl sobre
su espada (1942); Poemas escritos en España (1960); Memorial de un
testigo (1966), Magias e invenciones (1984) y
Poemas invisibles (1991). Poco antes de su muerte
Baquero fue calificado como "el mejor poeta vivo en
España", país en el que se radicó en
1959.
Su poesía lo acredita como un conocedor de la
cultura universal y de la mejor tradición poética
de la lengua española, a loa que ha entregado textos
memorables como el conocido poema que incluimos en esta
antología. Falleció el 11 de mayo de
1997.
PALABRAS ESCRITAS EN LA ARENA POR UN
INOCENTE
I
Yo no sé escribir y soy un inocente.
Nunca he sabido para qué sirve la escritura y
soy un inocente.
No sé escribir, mi alma no sabe otra cosa que
estar viva.
Va y viene entre los hombres respirando y
existiendo.
Voy y vengo entre los hombres y represento seriamente el
papel que
ellos quieren:
Ignorante, orador, astrónomo,
jardinero.
E ignoran que en verdad soy solamente un
niño.
Un fragmento de polvo llevado y traído hacia la
tierra por el peso de
su corazón.
El niño olvidado por su padre en el
parque.
De quien ignoran que ríe con todo su
corazón, pero jamás con los ojos.
Mis ojos piensan y hablan y andan por su
cuenta.
Pero yo represento seriamente mi papel y
digo:
Buenos días doctor, el mundo está a sus
órdenes, la medida exacta de
la tierra es hoy de seis pies y una pulgada, ¿no
es ésta la medida
exacta de su cuerpo?
Pero el doctor me dice:
Yo no me llamo Protágoras, pero me llamo
Anselmo.
Y usted es un inocente, un idiota inofensivo y
útil.
Un niño que ignora totalmente el arte de
escribir.
Vuelva a dormirse
II
Yo soy un inocente y he venido a la orilla
del mar.
Del sueño, al sueño, a la
verdad, vacío, navegando el sueño.
Un inocente, apenas, inocente de ser
inocente, despertando inocente.
Yo no sé escribir, no tengo nociones
de lengua persa.
¿Y quién que no sepa el persa
puede saber nada?
Sí, señor, flor, amor, puede
acaso que sepa historia de la antigüedad.
En la antigüedad está parado
Julio César con Cleopatra en los brazos.
Y César está en los brazos de
Alejandro.
Y Alejandro está en los brazos de
Aristóteles.
Y Aristóteles está en los
brazos de Filipo.
Y Filipo está en los brazos de
Ciro.
Y Ciro está en los brazos de
Darío.
Y Darío está en los brazos
del Helesponto.
Y el Helesponto está en los brazos
del Nilo.
Y el Nilo está en la cuna del
inocente David.
Y David sonríe y canta en los brazos
de las hijas del Rey.
Yo soy un inocente, ciego, de nube en nube,
de sombra a sombra
levantado
Veo debajo del cabello a una mujer y debajo
de la mujer a una rosa y
debajo de la rosa a un insecto.
Voy de alucinación en
alucinación como llevado por los pies del
tiempo.
Asomado a un espejo está Absalom
desnudo y me adelanto
a estrecharle la mano.
Estoy muerto en este balcón desde
hace cinco minutos llenos
de dardos.
Estoy cercado de piedras colgado de un
árbol oyendo a David.
Hijo mío Absalom, hijo mío,
hijo mío Absalom!
Nunca comprendo nada y ahora comprendo
menos que nunca.
Pero tengo la arena del mar, sueño,
para escribir el sueño
de los dedos.
Y soy tan sólo el niño
olvidado inocente durmiéndose en la arena.
III
Yo soy el más feliz de los
infelices.
El que lleva puesto sombrero y nadie lo
ve.
El que pronuncia el nombre de Dios y la
gente oye:
Vamos al campo a comer golosinas con las
aves del
campo.
Y vamos al campo aves afuera a burlarnos
del tiempo con la más bella
bufonada.
Pintando en la arena del campo orillas de
un mar dentro del bosque.
Incorporando las biografías de hombres
submarinos renacidos
en árboles.
Atalía interrumpe todo esfuerzo
gritando hacia los cielos traición,
traición.
Nos encogemos de hombros y hablamos con los
delfines
sobre
este grave asunto.
Contestan que se limitan a ser
navíos inesperados y tálamos
de ruiseñores.
Que los dejen vivir en todo el mar y todo
el bosque.
Escalando los delfines los árboles y
las anémonas.
Comprendo y sigo garabateando en la
arena.
Como un niño inocente que hace lo
que le dictan desde el cielo.
IV
Bajo la costa atlántica.
A lo largo de la costa atlántica
escribo con el sueño índice:
Yo no sé.
Llega el sueño del mar, el
niño duerme garabateando en la arena,
escucha, tú velarás,
tú estarás, tu serás!
Sí, es Agamenón, es tu rey
quien te despierta.
Reconoce la voz que golpea en tus
oídos.
¿Porqué vas a despertarle rey
de las medusas?
¿Qué vigilas cuando todos
duermen y no estás oyendo?
Las cúpulas despiertas. Las
interminables escaleras de la memoria.
Oye lo que canta la profunda
medianoche:
Reflexiona y tírate en el
río.
De la mano del rey tírate en el
río.
Nada como un amigo para ser
destruido.
Prepárate a morir. Invoca al mar.
Mírame partir.
Yo soy tu amigo.
No! Si yo soy tan sólo un
niño inocente.
Uno a quien han disfrazado de persona
impura.
Uno que ha crecido de súbito a
espaldas de su madre.
Pero nada comprendo ni sé, me muevo
y hablo
Porque los otros vienen a buscarme,
sólo quisiera
Saber con certidumbre lo que pasó en
Egipto
Cuando surgió la esfinge de la
arena.
De esta arena en que escribo como un
niño
Epitafios, responsos, los nombres
más prohibidos.
Escribiendo su nombre y borrándolo
luego.
Para que nadie lea, y los peces prosigan
inocentes
Y los niños corran por la playa sin
conocer el nombre que me muere
V
¿Qué soy después de
todo sino un niño,
Complacido con el sonido de mi propio
nombre,
Repitiéndolo sin cesar,
Apartándome de los otros para
oírlo,
Sin que me canse nunca?
Escribo en la arena la palabra
horizonte
y unas mujeres altas vienen a reposar en
ella.
Dialogan sonrientes y se esfuman
tranquilas.
Yo no puedo seguirlas, el sueño me
detiene, ellas van por mis brazos
Buscando el camino tormentoso de mi
corazón.
El horizonte guarda los amigos perdidos,
las naves naufragadas,
Las puertas de ciudades que existieron
cuando existió David.
Yo no comprendo nada, yo soy un
inocente.
Pero los dejo irse temblando por el camino
de los brazos,
Sangre adentro, centellas
silenciosas,
Ahora los escucho platicar por las
venas,
Fieles, suntuosamente humildes, vencidos de
antemano.
Hablan de las antiguas ciudades, hablan de
mujeres esfumadas,
gritan y corren apresurados.
Esta mano de un rey me
pertenece.
Esta iglesia es mi
casa. Son mis ojos
Quienes la hacen alta y luminosa. Aquel
torso
Que sirve de refugio a un bienamado pueblo
de palomas
Escapado ha de mí. Han escrito una
letra de mi nombre
En las tibias espaldas de aquel
árbol. ¿Quién es esta mujer?
La oigo mis verdades. Ella conoce el
preciado alimento.
Va inscribiendo mi nombre sobre sepulcros
olvidados.
Ella conoce la destreza de amor con que se
yergue
Dentro de mí un cuerpo esplendoroso.
Ella vive por mí.
¿Cómo responde cuando soy
llamado? ¿Cómo alcanza
A su terrible boca el alimento que deparado
fuera a mis entrañas?
Ahora comprendo que su cuerpo es
mío.
Yo no termino en mí, en mi
comienzo.
También ella soy yo, también
se extiende,
Oh muerte, oh muerte, mujer, alma
encontrada,
¿Qué vigilas cuando todos
duermen?
Oh muerte, feliz inicio, campo de
batalla,
Donde las almas solas, puras almas, ya no
se mueren nunca,
También se extiende hacia su
extraña playa de deseos
Esta frente que en mí es destruida
por ardientes deseos de otra frente.
Bajo ese murmullo de guerreros por dentro
de las venas
Pienso en los tristes rostros de los
niños.
Pienso en sus conversaciones infantiles y
en que van a morirse.
Y pienso en la injusticia de que sean
niños eternamente.
Y una voz me contesta:
Eres el más inocente de los
inocentes.
Apresúrate a morir.
Apresúrate a existir. Mañana sabrás
todo.
A su oído infantil, a su inercia, a
su ensueño,
Bufón, rojo anciano, sabio
dominante, le dirás la verdad.
Diciendo tus verdades, bufón,
anciano dominante, sabio de Dios,
alerta.
Mañana sabrás todo.
Mañana. Duerme, niño inocente, duerme
hasta
mañana.
Le mostrarás el polvoriento camino
de la muerte, anciano dominante,
Bufón de Dios, poeta.
To-morrow, and to-morrow, and
to-morrow,
Creeps in this petty pace from day to
day,
To the last syllable of recorded
time;
And all our yesterdays have lighted
fools
The way to dusty death.Out, out, brief
candle!
Bufón de Dios, arrójate a las
llamas, que el tiempo es el maestro
de la muerte.
Y tú no estás, ya nadie te
recuerda el cuerpo ni la sombra.
Hoy eres el bufón, que se levanta y
ríe, padre de sus ficciones, sabio
dominado.
Levántate sobre la última
sílaba del tiempo que recordamos,
levántate,
terrible y seguro, imponiendo tu sombra a
la luz de la vida.
Life"s but a walking shadow, a poor
player
That struts and
frets hour upon the stage,
And then is heard no more; it is a
tale
Told by an idiot, full of sound and
fury,
Signifying nathing.
Mañana sabrás
todo.
Vuelve a dormirte.
La vida no es sino una sombra
errante.
Un pobre actor que se pavonea y malgasta su
hora sobre la escena,
Y al que luego no se le escucha más,
la vida es
Un cuento narrado
por un idiota, un cuento lleno de furia y de sonido,
Significando nada.
Vuelve a dormirte.
VI
Estoy soñando en la arena las
palabras que garabateo en la arena
con el sueño
índice:
Amplísimo amor de inencontrable
ninfa caritativo muslo de sirena.
Estas son las playas de Burma, con los
minaretes de Burma,
y las selvas de Burma.
El marabú, la flor, el
heliógrafo del corazón.
Los dragones andando de puntillas porque
duerme San Jorge.
Soñar y dormir en el sueño de
muerte los sueños de la muerte.
Danos tiempo para eso. Danos tiempo.
Tú eres quien sueña
solamente.
No, yo no sueño la vida,
es la vida la que me sueña a
mí,
y si el sueño me olvida
he de olvidarme al cabo que
viví.
VII
Andan caminando por las seis de la
mañana.
¿Querría usted hacer un poco
de silencio?
La tierra se encuentra cansada de
existir.
Día a día moliendo
estérilmente con su eje.
Día a día oyendo a los dioses
burlarse de los hombres.
Usted no sabe escucharla, ella rueda y
gime.
Usted cree que escucha las campanas y es la
tierra quien gime.
Recoja sus manos de inocente sobre la
playa.
No escriba. No exista. No
piense.
Ame usted si lo desea, ¿a
quién le importa nada?
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