A Juan José Saer in memoriam.
La voz que escuchamos sonar desde dentro es
incomprensible,
pero es la única voz, y no hay
más que eso,
excepción hecha de las caras
vagamente conocidas,
y de los soles y de los planetas.
Juan José Saer
Amanece y ya está con los ojos abiertos.
Tal vez sería mejor decir que no los ha cerrado en toda
la noche, y por eso, por haber permanecido despierto, puede ahora
advertir como la primera hebra de sol se filtra entre los tonos
oscuros, siniestros, de la noche, que en breve irá
replegándose hasta desaparecer por completo, abrumada por
la victoriosa luz del nuevo día.
Parado ante la ventana, desde este cuarto piso, Esteban puede
ver la desierta Rue Rivoli, y los oscuros y grises y ciegos
bloques de los edificios de departamentos, y la masa
sombría y plena de vida secreta de las copas de los
árboles, que se mecen al viento y llenan el aire del
amanecer de un sonido grave, denso, casi compacto.
En estos últimos tiempos ya casi no duerme. Aunque el
sueño, bien mirado, es el mejor ensayo, el mejor
simulacro, y acaso la más útil de las tantas
funciones biológicas, la que mejor nos preparara para la
muerte misma, la final, la definitiva.
Puede superar el cansancio con un leve descanso,
recostándose sobre el sofá, un par de minutos o un
par de horas, hasta que los músculos agotados por el
trajín recobren su laxitud. Pero ahora, a pesar del largo
insomnio y las largas horas de vigilia, no está
cansado.
Ayer, en algún punto del ayer, ha terminado su novela.
Y con eso hubiera vencido a la muerte. A la nada, a la oscuridad,
a las tinieblas que lo venían azotando desde que los
médicos le informaron del tumor que crecía en
algún punto de su cuerpo; ahora lo siente como nunca,
creciendo, ramificándose, extendiéndose, como una
marea imperiosa, callada, invencible.
Sin embargo, desde ayer, ha comenzado a sentir un suave pesar,
una callada tristeza, que reemplazó al usual hormigueo que
suele sentir cuando pone fin a una novela.
Un pequeño relámpago de dolor asciende desde el
vientre y lo obliga a sentarse, a respirar profundo, hasta que la
crisis cede y retorna el suave fluir de pensamientos, recuerdos,
palabras: símbolos, en definitiva, con los que ordena el
mundo, pero también crea otros mundos que obran paralelos
a éste, que de un momento a otro ha de terminar.
Mira el reloj de la pared, y piensa que aún faltan tres
horas para que venga la enfermera con la inyección de
morfina.
Abajo, la calle está en silencio, callada como una
lápida.
Tantas veces ha pensado en la muerte, la ha sentido, la ha
experimentado. Piensa con negra ironía, que podría
decir, como San Francisco de Asís, mi hermana
muerte.
Recuerda con nostalgia la muerte de alguien muy cercano: Lalo,
su primer personaje, el muchacho que agonizaba sifilítico,
en aquella sala mugrienta del Hospital Fiorito, esperando en vano
que viniera Estela. Era tan poco lo que pedía el muchacho,
y sin embargo Estela no llegó, y murió solo.
"Réquiem para un hombre solo". Su primera novela. Sin
embargo, en ese ordenamiento de símbolos no
permitió ese encuentro. Tal vez ahora lo hubiera
permitido.
Ahora los cristales de las ventanas de los edificios lanzan
suaves destellos, pequeños resplandores y un tenue vapor
asciende desde el río. El sol crece desde algún
punto invisible del lejano horizonte.
Abandona la ventana al escuchar los pasos de su esposa que se
acerca. Gira lentamente y le sonríe. Intenta que ella no
perciba su dolor, su tristeza, aunque su cuerpo todo es un
dolor gigantesco como el mundo, o tal vez como el
universo.
Ha fruncido el ceño. Inquieto, nervioso, advierte que
esa expresión no le pertenece a él sino a Ramiro,
el personaje principal de «La muerte del
astrólogo», la novela que siguió a
"Réquiem para un hombre solo".
Escucha los pasos de su esposa en la cocina, preparando el
desayuno seguramente.
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