Y allí estaba él, sentado a la mesa de ese bar,
mirando la llovizna que caía sin cesar sobre el capot de
su taxi, fumando ante un café
que hacía rato se había enfriado, tratando de
entender lo absurdo de la vida a través de la interpretación de unos hechos, como si al
encontrarle el sentido pudiera encontrar alguna lógica
en la muerte de
su esposa. Aunque no era la muerte de su
esposa lo que lo abrumaba. Eso ya lo tenía incrustado en
su memoria, como una
laceración en carne viva en el tejido del recuerdo.
No, él trataba de entender algo, y al tratar de
comprender aparecía nítida una imagen, y no era
una imagen reciente, no era el recuerdo de algo que hubiera
sucedido hacía poco tiempo, sino
de algo que había sucedido hacía dos años,
más o menos.
Ella comenzó a retirar las plantas de la
escalera.
Y sin embargo, en su esfuerzo por tratar de discernir el
significado de ese hecho, su mente viajó hacia mucho
más atrás en el tiempo. En aquel entonces ellos,
él y su esposa, ahora muerta, tenían un almacén en
Villa Crespo. No eran jóvenes, ni casi jóvenes
siquiera. El tenía treinta y ocho años y ella
treinta y dos, y hacía cinco que estaban casados, y
después de muchas visitas a diferentes especialistas
sabían que no tendrían hijos, o al menos
sabían —los dos lo sabían aunque nunca lo
hubiesen hablado— que ella nunca quedaría
embarazada. Y tres años antes habían comenzado los
trámites de adopción,
que se dilataron en esperas y esperanzas frustradas, en visitas a
orfanatos e institutos, y llenaron papeles y formularios y
tuvieron entrevistas
con asistentes sociales y empleados de juzgado, y cuando pensaban
que todo eso no llevaría a nada, fue que apareció
aquella muchacha correntina.
El estaba en lo que ellos llamaban el depósito, un
sótano amplio debajo del almacén, donde guardaban
los cajones de soda y los de gaseosa y su esposa lo llamó
y el creyó que ella se había golpeado o algo
así, y subió apresurado las escaleras y se
topó con aquella muchacha, arropada con un vestido corto
de colores chillones
y zapatillas gastadas, que paladeaba un vaso de gaseosa que su
esposa, seguramente, le había servido. Su esposa le hizo
saber que la muchacha estaba embarazada y que en el barrio, en
Villa Crespo, le habían dicho que ellos no tenían
hijos y la muchacha les proponía que se quedaran con el
hijo que ella llevaba en su vientre, ya que ella no lo
podría criar y lo mejor era que lo criaran ellos. Y fue en
ese momento que él se dio cuenta de que la muchacha estaba
embarazada, de más de cinco meses, siete seguramente. Y la
muchacha les contaba que ella ya lo tenía todo
arreglado.
Fue así que viajaron a Monte Caseros, el pueblo donde
vivía la muchacha, y se alojaron en un hotel y todas las tardes, cuando bajaba
el sol,
salían los tres a caminar, y su esposa le compró a
ella ropas nuevas y zapatos y zapatillas, y un día
hablaron con un médico, y le dieron dinero, no
mucho, y cuando nació la criatura, un varón, lo
anotaron como si lo hubiese tenido su esposa, y el mismo
médico firmó los papeles que ellos presentaron en
el registro civil
y unos días después ellos tres, él, su
esposa, y un hermoso bebé, se embarcaban en el micro que
los traería de vuelta a Buenos Aires.
Entonces se mudaron de barrio, vendieron la casa de Corrientes
y Sánchez de Bustamante, sospechando que en algún
momento podrían ser objeto de un chantaje, cosa que nunca
ocurrió ya que la muchacha desapareció de sus vidas
con tanta premura como había aparecido. Algo así
como un ángel extraño que les había venido a
traer lo que ellos más querían en la vida.
Un hijo, un varón que fue creciendo, desde la cuna y
ellos ya no tenían el almacén puesto que lo
habían vendido y con la plata de la venta él
había comprado un taxi, y se mudó a Devoto: un
pehache de tres habitaciones, con un patio cubierto por un viejo
toldo plegable, de aluminio, que
tenia descompuesto el mecanismo y por lo tanto nunca se
podía plegar, lo cual al fin y al cabo era una ventaja, ya
que Juanjo podía jugar en el patio aunque lloviese, y su
esposa iba agregando una planta en la escalera por cada
año que cumplía Juanjo.
Página siguiente |