No te dejaré si no me
bendices.
Génesis, 32:26
Cuando Abelardo cerró la puerta de su departamento
tenía la firme determinación de suicidarse.
Bajó por el ascensor con la esperanza de no encontrar a
nadie: pensaba que su cara debía tener un aspecto
horrible.
Cruzó la planta baja desierta y el hall de entrada hacia
la puerta de calle. Cuando alcanzó la vereda,
después de descender dos escalones, respiró
aliviado. Una ráfaga de viento frío le azotó
el rostro y le quitó la boina de la cabeza. La gorra
cayó a unos metros detrás de él. Su
primer impulso fue dejarla donde estaba. Pero la
recogió y se la colocó sobre la testa calva.
Tampoco había necesidad de pasar frío en los
últimos momentos de su vida.
« ¿Seguro qué
estás bien, Abelardo? Te siento la voz rara.» Le
había dicho Silvia por teléfono, desde Holanda, una hora
antes.
él le contestó que sí, y para desviar la
conversación, le dio algunos consejos sobre las
conferencias y le sugirió prudencia con los periodistas.
Ella, Silvia, también era escritora, y estaba pasando por
un excelente momento: su última novela
había sido traducida al alemán, al francés y
al holandés. Abelardo terminó la
conversación telefónica con una
irónica alusión acerca de una caminata, que a
él le hubiera gustado hacer, por la calle de las
prostitutas, en Ámsterdam.
Pensó vagamente en Silvia, en la pena que le
causaría su suicidio. La
breve maravilla de un trozo de cielo encapotado, asomando entre
las ramas desnudas de un árbol, lo arrancó de
sus cavilaciones. El otoño. Perséfone.
Ineludiblemente reflexionó sobre las musas: lo
habían abandonado para siempre. Ya era de noche.
Llevaba cuarenta y cinco días sin poder escribir
una mísera línea. El fuego, la llama, la
pasión por escribir se habían apagado, se
habían ido para siempre. Adiós
inspiración, arrivederla musas, telón final. Y sin
la escritura,
nada tenía sentido, ni siquiera su amada Silvia.
Abelardo había descollado en todos los géneros
literarios. Su último libro de
cuentos ya
llevaba dos ediciones, y el anterior, una novela, sería
considerada como el manifiesto póstumo de un verdadero
esteta de las letras. Pero lo cierto es que los
últimos cuarenta y cinco días habían
sido terribles. Ni aun los temas que siempre lo
habían obsesionado (la locura, el amor, la
traición o la muerte), le
sirvieron para crear algo. Inevitablemente, recordó a
Horacio Quiroga, y a Hemingway.
Sin embargo él había descartado la
escopeta. Aunque tenía una en su casa de San Pedro,
por una cuestión de respeto a
sí mismo no iba a imitar a sus colegas muertos. Casi sin
darse cuenta, se encontró ante la puerta del subte. Era la
estación Congreso. Un fugaz escalofrío le
recorrió el cuerpo.
Parado en el andén casi desierto, muy cerca de los
molinetes, observó, en el monitor del
andén, a una lánguida modelo que
exaltaba las virtudes de una crema que retardaba el
envejecimiento.
No le prestó atención. Sus ojos recorrían
absortos la parte inferior de la pantalla: Línea A:
Frecuencia: Seis minutos. Si las cosas salían como lo
había planeado, le restaban escasos minutos de vida.
Repasó lo que ya había pensado anteriormente.
Luego de que el subte se detuviera, con mucho disimulo
debería dirigirse al tramo final del andén, y con
aire
distraído revisaría sus bolsillos, como buscando
algo. Cuando las puertas se cerraran y el tren se pusiera en
marcha -ese era el momento preciso, cuando el conductor hubiese
accionado los mandos- se arrojaría.
Estaba nervioso, no por la muerte
inminente, sino por temor a que el empleado de seguridad
intuyera su secreto propósito y tratase de impedirlo.
Echó una mirada rápida a las contadas personas
del andén. Todas, afortunadamente, estaban inmersas en sus
infiernos particulares. Un joven de traje negro, con un
maletín, una muchacha de jeans apretados se besaba con su
novio; un empleado de la compañía de seguridad,
junto a los molinetes, conversaba en voz alta con el hombre de
barba descuidada que atendía el puesto de revistas.
Para distraerse, repasó los principales titulares de
los diarios. Una foto de Chávez y Castro abrazados, un
atentado de Al Qaeda, unas estadísticas sobre el aumento de la canasta
familiar. "Nihil novum sub sole", pensó. Comenzaba a mirar
con desgano los libros cuando
un lejano rumor grave le indicó la proximidad del tren.
Con fingida naturalidad, mirando las gastadas baldosas del piso,
se dirigió hacia el extremo del andén.
«Esperá, Abelardo, tu última hora aun no ha
llegado». Con esa frase rebotando en su mente, se detuvo.
No eran sus propios pensamientos. No. Levantó la vista.
Tenía frente a sí a un ángel, con las alas
desplegadas. Un fugaz recuerdo de su lejana adolescencia,
junto a los salesianos, cruzó por su cabeza. Una
vacilación ligera lo inmovilizó por unos instantes;
hasta que se sobrepuso. Nuevamente era dueño de sí
mismo.
« ¿Ah, sí? ¿Vas a vulnerar el sagrado
principio del libre albedrío? » le
respondió con sarcasmo Abelardo al ángel, mientras
continuaba su marcha. La
comunicación era inefable, sin palabras y sin
sonidos.
Un ruido
trepidante, llenó el andén y se hizo visible el
primer vagón del subte.
«En lo absoluto» le contestó el ángel.
El tren se había detenido y las puertas se abrieron con un
agudo rechinar. El andén se pobló de la gente que
descendía de los vagones. Ruidos de pasos apresurados,
voces, un
lejano silbato; faltaba poco para que el tren se pusiera en
marcha. Abelardo apuró el paso. Ya casi llegaba al final
de la plataforma. El ángel se sostenía frente a
él. Abelardo no le prestaba ninguna
atención.
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