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A orillas del Aqueronte




Enviado por José Carlos Celaya



Partes: 1, 2

    No te dejaré si no me
    bendices.

    Génesis, 32:26

               
    Cuando Abelardo cerró la puerta de su departamento
    tenía la firme determinación de suicidarse.
    Bajó por el ascensor con la esperanza de no encontrar a
    nadie: pensaba que su cara debía tener un aspecto
    horrible.

               
    Cruzó la planta baja desierta y el hall de entrada hacia
    la puerta de calle. Cuando alcanzó la vereda,
    después de descender dos escalones, respiró
    aliviado. Una ráfaga de viento frío le azotó
    el rostro y le quitó la boina de la cabeza. La gorra
    cayó a unos metros detrás de él. Su
     primer impulso fue dejarla donde estaba. Pero la
    recogió y se la colocó sobre la testa calva.
    Tampoco había necesidad de pasar frío en los
    últimos momentos de su vida. 

               
    « ¿Seguro qué
    estás bien, Abelardo? Te siento la voz rara.» Le
    había dicho Silvia por teléfono, desde Holanda, una hora
    antes.

    él le contestó que sí, y para desviar la
    conversación, le dio algunos consejos sobre las
    conferencias y le sugirió prudencia con los periodistas.
    Ella, Silvia, también era escritora, y estaba pasando por
    un excelente momento: su última novela
    había sido traducida al alemán, al francés y
    al holandés. Abelardo terminó la
    conversación telefónica con una 
    irónica alusión acerca de una caminata, que a
    él le hubiera gustado hacer, por la calle de las
    prostitutas, en Ámsterdam.

               
    Pensó vagamente en Silvia, en la pena que le
    causaría su suicidio. La
    breve maravilla de un trozo de cielo encapotado, asomando entre
    las  ramas desnudas de un árbol, lo arrancó de
    sus cavilaciones. El otoño. Perséfone.
    Ineludiblemente reflexionó sobre las musas: lo
    habían abandonado para siempre. Ya era de noche.

               
    Llevaba cuarenta y cinco días sin poder escribir
    una mísera línea. El fuego, la llama, la
    pasión por escribir se habían apagado, se
    habían ido para siempre.  Adiós
    inspiración, arrivederla musas, telón final. Y sin
    la escritura,
    nada tenía sentido, ni siquiera su amada Silvia.

               
    Abelardo había descollado en todos los géneros
    literarios. Su último libro de
    cuentos ya
    llevaba dos ediciones, y el anterior, una novela, sería
    considerada como el manifiesto póstumo de un verdadero
    esteta de las letras. Pero lo cierto es que los
    últimos  cuarenta y cinco días habían
    sido terribles.  Ni aun  los temas que siempre lo
    habían obsesionado (la locura, el amor, la
    traición  o la muerte), le
    sirvieron para crear algo. Inevitablemente, recordó a
    Horacio Quiroga, y a Hemingway.

    Sin embargo él había descartado la
    escopeta.  Aunque tenía una en su casa de San Pedro,
    por una cuestión de respeto a
    sí mismo no iba a imitar a sus colegas muertos. Casi sin
    darse cuenta, se encontró ante la puerta del subte. Era la
    estación Congreso. Un fugaz escalofrío le
    recorrió el cuerpo.

               
    Parado en el andén casi desierto, muy cerca de los
    molinetes, observó, en el monitor del
    andén, a una lánguida modelo que
    exaltaba las virtudes de una crema que retardaba el
    envejecimiento.

    No le prestó atención. Sus ojos recorrían
    absortos la parte inferior de la pantalla: Línea A:
    Frecuencia: Seis minutos. Si las cosas salían como lo
    había planeado, le restaban escasos minutos de vida.
    Repasó lo que ya había pensado anteriormente.

    Luego de que el subte se detuviera, con mucho disimulo
    debería dirigirse al tramo final del andén, y con
    aire
    distraído revisaría sus bolsillos, como buscando
    algo. Cuando las puertas se cerraran y el tren se pusiera en
    marcha -ese era el momento preciso, cuando el conductor hubiese
    accionado los mandos- se arrojaría.

    Estaba nervioso, no por la muerte
    inminente, sino por temor a que el empleado de seguridad
    intuyera su secreto propósito y tratase de impedirlo.

    Echó una mirada rápida a las contadas personas
    del andén. Todas, afortunadamente, estaban inmersas en sus
    infiernos particulares. Un joven de traje negro, con un
    maletín, una muchacha de jeans apretados se besaba con su
    novio; un empleado de la compañía de seguridad,
    junto a los molinetes, conversaba en voz alta con el hombre de
    barba descuidada que atendía el puesto de revistas.

    Para distraerse, repasó los principales titulares de
    los diarios. Una foto de Chávez y Castro abrazados, un
    atentado de Al Qaeda, unas estadísticas sobre el aumento de la canasta
    familiar. "Nihil novum sub sole", pensó. Comenzaba a mirar
    con desgano los libros cuando
    un lejano rumor grave le indicó la proximidad del tren.
    Con fingida naturalidad, mirando las gastadas baldosas del piso,
    se dirigió hacia el extremo del andén.

               
    «Esperá, Abelardo, tu última hora aun no ha
    llegado». Con esa frase rebotando en su mente, se detuvo.
    No eran sus propios pensamientos. No. Levantó la vista.
    Tenía frente a sí a un ángel, con las alas
    desplegadas. Un fugaz recuerdo de su lejana adolescencia,
    junto a los salesianos, cruzó por su cabeza. Una
    vacilación ligera lo inmovilizó por unos instantes;
    hasta que se sobrepuso. Nuevamente era dueño de sí
    mismo.

               
    « ¿Ah, sí? ¿Vas a vulnerar el sagrado
    principio del libre albedrío? »  le
    respondió con sarcasmo Abelardo al ángel, mientras
    continuaba su marcha. La
    comunicación era inefable, sin palabras y sin
    sonidos.

    Un ruido
    trepidante, llenó el andén y se hizo visible el
    primer vagón del subte.

               
    «En lo absoluto» le contestó el ángel.
    El tren se había detenido y las puertas se abrieron con un
    agudo rechinar. El andén se pobló de la gente que
    descendía de los vagones. Ruidos de pasos apresurados,
    voces, un
    lejano silbato; faltaba poco para que el tren se pusiera en
    marcha. Abelardo apuró el paso. Ya casi llegaba al final
    de la plataforma. El ángel se sostenía frente a
    él. Abelardo no le prestaba ninguna
    atención.

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