Lentamente la institución represiva fue tomando cuerpo:
"El Papa reconoció y mantuvo la autoridad de
los obispos, y por largo tiempo fueron
ellos los únicos jueces en sus diócesis, sin
perjuicio de ejercer el Pontífice su potestad en ciertos
casos; pero, sin negar ni destruir esa autoridad episcopal se
nombraron inquisidores, como delegados especiales del Papa, para
investirlos de una respetabilidad suprema y de las máximas
garantías. Por su parte, los reyes y emperadores
señalaron en sus leyes desde
tiempos antiguos penas contra los herejes, tanto más
cuanto que la herejía iba generalmente acompañada
de delitos
comunes, cuya persecución y castigo correspondía al
poder civil."
(Sosa Llanos, 2005:8)
Fue el Papa Gregorio IX quien a través de tres
diferentes bulas papales le otorgó su configuración
definitiva, y el Papa Urbano IV quien le confirió su
autonomía operativa, al nombrar, como inquisidor general
del mundo católico, es decir, la máxima instancia
de apelación de las diócesis nacionales, al
Cardenal Juan Cayetano Ursino, con el cometido de resolver todas
las consultas sin necesidad de acudir a la Santa Sede, salvo en
casos muy especiales.
En España, la
herejía cátara tuvo un impacto menor que el
experimentado por la Francia de
hoy, los reyes aragoneses persiguieron a algunos militantes de la
secta de Albi, sin embargo, fue la expulsión y
persecución de medio millón de judíos
así como la larga Guerra de
Reconquista contra los moros, las que alimentaron los tribunales
y las hogueras de la Inquisición Española que se
fundó en 1478 a propuesta del rey Fernando V y la reina
Isabel I. Para poder aplicarla a todos los habitantes del reino,
los Reyes Católicos promulgaron la pragmática (una
ley) de
conversión forzosa. Así, judíos y musulmanes
debían convertirse al cristianismo o
marcharse del reino. En 1492 los judíos que no se
habían convertido fueron expulsados. Los musulmanes,
mayoritariamente, se convirtieron (los denominados moriscos)
junto con algunos judíos. Son los cristianos nuevos, pero
la sociedad
sospecha que muchas de estas conversiones no habían
sido sinceras, y en algunos casos no lo fueron. Como oficialmente
los conversos ya eran cristianos, la Inquisición
tenía poder para actuar contra ellos. Las tensiones con
los moriscos se irán
acentuando hasta su expulsión en 1609. En efecto, como
bien lo subraya Carlos Fuentes. "la
Inquisición ganó fuerza a
medida que extendió su persecución no sólo
contra los infieles, sino también contra los conversos.
De hecho, frenó la conversión y obligó
a los restos de la comunidad
judía en España a volverse más intolerante
que los propios inquisidores a fin de probar su fidelidad
ortodoxa. La paradoja suprema de esta situación sin salida
es que los judíos conversos se convirtieron en muchas
ocasiones en perseguidores de su propio pueblo y rabiosos
defensores del orden monolítico. El primer inquisidor
general de Castilla y Aragón, Torquemada,
pertenecía a una familia de
judíos conversos: tal es el celo de los convertidos."
(Fuentes, 1997:119)
La Inquisición Española luchó
luego contra los reformadores luteranos con la misma intensidad
que la caracterizó en la caza y persecución de
judíos, moros, marranos y moriscos. La Inquisición
en España fue abolida en 1843, dejando detrás de
sí una secuela de temor ante sus extendidas
prácticas y ejecuciones, entre las que se contaban sus
categóricas y drásticas acciones:
1. Contra la fe y la religión:
herejía, apostasía, bigamia, blasfemia.
2. Contra la moral y las
buenas costumbres: bigamia, lectura,
comercio y
posesión de libros e
imágenes prohibidas por obscenas.
3. Contra la dignidad del
sacerdocio y de los votos sagrados: decir misa sin estar
ordenado; hacerse pasar como religioso o sacerdote sin serlo;
solicitar favores sexuales a las devotas en confesión.
4. Contra el orden
público: lectura, comercio y posesión de libros
de autores subversivos – sobre todo los revolucionarios franceses
-, lectura, comercio y posesión de libros de autores
contrarios a la Corona, a España o a la Iglesia.
5. Contra el Santo
Oficio: en este rubro se incluía toda actividad que en
alguna forma impidiese o dificultase las labores del tribunal
inquisitorial, así como aquellas que atentasen contra sus
integrantes.
El
espíritu caballeresco y de aventura
"Vete a Las Indias, hijo mío. No son mentiras las
hazañas
de Amadises y los Galaores que
eternamente habíamos tenido por invenciones. Ni
son
patrañas las proezas griegas y romanas que
glosan los trovadores. Ni son fantasías los
mundos
fabulosos que miramos cuando
soñamos. En Las Indias los ríos y los lagos
semejan encarcelados mares de agua
dulce. De
cuyas profundidades ascienden en la noche
hidras de muchas cabezas que resoplan
llamaradas por sus muchas narices."
Miguel Otero Silva
Con acertado criterio José Luís Romero precisa
que en la Alta Edad Media se
produjo una transformación fundamental en el imaginario
del caballero medieval que se tradujo en el descubrimiento del
encanto de la aventura para obtener la ansiada fama
caballeresca.
En este sentido, el historiador español
precisa que la lucha señorial caracterizada hasta el
momento por la estrechez de miras y horizontes experimenta un
cambio
sustancial y definitivo: "el enemigo era el extranjero (…)
o el vecino (…) Nadie sabía qué comenzaba
más allá del bosque o la colina, más
allá del mar desconocido. La ignorancia había
poblado la lejanía de misterios, y
la imaginación se prestaba a recibir las más
absurdas noticias
acerca de lo que constituía el mundo remoto (…)
Tras mucho tiempo de rigurosa incomunicación, los
señores del occidente de Europa empezaron
a soñar con ejercitar su brazo en ambientes llenos de
misterioso encanto y seguramente pletóricos de riquezas y
aventuras. Fue lo mismo que, poco después, impulsó
a misioneros y mercaderes (…) a errar de ciudad en ciudad
buscando en cada una de la inesperada novedad, el signo de un
mundo insospechado, la idea desconocida, la joya nunca vista, el
ritmo desusado y hasta la faz casi inconcebible del sarraceno.
Todo el trasmundo misterioso, la realidad incognoscible,
parecía poder ofrecer su signo escondido en un recodo,
más allá de la colina, donde nada se oponía
a que se escondiera el trasgo de la hechicera, el monstruo, el
palacio encantado. Cada caballero era un Lancelot en potencia, un
Boemundo, un Tancredo, un Ricardo Corazón de
León." (Romero, 2001:155)
Jacques Le Goff, por su parte, para hacer más palmaria
esta sed de aventura y fama del caballero medieval, afirma que la
concepción de lo maravilloso aplicable a nuestro
conquistador se corresponde con el concepto de
mirabilia, es decir, con la concepción de lo
maravilloso expresado en un universo plural
de objetos, en un conjunto de cosas o sucesos – asombrosos,
mágicos o milagrosos – que más que una
categoría de pensamiento
propiamente dicha se ordenaba alrededor de una serie de
imágenes y de metáforas de orden visual.
Una literaria apreciación de esta sed de aventura y
gloria en el medioevo nos es ofrecida por Baudolino, el personaje
de Umberto Eco, quien largamente confiesa haberle dicho al
señor Nicetas: "…también inventé, le
hablé de ciudades que nunca había visitado, de
batallas que nunca había combatido, de princesas que nunca
había poseído. Le contaba las maravillas de las
tierras donde muere el sol. Le hice
disfrutar de ponientes en la Propóndite, de reflejos de
esmeralda en la laguna veneciana, de un valle de Hibernia, donde
siete iglesias blancas se extienden a orillas de un lago
silencioso, entre ovejas igual a las blancas; le conté
como los Alpes Pirineos están cubiertos siempre por una
mullida sustancia cándida, que en verano se deshace en
cataratas majestuosas y se desperdiga en ríos y arroyos a
lo largo de pendientes lozanas de castaños; le dije de los
desiertos de sal que se extienden en las costas de Apulia; le
hice temblar navegando mares que nunca había
navegado…" (Eco, 2001:408 y 409) Baudolino hubiese sido
con propiedad uno
de los mayores Cronistas de Indias, todo el tiempo
narrando sus invenciones tomadas de la palpable
realidad americana.
Esta búsqueda de maravillosas aventuras allende las
ciudades amuralladas y protegidas de la España Medieval es
impulsada por las célebres Novelas de
Caballerías tan en boga en la etapa del
descubrimiento y la colonización del Nuevo Mundo, y se
concreta, ingenua y generosa, en Las Crónicas de
Indias que recogen ese imaginario pletórico de
semejanzas vistas y de metáforas aprendidas que
también estuvo a bordo de las carabelas tripuladas por
nuestros intrépidos y osados conquistadores
españoles.
1.
Las Novelas de
Caballerías
Según Sebastián de Cobarrubias, en su obra de
1611 Tesoro de la Lengua
castellana o española, los Libros de
Caballerías "son aquellos que tratan de hazañas
de caballeros andantes, ficciones gustosas y artificiosas de
mucho entretenimiento y poco provecho, como los libros de
Amadís, de Don Galaor, el caballero de febo y los
demás."
Los estudiosos de estas novelas de caballerías
añaden que además de celebrar las hazañas
fabuladas de los caballeros andantes: Amadís,
Palmerín, el rey Arturo y los caballeros de la Tabla
Redonda, los doce pares de Carlomagno, Romancero, exhiben,
en contraposición a la fiereza de casaca, a la violencia
guerrera, el masoquismo amoroso inspirado en el medieval amor
cortés.
Mario Vargas Llosa, por su parte, en el prólogo a la
Edición del IV Centenario de Don Quijote de la
Mancha, expresa que: "los libros de caballerías
son narraciones que tienen como protagonista al caballero andante
y cuya acción
o trama es, esencialmente, una sucesión de hazañas,
pero que son "ficciones". Esto último parece esencial: si
los elementos no son ficticios (o sea si el protagonista ha
existido y las hazañas se han realizado), la
narración ya no es un libro de
caballerías, sino un libro de historia y merecería
el grave nombre de "crónica"."
En coherencia con los criterios expuestos, los analistas de
estas obras de ficción caballeresca señalan que
principales características son las siguientes:
·
Ficciones de primer rango: Importan, en
consecuencia, más los hechos que los personajes
arquetípicos y planos, que son traídos y llevados
por la acción, sin que ésta los cambie o los
transforme y sin que importe demasiado sus rasgos
psicológicos.
·
Estructuras abiertas: Son inacabables aventuras,
abren la ocasión para infinitas continuaciones posibles;
expresan la necesidad de hipérbole o
exageración, la amplificación sucesoria
está presente en las sagas, es decir que cada
generación subsiguiente tiene que superar las
hazañas, hechos de armas o fama de
su progenitor. En general, los héroes son
inmortales, siempre existe un camino abierto para nueva salida.
Exista igualmente una total falta de verosimilitud
geográfica, su espacio es la imaginación lógica.
·
Búsqueda de honra, valor,
aventura a través de diferentes pruebas
físicas. Se basan en estructuras
episódicas donde el héroe pasa por distintas
pruebas de
valentía y arrojo inverosímiles. Casi siempre
la
motivación principal del caballero es fama y amor.
·
Idealización del amor del caballero por su dama:
Verdadera expresión del amor cortesano, sumisión a
la dama, idolatría rayana en el masoquismo cargada de
relaciones
sexuales fuera del matrimonio que
terminan en un final feliz.
·
Violencia glorificada. El valor personal se
expresa con hechos de armas: combates individuales entre
señores para conseguir la fama; o bien torneos,
ordalías, duelos, batallas con
monstruos y gigantes. Todo ello además para contar con el
favor de la amada.
· Nacimiento ilegítimo del
héroe: Usualmente el protagonista es hijo espurio de
padres nobles desconocidos – las más de las veces reyes
-, por su propio destino debe hacerse héroe, ganar
fama y merecer su nombre. En muchas ocasiones su espada
mágica, todopoderosa, está dotada de
poderíos sobrehumanos, y goza del favor de algún
mago o hechicero partidario.
Los sesenta y tres libros de caballerías más
celebrados, los cuales contaron con innumeras ediciones y
traducciones, se suelen clasificar en pertenecientes a ciclos o
sagas, o sueltos. Entre los primeros los correspondientes a
ciclos principales, que pueden contener otros subciclos, son los
siguientes:
·
Ciclo de Amadís de Gaula
·
Ciclo de Belianís de Grecia
·
Ciclo de Clarián de Landanís
·
Ciclo de la Demanda del Santo Grial
·
Ciclo de Espejo de caballerías
·
Ciclo de Espejo de príncipes y caballeros o El
caballero del Febo
·
Ciclo de Felixmagno
·
Ciclo de Florambel de Lucea (Francisco de Enciso
Zárate)
·
Ciclo de Florando de Inglaterra
·
Ciclo de Floriseo
·
Ciclo de Lepolemo o el Caballero de la Cruz
·
Ciclo de Morgante (Traductor-autor: Jerónimo
Aunés)
·
Palmerín de Inglaterra (Traductor-autor: Miguel
Ferrel)
·
Ciclo de Palmerín de Olivia
·
Ciclo de Renaldos de Montalbán
·
Ciclo de Tristán de Leonís
Entre los llamados sueltos que no corresponden a sagas o
series figuran Arderique (del bachiller Juan de Molina),
el antiguo Libro del caballero Cifar, Cirongilio de
Tracia (de Bernardo de Vargas), Claribalte (de Gonzalo
Fernández de Oviedo), Cristalián de
España (de Beatriz Bernal), Febo el troyano (de
Esteban Corbera), Felixmarte de Hircania (de Melchor
Ortega), Florindo (de Fernando Basurto), el anónimo
Guarino Mesquino, Lidamor de Escocia (de Juan de
Córdoba), Olivante de Laura (de Antonio de
Torquemada), los anónimos Oliveros de Castilla y
Philesbián de Candaria, Policisne de Boecia
(de Juan de Silva y de Toledo), Polindo, el famoso
Tirante el Blanco de Joanot Martorell y Martí
Joan de Galba, y Valerián de Hungría (de
Dionís Clemente). (Fuentes varias)
A los efectos de nuestro análisis del imaginario del conquistador
español, vamos a poner el énfasis en el quinto
libro de la saga del Amadís de Gaula: Sergas del
Esplandián que tanta influencia tuvo en los
conquistadores españoles del Nuevo Mundo, cuyo autor fue
Garci Rodríguez de Montalvo.
La novela, cuyo
título significa Las hazañas de
Esplandián, relata las aventura
s de este caballero, el hijo primogénito de
Amadís de Gaula y la princesa Oriana de la Gran
Bretaña. Narra numerosos rebates del héroe con
gigantes, nobles siniestros y hasta con su propio progenitor,
Amadís, quien le desafía para probar su valor, sin
que Esplandián conozca su identidad.
También se describen los castos amores del protagonista
con la infanta Leonorina, hija del Emperador de Constantinopla, y
el terrible cerco de los musulmanes a esa ciudad, que concluye
finalmente con la victoria de los cristianos. Al término
de la acción, Esplandián contrae nupcias con
Leonorina, y el Emperador de Constantinopla abdica la corona en
su favor, todo para un final cortesanamente feliz, como de
película norteamericana.
Una de las denominaciones de las comarcas ficticias incluidas
en Sergas del Esplandián, es el de la
Ínsula California, el real señorío de
Calafia, Reina de las Amazonas, que como hoy sabemos
alcanzó singular notoriedad cuando los conquistadores
españoles lo asignaron a una vasta y actual región
de México y
los Estados Unidos.
En este sentido, Uslar Pietri señala su popularidad entre
los hispanos venidos al Nuevo Mundo convencidos de la necesidad
de conquistar el mítico Reino de las Amazonas, sobre
este particular Uslar comenta: "El gran auge de los libros de
caballería coincide con el comienzo de la empresa de
Indias. Amadís de Gaula, que fue el modelo
definitivo del género,
apareció bastante antes de que Cortés saliera a la
conquista de
México. En las cartas y documentos de los
conquistadores aparece con frecuencia el recuerdo de los libros
de caballería. Uno de los más populares fue el de
las Sergas del Esplandián, que narraba las descomunales
aventuras del hijo de Amadís. Una de las mayores aventuras
del Esplandián fue su tentativa de conquistar el reino de
las amazonas. Las amazonas del libro español eran, en el
fondo, las mismas del mito antiguo,
pero con algunas importantes novedades. La reina guerrera ostenta
un nombre nuevo que va a tener, gracias a la Conquista,
enorme resonancia histórica y geográfica. La reina
se llama Calafia y su país California. Los
españoles creen que pueden encontrarlo dentro de la
desconocida e imaginaria geografía americana."
(Uslar Pietri, 1996: 408).
A pesar de que generalmente se le ha considerado inferior al
gran libro Amadís de Gaula, la obra de Rodríguez de
Montalvo tuvo una gran popularidad entre los conquistadores del
Nuevo Mundo, como lo demuestra el elevado número de
ediciones acreditadas: Sevilla (1510), Toledo (1521), Roma (1525),
Sevilla (1526), Burgos (1526), Sevilla (1542 y 1549), Burgos
(1587), Zaragoza (1587) y Alcalá de Henares (1588).
Vargas Llosa lo considera un verdadero acierto y Uslar Pietri
resalta su importancia en el imaginario del conquistador
ibérico.
2.
Las Crónicas de Indias
Después del descubrimiento de
América por los españoles, se conoció un
conjunto de relatos llamados Crónicas de Indias que
informaban sobre la geografía y el modo de vida de los
pobladores americanos y de las colonias.
Estas crónicas fueron sin duda reflejo de la realidad
del Nuevo Mundo vista con los ojos del imaginario medieval que
los conquistadores habían alimentado en la vieja Europa,
fruto de las lecturas de los bestsellers de la época: las
novelas de caballerías. En esta misma perspectiva,
José Ramón
Medina señala que: "el hombre que
como descubridor, como conquistador, como emigrante o como
viajero llegó a América, al mismo tiempo que se siente
sumido en la realidad nueva, que se americaniza, va revistiendo
su mundo, tan extenso, con las imágenes y las voces de su
mundo familiar. América es en cierto sentido un mundo
nuevo, enteramente nuevo pero irreductible: En otro sentido, es
también una nueva Europa. (Medina, 1992: XXI).
Junto a Medina, Horacio Jorge Becco realiza en el libro
Historia Real y Fantástica del Nuevo Mundo una
excelente sistematización temática
(Fabulación Imaginera y Utopía del Nuevo
Continente) de aquellos textos europeos que
contribuyeron a escribir el conjunto de libros que hoy conocemos
como las Crónicas de Indias. En este sentido, Becco
organiza las crónicas de acuerdo con los siguientes
criterios para incluir, en su respectiva categoría, a los
diferentes cronistas del Nuevo Mundo.
·
Descubrimiento del Nuevo Mundo: Inicia su compendio el
autor, como es lógico suponer, con el Diario
del Almirante que recoge las maravillas que tanto impresionaron a
Colón en forma de verdor inusitado, de pájaros
nunca vistos y de ríos del tamaño del mar.
Añade el compilador La Carta del 18 de junio de
1500 dirigida por Américo Vespucio a su mecenas
Lorenzo de Medici, en la que también da cuenta de su
sorpresa y estupefacción ante las realidades
botánicas y animales, en
especial, sus pájaros y peces.
Incorpora también en este rubro Las Tradiciones y
creencias de la isla de Haití del
catalán Fray Ramón Pané así como las
crónicas vertidas por Gonzalo Fernández de Oviedo
en su texto De
otras muchas particularidades, algunas de ellas notables,
de la isla de Cubagua.
·
Una naturaleza
desbordante: Rica y variada es la inclusión de los
narradores que incorpora Becco en esta categoría de las
Crónicas de Indias.. Incluye escritos de Fray
Bartolomé de Las Casas, Pedro Mártir de
Anglería, Fray Toribio de Benavente (Motolimía),
Bernardo de Sahagún, José Luis de Cisneros, Fray
Pedro de Aguado, Joseph de Acosta, Juan de Cárdenas,
Antonio Vásquez de Espinosa y Antonio de la Calancha.
Recoge el compilador la maravilla que suponen entre otras
expresiones de la desbordante naturaleza del Nuevo Mundo: la
luz de los
cocuyos, el peligro de tigres y leones, las orquídeas, el
cardo o el maguey, las anguilas, la esmeralda, el ámbar o
la fuerza del viento y la explosión súbita de los
volcanes.
·
Tierra sin horizonte: Constituida básicamente por
las crónicas realizadas por Alvar Nuñez Cabeza de
Vaca y Fray Antonio Tello en las ilimitadas tierras de la actual
Norteamérica, para asombrase, en su caso concreto, de
las víboras, de las sabandijas y alimañas, de los
alacranes y las arañas que las habitan en extraña
convivencia con indios nómadas, bisontes y venados
también sin fin.
·
Mesoamérica y sus grandes culturas: Según
Becco "un gran conjunto de textos penetran en las más
variadas manifestaciones del hacer cultural de su tiempo" y
para demostrarlo selecciona fragmentos de las crónicas de
Bernal Díaz del Castillo, Hernán Cortés,
Pedro de Alvarado, Fray Toribio de Benavente, Girolamo Benzoni,
Pedro Cieza de León, Pedro Diego de Landa, López de
Gómara, Andrés Pérez de Ribas y del
cosmógrafo erudito Carlos de Sigüenza y
Góngora. Además de la natural exuberancia de
parajes, lagos y montañas, los cronistas se
extasían ante la obra de ingeniería de los habitantes de esas
comarcas: sus edificios, sus plazas, sus pirámides, sus
templos, sus torres, sus murallas, sus puentes, dejan
boquiabierto y sin comprensión a más de uno de los
atrevidos conquistadores.
·
Bestiario de Indias: Con indudables antecedentes en
Ptolomeo, Plinio, Marco Polo y hasta en las cartas del Almirante
de la Mar Océano, autores como Américo Vespuci,
Gonzalo Fernández de Oviedo, Pedro Mártir de
Anglería, Bernardino de Sahagún, Joseph de
Acosta, Fernâo Cardim, Gutiérrez de Santa Clara,
Garcilaso de la Vega (el Inca), Bernabé Cobo, Pedro
Mercado y
José Gumilla dan buena cuenta de tortugas, vicuñas,
tragavenados, tembladores, dantas, caimanes, tucanes y
colibríes, y hasta de "los hombres marinos que hay en el
mar", sin olvidar a los "hombres con rabo o con cabeza de perro,
o acéfalos" que tanto se emplearon en los grabados e
ilustraciones de época para representar al buen salvaje
americano.
·
Tierra Firme: Se trata en este acápite, de "las
páginas sobre un amplio territorio que estaba limitado al
norte por el mar Caribe, al este podría decirse que por el
Océano Atlántico, contenía la Selva
Amazónica y las extensas playas del suelo
brasileño, mientras al oeste también el
Océano Pacifico era su marco natural." (Becco, 1992:
XXXVII) Esta Tierra Firme
se comenta en textos de cronistas diversos y dispersos en la
ancha extensión de tierra conquistada. Gonzalo
Jiménez de Quesada con sus crónicas sobre el
Nuevo Reino de Granada, Francisco López de
Gómara con Las Costumbres de Cumaná,
José de Oviedo y Baños comenta el Sitio y calidades
de la Provincia de Venezuela,
Jacinto de Carvajal hace lo propio en su descubrimiento del
Río Apure, y hasta Sir Walter Raleigh aporta su
fantasía americana en su conocido libro El descubrimiento
del grande, rico y bello imperio de Guayana. Todo ello sin contar
los valiosos aportes de José Gumilla sobre el sur
venezolano o la Historia de Juan de Quiñónez
(tomada de una obra de Fray Juan de Santa Gertrudis) donde se
habla de una montaña cubierta de oro que dio
origen al mito por antonomasia del Nuevo Mundo: El Dorado, que
tantas andanzas y aventuras originó en unos conquistadores
tan ávidos de riquezas como de fama y aventura.
·
El Imperio Andino: Señala el compilador que la
lista de cronistas sobre esta civilización andina es larga
y prolija, aunque no deja de destacar las singulares aportaciones
hechas por Pedro Sánchez de la Hoz, Francisco de Xerez,
Pedro Cieza de León, Joseph de Acosta; El Inca Gracilaso,
Felipe Guzmán Poma de Ayala, Juan Rodríguez Freyle,
Alonso Carrió de la Vandera que suman sus novelas a los
dos cronistas fundamentales del Imperio Andino: Gonzalo
Fernández de Oviedo y Francisco López de
Gómara. Por supuesto que en estas andinas crónicas
no pueden faltar los temas geográficos y descriptivos de
lugares como Cajamarca, el Cuzco, al lago de Titicaca, las
montañas que casi tocan el cielo, las nieves mullidas de
los Andes, la meseta desolada y el impresionante Templo del
Sol.
·
Los Grandes Ríos: ¿Cómo no pudieron
fascinarse esos europeos de vertientes menguadas con el
caudal y amplitud del Amazonas, el Orinoco, el Río de la
Plata, las cataratas de Iguazú, los ríos Apure,
Paraná o Paraguay, si
todavía a nosotros que los tenemos al alcance de la vista
nos embrujan y sorprenden? Así le ocurrió con
justificada emoción, en tiempos de atribulada conquista, a
comentaristas como Fray Gaspar de Carvajal, el jesuita
Cristóbal de Acuña, Ulrico Schimdel,
Antonio Pigafetta y a tantos otros semejantes que vinieron al
Nuevo Mundo para enumerar, luego por escrito, su
estupefacción ante ríos como mares de agua
dulce, empezando por las jácaras del primer alucinado
por el Nuevo Mundo, el llamado Cristóbal Colón.
·
Mirando al Pacífico y el Extremo Sur: Chile, los
araucanos y sus más lejanos paisanos, los patagones,
también fueron también objeto de crónicas y
narraciones más tardías por parte de los pertinaces
cronistas de Indias. Hernando de Magallanes, Juan
Ladrillero y el padre Juan de Areizaga hacen, al igual que muchos
de los comentaristas ya nombrados en otras latitudes americanas,
el trabajo de
recoger lo que vieron con los ojos de la imaginación y con
la mirada de la inteligencia.
Refiriéndose a los patrones recuerda Becco: "serán
las figuras que describen aquellos gigantes con sus caras
pintadas con diversos colores, blanco,
rojo, amarillo cubiertos con mantas de guanaco. Se trata, bien lo
sabemos, de hombres corpulentos que daban la impresión al
estar recubiertos por las pieles que le caían hasta el
suelo. El nombre de patagón les fue aplicado recordando a
un monstruo que figura enPrimaléon." (Becco, 1992:
XLIV).
Guillermo Morón, en relación con las
Crónicas de Venezuela, recuerda que: "En nuestros suelos americanos
los primeros en sorprender esa realidad y transformarla en
literatura son
los escritores de los siglos XVI, XVII y XVIII, los llamados
cronistas. Sin salirnos de Venezuela están (…)
Pedro de Aguado, Pedro Simón, José de Oviedo y
Baños, José Gumilla, y principalmente Simón,
un extraordinario escritor de la lengua, un magnífico
creador de novelas en medio de su prosa de las largas Noticias
Historiales. Allí está la raíz del
fenómeno, en forma natural, sorprendido por el ojo del
cronista – fabulador por la realidad mágica, por lo real
maravilloso de todo cuanto hay en América, paisaje,
cultura,
palabra viva, hombre." (Morón, 2007: 258).
3.
Los mitos
americanos
Esta apelación al imaginario por parte de unos
conquistadores españoles carentes de instrumentos objetivos de
interpretación de la nueva realidad
geográfica y humana americana, es también subrayada
por el historiador Demetrio Ramos Pérez. En efecto,
según su opinión, los españoles pasaron por
cuatro etapas en su acercamiento al Nuevo Mundo: la de las ideas
racionales operativas, la de las sugestiones alucinantes que
determinaron su gran desazón, el brotar del mito dormido y
la reversión, es decir, la vuelta a las ideas
racionales.
Veamos con más detalle cuáles fueron esos mitos
que se avivaron con el contacto del imaginario español,
forjado básicamente por la lectura y difusión de
las Novelas de Caballerías, con esa nueva realidad
alucinante y desconocida que después tomaría el
nombre de América.
A.
La Edad de Oro
Durante muchos siglos, el mito de la Edad de Oro ha estado
presente en la imaginación de aquellos soñadores
utópicos que pretenden retornar a una época de
pretendida bonanza, ingenuidad, inocencia, desprendimiento,
fraternidad y solidaridad a
ultranza en medio de la abundancia, del poco esfuerzo, de la
convivencia pura, sin intereses personales o materiales en
el seno de una naturaleza exuberante, donde todo estaba al
alcance del hombre para su disfrute y beneficio.
La Edad de Oro se contraponía a la Edad de Hierro,
durante la cual el hombre,
según el poeta Hesíodo, vivía en medio de
trabajos, miserias, amarguras y sinsabores que le prodigaban los
dioses, andaban enfrentados los hijos a los padres, el amigo al
amigo, el hermano al hermano, no existía el amor al
prójimo. En fin, era un tiempo de mentira, envidia,
falsos juramentos, sin justicia, la
maldad prevalecía sobre la bondad, una edad de hombres
ruines, de gobernantes injustos, cobardes y corruptos.
Por el contrario, en la Edad de Oro, según
Hesíodo, bajo el reinado de Cronos, los hombres
vivían como dioses, libre el corazón de cuidados.
No conocían el trabajo, ni el
dolor ni la cruel vejez.
Juveniles de cuerpo se solazaban en festines, lejos de todo mal,
y morían como se duerme. Poseían todos los bienes.
La tierra
fecunda producía por si sola abundantes, generosas
cosechas, y ellos, jubilosos y pacíficos, vivían en
sus campos en medio de bienes sin cuento.
Por su parte, el poeta latino Ovidio adornó la Edad de
Oro con estas palabras: "reinaba una eterna primavera, el
céfiro apacible acariciaba con tibio aliento a las flores
nacidas sin necesidad de semilla"; en la visión del bardo
corrían ríos de leche,
ríos de néctar, la miel rubia caía generosa
de los frondosos y verdes encinares. Los hombres no tenían
la necesidad de disputarse los bienes materiales, había en
demasía y la generosidad campeaba en el corazón del
ser humano.
El mito de la Edad de Oro no quedó olvidado y protegido
en los ancestrales versos de los poetas de la antigüedad
greco – latina. Recordemos que, en la Edad Media, entre 1275 y
1280 fue completado por Juan de Meun el poema inconcluso Le
Roman de la rose iniciado por Guillermo De Lorris. Este poema
introdujo de nuevo en Europa, en lengua vulgar, el viejo mito de
la Edad de Oro que hasta entonces había permanecido
resguardado en las bibliotecas de
los monasterios medievales. Más tarde, en el Renacimiento,
encontraremos otros ejemplos vivos y dicentes de la vigencia de
este mito, en especial en el imaginario de escritores
españoles contemporáneos al proceso de
conquista y colonización del Nuevo Mundo. Fray Antonio
Guevara, en 1529, en su Libro del Emperador Marco Aurelio en el
capitulo XXIII expresa: "En aquella edad, y en aquel siglo
dorado, todos vivían en paz, cada uno cultivaba sus
tierras, plantaba sus olivos, cogía frutos, vendimiaba sus
viñas, regaba sus panes, y criaba a sus hijos: finalmente,
como no comían con sudor propio, vivían sin
prejuicio
ajeno."
El mismo Miguel de Cervantes
Saavedra, con su magistral estilo, en el propio Don Quijote de la
Mancha en el Discurso a los
cabreros (1605, I, XI,) pone, en boca del ingenioso hidalgo, las
siguientes imágenes y reflexiones acerca del mito que nos
ocupa: "Dichosa edad y siglos dichosos aquéllos a quien
los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el
oro, que en nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase
en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los
que en ella vivían ignoraban estas dos palabras tuyo y
mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a
nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar
otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas
encinas, que literalmente les estaban convidando con su dulce y
sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en
magnifica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les
ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo
hueco de los árboles
formaban su república las solícitas y discretas
abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin interés
alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo
trabajo."
Con absoluta y sobrada razón, Isaac J. Pardo
recuerda, en consecuencia, que: "la obra de aquellos poetas se ha
conservado para deleite de la humanidad, y los nombres de
Hesíodo y de Ovidio surgen, necesariamente, cuantas veces
tratemos de la Edad de Oro, mas no fueron ellos y sus
contemporáneos los primeros – ni los últimos
añadiríamos nosotros – en soñar en una
época pasada con todas las condiciones para que la
humanidad fuese dichosa". (Pardo, 1990:12). En efecto, la misiva
que Cristóbal Colón escribió a Luís
de Santángel aviva, de nuevo, en el imaginario de la
época de la conquista del Nuevo Mundo, el mito
clásico de la Edad de Oro. El navegante
genovés le narra a su amigo y financista marrano
español Luís de Santángel lo siguiente:
"…es maravilla; las sierras y montañas y las vegas
y las campiñas y las sierras tan hermosas y gruesas para
plantar y sembrar, para criar ganados de todas suertes, para
edificios de villas y lugares. Los puertos de la mar, aquí
no hay creencia sin vista, y de los ríos muchos y grandes
y buenas aguas y yerbas hay grandes diferencias de aquella
de la Juana, en esta hay muchas especerías y grandes
minas de oro y otros metales…"
Pero si esta fue su visión primigenia de la
naturaleza americana y de sus recursos,
Colón se queda todavía más estupefacto y
desconcertado con la conducta y
actitud de los
habitantes de ese Nuevo Mundo en proceso de descubrimiento y
comprensión, tal como lo manifiesta en diversas ocasiones,
y, en especial, en la visita que, luego de su primer viaje a
América, dispensara a sus Majestades los Reyes
Católicos, cuando afirma que se presenta ante ellos con
"riquezas y hombres de nueva forma". Esta nueva humanidad
se expresa, se concreta, según carta del
Almirante a sus Majestades Reales, que conmovió
ideologías y cosmogonías, en la bondad natural e
inmanente de los pobladores de aquellas tierras, y Colón
pasmado sentencia: "andan todos desnudos, hombres y mujeres
no tienen acero, ni
armas…son sin engaño y liberales de lo que
tienen…y muestran tanto amor que darían los
corazones…ni he podido entender si tienen bienes propios,
que me pareció ver que aquello que uno tenía todos
hacían parte, en especial de las cosas
comederas…"
En criterio de Uslar Pietri, la primera carta donde
Colón describe las nuevas realidades naturales y humanas
de la futura América revive, reinserta, trae de vuelta
a la mentalidad e imaginación de los conquistadores
el ancestral mito de la Edad de Oro. Para el escritor:
"después de ese momento ya no se trata de una leyenda
más o menos verosímil que nos llega del más
lejano ayer, sino de una realidad contemporánea que ha
sido vista y verificada por los mismos hombres que han hallado
tierras hasta entonces desconocidas. Creyeron que la Edad de Oro
existía realmente y se había conservado en sus
rasgos esenciales en aquellas lejanas regiones."( Uslar Pietri,
1996 :107)
La Edad de Oro se transforma así en la referencia
mítica y ancestral, interiorizada y entronizada en la
imaginación de los hombres del Descubrimiento que
inmediatamente llega, viene a la mente y a la pluma de los
comentaristas y comentadores de la hazaña de Colón,
Pedro Mártir de Anglería en su obra Décadas
de Orbe Novo, 1493 – 1529, sobre la base de las experiencias
vividas y contadas por Colón, expresa que cuando se
refiere a los indígenas, al Almirante "le viene
espontáneamente la metáfora humanística:
para ellos es la Edad de Oro. Se ha encontrado margarita, aromas
y oro. Así se conforma la primera imagen de tierras
nunca vistas, gentes que viven en la Edad de Oro y sus inmensas
riquezas.", y para no dejar duda alguna de la presunción
del conquistador, por su parte, afirmó también: "es
cosa averiguada que aquellos indígenas poseen en
común la tierra, como la luz del Sol y como el agua y que
desconocen las palabras tuyo y mío, semillero de todos los
males. Hasta el punto se contentan con poco que la comarca que
viven antes sobran campos que faltan a nadie. Viven en plena Edad
de Oro, y no rodean sus propiedades con fosos, muros, ni setos.
Habitan en huertos abiertos, sin leyes, sin libros y sin jueces,
y observan lo justo por instinto natural."
Esta asimilación, esta asociación del Nuevo
Mundo y sus gentes con el mito de la Edad de Oro tendría
inconmensurables consecuencias, la más importante fue su
contribución a la invención de la Utopía,
como lo veremos en su oportunidad.
B.
Las Siete Ciudades de Cíbola (Las Ciudades
Encantadas)
La insularidad, la Isla con mayúscula, tuvo una
particular relevancia y significación en el imaginario
medieval europeo. Algunas de ellas, como la de Cíbola,
viajaron en las carabelas españolas para ser descubiertas
y confirmadas de nuevo en tierras americanas de irreal realidad,
en el maravilloso y desconcertante Nuevo Mundo.
Las islas, desde la más lejana antigüedad, han
servido al hombre para asentar, instalar, localizar sus
sueños, sus fantasías, transformándolas,
indistintamente, en realidad y mito, en ficción y certeza.
La isla de los Bienaventurados, la Atlántida de Platón, la
isla de Pancaya de Evhemero de Messina, entre tantas otras, se
suman, en la imaginación de los habitantes de
los inicios del Primer Milenio de la Humanidad, a la isla de la
mano de Satanás, a la de Brasil, a la de
las Mujeres y la de los Hombres, para ocupar un lugar imaginario
en mapas de
ficción. Como bien lo señala Fernando
Benítez "desde Platón
hasta Anatole France, las islas han sido elegidas como escenarios
ideales."
En lo concerniente, más específicamente, al
cercano Medioevo de los conquistadores españoles, el
propio Benítez señala: "La Edad Media vivía
soñando con islas. Le horrorizaba el vacío de los
mares y se entregó al juego de
pobladores con cuentos que
tomaban la forma insular: Los cartógrafos,
valiéndose de los relatos de marinos y mercaderes,
componen unos mapas mitológicos con sus ciudades, sus
gigantes, sus enanos, sus monstruos y sus océanos
habitados por serpientes descomunales y tentadoras sirenas."
(Benítez, 1974: 14))
Pardo, por su parte, confirma esta concepción medieval:
"más allá de mitólogos, filósofos, novelistas y viajeros
imaginativos, la fascinación de las islas alcanzó
en la Baja Edad Media a historiadores y hagiógrafos,
cosmógrafos, navegantes y cartógrafos y los mares
fueron poblándose de islas. Según informaron a
Marco Polo, sólo en el mar de Cin había siete mil
cuatrocientas cincuenta. Al oeste de España, en el gran y
temible océano, eran conocidas las islas Canarias o
Fortunadas de los latinos, asiento, según se pensaba, de
los Campos Elíseos; las Azores y las Islas de Cabo Verde,
estas últimas llamadas también Islas
Hespérides. Islas todas visibles, palpables y habitables,
aunque insuficientes. De manera que por una u otra razón
comenzaron a ser imaginadas islas fantasmas como
la de San Brandán…También merece atención la isla de Antilia o de Siete
Ciudades por la significación histórica que
adquirió a pesar de su condición fantasmal…"
(Pardo, 1990: 628))
El Mito de las Siete Ciudades de Cíbola o de las Siete
Ciudades Encantadas se origina de forma más bien
pecaminosa, en tiempos de la conquista de España por los
moros: "Nace del cuerpo desnudo de la Cava, la hija del conde don
Julián que sorprendiera un día el rey Rodrigo en el
baño, para desgracia suya y la de España. La imagen
de la Venus española enloqueció al monarca, quien
se tomó por la fuerza lo que se le negaba de grado. La
Cava, burlada, escribió a su padre, el conde don
Julián, una carta célebre en la historia de la
literatura, en la que le hacía un relato detallado de su
deshonra. Las consecuencias de esa carta habían de ser
terribles. El conde, hasta entonces fiel servidor al rey,
vende su patria a los árabes, derrota al monarca que
abusó de su hija y consuma la perdición de
España. Don Rodrigo, sin corona, termina sus días
en un sepulcro, acompañado por una serpiente que
comenzó devorándolo por do más pecado
había. Estos lamentables sucesos fueron causa indirecta de
que los mapas se adornarán de una nueva isla. En manos de
los árabes la Península, siete obispos portugueses,
que odiaban la religión del Profeta, decidieron buscar
otras tierras a donde no llegara la influencia del Corán,
y en medio del mar tenebroso fundaron siete ciudades de prodigio,
creándose la isla de las Siete Ciudades, la mítica
Cíbola…" (Benítez, 1974:16 y 17)
El mito de las Siete Ciudades de Cíbola, de las
Siete Ciudades Encantadas, también
acompañó a los españoles en el largo
proceso de conquista y colonización del Nuevo Mundo.
López de Gómara narra que: "Fray Marcos é
otro fraile franciscano entraron por Culhuacán el
año de 38. Fray Marcos solamente, ca enfermó su
compañero, siguió con guías y lenguas el
camino del sol, por más calor y no
alejarse de la mar, y anduvo en muchos días trescientas
leguas de tierra, hasta llegar a Sibola. Volvió diciendo
maravillas de siete ciudades de Sibola, y que no tenía
cabo aquella tierra, y que cuanto más al poniente se
extendía, tanto más poblada y rica de oro,
turquesa, y ganado de lanas era…" (López de
Gómara, 1985 : 298)
C.
Las Amazonas
De acuerdo con el DRAE amazona es "mujer de alguna
de las razas guerreras que suponían los antiguos haber
existido en los tiempos heroicos"; en sentido figurado se asocia
con una mujer alta y de ánimo viril o con una mujer que
monta a caballo.
El viejo mito se remonta a una leyenda griega, según la
cual en la región bárbara del río
Termodonte, en Leucosiria, en las orillas meridionales del mar
Negro, vivía una tribu de mujeres gobernadas por una
reina. Según ciertas versiones de la época, las
amazonas, que así se denominaban, al llegar la primavera
recibían a los hombres de las comarcas vecinas para tener
con ellos relaciones sexuales; según otras versiones, los
hombres vivían en la propia tribu de las amazonas como
esclavos dedicados a los trabajos domésticos, las
guerreras les quebraban los huesos de las
piernas para inutilizarlos e impedirles hacer uso de las armas
que estaban exclusivamente destinadas a las amazonas.
El término amazona proviene del griego: a,
privativo, y mazón pecho o teta, es decir, sin
tetas, porque se decía que aquellas belicosas mujeres se
cortaban el pecho, el seno derecho para facilitar un mejor uso
del arco.
Este mito menor helénico, recreado, transformado,
también viajó a América en la
imaginación de los conquistadores. Sobre este particular
Uslar Pietri comenta: "El gran auge de los libros de
caballería coincide con el comienzo de la empresa de
Indias. Amadís de Gaula, que fue el modelo definitivo del
género, apareció bastante antes de que
Cortés saliera a la conquista de México. En las
cartas y documentos de los conquistadores aparece con frecuencia
el recuerdo de los libros de caballería. Uno de los
más populares fue el de las Sergas del Esplandián,
que narraba las descomunales aventuras del hijo de Amadís.
Una de las mayores aventuras del Esplandián fue su
tentativa de conquistar el reino de las amazonas. Las amazonas
del libro español eran, en el fondo, las mismas del mito
antiguo, pero con algunas importantes novedades: la reina
guerrera ostenta un nombre nuevo que va a tener, gracias a la
Conquista española, enorme resonancia histórica y
geográfica. La reina se llama Calafia y su país
California. Los españoles creen que pueden encontrarlo
dentro de la desconocida e imaginaria geografía
americana." (Uslar Pietri, 1996:261 y 262)
Tanta era la convicción de los españoles en el
Mito de Las Amazonas que Colón creyó haber pasado
cerca de la isla donde reinaba Calafia en alguna de las Antillas
Menores. Pedro Mártir de Anglería
también se refiere a él en sus célebres
Décadas. Esta creencia, este convencimiento, de los
conquistadores se ve reforzado por los comentarios y narraciones
de los propios indios, tal como lo recoge el cronista
Agustín de Zárate:"…dijeron a los
españoles que cincuenta leguas más adelante hay
entre dos ríos una gran provincia poblada de mujeres que
no consienten hombres consigo mas del tiempo conveniente a la
generación. La reina dellas se llama Gabolmilla, que en su
lengua quiere decir cielo de oro, porque en aquella tierra diz
que se cría una gran cantidad de oro."
En sus Cartas de Relación, Hernán Cortés
menciona la fabulosa isla de las mujeres guerreras; Magallanes
también trató de ubicarla en la ignota inmensidad
del Pacífico. Bernal Díaz recuerda que
Cortés envió a su Capitán Juan
Rodríguez de Carrillo a buscarla en el confín
occidental de México, quien avizoró por primera vez
la costa occidental de la hoy llamada Baja California,
confundiéndola con una isla, y la bautizó con el
contenido del mito que llevaba en su imaginación:
California.
Empero no es sino con la desobediencia de Francisco de
Orellana en 1542, que el Mito de Las Amazonas adquiere existencia
definitiva en el Nuevo Mundo. En efecto, Orellana, en busca del
tan ansiado metal precioso, el oro de las Indias;
desatendiendo las órdenes de su jefe Gonzalo
Pizarro, se aventuró a recorrer, por su cuenta y sin
destino, el que después sería el río
más grande de la Tierra. El desobediente aventurero
navegó dos mil leguas del río y sus afluentes a
través de selvas vírgenes, para llegar, al final, a
la costa opuesta en el Atlántico, y embarcarse de nuevo a
España. A su llegada, temeroso de las represalias a que
pudiese hacerse acreedor por su audacia y desobediencia, Orellana
adornó su viaje con elementos de la realidad y con otros
que extrajo de su imaginación caballeresca, en particular
el viejo Mito de Las Amazonas. Así narró que en su
travesía fluvial se topó con un ejército de
vírgenes desnudas, combatiéndolas tal como en
tiempos arcanos lo hicieron Hércules, Aquiles y
Teseo.
Producto de esa desobediencia, del combate con una tribu
india a fines
de junio de 1542, en el que también lucharon las mujeres
de la tribu, y, sobre todo, del imaginario medieval, de la
fantasía de Orellana, el gran río, ese
inconmensurable mar de agua dulce, pasó a conocerse con el
nombre de Amazonas
III. El afán de lucro
(auri rabida sitis)
"Vete a las Indias ahijado. En Las Indias hay
comarcas
sin límites
donde se siembra la caña de
azúcar,
el algodón, el índigo; y la tierra que
te
devuelve
mil sudores. Hay rebaños que te son
dados en propiedad para premiar tus servicios
al
Rey, y que
trabajan noche y día para acrecentar tu
hacienda. Y, refulgiendo por sobre todas las
cosas hay oro: No el oro brujo de los alquimistas,
ni el oro que fabrican los judíos y catalanes
en
sus cazuelas, sino el oro verdadero, aquel que
Dios puso entre los pliegues de la gleba para que
se aprovecharan de él. Templos de oro macizo,
príncipes
que se bañan en polvos de oro,
pesados collares de oro que los indios te truecan
por
un espejo."
Miguel Otero Silva
Gutiérrez Contreras recuerda con absoluta
propiedad que "la ideología caballeresca constituye una clara
herencia de la
última fase del Medioevo. No es de extrañar este
comportamiento
si tenemos en cuenta que la mitad de los pasajeros a Indias en
los primeros tiempos de la colonización eran hombres de
armas (…) La fama es un componente de mucha importancia en
la ideología de afirmación individualista en el
período de transición entre la Baja Edad Media y el
Renacimiento, en
la fase de la crisis de la
sociedad feudal (…) Pero la fama necesita de la fortuna,
disponer de riqueza es el único medio para que la fama sea
sólida." (Gutiérrez Contreras, 1982: 24)
Así lo entendieron los conquistadores españoles
y sus reyes, el mito del Dorado y el Capitalismo de
Estado fueron claras demostraciones de que la fama sin fortuna
nada vale.
1.
El mito de El Dorado
Ningún mito despertó tanto la
imaginación, movilizó la voluntad y encendió
la codicia de los conquistadores como el del Dorado:
primero fue un rey, después una ciudad, para luego
transformarse en la leyenda por antonomasia del Nuevo Mundo.
El sacerdote jesuita Constantino Bayle lo expresa con absoluta
claridad: "Las fábulas de
Cipango y el concepto equivocado que Colón tenía
del globo terráqueo le impulsaron a sus maravillosos
descubrimientos. Otra, la del Dorado, fue ocasión de
viajes y
exploraciones en la América del Sur, que no se
habrían realizado sin ella: viajes y exploraciones que
abrieron nuevos horizontes a la ciencia
geográfica y al comercio." (Bayle, 1943: 384))
El mito del Dorado tiene lejanos antecedentes en la cultura
europea. En efecto, los incansables buscadores del
Vellocino de Oro, los secretos de la alquimia para producir el
codiciado metal aurífero, la búsqueda obsesiva de
la piedra filosofal, así como los traicioneros poderes
mágicos del rey Midas, son, a su manera, variaciones de un
imaginario ancestral que llegaron al Nuevo Mundo como
antecedentes remotos de nuestro americano mito del
Dorado.
Con el fin de dar con el ansiado país de oro, largas
extensiones del sur del continente, ríos, lagos y tierras,
desde Quito hasta
las bocas del Orinoco, fueron recorridos y explorados por unos
europeos insaciables en su codicia y voracidad por conseguir el
dorado metal. Como bien recuerda Uslar Pietri: "La lista de
buscadores es larga y cubre tres siglos. En 1540 topan, por un
increíble azar tres expediciones: la que venía del
norte con Jiménez de Quesada, del noroeste con el
gobernador alemán Ambrosio Alfínger y la que
había partido de Quito con Sebastián de
Belalcázar…Ya a fines del siglo XVI vino en su
busca nada menos que sir Walter Raleigh, poeta y gran figura de
la Corte de la reina Isabel en Inglaterra.
Raleigh hace dos viajes hasta el Orinoco en busca del fabuloso
mito." (Uslar Pietri, 1996:262)
En general, la casi totalidad de los investigadores le otorgan
una importancia decisiva a la aventura de Sebastián
Belalcázar como fuente originaria de este mito, de la
leyenda del Dorado, que se apoderó de la
imaginación de los hombres de aquellos tiempos de la
Empresa de Indias. Sin embargo, el historiador español
Mariano Izquierdo Gallo sustenta que: "antes que los
conquistadores de Quito y los fundadores de Popayán
tuviesen noticias del Dorado de Cundinamarca, ya Vasco
Núñez de Balboa, el descubridor del
Pacífico, se representó en su mente con destellante
alegría. El Dorado de Dobaiba. En 1510,
Núñez de Balboa había descubierto el
Altrato, y en 1512, veinte años después de la
inmortal epopeya de las tres carabelas, se entregó a la
búsqueda del tesoro de Dobaida…." Sin embargo, el
mismo investigador apunta, no sin cierta decepción, que:
"la historia no conoce más que una tercera parte de la
verdad acerca del tesoro de Dobaida. Conoce que ciertamente
existió en la región oriental de Altrato un tesoro
estupendo de oro, dedicado a la diosa Dobaida; pero nada puede
precisarse sobre su magnitud y forma, ni consta si los
españoles llegaron a contemplarlo o sí los indios
lo sepultaron en el Altrato o en algún lago." (Izquierdo
Gallo, 1956: 261)
En todo caso, según los historiadores de la conquista
del Perú, luego de la fundación en 1534 de la
ciudad de Quito por el lugarteniente de Francisco Pizarro,
Sebastián Belalcázar, éste planeó
explorar nuevas naciones en busca de las ansiadas riquezas que
tanto comentaban los moradores del lugar. Entre ellos
encontró Belalcázar uno, cuya conversación,
de acuerdo con la versión escrita de Fray Pedro
Simón, tuvo el siguiente derrotero: "preguntándole
por su tierra, dijo el indio que se llamaba Muizquita y su
cacique Bogotá que es, como hemos dicho, este Nuevo Reino
de Granada, que los españoles le llamaron Bogotá. Y
preguntándole si en su tierra había de aquel metal
que le mostraba que era oro, respondió ser mucha la
cantidad que había y de esmeraldas, que el nombraba en su
lengua piedras verdes. Y añadió que había
una laguna en la tierra de su cacique, donde él entraba
algunas veces al año en unas balsas bien hechas al medio
de ella, yendo en cueros, pero todo el cuerpo lleno, desde la
cabeza a los pies y manos, de una trementina muy pegajosa y
sobre ella mucho oro en polvo fino; de suerte que cuajada de oro
toda aquella trementina, se hacía todo una capa o segundo
pellejo de oro, que dándole el sol por la mañana,
que era cuando se hacía este sacrificio y en día
claro, daba grandes resplandores, y entrando así hasta el
medio de la laguna, allí hacía sacrificio y
ofrenda, arrojando al agua algunas piezas de oro, y esmeraldas
con ciertas palabras que decía. Y haciéndose luego
lavar con ciertas hierbas, como jaboneras todo el cuerpo,
caía todo el oro que traía a cuestas, en el agua;
con que se acababa el sacrificio y se salía del agua y
vestía sus mantas."
Prosigue su narración Fray Pedro Simón
comentando las ambiciones que ya se habían fraguado en la
voluntad y apetencias del lugarteniente de Pizarro: "Fue esta
nueva tan a propósito de lo que deseaba Belalcázar
y sus soldados, que estaban cebados para mayores descubrimientos
como los que iban haciendo en el Perú, que se determinaron
luego a hacer éste de que daba noticia el indio. Y
confiriendo entre ellos que nombre le darían para
entenderse, y diferenciar aquella provincia de las demás
de sus conquistas, determinaron llamarle la Provincia del Dorado,
como diciendo: llámese aquélla provincia donde va a
ofrecer sus sacrificios aquel cacique con el cuerpo dorado."
Son muchos los conceptos y explicaciones que intentan explicar
la importancia y la relevancia que el mito del Dorado tuvo
durante la conquista de América, por nuestra parte
asumiremos como pertinentes las conclusiones expuestas por el
reconocido doradista Demetrio Ramos Pérez:
· El Dorado no es el fruto
de la argucia de los indios para llevar a los españoles de
un lugar a otro, ni tampoco era consecuencia de una credulidad
incomprensible.
· El Dorado no
existía en ninguna parte, pues era fruto de la
concreción de las ideas clásicas sobre indicios de
posibilidad, que el conquistador acumuló, por el paso de
unas a otras huestes, sobre un supuesto racional: el de la
necesidad que existieran unas minas riquísimas en el lugar
donde las condiciones naturales fueran óptimas.
· El Dorado constituye un
maravilloso capítulo de la historia de las ideas, en el
que colaboran todos los que de cerca o de lejos intervienen en la
historia americana del siglo XVI. (Ramos Pérez, 1973:
462)
2. El Mercantilismo
y el Capitalismo de Estado
español
Los estudiosos de la Historia de la Economía
Política coinciden en señalar que fue Adan
Smith quien introdujo el término mercantilismo para
referirse al sistema comercial
o mercantil, sin embargo, subrayan que: "al presente se entiende
el mercantilismo como una fase de la historia económica
que corre entre la Edad Media y el tiempo del laissez faire, con
la consideración debida por las diferencias que es
menester admitir entre los diversos países."
(Baptista, 1996: 74)
En efecto, existe también consenso en afirmar que
más que un sistema económico en sí mismo, el
mercantilismo fue más bien un tiempo, una época,
una fase especial del acontecer económico, caracterizada
por la homogeneidad relativa de las prácticas
económicas, y en especial comerciales, – y no
necesariamente por principios o
preceptos formales – adoptadas por diversos países en el
lapso que transcurrió de la Edad Media hasta la
época liberal.
En este orden de ideas, el mercantilismo se asocia con el
nacimiento de los modernos Estados Nacionales europeos. Sus
inicios se ubican a mediados del siglo XV, en tiempos en que los
nacientes estados debían sustituir el inmenso poder que
sobre la vida de la sociedad medieval ejerció la Iglesia
Católica y proteger, además, su existencia como
entidades políticas
autónomas e independientes, por primera vez
soberanas
Por supuesto que cada Estado Nacional adoptó su propia
manera de hacer las cosas en términos del mercantilismo:
en Francia tomó el nombre de Colbertismo; en Alemania y
Austria se denominó Cameralismo; en Inglaterra se le
atribuye su origen, hacia 1550, vinculado con las propuestas del
grupo de los
bullionistas. En todo caso, a pesar de las particularidades
que asumió el mercantilismo en diferentes espacios
políticos, todos los autores mercantilistas conciben la
economía de sus respectivos estados
nacionales como un todo, y subordinan los intereses individuales
al interés nacional, al de la colectividad.
Entre las máximas o prácticas promovidas por las
naciones mercantilistas destacan fundamentalmente las
siguientes:
· La
asimilación entre riqueza nacional y metales
preciosos, en especial oro y plata, constituyéndose
éstos en la base de sustentación de la
economía mercantilista. En consecuencia, sí una
nación
no disponía de minas o no tenía acceso directo a
ellas, debía adquirir comercialmente los metales
preciosos.
· El
fomento del crecimiento de la población, en virtud de
que una nación
con mayor cantidad de habitantes estaba en mejor
disposición para proveerse de fuentes de mano de obra, de
militares, y podía también contar con un mercado de
mayores proporciones.
· El
desarrollo de
la industria,
aunque la misma estuviese prohibida de ser ejercida en las
colonias de las potencias mercantilistas.
· La
intervención del Estado en la vida económica,
dando origen al concepto del Estado
intervencionista.
· La
necesidad de contar con una balanza de pagos
favorable, positiva, es decir, que el valor de las exportaciones
superase al de las importaciones. La
mayor parte de las naciones mercantilistas poseían
colonias que servían como mercados
naturales a los productos de
la metrópoli, y, a su vez, actuaban como proveedoras de
materias primas. El mercader inglés
Thomas Mun (1571 – 1641) fue uno de los principales propulsores y
defensores de esta máxima durante su desempeño como director de la East
India Company.
En la evolución del mercantilismo de distinguen
tres etapas:
· La
fase monetaria: cuyas manifestaciones principales
consistieron en prohibir la exportación de las monedas, su
alteración física y la
fijación de su curso legal.
· La
fase del balance de los contratos: tiene su origen en las
prácticas mercantilistas inglesas; consistía en un
conjunto de normas que
regulaban la celebración de contratos entre
comerciantes ingleses y extranjeros. Usualmente se pautaban,
entre otras, las siguientes restricciones: obligación para
los comerciantes ingleses de traer al país, en
metálico, una parte del precio de sus
ventas en el
extranjero; obligación de los comerciantes extranjeros que
vendían sus artículos en Inglaterra de emplear
el dinero
recibido en pago en la compra de productos ingleses. Con estas
regulaciones se concretaba la voluntad de los mercantilistas para
que el Estado
pusiese en práctica mecanismos legales agresivos y
defensivos para promover y proteger las ventajas derivadas del
comercio
internacional.
· La
fase de la balanza
comercial: Recordemos de nuevo que, en criterio de los
propulsores del mercantilismo, la balanza comercial era el
instrumento fundamental para enriquecer a la Nación, en la
medida en que el valor de las exportaciones superase al de
las importaciones, con el fin de obtener un saldo positivo.
Los historiadores de España consideran que el logro de
la llamada Unidad Nacional bajo el reinado de los
Reyes Católicos marcó un
hito importante que propicio el florecimiento de doctrinas y
prácticas estatales que promovieron un capitalismo de
Estado, y un sistema mercantilista bastante sui géneris y
ampliamente criticado por sus negativos y desfavorables
resultados para la economía española de la
época de la colonización de América.
El descubrimiento de América incorporó una nueva
corriente mercantil a las dos que los españoles
atendían comercialmente para la época: la de norte
de Europa y la del Mediterráneo. Fray Tomás de
Mercado, en su obra Suma de Tratos y contratos de 1569,
narra que, para entonces, España "tiene
contratación en todas partes de la Cristiandad y aun en
Berbería. A Flandes cargan lanas, aceites y bastardos; de
allí traen todo género de mercería,
tapicería y librería. A Florencia envían
cochinilla, cueros; traen oro hilado, brocados, perlas, y de
todas aquellas partes gran multitud de lienzos. En Cabo Verde
tienen el negocio de los negros, negocio de gran caudal y mucho
interés. A todas las Indias envían grandes
cargazones de toda suerte de ropas; traen de ellas oro, plata,
perlas y cueros en grandísima cantidad…Todos los
factores (comerciales) penden unos de otros, y todo casi tira y
tiene respecto al día de hoy a las Indias, Santo Domingo,
Tierra Firme y México, como partes do va todo lo
más grueso de ropa y do viene toda la riqueza del
mundo."
Las ingentes cantidades de oro, plata y piedras preciosas
traídas de las Indias a España contribuyeron, en lo
político, a fortalecer el poder de la monarquía, al concentrar en manos del rey
la casi totalidad de las rentas coloniales y, en lo
económico, a profundizar el carácter mercantilista de la
economía española. No se dispone de datos seguros y
confiables acerca de la magnitud – muchas veces exagerada o
intencionalmente deformada – de los envíos de oro
y plata que comenzaron a llegar a España en
proveniencia del Nuevo Mundo. Sin embargo, se conoce que desde
1503 afluyeron a la metrópoli colonial cantidades
importantes de metales preciosos desde La Española,
Cuba y
Puerto Rico,
que se incrementarían paulatinamente con las conquistas de
México y Perú, y se elevarían de manera
extraordinaria con la explotación de las minas de
Potosí, Guanajuato y Zacatecas, y con el tratamiento del
mineral de plata con mercurio, es
decir, con la aplicación de la técnica de la
amalgama.
Los historiadores de este período mercantilista
español confirman que desde mediados del siglo XVII hasta
el cuarto decenio del siglo XVII se mantienen los envíos a
un nivel casi constante y luego disminuyen, sin cesar por
completo. En todo caso, según las dispares cifras de
algunos tratadistas modernos, las cantidades de oro y plata
enviados de las Indias a la metrópoli estuvieron en el
orden de 181.333 kilos de oro y 16.886.815 kilos de plata,
según las investigaciones
de J. Earl Hamilton; y de 300.000 Kilos de oro y 25.000.000
kilos de plata, de acuerdo con las pesquisas más
optimistas de Pierre Chaunu.
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