Indice
1.
Introducción
2.
Contienda
Intelectual
4.
Obras
5.
Conclusión
6. Bibliografía
1. Introducción
Agustín de Hipona, San (354-430), el más grande de
los padres de la Iglesia y uno
de los más eminentes doctores de la Iglesia
occidental. Agustín nació el 13 de noviembre del
año 354 en Tagaste, Numidia (hoy Souk-Ahras, Argelia). Su
padre, Patricio (fallecido hacia el año 371), era un
pagano (más tarde convertido al cristianismo),
pero su madre, Mónica, era una devota cristiana que
dedicó toda su vida a la conversión de su hijo,
siendo canonizada por la Iglesia católica romana.
Agustín se educó como retórico en las
ciudades norteafricanas de Tagaste, Madaura y Cartago. Entre los
15 y los 30 años vivió con una mujer cartaginesa
cuyo nombre se desconoce, con la que tuvo un hijo en el
año 372 al que llamaron Adeodatus, que en latín
significa regalo de Dios.
Doctores de la Iglesia, eminentes maestros cristianos proclamados
por la Iglesia como merecedores de ese título, que viene
del latín Doctor Ecclesiae. De acuerdo con este rango, la
Iglesia reconoce la contribución de los citados
teólogos a la doctrina y a la comprensión de la fe.
La persona
así llamada tiene que haber sido canonizada previamente y
haberse distinguido por su erudición. La
proclamación tiene que ser realizada por el Papa o por un
concilio ecuménico. Los primeros Doctores de la Iglesia
fueron los teólogos occidentales san Ambrosio, san
Agustín de Hipona, san Jerónimo y el Papa san
Gregorio I, que fueron nombrados en 1298. Los correspondientes
Doctores de la Iglesia de Oriente son san Atanasio, san Basilio,
san Juan Crisóstomo y san Gregorio Nacianceno. Fueron
nombrados en 1568, un año después de que se
designara con la misma condición a santo Tomás de
Aquino. Mujeres que han alcanzado esta distinción
fueron santa Catalina de Siena y santa Teresa de Jesús (en
1970) y santa Teresa del Niño Jesús (en
1997).
2. Contienda
Intelectual
Inspirado por el tratado filosófico Hortensius, del orador
y estadista romano Cicerón, Agustín se
convirtió en un ardiente buscador de la verdad, estudiando
varias corrientes filosóficas antes de ingresar en el seno
de la Iglesia. Durante nueve años, del año 373 al
382, se adhirió al maniqueísmo, filosofía
dualista de Persia muy extendida en aquella época por el
Imperio Romano de
Occidente. Con su principio fundamental de conflicto
entre el bien y el mal, el maniqueísmo le pareció a
Agustín una doctrina que podía corresponder a la
experiencia y proporcionar las hipótesis más adecuadas sobre las
que construir un sistema
filosófico y ético. Además, su código
moral no era
muy estricto; Agustín recordaría posteriormente en
sus Confesiones: "Concédeme castidad y continencia, pero
no ahora mismo". Desilusionado por la imposibilidad de
reconciliar ciertos principios
maniqueístas contradictorios, Agustín
abandonó esta doctrina y dirigió su atención hacia el escepticismo.
Hacia el año 383 se trasladó de Cartago a
Roma, pero un
año más tarde fue enviado a Milán como
catedrático de retórica. Aquí se
movió bajo la órbita del neoplatonismo y
conoció también al obispo de la ciudad, san
Ambrosio, el eclesiástico más distinguido de
Italia en aquel
momento. Es entonces cuando Agustín se sintió
atraído de nuevo por el cristianismo.
Un día por fin, según su propio relato,
creyó escuchar una voz, como la de un niño, que
repetía: "Toma y lee". Interpretó esto como una
exhortación divina a leer las Escrituras y leyó el
primer pasaje que apareció al azar: "… nada de comilonas
y borracheras, nada de lujurias y desenfrenos, nada de
rivalidades y envidias. Revestíos más bien del
Señor Jesucristo, y no os preocupéis de la carne
para satisfacer sus concupiscencias" (Rom. 13, 13-14). En ese
momento decidió abrazar el cristianismo. Fue bautizado con
su hijo natural por Ambrosio la víspera de Pascua del
año 387. Su madre, que se había reunido con
él en Italia, se
alegró de esta respuesta a sus oraciones y esperanzas.
Moriría poco después en Ostia.
Maniqueísmo, antigua religión que
tomó el nombre de su fundador, el sabio persa Mani (c.
216-c. 276). Durante varios siglos representó un gran
desafío para el cristianismo.
Mani nació en el seno de una aristocrática familia persa del
sur de Babilonia (actual Irak). Su
padre, un hombre muy
piadoso, lo educó en una austera secta bautista,
posiblemente la de los mandeos. A la edad de 12 y luego a los 24
años, Mani creyó haber tenido apariciones, en las
que un ángel lo nombraba el profeta de una nueva y
última revelación. En su primer viaje misionero,
Mani llegó a la India, donde
recibió la influencia del budismo. Bajo la
protección del nuevo emperador persa Shapur I (quien
reinó entre 241 y 272), Mani predicó en todo el
Imperio, e incluso envió misioneros al Imperio romano.
La rápida propagación del maniqueísmo
provocó una actitud hostil
por parte de los líderes del zoroastrismo ortodoxo. Cuando
Bahram I sucedió en el trono al emperador anterior (entre
274 y 277), lo convencieron de que arrestara a Mani,
culpándolo de herejía. Al poco tiempo Mani
murió, no se sabe si en prisión o ejecutado.
Mani se autoproclamaba el último de los profetas, dentro
de los que se consideraba a Zoroastro, Buda y Jesús, y
cuyas revelaciones parciales, según él, estaban
contenidas y se consumaban en su propia doctrina. Aparte del
zoroastrismo y del cristianismo, el maniqueísmo es otro de
los movimientos religiosos que reflejan una fuerte influencia del
gnosticismo.
La doctrina fundamental del maniqueísmo se basa
en una división dualista del universo, en la
lucha entre el bien y el mal: el ámbito de la luz
(espíritu) está gobernado por Dios y el de la
oscuridad (problemas) por
Satán. En un principio, estos dos ámbitos estaban
totalmente separados, pero en una catástrofe original, el
campo de la oscuridad invadió el de la luz y los dos se
mezclaron y se vieron involucrados en una lucha perpetua. La
especie humana es producto, y al
tiempo un
microcosmos, de esta lucha. El cuerpo humano
es material, y por lo tanto, perverso; el alma es espiritual, un
fragmento de la luz divina, y debe ser redimida del cautiverio
que sufre en el mundo dentro del cuerpo. Se logra encontrar el
camino de la redención a través del conocimiento
del ámbito de la luz, sabiduría que es impartida
por sucesivos mensajeros divinos, como Buda y Jesús, y que
termina con Mani. Una vez adquirido este conocimiento,
el alma humana puede lograr dominar los deseos carnales, que
sólo sirven para perpetuar ese encarcelamiento, y poder
así ascender al campo de lo divino.
Los maniqueos estaban divididos en dos clases, de
acuerdo a su grado de perfección espiritual. Los llamados
elegidos practicaban un celibato estricto y eran vegetarianos, no
bebían vino y no trabajaban, dedicándose
sólo a la oración. Con esa postura, estaban
asegurando su ascensión al campo de la luz después
de su muerte. Los
oyentes, un grupo mucho
más numeroso, lo formaban aquellos que habían
logrado un nivel espiritual más bajo. Les estaba permitido
contraer matrimonio
(aunque se les prohibía tener hijos), practicaban ayunos
semanales y servían a los elegidos. Su esperanza era
volver a nacer convertidos en elegidos. Con el tiempo, se
conseguirían rescatar todos los fragmentos de la luz
divina y el mundo se destruiría; después de eso, la
luz y la oscuridad volverían a estar separadas para
siempre.
Durante el siglo que siguió a la muerte de
Mani, sus doctrinas se extendieron por el este hasta China, y fue
ganando adeptos en todo el Imperio romano, en especial en el
norte de África. San Agustín, el gran
teólogo del siglo IV, fue maniqueo durante nueve
años antes de su conversión al cristianismo.
Más tarde escribiría documentos
importantes contra el movimiento,
que además había sido condenado por varios papas y
emperadores romanos. A pesar de que el maniqueísmo, como
religión,
desapareció del mundo occidental a principios de la
edad media, se
puede seguir su influencia en la existencia de grupos
heréticos medievales con las mismas ideas sobre el bien y
el mal como los albigenses, bogomilos y los paulicianos.
Aún sobreviven muchas de las concepciones
gnósticas-maniqueas del mundo, desarrolladas por
movimientos y sectas religiosas modernas, como la teosofía
y la antroposofía del filósofo austriaco Rudolf
Steiner.
Mani consideraba que la pérdida o mala
interpretación de las enseñanzas de otros profetas
radicaba en el hecho de que no habían dejado constancia
escrita de sus enseñanzas. Por eso, Mani escribió
muchos libros para
que sirvieran como recordatorio de su pensamiento. A
comienzos del siglo XX fueron encontrados fragmentos de estas
escrituras. Estaban escritas en chino, turco y egipcio.
También se encontraron, al mismo tiempo, himnos,
catecismos y otros textos maniqueos. Otras fuentes de las
doctrinas maniqueas provienen de los escritos de san
Agustín y de otros escritores que se opusieron al movimiento.
3. Obispo Y Teólogo
Agustín regresó al norte de África y fue
ordenado sacerdote el año 391, y consagrado obispo de
Hipona (ahora Annaba, Argelia) en el 395, cargo que
ocuparía hasta su muerte. Fue un
periodo de gran agitación política y
teológica, ya que mientras los bárbaros amenazaban
el Imperio llegando a saquear Roma en el 410,
el cisma y la herejía amenazaban también la unidad
de la Iglesia. Agustín emprendió con entusiasmo la
batalla teológica. Además de combatir la
herejía maniqueísta, participó en dos
grandes conflictos
religiosos: uno de ellos fue con los donatistas, secta que
mantenía la invalidez de los sacramentos si no eran
administrados por eclesiásticos sin pecado. El otro lo
mantuvo con los pelagianos, seguidores de un monje
contemporáneo británico que negaba la doctrina del
pecado original. Durante este conflicto, que
fue largo y enconado, Agustín desarrolló sus
doctrinas de pecado original y gracia divina, soberanía divina y predestinación.
La Iglesia católica apostólica romana ha encontrado
especial satisfacción en los aspectos institucionales o
eclesiásticos de las doctrinas de san Agustín; la
teología católica, lo mismo que la protestante,
están basadas en su mayor parte, en las teorías
agustinianas. Juan Calvino y Martín Lutero, líderes
de la Reforma, fueron estudiosos del pensamiento de
san Agustín.
La doctrina agustiniana se situaba entre los extremos
del pelagianismo y el maniqueísmo. Contra la doctrina de
Pelagio mantenía que la desobediencia espiritual del
hombre se
había producido en un estado de
pecado que la naturaleza humana
era incapaz de cambiar. En su teología, los hombres y las
mujeres son salvados por el don de la gracia divina; contra el
maniqueísmo defendió con energía el papel del
libre albedrío en unión con la gracia.
Agustín murió en Hipona el 28 de agosto del
año 430. El día de su fiesta se celebra el 28 de
agostO.
4. Obras
La portancia de san Agustín entre los padres y doctores de
la Iglesia es comparable a la de san Pablo entre los
apóstoles. Como escritor, fue prolífico,
convincente y un brillante estilista. Su obra más conocida
es su autobiografía Confesiones (400?), donde narra sus
primeros años y su conversión. En su gran
apología cristiana La ciudad de Dios (413-426),
Agustín formuló una filosofía
teológica de la historia. De los
veintidós libros de esta
obra diez están dedicados a polemizar sobre el
panteísmo. Los doce libros restantes se ocupan del origen,
destino y progreso de la Iglesia, a la que considera como
oportuna sucesora del paganismo. En el año 428,
escribió las Retractiones, donde expuso su veredicto final
sobre sus primeros libros, corrigiendo todo lo que su juicio
más maduro consideró engañoso o equivocado.
Sus otros escritos incluyen las Epístolas, de las que 270
se encuentran en la edición benedictina, fechadas entre el
año 386 y el 429; sus tratados De
libero arbitrio (389-395), De doctrina Christiana (397-428), De
Baptismo, Contra Donatistas (400-401), De Trinitate (400-416), De
natura et gratia (415) y homilías sobre diversos libros de
la Biblia.
En Confesiones, uno de los principales escritos del
más insigne Padre y Doctor de la Iglesia, san
Agustín de Hipona, éste refirió de forma
autobiográfica y con un brillante estilo literario algunos
de los episodios más importantes de su vida.
Además, en sus páginas expuso gran parte de su
pensamiento teológico y filosófico. El fragmento
que sigue supone una interesante aproximación a su
teoría
del conocimiento.
Fragmento de Confesiones.
De san Agustín.
Libro X;
capítulos 9, 10 y 11.
No son sólo éstos los únicos tesoros
almacenados en mi vasta memoria.
Aquí se encuentran también todas las nociones que
aprendí de las artes liberales que todavía no he
olvidado. Y están como escondidas en un lugar interior,
que no es lugar. Pero no están las imágenes
de las cosas, sino las cosas mismas. Yo sé, en efecto, lo
que es la gramática, la dialéctica y las
diferentes categorías de preguntas. Todo lo que sé
de ellas está, ciertamente, en mi memoria, pero no
como una imagen retenida
de una cosa, cuya realidad ha quedado fuera de mí. No es
tampoco como la voz impresa que suena y se desvanece, dejando una
huella por la que recordamos como si sonara cuando ya no suena.
Ni como el perfume que pasa y se pierde en el viento y que,
afectando al sentido del olfato, envía su imagen a la memoria,
por la que puede ser reproducida. Ni como el manjar, que ya no
tiene sabor en el estómago y que parece lo tiene, sin
embargo, en la memoria. Ni
como una sensación que sentimos en el cuerpo a
través del tacto que, aunque esté alejada de
nosotros, podemos imaginarla en la memoria después del
tacto.
En estos casos las cosas no penetran en la memoria.
Simplemente son captadas sus imágenes
con asombrosa rapidez, quedando almacenadas en un maravilloso
sistema de
compartimentos, de los cuales emergen de forma maravillosa cuando
las recordamos.
Pero cuando oigo que son tres las categorías de
preguntas –si la cosa existe, qué es y cuál
es– retengo las imágenes de los sonidos de que se
componen estas palabras. Y sé también que
atravesaron el aire con
estrépito y que ya no existen. Pero los hechos
significados por estos sonidos no los he tocado nunca con
ningún sentido del cuerpo. Tampoco los he podido ver fuera
de mi alma, ni son sus imágenes las que almaceno en mi
memoria sino los hechos mismos. Que me digan, pues, si pueden,
por dónde entraron en mí. Recorro todas las puertas
de mi cuerpo y no hallo por dónde han podido entrar estos
hechos. Mis ojos me dicen, en efecto: «Si tienen color, nosotros
los anunciamos.» Los oídos dicen: «Si
emitieron algún sonido, nosotros
los hemos detectado.» El olfato dice: «Si despiden
algún olor, por aquí pasaron.» El gusto dice
también: «Si no tienen sabor, no me
preguntéis por ellos.» El tacto dice: «Si no
es cuerpo, no lo toqué, y si no lo he tocado, no he
transmitido mensaje de él.»
¿Cómo, entonces, estos hechos entraron en
mi memoria? ¿Por dónde entraron? No lo sé.
Cuando los aprendí, no los di crédito
por testimonio ajeno. Simplemente los reconocí en mi alma
como verdaderos y los aprobé, para después
encomendárselos como en depósito y poder sacarlos
cuando quisiera. Por tanto, debían estar en mi alma
incluso antes de que yo los aprendiese, aunque no estuviesen
presentes en la memoria. ¿En dónde estaban?
¿Por qué los reconocí al ser nombrados y
decir yo: «Así es, es verdad?» Sin duda porque
ya estaban en mi memoria y tan retirados y escondidos como si
estuvieran en cuevas profundísimas. Tanto, que no
habría podido pensar en ellos, ni alguien no me hubiera
advertido de ellos para sacarlos a relucir.
Descubrimos así que aprender las cosas
–cuyas imágenes no captamos a través de
los sentidos–
equivale a verlas interiormente en sí mismas tal cual son,
pero sin imágenes. Es un proceso del
pensamiento por el que recogemos las cosas que ya contenía
la memoria de manera indistinta y confusa, cuidando con
atención de ponerlas como al alcance de la mano en la
memoria –pues antes quedaban ocultas, dispersas y
desordenadas– a fin de que se presenten ya a la memoria con
facilidad y de modo habitual. Mi memoria acumula un gran
número de hechos e ideas de este tipo, que, como dije, han
sido ya descubiertas y puestas como a mano y que afirmamos haber
aprendido y conocido. Si las dejo de recordar de tiempo en
tiempo, vuelven a sumergirse y hundirse en los compartimentos
más hondos de mi memoria, de modo que es necesario
repensarlas otra vez en este lugar –pues no es posible
localizarlas en otro–. En otras palabras, cuando se han
dispersado, he de recogerlas de nuevo para poder conocerlas. Tal
es la derivación del verbo cogitare, que significa pensar.
Pues en latín el verbo cogo (recoger, coger) dice la misma
relación a cogito (pensar, cogitar) que ago (mover) a
agito (agitar) o que facio (hacer) a factito (hacer con
frecuencia). Pero la palabra cogito queda reservada a la función
del alma. Se emplea correctamente sólo cuando se aplica
cogitari a lo que se recoge (colligitur), es decir, lo que se
junta (cogitar) no en un lugar cualquiera, sino en el
alma.
Fuente: Agustín, San. Confesiones.
Prólogo, traducción y notas de Pedro
Rodríguez de Santidrián. Madrid. Alianza Editorial,
1998.
5.
Conclusión
Sobre San Agustín de Hipona
Homilía en la XLVIII Semana
Litúrgica
Cardenal
Giacomo Biffi
Arzobispo de
Bolonia
Esta eucaristía -en el
contexto de los días de luz y de gracia de la 48va. Semana
Litúrgica- se celebra en la memoria de San Agustín.
Es una circunstancia providencial, que no queremos dejar pasar.
Agustín -con sus escritos admirables, con su figura de
Pastor ejemplar y, ante todo, con su inquieta actitud de
búsqueda de Dios- sigue siendo para todos un maestro que
siempre vale la pena escuchar.
"Fuimos bautizados, y se disipó en nosotros la
inquietud de la vida pasada" (Confesiones 9, 6, 4).
Con estas palabras simples y breves, Agustín
evoca la conclusión de una larga y enmarañada
aventura interior. El renacimiento
"del agua y del
Espíritu" tiene lugar durante la Vigilia pascual, la noche
entre el 24 y el 25 de abril del año 387, en el
baptisterio octagonal que Ambrosio, el gran obispo de
Milán, recientemente había terminado de
erigir.
Finalmente había llegado "a casa", porque
había llegado al conocimiento vivo del Señor
Jesús y a la comunión con Él; lo cual,
aún en los años más turbios y confusos,
había sido el anhelo casi inconsciente de todo su
ser.
En su larga dispersión, en medio de la diversidad
de las opiniones, y en la maraña de los vicios,
había mantenido una especie de inconsciente
atracción hacia la persona de
Cristo. "Aquel nombre de mi Salvador, de tu Hijo, mi corazón
aún tierno lo había absorbido en la leche misma de
mi madre, y lo conservaba en lo profundo. Así que
cualquier obra en la que Él faltase, así fuese
docta y limpia y verdadera, no podía conquistarme
totalmente" (Confesiones 3,4,8)
Uno de los momentos decisivos de su conversión se
produce cuando se da cuenta de que Cristo no es un personaje
literario o una idea filosófica, sino que es el
Señor vivo que palpita, respira, enseña y ama en la
liturgia y en la vida de la Iglesia, su Esposa y su Cuerpo. Por
lo tanto, no es con la investigación erudita y solitaria del
intelectual como se puede llegar a Él, sino con la cordial
participación en el misterio eclesial, que no es otro que
el misterio del Hijo de Dios crucificado y resucitado que se
entrega a los suyos.
En tal comunión de vida, el individuo se
trasciende a sí mismo y verdaderamente realiza de manera
integral su naturaleza humana
como ha sido querida y pensada por el Padre desde toda la
eternidad: "Nos hemos transformado en Cristo. En efecto, si
Él es la cabeza y nosotros los miembros, el hombre
total es Él y nosotros" (Tract. In Ioan. 21, 8), dice
audazmente Agustín.
Esta activa pertenencia eclesial, sean cuales fueren las
virtudes y la santidad de los hombres de Iglesia, funda la
certeza salvífica de los creyentes. "Lo he dicho
frecuentemente y lo repito insistentemente – dice el obispo de
Hipona a los fieles "cualquier cosa que seamos nosotros, vosotros
estáis seguros,
tenéis a Dios por Padre y a la Iglesia por madre" (Contra
litt. Pet. 3, 9, 10).
Los escolásticos le darán un nombre tosco
("ex opere operato"), pero en verdad, no hay nada más
misericordioso de parte de Dios, ni más consolador para
nosotros que esta certeza: la certeza de que en la Iglesia que
enseña, que actúa, que celebra está siempre
operante la inmanencia salvífica de Cristo.
Quizá fue ésta justamente el provecho
más fuerte de su estancia en Milán. Ambrosio no fue
para Agustín un interlocutor disponible para coloquios
personales, pacientes y clarificadores; tanto menos se
prestó a hacerle de director espiritual. Sin embargo su
aporte a la conversión del maestro africano fue decisivo,
justamente porque aquel obispo era un "liturgo" excepcional, que
con su presidencia homilética y ritual, sabía
verdaderamente comunicar el sentido de la presencia activa del
Salvador en todos los actos religiosos comunitarios. Posidio, el
biógrafo del obispo de Hipona, recapitula todo con una
frase lacónica y convincente: "de Ambrosio recibió
la enseñanza salvífica de la Iglesia
Católica y los sacramentos divinos" (Vita Agustini 1,
6).
De Ambrosio, Agustín había aprendido que
"hablamos con Cristo cuando oramos y lo escuchamos cuando se lee
la Palabra de Dios" (cf. De oficiis 1, 20, 88)
De Ambrosio había aprendido a traspasar las
"imágenes" (aquello que los ojos ven) para llegar a captar
la "verdad" (el Cristo que bajo las imágenes está
siempre actuante). "Oh Señor Jesús – había
exclamado el obispo de Milán el día de Pascua del
año 381 – en nuestra sede has hoy bautizado mil. Y
cuántos has bautizado en la Urbe de Roma, cuántos en
Alejandría, en Antioquía, en Constantinopla… Pero
no han sido Dámaso ni Pedro ni Ambrosio ni Gregorio
quienes han bautizado: nosotros te prestamos nuestros servicios,
pero tuyas son las acciones
sacramentales" (Cf. De Spiritu Sancto I, 17.18: "nostra enim
sercitia sed tua sunt sacramenta").
Nosotros podemos celebrar en los ritos el misterio de
Cristo, porque es Cristo quien antes celebra en los ritos, el
misterio de la salvación del mundo; y en esta
celebración, que es Suya, nos compromete y nos
renueva.
Jesús es un hombre de palabra. Cada día,
mas allá de toda espera, su última promesa se
realiza realmente: "He aquí que estoy con vosotros todos
los días, hasta el fin del tiempo" (Mt. 28,
20).
Es una frase de una sencillez absoluta, pero bajo cierto
punto de vista es el centro y el sentido de todo el evento
cristiano.
Al tomarla en serio, todo cambia: nuestro modo de
pensar, de celebrar, de vivir, se hace diferente.
No es una expresión retórica, como cuando
se dice que los héroes de la patria, los gigantes de la
cultura y de
la ciencia,
los grandes filántropos, viven eternamente en medio de su
pueblo; que en el fondo es una manera gentil de decir que
están muertos. Jesús está realmente con
nosotros: aquí está la fuente de nuestra
inalterable serenidad en medio de las oposiciones y los conflictos, de
aquí mana la energía de nuestro dinamismo
apostólico.
Es justamente esta actualidad del único Sacerdote
de la Nueva Alianza la que congrega a la Iglesia y garantiza su
fidelidad. Él la atrae y la enamora, de manera que ninguna
estrella mundana alcanza a apresarla y ningún sortilegio
de encantadoras ideologías logra seducirla.
Como dice Ambrosio: "No valen de nada los encantadores
donde el cántico de Cristo se canta cada día; ella
tiene ya su encantador, el Señor Jesús…"
(Hexamerón IV, 33).
Una Iglesia que se absorbiera de tal manera en el trabajo
-sin duda meritorio- a favor de los seres humanos, que no elevara
más el himno cotidiano de alabanza a su Señor, se
parecería más a la Cruz Roja Internacional que a la
Nueva Eva, la Esposa fiel del Nuevo Adán y la Madre de los
nuevos vivientes; y terminaría por dedicar sus canciones a
los aventureros de turno. Pues necesitaría cantar para
alguien.
Jesús está siempre con nosotros, pero no
ha sido dicho que nosotros estemos siempre con Él. Nos es
garantizada la fidelidad de Cristo: nuestra fidelidad sin embargo
se comprueba y consolida en los hechos, cada día. Pero
esto es otro discurso.
6.
Bibliografía
Anoz, José. Pensando con
San Agustín. Madrid: Federación Agustiniana
Española, 1996. Introducción a algunos temas
centrales del pensamiento de san Agustín.
Campelo, Moisés María. San Agustín, un
maestro de espiritualidad. Valladolid: Estudio Agustiniano, 1995.
Interesante análisis de algunos temas centrales del
mensaje espiritual de san Agustín.
Garrido Zaragoza, Juan José. San Agustín: breve
introducción a su pensamiento. Valencia: Facultad de
Teología de Valencia, 1991. Coherente introducción
al pensamiento de san Agustín de Hipona.
Sesé, Bernard. Vida de San Agustín. Madrid: San
Pablo, 1993. Útil biografía de san
Agustín, con referencia a su contexto histórico y a
algunos textos fundamentales.
Uña Juárez, Agustín. San Agustín
(354-430). Madrid: Ediciones del Orto, 1994. Breve ensayo sobre
la figura de san Agustín, útil como
introducción.
Autor:
Lic. José Luis Dell’ordine